ISSN: 2255-3827 • e-ISSN: 2255-3827
ARTÍCULOS
Resumen: Apoyándose en el análisis crítico de discusiones clásicas y contemporáneas sobre democracia laboral, el artículo examina, en primer lugar, los argumentos que pueden formularse para sostener que la democratización del trabajo es posible y deseable, o, por el contrario, que es imposible o ilegítima. Se distinguen a continuación dos escenarios de democratización del trabajo: el primero piensa la democratización del trabajo como una democratización del gobierno corporativo; el segundo la concibe como una democratización de la participación en la actividad colectiva del trabajo. El artículo defiende que la radicalización de la democracia exige democratizar los entornos laborales y comprender el trabajo como un espacio de formación de hábitos democráticos como la autonomía, la cooperación y la deliberación colectiva.
Palabras clave: democracia laboral; trabajo; deliberación; participación; cooperación; gobierno corporativo.
Abstract: Drawing on a critical analysis of classical and contemporary discussions on labor democracy, the article first examines the arguments that can be made to support the idea that the democratization of work is possible and desirable, or, conversely, that it is impossible or illegitimate. It then distinguishes two scenarios for the democratization of work: the first sees the democratization of work as a democratization of corporate governance; the second conceives it as a democratization of participation in the collective activity of work. The article argues that the radicalization of democracy requires the democratization of work environments and understanding work as a space for the formation of democratic habits such as autonomy, cooperation, and collective deliberation.
Keywords: workplace democracy; work; deliberation; participation; cooperation; corporate governance.
Sumario: Introducción • Método • Resultados • Discusión • Referencias bibliográficas
Cómo citar: Renault, E. y Vega Jiménez, S. (2025). Democratizar el trabajo para radicalizar la democracia. Las Torres de Lucca. Revista internacional de filosofía política, 14(1), 131-140. https://dx.doi.org/10.5209/ltdl.99123
El proyecto de democratización del trabajo ha sido durante mucho tiempo uno de los componentes utópicos del movimiento obrero y de las fuerzas políticas que han tratado de apoyarlo, desde el proyecto proudhoniano de “democracia industrial” hasta las diversas variantes de la autogestión. Hay que decir que, hoy en día, este proyecto ya no es defendido por ningún sindicato o movimiento político susceptible de llevarlo adelante en el imaginario utópico de la izquierda o de convertirlo en objeto de debate público. Esto refleja sin duda las dificultades específicas de los modelos de “democratización del trabajo”, pero también es sintomático del hecho de que el trabajo ya solo está presente de forma negativa en el imaginario utópico radical. Ya se trate de la utopía de la reducción de la jornada laboral, que sigue activa en muchos sectores de la izquierda, o de la utopía de una renta básica universal, el vínculo entre utopía y trabajo es negativo: se trata de pensar la emancipación fuera del trabajo o contra el trabajo (Renault, 2016), sin proponer nunca nada positivo sobre cómo este debería transformarse.
Sin embargo, la insatisfacción con sus condiciones y experiencias laborales es una de las características más ampliamente compartidas entre los grupos sociales que la izquierda se ha propuesto representar durante mucho tiempo, y a los que ya no es capaz de movilizar. En su ensayo Post-démocratie, reflexionando sobre la pérdida de la base social de la izquierda, C. Crouch (2013) sostenía en 2004 que solo un programa político que hiciera hincapié en la mejora general de las condiciones de trabajo movilizaría al conjunto de las clases trabajadoras. No cabe duda de que tal programa exigiría, entre otras cosas, la democratización del trabajo. De hecho, las quejas de los trabajadores no solo se refieren a la precariedad y la competencia generalizada, el estrés y el sufrimiento en el trabajo, la pérdida de calidad en el contenido de las actividades laborales (lo cual impide que las personas realicen correctamente su trabajo y hace proliferar bullshit jobs) y la destrucción del equilibrio entre la vida en el trabajo y la vida fuera del trabajo, sino también a las formas en que se ejerce el poder en la empresa (Ferreras, 2007). Estas quejas no solamente manifiestan el deseo de un trabajo más cooperativo y con mayor valor intrínseco, un trabajo que sea a la vez más satisfactorio y menos intrusivo. También encarnan la utopía de un poder que dejaría de ejercerse en las empresas de forma arbitraria, en interés del bien exclusivo de los accionistas y sobre la base de conocimientos de gestión desconectados del trabajo real. Estas aspiraciones son también las de los empleados de los servicios públicos.
También en los debates teóricos llama la atención la ausencia de toda discusión sobre la democratización del trabajo, aunque las excepciones son más significativas. Autores como J. Habermas, E. Laclau, C. Mouffe, J. Rancière o E. Balibar han formulado proyectos de democratización de la democracia sin abordar el problema de la democratización del trabajo, siendo A. Negri la excepción, aunque no haya hecho de este uno de sus temas centrales. Las teorías de la democratización de la democracia parten de la base de que los defectos de la democracia tal y como existe hoy en día en los países supuestamente democráticos explican, al menos en parte, por qué los proyectos antidemocráticos gozan de un amplio apoyo popular, en países tan diferentes como Hungría, Turquía, Estados Unidos y Brasil, por mencionar solo los ejemplos más llamativos. Resulta sorprendente que estas teorías se centren principalmente en la democratización de las instituciones políticas, e incluso en la democratización de las instituciones educativas y familiares, pero muy raramente en el trabajo. ¿No es el trabajo el lugar donde proliferan experiencias que tienen un impacto decisivo en nuestras vidas y en la conciencia que podemos desarrollar de nuestro lugar en la sociedad? Al desarrollarse en el contexto del trabajo asalariado, es decir, en relaciones de subordinación, ¿no configura profundamente la actividad laboral los hábitos que estructuran nuestra vida? ¿No nos lleva a desarrollar, o bien el hábito de la obediencia servil y ciega o, por el contrario, el hábito de la resistencia a la dominación y de la lucha contra la injusticia? ¿No se encuentran estos últimos hábitos entre las condiciones para la democratización de la democracia?
Es cierto que la cuestión de la democratización del trabajo es también objeto de una abundante literatura especializada. En el mundo anglosajón, se desarrolla en el marco de una reflexión sobre la workplace democracy [democracia en el lugar de trabajo], diferenciada de la economic democracy [democracia económica]2. El objetivo principal es identificar las formas en que los derechos y las prácticas que conforman las instituciones políticas democráticas pueden extenderse al lugar de trabajo. Los teóricos de la democracia en el lugar de trabajo comparten la observación de que las democracias contemporáneas se caracterizan por un déficit democrático estructural en la medida en que permiten a sus ciudadanos pasar una parte considerable de su vida en instituciones no democráticas: empresas y administraciones. Estos teóricos abogan por extender la democracia a estos espacios sociales no democratizados y, en este sentido, también abogan por una democratización de la democracia. Sin embargo, en sus modelos, esta democratización de la democracia se entiende generalmente en el sentido de una extensión de la democracia tal y como existe actualmente, y no de una radicalización de la idea misma de democracia, como ocurre con J. Habermas, E. Laclau, C. Mouffe, A. Negri, J. Rancière o E. Balibar. Estas dos formas de plantear el problema de la democratización de la democracia parecen adolecer de una unilateralidad simétrica: radicalización de la democracia sin extensión (al trabajo) en un caso, extensión de la democracia (al trabajo) sin radicalización en el otro. En el reciente libro de A. Honneth, Der arbeitende Souverän [El soberano trabajador] (2023), que tiene el inmenso mérito de subrayar la centralidad de la reflexión sobre el trabajo para cualquier teoría de la democracia, y que critica con razón la ausencia de toda referencia al trabajo en los debates filosóficos sobre la democracia, se combinan, por así decirlo, estas dos unilateralidades. Solo se trata de transformar el trabajo para radicalizar la democratización del Estado y de la esfera pública política, sin exigir que el propio trabajo se democratice tan profundamente como el Estado y la democracia. El único objetivo políticamente legítimo es la democratización del Estado y del espacio público. Las transformaciones del trabajo solo son legítimas en la medida en que hacen posible esta democratización, de modo que la extensión de la reivindicación democrática al trabajo no debe entenderse en un sentido tan fuerte como cuando esta reivindicación se refiere al Estado y al espacio público político.
¿El objetivo no debería ser más bien pensar en la extensión de la democracia en el trabajo como una oportunidad para radicalizar la democracia? La necesidad de una conjunción entre la extensión y la radicalización de la democracia fue afirmada por los proyectos socialistas de “democracia industrial” de P. J.
Proudhon, G. D. H. Cole, K. Korsch y J. Dewey (Cukier, 2018, pp. 99-116; Renault, 2020). Al examinar las discusiones contemporáneas sobre la legitimidad y las diferentes formas posibles de democratización del trabajo, nos gustaría sugerir que tal conjunción no ha perdido su vigencia. Primero, examinaremos los argumentos que pueden formularse para sostener que la democratización del trabajo es posible y deseable, o, por el contrario, que es imposible o ilegítima. Seguidamente distinguiremos dos escenarios de democratización del trabajo: el primero piensa la democratización del trabajo como una democratización del gobierno vigente en el lugar de trabajo, el segundo la concibe como una democratización de la participación en la actividad colectiva del trabajo.
Se pueden formular dos argumentos generales en apoyo de los proyectos de democratización del trabajo. El primero se basa en la observación de que las sociedades que se consideran democráticas afirman conceder un valor incondicional a las exigencias de igualdad y libertad, así como a la deliberación colectiva sobre el mejor uso del poder estatal. Como se entiende generalmente, la idea de democracia implica que estos requisitos solo deben imponerse a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Sin embargo, es razonable pensar que, si estos requisitos fueran realmente reconocidos como incondicionales en sociedades supuestamente democráticas, tendrían que regir otras instituciones además de las simplemente políticas. Las instituciones laborales, es decir, la empresa y la administración3, no se rigen por la igualdad, sino, al contrario, por desigualdades fundamentales inscritas en una jerarquía de estatus. De la misma manera, el trabajo asalariado se basa en una relación de subordinación y obediencia. Finalmente, el uso del poder en la empresa escapa en gran medida a la deliberación colectiva. Si bien nuestras sociedades afirman ser democráticas, la mayor parte de la existencia social de los individuos está enmarcada por instituciones no democráticas, como las empresas y la administración. Hay aquí una contradicción con el valor incondicional que nuestras llamadas sociedades democráticas afirman dar a las exigencias democráticas. La única manera de resolver la contradicción parece ser la democratización de estas instituciones. En cuanto a la democratización de los lugares de trabajo, podemos añadir que la estructuración de las empresas y de las administraciones mediante relaciones de poder jerárquicas y centralizadas establece una analogía entre la democratización de la empresa y la democratización del Estado, y justifica así que los argumentos que se han movilizado a favor de una democratización del Estado se empleen también para defender una democracia en el lugar de trabajo. De ahí se deriva la primera de las dos justificaciones clásicas de la democratización del lugar de trabajo, conocida como el parallel case argument [argumento de los casos paralelos]. Encontró su formulación clásica en R. Dahl, quien afirma en particular que “si la democracia está justificada cuando se trata de gobernar el Estado, también lo está cuando se trata de gobernar las empresas. Del mismo modo, si no puede justificarse en el gobierno de las empresas, no está claro cómo podría justificarse en el gobierno del Estado” (1985, pp. 134-135)4.
Un segundo argumento clásico se basa en la idea de que las instituciones políticas democráticas tienden a perder su valor cuando no están animadas por hábitos democráticos: ¿de qué sirve el derecho universal al voto si todo el mundo adquiere el hábito de la abstención? ¿De qué sirve buscar las mayorías más amplias posibles si todo el mundo se acostumbra a odiar a las minorías? Es ampliamente aceptado que una democracia digna de ese nombre presupone hábitos democráticos y no solo la conformidad de las instituciones políticas con un conjunto de principios jurídicos y, además, que las instituciones políticas no son suficientes, por sí solas, para producir este tipo de hábitos. De ahí la importancia del vínculo comúnmente aceptado entre educación pública y democracia. Sin embargo, el trabajo también produce profundos efectos educativos, probablemente tan profundos como la escuela y la familia, si no más, como ya destacó Dewey5. Pero, hoy en día, los lugares de trabajo rara vez se evalúan desde el punto de vista de los hábitos que generan y de la compatibilidad de estos con una democracia digna de ese nombre. Y lo cierto es que deberían ser criticados desde este punto de vista, ya que la empresa y la administración son generalmente el lugar de habituación a las jerarquías de estatus más que a la igualdad, así como de aprendizaje de la obediencia ciega más que de la reflexión crítica y, finalmente, de la búsqueda del interés personal en detrimento de los demás (en un contexto de competencia entre asalariados y de debilitamiento de los colectivos laborales) en lugar de la búsqueda colectiva del bien común6.
¿Cómo podrían las instituciones laborales antidemocráticas producir otra cosa que hábitos no democráticos, que contribuyen a desvirtuar el valor de las instituciones políticas democráticas al impedirles cumplir su función? Si las instituciones políticas democráticas deben poder cumplir su función, ¿no deberían ser democratizadas las instituciones que producen los efectos formativos más profundos, incluidas las instituciones laborales, para producir hábitos más democráticos? Que deben serlo precisamente por esta razón es lo que establece el segundo argumento clásico a favor de la democracia en el lugar de trabajo. Su versión más significativa la ofrece C. Pateman en Participation and Democratic Theory. Basándose en varios estudios empíricos7, sostiene que la democratización de las empresas va acompañada de un mayor sentimiento de “efectividad política”, es decir, una creencia más afirmada en la posibilidad de cambiar el curso de las cosas a través de la participación en procesos democráticos institucionalizados (Pateman, 1970). Formuló así un argumento que luego fue designado como la spillover thesis [tesis del derrame]: la democratización de la empresa produce efectos educativos que “se derraman” sobre la democratización del resto de la sociedad, y en particular del gobierno estatal.
Estos argumentos parecen convincentes y, sin embargo, como ya hemos mencionado, rara vez se movilizan en las discusiones políticas, ya sea que tengan lugar en el espacio político público o en el espacio académico, probablemente porque hay tres argumentos no menos tradicionales que mucha gente tiene en mente y que parecen descalificar los proyectos de democratización del trabajo.
Podemos llamar al primero el argumento de propiedad. Partiendo del principio de que las empresas son propiedad de los accionistas, deducimos que es legítimo que la propiedad confiera un monopolio en la toma de decisiones. Así como parece normal que el propietario de una vivienda que él mismo ocupa decida su decoración en lugar de sus invitados, también es normal que sean los propietarios de la empresa, y no los empleados, los que tomen las decisiones estratégicas, la política retributiva y la organización del trabajo. El hecho mismo de que los empleados sean solo empleados y no también propietarios de las empresas descalificaría los proyectos que aspiran a democratizarlas.
El segundo argumento es el de la eficiencia económica. Consiste en subrayar que es económicamente necesario, desde el punto de vista de la eficiencia de la organización del proceso productivo dentro de una empresa, que el poder esté distribuido de manera desigual y jerárquica. Es la eficacia en la distribución de las diferentes tareas entre los trabajadores, así como la coordinación de estas tareas a la escala de un equipo y de todo el lugar de trabajo, lo que exigiría que el poder se ejerza de arriba abajo, y que los niveles inferiores se vean privados del derecho a discutir las decisiones provenientes de arriba. Así como la eficacia de un ejército presupone una obediencia inquebrantable e incuestionable, la eficiencia en la empresa también presupondría una subordinación directa y estricta. No sería más legítimo intentar democratizar los lugares de trabajo que los ejércitos.
El tercer argumento puede denominarse el de la competencia. Destaca que la mayoría de los empleados son seleccionados en función de competencias específicas relacionadas con las tareas que deben realizar, y añade que solo los altos ejecutivos tienen las competencias necesarias para participar en las decisiones relativas a las elecciones estratégicas, la política de remuneración y la organización del trabajo. La mayoría de los empleados carecen de las habilidades que les permitirían exigir con derecho participar en el ejercicio del poder.
Estos argumentos tienen la fuerza de la evidencia, pero no por ello son incuestionables. Antes de explicar por qué lo son, especifiquemos las consecuencias políticas que se pueden extraer de ellos. Desde una perspectiva liberal, concluiremos, de la imposibilidad de la democratización de las empresas, que a los propietarios del capital se les debe dar la máxima libertad en la búsqueda de los medios más eficaces para lograr sus objetivos, es decir, la máxima rentabilidad económica. También concluiremos que debemos dejar en manos de las regulaciones del mercado hacer compatible esta búsqueda de ganancias con el bien común de los asalariados8. Desde una perspectiva republicana, que suele ir acompañada de una crítica radical al liberalismo económico (Anderson, 2015), se subraya que conviene establecer un derecho laboral exigente para garantizar en la medida de lo posible que el poder de los accionistas y de la dirección se ejerza de conformidad con el bien común y no en función de intereses particulares. Si bien es cierto que algunos de los workplace republicans son innegablemente workplace democrats (Gourevitch, 2013; Breen, 2015; González-Ricoy, 2014b), en la medida en que se basan en el “argumento de los casos paralelos” para exigir una profunda democratización de los lugares de trabajo, este no es el caso de sus representantes contemporáneos más eminentes. Para P. Pettit y A. Anderson, el ejercicio del poder con miras al bien común no se consigue ciertamente mediante procedimientos democráticos internos que permitan a todos participar en las decisiones colectivas, sino mediante mecanismos legislativos con capacidad para regular el ejercicio del poder y ofrecer vías de recurso y salida para quienes lo sufren (Pettit, 2012; Anderson, 2017). Es cierto que el ejercicio democrático del poder no es el único medio para garantizar que el poder de los accionistas, por un lado, y el de la dirección, por otro, se ejerzan sin arbitrariedad y con vistas al bien común de la mayoría de los trabajadores. A ello pueden contribuir un derecho laboral exigente y dispositivos de control eficaces para su aplicación, independientemente de cualquier democratización de los lugares de trabajo. En el contexto no democrático y no republicano de las empresas y la administración neoliberales, las exigencias de armonizar los lugares de trabajo con las condiciones de un ejercicio republicano del poder son innegablemente relevantes. Sin embargo, queda intacta la cuestión de si la democratización de los lugares de trabajo no sería preferible al mero control republicano del poder de los propietarios y de los así llamados competentes.
Examinemos, pues, el fundamento de los argumentos que excluyen esta última posibilidad. Frente al argumento de la propiedad, podemos señalar que, en rigor, los accionistas no son propietarios de la empresa, sino solo del capital, de la misma manera que, en rigor, corresponde distinguir la “sociedad” como persona o entidad jurídica, y la empresa como institución económica y lugar de cooperación e interacción conflictiva entre diferentes grupos de empleados. El punto importante aquí es que los empleados no son propiedad de los accionistas y que su trabajo produce al menos tanto valor como el capital que poseen los accionistas. Por tanto, sería lógico que participen en el ejercicio del poder en las empresas al mismo nivel que los accionistas y sus representantes (Ferreras, 2012; Favereau y Roger, 2015).
El argumento de la eficacia no es menos cuestionable. Así como el trabajo real es siempre diferente del trabajo prescrito, la forma en que se organiza la cooperación a la escala de los colectivos de trabajo es siempre diferente de la forma en que se prescribe la coordinación de las actividades. De ello se deduce, por un lado, que la idea de que la eficiencia productiva se basa en la obediencia pura es falsa y, por otro lado, que los trabajadores en la base de la jerarquía también podrían tener voz y voto en la eficiencia de la organización. Esto es, por lo demás, lo que implícitamente reivindican los trabajadores cuando denuncian condiciones de trabajo y una organización del trabajo que les impiden realizar correctamente su actividad (Dejours, 1994, 2003 y 2009).
En cuanto al argumento de la competencia, es reversible porque puede usarse para afirmar que la alta dirección, que carece de la experiencia laboral necesaria para asegurar la eficiencia productiva a la escala de los colectivos de trabajo, no tiene las competencias que permitirían organizar eficazmente la producción. El hecho es que los empleados a menudo se quejan de que su trabajo está organizado de acuerdo con normas contables y técnicas de gestión que no están en absoluto sincronizadas con su actividad real (Dujarier, 2015). Esto equivale a denunciar la falta de adecuación de las competencias de sus dirigentes. Por lo demás, el argumento de la competencia, generalmente aceptado en lo que concierne a la empresa o la administración, también podría utilizarse para cuestionar la idea misma de democracia política. ¿Tienen los ciudadanos en general las habilidades económicas para determinar qué políticas económicas debería implementar un gobierno? Ciertamente no, ¡y aun así reconocemos que tienen derecho a votar sobre cuestiones de política económica! La idea de la democracia se funda sobre el postulado de que es posible, mediante la educación pública, la difusión de la información y el debate público, dotar al mayor número de personas posible de competencias suficientes para participar de la toma colectiva de decisiones, sean cuales sean las cuestiones a resolver (Dewey, 2010). Es difícil comprender por qué esta idea no valdría también para el caso de las empresas.
Por tanto, los argumentos a favor de la democratización de los lugares de trabajo son en definitiva los más convincentes. Pero ¿en qué debería consistir exactamente esta democratización? El concepto de democracia es por excelencia un “concepto esencialmente controvertido”9. No sorprende, por tanto, que los proyectos de democratización del trabajo incluyan también una gran diversidad interna: desde la simple defensa de las libertades sindicales hasta los más exigentes proyectos de autogestión, pasando por la gestión participativa. En lo que sigue, nos contentaremos con distinguir dos formas de entender la democratización del trabajo en un sentido más fuerte que la simple demanda de más negociación colectiva o gestión participativa.
En el primer escenario, la exigencia democrática implica solo el control popular del ejercicio de los poderes judicial, legislativo y ejecutivo. La aplicación de esta concepción de la democracia a los lugares de trabajo consiste en enfatizar la necesidad de que las decisiones estratégicas relativas a la producción, la remuneración, la organización del trabajo y las condiciones de trabajo no sean ya responsabilidad de consejos de administración compuestos únicamente por los propietarios de capital, sino de asambleas donde participen los trabajadores10. Entonces son posibles dos opciones. La primera es la representación de los propietarios de capital y de los trabajadores en el consejo de administración, que podría adoptar la forma del sistema alemán de Mitbestimmung (cogestión) o de un modelo bicameral en el que las decisiones serían tomadas por dos comités, uno de los cuales representaría a los propietarios del capital y el otro a los trabajadores (Ferreras, 2012). En el primer caso, se insiste en la necesidad de que los trabajadores tengan representación en los órganos de toma de decisiones siguiendo un modelo de democracia representativa (Favereau y Roger, 2015). En el segundo caso, se insiste en la necesidad de institucionalizar el conflicto social entre el capital y el trabajo siguiendo un modelo de democracia agonística (Ferreras, 2012). Aunque el horizonte sigue siendo reformista, ya no se trata solo de representar a los trabajadores y así hacer valer sus intereses, sino también de crear un contrapoder institucional al poder del capital.
La segunda opción del primer escenario consiste en argumentar que las decisiones generales sobre el ejercicio del poder en el lugar de trabajo deberían recaer exclusivamente en una asamblea de trabajadores –lo que equivale a plantear un comité de empresa con decisiones más amplias (Cukier, 2018). La democratización ya no se concibe de acuerdo con los modelos de democracia representativa o agonística, sino siguiendo un modelo de democracia participativa, ya que todos los empleados estarían invitados a participar en este consejo. Dado que este consejo es una instancia deliberativa, lo que se presupone es más precisamente un modelo deliberativo de democracia participativa. Otra diferencia es que el horizonte político ya no es el de reformar el capitalismo, sino el de superarlo. En la medida en que no se trata de describir una estrategia de superación del capitalismo, sino de definir en qué podría consistir la democratización del trabajo en una situación en la que los capitalistas habrían perdido su poder sobre la producción, el horizonte anticapitalista es el de la utopía que debe motivar y guiar las luchas.
En sus distintas versiones, el primer escenario de democratización del trabajo se basa en el “argumento de los casos paralelos”. Su fuerza política reside en la fuerza de este argumento, que afirma la analogía entre el poder gubernamental a la escala de la sociedad en su conjunto y el gobierno corporativo como un hecho evidente. Así como nos parece normal que un gobierno esté controlado por asambleas representativas, deberíamos ver como algo normal que el gobierno de una empresa esté controlado por comités o consejos que permitan a todos los trabajadores participar en el ejercicio del poder, ya sea indirectamente, a través de representantes, o directamente como miembros de asambleas de toma de decisiones. Sin embargo, lo que constituye la fortaleza de este primer escenario marca también su límite. En efecto, podemos pensar que la exigencia de democratización de los lugares de trabajo debería afectar a todas las formas de ejercicio del poder en los diferentes niveles de la jerarquía corporativa y de la jerarquía administrativa, y no solo a los procesos más generales de toma de decisiones. Una segunda limitación se debe a un hecho ya mencionado: si queremos que la empresa capitalista y la administración pública se conviertan en lugares de aprendizaje de hábitos democráticos de deliberación colectiva y crítica de la dominación y la injusticia, lo cual parece ser una exigencia de la idea misma de democracia, entonces conviene nuevamente que el ejercicio del poder, en los diferentes niveles de la jerarquía corporativa y de la jerarquía administrativa, sea profundamente democratizado.
En otras palabras, el primero de estos dos límites se debe al hecho de que el “argumento de los casos paralelos” presupone una limitación cuestionable de la exigencia de control democrático del poder. La analogía entre el Estado y la empresa o la administración implica que la exigencia de control democrático del poder solo debe aplicarse al ejercicio del poder en relación con las cuestiones más generales. Pero ¿es el ejercicio del poder arbitrario o en beneficio de los intereses de quienes lo ejercen menos problemático cuando se trata de los niveles inferiores de la división técnica del trabajo, cuando por ejemplo el ejercicio del poder por un n+1 produce o fomenta el acoso, o cuando las prescripciones son inalcanzables, o cuando las recompensas y sanciones son injustas? ¿Existe una manera mejor de luchar contra estas modalidades de ejercicio del poder que permitir que todas las personas afectadas participen en su control, o al menos en su orientación?
El segundo límite del primer escenario resalta la necesidad de pensar en la democratización del trabajo no solo en referencia al “argumento de los casos paralelos”, sino también a la “tesis del derrame”. Los desafíos de la democratización del trabajo, de hecho, no solo están relacionados con el control del ejercicio del poder, sino también con los hábitos formados en el ejercicio cotidiano de una actividad profesional. Desarrollar hábitos antidemocráticos de obediencia ciega en el trabajo obstaculiza la participación en procedimientos democráticos que pueden implementarse tanto a la escala del lugar de trabajo como a la escala del espacio político público. Para alcanzar los objetivos perseguidos en el primer escenario, es preciso que profundas reformas institucionales produzcan los hábitos democráticos que son necesarios para el buen funcionamiento de los comités de empresa o de los consejos de trabajadores. No basta con crear comités o consejos democráticos, como tampoco basta con organizar elecciones periódicas para elegir las políticas del gobierno.
El segundo escenario corresponde a una concepción de la democracia participativa similar a la defendida por C. Pateman en Participation and Democratic Theory (1970). Al explicar las características de las teorías de la democracia participativa, Pateman se centró principalmente en la oposición entre los modelos representativos y participativos de la democracia. Mientras que los primeros conciben la participación democrática como participación en la elección de los dirigentes, y la democracia como un dispositivo institucional basado en los principios de la representación y de la conformidad del ejercicio del poder con los derechos de los representados, las teorías de la democracia participativa condicionan el buen funcionamiento de las instituciones políticas a la existencia de procesos educativos producidos por la democratización de todas las instituciones sociales, lo que Pateman denomina una “sociedad participativa” (Pateman, 1970, pp. 20-21). La idea de democracia participativa implica, por tanto, una transformación social radical que somete el ejercicio del poder en todas las instituciones al control de los gobernados, cuestionando asítodas las jerarquías de estatus asociadas al ejercicio oligárquico del poder (Pateman, 1970, p. 43)11. La justificación de esta concepción de la democracia reside en el hecho de que es la democratización de las diversas formas de nuestra participación en la vida social lo que permite a las instituciones políticas democráticas cumplir su función. C. Pateman escribe en este sentido que “el modelo participativo puede caracterizarse como aquel en el que se exige el máximo input (participación) y en el que el output incluye no solo las políticas justas (decisiones), sino también el desarrollo de las capacidades sociales y políticas de cada individuo, de modo que se produzca un efecto de retroalimentación del output sobre el input” (1970, p. 43). En resumen, podemos decir que la idea de democracia participativa es la de una democratización de la democracia basada en un proyecto de “reforma de las estructuras de poder no democráticas” que permita a los individuos “aprender a participar participando” (Pateman, 2012, p. 10).
Si bien existe una clara distinción entre las teorías representativas y participativas de la democracia, es difícil determinar en qué se diferencian las teorías deliberativas de las teorías participativas. Aunque las teorías de la democracia deliberativa criticaron inicialmente las concepciones de la democracia participativa12, hoy tienden a considerarse teorías de la democracia participativa, aunque solo sea porque la calidad de la deliberación depende de la participación tanto cuantitativa (depende del número de personas que participa) como cualitativamente (del tipo de motivación que las lleva a participar). Por otra parte, los teóricos de la democracia participativa también reconocen que la deliberación desempeña un papel esencial en los procesos democráticos (Pateman, 2012, p. 8)13, por lo que la oposición entre los enfoques deliberativo y participativo tampoco tiene nada de evidente entre quienes defienden la democracia participativa14.
Sin embargo, podemos seguir manteniendo algunas diferencias entre los modelos participativo y deliberativo. Un primer punto de divergencia se refiere a las modalidades de participación democrática en el espacio público. Mientras que las teorías de la democracia deliberativa tienden a concebir las formas legítimas de dicha participación como esencialmente discursivas y basadas en la argumentación racional, muchos autores han subrayado que diversas formas de participación democrática son irreductibles a la deliberación (huelgas, manifestaciones, etc.)15, y que la participación democrática en la deliberación tampoco debe reducirse a la argumentación racional (Young, 1996). Algunas teorías participativas hacen hincapié precisamente en la diversidad de los modos de participación democrática16. Un segundo punto de divergencia se refiere a la extensión legítima de la democratización. La mayoría de las teorías de la democracia deliberativa han hecho suyo el argumento habermasiano de que la distinción entre el sistema y el mundo de la vida hace ilegítima la ambición, propia de las teorías de la democracia participativa, de democratizar todas las instituciones. Estas últimas teorías han sido acusadas de subestimar las dinámicas de diferenciación social que caracterizan la modernidad al presuponer que las lógicas de la democratización política podrían extenderse a todas las instituciones17. Los defensores de las teorías participativas pueden replicar fácilmente que estas últimas se basan, por el contrario, en un análisis de los efectos educativos específicos que pueden producir, por ejemplo, instituciones tan diferentes como la familia y la empresa capitalista (Medearis, 2015, pp. 155-156). Un tercer punto de divergencia se refiere a la radicalidad de la exigencia de democratización de la democracia: las teorías de la democracia deliberativa pretenden una democratización de la toma de decisiones que no implique una transformación profunda y conjunta de las instituciones y los individuos. Sin embargo, tales transformaciones institucionales y personales estaban en el centro del proyecto de democracia participativa (Hauptmann, 2001; Pateman, 2012). Esto también habla a favor de este proyecto.
Dado que C. Pateman basó su modelo en G. D. H. Cole (Wright, 1979), al igual que en Rousseau y Mill, y el primero fue uno de los teóricos más consistentes de la “democracia industrial”, basta recurrir a él para encontrar un escenario de democratización del trabajo correspondiente a este modelo. Cole, que fue una de las figuras del Guild socialism [socialismo gremial], presentaba este último como una superación de las insuficiencias simétricas del socialismo sindical, que niega cualquier función al Estado, y del colectivismo, que constituye “un equivalente práctico de la soberanía estatal” (Cole, 1917, p. 85). Su modelo de democracia industrial articulaba la democracia económica y la democracia en el lugar de trabajo. Destacaba que la democracia debía basarse en formas de participación directa 1) en el ejercicio del poder administrativo a la escala local de los barrios (Cole, 1920, pp.126-127), unidad básica de la democracia política, pero también 2) en el ejercicio del poder a la escala local del taller, unidad básica del gremio (Cole, 1920, p. 194)18, así como 3) en el ejercicio del poder económico a la escala local de las cooperativas de consumidores (asegurando la subordinación del valor de cambio al valor de uso) y los collective utilities councils [consejos de servicios públicos colectivos], los health councils [consejos de salud] y los cultural councils [consejos culturales]. Estos últimos tienen la función de “expresar el punto de vista cívico” sobre los fines de los servicios públicos, la educación y todas las actividades productoras de bienes culturales (museos, bibliotecas, etc.), debiendo estas cooperativas y consejos actuar en cooperación con los gremios correspondientes a estas actividades (Cole, 1920, pp. 110-111). Su modelo de democratización del trabajo abarcaba todos los niveles del ejercicio del poder en el lugar de trabajo. Reconociendo plenamente la autoridad basada en competencias técnicas u organizativas, admitía la legitimidad de una jerarquía interna basada en esas competencias, pero exigía que quienes están subordinados a un poder jerárquico participen en la designación de quien lo ejerce y tengan derecho a iniciar un procedimiento para revocarlo (Cole, 1920, pp. 50-59)19. Uno de los principales argumentos movilizados por Cole a favor de este modelo de democratización de los lugares de trabajo es que aprender la obediencia en el contexto del trabajo asalariado constituye también un factor de servilismo político: “¿Por qué la mayoría es oficialmente todopoderosa, pero en los hechos carece de poder? En gran medida porque las circunstancias de sus vidas (…) no los hacen aptos para el poder y la responsabilidad. Un sistema servil en la industria se traduce inevitablemente en servilismo político” (Cole, 1918, p. 31).
Si la fortaleza del modelo de Cole reside en su capacidad para articular la democracia económica y la democracia en el lugar de trabajo, al mismo tiempo que enfrenta el desafío de democratizar el ejercicio del poder en el lugar de trabajo en todos los niveles, el límite de su modelo es que no tiene suficientemente en cuenta las especificidades de la actividad laboral. En efecto, las características distintivas del ejercicio del poder en el lugar de trabajo no están vinculadas solo a la división técnica del trabajo y a las diferentes competencias de las que es correlativa. Que el trabajo real sea en general diferente del trabajo prescrito, y que los colectivos de trabajo siempre redefinan, de un modo u otro, la coordinación prescrita de actividades, significa en particular que los colectivos de trabajo constituyen un foco posible de democracia, en el sentido de una fuente de deliberación sobre prescripciones relevantes e irrelevantes, así como sobre las formas más inteligentes de obedecerlas o desobedecerlas. Esto implica que los colectivos de trabajo no son solamente lugares donde aprender a resistir los mandatos de la obediencia ciega, sino también lugares de aprendizaje de la autonomía colectiva. La democratización del trabajo no procedería entonces solo de arriba, es decir, de la democratización de las decisiones más generales, sino también de abajo, de las potencialidades democráticas inscritas en los colectivos de trabajo. Y, en esta medida, no solo plantearía el problema de la democratización de las formas de ejercicio del poder, sino también el de la democratización de las formas de cooperación productiva.
Este último escenario, que hemos defendido en otro lugar20, permite precisar la naturaleza de los hábitos democráticos que presupone una auténtica democratización del trabajo. El hecho de que las exigencias de la democracia participativa puedan ser instrumentalizadas por el management participativo21 indica claramente que, al nivel de los colectivos de trabajo, los hábitos de participación en el espacio público interno no son suficientes para iniciar una auténtica dinámica de democratización del trabajo. Estos hábitos deben complementarse con hábitos de respeto mutuo y de intercambio de experiencias para que la deliberación interna en los colectivos de trabajo cumpla su función democrática. ¿Quién podría negar que una auténtica democratización del trabajo seguirá siendo imposible mientras las barreras de estatus, el desprecio de clase, el sexismo y el racismo bloqueen la comunicación social o distorsionen la deliberación? ¿Quién podría negar que las conductas desleales y la negativa a compartir información entre colegas constituyen obstáculos igualmente insuperables? ¿Quién podría negar, por el contrario, que las prácticas profesionales son más satisfactorias cuando se basan en la cooperación más que en la competencia, y en el intercambio de experiencias profesionales más que en el aislamiento y la soledad? ¿No es probable que una mayor cooperación y un mayor intercambio de experiencias sean factores que favorezcan los procesos de democratización, procesos que, si se ponen en marcha, probablemente desarrollen a su vez dinámicas de comunicación y cooperación social que pueden retroalimentar el proceso de democratización, y así sucesivamente?22
Nuestro escenario también nos permite responder a una de las objeciones que a menudo se han planteado contra el socialismo gremial, al que se ha acusado de limitarse a defender una utopía del trabajo democratizado, sin indicar cómo esta utopía podría convertirse en realidad23. Partiendo del potencial democrático de la cooperación, nos basamos en posibilidades reales de democratización del trabajo que pueden constituir la base de un programa de transformación social. ¿A qué se asemejaría nuestro escenario si no fuera solo una utopía, sino un programa de ese tipo? Como mínimo, implicaría las siguientes tres demandas. 1) Defender los colectivos laborales contra su fragilización por la competencia entre empleados, producida especialmente mediante procedimientos de evaluación individualizada del rendimiento. Para fortalecer los colectivos de trabajo sería necesario sustituir estas evaluaciones individualizadas por formas de evaluación colectiva, premiar la solidaridad entre colegas y el intercambio de experiencias y fomentar momentos de deliberación colectiva dentro de la actividad laboral normal para crear o fortalecer hábitos de resolución colectiva de problemas técnicos o éticos encontrados en la actividad laboral. 2) Este escenario exige entonces que se confiera la mayor autonomía posible a los colectivos de trabajo y que los niveles jerárquicos superiores solo intervengan para resolver conflictos que sean irresolubles al nivel del colectivo de trabajo o para garantizar la coordinación de los diferentes colectivos de trabajo. 3) Por último, implicaría que la validez de las prescripciones relativas a la naturaleza de las tareas y a las modalidades de coordinación de la actividad debería ser discutida por los colectivos de trabajo antes de su aplicación, y que a los colectivos de trabajo se les debería otorgar el derecho de proponer modificaciones en estas prescripciones. En otras palabras, las prescripciones deberían ser objeto de un trabajo de co-construcción.
Tales reivindicaciones pueden parecer modestas, pero satisfacerlas tendría el mérito de subvertir la división entre gobernados y gobernantes que parece tan natural en la empresa y en la administración, aunque sea tan antidemocrática. La implementación de estas reivindicaciones también tendría el mérito de institucionalizar el hecho de que el poder jerárquico solo es legítimo en la medida en que está al servicio de la coordinación de las actividades de los subordinados. Tendría, por tanto, la ventaja de producir el hábito de considerar que la obediencia nunca debe ser incondicional, sino siempre condicionada por el examen previo de su legitimidad. Satisfacer estas demandas tendría finalmente el mérito de producir hábitos de crítica hacia las pretensiones de saber y de valer más en función de un estatus supuestamente superior y hacia las diferentes formas de desprecio social sexista o racista que pueden estar relacionadas con ello. Todo eso ya sería mucho.
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Este texto ofrece una reelaboración del trabajo “Démocratiser le travail”, originalmente publicado en E. Donagio, J. Rose y M. Cairo: Travail e(s)t liberté? (éditions érès, 2022). Agradecemos a la editorial su autorización para publicar esta versión ampliada y corregida.
Las Torres de Lucca 14(1) (2025): 131-140 131↩︎
Para una presentación sintética de las diferentes concepciones de la democracia en el trabajo, véase el balance de Frega, Herzog y Neuhäuser (2019). Para una crítica de la idea según la cual podría ser posible obtener una verdadera democracia en el lugar de trabajo sin democracia económica se puede consultar el argumento de Vrousalis (2019).↩︎
Restringimos la discusión a la cuestión del trabajo profesional, aunque la explotación del trabajo doméstico (sea esta concebida como explotación patriarcal o como explotación del trabajo reproductivo) tenga probablemente por única respuesta posible una democratización de las instituciones de la familia y la pareja.↩︎
Para una defensa del argumento de los casos paralelos, véase González-Ricoy (2014a) y Landemore y Ferreras (2016).↩︎
Dewey afirma, especialmente en Individualism Old and New (2018, p. 351), que la profesión actúa sobre el carácter más que ningún otro factor social. Esto constituye la dimensión psicológica de la centralidad que él atribuye al trabajo. A este respecto, véase Renault (2022).↩︎
Es el diagnóstico de Christophe Dejours en Souffrance en France (1998).↩︎
Para un examen crítico del argumento en el plano empírico, véase el estudio de Carter (2006).↩︎
La idea del liberalismo puede ser entendida en sentidos muy diferentes, pero llama la atención que, incluso en los modelos de socialismo basados en versiones de izquierdas del liberalismo político, como los de J. Roemer (1994) y G. Cohen (2010), la democracia en el lugar de trabajo no desempeñe ningún papel.↩︎
Sobre los debates relativos a los “conceptos esencialmente controvertidos”, ver el número 122 de la revista Philosophie (2014).↩︎
Es una de las reivindicaciones del “Manifiesto trabajo”. Véase Ferreras, Battilana y Méda (2020).↩︎
En ese mismo pasaje Pateman enfatiza el sentido de la participación: “En la teoría participativa, ‘participación’ remite a la participación (igual) en la toma de decisiones, y la igualdad política remite a una igualdad de poder en la determinación del resultado de las decisiones”.↩︎
Para una crítica de estas críticas, véase Hauptmann (2001).↩︎
“La deliberación, la discusión y el debate son centrales en todas las formas de democracia, incluyendo la democracia participativa, pero, aunque la deliberación es necesaria, esta no es suficiente”. En ese mismo artículo Pateman se opone a los enfoques que afirman que la democracia participativa solo puede ser defendida verdaderamente como una forma de democracia deliberativa.↩︎
Para una defensa de la convergencia entre estas dos concepciones de la democracia, véase A. Le Goff (2020).↩︎
Esta crítica de las teorías de la democracia deliberativa es desarrollada principalmente por Walzer en el segundo capítulo de Raison et passion (2003).↩︎
Esto es especialmente cierto en las teorías inspiradas en Dewey. Véase Pappas (2012).↩︎
Este argumento habermasiano explica una parte de las reticencias de Honneth a la hora de defender un modelo fuerte de democratización del trabajo en su última obra, Der arbeitende Souverän.↩︎
“El gobierno interno de los sindicatos debe ser democratizado por el reconocimiento de que el taller (workshop), o su equivalente, es la base de la organización, sobre la cual las unidades administrativas más grandes deben ser edificadas” (Cole, 1920, 194).↩︎
Cole precisa que, en un procedimiento de revocación de este tipo, era necesario que intervinieran trabajadores que compartieran las competencias del trabajador cuya revocación es solicitada por sus subordinados, y, por lo tanto, de su misma posición jerárquica.↩︎
Hemos defendido esta concepción de la democratización del trabajo en The Return of Work in Critical Theory (Dejours, Deranty y Renault, 2018) y en The politics and ethics of contemporary work (Breen y Deranty, 2021). Esta es igualmente la vía con la que se comprometen Yves Clot y Michel Gollac cuando afirman en Le travail peut-il devenir supportable (2014, pp. 8-9) que la “democratización de las organizaciones” pasa por la posibilidad para los trabajadores asalariados de “implicarse en la cooperación conflictual de la decisión”.↩︎
Para un análisis de las ambivalencias de las formas de democracia participativa en el trabajo, véase la revista Sociologie du travail, 57(1), 2015.↩︎
Este vínculo intrínseco entre democratización, intercambio y crecimiento de la experiencia constituye, según Dewey, el valor ético de la democracia “como forma de vida”. Para expresarlo en sus términos: “La democracia es la fe en la capacidad de la experiencia humana para generar los medios y los métodos mediante los cuales las experiencias subsiguientes podrán crecer y enriquecerse de una manera ordenada” (Dewey, 1976, p. 229).↩︎
Véase, por ejemplo, la síntesis crítica de las diferentes concepciones de la democracia industrial propuesta por Thomas (1925).↩︎