ISSN: 2255-3827 • e-ISSN: 2255-3827
ARTÍCULOS
Resumen: En este artículo se plantea la experiencia contemporánea del trabajo como fuente de daño. Se exponen las investigaciones sobre sufrimiento e intensificación del trabajo y los cambios en la gramática del sufrimiento psíquico en conexión con los modelos neoliberales de subjetividad. Se presentan tres hitos en el estudio de la relación entre trabajo, subjetividad y sufrimiento: 1) la evolución de los planteamientos de la psicodinámica del trabajo y su explicación del impacto de la competencia sobre las relaciones laborales, una disciplina desarrollada al calor de las investigaciones de Christophe Dejours y del intercambio entre psicopatología, sociología y filosofía; 2) las dificultades de abordaje interdisciplinar del fenómeno del sufrimiento que han marcado el debate sobre este concepto; 3) la paulatina desaparición de una idea de conflicto en la adaptación del individuo a imperativos sociales, una noción central en el diálogo entre teoría crítica y psicoanálisis, pero ausente en las alternativas psicoterapéuticas contemporáneas.
Palabras clave: sufrimiento laboral, sufrimiento psíquico, psicodinámica del trabajo, individualización, intensificación del trabajo.
Abstract: This article examines the contemporary experience of work as a source of harm. It presents research on suffering and the intensification of work and changes in the grammar of psychic suffering in connection with neoliberal models of subjectivity. It presents three milestones in the study of the relationship between work, subjectivity and suffering: 1) the evolution of the approaches to the psychodynamics of work and its explanation of the impact of competition on labour relations, a discipline developed in the heat of Christophe Dejours' research and the exchange between psychopathology, sociology and philosophy; 2) the difficulties of interdisciplinary approaches to the phenomenon of suffering that have marked the debate on this concept; 3) the gradual disappearance of the idea of conflict in the adaptation of the individual to social imperatives, a central notion in the dialogue between critical theory and psychoanalysis, but absent in the evolution of psychodynamic knowledge and contemporary psychotherapeutic alternatives.
Keywords: Suffering at work, Psychic Suffering, Psychodynamics of Work, Individualization, Intensification of work.
Sumario: La imposición neoliberal del individualismo obligatorio: la privatización del estrés • La intensificación del trabajo y la fragmentación de la identidad laboral • Trabajo y subjetividad: la adaptación a la competencia desde la psicodinámica del trabajo • Entre lo psíquico y lo social: variaciones de la comprensión del sufrimiento psíquico • Conclusiones • Referencias bibliográficas
Cómo citar: Vega Jiménez, Sergio (2025). La experiencia del trabajo en el neoliberalismo: competencia, intensificación y cambios en la comprensión del sufrimiento. Las Torres de Lucca. Revista internacional de filosofía política, 14(1), 33-44. https://dx.doi.org/10.5209/ltdl.97357
Por la centralidad que tiene el trabajo en nuestras sociedades, una actividad que ocupa la mayor parte del tiempo en la vida adulta y sometida a menudo a condiciones no elegidas, no es difícil convenir que tiene una fuerte capacidad de determinación de nuestras condiciones de vida, un poder de modelado o formación de la subjetividad, así como de su posible desestructuración. El aumento de los diagnósticos y de las patologías psíquicas atribuibles al trabajo ha aumentado drásticamente en los últimos años, hasta un punto en que se considera que los entornos laborales contemporáneos a menudo son entornos patógenos. Se atribuya este problema a las condiciones de trabajo (presión temporal, competencia despiadada, desgaste psicofísico) o a la ruptura de las solidaridades colectivas que caracterizaban la cultura de trabajo fordista, es identificable la imposición de una fuerte individualización de las relaciones laborales contraria a los marcos colectivos de acción. Los proyectos de reforma neoliberal han llevado a cabo un ataque directo al trabajo, la solidaridad y las culturas sindicales, produciendo una ruptura de la norma social que caracterizaba a la cultura laboral fordista y que ligaba formación y ocupación, que asociaba el estatus de trabajador al acceso a unos derechos sociales y que permitían construir una biografía laboral coherente y estable.
Es habitual poner en relación los principios del neoliberalismo con fenómenos como la generalización de los modelos de la empresa y de la competencia como marcos de comprensión de cualquier ámbito social, con la extensión del vocabulario de la empresa a la comprensión del trabajo y de la relación del sujeto consigo mismo (empresario de sí). La imposición de un marco de fuerte individualización, que penaliza las expresiones de solidaridad y apoyo mutuo por su carácter anticompetitivo e ineficiente y la omnipresencia de una felicidad obligatoria, que hace sospechar de toda expresión de infelicidad por improductiva, por obstaculizar el rendimiento, dificultan la expresión del sufrimiento y su problematización como algo más que una cuestión privada.
Mark Fisher acuñó la expresión de “privatización del estrés” para perfilar el proceso mediante el cual se responsabiliza al sujeto de sus propios fracasos o de su incapacidad para ajustarse a las demandas crecientes de rendimiento y productividad. El proyecto neoliberal se caracteriza por construir activamente todos los espacios como espacios de competencia, así como por la imposición de un marco en el que los sujetos se entienden máximamente libres allí donde establecen relaciones de competencia. Sin embargo, el proyecto no se agota en la generalización de esos principios, la contracara de ese proceso fue también un ataque contra el trabajo, una fuerte cultura antisindical y una empresarialización de la vida. Fisher retoma esa doble intervención y no deja de subrayar hasta qué punto la imposición de ese marco arraiga en importantes derrotas políticas y en el desarme del poder colectivo que la clase obrera todavía podía tener en el contexto de posguerra. Las formas de gestión empresarial posteriores encontraron menos resistencias y pudieron imponer un discurso orientado a restaurar las tasas de productividad previas al pacto social de posguerra: “Las iniciativas gerencialistas sirven a la perfección a sus objetivos reales ocultos, que son los de debilitar más aún el poder del trabajo y socavar la autonomía de los trabajadores como parte de un proyecto para restaurar las condiciones históricas de poder y riqueza de las clases hiperprivilegiadas” (Fisher, 2018, p. 132).
Tras décadas de neoliberalización los sujetos habrían aprendido a comprenderse desde estos parámetros, estando “obligados a ser libres” (Castro, 2023, p. 66), a autoconstituirse como si la propia vida fuera un proyecto y una cuestión de constante gestión empresarial (de tiempos, de interacciones, de inversiones en recursos y formación). En paralelo, la extensión del vocabulario de los saberes psi habría generalizado una gramática que aboca a los sujetos a individualizar el malestar, a desconectarlo de causas sociales y autogobernarse según una aspiración a la felicidad y a la responsabilidad. Tales principios operarían produciendo efectos ambientales, creando atmósferas que promueven un repertorio de comportamientos, en los entornos laborales y más allá, asociados a la competencia, la primacía de la individualidad y la ausencia de solidaridad.
Siguiendo al psicólogo crítico David Smail, que propuso una comprensión social y materialista del malestar, no desconectada de las dependencias del sujeto, Fisher insistía en la necesidad de criticar las narrativas que refuerzan la idea del “voluntarismo mágico” (Fisher, 2018, p. 136), según la cual el sujeto podría salir siempre por sus propios medios de cualquier tipo de conflicto. Una idea en la que podrían converger peligrosamente la autoayuda y el optimismo con respecto a la cura de buena parte de las culturas psicoterapéuticas actuales. Cabe preguntarse si estamos ante una simplificación de nuestra comprensión del sufrimiento psíquico cuando este es despojado de sus determinantes sociales, cuando queda reducido a una cuestión estrictamente individual. Esta es una de las disyuntivas que han marcado los debates en torno al concepto de sufrimiento en filosofía y ciencias sociales, así como las disputas en la psiquiatría y los saberes psi entre explicaciones biologicistas del malestar, que reducen la génesis de los trastornos a un problema estrictamente biológico (con frecuencia reducible a desajustes neuroquímicos) y explicaciones más atentas a los determinantes sociales de la salud.
En los debates en torno al problema del sufrimiento suele tener lugar una confrontación entre quienes, en la línea de la teoría crítica, cifran en la expresión del sufrimiento un valor político, por cuanto estaría siendo una realidad invisibilizada, una realidad que tiene que ser puesta en conexión con la serie de procesos sociales que la producen (Zamora, 2021; Renault, 2010; Dejours, 2009a); mientras que, por otro lado, aparecen sospechas en torno a la utilidad analítica de este concepto por los riesgos de psicologización. A ello responden la filosofía y la psicodinámica del trabajo planteando que el problema del sufrimiento (o la mera angustia) es inherente a la existencia humana (Cukier, Genel y Rolo, 2022, Molinier, 2007) y que, en cualquier caso, el problema político reside en determinar en qué condiciones se vuelve intolerable o una cuestión de injusticia y qué condiciones sociales producen una desigualdad de medios a la hora de afrontar el sufrimiento.
Las crecientes dificultades que el sujeto encuentra para hacer frente al sufrimiento arraigan en ciertos cambios en las formas de individualidad que caracterizan a la época neoliberal, como son la responsabilización moral del sujeto por los riesgos asumidos y por sus fracasos, o incluso la competencia y las cotas de incertidumbre que afrontan los individuos insertos en biografías laborales fragmentadas. En este sentido, la llamada “individualización del trabajo” no es solo la imposición de un marco individualizador en las relaciones laborales y la gestión del trabajo, sino también en la propia relación que el sujeto establece consigo mismo (López, 2023). Esta es inseparable del progresivo desarme del marco cultural y jurídico que ordenaba las relaciones laborales fordistas. Por tanto, la individualización se entiende también como un “proceso de centrifugación de las relaciones laborales” (Alonso, Rodríguez, 2018, p. 88), un alejamiento de cada vez más trabajadores de los marcos de la negociación colectiva.
Además del papel que ha cumplido el empleo temporal en la regulación del trabajo o el impacto que ha tenido la precariedad en la configuración de los mercados laborales (tercerización, tiempo parcial no elegido, bajos salarios o subempleo), un fenómeno muy destacable es el de la intensificación del trabajo, que no tiene que ver solamente con el aumento total de horas trabajadas sino que atañe también al ritmo de trabajo y al nivel de esfuerzo que se realiza en una determinada cantidad de tiempo. El ritmo intensivo al que se trabaja en variedad de sectores, considerados cualificados o no, supone un nivel de esfuerzo que mina la consistencia psicofísica de los trabajadores y que incluso puede llegar a producir un tipo de desgaste que deteriora la calidad del tiempo de descanso. En esa línea, el psicopatólogo del trabajo Christophe Dejours ha señalado que las formas del desgaste mental en el trabajo se extienden a todo el tiempo de vida, a la calidad del descanso y de las actividades en el tiempo libre. Los estados de tensión en el trabajo abocan a una situación en la que “incluso los sujetos con una sólida estructura psíquica pueden padecer una parálisis mental inducida por la organización del trabajo” (Dejours, 2009b, p. 52).
En una reflexión similar en torno a la extensión del trabajo al conjunto de la actividad corporal y psíquica, Franco Berardi señalaba en Almas al trabajo cómo la sobrecarga informativa y cognitiva a la que están sometidos los trabajadores que emplean el lenguaje y la comunicación constantemente produce a menudo una saturación que inhabilita el descanso y la reflexión. El autor ligaba la sobrecarga informativa al sentimiento de pánico y a la prevalencia de la depresión en la contemporaneidad, entendida esta como desactivación del deseo posterior al agotamiento del sujeto por el exceso de solicitaciones que plantea la adaptación a los imperativos sociales de competencia. En ese contexto, el sujeto ve sus capacidades de elaboración excedidas por la cantidad de información a la que es expuesto (Berardi 2016, p. 119). Autores como Alain Ehrenberg, apuntan a una forma contemporánea de la depresión no como expresión del desajuste entre necesidades, deseos y realidad según un marco neurótico clásico, sino como “enfermedad de la responsabilidad”, como desgaste del sujeto por los esfuerzos que el contexto neoliberal exige a la hora de construir una identidad ligada a una biografía laboral en ausencia de caminos tan marcados como en la época dorada del capitalismo fordista.
La declinación contemporánea de la depresión hace de esta “una enfermedad de la responsabilidad, en la cual domina el sentimiento de insuficiencia. El deprimido no está a la altura, está cansado de haberse convertido en sí mismo” (Ehrenberg, 1998, p. 12). Sin embargo, no debemos entender este padecimiento del sujeto neoliberal como una ruptura completa con los mimbres de la subjetividad fordista. En una precisa revisión de las rupturas y continuidades entre el fordismo y los rasgos del sujeto neoliberal, Cristina Catalina muestra un hilo de continuidad entre los elementos que constituyen el narcisismo de las clases medias en la fase fordista y en la época neoliberal del capitalismo:
La adaptación a imperativos sociales como requisito de la integración, así como el daño subjetivo que implica, no es privativa de la época neoliberal. El sujeto fordista hubo de someterse también a las exigencias del trabajo rutinario, de la creciente administración estatal y de los códigos de distinción social. En este sentido, la subjetividad de las clases medias ya estaba atravesada por rasgos narcisistas desde su constitución en la época dorada del capitalismo (Catalina, 2021, p. 232).
Los costes de la adaptación a los imperativos de competencia y los esfuerzos necesarios para construir una biografía laboral estable son hoy inseparables del giro intensivo del trabajo y constituyen un problema transversal a clases medias y trabajadoras. A la luz de estos problemas, el estudio de la intensificación y las formas contemporáneas del estrés no ha sido ajeno a la dificultad de articulación entre trabajo, responsabilidad, incertidumbre y construcción de la identidad laboral.
Las encuestas sobre condiciones de trabajo en Europa llaman la atención sobre el fenómeno de la intensificación. Una tendencia que está siendo confirmada en España por estudios sociológicos recientes, con atención a la presión que afronta el sujeto en sentido temporal, cognitivo y emocional (Pérez Zapata, 2019; López Carrasco, 2019). Las investigaciones que han tratado este fenómeno en España, mediante entrevista cualitativa y estudios cuantitativos, indagan en la intensificación como un fenómeno que dice algo más que el aumento extensivo del tiempo de trabajo. Siendo este último también un fenómeno constatable en el caso de España, uno de los países con más horas totales trabajadas por semana. El problema señalado con frecuencia por los trabajadores y al que las investigaciones sociológicas confieren cada vez más atención es el aumento de la intensidad, de los esfuerzos físicos y cognitivos y del ritmo al que se trabaja. Cambios que son consecuencia directa de las formas de organización del trabajo, las técnicas, discursos y escuelas de management. La presión que la gerencia ejerce sobre los trabajadores se manifiesta también en miedo y estrés ante la posibilidad de no cumplir con los plazos.
En concreto, en el sector servicios, cualificado y no cualificado, es cada vez más acusada la intensificación del trabajo. La investigación de Óscar Pérez Zapata, con metodología cuantitativa, y la de Carlos López Carrasco, con entrevista cualitativa a trabajadores de consultoría y telemarketing (call center), muestran que la experiencia contemporánea del trabajo ve intensificados sus patrones espaciotemporales así como los esfuerzos emocionales y cognitivos que los trabajadores invierten en el mantenimiento del empleo, en el cumplimiento de objetivos marcados por la gerencia o en el intento de conseguir ascensos en su carrera profesional, ante la incertidumbre que genera un contexto de discontinuidad de las biografías laborales.
La intensificación se relaciona con una serie de técnicas de gestión del trabajo: evaluación del rendimiento, calidad total y exigencia de compromiso subjetivo con el propio trabajo. Los métodos de gestión del trabajo que priman la calidad total encubren un proceso de traslado de las cargas de responsabilidad al trabajador individual, con potenciales efectos punitivos, bajo la fachada de la “autonomía responsable” (Lahera, 2005). La investigación de Pérez Zapata muestra cómo se combinan formas clásicas de control, pertenecientes al ámbito de la organización científica del trabajo, con discursos de autonomía y pretendida posburocracia, activando elementos de compromiso e identificación con la empresa que distorsionan los límites entre voluntariedad y obligación de los esfuerzos (Pérez Zapata, 2019, pp. 122-123). Es decir, el grado de voluntariedad en los momentos de autoexplotación y esfuerzo intensivo es difuso. En determinados contextos priman el miedo y la sumisión, mientras que en otros hay una identificación del trabajador con la empresa, con las aspiraciones de ascenso o con la oferta de flexibilidad horaria (Pérez Zapata, 2019, pp. 120-121).
Aunque se identificaran exhaustivamente los factores que contribuyen a la intensificación, hay algo en la experiencia del trabajo que es irreductible a un conjunto de valores medibles u objetivables. Por ello, resulta de interés el valor que estas investigaciones sobre la intensificación atribuyen a la dimensión subjetiva. El estudio de la experiencia del trabajo obliga a poner atención a cómo se vive o incluso se justifica la experiencia del estrés en distintos estratos del sector servicios. Existen numerosas causas de la intensificación, pero la experiencia vivida de esta depende también de variables como la clase o el género, así como de las aspiraciones derivadas de la posesión de estudios superiores. Cabe preguntarse, especialmente, cuál es la cualidad de esa experiencia intensiva y en qué difiere del mero aumento extensivo del tiempo de trabajo:
Es preciso por tanto prestar atención a cómo las personas se implican en su trabajo. La intensificación marca un aumento de la contribución que el trabajador debe hacer al proceso de trabajo, no en la extensión del tiempo que le dedica sino en su ‘densidad’, por lo que es importante asociar los objetivos laborales a la idea de ‘esfuerzo’ que estos requieren a los trabajadores (Pinilla, 2004). Desde ahí, podemos formularnos la elemental pregunta: ¿por qué los trabajadores se comprometen con los objetivos que les marca la gerencia dentro de la relación salarial, incluso cuando exigen un “sobreesfuerzo”? (López Carrasco, 2019, p. 222).
El sociólogo compara las experiencias de estrés de teleoperadores y consultores, mostrando cómo la movilización del entusiasmo, las emociones y la “adrenalina producida por un gran desafío” (2019, p. 226) son distintas en ambos sectores y modulan la forma en que se convive con la sobrecarga. La cultura de trabajo que promueve la identificación del trabajador con la empresa encuentra cauces distintos en la consultoría, que, al no tratarse de un trabajo repetitivo y al poder movilizar las aspiraciones de promoción, no encuentra las mismas resistencias que en trabajos repetitivos bajo presión temporal como el de teleoperador.
El miedo y el estrés están cada vez más presentes en las relaciones laborales. Situaciones de indefensión para el trabajador, que suponen desafíos para lo que nuestras sociedades entienden por salud, bienestar o carga de trabajo soportable. En este sentido podemos afirmar que las transformaciones en la experiencia y la organización del trabajo han incrementado las relaciones de explotación y dominación en el trabajo. Que el miedo esté en el centro de las emociones que regulan la experiencia laboral arroja luz sobre los resortes de la sumisión a la autoridad en el trabajo, la combinación de entusiasmo con servidumbre voluntaria y la caracterización de la relación laboral como una relación entre fuerzas marcadamente asimétricas, donde la libertad y la capacidad negociadora de los empleados está en riesgo. Sin embargo, no podemos reducir la tonalidad afectiva del trabajo al miedo. La experiencia es ambivalente y tales cotas de estrés y autoexplotación no podrían sostenerse en el tiempo si no existieran fuentes de compensación no-salariales. Se dan “placeres y satisfacciones que justamente explican la aceptación de las condiciones, incluso deplorables, que se ofrecen a los trabajadores” (Durand, 2011, p. 25).
La organización contemporánea lleva al límite los procesos de trabajo y se sostiene sobre una relación ajustada entre esfuerzos, plazos, tiempos de salida al mercado de los productos y tiempos de reposición. En línea con esta combinación de sumisión y compromiso con la empresa, Jean-Pierre Durand, que ha analizado la extensión de los métodos toyotistas, apunta a la paradójica “implicación forzada” que se produce en las formas contemporáneas de organización del trabajo. En ese mantenimiento de estados de tensión constantes, Durand no se propone describir un método concreto como el just in time, sino apuntar a un cambio de paradigma productivo, a una intensificación de todos los procesos que tiene que ver con la supresión de los grandes inventarios, la atención a los deseos del consumidor y la resolución rápida de cualquier imprevisto. Se trataba de imponer, frente a la lentitud del fordismo, una auténtica “revolución mental”, acelerando los procesos materiales y también la actividad de los trabajadores:
El justo a tiempo, al hacer desaparecer los circulantes, tensa el flujo de la producción. Al igual que Taylor combatía la ‘pereza sistemática’ de los obreros, el justo a tiempo tiene como objetivo acabar con la pereza de la materia: los componentes, los circulantes, los productos están en un movimiento incesante. El flujo tenso aumenta la productividad global porque, como lo repiten los economistas, reduce por una parte el capital inmovilizado en los circulantes, y por otra los gastos de mantenimiento y almacenamiento (Durand, 2011, p. 59).
En el caso tan estudiado de los teleoperadores, Chistophe Dejours señalaba que tiene lugar una producción controlada de estrés para mantener el ritmo de llamadas, ventas y gestión rápida de incidencias (2009b, pp. 138-139). De la misma forma, la idea del flujo tenso es aplicada por Durand para reflejar la funcionalidad inherente al propio estrés, la normalización de estados de tensión nerviosa que hagan más productivos los procesos de trabajo. Así, la ansiedad, la presión y el sufrimiento pueden utilizarse para aumentar el rendimiento y las tasas de explotación. El paradigma productivo del flujo tenso asume la fragilidad de la cadena productiva y hace de esta una virtud (rápida detección de incidencias, posibilidad constante de mejora), naturalizando también la presión temporal como “un principio de gestión de la actividad humana durante la jornada de trabajo” (Durand, 2011, p. 77).
La degradación de las condiciones de trabajo, así como la imposición de un giro intensivo sobre los ritmos, tienen como consecuencia directa un incremento de la explotación y un mayor control de la fuerza de trabajo. La individualización de las relaciones laborales y la gestión por el miedo contribuyen no solo al desarme de los sentidos de negociación colectiva y trabajo como actividad colaborativa, sino también al aumento del sufrimiento y a la creación de entornos laborales crecientemente patógenos. Las formas de organización del trabajo descritas pueden calificarse como una forma de “gestión por estrés” (Deranty, 2011, p. 78), puesto que llevan a los trabajadores al límite, en sentido físico y psicológico. En situación de máxima presión e incertidumbre es altamente improbable resistir, participar de las formas de negociación y protesta clásica o comprometerse con cualquier tipo de iniciativa sindical.
A la hora de pensar los problemas hasta aquí presentados, hay una corriente de estudios que ha iluminado el conjunto de relaciones entre trabajo y subjetividad, mostrando tanto la relación entre trabajo, patologías y dominación social, como la posibilidad de un enriquecimiento del sujeto en el trabajo (por la vía de la sublimación). Lo que en sus inicios fue un conjunto de estudios sobre psicopatología del trabajo, centrados en las causas de las descompensaciones psicopatológicas con claro origen en las condiciones de trabajo, terminó transformándose en una teoría de la subjetividad, donde la relación entre sujeto, intersubjetividad, mundo social y trabajo es central, y donde se asume que la historia del psicoanálisis adolece de un desinterés por la centralidad del trabajo (como la mayor parte de las intervenciones psicoterapéuticas). Para esta corriente es muy significativo que el discurso sindical mayoritario (durante el capitalismo de posguerra), los principales partidos de la izquierda y las políticas públicas en torno a los derechos laborales no tuvieran en consideración la dimensión subjetiva del trabajo ni el impacto que este puede tener en la vida psíquica y la salud mental de los individuos (Cukier, Genel y Rolo, 2022; Dejours, 2009a, p. 57; Molinier, 2008, pp. 87-89). Siempre fue considerado un problema menor o una inquietud pequeñoburguesa.
La psicopatología del trabajo se centró en sus inicios en los efectos de dinámicas de acoso laboral, en el trabajo bajo presión temporal, en los efectos del miedo (por peligrosidad de las tareas o por miedo infundido por la jerarquía) y en las consecuencias de trabajos repetitivos sobre el cuerpo y el aparato psíquico. Dejours se preguntaba en una obra temprana “en qué estado queda la vida psíquica del trabajador desposeído de su actividad intelectual por la organización científica del trabajo” (2009b, p. 50). La variedad de casos estudiados mostraba que la experiencia del trabajo es siempre ambivalente. Ante una estandarización y rutinización exhaustivas de las tareas, hay trabajadores que consiguen evadirse y otros que acusan un fuerte desgaste cognitivo y psicosomático. El recurso a la fantasía durante la ejecución de tareas repetitivas cumple en algunos casos una función de alivio. Sin embargo, los estados de tensión psicomotora constante tienen consecuencias sobre el trabajador, durante la jornada y en el tiempo de descanso, ya que “es el hombre entero el que está condicionado al comportamiento productivo por la organización del trabajo, y fuera de la fábrica sigue teniendo la misma piel y el mismo cerebro. Despersonalizado en el trabajo, seguirá estándolo en su casa” (Dejours, 2009b, p. 53). El sufrimiento, como estado afectivo del cuerpo y, por tanto, invisible, no es objetivable según ninguna métrica concreta. En ello insiste Dejours en la medida en que siempre corremos el riesgo de que un estado afectivo aparentemente no medible pueda ser considerado política o científicamente irrelevante (Dejours, 2009a, p. 43). El sufrimiento se puede llegar a experimentar como algo intolerable y como una vivencia intensa en todo el cuerpo de la persona, independientemente de dónde establezcamos el corte entre lo normal y lo patológico, entre el sufrimiento soportable y una realidad intolerable para el sujeto.
Por la atención puesta en ese poder formativo que la experiencia del trabajo puede llegar a tener en toda la persona, en el sujeto entendido como la instancia que experimenta el sufrimiento (que es vivencia afectiva y estado del cuerpo, no siempre traducible a un discurso), estos estudios terminaron alumbrando una teoría de la relación entre trabajo y subjetividad. Por consiguiente, la psicodinámica del trabajo toma otro objeto de estudio que no es estrictamente lo concreto de la gestión o los principios que rigen cada modelo organizativo sino “los procesos que subyacen a la experiencia de trabajar” (Molinier, 2006, p. 88): la capacidad de transformar el mundo, la posibilidad de apropiarse y objetivar las inteligencias y, en última instancia, la posibilidad que tiene el sujeto de transformarse a sí mismo.
La psicopatología del trabajo (y lo que posteriormente se constituiría como psicodinámica del trabajo) ganó notoriedad pública al atender casos límite donde se ve claramente cómo el trabajo pone en juego a la subjetividad y, en determinadas condiciones, puede llegar a poner en peligro la salud mental. Esta disciplina se involucró en el estudio de los fenómenos de acoso laboral y de suicidios en cadena en el puesto de trabajo, al calor de las grandes reestructuraciones de empresas públicas, los recortes de presupuesto y personal y la introducción de métodos agresivos de gestión, regidos por la competencia despiadada y la supervisión constante. Especialmente dos métodos de gestión del trabajo del management neoliberal serían los más nocivos para los trabajadores y los más contrapuestos a la experiencia real del trabajo: la evaluación individualizada del rendimiento y la aspiración a la calidad total (de procesos y productos).
El modelo posterior de “psicodinámica del trabajo” intenta mostrar que existe una verdad ergonómica del trabajo que ni la gestión neoliberal ni la organización científica del trabajo están dispuestos a reconocer y que, sin embargo, es el sujeto quien, en la experiencia del trabajo, descubre esa verdad: es la distancia entre el trabajo prescrito y lo real del trabajo. La distancia entre los pasos estandarizados del trabajo y lo que el sujeto tiene que poner de sí para sortear obstáculos y enfrentarse a imprevistos, es un desafío al que se enfrenta el trabajador y que resuelve mediante la coordinación de diversas inteligencias y astucias. En primer lugar, el sujeto experimenta lo real del trabajo afectivamente, es decir, en la modalidad afectiva del esfuerzo y del sufrimiento, del cual se defiende mediante diversas estrategias individuales y colectivas y, después, acontece lo que estos autores califican de “subversión poiética”, un ejercicio de respuesta creativa a los obstáculos que ofrece la experiencia del trabajo.
Ya en Trabajo y sufrimiento (publicado en 1998 como Souffrance en France) Dejours mostraba que el vínculo libidinal con el trabajo se mueve entre el sufrimiento y el placer. Trabajar tiene siempre una dimensión individual, de superación de los obstáculos que lo real opone al sujeto, es decir, supone un esfuerzo y un desafío del que este puede salir fortalecido. Inevitablemente tiene también una dimensión colectiva, que exige la colaboración de todo el entorno de trabajo, el reconocimiento de los pares y la prueba de juicio donde se discuten procedimientos y resultados del trabajo. Si los esfuerzos llevados a cabo no consiguen sublimarse en placer o se encuentran bloqueos del reconocimiento, del sentido de utilidad o un silencio sobre condiciones de peligro, inmoralidad o competencia, el sufrimiento corre el riesgo de generar descompensaciones psicopatológicas. En este punto, la psicodinámica del trabajo asume con el psicoanálisis una idea de fragilidad constitutiva del sujeto. Además, entienden que la “normalidad” psíquica se construye a través de los esfuerzos del sujeto, es decir, no está dada de antemano. Lo inquietante en el caso del trabajo es cómo llega a constituirse una “normalidad en el sufrimiento” (Dejours, 2009a, p. 51), donde las consecuencias de la construcción de defensas son de la mayor importancia, por cuanto insensibilizan ante el sufrimiento ajeno y pueden llegar a inhibir nuestro sentido de justicia, produciendo un tipo de anestesia moral. No obstante, Dejours insiste en la ambivalencia de las defensas, que no tienen por qué tener siempre efectos patógenos. La cuestión a nivel político y psicosocial es que el proceso de normalidad en el sufrimiento, en condiciones de competencia, aboca a una colaboración activa en el proceso de dañar a otros.
La adaptación a imperativos de competencia generaliza relaciones de sospecha y desconfianza entre los trabajadores, lo cual pone en contradicción dos dimensiones de la experiencia del trabajo: la individual y la colectiva. La psicodinámica del trabajo enfatiza el hecho de que la colaboración es necesaria, en la medida en que buena parte de las tareas no salen adelante si el entorno no colabora en su consecución. Sin embargo, los individuos sometidos a evaluación individualizada del rendimiento, así como a un contexto de ausencia de garantías de permanencia en el puesto de trabajo, necesariamente compiten y concurren activamente en el proceso de obstaculizarse unos a otros. Dicho de otra forma, en numerosos contextos laborales, el éxito y ascenso individuales dependen del fracaso de los pares. En contextos competitivos donde la mejora de la situación personal de cada trabajador depende del menor rendimiento de sus pares, se intensifican las lógicas de darwinismo social que siempre caracterizaron al capitalismo.
La contradicción entre aspiración a la seguridad material y a mayores cuotas de autonomía estuvo a la base de la formación del individuo liberal, del obrero y de las clases medias en el fordismo y, ahora, en el capitalismo neoliberal. Fueran esas aspiraciones moduladas por el consumo o por conquistas en el plano laboral, la erosión del vínculo social en contextos extremadamente competitivos es ineludible: “el constante miedo al fracaso y la sensación de indefensión de un sujeto ya atomizado contribuye todavía más al deterioro de los vínculos de solidaridad y compromiso” (Catalina, 2021, p. 234). En este sentido, los actos a los que se vea abocado el individuo en un contexto de competencia no responden a las intenciones del perverso ni a las inercias de la banalidad del mal (mal entendida como pasividad de quien sigue órdenes en un contexto que no alcanza a comprender). El problema relevante en este punto es cómo se construye la normalidad en el daño. Dejours insiste en que “la banalidad del mal no tiene que ver con la psicopatología, sino con la normalidad, aún si la característica de esta normalidad es la de ser funesta y siniestra” (Dejours, 2009a, p. 114). Prolongando esta misma línea, cabe señalar que la posición del normópata se construye sobre la base de una amenaza exterior y de un conflicto psíquico resultante, donde el miedo tiene un rol central. Esto es, responde a una estrategia defensiva y no a un defecto de carácter. Los resortes de la aceptación de condiciones que abocan a soportar e infligir daño en un contexto intensamente coactivo han llegado a ser calificados como un tipo de “adaptación a cualquier cosa” (Pagès, 2022, p. 145).
La filosofía, aunque se interesa por las fuentes de la violencia social, no ha atendido lo suficiente el problema del sufrimiento, ni a la estrecha relación entre este y la construcción de formas de virilidad que son una respuesta defensiva y una negación de una realidad que produce daño. Dejours asume que el sufrimiento es inherente a la condición humana, ligada a los esfuerzos y a la confrontación entre el sujeto y lo real. Sin embargo, determinadas formas de construcción de defensas frente a ese sufrimiento, patológico o no, pueden engendrar violencia, “las defensas pueden ser sumamente peligrosas, por su capacidad de generar violencia social” (2009, p. 115). De este modo el mal se normaliza en las prácticas de trabajo. La competencia y el miedo nos convierten en “colaboradores diligentes” del mal, del proceso de infligir daño a otros, obstaculizar a los pares y mentir sobre los propios resultados y procedimientos (pp. 77, 105). La colaboración en el mal de todos los agentes del sistema, no solo de los directivos o las figuras de autoridad (cuya imagen presupone la pasividad, la inercia y la inocencia de los subordinados) plantea problemas de orden político y moral y hace que los efectos de la organización del trabajo sobre la subjetividad sean una cuestión que investigar.
La psicodinámica del trabajo permite plantear hasta qué punto los entornos de trabajo competitivos son un caldo de cultivo de un ethos antidemocrático y de formas de sadismo social o de indiferencia hacia los grupos más débiles. El choque entre la experiencia de la competencia, la posibilidad de pérdida de la posición social, y la intensificación del trabajo, iluminan de otra forma la relación entre trabajo y subjetividad, tanto del efecto patógeno y desestructurador del trabajo, como de la capacidad para conformar las disposiciones del sujeto (hacia la mejora de sí o hacia la competencia despiadada). Si la adaptación a imperativos de competencia produce individuos resentidos, incapaces de percibir la injusticia social o de combatirla, cabe preguntarse hasta qué punto la experiencia del trabajo condiciona al sujeto más allá de la estricta jornada. Los conflictos en el trabajo no solo tienen que ver con los valores que portan los individuos que concurren en esas relaciones, la transmisión de afectos y valores en la otra dirección es igualmente importante: “no existe una frontera nítida entre la esfera del trabajo y la esfera social más amplia. La transmisión de valores sociales no sólo se produce de la sociedad al lugar de trabajo. También va en la otra dirección” (Dejours y Deranty 2010, p. 176). No sería algo tan alejado de asumir que aquello que el individuo es y hace cuando trabaja permea en la constitución de su persona.
Götz Eisenberg se plantea en El punto de congelación del yo cómo el sujeto se acostumbra a ver al otro como un competidor hostil, a que sus éxitos coexistan con el sufrimiento ajeno, en un contexto que “obliga a los individuos a gastar sus energías psíquicas y cognitivas en la lucha por su existencia, su estatus y sus privilegios privados, y se les fuerza a vivir en un universo de permanente defensa y agresión” (2016, p. 404). Llegados a este punto, es inevitable recordar la insistencia de Adorno en Minima moralia en el efecto de la introyección de la violencia social sobre el sujeto, puesto que nadie sale indemne de la socialización constante en la competencia, por cuanto “la interiorización de un exterior arruinado hace violencia a lo interior” (Adorno, 2004, p. 264). El desafío teórico y político que nos plantea la imbricación entre la subjetividad y la experiencia del trabajo exige indagar qué huellas deja en la subjetividad la socialización en la competencia, el miedo, la incertidumbre y el riesgo existencial constantes. Los entornos competitivos producen daño subjetivo, no solo en el sentido de patologías o malestares con origen en el trabajo. El daño se extiende también a la vida psíquica de los sujetos, viendo amenazada también la posibilidad de la estabilidad y de la formación de una subjetividad autónoma. La obligación de constituirnos como operadores económicos y de rendimiento “borra toda referencia a individuos que tienen conflictos socialmente producidos”, eliminando así las huellas de “la violencia social en nuestra comprensión del sufrimiento psíquico” (Safatle, 2023, pp. 50, 61). Los efectos de esa escisión entre lo social y lo psíquico nos plantean dos problemas que abordaremos a continuación: la dificultad de articulación teórica de ambas dimensiones y el peligro de simplificación de la comprensión del sufrimiento.
En la historia de la filosofía contemporánea es ineludible el peso que han tenido dos tendencias opuestas: la reducción de las explicaciones de los fenómenos a la exterioridad de las prácticas sociales, a los efectos de superficie, y, por otro lado, la tendencia hacia lo interior, a buscar la profundidad y complejidad del sujeto. Se trataría de una disyuntiva entre el afuera y el adentro. El problema del sufrimiento no escapa a esta bifurcación. Se trata de un problema multicausal y multidimensional, ya sea declinado como social, laboral o estrictamente psíquico. Supone un problema político en filosofía y ciencias sociales en la medida en que lleva asociada una pregunta: qué ocurre cuando es invisibilizado, cuando se encuentran dificultades para que sea expresado públicamente y, por tanto, qué ocurre cuando el sujeto no puede movilizarse contra aquello que no percibe. Al mismo tiempo, por tratarse de un fenómeno en el cruce entre lo psíquico y lo social, desafía las fronteras disciplinarias, remite al problema de la imposibilidad de captar en todos sus aspectos la experiencia social desde una única disciplina, a la imposibilidad de formarse una imagen precisa y exhaustiva de las formas de la experiencia social. Por tanto, el problema es también de orden epistemológico: qué forma debe adoptar el conocimiento de lo social y qué forma debe adoptar el diálogo entre las disciplinas.
Las discusiones sobre el sufrimiento nos plantean el problema del conocimiento de los componentes sociales y psíquicos de este. Es lo que la filósofa Claire Pagès se pregunta a la hora de reflexionar sobre los aportes de la psicodinámica del trabajo. ¿Cuál es el peso del “determinante de exterioridad” (2014, p. 152)? ¿Es posible establecer una etiología social de algunos trastornos o existe una causalidad interna y autónoma del psiquismo que no puede ser reducida a lo social? La dificultad estriba en dirimir cómo abordamos las formas de causalidad mixta. Toda disciplina interesada por el sufrimiento, el malestar o la subjetividad, tiene que abordar la precaución de no reducir lo social a lo psicológico ni lo psicológico a lo social; la dificultad estriba en aunar la interdependencia entre ambas dimensiones con la asunción de una causalidad autónoma en determinados momentos. Habría una etiología social, pero también un funcionamiento interno y autónomo de la psique. Distinguir fronteras en tales casos es una dificultad siempre reanudada.
El estudio del sufrimiento desafía las fronteras disciplinarias en la medida en que la experiencia social es poliédrica y ninguna disciplina puede agotar exhaustivamente las notas definitorias de este fenómeno desde sus propios confines. La intersección entre lo psíquico y lo social, entre las dimensiones de la praxis, las experiencias y los marcos de sentido colectivos, y la realidad íntima, psíquica e individual es un debate central en los desarrollos de la teoría social a lo largo del siglo XX (tanto el conflicto entre objetivismo y subjetivismo en sociología como los debates sobre el peso de la agencia y la estructura en la filosofía contemporánea). Cualquier teoría social afronta una dificultad de articulación de lo psíquico y lo social, donde lo social no quede reducido a lo psicológico ni el nivel de lo psicológico explicado exclusivamente desde lo social. En cualquier caso, ante un contexto de silenciamiento o invisibilización de la experiencia vivida, resulta crucial no solo el dar voz, sino la incorporación de mayor estudio de los resortes subjetivos del sufrimiento y de las experiencias de dominación social. Es necesario incorporar el momento de la subjetividad para comprender la experiencia social. Por ello, la teoría requiere más sujeto y no menos.
El diálogo entre la filosofía y las ciencias sociales encuentra distintas formas de justificación, pero también limitaciones. Es posible acusar de “conservadurismo epistemológico” (Renault, 2010, p. 228) a una filosofía que se limite a comentar a posteriori los avances de las ciencias sociales, mientras que una filosofía que se pretenda con más autoridad que las propias ciencias sociales para escoger y justificar los objetos de estudio podría ser acusada de imperialismo filosófico. Sin embargo, cabe plantearse una teoría social crítica que mantenga vivos los momentos de la autorreflexividad teórica, epistemológica y política, consciente de la posición social que ocupa quien hace teoría, atenta a los métodos de la filosofía y de las ciencias sociales, a la constitución histórico-social de sus objetos de estudio y de sus sesgos y vacíos analíticos. No está garantizado de antemano que este diálogo entre disciplinas amplíe conocimiento necesariamente. Como advertía Adorno en sus escritos sociológicos, la mera suma de avances entre distintas disciplinas, como síntesis externa, no tiene por qué aportar nada nuevo al conocimiento de lo social. No obstante, quizás tenga sentido recuperar un modelo de teoría social que aúne programas interdisciplinares con la idea de “constelación de modelos” (Renault, 2010, p. 224).
En lo que atañe al problema de la articulación de lo psíquico y lo social, y en lo concreto del fenómeno del sufrimiento laboral, caben dos posibles posiciones: la reivindicación del valor epistemológico y político de la experiencia, de las experiencias sociales negativas y del sufrimiento como síntoma, como objetividad que pesa sobre el sujeto y que expresa algo de la fricción entre los individuos y la adaptación a los imperativos sociales. Atendiendo a tales experiencias, a su silenciamiento o invisibilización, la filosofía podría actuar como portavoz, mostrando el dolor en la experiencia de la dominación social, sin eludir la desigualdad de recursos a la hora de narrar esas experiencias en primera persona. Sin embargo, la escucha de las narraciones del daño no tiene efectos de conocimiento inmediatos y transparentes, puede encubrir silencios y complejidades que no se dirimen simplemente en la propia voz prestada al dolor. Así, Nuria Sánchez Madrid insiste en que “esa inquietud responde a la voluntad de escuchar lo que el orden instituido de los discursos ha vuelto injustamente inaudible o indescifrable, pero conviene reparar también en que habérselas con el daño conduce a umbrales cubiertos por silencios, con frecuencia tan reveladores como la elocuencia de quienes se sienten capaces de narrar una vida digna” (Sánchez, 2022, p. 2).
Al momento de la visibilización tiene que sumarse el estudio de las manifestaciones contemporáneas del sufrimiento psíquico en general y del sufrimiento laboral en concreto. Se trata de vincular el malestar con la experiencia del individuo, con las inflexiones del sujeto contemporáneo y los límites que presenta a la hora de afrontar los estragos causados por la identificación con la subjetividad empresarial. La exigencia social de una individualidad fuerte, sin dependencias, produce a menudo respuestas terapéuticas y psicofarmacológicas inmediatas. De la misma forma, el discurso terapéutico inoculado en la gestión de las relaciones laborales y algunos modelos de intervención psiquiátrica evolucionan en paralelo, adaptándose a las necesidades de la regulación del trabajo y a la prevalencia de determinados modelos de enfermedad. Por ello, las construcciones psicopatológicas y sus cambios no siempre son fruto de discusiones teóricas y evolución interna de sus objetos y métodos, sino que “tienen como objeto justificar el modo de actuar que los profesionales de la salud mental hemos tenido que adoptar en cada momento para llevar a cabo la tarea que nos estaba siendo encomendada por la sociedad” (Fernández, 2017, p. 135). En este caso, responden a la creciente demanda de atención en salud mental y la inquietante incidencia de patologías relacionadas con las condiciones de trabajo.
Ante un escenario de empobrecimiento de la categoría de sujeto, el historiador Eli Zaretsky subraya que habríamos perdido una metáfora de la profundidad. Una simplificación que corre paralela a la suerte del psicoanálisis, a su auge y caída a lo largo del siglo XX, donde pasó de ser una referencia teórica en psiquiatría a la hora de comprender los conflictos psíquicos y una herramienta fundamental en la comprensión de la dominación en los movimientos feminista y antirracista, a caer directamente en el desinterés o en el descrédito (Zaretsky, 2017, pp. 7-11).
Desde la implementación de la “psicotécnica” en el ámbito del trabajo a comienzos del siglo XX, y de la misma forma que el adiestramiento disciplinario del gesto y del cuerpo trabajador, la psique fue considerada un “factor de racionalización” entre otros. La ambición originaria de una organización científica del trabajo y una gestión máximamente eficientes de tiempos, movimientos y tareas exigió considerar los aspectos subjetivos, aspirar a que el psiquismo sea “disciplinado de tal forma que contribuya a mejorar la organización del trabajo y la producción” (Zamora, 2013, p. 155). El carácter flexible que predomina en el capitalismo neoliberal no sufre el mismo tipo de heridas que el sujeto fordista, pero en ausencia de normas legibles y en contextos de demandas infinitas de productividad, eficiencia y automejora de la persona o del yo como marca personal (cuya existencia corpórea es inseparable de su fuerza de trabajo), tienen lugar numerosas afecciones para las que las distintas teorías que abordan la subjetividad no tienen respuestas claras.
La introducción de contenidos psicológicos en un pretendido giro humanista de las relaciones laborales es solidaria de cambios que atraviesan a la comprensión del sujeto en la segunda mitad del siglo XX. Si se quiere estudiar la relación entre trabajo, sufrimiento y subjetividad es necesario arrojar luz sobre las operaciones de simplificación de la comprensión del sujeto y del sufrimiento que han tenido lugar. Siendo una de las más características el empobrecimiento en la manera de explicar el sufrimiento psíquico, profundizado por la subjetividad neoliberal:
La “humanización” de la empresa capitalista, con su terminología a medio camino entre la administración y la psicología, llegó a un compromiso entre las técnicas de gestión y la intervención terapéutica, permitiendo una movilización afectiva dentro del mundo del trabajo que llevó a “una mezcla de los repertorios de mercado con los lenguajes del yo”. La gestión de las relaciones laborales fue “psicologizada” hasta tal punto que las técnicas clínicas de intervención terapéutica comenzaron a obedecer, de manera crecientemente evidente, a estándares de la evaluación de la gestión derivados del mundo de los negocios. Los conceptos de estructuras definidas, gestión del capital humano, “inteligencia emocional” y optimización del rendimiento derivados de los departamentos de recursos humanos de las grandes compañías terminaron teniendo un lugar en la consulta del terapeuta (Safatle, 2023, p. 54)1.
La nueva terminología utilizada para abordar el sufrimiento influyó en la comprensión de la normalidad psicológica y guarda relación con la manera habitual de patologizar o infantilizar las actitudes críticas con el contexto neoliberal. Este espacio discursivo híbrido entre la economía y la psicología consiguió normalizar un vocabulario de los negocios y una necesidad de respuestas rápidas e individuales a problemas psíquicos y sociales complejos.
A los modos de gobierno y de regulación económica subyacen también formas de gestión social de las subjetividades, es decir, llevan asociada también un estándar de psicología. Si en el sufrimiento psíquico siempre se había entendido que se expresa un malestar del individuo con respecto al orden social, una fricción entre las necesidades y las posibilidades sociales, es decir, una cierta dimensión de crítica y rebelión contra el orden establecido, en el despliegue del neoliberalismo se identifica una progresiva simplificación de la “gramática social del sufrimiento” (Safatle, 2023, p. 55) y una eliminación de las dimensión de conflicto psíquico entre los individuos y los imperativos sociales.
En los sucesivos cambios que tuvieron lugar entre el DSM-3 y el DSM-52, se produce una adaptación de los comportamientos normales a los rendimientos esperados de los individuos, en la vida laboral y en la vida íntima. La sustitución del marco imperante de la neurosis por el de la depresión, enlaza con el individualismo obligatorio promovido por la neoliberalización de todos los ámbitos sociales. La respuesta psicofarmacológica al sufrimiento deja de ver individuos que tienen conflictos que son resultado de las contradicciones del proceso de socialización (Safatle, 2023, p. 58) para pasar a multiplicar una serie de categorías diagnósticas aplicables a cualquier comportamiento mínimamente desviado de estándares sociales y de normalidad en el rendimiento laboral. Bajo el prisma predominante de la depresión, entendida desde un marco individual, cada vez más manifestaciones del sufrimiento se ven como un problema de la incapacidad del sujeto. Así, “el individuo es confrontado con patologías de la insuficiencia y la disfuncionalidad de su propia acción, en lugar de patologías asociadas a la prohibición y la ley” (2023, p. 60), como en el marco clásico del psicoanálisis y las neurosis. La centralidad del trabajo a la hora de moldear los estados afectivos del sujeto atraviesa también las declinaciones del sufrimiento, en el sentimiento de “valor personal”, de “inestabilidad biográfica” o en la capacidad para simbolizar y comprender la ausencia de horizontes y el “sentimiento de vacío” (de la Mata, 2017, pp. 154-155). Allí donde el sujeto se confrontaba con los estándares sociales y la culpa, hoy se confronta con la incapacidad para cumplir los estándares de rendimiento laboral, con la imposibilidad de estar a la altura.
Los cambios en la gramática del sufrimiento psíquico son solidarios de la pérdida de influencia del psicoanálisis en la psiquiatría, inseparable de su caída en descrédito y su sustitución en el plano de las psicoterapias por una concepción distinta de la relación entre la dimensión narrativa de las terapias y la capacidad de actuación del sujeto, el auge de las neurociencias y de las respuestas farmacológicas, que incurren en un reduccionismo fisiológico a la hora de explicar el sufrimiento, y la generalización de terapias de tipo cognitivo-conductual, que actúan sobre los hábitos o síntomas sin indagar sobre el origen y el contexto de emergencia de los propios síntomas. En esa línea, el desinterés por la complejidad de los conflictos psíquicos no solo responde a necesidades funcionales a la regulación social y del trabajo, la pérdida de la idea de profundidad (Zaretsky, 2017, p. 196) a la hora de estudiar la forma del sujeto (como algo distinto del mero individuo) y el desinterés de los modelos imperantes de respuesta terapéutica y farmacológica por indagar sobre el origen guarda relación con una simplificación de la idea de individuo.
En ese punto, el diálogo entre psicoanálisis y teoría crítica es un capítulo ineludible de la historia de la filosofía contemporánea y de la historia concreta de la teoría crítica. Amy Allen, en un intento de reivindicación del diálogo entre teoría crítica y psicoanálisis, recupera el modelo de “maduración psíquica” de Melanie Klein y lo intenta reconciliar con la crítica adorniana del sujeto constituyente. Asumiendo que no existe la cura completa y que el sujeto lidia siempre con ciertas dosis de duelo, pérdida y angustia, uno de los objetivos principales del psicoanálisis era “transformar los estados de miseria psíquica en mera infelicidad ordinaria” (Allen, 2020, p. 149). Partir de esa asunción permitiría sostener, frente a modelos normativos excesivamente idealistas, una antropología filosófica realista, que no eluda la centralidad de la angustia y el miedo.
Compartiendo esa mirada realista, Zaretsky señala que la izquierda actual habría perdido el interés en intuiciones del psicoanálisis y aspiraciones a la construcción de un yo fuerte que estuvieron presentes en la historia de los radicalismos políticos del siglo XX. Algunos capítulos de la historia del feminismo y de las luchas antirracistas no se entienden sin las aportaciones y los usos que estos hicieron del psicoanálisis, aun dando cuenta de sesgos racistas y machistas. En polémica con Butler, el autor subraya que el reconocimiento de la vulnerabilidad y la interdependencia no excluye la aspiración a la construcción de un yo fuerte que pueda resistir las presiones de grupo y que es la base de toda aspiración a la autonomía racional (Zaretsky, 2017, p. 147).
En una lectura precisa de Adorno, Jordi Maiso pone de manifiesto que la necesidad de gratificación de los individuos choca con las demandas de adaptación a los imperativos sociales, notablemente los imperativos de competencia, un choque que genera heridas en el sujeto. La fricción entre la realidad social objetiva y las necesidades de la realidad psíquica produce individuos endurecidos, enfrentados a la impotencia individual frente a una realidad social omnipotente, los individuos tienen que desarrollar estrategias psicológicas de adaptación que tienen consecuencias en las disposiciones subjetivas y políticas de los sujetos. Por ello, la teoría crítica siempre planteó la necesidad de estudiar “las huellas que la interiorización de las coerciones sociales produce en la constitución psíquica de los sujetos” (Maiso, 2022, p. 272).
Evaluar el daño en la experiencia del trabajo nos conmina a examinar la internalización de los imperativos de competencia como un principio social coactivo. Ello contribuiría también a matizar nuestra comprensión del sujeto y de las consecuencias que la adaptación a las demandas sociales tiene en la vida psíquica. El psicoanálisis ofrecía herramientas para pensar las heridas del sujeto y continuar cierta aspiración crítica e ilustrada a constituir sujetos fuertes, en un sentido distinto al de la oferta de sujetos modernos viriles y racionales. Al contrario, se trataría de plantear el horizonte político de construcción de un yo autónomo que aspira a conocer las determinaciones sociales y psicológicas que le atraviesan, que aspira a constituir una autonomía en la interdependencia; un yo fuerte que garantice la autonomía y un antídoto frente a la coacción social, puesto que los conflictos psíquicos no son contradicciones exclusivas del sujeto, responden a la interiorización de contradicciones sociales.
Cuando el trabajo parece no tener fin, el límite lo pone el cuerpo y la consistencia psicofísica del trabajador (Catalina, 2021, p. 250). La privatización del estrés es el resultado combinado de la destrucción de los marcos colectivos y la responsabilización individual, la generalización de una experiencia de trabajo intensivo y la eliminación de los determinantes sociales de la salud como factores explicativos del malestar. El lenguaje de la gestión empresarial, extendido al propio individuo y a la relación entre trabajo y vida, solo ve “operadores de rendimiento” (Safatle, 2023, p. 50), no sujetos con necesidades (corpóreas, afectivas) y conflictos psíquicos, que afrontan el desajuste entre deseo y realidad y construyen adaptaciones defensivas.
La tarea que se impone es el diagnóstico de la experiencia del trabajo y del daño por el impacto de la generalización de la competencia en el vínculo social y en la psique. Sus consecuencias se manifiestan en todos los planos, alimentando disposiciones autoritarias, de sadismo social o de indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Dicha tarea nos confronta con la dificultad para estudiar fenómenos de frontera, que se sitúan en la brecha entre lo psíquico y lo social. Siendo además un factor añadido la historia de la progresiva simplificación de las explicaciones del sufrimiento y la elisión del conflicto como dimensión fundamental en la explicación de la psique y de las interacciones.
En línea con lo anterior, las experiencias de sufrimiento en el trabajo y el fenómeno de la intensificación nos permiten constatar la creciente dificultad a la que se enfrentan los sujetos a la hora de construir una identidad, una biografía laboral coherente y una conciencia de las ambivalencias en la adaptación a la competencia. La crítica pasa por deslegitimar el relato neoliberal de un sujeto omnipotente y reconocer, con las discusiones más actuales sobre el postrabajo, que existir es depender (Hester y Srnicek 2024). La experiencia del trabajo plantea una confrontación entre la fantasía de autosuficiencia del individuo neoliberal y el reconocimiento de la interdependencia, asumiendo que la liberad es inseparable de “la relación con las condiciones materiales de existencia” y que “el cuerpo está inscrito en redes de poder y contrapoder, pero también en una red de dependencias que preceden a cualquier ejemplo de autonomía” (López, 2023, p. 120). Situados ante el recorte de nuestras posibilidades de vida y la evolución patógena de las condiciones de trabajo, se vuelve urgente una disputa de la idea neoliberal de libertad.
El lenguaje del management neoliberal ha constituido el germen de la individualización y del empobrecimiento de nuestra comprensión de la experiencia del trabajo. En consecuencia, han sido eliminadas las dimensiones del conflicto y la atención al desgaste y al dolor, se expresen estas psíquica o somáticamente (si es que fuera posible una separación tajante). La tesis principal de la psicodinámica del trabajo, la centralidad del trabajo para la subjetividad (su formación, su fortalecimiento o su desestabilización) ha contribuido a iluminar el impacto de la organización contemporánea del trabajo sobre la subjetividad y el cuerpo de los trabajadores. Una centralidad del trabajo que también incide en los planos social, cultural, sexual y corporal. Considerar desde la filosofía y las ciencias sociales el poder de determinación del trabajo sobre las vidas sigue siendo una vía teórica abierta.
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[Traducción propia].↩︎
El DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), editado por la American Psychiatric Association, es el manual de referencia en psiquiatría para la clasificación de los trastornos mentales. Utilizado como material de consulta y con todo el poder sancionador de la institución psiquiátrica, es el producto teórico-científico más relevante en el ámbito de las disciplinas psi. Sin embargo, ha sido objeto de críticas por la tendencia a la patologización de conflictos psíquicos ordinarios (por ejemplo, la duración del duelo), por la proliferación de categorías diagnósticas con una evidencia científica cuestionada y la reducción de los trastornos al plano biológico y neuroquímico, que redunda en el uso de psicofármacos como principal respuesta terapéutica. Al respecto de esto último, puede consultarse la entrevista de Paloma Coucheiro a Mark Horowitz, donde se abordan el exceso de prescripción de psicofármacos y los riesgos de adicción y cronificación, frente a los cuales se plantean cada vez más propuestas de 'deprescripción' o retirada progresiva de los psicofármacos (Coucheiro, 2024).↩︎