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ARTÍCULOS

La democracia como experiencia ética: reconocimiento y resonancia

Camilo Sembler
Universidad Alberto Hurtado, Chile ORCID iD
Camilo Correa
Universidad de Chile, Chile ORCID iD
Recibido: 17/11/2023 • Aceptado: 21/10/2024 • Publicado: 13/01/2025

Resumen: Este artículo examina la teoría del reconocimiento de Axel Honneth y la teoría de la resonancia de Hartmut Rosa en relación con el problema de la democracia. La tesis central que discutimos es que ambos exponentes contemporáneos de la Teoría Crítica perfilan una comprensión de la democracia en tanto experiencia ética. Desde esta óptica, caracterizamos el lugar particular que ambos enfoques asumen en el contexto de los debates contemporáneos entre perspectivas deliberativas y agonistas sobre la democracia. Por último, sugerimos también algunas diferencias entre las aproximaciones que Honneth y Rosa formulan sobre la democracia en sus respectivos esfuerzos de renovación de la Teoría Crítica.

Palabras clave: Democracia; Reconocimiento; Resonancia; Axel Honneth; Hartmut Rosa.

Democracy as an ethical experience: recognition and resonance

Abstract: This article aims to examine Axel Honneth's theory of recognition and Hartmut Rosa's theory of resonance in relation to the problem of democracy. The central thesis we discuss is that both contemporary exponents of Critical Theory outline an understanding of democracy as an ethical experience. From this perspective, we identify the particular place that both approaches assume in the context of contemporary debates between deliberative and agonist perspectives on democracy. Finally, we conclude by suggesting some differences between Honneth's and Rosa's approaches to democracy in their respective attempts to update Critical Theory.

Keywords: Democracy; Recognition; Resonance; Axel Honneth; Hartmut Rosa.

Sumario: Democracia y éticaDemocracia y reconocimientoDemocracia y resonanciaConclusionesReferencias bibliográficas

Cómo citar: Sembler, C. y Correa, C. (2025). La democracia como experiencia ética: reconocimiento y resonancia. Las Torres de Lucca. Revista internacional de filosofía política, 14(1), 205-214. https://dx.doi.org/10.5209/ltdl.92583


Con motivo de la celebración de sus noventa años, Jürgen Habermas dictó en 2019 una conferencia en la ciudad de Frankfurt titulada “Una vez más: sobre la relación entre moralidad y eticidad”. Con ello, Habermas volvía sobre una pregunta con especial significado para su propia comprensión de la Teoría Crítica, en parti­cular a propósito de su vínculo con las tradiciones respectivamente asociadas con Kant y Hegel:

Hegel plantea una pregunta totalmente distinta a Kant. Para él no se trata de preguntas sobre la justi­cia, sino en torno a las condiciones que hacen posible la integración social exitosa de una comunidad. En lugar de una justificación de aquello que es moralmente correcto, a Hegel interesa la incrustación de la moral en una red de relaciones habituales de reconocimiento recíproco (Habermas, 2019, p. 733).

Como es sabido, Habermas (1991) había dedicado especial atención a esta pregunta en el contexto de su “ética del discurso”. Entonces, buscando reformular a través de un principio discursivo la filosofía prác­tica kantiana, propuso distinguir entre los puntos de vista de la “moral” y la “eticidad” (Sittlichkeit). Mientras el primero correspondería a la preocupación kantiana por fundamentar la validez universal de las normas morales, el segundo expresaría el tipo de autocomprensión que Hegel tuvo a la vista acerca de los valores éticos considerados como propios en una determinada comunidad o forma de vida (Habermas, 1991). A la luz de las condiciones pluralistas de las sociedades modernas, argumentaba, la pregunta por la justicia exige ser tratada de manera imparcial frente a las distintas doctrinas éticas sobre la vida buena. Esta convicción fue clave posteriormente en su influyente concepción procedimental o deliberativa sobre la democracia (Habermas, 1994).

A diferencia de este formalismo defendido por Habermas, distintas expresiones de la Teoría Crítica con­temporánea han venido planteando preocupaciones que han llevado a hablar de un “giro ético” (Kompridis, 2004). No se trataría simplemente de retomar un interés complementario frente a otras cuestiones, sino más bien —como ha sugerido Rahel Jaeggi (2014)— de asumir una “inevitabilidad de las preguntas éticas” para la Teoría Crítica (p. 38). En el presente artículo abordamos este retorno de las preguntas éticas en la Teoría Crítica, examinando esfuerzos contemporáneos de esta tradición desde el punto de vista del problema de la democracia. La relevancia de la lectura que proponemos radica, de hecho, en que este giro ético a menudo ha sido interpretado como un abandono o retraimiento frente a preguntas específicamente políticas.

Con el propósito de situar las principales contribuciones de estos enfoques, reconstruimos inicialmente —de manera sintética— el lugar de la ética en algunas de las principales corrientes teóricas contemporáneas acerca de la democracia, en particular en el marco del debate entre perspectivas deliberativas y agonistas. Enseguida examinamos dos de los esfuerzos más destacados de la Teoría Crítica contemporánea (a saber, la teoría del reconocimiento de Axel Honneth y la teoría de la resonancia de Hartmut Rosa), elaborando sus respectivos puntos de vista acerca de la democracia. Sugerimos aquí que ambos apuntan hacia una com­prensión de la democracia en tanto experiencia ética. Junto con ofrecer una síntesis de las principales con­tribuciones de ambos planteamientos en el horizonte de los debates contemporáneos sobre la democracia, las conclusiones retoman también algunas diferencias entre las perspectivas de Honneth y Rosa.

Democracia y ética

Desde distintas posiciones, los ideales éticos a menudo han sido vistos como problemáticos en la teoría de la democracia. Ya en su clásico ensayo acerca de la libertad, Isaiah Berlin (2002) identificaba un ideal ético de “autorrealización” (self-realisation) como el núcleo de aquellas concepciones “positivas” que resultarían incompatibles con una visión política suficientemente respetuosa del pluralismo. Desde un ángulo distinto, una discusión constante en el marxismo ha sido igualmente el carácter potencialmente problemático de ciertos supuestos éticos sustantivos (por ejemplo, ideales sobre la autorrealización humana) que estarían en la base de su visión de la sociedad (Moggach, 2018).

Esta inquietud respecto a los riesgos de paternalismo y perfeccionismo asociados a la presencia de idea­les éticos, ha sido sobre todo manifiesta en las teorías de la democracia de inspiración liberal (Quong, 2011). Especialmente influyente ha sido aquí el argumento de John Rawls (1985), según el cual un imperativo de neutralidad ética representaría el punto de partida necesario para una concepción política (no metafísica) de la justicia coherente con la existencia de una pluralidad de “doctrinas comprehensivas” sobre la vida buena. En su Political Liberalism, esta misma posición permitió a Rawls fundamentar su visión sobre la democracia en tanto orden éticamente neutral: “[U]na sociedad democrática bien ordenada no es una asociación, tam­poco es una comunidad, si entendemos por comunidad una sociedad gobernada por una doctrina religiosa, filosófica o moral comprehensiva. Esta idea resulta decisiva para la idea de la razón pública de una sociedad bien ordenada” (Rawls, 1993, p. 42).

Durante las últimas décadas, los debates teóricos sobre la democracia se han concentrado en gran me­dida en torno a la contraposición entre perspectivas deliberativas y agonistas. De manera interesante, a pesar de una serie de otras diferencias muy relevantes, ambas perspectivas parecen heredar por distintas vías el supuesto de que las preocupaciones éticas debiesen bien quedar más bien fuera del ámbito propio de una teoría sobre la democracia.

En efecto, si bien en la actualidad representan un campo muy amplio de aproximaciones, las perspecti­vas deliberativas sobre la democracia comparten en general dos supuestos. En primer lugar, buscan tomar distancia de una comprensión de la democracia basada “exclusivamente en la forma de compromisos en­tre intereses” (Habermas, 1994, p. 359), la que identifican como propia de las premisas individualistas del modelo liberal. “Este modelo —argumenta, por ejemplo, Iris Marion Young (2002)— carece de cualquier idea definida acerca de un público formado a partir de la interacción de ciudadanos democráticos y su motivación para llegar a alguna decisión. Así, pues, no se tiene en cuenta la posibilidad de coordinación y cooperación política” (p. 20).

En segundo lugar, estas perspectivas asumen que la deliberación representa un procedimiento especial­mente adecuado para enfrentar la pregunta por la posibilidad de consensos democráticos en sociedades divididas o plurales en sus concepciones acerca de lo bueno, tal como serían las sociedades modernas (O’Flynn, 2021). La legitimidad democrática de las instituciones políticas debiese descansar así en la ca­pacidad de los ciudadanos de someter recíprocamente a examen sus razones públicas, esto es, deliberar a través de argumentos que puedan reclamar validez más allá de autocomprensiones éticas específicas (Habermas, 1994).

Articulando ambos supuestos, se aprecia que desde las perspectivas deliberativas la importancia de esta neutralidad ética no radica simplemente en habilitar un arreglo entre intereses, sino en hacer posible un procedimiento expresivo de aquel valor superior que definiría a una sociedad democrática, esto es, la reciprocidad o respeto mutuo entre sus ciudadanos:

Reciprocidad significa entonces que uno no puede negarse a conceder a otra persona ciertas exi­gencias que uno hace para sí mismo (reciprocidad de contenidos) y que uno no debe suponer que los demás comparten sus concepciones evaluativas e intereses, especialmente no apelando a “verdades superiores” que precisamente no son compartidas (reciprocidad de razones) (Forst, 2014, p. 72).

Del otro lado, las concepciones agonistas acerca de la democracia encuentran su punto de partida preci­samente en una crítica de los modelos deliberativos. En general, sus cuestionamientos subrayan que —a raíz de su énfasis en el problema del consenso— aquellos modelos pasarían por alto la importancia del poder, las disputas de intereses y los conflictos constitutivos de sociedades democráticas (Franzé, López de Lizaga, Benedicto, Herrero y Lesgart, 2014). Con ello, el modelo deliberativo tendría la paradójica consecuencia de debilitar el aspecto genuinamente político implicado en la pregunta por la democracia (Marchart, 2022).

Como es sabido, las reflexiones de Chantal Mouffe se encuentran entre las más influyentes en el cam­po de las posiciones agonistas. De manera interesante, de acuerdo con su lectura, un problema crucial de las concepciones deliberativas es que —en virtud de su mencionado énfasis en el consenso— permanecen precisamente en el terreno de las preocupaciones éticas, desplazando el carácter constitutivo del antago­nismo (Mouffe, 2013). Su punto de vista destaca así el necesario abandono de las consideraciones éticas para una comprensión genuinamente posfundacional de la democracia. A su juicio, incluso aquellas teorías que —buscando superar el modelo deliberativo— recuperan el carácter conflictivo de la democracia, pero la subordinan en último término a algún valor considerado como fundamental, no ofrecen aún una concepción adecuada de lo político: representan un “agonismo sin antagonismo” que permanece todavía en el terreno de la ética (Mouffe, 2010).

A contramano de este abandono de las preguntas éticas que —por distintos motivos— tanto las concep­ciones deliberativas como agonistas sugieren, en el campo de la Teoría Crítica se ha venido identificando una suerte de “giro ético”. En efecto, versiones contemporáneas de esta tradición han reivindicado la idea de que su forma distintiva de crítica exigiría necesariamente el tratamiento de preguntas éticas (Jaeggi, 2014; Honneth, 2007). Por este motivo, a continuación exploramos los alcances de este “giro ético” en la Teoría Crítica a propósito del problema de la democracia.

Democracia y reconocimiento

La idea de un “giro ético” en la Teoría Crítica contemporánea se debe, en gran medida, a la obra de Axel Honneth (Kompridis, 2004). En efecto, mientras Habermas había distinguido entre la validez general de los criterios morales de justicia y las éticas particulares que determinan concepciones plurales acerca de la vida buena o autorrealizada, Honneth con su teoría del reconocimiento ha vuelto a otorgar un lugar de relevancia al “objetivo de la autorrealización humana” (Honneth, 2010, p. 275) en directa relación con el problema de la justicia.

Es posible reconstruir distintas razones que explican esta importancia atribuida al problema de la auto- rrealización. En primer lugar, Honneth (2007) ha sugerido que esta pregunta representa un aspecto distintivo del “núcleo ético” de la Teoría Crítica. A diferencia de otras tradiciones de pensamiento, su diagnóstico habría siempre buscado identificar cómo las patologías de la sociedad se caracterizan no solo por “infringir principios de justicia social, sino en sentido amplio por lesionar las condiciones de la vida buena o lograda” (Honneth, 2007, p. 31). En este sentido, la Teoría Crítica representaría una suerte de tercera vía o síntesis en­tre el universalismo moral y el contextualismo ético (Honneth, 2018), pues asumiría que las preguntas por la justicia y la vida buena necesariamente se entrelazan a la luz del problema de las condiciones sociales que son requeridas para la autorrealización humana.

En segundo lugar, recuperar la pregunta ética por la autorrealización aparece relevante considerando el objetivo de Honneth de rehabilitar una crítica social capaz de dar cuenta más vívidamente de las experien­cias cotidianas de injusticia. En efecto, el universalismo habermasiano carecería de un concepto de lo social que permitiera abordar de manera más íntegra el sentido cotidiano de las situaciones de opresión y resis­tencia. A raíz de su concentración en criterios lingüísticos universales, la crítica en su caso quedaría situada en “un nivel separado del horizonte histórico de la experiencia”, sin advertir que los individuos “experimentan un detrimento de lo que podemos considerar sus expectativas morales, su 'moral point of view', no como una restricción a las reglas lingüísticas dominadas intuitivamente, sino como una violación a reclamaciones de identidad adquiridas por la socialización” (Honneth, 2018, pp. 98-99).

Frente a estas dificultades, la teoría del reconocimiento de Honneth reivindica la premisa de que los in­dividuos experimentan siempre la injusticia como una humillación u ofensa frente a reclamaciones morales de su identidad personal. De tal manera, si se comprenden las experiencias cotidianas de injusticia como fenómenos morales de menosprecio, al mismo tiempo se sugiere un entrelazamiento constitutivo entre las perspectivas sobre la justicia social y las reclamaciones éticas de una vida buena (Renault, 2019).

El esfuerzo de una actualización sistemática de la filosofía hegeliana del “reconocimiento” se plantea así como el pilar necesario para esta rehabilitación de la pregunta por la autorrealización y sus condiciones sociales, pues tal noción encarna un principio ético que permite comprender de manera complementaria tanto la formación de la identidad personal como la estructura moral de la vida social. Ya en La lucha por el reconocimiento, Honneth sostiene que el concepto hegeliano de “eticidad” (Sittlichkeit) resulta clave para renovar un “concepto formal de vida buena” situado más allá de la dicotomía entre justicia y autorrealización:

Se trata más bien de los elementos estructurales de la eticidad que pueden normativamente desta­carse de la multiplicidad de las distintas formas particulares de vida, desde el punto de vista general de la posibilidad comunicativa de la autorrealización. Por eso, el principio teórico-recognoscitivo […] está entre una teoría moral que retorna a Kant y las éticas comunitaristas: con la primera comparte el interés por posibles normas generales, que pueden concebirse como las condiciones de distintas posibilidades, pero con éstas, la orientación al objetivo de la autorrealización humana (Honneth, 2010, p. 276).

Esta recuperación de la pregunta por la autorrealización ha encontrado distintas lecturas en la obra de Honneth. Un primer argumento se puede encontrar ya en La lucha por el reconocimiento, así como en el conocido debate con Nancy Fraser a propósito del lugar del “reconocimiento” y la “redistribución” en una teoría de la justicia (Fraser y Honneth, 2003). Aquí Honneth resitúa la pregunta ética por la autorrealización en directa relación con el problema de la justicia.

En efecto, describe entonces la estructura normativa de las sociedades modernas en términos de un orden institucionalizado de reconocimiento, en el cual sus respectivos principios morales que regulan la interacción social (“amor”, “derecho” y “solidaridad”) representan las condiciones intersubjetivas necesarias para la afirmación de una relación positiva o no distorsionada del sujeto consigo mismo. De esta manera, el objetivo último de una teoría de la justicia inspirada en Hegel apuntaría a sostener que la “experiencia del re­conocimiento” puede ser descrita a la luz de las “condiciones necesarias para la autorrealización individual” (Honneth, 2010, p. 278).

En otras palabras, una perspectiva de la justicia inspirada éticamente en el concepto de reconocimiento apunta a un doble rendimiento. Por un lado, la observación del estado de las relaciones de reconocimiento en un determinado momento histórico permite dar cuenta del grado de justicia imperante en una sociedad (el carácter más o menos incluyente de tales relaciones, por ejemplo). Y por otro, haría posible al mismo tiempo apreciar las condiciones (o impedimentos) que sus miembros enfrentan para llevar adelante una vida lograda o autorrealizada.

Esta manera de articular la pregunta por la justicia y la vida buena tiene diversas consecuencias de im­portancia en el modo en que desde Honneth se comprende el problema de la democracia. En primer lu­gar, permite incluir experiencias éticas de autorrealización —como aquellas asociadas con el principio del “amor” (Honneth, 2018) — dentro del marco conceptual propio de una teoría de la justicia o la democracia. Además, posibilita una interpretación ética de fenómenos que, a diferencia del amor, si bien habitualmente son tratados en las teorías de la justicia y la democracia, no se advierte a menudo su vínculo con el problema de la autorrealización. El ejemplo más nítido a este respecto es la interpretación que ofrece Honneth del principio de reconocimiento del “derecho”.

En efecto, con frecuencia se ha destacado que uno de los principales aportes de una teoría de la justicia basado en el concepto hegeliano de “eticidad” consistiría en prestar especial atención también a obligacio­nes morales cuya forma no es esencialmente jurídica En tal sentido, también Honneth (2018) subraya que en la base de su teoría se encuentra una visión amplia o “descentrada” (esto es, situada más allá de las garan­tías propias del derecho) acerca de las condiciones necesarias para el ejercicio de la autonomía individual. No obstante, menos advertido es que este desplazamiento conlleva también una valoración del significado ético del derecho a la luz de la pregunta por la autorrealización. De manera explícita, en La lucha por el reco­nocimiento, Honneth (2010) sostiene que la existencia de derechos representa una de aquellas condiciones institucionales que sirven al “propósito general de facilitar una vida buena” (p. 276).

De este modo, a diferencia de su descripción más habitual en las teorías de la democracia, los derechos en la perspectiva de Honneth no representan únicamente condiciones externas para un ejercicio sin restric­ciones de la autonomía individual, sino que —en tanto principio de reconocimiento social —poseen un signi­ficado ético intrínseco. En rigor, el carácter más o menos inclusivo de los derechos fundamentales (civiles, políticos, sociales) permitiría dar cuenta del grado de justicia imperante en una sociedad, al mismo tiempo que representan una condición intersubjetiva necesaria para aquella relación positiva de los sujetos con su identidad que cabe entender como “autorrespeto” (Honneth, 2010, p. 192). Por lo mismo, las vulneraciones de derechos representan situaciones de injusticia social que al mismo tiempo lesionan la imagen que po­seen los individuos sobre el valor moral de su propia voluntad y, por esa vía, restringen sus posibilidades de autorrealización.

Otro modelo de interpretación sobre el problema de la autorrealización se perfila en la obra de Honneth a partir de El derecho de la libertad (2011). En este marco, una idea ética acerca de la democracia se deja reco­nocer a partir de su propósito de distinguir entre tres concepciones de la libertad que tendrían expresión en distintas prácticas y rutinas de acción propias de las sociedades modernas (Honneth, 2011).

La primera —la libertad “negativa”— asocia la libertad con la ausencia de interferencias externas sobre la voluntad, encontrando su expresión institucional en el reconocimiento de distintos derechos individuales. La segunda —la libertad “reflexiva”— alude a una idea de “autolegislación” (Selbstgesetzung) de la volun­tad, ya sea entendida en su sentido moral como “autodeterminación” (Selbstbestimmung) o ético en tanto “autorrealización” (Selbstverwirklichung). Este último ideal —el cual Honneth (2011) detalla en términos de una búsqueda de “articulación de los verdaderos o auténticos deseos” (p. 62)— requiere ser distinguido, no obstante, de aquella otra forma de autorrealización cuya condición de posibilidad recién se encuentra en las prácticas éticas de reconocimiento específicas de una tercera concepción de la libertad: la libertad “social”.

En efecto, esta concepción “social” de la libertad propuesta por Honneth recoge distintos aspectos re­levantes a propósito del problema de la autorrealización y su vínculo ético con la democracia. En primer lugar, su carácter “social” describe el hecho de que se trata de una forma de libertad que solo es posible alcanzar en el contexto de prácticas intersubjetivas de reconocimiento, pues su contenido ético consiste en una “complementariedad necesaria” (Ergänzungsbedürftikeit) entre distintos fines individuales. Esto es, se trata de prácticas cuyo significado radica en que los deseos y fines de otro ya no son vistos como un límite o impedimento, sino como la condición que habilita el ejercicio de la propia libertad (Honneth, 2011). En otras palabras, es solo en este contexto que el ideal de autorrealización deja de ser visto de manera puramente monológica (en tanto búsqueda de realización de los propios deseos, tal como aparece desde el punto de vista de la “libertad reflexiva”), para ser considerado de modo intersubjetivo o social. En este sentido descri­be Honneth las distintas esferas de acción que contempla la teoría de la eticidad hegeliana: “Cada esfera debe contener […] una cierta cantidad de oportunidades de vida que razonablemente puedan ser compren­didas como objetivos de autorrealización” (Honneth, 2001, p. 80).

La esfera del “amor” se ofrece aquí como un ejemplo especialmente ilustrativo. En las relaciones afec­tivas precisamente tendría lugar una forma de autorrealización que no es comprensible desde un punto de vista monológico, pues su sentido ético resulta indisociable de un “recíproco interés en el bienestar del otro” (Honneth, 2011, p. 246). No obstante, sería errado suponer que únicamente las prácticas sociales relativas al “amor” encarnan una oportunidad de autorrealización. Por el contrario, con la idea de “eticidad democráti­ca”, Honneth busca precisamente delinear un conjunto de prácticas de reconocimiento intersubjetivo cuyo sentido ético último radica en hacer posible distintas formas de autorrealización.

Este propósito se encuentra en el núcleo de la comprensión ética acerca de la democracia que puede encontrarse en la obra de Honneth desde entonces. Al comprender la formación de la voluntad política de­mocrática como una esfera de autorrealización intersubjetiva o “libertad social” su visión se aleja, por tanto, de su lectura como un juego de competencia y compromiso entre intereses particulares. Por el contrario, la democracia en su sentido ético supone comprender la esfera pública como un espacio genuinamente intersubjetivo, donde en vez de meramente realizar sus preferencias o intereses ya dados, los individuos —a través de “asumir recíprocamente los roles de hablante y oyente” — se orientan de manera cooperativa hacia “clarificar y realizar las propias intenciones políticas sin restricciones” (Honneth, 2011, p. 500). En otras pala­bras, el contenido ético de la democracia radica en hacer posible una experiencia de “cooperación reflexiva” en torno a los fines de la vida colectiva (Honneth, 2018, p. 281).

Esta comprensión ética implica, no obstante, también alejarse del modelo deliberativo. Pues si bien este último destaca las prácticas de argumentación y discusión racional que tienen lugar en la esfera pública, dejaría fuera de consideración el hecho de que aquellas se basan en experiencias éticas situada más allá del campo estrictamente político. Desde aquí se comprende el foco de interés más reciente de Honneth orientado a explorar las condiciones que habilitan o entorpecen la formación de disposiciones éticas de relevancia para la democracia en ámbitos descuidados por las teorías hoy dominantes, como son la escuela o el mundo del trabajo (Honneth, 2023). Solo en la medida que estos ámbitos también puedan ser vividos en condiciones de reconocimiento recíproco, los individuos desarrollan aquellas disposiciones que los habili­tan para participar sin restricciones en los procesos éticos de formación cooperativa de la voluntad política que definen a la experiencia de la democracia.

Democracia y resonancia

La teoría de la resonancia de Hartmut Rosa es otro de los aportes más relevantes de la discusión contem­poránea de la Escuela de Frankfurt, fuertemente influenciada también por el giro ético que Honneth imprime a la teoría social y política de Jürgen Habermas. En efecto, la teoría crítica de Rosa se enmarca en lo que Honneth (2007) ha distinguido como una crítica de las patologías sociales éticamente orientada, distinta de las críticas de la injusticia moralmente orientadas como sería la ética discursiva de Habermas.

Por un lado, Rosa recoge de la concepción del “reconocimiento” de Honneth la dinámica inmanente de afección y respuesta, pues la resonancia es concebida desde su teoría como una pulsión precognitiva que orienta el deseo de los sujetos de manera constitutiva, en un modo análogo a como la búsqueda por el re­conocimiento impulsa el aprendizaje normativo de la especie. Por otro, Rosa desemboca en este concepto como una respuesta a la experiencia de “alienación” que, en un primer momento de su investigación, perfila como consecuencia de su diagnóstico de la modernidad en clave de un proceso progresivo de aceleración cultural e institucional (Gros, 2019). De acuerdo con esta lectura, la principal fuente de las patologías expe­rimentadas en la época moderna se debe a la forma en que se reproduce institucionalmente su sistema social, a saber, su dependencia de una “estabilización dinámica” (Rosa, 2019; Gros, 2021): “Una sociedad es posible de ser catalogada como moderna cuando solo puede estabilizarse dinámicamente, es decir, cuando depende sistemáticamente del crecimiento, la innovación y la aceleración para mantener y reproducir su es­tructura” (Rosa, 2019, p. 73).

Bajo este concepto, Rosa (2013) entiende que en la modernidad impera un mandato de producción es- calatoria en que los distintos dominios institucionales deben producir cada vez más resultados positivos para conservarse: en la economía es más riqueza, en la ciencia es más conocimiento, y en el poder político se trataría de promesas de incremento (mejores jubilaciones, más viviendas, más puestos de trabajo, mayor seguridad, entre otras). Sin embargo, aunque el imperativo sea el de producir cada vez más, con el objetivo de poner cada vez más mundo al alcance, lo cierto es que el efecto contrario es el experimentado: el mundo se siente progresivamente más incontrolable y ajeno (Rosa, 2020).

A partir de este diagnóstico sobre la modernidad, Rosa elabora entonces el concepto de “resonancia”, profundizando en el énfasis crítico-normativo de una concepción ético-formal acerca de la vida buena, alejándose de un concepto moral de justicia. Considera que la concepción de justicia predominante en la discusión contemporánea, claramente visible en la filosofía política de John Rawls, estaría marcada por una fijación en la dotación y el reparto de determinados recursos (Rosa, 2017). Ahora bien, a diferencia de Honneth —que, como vimos, siguiendo a Hegel interpreta la justicia en términos de las condiciones sociales que hacen posible la autorrealización o la vida buena—, Rosa enfatiza todavía más la dimensión afectiva de las disposiciones éticas que hacen posibles tales condiciones:

La crítica apunta entonces a lograr condiciones que les permitan a los sujetos conformar y mantener ejes constitutivos de resonancia, ejes que posibiliten experiencias recurrentes de resonancia (mo­mentáneas, procesuales y transformadoras) y, de esta manera, una asimilación transformadora del mundo. En contraste, son criticables aquellas condiciones sociales que coercionan o inducen a los sujetos a adoptar la disposición a entablar relaciones reificantes y alienadas con el mundo (Rosa, 2019, p. 577).

La vida buena que concibe Rosa se enfoca asíen la posibilidad del cultivo de una experiencia con el mun­do que sea distinta de la “alienación”, en la cual el mundo se siente como algo hostil o indiferente, que no responde a la voluntad subjetiva. No obstante, tampoco se trata de hacerlo controlable y enteramente res­ponsivo aniquilando su independencia, reificándolo, sino de vibrar con el mundo de una manera que se ase­meja al “amor”, tal como es concebido en la formulación hegeliana de un “ser sí mismo en otro” (Honneth, 2011, p. 85), en el sentido de remitir a un tipo de vínculo en que ambas partes retienen tanto el vínculo mismo con la otra parte como su propia autonomía. Buscando capturar ese espíritu, Rosa (2019) distingue cuatro características de una experiencia resonante con el mundo:

  1. Ser afectado: se trata de la experiencia en que la intimidad subjetiva es tocada, movida, llamada, ya sea por una persona, un objeto, una idea, un paisaje, una actividad, una forma de otredad en general. El in­terés que surge por ello no es instrumental, no es un medio para otra cosa (para capitalizar en términos económicos o de prestigio, por ejemplo), sino que es un fin en sí mismo (Rosa, 2020; Gros, 2019).

  2. Auto-eficacia: al mismo tiempo, esta sensación de afectación es seguida de una respuesta activa. Se trata de que la propia actividad es eficaz en el sentido de que es posible, efectivamente, alcanzar a la otra parte y afectarla, lo que no debe ser confundido con una eficacia instrumental de imponer la propia voluntad al mundo u otro (Gros, 2019). De modo interesante, Rosa sostiene que esta capacidad de sentir que el mundo puede ser movido por la propia actividad, en particular, por la voz propia, constituye una de las promesas de la democracia cuando es practicada “en un modo de escuchar y responder más que de gritar y declarar tabúes” (Rosa, 2020, p. 33).

  3. Asimilación transformadora: en esta relación de afectación y respuesta recíproca, ambas partes de la re­lación resultan transformadas por el encuentro. En este sentido, no se trata de una apropiación unilateral en que uno de los dos términos del vínculo domina o posee al otro —como suele suceder con la noción de apropiación en el contexto del consumo de una mercancía o servicio—, sino que ese otro retiene su propia independencia y capacidad para transformarse y responder autónomamente (Gros, 2019). Que ambas partes retengan su independencia, quiere decir que no están enteramente abiertas y dispuestas a su otro, pero tampoco están cerradas, pues se afectan recíprocamente (Rosa, 2020).

  4. Incontrolabilidad/indisponibilidad: finalmente, que la resonancia sea constitutivamente indisponible o in­controlable [unverfügbarkeit] quiere decir que siempre es posible que nazca en condiciones de aliena­ción, o bien, que la búsqueda de una experiencia resonante acabe por volverse alienada o reificada. No se pueden usar fórmulas, métodos, ni ingenierías de la experiencia resonante (tanto para impedirla como para garantizarla). En el mismo sentido, la resonancia tampoco puede ser conducida hacia un resultado en particular, ni tampoco puede ser anticipado el resultado de un proceso resonante, debido a que la apertura al encuentro con la otredad implica la permanente posibilidad de una transformación, cuya di­rección es indeterminada (Rosa, 2020). Ahora bien, esta indeterminación no quiere decir que no pueden mediarse condiciones que hacen más o menos favorable su aparición. De hecho, una teoría crítica de la resonancia está orientada a las condiciones sociales que la hacen viable (Rosa, 2019).

De este modo, Rosa (2019) perfila su propia concepción ética acerca de la democracia. Aquello que ca­racteriza lo que sería un genuino espíritu democrático, a diferencia de la democracia como es usualmente entendida en el liberalismo, a saber, como un instrumento de individuos con miedo, recíprocamente hostiles entre sí y que buscan imponer o defender sus propios intereses, es que la esfera política pueda ser experi­mentada como un lugar que otorga “una voz a cada individuo y lo vuelve audible” (p. 280), de tal manera que el orden social y político sea sentido como expresión de una polifonía de voces.

Si bien este ideal se asemeja a la idea habermasiana de deliberación, en la medida que implica algo más que una negociación de intereses contrapuestos, para la concepción resonante de la democracia tal resulta todavía insuficiente: “este concepto es unilateralmente cognitivista y en cierto modo 'descorporeizado', des- estetizado y desemocionalizado, le faltan las cualidades 'viscerales', corporales y sensoriales implícitas en el concepto de voz, que son muy importantes para comprender el acontecer democrático” (Rosa, 2019, p. 281).

Como ya ocurre con otras críticas en clave ética a la concepción deliberativa y procedimental de Habermas, la diferencia crucial radica en el ámbito de las disposiciones afectivas (Lossigio, 2020). Cuando la democracia es considerada como un instrumento, o bien, como la solución práctico-funcional a un con­flicto de escala antropológica (si hacemos caso de las hipótesis de los teóricos del contrato, especialmente de Hobbes), las relaciones sociales aparecen marcadas por la competencia y la hostilidad, donde la otra persona es un límite o una amenaza a la libertad propia. Por el contrario, la democracia entendida de manera resonante supondría que la otredad no es un límite para el individuo, sino que su condición de posibilidad y de realización (Rosa, 2019).

En efecto, de un modo afín a la crítica que realizara Benhabib (1990), Rosa destaca con su concepción la dimensión afectiva que sensibiliza o llama a los sujetos y permite encarnar las prácticas democráticas en costumbres éticas e instituciones. En su crítica al modelo deliberativo habermasiano, Benhabib (1990) sos­tiene que la realización efectiva del procedimentalismo implica la formación de una disposición al procedi­miento, y, por lo tanto, el fomento de valores particulares, aun cuando se trate de la valoración de lo universal e imparcial. De este modo, más que garantizar acuerdos racionales mediante un procedimiento formal, sería más relevante el cuidado y fomento de disposiciones éticas que dispongan a los sujetos a comunicarse de manera genuina y racional. Así, siguiendo la crítica realizada por las éticas del cuidado, se vuelve claro que los sujetos no nacen racionales, sino que la racionalidad comunicativa es adquirida a lo largo de su forma­ción [bildung]: “El énfasis ahora recae menos en el acuerdo racional que en el mantenimiento de aquellas prácticas normativas y relaciones morales en las que el acuerdo racionalmente alcanzado pueda florecer y continuar como forma de vida” (Benhabib, 1990, p. 346).

Precisamente, uno de los elementos novedosos de la resonancia es que requiere de un momento de afectación, de ser tocado o movido por algo o alguien en el mundo. En ese sentido, la disposición a la delibe­ración genuina en un sujeto nace del ser afectado de una manera resonante por una otredad, especialmente en la etapa formativa. En última instancia, el objetivo sería realizar efectivamente a una escala estructural, la disposición a la racionalidad comunicativa, a la deliberación genuina, o al entendimiento con el otro, más que el logro de consensos o de negociaciones en los que la propia voluntad busca ser impuesta y maximizada. Sostiene así Rosa (2019): “Democracia ya no significa solo y en primer lugar la negociación y el debate de pretensiones (de derecho) y conflictos de interés, sino un proceso de sensibilización para la diversidad de voces en cuanto perspectivas, formas de existencia y relaciones con el mundo” (pp. 281-282).

Con todo, la concepción resonante de la democracia no es un simple pacifismo sin conflictos, ni tampoco una afirmación de la identidad de un grupo particular que resuena entre sí a costa de otros, pues el momen­to agonal de la democracia ha de caracterizarse como una “contradicción sonante” (Rosa, 2019, p. 283). La resonancia debe ser concebida, por tanto, no como una simple consonancia o eco, puesto que da cabida a la diferencia, a la posibilidad del disenso o la disonancia:

En su acentuación de la contradicción, la visceralidad y la diversidad de voces, tiende a la concepción disociativa; pero en la idea de la armonía y la relación de respuesta conmocionante, incluye la visión asociativa y republicana de la acción conjunta, así como la idea de la asimilación transformadora y productiva de las esferas públicas y las instituciones (Rosa, 2019, p. 283).

En este sentido, ha de existir una deliberación genuina en el sentido de una apertura a transformarse en la interacción con una otredad en tanto que otredad. Esto marca una diferencia no solo con la disposición negociadora, en la que el acento en la disonancia cancela las posibilidades de encuentro genuino con la otredad, sino que también con las formas fascistas y totalitarias que pueden asumir aquellas formas de po­lítica que acentúan el eco de una identidad que busca silenciar e imponerse frente a una otredad. En este mismo sentido es que Rosa (2019) interpreta el nacionalsocialismo como una forma de política totalmente repulsiva y alienada, caracterizada como una “cámara de eco” (p. 284):

No se basa en el unísono, la armonía o la coincidencia: todo lo contrario. Como argumenté, la reso­nancia no debe confundirse con la consonancia, sino que contiene y exige la disonancia, en el sentido de la contradicción. Sin contradicción, no puede desarrollarse la voz propia ni escucharse otra voz; sin contradicción, son impensables la asimilación transformadora y la transformación como procesos medulares de la relación resonante. La resonancia significa un encuentro con un otro en cuanto otro, no la fusión en una unidad (Rosa, 2019, p. 572).

Como la resonancia implica indisponibilidad, siempre está latente la posibilidad de la alienación, lo que se traduce en el caso de la política como la posibilidad de la disonancia o el disenso, y en consecuencia, las disposiciones éticas que promovería una democracia resonante no buscarían evitar o reprimir el conflicto, sino que permitirían una forma no patológica y no reificante de procesarlo. Quizás en un sentido semejante al de “adversario legítimo” concebido por Chantal Mouffe (2010), pero con la diferencia de que se reconoce explícitamente el aspecto ético allí implicado, distanciándose de la concepción principalmente instrumental e incluso bélica que se tiene del adversario y del escenario político.

Conclusiones

La reconstrucción que aquí hemos elaborado acerca de las perspectivas de Honneth y Rosa permite apreciar con claridad la importancia que atribuyen a la ética en relación con el problema de la democracia. No obstan­te, en línea con la tradición de una crítica inmanente en la cual ambos se inspiran como legado de la Escuela de Frankfurt (Stahl, 2021), esta rehabilitación de la ética no se formula simplemente a modo de un ideal exter­no frente al cual las instituciones y prácticas de una sociedad democrática debiesen ser sometidas a evalua­ción. Por el contrario, en ambas aproximaciones se aprecia que ciertos componentes éticos son vistos como centrales o constitutivos de un tipo de experiencia que definiría a la democracia y cuya comprensión exigiría ir más allá de los modelos hoy dominantes (competencia de intereses, deliberación, agonismo).

Este es el principal motivo por el cual hemos sugerido la tesis de la democracia en tanto experiencia ética como un punto en común entre ambas aproximaciones. Sin embargo, aun cuando ambos planteamientos rehabilitan el significado de la ética para una teoría de la democracia, se advierten también algunas diferen­cias relevantes de subrayar a modo de conclusión.

En primer lugar, es claro que ambas teorías se sitúan en una comprensión ética del proceso por el cual surgen las disposiciones morales, distinto de un punto de vista deontológico concernido solo por la validez de las normas, acentuando así el rol que desempeñan ciertos impulsos precognitivos —anhelos de reco­nocimiento o resonancia— en la realización efectiva de prácticas y costumbres que expresen los ideales democráticos. Por lo mismo, la idea de un “giro ético” se manifiesta aquí en el propósito de una reconcilia­ción entre el universalismo moral y el contextualismo ético más cercana a la noción de “eticidad” hegeliana (Sittlichkeit) que a la ética del discurso. No obstante, esta consideración también se realiza desde lugares distintos en cada caso.

En el caso de Honneth, la gramática intersubjetiva del reconocimiento alienta a la subjetividad a expre­sarse de manera creciente en prácticas e instituciones, de tal manera que la esfera democrática es vista como un momento de reflexividad cooperativa de una forma de vida en torno al significado de sus propias normas. La disposición ética a participar de la deliberación racional y libre de coacción surge así de una inte­gración exitosa en distintas esferas de la vida ética, tales como la familia, la escuela o el mercado de trabajo. Sin embargo, tal disposición se genera no solo de un modo que responda a criterios ideales, sino que de manera decisiva a partir de las lesiones morales (experiencias de menosprecio) que se padecen en relación con las expectativas de reconocimiento históricamente alcanzadas.

De este modo, en el planteamiento de Honneth, la concepción deliberativa deja de ser concebida en tér­minos puramente cognitivos y abstractos, subrayando los motivos éticos y afectivos de los cuales emanan los conflictos en torno al reconocimiento, siendo tales luchas determinantes de los aprendizajes morales que definen a una sociedad democrática. Su perspectiva incorpora así un motivo central de los modelos agonistas (la centralidad del conflicto entendido ahora como lucha por el reconocimiento), pero a su vez se distancia de estos en la medida que tales conflictos son leídos desde la óptica de la realización de principios éticos inscritos en las expectativas de reconocimiento históricamente alcanzadas y no simplemente como expresión de una pugna por el poder y la hegemonía.

De modo análogo, en el caso de Rosa, su concepción resonante de la democracia imprime otro tipo de giro ético a la concepción deliberativa habermasiana. Desde su punto de vista, el tipo de interacción comuni­cativa y no estratégica que Habermas sugiere como ideal regulativo, se realiza ya no en tanto logre abstraer­se de los afectos, el cuerpo o la ética, sino en la medida que estos encarnan aquel ideal de comunicación y no negociación, dando lugar tanto a la dimensión agonal propia del momento disonante e indisponible de la resonancia, como a la dimensión asociativa, expresiva del momento consonante y responsivo de la misma.

De esta manera, la democracia en términos de resonancia supone una comprensión ética de los apren­dizajes que la hacen posible, así como de los vínculos de encuentro y desencuentro que supone al ser en­tendida como una polifonía de voces. Con ello, también desde la teoría de la resonancia se perfila un ideal ético de democracia deliberativa que supera los déficits de comprensión del lugar de los afectos propios de la versión habermasiana, a la vez que se distancia del modelo liberal que supone una relación hostil entre las personas y advierte sobre los riesgos del totalitarismo entendido como totalización de una concepción particular del bien que aniquila toda disonancia en una cámara de eco.

Por otro lado, es posible señalar que, a diferencia de la teoría de Honneth, la democracia no desempeña un papel tan central en la reflexión de Rosa, pues, si desde el lado de Honneth la reflexión axiológica y polí­tica sobre la democracia está sistemáticamente anclada en su teoría del reconocimiento, desde el lado de Rosa tal ocupa un lugar más bien periférico y reciente, como parte del desarrollo de su concepción crítico- emancipadora de la resonancia. Efectivamente, para Honneth la esfera de la democracia representa una de las tres grandes dimensiones que definen la libertad en la época moderna, mientras que para Rosa es más bien un subcomponente de lo que en su lectura son los ejes de resonancia horizontales.

En otras palabras, la teoría de Rosa hasta el momento no se ha planteado contribuir de manera directa con una reflexión sistemática sobre la democracia, y en particular en su Resonancia (2019), el foco está más bien en desarrollar una teoría crítica de las condiciones sociales que hacen posible una vida buena. De igual manera, en lugar de una relacionalidad eminentemente intersubjetiva como la que Honneth busca en la filo­sofía de Hegel, la teoría de Rosa parece apuntar a una forma más ontológica o sustancial de relacionalidad: en lugar de una relación con otros se trataría de lo otro en general.

De este modo, si bien Rosa (2019) dedica unas páginas a reflexionar sobre la democracia, tal como re­conoce en el epílogo de su libro, el lugar de la lucha política y el poder es desplazado a un lugar más bien periférico. Su explícita intención de distinguir la concepción del reconocimiento de la resonancia, debido a su naturaleza indisponible o incontrolable que haría inconsecuente luchar por la resonancia o querer for­zarla, a diferencia de una lucha por el reconocimiento que ve Honneth en la forma de exigencias de dere­chos o reclamos de valoración social, se vuelve controvertido cómo es que deben pensarse desde Rosa las relaciones de poder y dominación. Como ya hemos notado, Rosa pareciera ofrecer una concepción de la democracia capaz de darle lugar tanto al momento más deliberativo y asociativo, como al momento más agonal de la política, siempre y cuando estos se enmarquen en una disposición ‘resonante’, lo que podría simplemente repetir las aporías del procedimentalismo habermasiano, pero ahora desde un punto de vista eminentemente ético.

En definitiva, ambas teorías pueden ser ubicadas en lugares particulares en el contexto de la oposición hoy dominante entre teorías deliberativas y agonistas de la democracia. Por un lado, ambas conservan cier­tos aspectos de la concepción comunicativa de Habermas, al mismo tiempo que se alejan de su abstinencia ética heredada del liberalismo. Se aproximan así a concepciones agonales en la medida en que dan más lugar a los motivos de la disonancia, los conflictos y la resistencia. No obstante, tampoco se identifican con las filosofías posfundacionales de la diferencia que están a la base de tales concepciones. Por el contrario, tanto Honneth como Rosa revitalizan —por distintas vías— la tradición de una crítica inmanente, entendida como aquella que rastrea en las propias dinámicas y conflictos de la vida social los principios éticos que sirven de referencia para una teoría de la democracia.

Referencias bibliográficas