Política, religión y fundación en Maquiavelo. Una lectura a partir de los orígenes de Roma
Politics, Religion and Foundation in Machiavelli. A Reading from the Origins of Rome
Agustín Volco
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Resumen El presente artículo se propone examinar el tratamiento que da Maquiavelo a la religión de los Romanos. Esta cuestión, argumentaremos, resulta fundamental para dilucidar el modo en que se establece la relación entre religión, fundación y política en la obra del secretario florentino. Para llevar a cabo esta tarea, comenzaremos en la primera sección analizando los capítulos dedicados a la religión de los romanos en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio con el propósito de contrastar las afirmaciones allí realizadas con afirmaciones sobre el fenómeno religioso en otros fragmentos de la obra. Nos importará en especial revisar la comprensión que Maquiavelo expresa de la relación entre el fenómeno de la creencia y la obediencia del pueblo. En la segunda sección nos ocuparemos de enfrentar la pregunta acerca del modo en que es posible interpretar la escritura maquiaveliana, con especial énfasis en el problema de cómo dar sentido a las recurrentes contradicciones que presenta el texto. En la tercera sección, y a modo de conclusión, presentaremos algunas reflexiones acerca del modo en que se plantea la relación entre religión y política, y las posibilidades de un pensamiento secular en el contexto moderno.
Palabras Clave Pueblo; Modernidad; Escritura; Secularismo.
Abstract This article intends to analyse the Machiavellian treatment of the Romans' religion. This is, we will argue, a fundamental issue to understand the way the relation between religion, foundation and politics is thought in Machiavelli’s work. In the first part, we will analyse the chapters of the Discourses on Livy dedicated to the roman’s religion, and contrast the statement of this section with statements on the religious phenomenon from other parts of Machiavelli’s work, paying special attention to the understanding of the relation between the phenomenon of belief and popular obedience Machiavelli expresses. In the second part, we will face the question of the way in which it is possible to interpret Machiavellian writing, with special emphasis in the problem of how to make sense of the recurrent contradictions the text presents. In the third section, and as a conclusion, we present some reflections on Machiavelli’s understanding of the relation between politics and religion, and the possibilities of a secular thought in the modern context.
Key words People; Modernity; Writing; Secularism.
Recibido received 27-11-2015
Aprobado approved 18-08-2016
Publicado published 20-12-2016
Nota del autor
Agustín Volco, Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires y Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina.
El presente trabajo se encuentra financiado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina.
Correo electrónico: agustinvolco@gmail.com
Las Torres de Lucca, Nro. 9, Julio-Diciembre 2016, pp. 285-310. ISSN-e 2255-3827.
Tanto la crítica de la religión cristiana como la importancia de la fundación han sido tópicos extensamente discutidos en la crítica de la obra maquiaveliana y reconocidos como elementos fundamentales y necesariamente relacionados de su propia enseñanza política:[1] solo mediante la destrucción de los viejos órdenes y modos de la respublica christiana contemporáneos a Maquiavelo era posible abrir el horizonte a sus propios órdenes y modos, a la fundación de un nuevo orden de reflexión acerca de los asuntos políticos. En suma, solo mediante de crítica y destrucción del orden sostenido en la religión cristiana es posible una nueva fundación.
Sin embargo, la cuestión de la relación entre religión y fundación en general, y de la religión de los romanos en particular, no ha recibido en la crítica especializada la atención de otros tópicos igualmente relevantes, pese a que, como intentaremos mostrar, resulta de enorme importancia para la comprensión del conjunto de la obra maquiaveliana.[2] Nos enfocaremos entonces en el tratamiento que Maquiavelo hace de la relación entre fundación de Roma y religión de los romanos con la intención de iluminar un aspecto central de la compleja relación entre fundación, religión y política.
La religión de los romanos
Maquiavelo trata la cuestión de la religión de los romanos por primera vez en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio en la secuencia que va del capítulo 11 al 15 del libro 1 (1531/2003, pp. 88-101). No obstante, antes de comenzar el análisis de estos capítulos, debemos prestar atención a algunas observaciones del capítulo precedente que sirven de preparación e introducción a la cuestión. Allí se hacen varias indicaciones que consideramos fundamentales para la correcta comprensión del problema. En el encabezado de Discursos (libro 1, capítulo 10) se afirma que “tanto tienen de laudable los fundadores de una república o de un reino cuanto de vituperables los de una tiranía” (1531/2003, pp. 84). Sin embargo, en las primeras líneas del capítulo se altera esta afirmación, al ponerse por encima de los fundadores de repúblicas o reinos a los fundadores de religiones, que no habían sido mencionados anteriormente:
Entre todos los hombres dignos de elogio, los que más lo merecen son quienes han sido cabezas y organizadores de religiones. Después vienen los que han fundado repúblicas o reinos. Y después de ellos son célebres quienes han ampliado su reino o el de la patria, a la cabeza de los ejércitos. (Maquiavelo, 1531/2003, p. 84).[3]
Por lo tanto resulta claro que, en virtud de esta afirmación, para Maquiavelo nadie debería ser considerado más digno de elogio que el fundador de la religión de Roma. El capítulo siguiente se ocupará precisamente de discutir si es merecedor de mayor elogio (y del título de fundador) Rómulo o Numa; es decir, continúa la discusión de esta misma cuestión enfocando en el caso específico de la Roma pagana.
Ahora bien, antes de ocuparnos específicamente del tratamiento de la religión de los romanos que Maquiavelo realiza en Discursos (libro 1, capítulos 11-15), debemos considerar otra cuestión presentada por Maquiavelo en el capítulo anterior, y que condiciona nuestra comprensión del capítulo en cuestión: las condiciones en las que un súbdito puede hablar del poder al que se encuentra sometido. Este tema cobra una relevancia evidente e inmediata, en la medida en que ningún autor puede concebirse como exento de obediencia a una autoridad política. No es necesario señalar la importancia de la religión católica en la configuración general de la autoridad a la que el propio Maquiavelo responde y está sujeto. Maquiavelo trata de esta cuestión, entonces, antes de ocuparse, en el capítulo siguiente, de “la religión de Roma”. Allí se explicitan las dificultades que enfrenta quien quiera hablar de un poder al que se encuentra sujeto:
Que nadie se engañe por la gloria de Cesar, al oír como lo celebran, especialmente los escritores, porque quienes lo elogian están corrompidos por su fortuna atemorizados por la grandeza del imperio. Porque César, amparándose bajo su nombre, no permitía que los escritores hablaran libremente de él. Pero, si alguien quiere saber qué decían los escritores libres, debe ver cuánto dicen de Catilina [...] y que vea también con cuantos elogios celebran a Bruto porque, no pudiendo censurar a aquél por su potencia, celebran a su enemigo. (Maquiavelo, 1531/2003, p. 85).
Frente a ciertos poderes o ciertos temas delicados, o peligrosos (y el propio Maquiavelo señaló la peligrosidad de su propia empresa) es preciso usar un discurso indirecto. Frente a ciertos poderes o ciertos temas delicados, o peligrosos (y fue el propio Maquiavelo quien señaló en el proemio la peligrosidad de su propia empresa) es preciso usar un discurso indirecto (Strauss, 1978; Sfez, 2003). Aquello que no se puede decir bajo la forma de una crítica abierta, pude decirse por medio de un elogio abierto del enemigo de quien se quiere criticar. Si, como veremos, Discursos (libro 1, capítulo 11) realiza un elogio de la religión de los romanos, no resulta difícil conectar este tratamiento con la crítica encubierta de su enemigo, la religión católica. Por otro lado, en ambos casos se trata, como hemos sugerido, de la iglesia de Roma.
Sin embargo, el propio Maquiavelo, luego de mostrar esta estrategia, marca su diferencia con los escritores antiguos, al criticar, en el capítulo siguiente, a la religión católica abiertamente. Esta crítica abierta llama la atención luego de la complicada crítica encubierta anterior. Sin embargo, hay que decir que la crítica más visible es una crítica a la iglesia actual combinada con un elogio de la religiosidad en general, y de la religiosidad cristiana originaria en particular. Si la crítica más sutil afecta a la religión como tal y a su fundamento, la crítica más abierta es exclusivamente una crítica de la cristiandad mezclada con un elogio general de la religión. Una precisión adicional debe realizarse: el carácter elusivo de la escritura de Maquiavelo no obedece simplemente a su interés por evitar la censura o el castigo personal. Más bien, creemos que se trata de una estrategia de comunicación de una enseñanza política a diferentes públicos: Maquiavelo provee lo que interpretamos como una crítica directa moderada, y al mismo tiempo, una crítica mucho más radical, indirecta. Esta estrategia, a nuestro juicio, busca encubrir los aspectos más radicales de la crítica maquiaveliana (expresadas, por ejemplo, en la idea de que el diálogo con las Musas es un invento con fines políticos, y que, como tal, pone en cuestión a la religión como tal) detrás de una crítica de la religión cristiana mucho más inofensiva. En suma, Maquiavelo presenta de manera directa la crítica de una forma religiosa compensada por el elogio de otra forma religiosa, mientras que, de manera indirecta, formula una crítica de la religión como tal.
Del capítulo 11 del libro 1 de los Discursos, “De la religión de los romanos” surgen entonces varias cuestiones dignas de ser notadas, y que pueden ser leídas en conexión con las observaciones sobre el tratamiento de la religión que Maquiavelo hace en los capítulos 6 y 11 de El príncipe (1532/1995; sobre la cuestión de la religión romana ver Sullivan, 1996). En principio, el hecho de que se atribuye a Numa, sucesor de Rómulo el haber introducido la religión en Roma:
Numa encontró un pueblo ferocísimo y quiso reducirlo a la obediencia con las artes de la paz, recurriendo a la religión como algo totalmente necesario al mantenimiento de una civilidad y la instituyó de modo que, durante varios siglos, nunca hubo tanto temor de Dios como en esa república, facilitando así cualquier empresa que el Senado o aquellos grandes hombres romanos se propusieron hacer. (Maquiavelo, 1531/2003, p. 88).
Ahora bien, esta introducción de la religión por parte de Numa tiene varias implicancias para la descripción que Maquiavelo hace de Roma. Por un lado, la religión no se encuentra en el origen, no es ni la causa, ni el fundamento, ni el origen de Roma, ni un principio introducido por el fundador de Roma, sino un instrumento introducido por su sucesor, para “reducir a la obediencia con las artes de la paz” (Maquiavelo, 1531/2003, p. 89). La religión, en suma, no es, en el relato de Maquiavelo lo primero, ni lo fundamental, ya sea en sentido cronológico (es introducida por el segundo rey de la ciudad en una comunidad ya instituida en los órdenes de su fundador) como en sentido conceptual (no es un fundamento de verdad, sino un instrumento de obediencia). El problema de la fundación se presenta asi, en nuestra lectura, en un doble registro: por un lado, refiere al acto de dar inicio a una nueva comunidad política o religiosa (y en ese sentido son fundadores a la par de Rómulo tanto Moisés como Ciro y Teseo, como se afirma en El Príncipe (1532/1995, capítulo 6). Sin embargo, un segundo problema que el acto de fundación da a ver nos resulta aún más relevante: lo que podemos llamar, con Maquiavelo, el recurso a Dios como fundamento de la autoridad. Para “instituir otros órdenes civiles y militares” no es lo mismo recurrir a “la autoridad de Dios”, que prescindir de ella. En el primer caso, la autoridad del orden político no descansa simplemente en una voluntad humana de dominio, sino en una voluntad divina. En este sentido, el fundamento del orden político lleva implícito un cierto conocimiento del mundo, que puede tener una fuente natural o divina. Es en este plano que, creemos, la religión juega su papel fundamental: confiere al orden político y a su ley una cierta legitimidad. El tratamiento que Maquiavelo hace de esta cuestión específica del fundamento entendido como aquello que confiere autoridad (que se conecta con el acto de fundación, pero no se agota en él) creemos, tiende a socavar las pretensiones de legitimidad del orden político basadas en una autoridad que proviene de la voluntad de los dioses o las musas. Frente a esta posibilidad, Maquiavelo ofrece la alternativa de un orden político sostenido sobre un conocimiento natural, que, sin embargo, no deja de reconocer la potencia del discurso religioso como instancia de legitimación del orden político. En este sentido puede percibirse la ambigüedad de los efectos que la religión introduce en Roma, puesto que, si por un lado posibilita las empresas de los grandes hombres haciendo dócil al pueblo, por otro, en esta misma docilidad abrirá la puerta a la ruina de la libertad, al introducir en los hombres un temor invisible capaz de tenerlos bajo dominio (Maquiavelo, 1531/2003, libro 2, capítulo 2).
Asimismo, se declara la utilidad de la religión para mandar los ejércitos entre otras virtudes. En este punto del argumento se pone en duda si Rómulo o Numa merecen mayor agradecimiento de Roma, para dar provisoriamente el primer lugar a Numa, debido a que “donde hay religión más fácilmente pueden introducirse las armas, pero donde hay armas y no hay religión es difícil introducir esta” (Maquiavelo, 1531/2003, p. 88). Ahora bien, aún este elogio de la religión se sostiene exclusivamente en su eficacia como instrumento para la sujeción, mientras que se excluye completamente de la discusión explícita sobre la posibilidad de que las órdenes emanadas del discurso religioso provengan efectivamente de una divinidad que da su ley a los hombres.
De hecho, las órdenes legitimadas por el discurso religioso resultan eficaces al punto de que “aquellos ciudadanos a quienes el amor a la patria y a sus leyes no los retenían en Italia, fueron retenidos por un juramento al que fueron obligados [...] y todo ello había surgido solamente de la religión que Numa introdujera en la ciudad” (Maquiavelo, 1531/2003, p. 89). Allí donde las leyes humanas y el apego humano a la comunidad política carecen de eficacia, el juramento religioso mantiene su poder. Por ello, “la salvación de una república o de un reino no consiste entonces en un príncipe que gobierne prudentemente mientras viva, sino en uno que, al morir, la haya dejado bien organizada como para que se mantenga” (Maquiavelo, 1531/2003, p. 91). Aquí, entonces, Numa volvería a ganar el favor de Maquiavelo, pero no ya por haber introducido la religión, sino por haber sentado las bases para la duración de Roma.
Podemos ver entonces en este punto como todas las referencias del texto al fenómeno de la religión lo retratan como un instrumento humano para el gobierno humano. Asimismo, si hasta allí varias de las insinuaciones en las que nos hemos detenido parecen indicar que Numa parecía entonces estar por encima de Rómulo, esta posición es revertida inmediatamente después: también se afirma en el texto que
Rómulo, para organizar el senado e instituir otros órdenes civiles y militares, no necesitó la autoridad de Dios, pero Numa sí la necesitó, cuando simuló que tenía trato con una ninfa, y ella le aconsejaba qué debía aconsejarle él al pueblo. Y todo ello nacía porque quería instalar nuevos órdenes e inusitadas en la ciudad, y tenía dudas de que solamente su autoridad bastara. (Maquiavelo, 1531/2003, p. 89).
Es decir, la religión es aquello que suple las dudas de Numa sobre la suficiencia de la propia autoridad, además de ser un engaño liso y llano al pueblo. Si a Rómulo bastaba su sola autoridad para introducir órdenes civiles y militares, debe decirse que es posible, para Maquiavelo, establecer órdenes militares sin recurrir a la religión. Por otro lado, si a Rómulo bastaba su autoridad para dar leyes, Numa dudaba de ella, y por eso fingía recibir órdenes de una ninfa. Puede dudarse entonces quien, efectivamente, entre Rómulo y Numa es más virtuoso, y quien, entonces, merece el primado en la gratitud de Roma.
El tratamiento de la cuestión en estos pasajes, de todos modos, no parece resolverse definitivamente por ninguna de las dos posiciones. Luego del elogio de Rómulo, que parecía saldar la disputa, el argumento de Maquiavelo vuelve al primer argumento y repite la sugerencia de la superioridad de la religión (y por lo tanto, de Numa) debido a su capacidad para durar más allá de la duración de la vida del gobernante:
Donde falta el temor de Dios, necesariamente el reino se arruina o es sostenido por el temor a un príncipe que suplirá los defectos de la religión. Y como los príncipes son de breve vida, sucede que ese reino caerá pronto, en cuanto falte su virtud, de donde nace que los reinos que dependen solamente de la virtud de un hombre duran poco. (Maquiavelo, 1531/2003, p. 90).
El apego del pueblo a la religión supone entonces una virtud no personal que permite al cuerpo político durar más allá de la vida individual del príncipe. En cierto sentido, el temor de Dios, más difuso que el temor personal a un príncipe, tiene también mayor arraigo en la mentalidad popular. Sin embargo, si allí parece no resolverse la cuestión, ocho capítulos más adelante la disputa se zanja de manera tajante: la religión de Numa no solo no parece ser suficiente para mantener el poder, sino que su actitud supone una entrega del destino del reino a la fortuna antes que a la virtud:
Todos los príncipes que están al frente de un Estado deben tomar ejemplo de esto: quien se parezca a Numa, lo conservará o no lo conservará, según los tiempos o la fortuna que le toquen, pero quien se parezca a Rómulo y, como él, esté provisto de prudencia y de armas, lo conservará siempre, si no le es arrebatado por una obstinada y excesiva fuerza. (Maquiavelo, 1531/2003, p. 113).
Así, el juicio que parecía haberse presentado en Discursos (libro 1, capítulo 11) acerca de la superioridad de Numa resulta completamente revertido en el capítulo 19, donde la paz disfrutada por Numa se debió a la virtud precedente de Rómulo, pero que el propio Numa no fue capaz de mantener. Si Roma se mantuvo fue gracias a que la virtud de Rómulo, olvidada por Numa fue recuperara por sus sucesores: Tulo “que, por su ferocidad, retomó la reputación de Rómulo” y Anco, quien, al ver que “los vecinos lo juzgaban afeminado y entonces lo estimaban poco [...] pensó que, si quería mantener Roma, era necesario ir a la guerra, y parecerse a Rómulo y no a Numa” (Maquiavelo, 1531/2003, p. 113).
En virtud de estas observaciones puede comprenderse la declaración que hace Maquiavelo, no ya circunscripta al caso de la religión romana, sino bajo la forma de una máxima general, y que ilustra la comprensión de la relación entre religión y fundación de una comunidad política:
Realmente, nunca ha habido un organizador de leyes extraordinarias para un pueblo que no recurriera a Dios, porque de otro modo esas leyes no serían aceptadas, en cuanto son muchas las cosas buenas conocidas por un prudente, que en sí no tiene razones evidentes como para poder persuadir a los otros. Por eso, los hombres sabios que quieren eliminar esta dificultad, recurren a Dios. Maravillado el pueblo romano de la bondad y la prudencia de Numa (es decir, maravillado por las virtudes de un hombre, no por los atributos de un Dios), cedía ante toda decisión suya. (Maquiavelo, 1531/2003, pp. 89-90).
En pocos fragmentos de la obra maquiaveliana se afirma con tanta claridad el carácter humano, y necesariamente humano, de la religión, y el modo en que esta revela, al ser interrogada juiciosamente (cf. Lynch, 2006), su politicidad última.[4] La apelación a Dios, afirma Maquiavelo, es la forma en la que hombres sabios eliminaron una dificultad fundamental: un hombre prudente no posee razones evidentes para persuadir a los otros de que deben obedecer.
El tratamiento de esta cuestión continúa en el capítulo 12 del libro I. Allí, en paralelo a un elogio de la religión cristiana originaria[5] se realiza un análisis aún más destructivo del fenómeno religioso como tal: se sostiene, en primer lugar, el uso de la religión como instrumento de obediencia de los grandes para mantener al pueblo bajo su dominio, y, en segundo lugar, el uso de la autoridad de los milagros para sostener esta obediencia. El extravío del sentimiento de religiosidad de los romanos no se debe ya a la corrupción en sentido genérico, sino al uso de los oráculos a favor de los poderosos, es decir, a la puesta de oráculos, adivinos y sacrificios al servicio de la dominación de los grandes sobre el pueblo:
La vida de la religión gentil estaba fundada en las respuestas de los oráculos y en la secta de los adivinos [...] de ello nacían los templos, los sacrificios, las súplicas y cualquier otra ceremonia de veneración y por eso el oráculo de Delos, el templo de Júpiter Amón y otros célebres oráculos llenaban el mundo de admiración y devoción. Y, cuando estos comenzaron después a hablar a gusto de los poderosos, y esta falsedad fue descubierta por los pueblos, los hombres empezaron a volverse incrédulos y capaces de perturbar todo orden bueno. (Maquiavelo, 1531/2003, p. 92).
Una vez establecida esta crítica a los augurios (aceptable incluso para algunos cristianos, podríamos decir) se avanza en una crítica aún más profunda, que conecta la cuestión del discurso religioso con la de la dominación del pueblo por parte de los grandes: bajo la forma de un consejo a los príncipes para mantener el poder, se declara abiertamente el carácter falso de los milagros, y el uso manipulatorio que hombres sabios hacen de ellos;[6]
Los príncipes de una república o de un reino deben mantener los fundamentos de su religión y, de ese modo, les resultará fácil mantener su república religiosa y, por lo tanto, buena y unida. Y deben favorecer y acrecentar todas las cosas a favor de ellas aunque las juzgaran falsas, y tanto más cuanto más prudentes sabedores de las cosas naturales. Y como este modo ha sido observado por los hombres sabios, de allí ha nacido la autoridad de los milagros que se celebran en las religiones, aunque falsos, porque los prudentes los agrandan, de cualquier origen hayan nacido, y con su autoridad los hacen dignos de fe para cualquiera. De esos milagros hubo muchos en Roma. (Maquiavelo, 1531/2003, p. 93).
Es preciso notar que cuando Maquiavelo habla de “esos milagros” de los que “hubo muchos en Roma”, refiere a las falsedades acrecentadas por hombres sabios. Este fragmento nos plantea una cuestión de gran interés para la interpretación de la obra de Maquiavelo: ¿qué es el saber acerca de las cosas naturales? El conocimiento natural tal como lo interpretamos en Maquiavelo, es mucho más un conocimiento de lo cambiante que de lo inmutable o lo regido por leyes invariables. En ese sentido, conocimiento natural no supone el acceso a la verdad o a un conocimiento cierto de las cosas (humanas o divinas) sino el uso de la capacidad de razonar que nos conduce a la conciencia de nuestra incertidumbre sobre estas cuestiones. En ese sentido, conocimiento natural no significaría estar en posesión de la verdad acerca de las cosas naturales, sino tener la capacidad de razonar acerca de ellas sin el auxilio de un poder exterior al hombre (ya sea bajo la forma de la adivinación, la revelación, o cualquier otra que suponga que el conocimiento depende de la asistencia que la razón recibe desde fuera). En este punto se hace visible que no se trata aquí simplemente de un problema de conocimiento o de creencia, sino de un problema político vinculado a la estabilidad del orden. A esto nos referimos con el problema de fundamento, en el sentido preciso de aquello en que se apoya y que da legitimidad a un orden.
Ahora bien, junto con la admisión de la falsedad de los milagros, se admite su importancia política. La religión posee un poder que parece ser superior al de los poderes civiles, y revela, más allá de su estatuto de saber verdadero o falso, su posición central a la hora de pensar los nuevos órdenes. Sobre este tema Maquiavelo deja en suspenso una cuestión de no poca importancia: por un lado de afirma la superioridad de Numa en virtud de su carácter de fundador de la religión de los romanos, por otro, sin embargo, resulta extraño e inverosímil proponer a Numa como fundador de Roma, no solo porque es el sucesor de Rómulo, sino porque el propio Rómulo dio forma a muchos de los órdenes civiles y militares fundamentales de la ciudad (milicia, senado, etc.). El modo en que es presentada la cuestión por Maquiavelo nos hace pensar que el argumento a favor de Numa como fundador parece llamativamente débil, y, con él, el argumento mismo que hace de la religión el fundamento de la ley de la ciudad resulta debilitado.
Escritura e interpretación: el tratamiento maquiaveliano del fenómeno religioso
¿Cómo interpretar entonces las idas y vueltas del argumento de Maquiavelo sobre la fundación de Roma y sobre el papel de la religión en ella? Maquiavelo parece negar y afirmar alternativamente la importancia de la religión como fundamento de la ley,[7] al mismo tiempo que parece elogiar al paganismo y al cristianismo alternativamente, así como oscilar entre asignar el honor de la fundación a Rómulo y a Numa. En esta modalidad de exposición no hay, a nuestro criterio, contradicción o descuido, sino estrategia. Por un lado, como mencionamos, cada crítica resulta más aceptable en la medida en que parece presentarse como un elogio de su contrario; y al mismo tiempo, permite avanzar una crítica aún más radical, indirecta, de la religión como tal. Así, la crítica del cristianismo contemporáneo se presenta fundamentalmente como elogio del cristianismo antiguo y del paganismo, la posición del fundador se ve recubierta de incertidumbre, y con ella, los principios que sirven de fundamento a la fundación. Por otro lado, y más fundamentalmente, a través del tratamiento de la religión pagana se produce una crítica aún más profunda del fundamento religioso de las autoridades políticas, aunque tampoco esta se hace de modo explícito. En el movimiento que opone primero a la religión cristiana al paganismo, y luego la religión cristiana contemporánea a su forma original (es decir, el movimiento que opone una forma religiosa particular a otra), así como en la discusión sobre si Rómulo o Numa merecen el nombre de fundador de Roma, lo que se presenta de manera subrepticia es, a nuestro juicio, la ausencia de fundamento mismo de la religión como soporte de la autoridad política, no ya de esta o aquella religión particular. En ese sentido, consideramos que Maquiavelo no puede ser considerado ni un adherente a los valores los valores de un paganismo renacido (Hulliung, 2014), ni una suerte de cristiano enemigo de la iglesia católica (De Grazia, 1994), ni un creyente en “el Dios del cristianismo republicano florentino” (Viroli, 2010, p. 61), es decir, un partidario de la religión civil tal como se presentaba en los ambientes humanistas de la época (Rèndina, 1998; Rahe, 2008). En contraste con estas lecturas, que insisten en interpretar los pasajes en los que Maquiavelo parece hacer un elogio de diversas formas religiosas como expresiones de un creyente, nosotros vemos en él un crítico del fenómeno religioso como tal. Este trabajo de erosión de las certezas provistas por los saberes tradicionales (concomitante con el trabajo de erosión de la autoridad que de ellas se deriva) es un primer efecto de la lectura; la perplejidad e incertidumbre que induce en el lector la enseñanza maquiaveliana es, en cierta medida, un aspecto fundamental de la enseñanza maquiaveliana misma. Y es esta enseñanza, conducida no ya a través de declaraciones explícitas, sino a través del trabajo de puesta en relación entre declaraciones explícitas contradictorias del propio Maquiavelo la que permite, a su vez, sugerir una explicación de la notable variedad de interpretaciones diversas que se han dado de la posición de Maquiavelo sobre este asunto.
Esta crítica no supone, sin embargo, la negación de la importancia de la religión para la vida política, sino una reinterpretación de su naturaleza y del rol que esta desempeña en un cuerpo político en general. Asimismo, permite expresar la sugerencia de que la fundación puede prescindir de la religión como elemento primordial. Esta sugerencia, sin embargo, no se hace de manera directa: Maquiavelo destituye a la religión de su lugar fundacional mediante varias estrategias que hemos mencionado a lo largo del análisis de estos pasajes: se afirma que la religión es fundacional y que no lo es, creando incertidumbre al respecto mediante una contradicción que difícilmente puede no atribuirse a una intención explícita de Maquiavelo; y a su vez, cuando se afirma el carácter fundacional de la religión, no se le atribuye esta posición en virtud de una verdad o un poder que provienen de los dioses, sino a la capacidad que tienen algunos hombres para, mediante el engaño, valerse de ella como un instrumento de dominación política: Numa simuló tratar con una ninfa y derivó su autoridad de una figura sobrenatural de ficción, debido a que pretendía instaurar nuevos órdenes y modos, y resultaba más respetable para el pueblo la autoridad de una ninfa que la de un par. Esto es elevado a máxima general a continuación, cuando se afirma que el uso de los milagros (en el sentido mencionado previamente) es cosa de hombres sabios y conocedores de las cosas naturales. Estos, aún si juzgan tales cosas falsas, cuanto más prudentes son, más las favorecen y acrecientan. Es, en suma, de esta comprensión de las cosas naturales que nace la autoridad de los milagros: del agrandamiento que producen los hombres sabios de relatos que no tienen nada de sobrenatural.
El conocedor de las cosas naturales sabe, entonces, que esas historias no son verdaderas, pero también conoce otra cosa natural: la credulidad del pueblo en tales cosas. Por lo tanto, una historia que es falsa desde la perspectiva del conocimiento de las cosas naturales (los milagros, el diálogo con ninfas para gobernar al pueblo) revela una verdad en otro orden: desde la perspectiva del conocimiento natural, la necesidad de establecer una autoridad para alcanzar la grandeza de la comunidad política obtiene primacía por sobre la exigencia de verdad de los relatos acerca de eventos milagrosos o sobrenaturales. En este sentido, podemos decir que uno de los hilos conductores fundamentales del argumento de Maquiavelo es la simultánea destitución del anclaje religioso de esta dimensión de la apariencia del poder político, y la restitución de la incertidumbre que este juego de apariencias sin garante último produce.[8]
¿Una dimensión religiosa en el pensamiento de Maquiavelo?
Esto nos pone frente a un nuevo problema: si Maquiavelo es un hombre sabio y conocedor de las cosas naturales que reconoce tanto la falsedad como la necesidad de algo que podríamos llamar una dimensión religiosa o un orden de la creencia no fundada que respalda a la autoridad política; y si reconoce también la necesidad de cierta forma de engaño de parte de quien, como él (o Numa), quiere establecer nuevos órdenes y modos, ¿no deberíamos poder encontrar una dimensión del pensamiento mismo de Maquiavelo que sería del orden de la creencia no fundada? Es decir, ¿no deberíamos suponer que su intención de traer nuevos órdenes y modos enfrenta la misma dificultad que enfrentaron los nuevos órdenes y modos de Numa? Dicho de otro modo: si la explicación natural, aún verdadera, no será aceptada por muchos, ¿no sería necesario que una parte de la enseñanza maquiaveliana se presente como algo del orden de la creencia?[9]
En ese sentido, las insinuaciones, e idas y vueltas del texto maquiaveliano, pueden servirnos como clave de interpretación de esta cuestión. En este sentido, podríamos decir que hemos detectado tres afirmaciones solo parcialmente compatibles a lo largo de nuestro recorrido:
A. la religión cristiana es corrupta, mientras que la pagana no lo era (o, alternativamente, la religión cristiana original no era corrupta, pero la actual sí lo es). En cualquiera de los dos casos, la crítica de una forma religiosa no se interpreta necesariamente como una crítica de la religión como tal,
B. la religión carece de fundamento racional, o natural, y se sostiene en el engaño deliberado de quienes conocen las dificultades de gobernar en nombre de la propia autoridad, y
C. no es posible prescindir de la dimensión de la creencia a la hora de gobernar a los hombres; es decir, no hay gobierno que pueda fundarse plenamente en principios racionales, o en conocimiento natural. El conocimiento natural, al revelarse inaceptable para muchos, revela la necesidad de una legitimación no natural de la autoridad.[10]
Ahora bien, estas presentaciones sucesivas, con afirmaciones que presentan solo parcialmente la comprensión maquiaveliana de la cuestión de la religión como elemento político, como hemos sugerido, permiten también hacer disponible a los lectores diversas formulaciones del problema. Estas formulaciones, como hemos mencionado, han alimentado diferentes interpretaciones del pensamiento maquiaveliano (de anticristo o diablo, a hombre piadoso, a pagano, a precedente e iniciador del secularismo en política, ya sea en su versión ligada a la razón de estado o al republicanismo (Butterfield, 1940; Olschki, 1945; Althusser, 1972/2009; Skinner, 1990; Sullivan, 1996; Fontana, 1999; Viroli, 2010). En cierta medida, podemos decir que esta diversidad de interpretaciones no está alejada de la intención del autor.
Si, entonces, un aspecto del argumento de Maquiavelo puede ser comprendido como una crítica a la religión cristiana (aunque no al fundamento religioso de la moralidad y la autoridad política), y otro como una crítica de la religión como tal, nos ha interesado poner de relieve un elemento adicional presente en el discurso maquiaveliano que podríamos definir como la imposibilidad de prescindir del elemento de la creencia a la hora de pensar el fundamento de la autoridad (aún la autoridad del propio Maquiavelo como fundador de nuevos órdenes y modos).
Así, las oscilaciones que el texto presenta pueden comprenderse, también, como una manera de realizar una presentación más aceptable de su propia enseñanza bajo la forma de una crítica restringida de la religión cristiana, al tiempo que se sugiere simultáneamente tanto una crítica mucho más corrosiva de la religión en tanto religión (es decir, del fundamento de verdad de la autoridad sostenida en la religión), como la afirmación de la necesidad de una creencia infundada en la fundamentación de la autoridad política. Maquiavelo, entonces, avanza por un lado una crítica explícita de la religión de sus contemporáneos, poco radical, y aceptable (de hecho compatible con interpretaciones religiosas de su pensamiento), mientras que por otro lado, se sugiere una crítica más radical de la religión como tal, que podría ser aún compatible con un pensamiento secular autosuficiente e incompatible con cualquier dimensión religiosa del mismo.
Estas dos presentaciones (o interpretaciones) posibles resultan suficientemente aceptables por un número suficientemente grande de hombres, puesto que no ponen en cuestión la posibilidad de apoyar el pensamiento en una verdad, o en un fundamento pasible de ser demostrado. Por último, sugerimos, se presenta de manera mucho menos visible la idea de la imposibilidad de dar fundamento último a la autoridad, ya sea bajo la forma religiosa como bajo la forma de un conocimiento “natural”.
Política, religión y las posibilidades del secularismo
También en este punto la comprensión maquiaveliana del fenómeno religioso requiere de alternativas duras y terminantes que no admiten una via del mezzo: si nuestra lectura es acertada, ningún proyecto secular de separación entre religión y política, de neutralidad entre un principio y otro, es, frente al caso límite, sostenible de acuerdo con Maquiavelo: la única alternativa a la subordinación de la política a la religión es la subordinación de la religión a la política. No hay separación posible entre ambas, puesto que la política no parece poder deslindarse del elemento de la creencia.
Frente a esta postura, que supondría deslindar el orden de la política de la religión sin más, a la que se ha asociado al propio Maquiavelo, y que ha hecho una gran fortuna en la historia de occidente, nuestra lectura su tratamiento de la cuestión de la religión sugiere una comprensión mucho menos optimista respecto de las posibilidades de una racionalización general de las condiciones de la vida en común. En primer lugar, porque quien conoce las cosas naturales comprende que no todos las comprenden, y en segundo lugar, porque la comprensión de las cosas naturales no supone un acceso inmediato y privilegiado a una verdad acerca del orden político.
En la medida en que se afirma la indisoluble ligazón de la ciudad, y más específicamente, del pueblo, con el elemento de la creencia, y simultáneamente, la imposibilidad de trascenderlo por vía de la razón, la relación entre política y religión se manifiesta como imposible de ser disuelta o trascendida mediante la apelación a la razón como instancia tercera capaz de establecer un plano en el que la oposición podría resolverse de manera pacífica. No hay juez imparcial para tal disputa: en ausencia de tal recurso, la confrontación entre política y religión se vuelve un conflicto intrascendible: la subordinación de la política a la religión solo puede ser revertida mediante la subordinación de la religión a la política: debe haber un elemento de creencia, cierto, pero este no debe ser dictado ni resuelto en términos extra humanos, sino en términos humanos. He allí la prueba última de la virtud, el orden fundamental en el que es preciso valerse de las armas propias y no de las armas de otros: la capacidad humana (demasiado humana) de fundar una comunidad política y darle leyes (cf. Maquiavelo, 1531/1995, capítulos 6 y 26).
En este sentido, la imposibilidad de trascender el orden de la creencia es concomitante con la imposibilidad de trascender el elemento de la dominación.[11] Es precisamente porque los hombres no parecen poder ordenarse en su vida en común sin establecer relaciones de dominación, que resulta preciso establecer las condiciones en las que la dominación puede resultar aceptable (es también por ello que el lugar central de esta cuestión lo ocupa el pueblo, en tanto es quien debe sufrir la dominación, pese a querer no ser dominado). Y el argumento maquiaveliano, tal como lo hemos reconstruido en este trabajo, sugiere que el poder no está en condiciones de dar una prueba definitiva de la legitimidad de su pretensión de someter a todos los miembros de la comunidad política a una cierta forma de coerción. Es por ello que la prueba de la insuficiencia de la pretensión de verdad del discurso religioso se desarrolla en paralelo con una afirmación de la insuficiencia de los argumentos sostenidos en el conocimiento natural. En suma: para que haya orden político, el pueblo debe ser sometido a la ley, y para someter al pueblo a la ley no es suficiente la razón, es preciso apelar al elemento de la creencia. La disputa fundamental, entonces, no debe comprenderse como un conflicto entre razón y revelación, sino entre creencia informada por la revelación y creencia informada por la razón.
En este sentido, no podemos pensar el argumento de Maquiavelo simplemente como la oposición de conocimiento natural a conocimiento sobrenatural o de oposición entre razón y revelación, sobre la idea de una superioridad probada del método científico: no encontramos en el pensamiento de Maquiavelo una suplantación de la certidumbre sobrenatural como instancia ordenadora de la comunidad política por una certidumbre natural ordenadora de la comunidad política, sino un pasaje de un registro discursivo que se sostiene en la certeza acerca del buen régimen como principio dador de orden, a un discurso que instaura un régimen de incertidumbre acerca de los fundamentos últimos de la ley y el orden político.[12] En este sentido, el argumento maquiaveliano ataca las bases de fundamentación de uno y otro con la intención de quitar los referentes de certidumbre sobre los que se sostiene la pretensión de verdad tanto del discurso religioso como el científico. Y al hacerlo, invierte lo que podríamos llamar la carga de la prueba, y la traslada a sus adversarios; no afirma una nueva certidumbre que reemplazaría a las anteriores, sino que somete a todas a un proceso del que, bajo la mirada de un lector atento, ninguna puede salir airosa. En el registro de la incertidumbre, en el rechazo de un ordenamiento natural o sobrenatural de lo humano (es decir, de los argumentos tanto del modelo aristotélico como del bíblico de la autoridad), la existencia y duración del orden político no puede ser sino prueba de virtù, capacidad estrictamente humana de hacer existir, de dar origen a algo sin ejemplo, en una palabra, de fundar. Las comunidades políticas entonces no nacen y duran ni por virtud sobrenatural, ni por inclinación natural, sino como efecto de la acción de los hombres. Acción que es mucho más gloriosa, y mucho más virtuosa en la medida en que no obedece a un orden que le es exterior, sino que actúa en el mundo en ausencia de toda orientación certera para la acción.[13] Es decir, su mayor gloria consiste no ya en someterse a una ley dictada poderes extrahumanos, sino en la realización de una fundación no asistida por tales poderes.
El orden maquiaveliano abre así el horizonte de la libertad, de una vida humana regida exclusivamente por criterios humanos, al precio de extraviar toda certidumbre, de renunciar a un punto de mira exterior al mundo desde el cual regir y comprender al mundo. La destrucción del imaginario religioso, la radical y terrible humanización que ello conlleva es simultáneamente la afirmación de la libertad más radical, y al mismo tiempo, el extravío de toda vara con la que dar estabilidad, y con la que distinguir entre lo prohibido y lo permitido, lo legítimo y lo ilegítimo, las acciones gloriosas y las atroces,[14] lo divino y lo demoníaco:[15] todo ello es brutalmente arrojado sobre lo humano sin más. Si el hombre renuncia a la afirmación de un carácter extra humano del bien, es el hombre quien crea el bien, y no el bien el que sirve de aspiración a lo humano. Si Maquiavelo sancionara un nuevo código moral especularmente invertido —y así se lo ha leído: eso es, en sustancia, lo que significa la acusación de anticristo (De Grazia, 1994)— su enseñanza no tendría el carácter revolucionario que, de acuerdo con nuestra lectura, posee.
Mientras los sucesores de Maquiavelo pudieron pensar la libertad (reconociéndose así explícita o implícitamente en un linaje maquiaveliano) sin afrontar la dimensión trágica (o monstruosa) que es coexistente con el hecho de la libertad humana, en Maquiavelo encontramos una plena conciencia de la intensidad de la interrogación radical que una afirmación de la libertad humana requería para ser llevada a cabo.
El descubrimiento de la radical contingencia o arbitrariedad del origen tiene como consecuencia la imposibilidad del pensamiento político de dar un fundamento cierto capaz de afirmar la justicia o la legitimidad del orden político: la fundación es el momento en que esta radical contingencia de los asuntos humanos se manifiesta con mayor intensidad. Es en respuesta a esta dificultad específica que, como señalamos hacia el comienzo, “los hombres sabios”, carentes de “razones evidentes para poder persuadir a los otros”, recurrieron a Dios. En el esquema maquiaveliano, entonces, el mito de la fundación religiosa es el recurso de hombres sabios y prudentes para someter a obediencia a hombres que de otro modo no obedecerían, haciendo imposible la existencia misma de la comunidad política. Ahora bien, si la religión no puede dar respuesta definitiva al problema del origen y la fundación, tampoco podemos decir que el de Maquiavelo se erija como un pensamiento capaz de asentar con igual certidumbre en la naturaleza los fundamentos del orden político. El conocimiento natural es, en el sentido más radical, conocimiento de la incertidumbre. La afirmación de la libertad política, la emancipación plena de la esfera política de todo orden exterior capaz de regularla o tutelarla, supone la apertura de posibilidades infinitas para la acción de los hombres. Esto, sin embargo, no es simplemente una conquista a celebrar: Maquiavelo, hemos querido sugerir, es plenamente consciente de los peligros que la acción de los hombres, emancipada de la tutela de cualquier forma de moralidad acarrea. Cuando Maquiavelo deja de oponer virtud a vicio para oponerla a fortuna (sancionando implícitamente la indiferencia entre virtud y vicio a la hora de conquistar a la fortuna) es, creemos, plenamente consciente de las enormes posibilidades que se abren a una acción política que ya no es regulada por un código moral, y al mismo tiempo, es también consciente de que no se trata de una liberación exenta de consecuencias. Esta dimensión trágica del pensamiento maquiaveliano no es expresada de manera completamente abierta. La posibilidad de ganar cierta aceptación para su pensamiento dependía de una comunicación que, aun admitiendo el carácter revulsivo de su enseñanza, disimulara algunos de sus aspectos más inquietantes.
En este sentido, nos es posible afirmar que el verdadero núcleo de la revolución teórica de Maquiavelo no sería la inversión de la moralidad tradicional, sino la afirmación de la imposibilidad de justificación de cualquier código moral. Pensadores anteriores a Maquiavelo, de diferentes formas, estaban familiarizados con la brecha existente entre las acciones morales y los mejores resultados, y, de diferentes maneras admitían la posibilidad de aceptar un alejamiento temporario de lo bueno en ciertas circunstancias, en nombre de la necesidad. Aquello que resultaba inadmisible para el pensamiento anterior a la revolución maquiaveliana era la imposibilidad de establecer de manera cierta los fines buenos. Maquiavelo, bajo la apariencia de un pensamiento del tipo el fin justifica los medios realiza una transformación mucho más profunda, en la medida en que instala el pensamiento y la acción humanos en un orden de incertidumbre mucho más radical. Maquiavelo, entonces, no pasa del idealismo o utopismo al realismo, sino que transforma los términos en los que se puede pensar la relación del pensamiento con lo real.
De esta manera, podemos decir, consideramos que es posible dar cuenta de la cuestión de la dimensión infundada del propio pensamiento de Maquiavelo: este satisface la dimensión de la creencia mediante la promesa de un orden fundado en la verdad efectiva del conocimiento natural para quienes no están dispuestos a aceptar el carácter infundado de las creencias (o el hecho de que el conocimiento natural también se sostiene en una creencia), mientras que sugiere para quienes estén dispuestos a descubrirlo, un orden del discurso mucho más inquietante, en el que se revela el carácter radicalmente contingente de la vida política de los hombres. La ausencia de fundamento de la autoridad se revela ella misma como una ausencia de fundamento del saber acerca de la autoridad.
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Notas // Notes
[1] Sobre cuestión de la religión, como reconocen los críticos actualmente, difícilmente se pueda encontrar mayor amplitud de interpretaciones: desde un Maquiavelo “devoto cristiano”, como sostiene De Grazia (1994) hasta un “maestro del mal”, como parece afirmar Strauss (1978) pasando por varias formas de paganismo o defensa de alguna suerte de religión civil (en algunos casos coincidentes).
[2]2 Entre los textos que sí se ocupan específicamente de esta cuestión nos resultan de particular interés los de Najemy (1999) y Sullivan (1993). Najemy afirma que Maquiavelo aboga por un cristianismo “interpretado de acuerdo con la virtud”, es decir, la posibilidad de hacer compatible su enseñanza con una cierta forma de cristianismo. Como se verá, sostendremos un argumento muy distinto. En cuanto a Sullivan, si bien coincidimos con su caracterización de Maquiavelo como un autor crítico tanto de la religión cristiana como la pagana, creemos que no da la importancia debida al tratamiento que, a través de análisis de la creencia religiosa, se hace del problema general del fundamento del orden político.
[3] La continuación del texto nos hacer ver una cierta ironía en el tono de Maquiavelo en la que vale la pena detenerse. Luego de elogiar a los fundadores de religiones, deplora exagerada y ampulosamente a sus enemigos con un discurso que sobreactúa su apego a la moralidad tradicional: “son infames y detestables los hombres destructores de las religiones, disipadores de los reinos y las repúblicas, enemigos de la virtud, de las letras y de toda otra arte que acarree utilidad al género humano, como son los impíos, los violentos, los ignorantes, los ineptos, los ociosos, los viles” (Maquiavelo, 1531/2003, p. 84). Sin embargo, luego de esta enfática declaración de coincidencia con la moralidad común, Maquiavelo agrega una frase sorprendente: “Y nadie nunca será tan loco o tan sabio, tan malvado o tan bueno que, si se le propone elegir entre las dos calidades de hombres, no alabe la digna de alabanza y no censure la que es digna de censura” (1531/2003, p. 84). Dos observaciones podemos hacer sobre este fragmento: en primer lugar, no se aclara cuál de las “calidades de hombres” es digna de censura y cual es digna de alabanza. En segundo lugar, y más importante aún, se sugiere que el rechazo de la moralidad común es posible solo en caso de una locura o una sabiduría excesiva, una bondad o una maldad excesivas; y por ello, que en relación a esta cuestión fundamental, sabiduría y locura, o bondad y maldad, pueden ser equivalentes. Sobre el uso de la ironía en el discurso maquiaveliano, cf. Benner (2009).
[4] Es también este uno de los fragmentos en los que, con mayor claridad se puede observar cómo el tratamiento de la religión de los romanos supone una interrogación del fenómeno religioso como tal. En palabras de Lefort: “La esencia de la religión se ofrece, entonces, al considerar la religión de los romanos” (1972/ 2010, p. 309).
[5] “Si en los comienzos de la república cristiana dicha religión se hubiera mantenido según la constituyera su dador, las repúblicas y los estados cristianos serían más unidos y estarían mucho más felices de lo que son y están” (Maquiavelo, 1531/2003, p. 91).
[6] Cabe recordar que en el capítulo anterior Maquiavelo no se pronunció sobre la capacidad profética de Savonarola: “Nadie diría del pueblo de Florencia que es ignorante y tampoco rústico, pero fray Girolamo Savonarola lo convenció de que él hablaba con Dios. No quiero juzgar si eso era verdad o no, porque de un hombre de su talla debe hablarse con respeto. Pero digo que fueron infinitos quienes le creyeron, sin haber visto nada extraordinario como para que le creyeran, porque su vida, su doctrina y el argumento de sus sermones eran suficientes para que le prestaran fe” (1531/2003, p. 91). Esta frase, sin embargo, nos muestra con toda claridad que el fenómeno de la obediencia basada en la creencia en los milagros no necesita ninguna prueba ni fundamento, y que es válido tanto para hombres rudos como para aquellos más sofisticados como los florentinos. Un argumento similar se usará para elogiar a Numa no ya por sus virtudes religiosas, sino humanas. Cf. infra.
[7] Ha sido sin duda Leo Strauss (1978) quien ha puesto de relieve la importancia que tiene en la comprensión de la obra maquiaveliana el sentido que puede desprenderse de ciertas contradicciones o disonancias del texto.
[8] En conexión con esto podemos mencionar la referencia que Maquiavelo hace a Tito Livio acerca del uso de la religión y la importancia conferida por el pueblo a las pequeñas cosas en contraste con las grandes cosas. Maquiavelo recupera una cita que Tito Livio pone en boca de Apio Claudio: “¿qué importa si los pollos no comen, si salieron más tarde del gallinero, si un pájaro cantó mal? estas son pequeñas cosas, pero nuestros antepasados, no despreciando estas pequeñas cosas, hicieron grande a esta república” (1531/2003, p. 420). El uso que Maquiavelo hace de esta cita le permite sugerir simultáneamente la falsedad de la creencia en las pequeñas cosas y la necesidad de una creencia de este tipo para mantener y hacer grande a una comunidad política (1531/2003, libro 3, capítulo 33).
[9] Uno de los pocos intérpretes de que tenemos noticia que han asignado una dimensión religiosa o quasi religiosa al pensamiento del propio Maquiavelo es Nathan Tarcov, para quien “there appears to be a religious or quasi-religious aspect of belief to every founding, to every order [...] Machiavelli’s assimilation of Moses to the pagan founders should not obscure his recognition of the quasi-religious aspect of all foundings” (2014, p. 202). Tarcov mantiene una ambigüedad entre religioso y cuasi religioso que nosotros no consideramos necesaria, en la medida en que tanto que, de acuerdo con Maquiavelo, el fenómeno fundamental, más allá de su calificación como religioso o cuasi religiosos es el fenómeno de la creencia popular.
[10] Ciertamente al hablar de conocimiento natural en estos pasajes no pretendemos sostener una comprensión racionalista de la creencia. Como hemos señalado, no interpretamos a Maquiavelo como un proto-ilustrado, ni como un racionalista. La relación del hombre con el hombre y del hombre con la autoridad no puede realizarse, creemos que sostiene Maquiavelo, plenamente en los términos de la razón. De ello se deriva precisamente, hemos querido mostrar, su interés por la religión: no hay en Maquiavelo una esperanza de racionalización plena de la vida política, sino una comprensión no religiosa de la necesidad de la religión para la vida política. ¿Cuál es el fundamento de esta comprensión no religiosa de la religión? Precisamente aquello que Maquiavelo llama sabiduría acerca de las cosas naturales, esto es, la capacidad de interrogarse acerca de ellas sin apelar a poderes extranaturales para explicarlas. Esto no supone, por supuesto, poseer la clave de acceso a una verdad última de lo político, sino, por el contrario, rechazar tanto las pretensiones de verdad de las explicaciones teológicas como científicas, para restituir en el centro del pensamiento político la cuestión de la incertidumbre. No solo en el sentido de contingencia respecto de los acontecimientos, sino aún respecto del fundamento mismo del saber político.
[11] Es por ello que Maquiavelo conecta en Discursos (libro 1, capítulo 12) estas cuestiones al hacer de la creencia no ya un elemento de cohesión social en sentido abstracto, sino un instrumento de legitimación de la dominación social del pueblo por parte de los grandes.
[12] Sobre esta cuestión, el trabajo fundamental es, sin dudas “Maquiavelo: lecturas de lo político” (Lefort, 1972/2010).
[13] La referencia a Moisés como fundador ilustra esta cuestión: en primer lugar, obedece a Dios, por lo que el mérito no sería del hombre, sino del Dios que comanda; sin embargo, escuchar a Dios (¿como hacía Numa?) lo hace digno de virtud; en segundo lugar, luego de distinguir entre Moisés y el resto, se afirma la igualdad entre Moisés y aquellos fundadores de quienes no se dice que obedecen a Dios, haciendo de la discusión sobre ellos una discusión indirecta sobre Moisés.
[14] En el capítulo 3 del libro 2, Crescit interea Roma Albae ruinis, muestra que la gloria de Roma es la ruina de Alba. La celebración de la república romana que atraviesa todo el libro I sufre una brusca revisión al comienzo del libro II, donde no solo se revela el lado oscuro de su expansión imperial. El capítulo anterior acusa a la república de haber destruido la libertad en el mundo antiguo. Esta acusación resulta extraña, puesto que en primer lugar se acusa a la religión cristiana, de acuerdo con las expectativas que el lector podía tener en ese punto del argumento, para repentinamente virar la acusación hacia la república misma.
[15] Moisés, para quien lea sensatamente la Biblia, se revela como el asesino de infinitos hombres. Cf. Maquiavelo, 1531/2003, libro 3, capítulo 30; Lynch, 2006.