Dossier
Hobbes: poder, imagen y soberanía
Editorial: la revolución hobbesiana
Hobbes; Power, Image and Sovereignty
Editorial: The Hobbesian Revolution
Gustavo Castel de Lucas
IE University, España
Diego A. Fernández Peychaux
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Resumen Proponemos una lectura de la obra de Hobbes como revolución, como ruptura radical con el pensamiento de la tradición dominante: ruptura, que lo es en casi todos los ámbitos, pero sobre todo en el del pensamiento político, moral y jurídico. Sugerimos, además, que esa radical ruptura sigue manteniendo elementos vivos y útiles para pensar la política hoy.
Palabras clave Hobbes; revolución; materialismo; política; moral; Derecho.
Abstract We suggest a reading of Hobbes’s works as a revolution, as a radical break with the dominant tradition. A break that affects almost all realms, but specially those of political, moral and judicial thought. Moreover, we try to suggest that this revolutionary thought remains alive and useful for today’s politics.
Key Words Hobbes; revolution; materialism; politics; morals; Law.
NOTA DE LOS AUTORES
Gustavo Castel de Lucas, IE University y Grupo de Investigación “Ética, política y derechos humanos en la sociedad tecnológica”, Universidad Complutense de Madrid.
Correo electrónico: gcastel@faculty.ie.edu
Diego A. Fernández Peychaux, Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires y Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina.
Correo electrónico: dfernandezpeychaux@conicet.gov.ar
Las Torres de Lucca, Nro. 9, Julio-Diciembre 2016, pp. 9-29. ISSN-e 2255-3827.
La obra de Hobbes, tomada en su literalidad, inevitablemente ha de resultar defectiva en virtud de su anacronía: pues brota, aunque con intención de universalidad y atemporalidad, en una época lejana concreta para resolver problemas concretos. Casi cuatro siglos más tarde las cuitas han cambiado y las estructuras políticas han madurado notablemente. Y, en efecto, ciertos aspectos de la teoría hobbesiana no proceden. Sin embargo, una inmersión larga y atenta en los trabajos del de Malmesbury nos ha ido convenciendo de que la plausibilidad de su modelo político (una política inmanente, mundana, contractual, de matriz singularista y gestación comunitaria, cívica y artificial, erigida sobre el erigido artificio estatal soberano) es hoy mayor, si cabe, de lo que lo fue ayer.
Nos parece interesante y útil, pues, no solo analizar arqueológicamente el inmenso corpus del pensamiento hobbesiano, sino además y más bien, recomponerlo, reavivarlo y darle uso hoy: trabajar sobre nociones y conceptos que en nuestra vivísima contemporaneidad, pensamos, siguen operando efectivamente, y que extienden sus raíces en la misma génesis de la modernidad y de la política.
Proponemos una lectura de la obra de Thomas Hobbes como revolución, como giro, en el sentido copernicano de las expresiones.[1] Se quiere sugerir el calado rupturista profundo de la filosofía hobbesiana (el revolver todos los campos del pensamiento tradicional) en su traerse a la instancia legitimadora del pensamiento hasta aquí, a este mundo terroso, bien sólido, bien tocable, del que el humano de carne y hueso que habita en él no es más que mera parte. Con el Leviatán (y se dice en sus dos sentidos, Estado y texto, que para ambos vale), el dios político y moral pasará a ser terráqueo (que no terrestre en la metáfora), mortal y artificial; ya no celeste, inmortal y causa sui. Con él, el canon de lo verdadero, de lo justo y de lo bueno pasará a ser cosa de humanos, pues ellos lo erigen para su servicio. Su crítica radical a la filosofía dominante de la tradición lo voltea todo. La estructura política que instaura, también. La mundanización del pensamiento lo arrastrará todo de allá arriba hasta aquí abajo, de lo perfecto a lo imperfecto, de lo eterno a lo perecedero, de lo universal a lo individual/particular (o del género generalísimo a la species infima, por cubrir ambas líneas: la platónica y la aristotélica, que las dos demuele), de los cánones supremos al artificio carnal. Su genio desvestirá los fantasmas noéticos del pensamiento clásico, se burlará del discurso insignificante (insignificant speech) de las Escuelas escolásticas y pondrá bajo los focos el reino de las tinieblas (kingdome of darknesse) de la doctrina clerical presbiteriana o católica. Su poder (público) lo será para diluir el privilegio de las potencias privadas (seglares y religiosas), que hasta entonces dispersaban el hacer y vivir común de las pseudonaciones medievales.
Nos encontramos en el Leviatán un nuevo mundo, distinto: como pedía la época en que se obró. Una nueva metafísica en forma de materialismo radical, inmanente y mecanicista, que recogerá y apuntalará, en las dos décadas siguientes, quien ha pasado a la historia como fundador moderno de esas corrientes: Spinoza. Nos encontramos en el Leviatán con un nominalismo estricto que combatirá formas y esencias clásicas; con una razón como mero instrumento de cálculo, sin substanciaciones que valgan, con una moral y naturaleza humanas que vinculan, en la raíz, el bien y el mal según deseo y aversión; con un método geométrico que traerá la ciencia a la moral... y a la política: política que fundará el Estado y la soberanía modernos, bien de este mundo, sobre la escisión teórica y práctica de esa otra nueva ciencia nueva (scienza nuova) con la religión y la metafísica trascendente.
Como prueba clara del giro radical hobbesiano queda la tremenda repercusión que tuvo su obra y la reacción violenta que provocó inmediatamente y en el siglo posterior. Quizás Hobbes fue quien más literatura en contra levantó en su tiempo;[2] elocuentemente, también a favor.[3]
El siguiente pasaje de Mintz nos sirve para esbozar el cuadro epocal:
Hobbes was a nominalist and materialist; he elaborated his system on the basis of a fundamentally nominalistic account of knowledge and a fundamentally materialistic account of the universe. It was the consequences he deduced from these philosophical foundations which did so much violence to contemporary opinion. For these consequences were plainly irreligious; in Hobbes’s hands nominalism and materialism became the instruments of a powerful scepticism about the real or objective existence of absolutes, and in particular about such absolutes as divine providence, good and evil, and an immortal soul. (Mintz, 1969, p. 23).[4]
Nos interesa ahora, sin embargo, la vigencia en nuestro siglo xxi de ese radical y revoltoso pensamiento hobbesiano, no como a quien anhela una especie de rescate del mismo Hobbes, exorcizándolo así de sus monstruosidades y dejándolo tan pío como para reinscribirlo en una tradición de pensamiento occidental que de tanto acomodarlo lo ha negado. Las cuestiones que nos interesan cubren un amplio umbral: desde físicas a políticas; y, por el camino, metafísicas, epistemológicas, antropológicas, psicológicas, fisiológicas, neurobiológicas, lingüísticas, axiológicas, morales y jurídicas. Muchas de ellas, al menos algunas muy centrales, se abordan en este dossier que aquí se introduce. Tal vigencia la muestran, de diversas maneras y en relación a distintos aspectos, los giros que sigue dando su pensamiento. El visual que Johan Tralau señala en su texto sobre el gobierno subliminal del Leviatán. El retórico que Patricia Nakayama y Jerónimo Rilla retoman para inscribir en Hobbes las antilogías antifontianas o cuestionar cualquier monopolio posible de la simbolización del poder. El materialista, del que parte Mikko Jakonen para identificar la multitud en movimiento como problema político primigenio, pero sobre el que insisten James Martel y Samantha Frost para demarcar que lo político está inescindiblemente inserto en lo común, y, por tanto, trasponer el límite que Étienne Balibar identifica entre quienes —como Schmitt— leen a Hobbes apegados a un libreto individualista moderno. Salta a las claras que los autores aquí reunidos no hacen coincidir, no pueden hacerlo, sus conclusiones. Mas, si algo los relaciona, ello estriba en que cada uno a su manera no busca rescate alguno de Hobbes y se deja arrastrar por la potencia de un pensamiento que, como venimos diciendo, se propone encontrar un principio de orden en el movimiento, en la circulación, en todo aquello que, a la manera de Pegaso, traslade al hombre de aquí a allá para mantenerlo vivo.
En efecto, quizás la principal dificultad que presenta la filosofía hobbesiana no es ya el complejísimo entramado que afecta a todos los niveles, engarzado, omniabarcante; ni el flujo argumentativo, complejísimo también de seguir, pues aparece y reaparece continuamente; ni la especial agudeza de Hobbes; ni sus aparentes contradicciones, que no lo son tanto, ni las contradicciones que sí lo son; ni la dificultad de desgranar motivos y razones sincrónicos y su relevancia ucrónica; ni las a veces sorprendentes afirmaciones, que pueden parecer gratuitas; ni la brillante retórica que disfraza y hace dudar de sus intenciones y sus últimas posturas. No: nos parece que el principal problema para comprender el pensamiento de Hobbes es, precisamente, la radicalísima ruptura que supone con respecto a la tradición (aunque, obviamente, bebe de ella y la conoce bien —¿con qué otros antecedentes podría, si no, desplumarla?—), giro que no sólo dio lugar a un opaco problema de comprensión y asunción para sus contemporáneos, sino que también lo sigue siendo hoy por la misma razón: o porque aún no se ha asumido con propiedad y precisión lo que afirmó (pues retazos de esa tradición contra la que piensa Hobbes siguen vigentes), o porque no se coloca ese pensamiento renacentista y barroco en su lugar epocal, de modo que pueda ser leído en contraste, contra el canon dominante de su época. Más complejo es ese aspecto variante en tanto en cuanto el alcance de la ruptura trasciende el ámbito político (el más popular, sin duda), para alcanzar bien de lleno a la teología, la moral, la gnoseología, la metafísica, la física, la antropología, el Derecho y hasta a la misma filosofía como campo del saber.
El pensamiento de Hobbes en general y el Leviatán como su ejemplar más acabado exhiben numerosas paradojas. Nos gustaría señalar ya una de ellas: el que cuenta como uno de los textos más polémicos de la historia del pensamiento político (prohibido, su autor amenazado y a punto de dar con sus huesos en la hoguera) puede leerse perfectamente como un canto a la paz en el mundo,[5] o al menos en todos y cada uno de los Estados, por ser más precisos. Y, de hecho, no es descabellado tenerlo como una especie de manual que aborda el doble propósito de conseguir la paz y justificar tal objetivo. Manual que, como no podía esperarse menos, incluirá la técnica necesaria para llevarlo a cabo.
La concepción del Estado como unidad política básica en la forma de convenido artificio público soberano (superanus), y por tanto poseedor del monopolio del poder por encima de cualquier potencia privada, es una idea de Hobbes.[6] Y sobre su base siguen funcionando los regímenes políticos occidentales contemporáneos. Esto es claro. Pero menos evidentes quizás son otras aportaciones (en buena medida originales) del filósofo inglés a problemas que observamos en cotidianos tratamientos, especializados y legos, de cuestiones relativas al Derecho, la moral, la política, la metafísica, la epistemología, la teología, la antropología, la economía, la sociología, la psicología, la física y hasta la biología o la neurofisiología. Es conocido el multidisciplinar alcance del pensamiento hobbesiano, al cabo, renacentista en origen aunque barroco en final por ventura de su longevidad. Basta echarle un ojo, tan solo, al índice de su Leviatán. La interconexión de sus distintos focos es tal que no puede entenderse su política si no se entiende su física. Sorprende en la inmersión hobbesiana no tanto la agudeza de la obra y el tratamiento exhaustivo de casi todo, sino esa continua aparición de numerosos detalles interconectados y útiles para la reflexión contemporánea en diversos campos, pero especialmente en los de la filosofía jurídica, moral y política y su vínculo con una física de la materia del Estado. Pettit, a quien le leemos similar idea, lo dice bien: “He is the very model of a thinker who ranges over many topics, searching out commonalities and connections across the many domains he covers” (2008, p. 1).[7]
Unas palabras de Kavka, igualmente, recogen parecida sensación a la nuestra. Leer a Hobbes es aventura grata, si bien compleja por las circunstancias en que escribe, por la exuberancia de su letra, por la radicalidad, novedad y subversión de sus ideas, por la complejidad de sus argumentos y, sobre todo, por la potencia teórica y la contemporaneidad de su discurso. “It turns out that Hobbes’s arguments are more subtle and complex —and more spread out in the text of Leviatán— than is usually thought” (Kavka, 1986, p. 24).[8]
Precisamente esa interconexión enriquecedora, sin embargo, hace difícil la estratificación estanca. Piénsese, por ejemplo, en el principal problema de la libertad, que cruza desde el ámbito metafísico hasta el político sin apenas retazos de discontinuidad. Con una definición de corte metafísico y global (por cuanto abarca todo lo que hay: y todo lo que hay está aquí) captura la esencia de la libertad física, antropología y política; una definición propiamente y limpiamente materialista: le basta un apunte casi tan lacónico como contundente —“Liberty, or Freedome, signifieth (properly) the absence of Opposition” (Hobbes 1651/1994, 21.1, p. 136),[9] o el equiparable “By Liberty, is understood, according to the proper signification of the word, the absence of externall Impediments” (Hobbes 1651/1994, 14.2, p. 79)[10] — para transitar todos los apartados de sus elementa: del cuerpo (de corpore), el hombre (de homine), el ciudadano (de cive). Y solo dos capítulos del Leviatán (los capitales 6 y 21) le valen para batir los recovecos de la realidad. Allí queda apuntada la libertad en relación a esas tres subsecciones que agotan el mundo. Y, por supuesto, la simpleza compleja de Hobbes distingue, contra la tradición, derecho y ley (libertad y constricción), iguala libertad y derecho, y derecho y poder (en tanto capacidad, posibilidad de hacer, potencia). Las complicaciones que la diferencia entre las condiciones natural y política gesta con respecto a todo ello contendrán la clave de los asuntos humanos.
Escudriñar su obra, en nuestra opinión, puede ayudar decisivamente a comprender la política que hoy circunda e incluye nuestras vidas. Y, con ello, apuntará claves para mejorar lo manifiestamente mejorable.
Seguimos pensando con Hobbes que donde no hay política hay selva.
Revolución mundana
De la misma forma que Copérnico no fue el primero en pensar que la tierra gira alrededor del sol, Hobbes no fue el primero en asentar algunas de las ideas que han pasado a la historia con él como precursor. Ambos más bien recogieron, conformaron y fundamentaron, con bastante habilidad,[11] ideas revolucionarias que cambiaron las líneas de pensamiento en sus disciplinas: aquel, según el método de la ciencia física que se perfeccionaría en el siglo siguiente; este, según el modo geométrico inspirado en los Elementa euclidianos.[12] Hobbes se parapeta en una progresión argumentativa que ha de poder ser aceptada por todos los hombres en tanto están todos dotados de razón y, con ella, de capacidad para seguir y convenir la corrección de un despliegue lógico. Desde allí asegura, lo que, enraizado en este mundo, aparecía antes fundado sobre suelo abiertamente teológico-metafísico y trascendente (aquel otro mundo). Es decir, seculariza eso que quedaba expuesto, de un lado, a la tentación del Reino de las Tinieblas (Kingdome of Darknesse), de otro, al devaneo herético que, en la opinión del inglés, además de patinar en el error que facilita ese jugueteo, o de ser usado a favor de intereses particulares en el suelo público, es la fuente principal de los problemas políticos: la profusión de doctrinuelas, hijas del capricho de cada cual, que pudren el eje sobre el que habría de pivotar el encuentro, vía convenio, irrenunciable, si de vivencia (co-vivencia) humana tratamos.
Hobbes, con todo ello y además, oficia como precursor del antiaristotelismo que exhibirán la ciencia y el pensamiento modernos. La autoridad, qua tal, del filósofo y la de sus seguidores escolásticos, toca a su fin; y, con ella, la misma noción de autoridad en el saber.
El rasgo capital de la moderna ruptura hobbesiana, nos parece, es esa mundanización-humanización radical de la política y la moral (y del Derecho con ellas), que asienta el Leviatán, y de la que ya fue pionero Maquiavelo. Con Hobbes asistimos, tras el prefacio del florentino, al más contundente esfuerzo moderno de llevar a cabo el proyecto que consistió en anclar moral y política en los eriales de este mundo. Para el inglés los arcanos morales y políticos, como los de la geometría, pueden y deben conocerse, pueden y deben deducirse y, por tanto, demostrarse; de la naturaleza y atributos de Dios, poco o nada nos es dado saber (con excepción de su corporeidad). Son estricto asunto de fe, y su traslación al basamento de los mundanísimos asuntos de la mundanísima pólis es un error que acarreará desastre si, primero, no se acepta la radical materialidad de quien piensa y siente esa fe: un cuerpo. Solo así, aceptando la realidad corpórea de la opinión que anima la fe, cabría emplearla como lo hicieran, nos cuenta Hobbes (y nos lo recuerdan Tralau y Rilla en este dossier), los Estados paganos que zarandeaban demonios frente a los sentidos de los súbditos para moverlos a la obediencia o disuadirlos de la conveniencia de la ley sancionada por su arbitrio. Los desatinos especulativos de la tradición escolástica no son más que una ofensa a Dios, descendientes directos del disparatado aristotelismo (aristotelity) que enseñan las universidades: metafísica clásica que no es sino filosofía sobrenatural, como su propio nombre, por curiosa casualidad histórica, indica: fantasmagóricas ilusiones tan ausentes de aquí como el contenido del delirio de un orate que cree vivir en un mundo de hadas.
El propósito de aplicar procedimientos científicos a la política, que compartió Hobbes con Maquiavelo, supuso la gran revolución moderna en este ámbito. Propósito, por cierto, y para complicar más el asunto, que incluso se apoyará, en exhibición de la brillante capacidad retórica del inglés, para justificar ese nuevo anclaje que huya de utopismos delirantes —teológicos, metafísicos o de enardecido fervor moral—, en la frase bíblica de Cristo: mi reino no es de este mundo. La soberanía de este mundo, dice el Cristo de Hobbes, no me compete a mí: arregláoslas, cread y regid vuestros Estados, tenéis razón y libertad, voluntad y poder. El intento se anotará en los Elements of Law Natural and Politics, se fraguará con más contundencia a partir de la aparición del De Cive, y tomará cuerpo sólido ya con el primer Leviatán, el inglés de 1651, que luego se verá suavizado o justificado con más cautela en 1668, con la aparición de la ampliada traducción latina, en un contexto de bastante tensión para Hobbes, que llevó a sus últimos escritos cierta intención conciliadora. Hoy pueden parecer sorprendentes las acusaciones de ateísmo y herejía contra quien había afirmado con vehemencia que Jesús es el Cristo, pero no hay que olvidar la amenaza que para la tradición supuso esa verdadera revuelta que desasió el cinturón de seguridad metafísico-teológico entonces en vigor. No es otra la razón por la que John Bramhall vocifera que su Leviatán no era más que un Catecismo subversivo.
Esos ascendientes: el maquiaveliano, los trazos de tacitismo y del atomismo de Demócrito, o de la tendencia epicúrea a descender a este mundo material y a hacer del alma cuerpo son perfectamente rastreables, si se observa con cuidado la obra hobbesiana.
El giro lo conforman, además, los dos principales focos de ruptura, a nuestro ver, con la tradición clásica en el ámbito moral (y con él el político-jurídico) que la nueva metafísica moderna arrastra consigo:
Por un lado, el antiplatonismo investido de mundanización: la cuestión moral se aparta de la tradición renacentista que recoge la seminal idea platónica del Timeo, y con ello de una concepción de la tarea humana correcta, ligada al domeñar soberanamente con la razón lo volitivo, tan corrupto y falsario como el mundo material en el que se encuadra, para liberarnos de la licencia, que es esclavitud de las pasiones. Esa razón pasa a ser no más que una razón que delibera entre (y por) apetitos. Nada que concierna al bien está previamente fijado por un trascendente canon noético e incorruptible que reparte participaciones a todas las almas que rigen cuerpos del mundo. Todo depende ahora, todo viene a ser causado por la terrenal materia en movimiento que todo es (en un mundo que no mana de ningún otro: mundo regido solo por la relación causa-efecto); como es materia en movimiento, consecuentemente, también el humano entero.
Por otro, el antiaristotelismo investido de antiteleologismo: todo lo que sucede en este mundo es porque y no para. La idea, que usará Spinoza en la Pars prima de la Ethica, la enunció ya Lucrecio con elocuencia bastante:
Huye y evita ese error ante todo: no imagines que la clara luz de los ojos se creara para que nosotros ver pudiéramos, ni que para avanzar por el camino a grandes pasos la extremidad de las piernas y los muslos sobre los pies flexionen […]. Porque ciertamente nada ha nacido en nuestro cuerpo para que podamos usarlo; sino que aquello que ha nacido procrea su uso. (De rerum natura, 4, pp. 824-842 en Gual, 2002, pp. 119-120).
Hobbes emprende la tarea de desantropomorfización en la naturaleza, esa naturaleza animista, que ahora es mecánica; y el hombre, el hombre de ánimo soberano, de principio activo interno, es ahora mecánico también y depende de causas, de principios activos externos, y será libre solo cuanto le permitan las constricciones físicas.
Y, sin embargo, aparte los casos claros de Maquiavelo, Hobbes y Spinoza, esa nueva metafísica moderna ni es tan nueva ni conquista con tanto éxito el terreno moral. Este sigue vinculado en gran parte al modelo, al canon predado, ya en forma de forma perfecta a la que solo puede aproximarse el mortal por vía contemplativa y dialéctica, ya en forma de fatalismo, de camino prefigurado, de actualización interna de potencias, de despliegue interno inevitable. La de los tres es la línea materialista-mecanicista que viene de alguna porción del mundo clásico y que, siendo racionalista estricta, es antiidealista y antiteleologista: tan anticartesiana en muchos aspectos (el del dualismo, sobre todo) como antiescolástica.
El pensamiento hobbesiano supone un curioso bidesplazamiento de eje, verdaderamente antropocéntrico (verdaderamente renacentista) en lo ético, que devuelve la esencia de lo moral al hombre, a quien pertenece, pues lo moral, en la filosofía del inglés, es asunto humano, no divino, no cósmico; la determinación del bien es cosa de hombres: pero de un hombre que ahora ya no es imagen de dios (imago dei), que está sujeto a la corrupción natural no solo en cuerpo, también en alma; un hombre que es física, que es naturaleza, y cuya moral es tan corpórea como racional. Un hombre, pues, de vuelta al mundo, como todo, sujeto a unas leyes de la naturaleza que no contemplan el arbitrio divino espontáneo pues, al menos en su retórica, Dios ya hizo y dispuso: ahora le toca al hombre hacer y disponer a partir de lo hecho por Aquel. De igual modo que Copérnico, en la física, desplazó a la tierra del centro, así el hombre deja de ser el centro de la creación jerárquica, pues no hay tal, sino naturaleza toda equivalente en la que el humano, eso sí, se rehace con la responsabilidad moral plena y vuelve al centro en ese ámbito, porque a él le corresponde fijar bien y mal, que pasan a ser cuestión volitiva, querencial, en último término: y no desplazada perfección a la que se accedería, si bien solo parcialmente mientras ligada el alma al cuerpo, por el camino de la racional dialéctica. El bien no está dado allí, ni puede dificultosamente atisbarse y perseguirse; el bien está aquí, adonde nos encaminen apetitos y razón deliberativa. Ya no es una persecución de lo pre-puesto, sino una posición voluntaria.
Zoon polemikon
Sin duda, el rasgo teórico más popular del pensamiento hobbesiano es el así llamado pesimismo antropológico, tan a menudo mal entendido como ubicuo en su obra. Tal pesimismo se relaciona, básicamente, con una visión de la naturaleza humana descrita en términos de conflictividad constitutiva para la convivencia entre semejantes. O, con más precisión, dotada de natural capacidad para dar a luz tal conflicto, capacidad que en los procesos de trato humano devendrá lucha necesariamente, si nada la contiene, pues cada hombre, así dispuesto por naturaleza, pugna según su particular interés inmediato. Y en la naturaleza desnuda nada hay que contenga tal cosa:[13] pues, bien al contrario, lo natural es, precisamente, ese despliegue de pasiones humanas que genera la contienda. La detección certera de este primigenio aspecto, de esta potencia connatural, de esta posibilidad de hacer estallar la discordia y del marco crudo en que habita acaba resultando, por así decir, y por utilizar una expresión que sin duda el propio Hobbes asumiría, una suerte de axioma a partir del que se deducirán, sin ir más lejos, teoremas que mandan buscar la paz “for a means of the conservation of men in multitudes” (Hobbes, 1651/1994, 15.34).[14] La argucia teórica de Hobbes, sobre la base de la autopreservación (self-preservation) como causa medular natural de las acciones humanas, salva con habilidad el hiato entre los ámbitos descriptivo y normativo[15] a partir de esos dos elementos: la tensión esencial entre la inevitable guerra primaria de todos contra todos y una natural disposición a preservar la vida propia, a la vez explica y justifica la erección de esa persona artificial (persona ficta), el Estado, que, artificialmente dotada de poder soberano (superanus), sea capaz de salvaguardar a esta paz de aquella guerra. La vieja noción aristotélica del animal político (zoon politikon) salta también por los aires.
La idea en bruto (contenida en dos de las sentencias más populares de la letra hobbesiana: el hombre es un lobo para el hombre (Homo homini lupus), y el estado de naturaleza como una guerra de cada hombre contra cada hombres (bellum omnium contra omnes),[16] que ya soliviantó notablemente con la aparición del De Cive, sustenta buena parte de lo que se clama en el Leviatán. En él, es precisamente un gran artefacto (artifact), el Estado, en forma de dios mortal y creado por mortales, el que protegerá a los hombres de los hombres, convirtiéndolos en dioses para otros hombres —como señala la sentencia tan ignorada como repetida la que le sucede: el hombre es un dios para el hombre (Homo homini deus)—.
Poder, derecho natural y derecho positivo
Otro de los aspectos rompedores del pensamiento hobbesiano (por su condición de radical ruptura con un elemento radical del Derecho y la política) es su concepción del derecho natural, abiertamente opuesta a la tradicional. La equiparación de derecho y poder en el ámbito natural acarrea, como natural consecuencia, la legitimidad de todo acto de depredación en la condición de naturaleza (condition of nature). Y de ello acabará manando (junto con el edificio político todo), casi por necesidad lógica, una concepción positivista del Derecho cuya solidez e influencia sigue operando hoy.
Así, y en este mismo marco, el Derecho resta como ius, si se quiere, pero no en tanto ajustamiento (o ayuntamiento: no en tanto ir junto a) con respecto a cánones predados trascendentes (teológicos o metafísicos), sino, visto su origen natural en cuanto solo limitado por poder animal, y tras el correspondiente (pues de ese origen solo podrá salir un derecho así) salto humano, civil, político (con el convenio como clave y la figura del soberano como ejecutora), quedará el Derecho como ajustamiento a voluntades convergentes de los hombres, a deseo tras deliberación que se acuerda voluntariamente. Ese nuevo ajustamiento, esa fijación del derecho político consistirá en determinar la compleja cesión, por los acordantes, de parte del originario derecho natural: una cesión que dependerá, en la raíz, de la voluntad de esos acordantes, y tal dependerá, a su vez, de sus querencias aconsejadas por su razón, la cual, ligada al deseo y sierva de este (nunca soberana, pues la razón no manda, no decide acción, solo aconseja, que no es poco) diseñará esa voluntad. Esta ley del deseo efectivo aconsejado por la razón, la ley de la voluntad que regirá los acuerdos que sancionen tal especialísima ley, tan independentísima ley (pues no hay dominium trascendente, predado que la dicte), tan dependentísima ley (pues tiene fronteras claramente demarcadas, las mismas que las de la libertad humana ya civilizada: el poder natural y el acuerdo convergente que lo constreñirá) es la fuente del derecho civil, que mana de esa peculiar fuente de derecho natural que Hobbes describe. Donde no hay canon trascendente, solo quedará voluntad inmanente, voluntad que mana de ese mismo mundo en que se da. Añadirá Hobbes al complejo una habilísima transición entre la fase descriptiva y la normativa, que captura la esencia de ambas: lo que es y lo que debe ser, en función de tal (una voluntad enmarcada en sus correspondientes necesidades que, mediante el acuerdo-promesa, determina lo que deberá ser). De hecho, asumirá en De corpore, la causa íntegra de los fenómenos resulta equivalente a la potencia plena, lo que los diferencia estriba, tan solo, en el ojo humano que mira al pasado o al futuro.
Ley natural, razón, cesión y ley política
En cuanto a las leyes de naturaleza (laws of nature), la revolución no es menor: podría decirse que para Hobbes las leyes de naturaleza son poco más (o nada más) que consejos para la supervivencia del —eso sí— mejor de los consejeros en su mejor disposición retórica: la razón, y en forma de conclusiones o teoremas (conclusions or theoremes). Consejos bien doctos, veraces, certísimos y de eficacia suma, si se sigue la idea de Hobbes: pero sin cualidad de mandato ninguna, sin agente(s) legitimado(s) por la voluntad común que actúe(n) en consecuencia,[17] caso de que esas leyes no sean observadas. No pueden entenderse esas leyes, en su doctrina, en cuanto preceptos absolutamente presancionados, como habitualmente sucedía y sigue sucediendo en buena medida. Esto es, no son fijaciones matrices ajenas a condiciones previas, absolutamente emancipadas por virtud de su preincorporación absoluta, independientes de condicionales o paras, liberadas del concretísimo y mundanísimo fin que las hace razonables: son más teoremas que axiomas, por traducirlo a los términos lógico-matemáticos[18] que Hobbes maneja, al revés que en la tradición: se deducen a partir de. Que haya de buscarse la paz[19] como bien autónomo no está escrito[20] en parte ninguna: se deduce que, dado el deseo de autopreservación que determina la condición humana, la mejor manera de consumarlo es ir en pos de la paz. Su condición de consejos liga (ob-liga, si se prefiere) a esos teoremas el elemento clave: el condicional, el para del que dependerá, en buena lógica (la recta razón [right reason] hobbesiana), y solo, su validez. En el caso que nos ocupa, esa condición básica es la preservación. El carácter controvertido de este punto,[21] en lo que concierne a lo que tratamos de decir ahora, no opera. Puede fallar el axioma, si se quiere, pero eso no afecta a la estructura del argumento, a la idea que defendemos: la condición de teoremas, dependientes por tanto de sus correspondientes axiomas, de las leyes de naturaleza. Su condición, en fin, de consejos ad hoc para hacer nuestra terráquea voluntad. Su ligazón, perfectamente desteologizada y constitutivamente irrebasable, a esa última voluntad (last will) que por ello será inalienable (indetenible) derecho de naturaleza (right of nature), incluso ya en el ámbito civil: la preservación, que lo es de la propia e intransferible vida de cada cual. No hay derecho porque calle la ley —la libertad del súbdito es aquella que se da a pesar de las ordenes soberanas y no en su ausencia (Hobbes, 1651/1994, 21.10, p. 141)— sino porque la ley no puede detener ni apresar el movimiento del impulso vital y, mucho menos, los estilos de vida que le siguen en correlato. Como muestra el detalle de la ilustración de portada que célebremente acompaña el Leviatán: una batalla se celebra mientras todo parece quieto ante la imagen imponente del dios mortal. Hobbes parece querer recordarnos que cuando todo parece quieto, la cosa sigue en movimiento.
En definitiva, el giro hobbesiano no consiste solo o exactamente en aportar visiones radicalmente distintas (con una radicalidad que poco parangón tiene en la historia del pensamiento, nos parece) a problemas clásicos (y, por lo que se ve, eternos: toca hueso, diríamos), que también: pues podemos encontrar obvios antecedentes[22] en la tradición materialista-atomista-epicúrea especialmente, o en Ockam, Marsilio, Bodin y Maquiavelo. La gran aportación de Hobbes, pues, consiste más bien en la fundamentación aguda que hace de lo que, más que partida, como solía suceder, es conclusión, al más puro estilo geométrico; y, sobre todo, cómo, a partir de mundanas fijaciones axiomáticas, desarrolla y concluye radicales posturas. En el caso de Menchaca esto se ve especialmente bien: derecho y poder naturales, de partida, equivalentes, y Hobbes seguirá esa línea para arrancar. Fundamentación y conclusión, radicalmente distintas: Menchaca funda en Dios; Hobbes, en este mundo, fuera del cual nada hay. Para el español, el Derecho, sancionado y ordenado por Dios; según el inglés, el Derecho, nada más que cosa de hombres, donde no entra más dios (por así decirlo) que las leyes de la naturaleza (en el sentido físico) y la condición del hombre deseante, que juega su voluntad solo constreñido por esas leyes y las que él, a partir de ello, construirá.[23] El carácter constrictivo de estas últimas, sin embargo, será muy distinto al de aquellas: pues no se pierde, como Skinner (2008) parece asumir,[24] la libertad natural: más bien se cede condicionalmente, que es cosa muy distinta, pues se puede recuperar cuando se quiera (matar es fácil, como desobedecer, incumplir, conspirar...), incluso (hasta ahí se extienden voluntad y poder, y con ellas el problema político) al margen de si la condición se cumple o no. El carácter civil de esa constricción, a efectos perfectamente pertinentes, nada tiene que ver con el carácter natural de aquella: que usemos ley indistintamente para ambos fenómenos puede resultar confuso (de hecho, lo resulta); que no detectemos ese carácter confuso, relevantísimo, clave a este nivel, fatal.
Coda
No obstante, podría pensarse en una ambigüedad deliberada. Los ya más de 350 años de polémica sobre tal confusión así lo atestiguan. Hobbes juega en esa cornisa, se arriesga a la fatalidad, en tanto no renuncia (del todo) al lenguaje del deber, de la ley natural del aristotelismo, del futuro como artificio inconmensurable que puede, si lo desea, proceder de la nada. Si Hobbes dice lo que cabe entenderse en diversos modos, si inventa sentidos pero no nombres que eviten el equívoco, ello se debe, nos explica Nakayama en su artículo sobre la antilogía en Hobbes, a un dispositivo retórico con el que busca que sus palabras-imágenes se hagan sentido, incluso, entre quienes se apegan al canon por él defenestrado. Con ello no nos replegamos, tras anunciar la revolución, en un núcleo problemático irresoluble por la hermenéutica hobbesiana siempre apegada a sonsacar a sus textos cuál sería el sentido privilegiado por Hobbes para el nombre ley, derecho u obligación. No: si volvemos a señalar la ambigüedad es porque encontramos en ella, como también lo hacen los autores que nos acompañan en este dossier —cada uno con su perspectiva y, en consecuencia, su resolución—, la expresión de un problema central: si para Hobbes no hay un afuera de las relaciones de poder en tanto no hay nada más allá de las relaciones de los cuerpos, tampoco podrá contentarse uno, siquiera el soberano, con las ensoñaciones de un poder sempiterno. Hobbes elude, esquiva, golpea y esconde, porque sabe de la fisura que implica la presencia de quienes leen, sienten, reaccionan e, incluso, subvierten cualquier plexo posible de significaciones que provenga del lugar de la soberanía, pero también de cualquier autoridad como la de Hobbes mismo autor de Leviatán. Hobbes confía en haber dado con la clave para que las cosas duren, pero también sabe que las cosas no duran quietas y, si se mueven, habrá de hablárseles de un modo tal que esas palabras, imágenes, signos o demonios, sean capaces de acompañar la fluctuación misma de los cuerpos en movimiento.
Así, como sugeríamos, el revolucionario pensamiento moderno de Hobbes, su giro, supone una nueva localización del pivote: el humano (y no Dios), su cuerpo entero y mortal, es el eje central en torno al cual lo humano gira, no en forma de orden fijo y finito, sino como escurridiza dispersión cósmica que se mueve. Y esa dispersión cósmica que pasa a ser entonces lo real (si se quiere, creada por Dios: naturaleza, el arte por el que… [Nature, the art whereby...]) incluye, claro, el ámbito de lo creado por el arte humano (by the art of man): el Estado, la política, la reflexión en torno. Y es ahí, en ese gran artificio que son todas las instituciones políticas, donde hay que indagar: observación empírica y reflexión, razón y deducción son las herramientas y los límites de acceso al mundo inmanente y su verdad, que desplazan a los universos esencialistas, a la Revelación y al nous (esa dialéctica preestética y ultraestética). Y lo serán de ese particularísimo paramundo que es la política.
Lo entendió así ya Maquiavelo; así lo entendió luego Hobbes, que lo leyó con atención, sin duda; y lo entendió (lee a ambos) Spinoza. Y de ese modo queda configurado el Rat Pack que fija un modo de ver y pensar la política que hoy sigue vigente. Quizás porque ese desplazamiento de lo divino a lo humano, eso que ahora se llama y se reclama como secularización (cual si fuera un fenómeno nuevo), permanece incólume: ¿qué otro criterio maestro digno de tal nombre se ha aportado después de Dios y la razón sola? Por eso ser espectador privilegiado del arranque de esa transfiguración del mundo sigue siendo capital para entender lo que hoy es.
Nos quedamos, pues y de momento, con ese giro hobbesiano, esa revolución hobbesiana en forma de antropocentrismo político-moral: la moral es cosa de humanos, no de dioses, no de formas. De humanos que son ahora pedregosa naturaleza, pero naturaleza que crea: y crea política.
Aspectos formales del dossier
Aunque no se han unificado las fuentes de las referencias bibliográficas a las obras de Hobbes, si se unificó el criterio de citación. Así, independientemente de la edición manejada por cada autor, todos hacen mención del número de capítulo y de párrafo correspondiente, seguido del número de página de la edición que ha utilizado. Por ejemplo, 3.7, p. 194 corresponde al capítulo 3, párrafo 7 que se encuentra en la página 194 de la edición del autor del artículo.
En el caso de Leviatán, obra en la que Hobbes no sigue dicho esquema en su versión original, se emplea la numeración de párrafos propuesta por Edwin Curley en su edición publicada por Hackett (Indianápolis, Canadá) en 1994. La numeración de Curley sigue, a su vez, la división de párrafos de la edición de Molesworth de 1839. En las referencias al Behemoth, a falta de una edición con párrafos numerados, se agrega entre corchetes el número de página de la edición de Molesworth en English works of Thomas Hobbes (Vol. 6, pp. 161-418).
Referencias bibliográficas
Brett, A. (1997). Liberty, right and nature: Individual rights in later scholastic thought [Libertad, derecho y naturaleza: derechos individuales en el último pensamiento escolástico]. Cambridge, Reino Unido: Cambridge University.
García Gual, C. (2002). Epicuro. Madrid, MD: Alianza.
Fattori, M. (2007). La filosofia moderna e il S. Uffizio: ‘Hobbes Haereticus Est, et Anglus’ [La filosofía moderna y el Santo Oficio: ‘Hobbes el hereje inglés’]. Rivista di storia della filosofia, 1, 83-108.
Frost, S. (2008). Lessons from a materialist thinker: Hobbesian reflections on ethics and politics [Lecciones de un pensador materialista: reflexiones hobbesianas sobre ética y política]. Stanford, Estados Unidos de América: Stanford University.
Hobbes, T. (1994). Leviathan, with selected variants from the Latin edition of 1668 [Leviatán, con una selección de las variaciones de la edición latina de 1668] (E. Curley, Trad.). Indianapolis, Estados Unidos de América: Hackett. (Trabajo original publicado en 1651). Citado por capítulo, párrafo y página.
Kavka, G. (1986). Hobbesian moral and political theory [Moral y teoría política hobbesiana]. Princeton, Estados Unidos de América: Princeton University.
Malcolm, N. (Ed.). (1994). The correspondence of Thomas Hobbes (2 vols.) [La correspondencia de Thomas Hobbes]. Oxford, Reino Unido: Oxford University.
Malcolm, N. (2002). Aspects of Hobbes [Aspectos de Hobbes]. Oxford, Reino Unido: Clarendon. https://doi.org/10.1093/0199247145.001.0001
Mintz, S. I. (1969). The hunting of Leviathan: seventeenth-century reactions to the materialism and moral philosophy of Thomas Hobbes [La caza del Leviatán: reacciones al materialismo y la filosofía moral de Thomas Hobbes en el siglo diecisiete]. Cambridge, Reino Unido: Cambridge University.
Pettit, P. (2008). Made with words [Hecho con palabras]. Princeton, Estados Unidos de América: Princeton University.
Skinner, Q. (2002). Visions of Politics (Vol. 3) [Concepciones de la política]. Cambridge, Reino Unido: Cambridge University. https://doi.org/10.1017/CBO9780511613784
Skinner, Q. (2008). Hobbes and Republican Liberty [Hobbes y la libertad republicana]. Cambridge, Reino Unido: Cambridge University.
Notas // Notes
[1] Nos acordamos de cómo títuló Kuhn su influyente obra sobre la ruptura que supuso el trabajo del astrónomo polaco: The Copernican Revolution.
[2] El tema ha sido profusamente tratado por pensadores contemporáneos. Nos quedamos, entre todos, con los trabajos de Mintz (1969) y Malcolm (2002).
[3] Valga la cálida epístola que le dirigió el mismo Leibniz, muy laudatoria. Cf. Malcolm (1994).
[4] Hobbes fue nominalista y materialista; elaboró su sistema sobre la base de una concepción fundamentalmente nominalista del conocimiento y una visión fundamentalmente materialista del universo. Fueron las consecuencias que dedujo de esos fundamentos filosóficos las que violentaron a sus contemporáneos: pues tales consecuencias eran abiertamente irreligiosas. En manos de Hobbes el nominalismo y el materialismo se convirtieron en instrumentos de un poderoso escepticismo sobre la existencia real u objetiva de absolutos; y en particular sobre absolutos tales como la providencia divina, el bien y el mal y el alma inmortal.
[5] Así lo lee, por ejemplo, Skinner (2002, p. 22): “the irenic message of Leviatán [el mensaje irénico del Leviatán]”; pero también Samantha Frost (2008, p. 131) cuando reconstruye en Hobbes una ética a partir de un determinismo de lo colectivo cuyo valor central estriba en la paz como condición de posibilidad para actuar con el otro.
[6] Naturalmente, como sucede con cualquier idea, esta también tiene sus antecedentes e inspiraciones. Aunque en esa forma concreta la paternidad de Hobbes puede aceptarse fácilmente.
[7] [Hobbes] es el modelo de pensador que aborda múltiples cuestiones, buscando puntos en común y conexiones entre los muchos campos que cubre.
[8] Resulta que los argumentos de Hobbes son más sutiles y complejos —y están más esparcidos por todo el Leviatán— de lo que normalmente se piensa.
[9] Libertad significa, propiamente, ausencia de oposición. La conocida noción de libertad que, junto a su mecanicista corolario, permite a Hobbes (1651/1994, 21.1, p. 136) dejarlo todo sentado: “by Opposition, I mean externall Impediments of motion;) and may be applyed no lesse to Irrationall, and Inanimate creatures, than to Rationall” (por oposición quiero decir impedimentos externos del movimiento, y puede referirse tanto a las criaturas irracionales e inanimadas, como a las racionales).
[10] Se entiende por LIBERTAD, según el más propio significado de la palabra, la ausencia de impedimentos externos.
[11] Y aportando novedades radicales, en cualquier caso, por supuesto: trabajaron sobre lo ya hecho, pero le dieron solidez y colofón.
[12] Y embebido del ambiente positivo de esa Nueva Ciencia que en su siglo cambiará el pulso epistemológico para siempre.
[13] Entiéndase ahora lo natural, claro, como opuesto a artificial; sin duda, la intervención racional y los artificiales constructos a que dé lugar son tan naturaleza como el inmediato arrojo de las pasiones.
[14] Como medio de conservación para los hombres en multitudes.
[15] No deja de ser curioso que quien esboza la argucia haya pasado a la historia, precisamente, por fijar la base que faculta la denuncia del is-ought problem (problema del ser-deber ser).
[16] La presencia de la conocida frase le bastó al De cive para ser proscrito: fue incluido, en 1649, en el Índice de libros prohibidos de la Congregazione romana del Santo Uffizio (en Archivio della Congregazione per la Dottrina della Fede). Marta Fattori (2007) comenta el caso y aporta la documentación al respecto. Agradecemos la amabilidad de la autora, que nos envió el artículo junto con la fotocopia de los documentos originales anexos del Santo Ufizzio, donde se cita y condena el famoso pasaje hobbesiano.
[17] Y este es el factor clave, el restrictivo, que la política necesitará para cumplir sus propósitos (de nuevo, la supervivencia: y para ella, la protección).
[18] Y su verdad y su corrección, claro, dependerán de la verdad del axioma y de la corrección del proceso deductivo: en este caso, y respectivamente, de la verdad de la preservación como suma y absolutamente previa condición, y del buen paso de lo que Hobbes, inspirado por la tradición, llamaba right reason (o recta ratio en el inglés del Dialogue, como corresponde a la expresión de uso jurídico): el right reasoning en tanto proceso sin fundamento previo en la naturaleza, puro arbitrio.
[19] O, por decirlo de otra forma, que los hombres hayan de ser hermanos, o amar al prójimo como a uno mismo, o la versión que se estime de la regla de oro (golden rule).
[20] Obviamente lo decimos en sentido trópico, pues escrito está y con bastante profusión.
[21] Pues no es tan claro que el hombre busque por necesidad natural esa preservación, entiéndase como quiera entenderse esta.
[22] No son los menos interesantes los menos mencionados, como los que advierte Skinner (2008), y que subscribimos: Vázquez de Menchaca, entre otros, como señala a partir del trabajo de Brett (1997); en el mismo texto, Skinner observa algunos quizás más obvios en relación a la metáfora política organicista, que ya puede leerse en Platón, en Aristóteles y Vitoria, sin ir más lejos.
[23] Queda, además, la distinta valoración que ambos hacen del estado de naturaleza: positivo para el dominico, negativo para Hobbes, como observa con acierto Brett (1997, 205).
[24] Aparece la misma idea con regularidad en los comentaristas, que utilizan distintas expresiones, pero habitualmente con el sentido de perder y no de ceder. El matiz nos parece crítico por razones obvias.