Las dimensiones del exilio: pensar el pasado y el presente desde la “extraterritorialidad”. Entrevista a Enzo Traverso
The Dimensions of Exile: Thinking about the Past and the Present from “Extraterritoriality”. Interview with Enzo Traverso
Rafael Pérez Baquero
Universidad de Murcia, España
Resumen A lo largo de la siguiente conversación se discutirán algunas de las condiciones e implicaciones que acompañan a la noción de exilio, tanto para la historia del pasado como para su representación desde el presente. La categoría de exilio —como forma de extraterritorialidad— ha jugado un rol central en la reflexión del historiador italiano Enzo Traverso. Desde la perspectiva que nos ofrece, el exilio no fue solo una condición compartida por las masas y los intelectuales del pasado siglo. Al contrario, el potencial semántico de esta categoría refleja las tensiones diacrónicas y sincrónicas que surgen cuando nos enfrentamos a los problemas de nuestro pretérito y nuestro presente. Su generalización, al fin y al cabo, nos permite apreciar algunos rasgos básicos del siglo xxi. Sobre esta multiplicidad de significados del exilio gira el texto que presentamos.
palabras clave extraterritorialidad; melancolía; antisemitismo; globalización.
Abstract In the following text, some features and implications of the exile will be analyzed, both in relation with the history of the xxth century and in relation with its representation. Exile —as a form of extraterritoriality— is a central category in the works of the Italian historian Enzo Traverso. From his perspective, exile is not just a condition shared by the masses and the thinkers along the xxth century. On the contrary, the semantic potential of this notion could depict two things. From a diachronic point of view, it shows some of the problems we have to deal with when facing our past. From a synchronic point of view, it helps us to deal with the challenges that come from our contemporary world. After all, the normalization of some of its features allows us to understand some features of our globalized societies. The variety of meanings that revolve around exile is the focus of this text.
Key words Extraterritoriality; Melancholy; Anti-Semitism; Globalization.
Recibidoreceived 30/04/2018
Aprobadoapproved 18/05/2018
Publicadopublished 30/06/2018
Nota del autor
Rafael Pérez Baquero , Universidad de Murcia, España.
Esta entrevista tuvo lugar en el marco de una estancia de investigación en el Romance Studies Department, Cornell University (01/10/2017-31/12/2017) por medio de una ayuda de movilidad del MECD.
Correo electrónico: rafaelperbaq@gmail.com | ORCID: http://orcid.org/0000-0003-4942-6427
Las Torres de Lucca, Vol. 7, Nro. 12, Enero-Junio 2018, pp. 159-181 . ISSN-e 2255-3827.
Rafael Pérez Baquero (RPB): El objetivo de la entrevista es un análisis sobre el rol que la noción del exilio ha jugado a lo largo de tu obra. Si repasamos tu bibliografía, resulta evidente que esta noción ha ido adquiriendo diferentes dimensiones con diversos matices. Por lo tanto, lo que resultaría más interesante sería intentar conectar diferentes partes de tu obra tomando a la noción del exilio como hilo conductor.
Para empezar este recorrido ¿en qué momento de tu investigación te encuentras con el problema del exilio? ¿Qué estabas investigando en el momento en el que empezaste a tratarlo?
Enzo Traverso (ET): Creo que la cuestión del exilio se constituye como objeto de investigación en mi vida intelectual hace un poco más de veinticinco años. Es decir, al principio de la década de los noventa, en la época en la que mi trabajo giraba en torno al problema histórico del Holocausto. Al fin y al cabo, se trataba de una década en la cual la historiografía del Holocausto conoció una gran renovación y transformación. Y no únicamente la historiografía. La memoria fue un objeto ampliamente estudiado por diversas corrientes de investigación, y el Holocausto apareció desde el principio como un paradigma de la memoria colectiva. Fue en aquel momento, mientras trabajaba en la redacción de un libro sobre el papel del Holocausto en la cultura europea, cuando tomé conciencia del siguiente fenómeno: la reflexión más interesante y profunda sobre el exterminio de los judíos de Europa era un producto del exilio. Esta constatación derivaba de la propia trayectoria vital de muchos de los autores que habían escrito sobre este tema, durante la guerra y en la postguerra. La mayor parte de aquellos cuyas reflexiones han pasado a la historia, eran exiliados.
Una vez que percibí ese hecho, empecé a reflexionar en torno a dos cuestiones. En primer lugar, en torno a la conexión entre el exilio y el pensamiento crítico respecto a los traumas del siglo xx. En segundo lugar, en torno a la cuestión del exilio como condición de pensamiento.
Por otra parte, a partir de la década de los ochenta, se había producido también una expansión de lo que se llamaba, en Alemania, Exil forschung o, en Estados Unidos, Exile Studies. No obstante, la principal carencia que encontraba en aquellos trabajos es que se limitaban a investigaciones muy empíricas. Es decir, a lo largo de aquel proceso, el exilio se empezaba a transformar en un objeto historiográfico más. Durante aquella época se publicaron autobiografías, testimonios… de exiliados, pero siempre desde una perspectiva limitada a la literatura de testimonio o como mera tentativa de elaboración de una experiencia vivida en el exilio. Era un proceso que abarcaba una pluralidad de movimientos de exiliados. Se describía, por un lado, la experiencia de los judíos europeos exiliados en Estados Unidos y en parte de Europa. También apareció una literatura del exilio que abarcaba las biografías de intelectuales en Europa del Este; la de exiliados del socialismo real cuyas nuevas capitales eran París, Londres… así como varias de las grandes ciudades de Estados Unidos. También debemos incluir aquí el caso de Latinoamérica. Este continente, en particular México y Argentina, fue el receptor del exilio de muchos intelectuales europeos que huían del fascismo. En cierto sentido, podríamos establecer toda una geografía o cartografía de la literatura testimonial a lo largo del siglo xx.
Ahora bien, como ya he mencionado, es preciso entender que se trataba de literatura en el sentido clásico de la palabra. Se trataba de textos autobiográficos redactados por escritores profesionales, que eran consumidos como simple objeto literario, si bien esta literatura estaba acompañada, además, por una historiografía que investigaba las condiciones de vida de los exiliados. Es decir, se investigaban los problemas derivados de la transición de buena parte de la vida cultural europea a Estados Unidos. Pienso aquí en trabajos como The Sea Change de Stuart Hughes (1975), Weimar in exil de Jean-Micel Palmier (1987) y Wissenschaft im Exil de Hans-Dieter Krohn (1987). Se trataba de estudios factuales, prosopografías muy interesantes, pero puramente descriptivas. Había un elemento que no apareció en aquellos trabajos y que me pareció necesario reivindicar y estudiar: el exilio como condición de pensamiento, como premisa para la producción de ideas y de reflexión crítica, la cuestión en torno a la naturaleza del exilio como condición de la Teoría Crítica. No había muchos trabajos sobre este conjunto de cuestiones. En este contexto, y con esta preocupación de fondo, nace mi libro Auschwitz y los intelectuales, como una reflexión sobre la cuestión del exilio (Traverso, 2004a).
Por lo tanto, de forma inevitable, ya que es algo que pertenece a los de mi generación, el Holocausto se había convertido en el prisma a través del cual yo comencé a pensar el exilio. No obstante, no pasó mucho tiempo hasta que tomé conciencia de que el exilio era un fenómeno mucho más amplio y complejo, que sobrepasaba la experiencia histórica del Holocausto. De esta forma, el exilio empezó a dibujarse en mi interpretación del pasado como uno de los rasgos fundamentales para escribir una historia cultural del siglo xx.
En muchos casos, las procedencias y destinos de dichos exilios se entrecruzaban: por un lado se produjo un exilio español en Latinoamérica y, a su vez, en la posguerra, hubo exiliados latinoamericanos en Europa. También se produjeron exilios antifascistas italianos y alemanes en EEUU, exilios del Este europeo en Occidente; exilios árabes y africanos en Europa, pero también de Asia al Oeste: la amplitud del fenómeno es contundente. Así, llegué a la conclusión según la cual la historia del pensamiento y de la cultura del siglo xx puede ser considerada como una historia del exilio1. Al fin y al cabo, aquella está profundamente vinculada a este desplazamiento del eje del pensamiento de un continente a otro.
No obstante, posteriormente me he encontrado ante la necesidad de problematizar y cuestionar esta idea. Es una tesis demasiado fuerte, por lo que resulta necesario matizarla. Por ejemplo, si seguimos la lectura del siglo xix que propone Jürgen Osterhammel (2014), nos damos cuenta de que la experiencia del exilio no es, ni por su naturaleza ni por su volumen, específica del propio siglo xx. Siguiendo su obra, podemos apreciar en qué medida, en relación a este problema, la historia del siglo xix tiene ciertas semejanzas con la del siglo xx. Tanto por el hecho de que se produjeron grandes desplazamientos de población, como por el hecho de que dichos cambios afectaron profundamente a la vida política e intelectual de Europa. No obstante, es cierto que este exilio era más continental y europeo y no global, como el del siglo xx. Es decir, una de las especificidades de este último es que aparece de forma más clara y toma un rasgo básicamente transatlántico. Se caracteriza por la presencia de desplazamientos de grandes masas de población entre Europa y las Américas.
Por lo tanto, la dimensión transatlántica y global que adquiere a lo largo del siglo xx en la cultura occidental, y su evolución en las últimas décadas, nos obliga a repensar la noción misma de exilio. Este cambio se produjo con la secunda globalización. Actualmente podemos apreciar que muchos de los rasgos que se atribuyen a la condición del exilio se han transformado en condiciones normales de producción de pensamiento y de cultura, tal y como se desenvuelven en un mundo globalizado. Y esto no ocurre de forma necesariamente vinculada a rupturas históricas o traumas. Al contrario, se ha convertido en una condición normal y habitual en nuestro presente.
RPB: A la hora de intentar buscar la especificidad del fenómeno del exilio en el pasado siglo y las potencialidades que pueda tener para entender lo que ocurre actualmente, me resulta significativo que en tus obras el exilio aparezca con cierto carácter contradictorio o ambivalente. Por un lado, la experiencia del exilio tiene un carácter negativo, en la medida en que se presenta como una especie de ruptura e imposibilidad de volver a una patria, incluso cuando físicamente se pueda volver a esa patria. Por ejemplo, tenemos el caso de Kracauer. El emigró a Nueva York, donde no se sentía en casa porque estaba en otra ciudad. Pero posteriormente volvió a Alemania y allí tampoco se sentía en casa porque para él es como si no fuera el mismo país. En este sentido, teniendo en mente la definición de Adorno del exilio como una “vida mutilada” (2004), como una forma de vida bajo la sombra de una carencia que nunca se puede elaborar, me interesaría plantear ¿qué conexiones se podrían trazar entre el exilio y la melancolía, la noción que ha protagonizado tu última obra (Traverso, 2016)?
ET: Yo creo que la relación entre ambas es muy fuerte. Esta dimensión de sufrimiento, del exilio como mutilación, es la manera a través de la cual muchos exiliados se enfrentaron a estas vivencias. Aquí tenemos que tener en cuenta una distinción que hace muy bien Edward Said (2003) en su ensayo sobre los intelectuales, entre el expatriado y el exiliado. Yo soy un expatriado, no soy un exiliado. No vivo en Ithaca, NY, como consecuencia de haber sido expulsado o haber sufrido persecuciones en mi país. Depende totalmente de mi elección. Y eso cambia totalmente la perspectiva. Si yo quiero volver podría hacerlo mañana. Si yo te dijera que para mí es una mutilación o un sufrimiento podrías contestarme ¿entonces por qué estás aquí?
El exilio es una mutilación para quien lo sufre como algo que deriva de la violencia. Es un desarraigo, una laceración… Esa es la manera en que los exiliados viven psicológicamente su condición: como mutilación, privación, ruptura con sus condiciones normales de trabajo, de vida o de pensamiento. A los exiliados les afectó mucho esa ruptura que, en muchos casos, implica no poder escribir más en su idioma. O si escribían en su idioma no sabían cómo publicarlo. O lo publicaban en pequeñas publicaciones de exiliados. Al fin y al cabo, muchos exiliados se encerraron en su microcosmos y solo hablaban entre ellos porque no podían dirigirse a un auditorio más amplio; sus lectores ya no existían. Esa es la condición de mutilación y sufrimiento. Y, aunque esa no es en particular la condición de Adorno, él se dio cuenta de lo que tenía alrededor. Es un desplazamiento material a través del cual las condiciones de vida de los exiliados en su nuevo país son mucho peores que las de antes del exilio.
Pero esa es una dimensión del exilio. Hay también otra dimensión. Los exiliados descubren un mundo y siguen trabajando en otro contexto. Se encuentran ante una nueva realidad que implica una aportación extraordinaria, lo que Simmel describe en su ensayo sobre El extranjero (2012) como la posibilidad de comparar distintos mundos, de pensar entre dos universos, de establecer una relación crítica con respecto a ambos mundos. El exiliado puede desarrollar tanto una nueva visión crítica con respecto al país que abandonaron, a su cultura…. como una visión crítica con respecto al país, a la sociedad, a la cultura, en la cual se integraron.
De la misma manera, esa dimensión melancólica sobre la que me preguntas también es múltiple. Hay una anécdota que circula mucho en Argentina y que es muy significativa en este sentido. Es la historia de un grupo de exiliados argentinos en París que se reúnen en un café del Barrio Latino y juntos rememoran los cafés de Buenos Aires. Unos a otros se comentan “¿Recuerdas cuándo vivíamos en Buenos Aires e íbamos a sus cafés…?” Se había construido una comunidad melancólica que establece la unión entre sus miembros alrededor de una relación nostálgica con el país que abandonaron. Después de la transición a la democracia volvieron a Buenos Aires. Allí se empezaron a reunir otra vez en un café y se comentaban los unos a los otros “¿Te acuerdas de cuándo vivimos en País en los setenta, un tiempo maravilloso, aquel café en el que nos encontrábamos todos los exiliados?” (risas) Entonces es una doble situación melancólica.
RPB: Es una melancolía respecto a la propia melancolía.
ET: Si. Y esa segunda melancolía, la melancolía del exilio, es una manera implícita de reconocer que esa experiencia del exilio no fue solamente una experiencia de sufrimiento. Fue una experiencia enriquecedora. Por ejemplo, piensa en la ciudad de Nueva York. Allí se desenvolvieron las vidas de muchos exiliados e inmigrantes. Si lees todas las historias, toda la literatura sobre Nueva York por parte de estos intelectuales, te das cuenta de que Nueva York es como París, en la medida en que son ciudades que liberan una energía extraordinaria. Son ciudades que viven del aporte de todas esas culturas y miradas extranjeras que se mezclan.
El exilio es al mismo tiempo una condición de mutilación y de potencialidad crítica y creativa. Después de todo, muchas de las obras que los exiliados escribieron y elaboraron en el exilio serían inconcebibles sin esta experiencia. La escuela de Frankfurt no sería lo que es sin el exilio (Wheatland, 2009). Muchas de esas ideas nacen de una trayectoria vital llena de choques, de conflictos… las contradicciones son necesarias para el surgimiento del pensamiento nuevo. El pensamiento crítico nunca surge de un mundo de proceso lineal y acumulativo de conocimientos. Al contrario, emerge de tensiones y choques, y la condición del exilio es la más sensible a las tensiones de un tiempo. Por este motivo, los exiliados son no solo los testigos de las crisis, de las heridas que la historia ha infringido, son también los que las piensan.
Yo trabajé estas cuestiones ligándolas al tema del Holocausto en particular, pero se puede extender. En nuestro seminario hablamos de Siegfried Kracauer; su teoría del cine (Kracauer, 1960) no hubiera sido la misma si se hubiera quedado en Alemania. La teoría de la imagen de Erwin Panofsky (2013) no sería la misma sin su desplazamiento. Eric Auerbach no hubiera podido escribir Mímesis (2006) sin el exilio y esa mirada exterior que repentinamente establece respecto al canon occidental de la literatura. Otro ejemplo. Hace algunos años escribí un ensayo sobre el exilio italiano (Traverso, 2010). Me di cuenta del siguiente hecho: uno de los más grandes historiadores del mundo antiguo, Arnaldo Momigliano, empezó su carrera en la Italia fascista y escribió en 1937 un ensayo sobre la Roma Antigua. En 1937 hubo en Roma una gran exposición sobre el Imperio Romano que el fascismo retomaba, presentándose a sí mismo como el regreso del mismo. Momigliano escribió un ensayo sobre Augusto que era muy apologético del fascismo. Era una contribución de la inteligencia italiana a la edificación de un régimen fascista que celebraba su triunfo tras las guerra de Etiopía. En 1938 el fascismo promulga las leyes raciales antisemitas. En 1940, Momigliano toma la ruta del exilio, primero a Inglaterra y luego a Estados Unidos, donde hace carrera en Chicago. Y es desde allí, en 1940, donde empieza a escribir sobre la historia del Imperio con una mirada totalmente diferente respecto a la que tenía en Italia.
El exilio cambia la manera de pensar en todas las disciplinas. No se puede imaginar un texto como las tesis Sobre el concepto de historia de Benjamin (2012) o Dialéctica negativa de Adorno (2017) sin la experiencia del exilio. Para elaborar una visión tan radicalmente crítica del recorrido de la civilización occidental hay que desplazarse en un observatorio diferente que te permita mirar desde fuera. Es necesario haber sido golpeado por esas mismas civilizaciones de forma tan profunda como para mirarlas con un ojo crítico. Esa es la condición de los exiliados.
Al comparar esos textos con lo que escribe Jaspers es posible detectar la relevancia de esta dimensión. Jaspers se quedó en Alemania totalmente aislado, perdió su trabajo, sufrió mucho… Pero aun así no tiene esa capacidad de distancia crítica. Psicológicamente, desde Alemania, no puede ver el régimen nazi desde fuera. No tiene la distancia necesaria para pensarlo. Por supuesto, es un crítico radical del fascismo. Pero su visión y su reflexión son totalmente internas, obsesionadas por el tema de la culpa. La escuela de Frankfurt, al contrario, mira Alemania desde afuera. Me podrías decir que eso está vinculado al hecho de que Jaspers es, como lo define Arendt, un “pedazo de hielo,” un protestante prusiano, mientras que la escuela de Frankfurt está formada por judíos cosmopolitas. Pero lo que escribe Jaspers, que es lo más crítico de los intelectuales alemanes, es interno; mientras los otros escriben desde fuera, adoptan una mirada externa.
Justamente el hecho de que Jaspers se quedara en Alemania y se considerara totalmente alemán, es lo que le llevó a sentir en lo más profundo de sí mismo la culpabilidad de Alemania (Jaspers, 1998). Esa culpa —criminal, política, moral y metafísica— es algo que, por lo menos en algunas de sus dimensiones, está dentro de él. La postura de Kracauer lo sitúa en las antípodas. Cuando vuelve a Alemania para participar a una conferencia, la considera como un país diferente de aquel que había abandonado; se siente como un extranjero. Se produce, por lo tanto, una ruptura con múltiples implicaciones.
Y eso es posible justamente por el exilio. Arnoldo Momigliano volvió a Italia, enseñó durante la postguerra en la escuela Normale de Pisa, recibió reconocimientos… pero su mirada había cambiado. Él nunca dejó de considerarse como un historiador italiano, pero escribió en inglés y adoptaba una óptica que era diferente. El exilio establece cambios que son permanentes.
RPB: En relación a esta especie de hermenéutica de la distancia con la que cuenta el exiliado, me resulta muy interesante la siguiente metáfora que plantea un exiliado como Sigfried Kracauer: recurre a la figura de la extraterritorialidad, del apátrida, no solo como una metáfora para dar cuenta del exilio o de la experiencia de los historiadores que tuvieron que exiliarse, sino de la propia naturaleza de la historiografía (Kracauer, 1995, pp. 80-103). Desde su planteamiento, esta hermenéutica de la distancia se termina convirtiendo en una característica esencial para el trabajo del historiador. Me refiero específicamente a la definición del historiador como aquel que habita entre dos mundos porque abandona el suyo e intenta vivir en el pasado, pero siempre lo piensa desde el marco del propio. ¿Podríamos ver este tipo de tensiones como una característica inherente a la propia historiografía? ¿Podríamos determinar si algo que se encuentra en la naturaleza del exilio puede considerarse como necesario para el historiador? Al fin y al cabo, esta metáfora aparece en muchas de tus obras (Traverso, 2011) como esquema para entender cómo se escribe la historia cuando el pasado todavía sigue presente ¿considerarías que es una metáfora válida para entender la escritura de la historia durante el siglo pasado y durante lo que llevamos de siglo xxi?
ET: Yo creo que sí. El historiador por su propia naturaleza es un exiliado, es un extraño. El problema es que en la mayoría de los casos los historiadores reflexionan muy poco sobre el estatuto epistemológico de su propio trabajo y sobre su propia condición. Kracauer lo hizo. Él mantuvo que el historiador es alguien que vive en una época e intenta reconstruir un mundo que desapareció, por lo que su actividad implica siempre un desplazamiento. Es un trabajo que implica el intento de colmar una distancia. Y que deriva también en un viaje a otro mundo y trae consigo una extraterritorialidad. Esa es la condición de la escritura de la historia. Hay todo un conjunto de herramientas que te permiten reconstruir el pasado, que te permiten pertenecer al pasado. Pero muchos historiadores no se plantean este problema.
Lo que me parece evidente (Traverso, 1999, 2004, pp. 245-275) es que Kracauer pudo teorizar este papel o esta naturaleza del historiador como exiliado porque él mismo era un exiliado. Solo así pudo reflexionar sobre su propia trayectoria para aplicar esta condición a la escritura de la historia. No sé en qué medida podría ser aplicable a otras disciplinas. Creo que todas las disciplinas están afectadas por este doble movimiento; el arte, la literatura… Aunque hay disciplinas que empujan o que favorecen un planteamiento autorreflexivo más que otras.
RPB: Lo que propone Kracauer, y aparece en algunas de tus obras en relación a esta figura del exilio, constituye una forma de explicitar en el propio texto histórico los procesos formales subyacentes. El objetivo de construir una historiografía que en sí misma contiene el reconocimiento de todos sus límites, podría leerse como una reactualización de la máxima de Croce según la cual toda historia es historia contemporánea. Es ciertamente una tesis que tiene muchos defensores, y que te enfrenta con diferentes escuelas historiográficas. Tanto la de aquellos que consideran que podemos obtener, en base al documento, a la interpretación unívoca del pasado, una auténtica reconstrucción del pretérito, como aquellas teorías que defienden lo contrario. Estoy pensando en autores que han sido asociados a una historiografía postmoderna como Keit Jetkins (2003); autores según los cuales el pasado es un texto. Ese texto estaría escrito desde el presente y pertenecería únicamente al presente. En base a esta condición puramente textual del texto histórico habría una inaccesibilidad o dificultad enorme de reconstruir el pasado, debido al carácter opaco de los recursos que tenemos a la hora de representarlo. Entonces me da la impresión de que tu teoría intenta situarse entre ambas posturas a partir de la manifestación de una tensión irresoluble entre esos dos mundos; una tensión en medio de la cual se encuentra el historiador.
ET: Sí. El problema es que yo veo también un peligro muy grande en la versión historiográfica del postmodernismo que, de cierta manera, tiende a suprimir esa tensión, que es una tensión creadora, entre los dos mundos: pasado y presente. Tiende justamente a eliminar la tensión que puede establecer el exiliado. Además, la tendencia a anular esta tensión con una interpretación que reduce todo a un texto implica un riesgo: si todo se reduce a un texto, un texto se puede malear de cualquier manera. Un texto, en tanto lenguaje, ofrece posibilidades infinitas de creación, transformación, metamorfosis. Eso lo veo en muchos seminarios o workshops. Recuerdo un seminario hace dos años que giraba en torno a la cuestión ¿qué es el Sur? Había investigadores indios con un planteamiento postcolonial, que discutían con italianos ocupados en la “cuestión meridional,” respecto a si Italia es un país del norte o del sur. Un problema que también puede surgir en el caso de España.
Pues bien, toda la discusión fue una cacofonía en la cual se perdió toda referencia. Una mirada exclusivamente enfocada sobre el linguistic turn te permite teorizar cualquier cosa y te permite escribir sobre realidades que no conoces para nada, ya que se utilizan categorías que se aplican como herramientas lingüísticas globales y universales. Eso suprime la tensión de la que hablaba, una tensión que implica una pertenencia problemática a dos mundos.
Ese es el problema que se plantea hoy, en un mundo en cual esta experiencia se puede considerar dialécticamente de dos maneras. En el siglo pasado fue la maldición o el privilegio de una minoría de los exiliados. El exiliado era el que sufría una mutilación y/o tenía un observatorio privilegiado. En el mundo de hoy esta condición, que antes era la mala suerte o el privilegio de una minoría, es una propiedad extendida. Hace un siglo, eran los intelectuales y los militantes políticos los exiliados, mientras hoy los doctorandos son los que se van a Estados Unidos buscando experiencias de investigación. Cualquier profesor de una gran universidad hoy ha viajado mucho más que los científicos que tenían que tenían la más grande reputación internacional hace un siglo.
Como consecuencia, se altera de manera significativa aquello que Said define como el orientalismo (Said, 2003). No digo que el orientalismo haya desparecido. Yo mismo, en algunos de mis trabajos, he observado cómo la islamofobia de este principio del siglo xxi integra la herencia del orientalismo clásico, tomando una clara dimensión neocolonial. Pero el mundo se ha vuelto mucho menos exótico que hace siglos. Eso cambia las perspectivas y a la vez uniformiza. Espontáneamente tenemos categorías de pensamiento que aparecen como categorías globales que podemos aplicar indistintamente en cualquier lugar; que no son el producto de esa tensión crítica de la cual yo hablaba. De cierta manera se puede decir que todos somos exiliados, aunque el exilio aparece de forma muy distinta. Cualquier sociólogo te diría lo mismo.
Hace un siglo, un campesino italiano llegaba a Nueva York, veía la estatua de la libertad, veía un nuevo mundo que lo acoge y empezaba a vivir en una condición radicalmente diferente a su condición anterior. Se encontraba ante la necesidad de reorganizar su vida. Al contrario, sus hijos, la segunda generación, ya tienen otro idioma, viven bajo una cultura diferente a la de su padre.
Hoy en día la situación no se parece en nada. Un inmigrante de Argelia que habla francés, de cualquier país, de Pakistán, si se va a Europa o Estados Unidos, puede mirar todos los días la televisión en su idioma. Yo vivo en Ithaca, NY. Hace treinta años si vivías en esta ciudad para leer un periódico español, francés, alemán, italiano… tendría que leerlo con varios días de retraso. Ahora puedes mirar todas las informaciones y leer los periódicos a través de Internet al instante. La globalización anula las distancias, pero afecta muy profundamente la percepción de las mismas. Resulta mucho más difícil, dadas estas condiciones, establecerse en este observatorio exterior del que hablábamos.
RPB: Por seguir desarrollando las cuestiones que han surgido a la hora de globalizar el exilio y pensarlo al margen de sus contextos iníciales de inscripción, me gustaría plantearte las tensiones entre el exilio y el Holocausto en el siguiente sentido: cuando muchas veces se piensa en las cuestiones del genocidio o la violencia a gran escala, el Holocausto aparece como una figura paradigmática, como una metáfora que sirve para referirse al resto de actos de violencia, siempre pasando por ese filtro semántico. También da la impresión de que ocurre algo parecido en relación a la cuestión del exilio, en el sentido en que este, como figura histórica o política, también se vinculaba a una imagen del exiliado que huye de Europa por ser judío. ¿Percibes que este tipo de vinculaciones pueden ser, o haber sido, un obstáculo a la hora de pensar y elaborar todo el potencial de la figura del exilio? El interés que subyace a esta pregunta es el de intentar ver en qué medida pueden estas figuras ayudar a pensar el exilio tal y como está ocurriendo actualmente, con la crisis de los refugiados, y en qué medida estas mediaciones semánticas que surgen en relación al Holocausto pueden ser una ayuda o un obstáculo.
ET: El exilio judío tiene sus rasgos propios que lo diferencian respecto a otras experiencias de exilio; frente al exilio político español, al exilio italiano antifascista o al exilio francés durante la segunda guerra mundial… Es fácil observar en qué medida el exilio judío es diferente al resto. Podemos tomar como referencia el exilio republicano español y el exilio judío, establecer comparaciones e investigar ambas como historias de “éxitos.” Los judíos alemanes que se fueron a Estados Unidos se integraron muy bien. Muchos republicanos españoles tuvieron posiciones de gran envergadura en muchos países de Latinoamérica; en particular en México y Argentina. Ahora bien, el exilio judío no es solamente el exilio político de los que se fueron; es también el exilio de una minoría perseguida. Es, por tanto, una persecución que implica, plantea e impone objetivamente, una reflexión identitaria. Un judío puede decir que nunca pisó una sinagoga, que la religión no le interesa, que es ateo, que detesta su propia religión hebrea… pero si le persiguen, le expulsan de su país porque le consideran miembro de una minoría estigmatizada, despreciada… inevitablemente eso le obliga a plantearse cuestiones sobre su identidad. Esto es lo que Sartre define como judío por la mirada del otro (Sartre, 1954). Esa es la condición identitaria creada por el exilio judío.
Por ejemplo, muchos judíos huyeron a Francia, país en el cual existía un antisemitismo muy fuerte. Fueron rechazados como judíos, y siguen siendo judíos. Después se van a EEUU, son bien acogidos, pero también existe antisemitismo en Estados Unidos en la década de los treinta y cuarenta. No es tan normal ser un profesor de literatura angloamericana si te llamas Greenberg o si tienes un apellido judío que revele esas raíces. Y esto es algo muy diferente respecto a lo que ocurre con el exilio antifascista italiano o el exilio republicano español en Latinoamérica. La segunda generación de un republicano español en México o Argentina, estaba formada por argentinos o mexicanos que no tenían ningún problema con sus orígenes. Pero con el exilio judío no ocurre lo mismo. Después de la guerra, el Holocausto cambió la definición misma de la judeidad. Si antes ser judío significaba pertenecer a una minoría, definida por la religión, hoy yo creo que muchos judíos que no son religiosos se consideran como judíos o reflexionan su propia judeidad por causa de una doble relación: Por un lado, con el Estado de Israel y por el otro lado, con la memoria del Holocausto. Eso son los dos pilares que definen la identidad judía al final del siglo xx al principio del xxi. Y eso es un problema que está vinculado a la historia. No es un problema que aparezca vinculado a la identidad de los mexicanos o argentinos de origen republicano-español o a los italoamericanos o italo-argentinos que son descendientes de italianos exiliados. Al fin y al cabo, el antifranquismo o el antifascismo no es el pilar de la identidad de un mexicano o de un argentino de origen republicano español o antifascista italiano. Italia y España no fueron borradas del mapa de Europa. Todavía se quedan como naciones muy importantes en el continente. Esa diferencia no me parece secundaria o marginal.
RPB: Me gustaría volver brevemente a la cuestión de la recepción de los exiliados o de los inmigrantes por parte de los que viven en sus nuevos hogares. Has comentado que todos los judíos que tenían que emigrar a Francia, y posteriormente a Estados Unidos, se enfrentaron con el problema de que en esos lugares todavía existía cierto antisemitismo que también se reforzó por las migraciones. Me parece un hecho significativo sobre todo a la hora de intentar pensar las formas en las que Europa está reaccionando ante la actual crisis de los refugiados. Al fin y al cabo hay una cierta islamofobia creciendo, teniendo una manifestación política en algunos parlamentos, que se potencia con la llegada de inmigrantes. Me gustaría saber si tú consideras que hay algún tipo de paralelismo entre estos procesos a los que aludo.
ET: Si. Yo creo que el paralelismo es perfectamente pertinente. Es un paralelismo que muchas veces se incita a no establecer. O, digámoslo con otros términos, muchas veces la incapacidad de ver esta analogía es un subproducto psicológico de la memoria del Holocausto, de su centralidad. En mi libro sobre la violencia nazi (Traverso, 2005) yo hago una comparación con la historia de la Ilustración. Allí mantengo que solamente después de la revolución francesa, la Ilustración aparece como una corriente de pensamiento con un perfil propio, que se puede pensar, abarcar con fronteras... De una manera similar, considero que solamente después del Holocausto se puede pensar la historia del antisemitismo como un recorrido; el antisemitismo como algo que tiene su propia historia, su perfil, su fisionomía, y que se puede pensar en sus orígenes y en su conclusión. De ahí la construcción historiográfica según la cual la historia del antisemitismo desemboca en el genocidio. Esa percepción de la historia del antisemitismo tiende a aislarlo, a singularizarlo y a establecer obstáculos a una comparación histórica con otros fenómenos. Al fin y al cabo, no hay ningún proyecto de exterminio de los musulmanes en cualquier país; “se matan entre ellos” es la máxima que rige la interpretación habitual. Analizando históricamente el Holocausto, podemos verlo como el producto de una constelación histórica muy particular que se establece durante la segunda guerra mundial. Pero esa conexión esencial entre el antisemitismo y el genocidio tiene que ser problematizada e historizada. Nada indica que esa conclusión fuese inevitable o automática. Esa visión del antisemitismo como un recorrido lineal hacia el exterminio es una reconstrucción retrospectiva. Una visión lineal de la historia del antisemitismo es muy problemática.
Consecuentemente, si dejamos fuera esta visión lineal del Holocausto, la comparación entre el antisemitismo y la islamofobia se vuelve muy pertinente. El antisemitismo fue uno de los pilares alrededor de los cuales se construye el nacionalismo de Europa en el siglo xix. El antisemitismo era uno de los elementos que estructuraban el nacionalismo —ya estuviera más anclado en lo religioso o en lo racional— en Europa. De la misma manera, en el mundo globalizado, la islamofobia es uno de los elementos que definen unas identidades nacionales cada día más problemáticas. En una sociedad global en la cual el concepto de soberanía plantea muchas dificultades, en la cual la globalización pone en cuestión el estatuto de los idiomas, de los referentes colectivos nacionales… una manera muy sencilla de definirse como francés, italiano, español o alemán consiste en decir “no soy musulmán. Pertenezco a otra historia, a otra civilización,”. Una respuesta que puede leerse como una nueva expresión del orientalismo definido por Edward Said. En base a una relación negativa con el musulmán, es posible ofrecer una definición de la nación. Eso es algo muy similar a lo que ocurrió en Europa al cambio del siglo xx con el antisemitismo. La islamofobia juega un papel perfectamente análogo. De hecho, si analizas las formas particulares de la islamofobia, es posible establecer diferentes comparaciones.
El rechazo de los inmigrantes y de los refugiados musulmanes es muy similar al rechazo de los inmigrantes exiliados. Yo hice varias veces la comparación entre los mítines internacionales de la Unión Europea sobre la cuestión de los refugiados y la conferencia de Evian en 1938 sobre la cuestión de los refugiados judíos. Los argumentos son los mismos. Los podemos dividir en los siguientes grupos: “No estamos preparados para acogerlos”; “Son demasiado diferentes y habría problemas de integración”; “la opinión pública no está preparada y por tanto si los acogemos no sabríamos como gestionar estas tensiones”. Y finalmente, el argumento más perverso de todos, “Si los acogemos, vamos a favorecer el desarrollo de las fuerzas antidemocráticas y de extrema derecha”.
Se pusieron sobre la mesa todos los pretextos imaginables para no hacer nada con respecto al problema de los refugiados. Pese al hecho de que, al fin al cabo, eran refugiados que venían a Europa como consecuencia de las guerras que provocamos nosotros. Es decir, a causa de la desestructuración total de esa área del mundo derivada de las guerras provocadas por Occidente.
Ahora bien, la cuestión es que los refugiados judíos llegaban de los países de Europa. Eran intelectuales que, en muchos casos, reflexionaban críticamente sobre su propio recorrido con las categorías y escribían en los idiomas de los países occidentales. Ese no es el caso de los refugiados sirios. Pese a que en un mundo globalizado muchos de ellos hablan y escriben en inglés, la comparación entre los refugiados judíos y sirios, entre la islamofobia y el antisemitismo, implica tener en cuenta otra dimensión fundamental: la dimensión de la herencia del colonialismo. Hay una peculiaridad de los intelectuales que llegan del exilio intelectual de los países poscoloniales. Ellos llegan a los países de la Unión Europea y no pueden disolverse como los italianos o los españoles en Estados Unidos y Sudamérica. Llegan a la Unión Europea y siguen siendo definidos como musulmanes y refugiados de países poscoloniales. Y esa realidad vuelve a establecer las condiciones sobre las que hablábamos antes, esa tensión, esa distancia crítica. Pero para analizar e investigar esa cuestión yo no poseo los instrumentos adecuados.
RBP: Siguiendo esta cuestión, cuando existe el problema de que hay una opinión pública y unas fuerzas políticas que en Europa apoyan opciones de extrema derecha e islamófobas —estoy pensando en Alemania y Francia fundamentalmente— ¿Cuál debe ser la función del intelectual (Traverso, 2013) o de la Teoría Crítica en este proceso? ¿En qué medida es posible reivindicar la necesidad o el deber de una acogida en parte por la responsabilidad colectiva que occidente tiene para con ellas? Ese tipo de cuestiones ¿cómo es posible divulgarlas de cara a la opinión pública, hacerlas accesibles para el ciudadano medio y contrarrestar el empuje que tienen las fuerzas de extrema derecha?
ET: Ese es un gran problema político, no metodológico o de orden intelectual. Yo soy escéptico respecto a las capacidades de la sociedad de sacar lecciones del pasado. Pero para mí hay algunos argumentos que tienen una base ético-política y que son fundamentales: tenemos una responsabilidad ético-política respecto a los refugiados porque fuimos agentes causales en las guerras y crisis que los expulsan de su propio país. Los refugiados llegan a la Unión Europea porque las guerras occidentales destruyeron sus condiciones de vida en Siria, en Irak, en Afganistán, en Libia… esa es la cuestión fundamental.
Hay otro argumento que se utiliza en muchos países sin gran éxito. Me refiero a la idea según la cual muchos países europeos fueron países que conocieron el fascismo, el exilio… y desde ese punto de vista habríamos heredado una responsabilidad histórica. En Alemania, cuando se empezaba a discutir la cuestión de los refugiados, Ángela Merkel, a pesar de muchas contradicciones, se presentó como uno de los líderes europeos más dignos. La justificación del argumento es bastante clara ¿Cuántos exiliados alemanes fueron acogidos? ¿Cuántos antifascistas italianos, cuántos republicanos españoles? De ahí que tengamos esa responsabilidad colectiva.
Finalmente, esta cuestión nos remite al propio problema de la definición de las democracias, al problema respecto a si nuestras democracias tienen un fundamento histórico. Si la democracia no es simplemente un conjunto de reglas, si no es solamente una estructura jurídico-política que se pudiera aplicar a cualquier país, si la democracia tiene un significado histórico más allá de eso, entonces formar parte de ella implica adquirir una responsabilidad histórica; su legado constituye un conjunto de obligaciones ético-políticas. Esa es la razón por la cual tanto me convenció la polémica de Habermas en contra de Nolte durante el Historikerstreit (2012), como me dejó perplejo su visión del patriotismo constitucional como identificación acrítica con Occidente. Porque eso elimina todas las contradicciones de la historia de Occidente y también la responsabilidad histórica que llega del pasado. No podemos, por un lado, multiplicar, en la Unión Europea, los memoriales del Holocausto y, al mismo tiempo, ser cómplices de las masacres que se practican en buena parte del mundo por causa de las guerras que hicimos. En definitiva, el problema del tratamiento de los refugiados y nuestras responsabilidades con ellos nos obliga a pensar la democracia históricamente y no solo jurídicamente.
RPB: Una última pregunta para terminar. Me gustaría encontrar hilos de continuidad entre los diferentes temas que has trabajado durante tu obra, y sobre todo con una cuestión que es muy recurrente en tu obra y las cuestiones que trabajas ahora… Habitualmente el exilio se define sincrónicamente como un cambio obligado de un lugar a otro. Pero la cuestión es si la noción del exilio nos puede servir de algo no solamente para entender el “vivir sin lugar”, sino también para entender la experiencia de “vivir sin tiempo”. Si nos puede servir para dar cuenta del momento histórico en el que nos encontramos, que, según algunas de tus obras, se caracteriza de la siguiente manera: por un lado, estamos huérfanos de futuro, en la medida en que las utopías no nos sirven como ideales regulativos y, por otra parte, no podemos anclarnos en un pasado o en una tradición que nos sirva de hogar, precisamente por la reificación del pasado producto del actual régimen de historicidad. El exilio ha aparecido en términos sincrónicos, ahora lo planteamos en diacrónicos ¿crees que puede servir para entender el problema del tiempo histórico, del presentismo en el que actualmente nos encontramos, según algunas de tus reflexiones?
ET: Si, ya comenté que la globalización pone en cuestión la definición misma del exilio. El exilio todavía existe, pero presenta rasgos muy diferentes. Hoy vivir en Asia, Europa o las Américas significa mirar las mismas películas, y series en la televisión, significa tener las mismas informaciones en el New York Times, El País, La Repubblica… son prácticamente los mismos títulos. Te fijas en las universidades y ves que se discute de las mismas cosas en continentes diferentes. Te vas a Copenhaguen para participar en un congreso sobre estudios de memoria y te darás cuenta de que los problemas que se discuten se están trabajando simultáneamente en otros continentes. Se discute de biopolítica en todas las universidades. El presentismo como unificación del mundo bajo un único régimen de historicidad crea dificultades para pensar las diferencias; tanto las diferencias temporales como las diferencias culturales. Y eso es algo que nos transforma, que crea nuevos modelos antropológicos que se están estableciendo de una manera tan rápida que a veces tenemos dificultades de pensarlos. En esta medida, el exilio hoy en día es muy diferente al exilio en el siglo xx.
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Notas Notes
1 Así inicia Enzo Traverso su libro dedicado exclusivamente a la cuestión del exilio, Cosmópolis: “Un día habrá que releer la historia del siglo xx a través del prisma del exilio. El exilio social y político, pero también y sobre todo el intelectual. Si el siglo que apenas acaba de ubicarse bajo el signo de la mundialización – no la globalización del mercado, la única de la que se habla, sino la unificación cultural del planeta relacionada con la circulación de los hombres y las ideas –, los exiliados han sido, sin duda, sus representantes más nobles” (Traverso, 2004b, p. 5). Esos temas son desarrollados en Traverso, 2015.