¿Son los refugiados “la vanguardia de los pueblos

Are the Refugees the “Vanguard of the Peoples”?

Manuel Reyes Mate Rupérez

Consejo Superior de Investigaciones Científicas, España

Resumen La pregunta que se hiciera Hannah Arendt en su ensayo de 1943 We refugees, sobre la significación política del refugiado, sigue teniendo actualidad en pleno siglo xxi. Acontecimientos posteriores a este ensayo tales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la propia gestación de la Unión Europea, no han logrado rectificar el primado moderno de la ciudadanía sobre la propia condición humana. Al hilo de reflexiones como las de Benjamin, Agamben y Semprún, cabe no obstante pensar la figura del refugiado como germen de un nuevo universalismo y una ciudadanía sin exclusiones, liberada de restricciones nacionales.

palabras clave refugiado; exilio; Arendt; Europa; ciudadanía; cosmopolitismo.

Abstract The question raised by Hannah Arendt on the political meaning of the pariah in his 1943 essay We refugees is still relevant in the 21st Century. Later events as the Universal Declaration of Human Rights or the birth of the European Union, has not managed to rectify the primacy of citizenship over the human condition. However, following the reflections of Benjamin, Agamben or Semprún, we can find in the figure of pariah the seed of a new universalism and a citizenship without exclusions or national restrictions.

Key words Refugee; Exile; Arendt; Europe; Citizenship; Cosmopolitism.

Recibidoreceived 10/02/2018

Aprobadoapproved 10/05/2018

Publicadopublished 30/6/2018

Nota del autor

Manuel Reyes Mate Rupérez , Instituto de Filosofía, Centro de Investigaciones Científicas, España.

La presente contribución ha sido realizada en el marco del proyecto de investigación Sufrimiento social y condición de víctima: dimensiones epistémicas, sociales, políticas y estéticas (FFI2015-69733-P), financiado por el Ministerio de Economía, Industria y Competitividad del Gobierno de España.

Dirección postal: Centro de Ciencias Humanas y Sociales-CSIC, C/ Albasanz, 26-28, Madrid, 28037.

Correo electrónico: reyes.mate@cchs.csic.es | ORCID: http://orcid.org/0000-0002-6776-0755

Las Torres de Lucca, Vol. 7, Nro. 12, Enero-Junio 2018, pp. 25-40 . ISSN-e 2255-3827.


La expresión “los refugiados, vanguardia de los pueblos” se encuentra en un escrito de Hannah Arendt, de 1943, titulado We refugees (1978). El texto es en cierto sentido biográfico. Habla de los judíos en la Europa de la primera mitad del siglo xx. Estos judíos alemanes eran tan patriotas como los que más hasta que en 1933 llegaron los nazis y tuvieron que emigrar a Praga prometiéndose ser buenos checos. Apenas tuvieron tiempo de demostrarlo porque en 1937 Chequia, presionada por los nazis, se convirtió en un lugar inseguro para los judíos, así que armaron el petate y se trasladaron a Viena dispuestos a ser buenos ciudadanos austríacos, pero tras el Anchluss en 1938 se fueron a Paris donde fueron tratados como sospechosos alemanes y por eso les internaron en un campo de concentración del que salen cuando Alemania invade Francia, pero para ir a un campo de exterminio.

Una historia trágica de la que Arendt saca un par de conclusiones que nos interesan hoy. La primera, que para los demás no eran nada, sólo judíos. Les daban y les quitaban los derechos cívicos según se terciaba. Lo único propio que les quedaba era el ser humanos, poca cosa porque no llevaba aparejada la carta de ciudadanía, los famosos papeles, más importante que la mera condición humana. Arendt observa cómo esa reducción del judío a la mera humanidad identifica al judío con el ser humano o, dicho de otra manera, “por primera vez la historia judía no está separada sino unida a las de las demás naciones” (2015, p. 15). Hay algo de humor negro en esa constatación: por primera vez se ve unido a los demás pero para convertirse en vanguardia del desastre humanitario. La segunda es que para el Estado todos somos reducibles a “sólo seres humanos” (Arendt, 2015, p. 12). En esto, el refugiado es vanguardia de los pueblos: en que lo que hicieron con ellos, por ser diferentes, lo pueden hacer con cualquiera. Todos podemos ser abandonados, impresionante término que viene de banda (lo que incluye excluyendo) y bando (lo que excluye incluyendo: el bandido), y también tiene con ver con bandera y bandería, que es al tiempo banda y bando. La figura del refugiado habría que verla como expresión máxima del abandono. Arendt concluye su reflexión con un aviso: el entendimiento entre los pueblos europeos se hace añicos si permite que sus miembros más débiles sean excluidos y perseguidos.

Este texto de 1943, leído hoy, ¿qué nos dice? Para entenderlo hay que tener en cuenta lo sobrevenido en estos 75 años, a saber, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948; la construcción de la Unión Europea (ligada al deber de memoria y a la experiencia de Auschwitz); y la globalización tras el final de la guerra fría. Veámoslo con más calma.

En primer lugar, la Declaración de 1948. Para calibrar su importancia habría que compararla con la de Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Notemos que en este caso se distingue entre derechos del hombre y del ciudadano. Una distinción que va a resultar trágica para el ser humano porque si el derecho del hombre dice que todos nacemos iguales y libres, el Derecho del citoyen precisará que sí, pero que es el Estado el que lo decide. Los derechos del hombre tienen traducción política sólo si lo quiere el Estado. Y de momento el Estado se los reconoce a los nacidos allí, a los nacionales. La Declaración del 48, consciente de la contradicción, trata de superarla sintácticamente al hablar de “derechos humanos”, pero ¿resuelve el problema de fondo? ¿tiene el ser humano por ser tal derecho a los derechos políticos y sociales? No parece.

Giorgio Agamben piensa que estamos en las mismas: el Estado no sólo administra los derechos humanos a su conveniencia, sino que se reserva el poder de reducir al ciudadano a la condición de mero ser humano. Se da a sí mismo el poder de desnaturalizar y desnacionalizar invocando razones de tipo económico, cultural o político para poner entre paréntesis la ciudadanía del nacido en su territorio o de quien la poseyera anteriormente. La razón de Estado se considera por encima de los derechos humanos (Agamben, 2001, pp. 25ss).

La contradicción de 1789 se mantiene hoy aunque mitigada por los acuerdos internacionales derivados de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que no es sólo letra. Ahí está el Tribunal Penal Internacional con capacidad sancionadora que limita la discrecionalidad de los Estados pero no hasta el punto de acabar con la contradicción porque los acuerdos internacionales lo son si están firmados por los Estados. La persistencia de esa contradicción sirve a Agamben para ilustrar su provocadora tesis de que “los campos (lugares de estado de excepción) son el símbolo de las políticas modernas”. Es verdad que hay diferencias entre Auschwitz y un Estado de Derecho pero en uno y otro caso estamos a expensas del poder del Estado. Ya me he expresado críticamente en otro lugar sobre esta deriva de Agamben, optando por la Tesis Octava sobre la historia de Walter Benjamin, donde se dice que “para los oprimidos el Estado de excepción es permanente”. Los refugiados serían ahora el contingente mayor de los oprimidos (Mate, 2003, pp. 79ss). Pero ¡cuidado con el campo! Un campo es algo muy serio (nada que ver con una cárcel). Un campo de concentración es, por principio, un lugar en el que los derechos cívicos quedan suspendidos. Es como un estado de excepción permanente. Se suspende el derecho sobre los internados, pero eso no significa que queden libres sino sólo que ese quedan sin derechos a merced de la voluntad de quien gobierne el campo. El derecho como pura decisión. El campo fue la solución entreguerras a la masa de migrantes que vagaban sin rumbo de un lugar a otro y sigue siendo, según los que gobiernan, el lugar apropiado para el refugiado. Es verdad que hoy han cambiado de nombre y se llaman CIES (campos de internamiento para extranjeros) pero como dice el Papa Francisco “esos campos de refugiados son campos de concentración”. Ha sido Agamben quien ha rescatado la tesis de Arendt, “los refugiados, vanguardia de los pueblos”, formulada hace casi medio siglo.

En segundo lugar, la construcción de la Unión Europea. La migración es un problema mundial, pero nosotros europeos debemos enmarcarla en el contexto de la Unión Europea porque eso la da una significación especial, por dos razones: porque Europa ha sido tierra de emigrantes y porque sobre ella pesa el deber de memoria.

Europa ha sido tierra de emigración y lo que eso significa lo revelaba muy bien la Carta de intelectuales colombianos de 2001, firmada por García Márquez, Botero y Mutis entre otros (2001). Nos recordaba a quienes somos españoles que ellos son hijos o descendientes de esclavos, de esclavizados (y por tanto empobrecidos) por nuestros abuelos que adquirieron así para con ellos una deuda que se transforman en responsabilidad nuestra que no nos permite discriminarles ahora. Cien años de soledad, para muchos la mejor novela hispanohablante del siglo xx, es una denuncia de ese pasado. Los habitantes de Macondo nacen afectados por la enfermedad del olvido, causa de todos sus males, protagonizados por las siete generaciones de los Buendía que vertebran la historia centenaria. El olvido en cuestión ha sido inferido por los colonizadores cuando llegan representando la historia, el Weltgeist, la punta de lanza del progreso. Respecto a esa vanguardia, ellos son sólo la prehistoria. Si quieren entrar en la historia tienen que negarse, romper con sus raíces, desentenderse de su pasado. En eso consiste el olvido, la causa de sus desgracias.

Pues bien, sobre esa Europa pesa el deber de memoria. ¿Qué significa esto? Lo explicaba Semprún a los jóvenes cuando decía que Europa nace en Buchenwald; es decir, que tiene que construirse como respuesta a la experiencia de la barbarie que representan los dos totalitarismos (el estalinista y el nazi). Esos dos totalitarismos son expresiones del “mal absoluto”, es decir, no fueron equivocaciones menores ni cosas de unos locos, sino proyectos presuntamente de felicidad en los que, sin embargo, nada contaba la libertad humana. Lo grave de esos totalitarismos es que son expresiones de tradiciones culturales que nos han marcado, que hemos venerado, pero a las que hay que enfrentarse si queremos crear una nueva Europa. Lo perverso de los totalitarismos no lo sitúa Semprún en su “capacidad de fuego”, en su infinita capacidad de barbarie (Auschwitz o el Gulag), sino en algo mucho más sutil y peligroso, a saber, en su empeño por querer salvarnos (Robespierre y Danton crearon el Comité de Salut Publique. Salut no es salud sino salvación). Es decir, en identificarse pura y simplemente con lo bueno, de suerte que oponerse a ello era lo malo; en querer eliminar del ser humano la posibilidad de equivocarse. Dice Semprún al respecto: “las sociedades con objetivos totalitarios quieren a un hombre nuevo, refundido a su imagen y semejanza; un hombre absolutamente bueno ya que debe reflejar en su conducta los principios de bondad absoluta fijados por el poder según sus necesidades relativas, y por ello impregnados de malignidad moral. Y así, toda desviación o disidencia será tratada como una enfermedad del alma en los hospitales psiquiátricos y en los campo de reeducación”. También en El Nombre de la Rosa, el bibliotecario fray Jorge de Burgos, el monje “al que todos temen y admiran” porque de alguna manera personifica el bien ya que es el guardián del saber y de los libros, acaba siendo el verdadero asesino. El mal absoluto no tolera la posibilidad de lo que Kant llama el “mal radical” que consiste en equivocarse, en tomar el mal por el bien. Este planteamiento no entiende, sigue diciendo Semprún citando ahora a Hermann Broch, que “el mal radical” es una “dimensión moral en la práctica social” y tiene su fundamento constitutivo (al igual que el bien) en la libertad humana. Y concluye: “el mal no es ni el resultado ni el residuo de la animalidad del hombre; en un fenómeno espiritual consubstancial a la humanidad del hombre… Y no cabe extirpar del ser del hombre su libre disposición espiritual al mal”, porque es la misma disposición que le permite hacer el bien (2006, p. 86).

Pero en este ensayo, que podemos considerar su testamento, Semprún no quiere dar una lección de historia sino una lección moral. Y el primer artículo de ese nuevo código consiste en afirmar que nosotros, las generaciones que nacen o viven después de Auschwitz, nacemos con una responsabilidad adquirida: “el deber de memoria”. ¿En qué consiste? No en acordarse de los judíos, de las víctimas, ni en dedicarles museos o jornadas de rememoración. Al menos eso no es lo importante. Lo que significa el deber de memoria lo explican ellos, los supervivientes de los campos, cuando al ser liberados claman: “nunca más”. Habían vivido lo impensable y ocurrió lo que no supimos pensar ni prever. Esa experiencia se convierte en lo que da que pensar, y eso es la memoria: tener presente lo que hicimos aunque no lo pensáramos. Entender que somos capaces de hacer lo que no sabemos pensar. Una cura de humildad para la arrogante racionalidad ilustrada.

El deber de memoria se traduce en valorar el sufrimiento que hemos causado, en entender que a partir de ahora hacer hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad. Eso tiene por consecuencia la inmensa tarea de repensar todo a la luz de la barbarie. Todo: la política, el derecho, la ética, la estética, el derecho...La memoria no es un sentimiento. Es un repensar todo desde el sufrimiento.

Habría que repensar la política desde el deber de memoria y desde la experiencia de la barbarie. Y eso obliga a un cambio teórico y otro práctico. El cambio teórico afectaría a la lógica de la política moderna que no es tanto la libertad o la igualdad sino el progreso. No nos lo podemos permitir porque progreso y fascismo coinciden en la invisibilización de las víctimas. No se trata de volver a las cavernas sino de entender que una cosa es sacrificar la humanidad al progreso y otra, entender el progreso al servicio de la humanidad. Por eso la guerra explica el desarrollo de la química en el siglo xix, de la física en el xx. ¿Que explica el desarrollo espectacular de la ciencia y de la técnica en el xxi? El mercado. Mantenemos un tipo de desarrollo científico en el que la humanidad está al servicio del progreso y no al revés.

El cambio práctico se concreta en la construcción de la Unión Europea. Hay que construir un nuevo espacio político: Europa, y aquí Semprún afina mucho. Dice que Europa está surcada por dos grandes tradiciones: una que lleva al desastre y otra que nos puede salvar. La que lleva al desastre tiene nombres propios (Hegel, Herder, Nietzsche, Heidegger, Carl Schmitt...) y está caracterizada por los siguientes principios: a) supeditar el concepto de ciudadanía a la sangre y a la tierra; es decir, a los nacionales; b) definir la política como la relación entre el amigo y el enemigo, nosotros y los otros; c) fundar los Estados sobre una uniformidad cultural (una lengua, una religión, unas costumbres), engendrando así lo que Malouf llamó “identidades asesinas” (2012).

Pero Europa también es la cuna de una tradición distinta, crítica, humanizadora, que tenemos que reanimar. Semprún propone entonces un recorrido que pasa por Alemania, Francia, Chequia y España. En primer lugar y por lo que respecta a Alemania (siempre con problemas con la libertad. No olvidemos a Marx cuando decía “que los alemanes se encuentran con la libertad en el día de su entierro”), Semprún reivindica una tradición muy vinculada al pensamiento judío. Su autor de referencia es Husserl, cuya conferencia La crisis de la humanidad europea y la filosofía, pronunciada en Viena en 1935, cita constantemente. Tuvo noticia de ella en el campo de Buchenwald, gracias a un deportado judío vienés que camuflaba su nombre real, Félix Kreissler, bajo el afrancesado Lebrun o Lenoir. Es el año 1935, momento de las leyes antisemitas de Nürenberg; momento también del asesinato de Kirov, el último oponente de Stalin, y principio de la fase más negra del totalitarismo soviético (Semprún, 2011, p. 393). Husserl, que quiere regresar a Alemania de donde ha sido expulsado por su origen judío, tiene que usar un lenguaje cifrado, pero Kreissler, su compañero de cautiverio, le desmenuza (a Semprún) el contenido de un texto que no dejará de citar. ¿Qué decía Husserl? Que Europa es ante todo “una figura espiritual”, es decir, el genio de Europa es la filosofía. Y eso significa conformar todo a partir de ideas racionales, entendiendo por tales ideas críticas y autocríticas, cuyo caldo de cultivo es la libertad, y con vocación universal; ahora bien, si Europa se conforma desde la filosofía, las fronteras de Europa deberían ser las de la razón y no las territoriales. El espacio de una Europa concebida desde la filosofía no es el del Lebensraum de los nazis sino una convivencia sin exclusiones. Esta Europa que dibuja Semprún habrá de ser por tanto supranacional y fundada en la razón crítica”. Nos puede sorprender, pero Europa, en la Edad Media, era, como el Camino de Santiago, un espacio abierto. Las fronteras y los pasaportes son consecuencias del Estado-nación del siglo xix.

La Europa de Husserl no es la de Cesar, Carlomagno, Carlos V o Napoleón, basada en estos casos en la idea de poder, pero tampoco una Europa Unida blindada con fronteras externas. El judío Husserl soñaba con un espacio libre que enlazaba con la idea de Occidente que por primera vez pensó otro judío, el fundador del cristianismo, Pablo de Tarso, cuando se plantó una nueva religión que no estuviera limitada por la sangre, como el judaísmo, peo tampoco entendiera la universalidad al estilo de Roma (como imperio).

Todavía en Alemania también habría que hablar de Karl Jaspers, el autor de La Cuestión de la culpa, libro escrito durante el Juicio de Nurenberg que está procesando a los grandes criminales nazis. Jaspers se da cuenta de que con eso no se puede ir muy lejos. Si Alemania quiere superar su pasado tiene que reconocer que sobre ella pesa además de una culpa legal que se está substanciando en Nurenberg, una culpa moral y una culpa política. Aunque estos últimos no sean delitos son culpas que han deshumanizado a la sociedad alemana y que ésta tiene que elaborar para lograr un auténtico cambio interior. Interesante es la relación que establece entre democracia y culpa o responsabilidad como si no fuera posible la democracia pasando página.

Igualmente significativa es la referencia de Semprún a una tradición democrática procedente del Este, de Praga en concreto. Checo es, efectivamente, Jan Patoçka, un discípulo de Husserl que había escuchado su conferencia de Viena. A Semprún le interesa porque fue perseguido por los nazis y por los comunistas hasta el punto de que murió tras un interrogatorio estalinista de once horas. En aquellas interminables horas de tortura tuvo el valor de precisar ante los torturadores el valor de la democracia: “hay que vivir con dignidad, sin dejarse intimidar. Hay cosas por las que vale la pena sufrir”. En el día de su entierro se prohibió a la población que acompañara sus restos hasta el cementerio y también “se dio orden de cerrar las floristerías para que nadie comprara flores que pudiera deponer en su tumba” (Semprún, 2010, p. 282).

De Francia cita a su maestro Maurice Halbwachs y al historiador Marc Bloch. Halbwachs es el sociólogo autor de Los cuadros sociales de la memoria, donde el autor habla de “memoria colectiva” y también de “memoria histórica”. De este libro dirá que es un libro decisivo para el desarrollo de las ciencias humanas. Su tesis es bien sencilla: la memoria colectiva es el marco necesario para una socialización crítica, ilustrada, del individuo. Halbwachs se oponía, por tanto, a lo que vemos hoy, un tiempo en el que la socialización de los individuos se hace desde la frialdad social porque lo moralmente establecido, desde Kant, es que lo bueno “consiste en la persecución de los intereses propios” y los ajenos deben ser vistos desde los propios. Ahora bien, la memoria en tanto que marco social que permite la actividad del individuo nos dice que somos sociales, que no es permisible la “frialdad social” del individuo egoísta o del liberalismo, pero también que no cabe una lectura tradicionalista: la memoria no es una norma sino un marco social que debe producir novedad, creación y no repetición.

Semprún también se refiere al historiador francés Marc Bloch, autor de La extraña derrota, escrito nada más producirse la debâcle de Francia. Lo escribe, lo entierra en su jardín y se alista en la Resistencia llegando a ser uno de sus jefes militares, siendo fusilado por los alemanes en junio de 1944. De Bloch toma Semprún dos ideas: a) que el totalitarismo y la democracia tienen sendas tradiciones filosóficas. El se enfrenta ahí a la tradición alemana de los Nietzsche y Heidegger que ven en la democracia “la última estación del nihilismo”; b) critica la supuesta superioridad de las democracias occidentales que han tratado al fascismo como un producto arcaico. No es eso, repite Semprún. En el enfrentamiento con el fascismo se ha repetido la vieja dialéctica “de la azagaya contra el fusil. Pero en esta ocasión nosotros hacíamos de primitivos” (Semprún, 2006, 78). Llega así a la conclusión de que los enemigos de la democracia estaban mejor pertrechados (militar y mentalmente) que sus defensores.

De España menciona a Maimónides y a la España de las tres culturas En este caso, Semprún se apresura demasiado, a un poco de prisa pues tan verdad es que aquella tolerancia forma parte de la mejor tradición europea como que su negación, que es lo que al final se impuso, forma parte de la peor tradición muestra. La mejor contribución de España a la nueva Europa es que hizo la experiencia de la tolerancia cuando reconoció la diversidad y que se convirtió en intolerante cuando quiso ser grande siendo una y lo que consiguió es que ni grande, ni una ni libre. Mucho aprenderíamos los españoles si reconociéramos lo que perdimos con la expulsión de los judíos y de los moriscos, un precedente que, como ha señalado Américo Castro, ha marcado a los españoles. Lo que nos pide Semprún es el gesto cervantino de reconocer bajo la escritura castellana de El Quijote un potente manantial (el árabe) a la sazón proscrito.

Los rasgos característicos de esta Unión Europea consistirían entonces en impedir la repetición de la barbarie; en crear un espacio espiritual, sin fronteras; en reanimar lo mejor de sus tradiciones. La pregunta es si Europa camina en esa dirección. La última normativa de Bruselas ordena sin embargo expulsar a un millón de ilegales incluyendo a los menores de edad.

El deber de memoria obliga a repensar la política, la ética y…también el derecho. Figuras como la justicia transicional o la justicia restaurativa tienen que ver con el deber de memoria. Este obligaría a superar de una vez los restos vindicativos, la relación de la justicia con la venganza o la visión de la justicia sólo como castigo al culpable.

En tercer lugar, la globalización, un fenómeno que se desencadena con la caída del muro de Berlín. Nadie discute que se trata de un fenómeno que acontece en el orden económico (globalización del comercio y de la circulación de capitales), pero sí es muy dudoso que lo sea en el de las personas, pues a éstas no se les permite circular libremente. ¿Razones para esa discriminación? Económicas (que no disminuya el bienestar nacional); culturales (recuerdo un encuentro con el ex-President de Catalunya Jordi Pujol, obsesionado con la fecundidad de las mujeres africanas o latinas); y políticas (el ámbito de la decisión es excluyente).

La respuesta política al peligro que supone la emigración es el muro, la frontera, o el campo, lo cual merece una reflexión detallada. Habría que analizar la figura de la frontera antes y después de la globalización.

Antes de la caída del muro de Berlín se sabía que las fronteras no son hechos naturales sino formas creadas y modificadas por seres humanos con objeto de distinguir entre nosotros y los otros. Las fronteras marcan lazos invisibles que unen a quienes hablan la misma lengua y comparten ciertas tradiciones y separan y excluyen al resto, a los otros; son formas destinadas a garantizar el bienestar de los nuestros y a proteger sus vidas y haciendas del exterior. Lo paradójico de las fronteras es que, siendo una decisión histórica, resulta azoroso, fruto del azar, nacer a un lado u otro. Y ese azar tiene consecuencias incalculables para el bienestar: no es lo mismo nacer en Suiza que en Honduras. Las grandes desigualdades no son las que se producen dentro de un país sino entre países, lo cual no nos puede dejar indiferente. Por eso las desigualdades entre países, entre fronteras, es el punto de partida de la justicia global.

Ahora bien ¿por qué el suizo tiene que preocuparse del status del hondureño? Hay una enumeración de causas posibles que ya dieron genios como Rousseau, Kant o Arendt. Rousseau decía que la frontera es un robo porque la tierra es de todos; hubo un estado natural de igualdad...que se rompió cuando el hombre evolucionó de ese estado a la sociedad, y cuyo gesto constitutivo consistió, precisamente, en levantar una alambrada y decir “esto es mío”. Rousseau tiene claro que las desigualdades son históricas; es decir, son el resultado de acciones y decisiones de nuestros antepasados. Unos heredan las fortunas y otros los infortunios, pero hay una relación entre la pobreza de los pobres y la riqueza de los ricos (véase el capítulo 25 del I tomo de El Capital).

Kant por su parte habla del “derecho del extranjero a no ser tratado hostilmente por el hecho de haber llegado al territorio donde hay otro” (2016, p. 98). Reconoce que quien ha llegado antes tiene algún derecho, pero el que viene luego, también. Y lo que no puede el primer es tratar hostilmente al segundo.

Hanna Arendt, la autora de Eichmann en Jerusalem, fue muy crítica con las formas del proceso que juzgó y condenó a Eichmann, pero no se privó en la última página de formular su acusación particular: Eichmann y los suyos fueron reos de lesa humanidad porque llegaron a pensar que podían escoger con quien cohabitar la tierra. Nadie tiene el poder de hacer tal elección porque aquellos con quienes cohabitamos la tierra preexisten antes de toda opción. Si lo hacemos, destruimos la condición de posibilidad de la vida política. Entiéndase bien: uno puede ir a vivir donde le plazca; lo que no puede es decidir que el vecino se vaya. La solemnidad y severidad de su juicio se entiende si tenemos en cuenta sus consecuencias: si esgrimimos el derecho a decidir quién sea nuestro vecino, podemos volverle la espalda o quitarle de en medio si no nos gusta. Y fue lo que ocurrió en la Alemania nazi y antes en la España de los Reyes Católicos.

Las fronteras después de la caída del muro de Berlín tienen sus propios matices. Por un lado, que la migración ha crecido exponencialmente hasta convertirse en el mayor problema de nuestro tiempo. La globalización ha aumentado las desigualdades y como el fin de la guerra fría no ha supuesto el fin de las guerras sino su multiplicación, las migraciones han aumentado. Los países ricos han tirado de la vieja receta para afrontar el problema: levantar fronteras y crear campos. Lo nuevo es que se han afinado las formas de esas fronteras y de esos campos: externalizándolas (subcontratamos a otros países para que retengan y detengan la migración: Turquía, Marruecos, Senegal); internalizándolas (los CIES son fronteras dentro del país), pero sobre todo interiorizándolas (metiendo el miedo en el cuerpo de los residentes ilegales, haciéndoles ver que los derechos humanos no significan nada en el subsistema policial). Hemos legislado mucho sobre el derecho a emigrar pero muy poco sobre las obligaciones de los que acogen. ¿Resultado? Que el inmigrante queda a merced de la política o de la policía.

Nos preguntábamos por la vigencia de la tesis de Arendt, según la cual los refugiados son la vanguardia de los pueblos. Hay que responder afirmativamente porque, pese al avance de la justicia internacional subsiste el hiatus entre los derechos del hombre y los del ciudadano; porque el deber de memoria cada vez pesa menos en la construcción de Europa; y porque la respuesta a la globalización no ha encontrado otra receta al problema de la migración que levantar fronteras y construir campos.

Pero no quisiera terminar sin referirme a otra variante, esta vez mucho más positiva, de dicha tesis arendtiana: se está produciendo un cambio colosal en la política debido a las migraciones. Las migraciones se han convertido en un laboratorio político donde están apareciendo nuevas figuras políticas de gran proyección en el futuro. Las migraciones están revolucionando estructuras políticas que parecían eternas pero que dan señales de estar agotadas. La gran paradoja: lo que los intelectuales, a nivel ya sea colectivo, ya sea individual, no son capaces de hacer, lo están logrando las migraciones (ver Velasco, 2017, pp. 129ss). Estoy pensando en las siguientes:

En primer lugar, el transnacionalismo migratorio, que es como una elipse donde el migrante es consciente de la “e” de emigrante y de la “in” de inmigrante, sin renunciar ni al punto de partida ni al de llegada. Aparece así una cultura política diaspórica, esto es, la aparición de una cultura política cuyo precedente sería la diáspora judía caracterizada por entender el exilio como forma de existencia. Eso supone renunciar vivencialmente a la pertenencia incondicional a un Estado exclusivo. Surgiría entonces una cultura societaria no ligada a un lugar o un único Estado; aparecerían identidades superpuestas que obligan a revisar formas de pertenencia y lealtad mononacionales.

En segundo lugar, la ciudadanía desagregada, esto es, aparición de nuevas formas de entender y practicar la ciudadanía. Antes, sin pertenencia política no había derechos sociales; ahora los emigrantes sin papeles tienen derecho a los servicios sociales básicos. Se debilita así la ciudadanía en su constitución clásica y también en sus funciones sociales: la ciudadanía ya no es la condición necesaria para que un Estado asuma responsabilidades con los no nacionales. Por eso se habla ya de una “ciudadanía desagregada”. Se desagregan o separan los elementos que la componen y que antes iban juntos (territorialidad, control administrativo, legitimidad democrática e identidad cultural: antes iban juntos y en un paquete, ahora se separan de forma que los individuos pueden disfrutar o carecer de ellos por separado). En tercer lugar, el horizonte postnacional. Se va imponiendo el modelo de doble nacionalidad y eso tiene efectos: debilitamiento, en primer lugar, de la conciencia nacional. Sabido es que quien tiene dos nacionalidades se libera del nacionalismo. En segundo lugar, reforzamiento de los derechos humanos que ahora funcionan como anclaje normativo de derechos hasta ahora dependientes de la ciudadanía.

Hubo un Ministro de Asuntos Exteriores de España, Abel Matutes, que, cuando tuvo lugar el conflicto de El Ejido, dijo algo enorme: “para el Estado los emigrantes sin papeles no existen” (o sólo como mano de obra, pero no como sujetos de derechos). También tenemos constancia de lo que dijo un escritor suizo, Max Frisch, a propósito de la emigración: “esperábamos trabajadores y llegaron personas”. Nadie esperaba a personas pero unos acabaron descubriéndolas y otros, ignorándolas. Nosotros ¿de quién estamos más cerca, de Matutes o de Frisch?

Referencias bibliográficas

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