Gramsci contemporáneo: ecos de la voluntad nacional-popular en América Latina

Contemporary Gramsci: Echoes of the National-Popular Will in Latin America

Martín Cortés

Universidad Nacional General Sarmiento, Argentina

Resumen El artículo se centra en el concepto gramsciano de voluntad nacional-popular a partir de su productividad para dar cuenta, especialmente, de dos aspectos centrales de la constitución de los sujetos políticos: la necesidad de inscribirse en una historia, entendida como articulación de diferentes momentos de resistencia y lucha política; y la centralidad de un momento “jacobino” que produzca unidad política y, de ese modo, contribuya a la construcción de dicha historia. A partir del trabajo sobre este concepto, el texto se inscribe en una serie de discusiones latinoamericanas en torno de los modos de leer a Gramsci en la región y de las posibilidades de interpretar desde sus categorías los procesos políticos de los últimos años.

palabras clave Príncipe moderno; Unidad política; Política latinoamericana.

Abstract The article focuses on the Gramscian concept of national-popular will based on its productivity to account, especially, for two central aspects of the constitution of political subjects: the need to enroll in a history, understood as articulation of different moments of resistance and political struggle; and the centrality of a "Jacobin" moment that produces political unity and, in this way, contributes to the construction of that history. Based on the work on this concept, the text is part of a series of Latin American discussions on ways to read Gramsci in the region and the possibilities of interpreting from their categories the political processes of recent years.

Key words Modern Prince; Political Unity; Latin American Politics.

Recibidoreceived 11-10-2017

Aprobadoapproved 30-11-2017

Publicadopublished 13-12-2017

Nota del autor

Martín Cortés , Universidad Nacional de General Sarmiento y Consejo Nacional de Investigaciones Científicas, Argentina.

Una versión previa de este texto fue presentada en el Coloquio Internacional Antonio Gramsci, realizado en Campinas, Brasil, en agosto de 2017.

Correo electrónico: martincort@gmail.com | ORCID: 0000-0002-3338-5133

Las Torres de Lucca, Nro. 11, Julio-Diciembre 2017, pp. 73-96 . ISSN-e 2255-3827.


¿Existe una tradición latinoamericana de lecturas de Gramsci?

A ochenta años de su muerte, el carácter global de la figura de Antonio Gramsci es incontestable. Sus textos y reflexiones se han traducido a lo largo y ancho del planeta, deviniendo acervo de diferentes tendencias políticas, distintos abordajes disciplinares y diversos temas de indagación. En los últimos años, a su vez, han comenzado a surgir interrogantes en torno de las diferentes estrategias de lectura de Gramsci de acuerdo a la geografía que se indague. En parte, estos interrogantes surgen de los importantes giros que se vienen dando en las investigaciones que se llevan adelante en Italia. Allí, luego de las desventuras que el propio Gramsci atravesó en los años noventa tras la disolución del Partido Comunista Italiano, se percibe un tímido resurgir de su figura, a través de algunas reivindicaciones teórico-políticas y, sobre todo, de una revisita filológica a su obra que se condensa en la nueva edición en curso de los Quaderni del carcere, nada menos que como Edizione Nazionale, es decir, colocando al sardo en la escena de los grandes hacedores de la cultura italiana. Esta tercera oleada, tras la clásica edición temática de Felice Platone y Palmiro Togliatti en la posguerra, y la edición crítica y cronológica de Valentino Gerratana en 1975, se beneficia de nuevos descubrimientos ligados con la datación de la escritura de Gramsci y apunta a restituir una cantidad de problemas que Gerratana solucionó a través de decisiones editoriales (respecto de fragmentos tachados, de abreviaciones, etcétera). Se trata, en suma, de una edición filológicamente más trabajada, aun si posiblemente resulte un poco más engorrosa para la lectura.1 No es nuestro propósito entrar en el debate sobre estas diversas ediciones, sino, como sugiere la pregunta que abre este apartado, interrogar las características de las lecturas latinoamericanas de Gramsci, si tal cosa pudiera pensarse como tal. Sólo que este comienzo es obligado porque, en las discusiones recientes, aparece más de una vez la tesis de que si algo caracteriza a las interpretaciones propuestas en América Latina es su carácter de apropiaciones “políticas” del pensamiento del comunista italiano. Menudo problema: ya volveremos sobre qué podría significar esto. Digamos antes que estas discusiones apenas si han tomado un carácter escrito, pues solo algunas intervenciones, entre otros de Guido Liguori y de Fabio Frosini, se han detenido en esto que aparece como una “característica” del gramscismo latinoamericano.2 Sin embargo, dos de los más importantes eventos gramscianos realizados en este especial 2017, el convegno Egemonia e Modernità. Il Pensiero di Gramsci in Italia e nella Cultura Internazionale, realizado en Roma en el mes de mayo, y el Coloquio Internacional Antonio Gramsci, realizado en Campinas, Brasil, en el mes de agosto, estuvieron atravesados por las discusiones sobre los distintos modos de apropiación geográfica de Gramsci.3 Y, como las actas mostrarán prontamente, no se trató meramente de constatar diferencias de estilo, sino de confrontar operaciones de lectura, en discusiones que tuvieron incluso momentos ríspidos en virtud de las distintas vías de reclamar el derecho a Gramsci.

En cualquier caso, la discusión no deja de probar cierta vitalidad del gramscismo, al fin y al cabo nadie discute los modos de apropiarse de un autor si no se busca, justamente, proceder a su apropiación. Para comenzar este trabajo, quisiera sugerir algunas características de lo que podría pensarse como una tradición gramsciana latinoamericana. No afirmaría con total convicción que tal cosa existe, pero sí que podemos encontrar una serie de formas de lectura que interpelan al lector latinoamericano en el sentido más profundo, es decir, incluso más allá de lo que ese lector sabe de sí (el término interpelación no es inocente: está usado en el estricto sentido althusseriano, nadie decide libremente ser o no interpelado, más bien la interpelación antecede a la posibilidad de elaborarla). Para volver entonces a los elementos apenas sugeridos anteriormente, podríamos decir que si algo podría caracterizar una lectura latinoamericana de Gramsci, sería el hecho de estar atravesada por un uso político del revolucionario sardo, lo cual también podría nombrarse, con algo más de distancia, como un política del uso de Gramsci. El término (uso) ciertamente no es neutral ni novedoso: evoca directamente el título de uno de los trabajos más relevantes del gramscismo latinoamericano: Los usos de Gramsci, publicado por Juan Carlos Portantiero en 1981. Allí se revisan una cantidad de temas centrales del pensamiento de Gramsci, como problemas mismos de interpretación teórica y para ponerlos en diálogo con las preguntas latinoamericanas que aquejaban entonces al sociólogo argentino que pasaba sus días de exilio en México. Ahora bien, la palabra uso podría sugerir una instrumentalización de Gramsci, y aquí ya pasaríamos del tono descriptivo al tono crítico: los latinoamericanos trataríamos a Gramsci alejados del interés sustantivo, para hacerlo decir las cosas que queremos decir (que a la vez han sido muchas y han cambiado con el tiempo, de modo que Gramsci ha estado efectivamente presente para decir cosas bastante diferentes). En parte esto es así, pero es preciso también contraponer dos precauciones a este sumario juicio: en primer lugar que la tradición latinoamericana es profundamente atenta a la letra gramsciana, estudiosa de sus momentos, traductora voraz y casi instantánea de las distintas ediciones de sus obras (luego de la edición Togliatti traducida rápidamente en Argentina a partir de los cincuenta, y la edición Gerratana que también pocos años después de publicarse en Italia es traducida por Era en México, bien podríamos preguntarnos, parafraseando a Ricardo Piglia en su Respiración artificial: ¿quién de nosotros traducirá la Edizione Nazionale?), aun si es menos dada a las operaciones filológicas. En todo caso, hay una relación fuerte entre teoría y política: ni un practicismo que sólo usa a Gramsci para legitimarse, ni un trabajo en la interioridad del texto para salir luego hacia la política. La segunda precaución que podría sugerirse parte de la singularidad de Gramsci como autor: su uso no es un problema accesorio o menor, sino que es, en buena medida, el corazón de su teoría: ella exige ser usada. A propósito de la traducción, Walter Benjamin (2010) sugería que cuando estamos frente a una obra potente, del orden de lo que suele llamarse clásico, es ella misma la que consiente y auspicia la traducción, pues se trata de la búsqueda de un lenguaje total (aun si el hecho mismo de la traducción sugiere la imposibilidad de dicha búsqueda). Algo análogo podría decirse de Gramsci: el uso político está consentido y auspiciado por la obra, no es un momento exterior ni posterior. Es justamente al calor de la interrogación política que sus reflexiones parecen cobrar vida, incluso si ella puede hacerse, frente a una obra tan amplia y compleja, desde tan disímiles puntos de partida.

Si aceptáramos entonces la plausibilidad de una tradición gramsciana latinoamericana, nos quedaría de todos modos una larga investigación para encontrar las razones de esta tradición. Elegimos quedarnos, por el momento, con una serie de indicaciones: es claro que Gramsci nos habla a los latinoamericanos. Acaso una de las razones de ello remita a un contenido que atraviesa buena parte de sus lecturas: un elemento sumamente atrayente para los lectores latinoamericanos de Gramsci ha sido la posibilidad de formular una pregunta fuerte en torno de la relación entre pasado y presente. Y a través de ella pensar modos de inscribir las preguntas por la emancipación en la historia nacional. Tempranamente, la introducción de Gramsci en la región venía con la potencia de preguntas que se formulaban desde una periferia (la italiana) que buscaba sus modos específicos de la emancipación, aun si inscripta en las grandes preguntas universales de la filosofía de la praxis. Esa misma inquietud podía ser traducida a América Latina. Por eso, desde el Echeverría de Héctor Agosti, tan tempranamente como en 1951, a Gramsci se lo encuentra allí donde los intelectuales latinoamericanos se preguntan por el cruce entre los dilemas políticos de su presente y las deudas de una larga historia de frustraciones en el acontecer de las luchas populares. En este sentido Gramsci operó siempre como una suerte de lección de método —José Aricó (1985) utilizaba esta expresión para referirse a Mariátegui, que bien cabe a Gramsci— que partía en sus análisis de las características nacionales de las contradicciones sociales, esto es, de su dimensión estructural y también de su dimensión histórica y cultural, fundamental para descifrar la forma concreta de la lucha de clases. A partir de esa lectura nacional se realiza la proyección hacia las preguntas universales por la emancipación, y no de manera inversa.

Sobre esa doble base (la inquietud política y la pregunta por la relación entre pasado y presente), se podría hacer una larga lista de indagaciones que han ido tejiendo aquello que aquí nos animamos a llamar gramscismo latinoamericano. Haciendo caso omiso de esa larga historia, cuya reconstrucción no es tema de este trabajo,4 todavía al día de hoy se multiplican los trabajos que acuden a Gramsci instigados por la actualidad política y con vocación de revisar la historia. Lógicamente, los procesos políticos latinoamericanos de las últimas dos décadas (los llamados gobiernos progresistas, posneoliberales o nacional-populares, diferencia menor para nosotros, al menos en este escrito) no salieron indemnes de esta vocación analítica propia del gramscismo latinoamericano. Este texto se incorpora a esa discusión, como veremos, solo lateralmente. Nos interesa sugerir la posibilidad de explorar, con Gramsci, algunas características de estos procesos, especialmente aquellas ligadas con, precisamente, los modos de interrogar la relación entre pasado y presente. Para ello, haremos un largo rodeo por reflexiones de Gramsci al respecto, para volver al final sobre las preguntas del presente, y allí confrontarnos también con otros modos de lectura, también afincados en Gramsci, de estos tiempos.

Variaciones sobre la voluntad colectiva nacional-popular

Para Gramsci, pasado y presente encarnan una relación fundamental, en términos filosóficos y políticos. Y a la vez una relación opaca, no transparente. Su importancia radica en la certeza de que ninguna empresa política transformadora atañe solamente al presente, sino que es también un modo de reescritura de la historia, de modificación del pasado. Pero la opacidad está en el hecho de que esa relación no es autoevidente, sino que requiere de un esclarecimiento, de una intervención política sobre el peso que el pasado ejerce en el presente, al modo en que lo decía Marx en su Dieciocho brumario. Esa intervención lejos está de borrar el pasado, o de actuar contra él; su propósito es más bien el de reescribirlo en un sentido emancipatorio, esto es, reconstructivo de los distintos episodios en los que las clases subalternas expresaron su soreliano espíritu de escisión. Gramsci destina especialmente el breve y conciso Cuaderno 25 al problema de la historia de las clases subalternas. Allí se combina esta pregunta política con el oficio de historiador: Gramsci persigue ambos fines, por un lado una política que redima el pasado, en un sentido que se puede leer como muy afín a las reflexiones contemporáneas de Walter Benjamin (sus Tesis sobre el concepto de historia son de 1940), por el otro un modo de hacer historia capaz de recuperar experiencias de las clases subalternas, de sustraerlas del aplastante relato de los vencedores.

En la primera de las notas que lleva por título “Criterios Metodológicos” (Cuaderno 25, Nota 2),5 nos habla Gramsci de una historia de los grupos sociales subalternos que aparece siempre necesariamente como “disgregada y episódica” (Gramsci, 2000, p.178). Allí, en ese carácter necesario, está el sentido político de la afirmación, pues no podría ser de otro modo ya que la dominación consiste en el hecho de que los grupos dominantes rompen la iniciativa de los subalternos. Esta ruptura aborta todo intento de unificación, de modo que sólo la victoria “permanente” (Gramsci mismo usa las comillas), rompe la subordinación, y con ella, la sustracción de la propia historia. Aquí aparece también la advertencia historiográfica: no hay que dejarse llevar por la apariencia de que los subalternos no tienen historia, sino que hay que indagar en ella a contraluz (o a contrapelo), rescatando sus iniciativas autónomas de las operaciones de apropiación de las clases dominantes. La conclusión historiográfica: la monografía es la forma primordial de trabajo del historiador integral.

La conclusión política requiere una vuelta más e involucra al Estado. Más criterios metodológicos, reunidos en la Nota 5 del mismo Cuaderno: “La unidad histórica de las clases dirigentes ocurre en el Estado, y la historia de aquéllas es esencialmente la historia de los Estados”. Dicho de otro modo, unos renglones más abajo: “Las clases subalternas, por definición, no están unificadas y no pueden unificarse mientras no puedan convertirse en ‘Estado’” (Gramsci, 2000, p.182). Habría una suerte de equivalencia entre unificación, escritura de la historia y Estado, tanto que se trata de procesos confluyentes, que parecen no mostrar preeminencia de ninguno en particular: un sector social se unifica, deviniendo Estado, construyendo así, su historia. Claro está que no es lo mismo devenir Estado para dominar que hacerlo en pos de la conquista de la autonomía integral y bajo el impulso del espíritu de escisión (si bien Gramsci admite, en el mismo parágrafo, que entre grupos subalternos también hay una relación asimétrica donde uno emerge como hegemónico; y esto trae también sus complejidades). Sin embargo, en lo que refiere a la narración histórica parece haber una estructura común: convertirse en Estado (diventare stato en el original) supone colocar un gesto retrospectivo, garantizado por la fuerza de la política, que reconstruye la historia pasada como un relato, ya no como un conjunto de trabajosas monografías. Este sería, a su modo, otro nombre para la revolución: del episodio al Estado, de la monografía a la Historia (con mayúscula).

Continuemos entonces por la vía de la política. ¿Cuál es la importancia política de la reconstrucción de la historia de las clases subalternas? Ella se liga con lo que, en otro momento de los Cuadernos Gramsci llama espíritu estatal. Este, según la nota 4 del Cuaderno 15 “presupone la continuidad tanto hacia el pasado, o sea con respecto a la tradición, como hacia el futuro, o sea que presupone que todo acto es el momento de un proceso complejo, que está ya iniciado y que continuará” (Gramsci, 1999, p. 177). Una vez más, produce Historia. En este caso, el espíritu estatal (concepto que, por cierto, Gramsci anota para seguir desarrollando) es lo que distingue a un movimiento serio de una “expresión arbitraria de individualismos más o menos justificados”. Política e historia: un movimiento serio, con espíritu estatal, lo es porque se sabe parte de una historia. Incluso podría decirse con más precisión: lo es porque se construye a sí mismo como parte de una historia.

En esta dirección, y mirando hacia América Latina, podemos volver sobre una categoría fundamental del pensamiento de Gramsci: la voluntad nacional-popular. Se trata de un problema íntimamente ligado con la cuestión de la historia que venimos sugiriendo; para Gramsci hay voluntad nacional-popular si hay una densidad histórica capaz de invocar la acción política en el presente, para defenderla, para realizarla, para combatir en su nombre. Ahora bien, Gramsci problematiza lo nacional-popular desde su falta, es preciso pensar lo que todavía no existe, o lo que falló en su proceso de constitución. No existe una cultura nacional italiana, y los intelectuales despliegan sus itinerarios con extrañeza respecto del pueblo (y viceversa). Este problema se le aparece a Gramsci en sus preguntas por la literatura nacional, con la hipótesis de que la debilidad de la misma es un signo más de una historia común que no logra constituirse, razón por la cual se trata tanto de un problema cultural como político. Entonces, a propósito de la cultura italiana y de sus intelectuales, Gramsci afirma, en el Cuaderno 23, reescribiendo una nota del 6:

El pasado no vive en el presente, no es elemento esencial del presente, o sea que en la historia de la cultura nacional no hay continuidad y unidad. La afirmación de una continuidad y unidad es sólo una afirmación retórica o tiene valor de simple propaganda sugestiva, es un acto práctico, que tiende a crear artificialmente lo que no existe, no es una realidad en acción. (Gramsci, 2000, p. 153, cursivas nuestras).

Pasado y presente: no hay continuidad, nos dice Gramsci. Ella aparece como mera retórica o propaganda, no como realidad en acción, de modo que la historia que parece hilvanarse se disuelve en el aire, resulta inaprehensible para un proyecto político que pretenda pensar la nación. La voluntad nacional-popular, reiteramos, es aquello que falta en Italia. Del mismo modo que las producciones latinoamericanas afines a Gramsci pensaron el problema de nuestra región: ¿no es acaso esa la pregunta de Mariátegui?: había que bucear en la historia peruana, en sus configuraciones singulares y en sus sujetos políticos para producir una política que colocara al socialismo como realización de esa voluntad nacional reconstruida. Ese mismo procedimiento es el que, adelantábamos, parecen admirar los lectores latinoamericanos de Gramsci: un socialismo que hable nuestra lengua.6

La falta de la política que produzca una voluntad nacional-popular se entrecruza en más de una ocasión con esa historiografía que, por su parte, debe escribir la historia de esa falta. A propósito de Maquiavelo, Gramsci se encomienda, en el Cuaderno 13, a proyectar la escritura del moderno Príncipe. En ese proyecto hay varios elementos que nos interesan especialmente. Una de las primeras partes, nos dice Gramsci, debe estar dedicada a la voluntad colectiva, para preguntarse: “¿cuándo se puede decir que existen las condiciones para que pueda suscitarse y desarrollarse una voluntad colectiva nacional-popular?” (Cuaderno 13, Nota 1). La pregunta genérica tiene su correlato histórico respecto del propio Maquiavelo: “¿Por qué en Italia no se dio la monarquía absoluta en tiempos de Maquiavelo?”. La respuesta, una vez más, es tanto política como historiográfica, y ambiciosa: “Hay que remontarse hasta el Imperio Romano (cuestión de la lengua, de los intelectuales, etcétera), comprender la función de las Comunas medievales, el significado del catolicismo, etcétera: en suma, hay que hacer un esbozo de toda la historia italiana, sintético pero exacto” (Gramsci, 1999, p.16, cursivas nuestras).

Como venimos diciendo, el trabajo de reconstrucción histórica, que puede entonces involucrar “toda la historia italiana” apunta a producir “continuidad y unidad”, pues esa es la condición fundamental para la producción de una voluntad nacional-popular. Sin embargo, esta misma nota —y en general los apuntes sobre Maquiavelo y, como veremos, sobre el jacobinismo— nos alerta acerca de un procedimiento que tiene algo de paradójico: para poder producir una historia, convocar aquella “continuidad y unidad”, es preciso interrumpir la historia de las clases dominantes y producir, mediante alguna forma de golpe, una unidad a partir de los elementos dispersos de los sectores subalternos. La falta de una voluntad nacional-popular es en el caso específico italiano, como se sabe, la falta de un elemento jacobino que permitiera construir un horizonte político común por sobre los disgregados intereses económico-corporativos (en el mismo sentido del “devenir Estado” al que antes nos referíamos). De cara a esta falta, este es el proyecto del Príncipe moderno:

El Príncipe de Maquiavelo podría ser estudiado como una ejemplificación histórica del "mito" soreliano, o sea de una ideología política que se presenta no como fría utopía ni como doctrinario raciocinio, sino como una creación de fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar en él la voluntad colectiva. (Gramsci, 1999, p.13).

Gramsci elige no un oxímoron sino dos, contrapuestos, para definir al Príncipe: no es fría utopía, es decir, una producción basada en un cálculo racional, una utopía degradada por el recurso a una lectura casi matemática de la política (podríamos adivinar aquí una nueva crítica al economicismo, acaso el sentido último de la intervención gramsciana en el marxismo). Por el contrario, es fantasía concreta porque existe y no existe al mismo tiempo. La fantasía está en la producción de una unidad política, de una voluntad colectiva que, en los hechos, no existe, y que, esto es más importante aún, no está llamada a existir, ni por la Historia, ni por el desarrollo de las fuerzas productivas —aquí se podría evocar también al Maquiavelo de Althusser (2004), leído claramente en esta senda gramsciana: como quien piensa como fundar un Estado a partir de nada—. Es una producción política “que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado”: este pueblo disperso constituye la parte concreta de la fantasía. La estructura del razonamiento podría ser similar a las reflexiones sobre el sentido común y los núcleos de buen sentido, como elementos que también existen “dispersos y pulverizados”, pero devienen fuerza política si son articulados políticamente (en el Cuaderno 28, Gramsci utiliza la figura del alfilerazocolpo di spillo en italiano— como aquello que despierta al buen sentido y corrige el opio intelectual). Es el corazón de lo que podríamos considerar como el materialismo político de Gramsci: la producción de un horizonte transformador operando sobre los elementos que existen en el presente, agregándoles su unidad como proyecto o formación política. La figura de aquello que se agrega nos resulta fundamental: la lectura de las condiciones políticas es una virtud del Príncipe, tanto como la capacidad de producir una unidad entre aquello que está desunido, ese es el plus de la política.

En el mismo intenso primer apartado del Cuaderno 13, leemos:

El moderno Príncipe debe tener una parte dedicada al jacobinismo (en el significado integral que esta noción ha tenido históricamente y debe tener conceptualmente), como ejemplificación de cómo se ha formado en concreto y cómo ha actuado una voluntad colectiva que al menos en algunos aspectos fue creación ex novo, original. (Gramsci, 1999, p.16).

Ex novo es sin dudas una afirmación fuerte, que queda del lado de la fantasía, de la nada que precede a la política. Nada no porque no haya nada, sino porque no hay garantías de que la política suceda. Pero Gramsci invita a pensar la voluntad colectiva inscripta en el “real y efectivo drama histórico”, que no es sino el lado concreto de aquella fantasía.

Podríamos detenernos, aunque sea muy sucintamente, aquí en la importancia que Gramsci atribuye al elemento jacobino. Históricamente, éste remite a la fuerza que suscitó y organizó voluntades colectivas y fue capaz de producir Estados modernos. Bajo la sombra del ejemplo francés, una vez más Gramsci piensa Italia a partir de la falta: lo que faltó siempre fue esa fuerza progresista capaz de arrancar a los sectores dinámicos de la situación económico-corporativa e invitarlos a construir una nación. Lo que no sucedió en Italia, sí en Francia, fue la irrupción de las grandes masas en la vida política, aquello que ya aparecía en Maquiavelo en la proposición de reforma popular de la milicia. La fuerza del jacobinismo es aquella capaz de torcer la historia, aun si debe hacerlo atendiendo a las posibilidades que ésta provee: como nos dice Gramsci en la nota 24 del Cuaderno 19, el jacobinismo es un temperamento, pero también es un contenido (a propósito de lo cual afirmaba que Trotsky sería un caso de temperamento jacobino sin su contenido, mientras Lenin correspondería a un caso de adecuación entre temperamento y contenido). Ese temperamento es capaz de empujar la historia hacia adelante:

Este rasgo, característico del jacobinismo (pero antes también de Cromwell y de los “cabezas redondas”) y por lo tanto de toda la gran revolución, de forzar la situación (aparentemente) y de crear hechos consumados irreparables, empujando hacia adelante a la burguesía a fuerza de patadas en el trasero, por parte de un grupo de hombres extremadamente enérgicos y resueltos. (Gramsci, 1999, p. 400).

El jacobinismo crea hechos consumados, produce una nueva realidad, “irreparable”, lee las potencialidades de su época para conducirla más allá de lo que ella parece capaz de dar. Emerge así una tensión constitutiva de la política, aquella que se dirime entre lo que existe y lo que puede producirse. Ese sería el arte, maquiavélico y jacobino (y gramsciano), de la política: saber leer las potencias de una coyuntura, más allá de los términos en que esa coyuntura se presenta a sí misma, siempre acechados por el estado de las cosas. El moderno Príncipe sabrá leer lo que está allí oculto, agregándole su unidad política, como decíamos antes. La lectura es inmanente, y en tal sentido no es iluminista, pero es crítica y excede las posibilidades aparentes de la coyuntura, y en tal sentido sí alumbra una posibilidad nueva.

Volviendo al Cuaderno 13, y como si siguiera hablando de un libro, otra parte del moderno Príncipe estará dedicada a la “reforma intelectual y moral”, es decir, a la concepción del mundo. La reforma debe ser cultural, política y sobre todo, contra cualquier reduccionismo culturalista, económica (“el programa de reforma económica es precisamente el modo concreto en que se presenta toda reforma intelectual y moral”). La reforma es el punto de partida de la construcción de una voluntad colectiva nacional-popular. Ambas cuestiones, reforma intelectual y moral y voluntad colectiva nacional-popular son, para Gramsci, “dos puntos fundamentales”, que hacen a la primera parte del moderno Príncipe y que deben ser expuestos con dramatismo, alejados de la “fría y pedante exposición de raciocinios”. Ahora bien, es preciso subrayar las características que Gramsci atribuye al Príncipe respecto de ambos puntos. Al hablar de la reforma, nos dice que el príncipe es “pregonero y organizador”; respecto de la voluntad colectiva, el Príncipe “es al mismo tiempo el organizador y la expresión activa y operante” (Gramsci, 1999, p. 17).

Organización y expresión. Podría leerse allí, para cerrar al menos la lectura apegada al texto gramsciano, un fino equilibrio que nuevamente nos remite a esa relación entre la política del Príncipe y los elementos a ser organizados. El Príncipe es expresión porque representa algo que efectivamente existe, que no es sino la potencia popular, aun si se trata de elementos dispersos y pulverizados. Porque se dirige a ellos es que se trata de un discurso dramático, alejado del doctrinarismo, preocupado por hablar la lengua popular. Sin embargo, debe ser también organizador, productor de esos mismos elementos. No los toma tal cual existen, sino que con ellos produce una novedad. En este sentido, nos encontramos en la misma problemática que con la historia: es la intervención política sobre los elementos dispersos lo que produce su unidad, como afirmamos antes que es la intervención política la que puede producir la unidad de la historia, de aquello que antes eran fragmentos y episodios. La intervención política produce una nueva realidad (le agrega la unidad) de cara al futuro pero también, y fundamentalmente, de cara al pasado. El Príncipe interpreta, organiza, escribe la historia. Organización y expresión: es preciso retener esa relación, esa dialéctica.

Aquí podemos volver a reiterar la importancia de la figura del devenir Estado: para Gramsci es fundamental el momento de la unidad, es allí donde se produce la política que transforma la historia. Desde luego que esto sucede sobre la base de un gran esfuerzo que acontece antes y más allá del momento de la unidad, y que para Gramsci es especialmente importante, pero sin unidad todo aquello pierde valor, queda en un plano, aunque necesario, inorgánico. Allí se puede ver la crítica a los límites del mito soreliano, que interpreta la forma dramática pero se detiene antes del momento político, dejando a la voluntad colectiva “en su fase primitiva y elemental”. Esta fase puede ser eficaz en su faceta destructiva, pero si no propone una forma política de afirmación y construcción alternativa, está condenada a repetir la dispersión.

Preguntas latinoamericanas

Si la lectura de Gramsci hecha hasta aquí pudiera sintetizarse rápidamente, diríamos que el proyecto de una voluntad colectiva nacional-popular tiene como doble condición la posibilidad de inscribirse en una historia y, al mismo tiempo, la operación política de construir esa historia, lo cual supone a la vez la construcción de un sujeto político capaz de encarnarla y batirse en su nombre. Dicho esto, podríamos cerrar preguntándonos si la realidad latinoamericana de los últimos años no sugiere exploraciones por estas sendas gramscianas, que puedan además colocarse en la posible tradición latinoamericana de lectura de Gramsci a la que aludimos al iniciar este trabajo.

Desde nuestro punto de vista, pensar este problema desde América Latina sugeriría la pregunta por la posibilidad de leer los procesos políticos latinoamericanos de los últimos años (el ciclo progresista, posneoliberal, nacional-popular, de acuerdo a los diversos modos en que estos diez o quince años fueron llamados), como un intento por construir nuevas voluntades nacional-populares. Hacer este ejercicio implicaría poner el énfasis en los modos de discusión de la historia de los últimos años, así como en las capacidades políticas de las fuerzas progresistas de construir nuevos horizontes políticos sobre la base de las crisis del neoliberalismo que los antecedieron. Así, lo que está en juego, finalmente, es el modo de concebir la relación entre los gobiernos progresistas y los ciclos de protesta y movilización social que los precedieron. Es un hecho que las cosas se dieron de esta manera: el neoliberalismo entró en crisis entre los años noventa e inicios de siglo a través de un largo y diverso ciclo de protestas y activación de movimientos populares en distintos países de la región. A ello le sucedieron, también con ritmos e intensidades diferenciadas, los gobiernos que dominaron parte de la región en los últimos años, al menos hasta 2015. A su vez, no debe obviarse el hecho de que los gobiernos acceden al poder político mediante elecciones formales, lo cual coloca toda una serie de dilemas específicos respecto de las posibilidades y complejidades de actuar en el marco de una democracia cuyas reglas actúan como limitante de determinadas perspectivas o incluso como amenaza en tiempos de crisis. Con todo, el problema es el de las formas de traducción de la energía social en materia estatal, en gobierno. Sobre esto se ha venido discutiendo largamente en la región. Las miradas más críticas sostienen que al momento de cristalizarse la alternativa post-crisis al nivel del Estado, aun si es con un signo progresista, esto implica una regresión en las condiciones sociales y políticas de las clases subalternas, o supone directamente una política de desmovilización de sectores radicales y una pérdida de vocación transformadora por parte de sectores que pasan del ciclo de resistencia al ciclo de gobierno. Algunas de estas lecturas fueron realizadas también sobre la base de contribuciones conceptuales gramscianas. Se debe destacar especialmente el trabajo de Massimo Modonesi, quien en los últimos años ha leído el ciclo de los gobiernos progresistas en América Latina desde la categoría de revolución pasiva (Modonesi, 2013). Se trata de un serio trabajo que invita a una larga discusión que aquí apenas esbozaremos, porque no solo involucra una caracterización política de los últimos quince años, sino también un trabajo de revisión y actualización sobre el concepto en cuestión y, más importante aún, una mirada de largo aliento sobre los modos en que el mismo fue apropiado en la larga y densa historia del gramscismo latinoamericano (Modonesi, 2017). Nos permitimos una cita algo extensa que sintetiza el balance de Modonesi del ciclo progresista, al menos en materia de subjetivación política de los sectores subalternos:

Hay que reconocer un reflujo hacia la subalternidad, una pérdida de capacidad antagonista y de márgenes de autonomía de los actores y movimientos sociales que fueron protagonistas de las luchas sociales en América Latina a la hora de la activación del ciclo antineoliberal. Como contraparte, se hacen evidentes tendencias a la institucionalización, delegación, desmovilización y despolitización (cuando no al autoritarismo, burocratización, clientelismo, cooptación y represión selectiva) que caracterizan los escenarios políticos dominados por la presencia de gobiernos progresistas. Afloran las “perversiones” de proyectos de transformación que, al margen de las declaraciones de intención, están despreciando, negando o limitando la emergencia y el florecimiento de la subjetividad política de las clases subalternas, centrándose en iniciativas y dinámicas desde arriba que lejos de promover procesos democráticos emancipatorios, reproducen la subalternidad como condición de existencia de la dominación. (Modonesi, 2013, p. 234-235).

Esta lectura se basa fundamentalmente en la tesis de la perversión, esto es, en la idea de que existía una potencialidad transformadora en los sectores subalternos activados en la lucha contra el neoliberalismo que, lejos de ser expresada o realizada en los gobiernos progesistas, es recortada y amputada, es decir, pervertida. No es el centro de esta reflexión la discusión en términos de caracterización, sino que pretendemos solamente subrayar cómo este modo de lectura de los procesos políticos conduce a un modo particular de utilización del concepto de revolución pasiva. Aun en la complejidad que este concepto implica, aquí se trata centralmente de la idea de que las transformaciones que se llevan adelante implican desmovilización, subalternización y ejercicio del poder desde arriba. El resultado global, aun si reconoce cambios efectivos, sería la reconstitución de relaciones jerárquicas de dominación.7

Clarifiquemos: tenemos un desacuerdo político con esta lectura, pero no es ese el nudo de la discusión, pues al mismo tiempo reconocemos la agudeza con la que puede señalar ciertos déficit efectivos de los procesos recientes en materia de construcción política, tanto como la productividad de un ejercicio que ofrece a nuestra época la fuerza interpretativa de uno de los conceptos centrales de los Cuadernos de la Cárcel. Nos interesa poner a disposición otro posible enfoque, y otro énfasis, que posiblemente se pierde desde la perspectiva recién descripta, y a eso apuntamos con la reflexión en torno de la voluntad nacional-popular desplegada en este texto. Como afirmábamos más arriba, si situamos el problema en las formas de traducción de la energía social en materia estatal, de la protesta en gobierno, el enfoque de la revolución pasiva trabaja con el énfasis en aquello que se pierde, a partir de la lectura de la traducción como una amputación de los alcances transformadores de aquella energía social. Sugerimos, por el contrario, que una lectura de los procesos latinoamericanos desde la voluntad nacional-popular permite pensar las virtudes de esa traducción. No se trataría de una lectura complementaria con la anterior, pues implica ciertos desacuerdos de fondo, sino de la incorporación de otra serie de inspiraciones gramscianas a la interpretación del presente latinoamericano, que buscan poner en valor esos ejercicios de traducción. Nuestra opción por la voluntad nacional-popular como clave de lectura de la época nos conduce, evidentemente, a privilegiar la productividad del momento de unidad política y, por ello, a enfatizar más en lo que se gana (precisamente: la unidad) que en las potenciales radicalidades que se pierden. La pregunta que queda en todo caso postergada es aquella en torno del restablecimiento de relaciones de dominación: ciertamente los procesos progresistas no implicaron rupturas en la dominación capitalista, pero lo que nos interesa subrayar es que si ese es el interrogante último que persiste como lo que distingue entre revolución pasiva y transformaciones efectivas de la vida y la organización popular, algo de toda la riqueza y singularidad de esta época puede llegar a diluirse.

Ahora bien, ya hemos sostenido que la voluntad colectiva nacional-popular entraña dos elementos característicos: la proposición de una historia común, y el momento jacobino como constitución de la unidad del sujeto político. Un pequeño paso a través del primero de estos elementos nos puede ayudar a establecer el contrapunto con lo anterior: en esta senda podría señalarse que los primeros signos de trabajo en común entre las diversas experiencias nacionales, más allá de las diferencias que las distinguieron, tuvieron que ver con la relación entre pasado y presente. Los procesos políticos latinoamericanos se forjaron reescribiendo su propia historia nacional y, aunque se trata de una característica general, cabe destacar que en algunos casos implicó la refundación de los acuerdos mismos que constituyen a las naciones, a través de reformas constitucionales —e involucrando incluso cambios en la nominación de los países en cuestión, en lo que constituye un enorme ajuste de cuentas con el pasado—. Así emergió con proyección regional la certeza de que toda disputa por el presente es también un ensayo de reescritura de la historia. Se trata, así, de una discusión que ponía en juego las culturas nacionales, las voluntades nacionales. Aquí el sentido profundamente regional de esto es por cierto una novedad epocal, sobre la cual también cabría profundizar, ya que entraña la necesidad de repensar esa dimensión nacional de la voluntad colectiva que tanto importaba a Gramsci. En todo caso, no debe entenderse a la nación como una esencia cultural estática, sino más bien como un punto de partida epistémico. Es el espacio en el cual el marxismo se valida, donde su potencia crítica se encuentra con un entramado histórico específico, con el modo concreto en que se despliegan las relaciones sociales capitalistas en un territorio determinado. Por eso bien podría valer, en el capitalismo contemporáneo, pensar esto en términos regionales (quedaría pendiente una pregunta, para América Latina pero hoy también para Europa, en torno de si es posible algo así como una “voluntad colectiva regional-popular”).

Hemos aludido ya a aquel potente filón del pensamiento de Gramsci que posiblemente explique su fortuna en América Latina: la importancia otorgada a la pregunta en torno de la historia nacional en términos de reflexión situada. La posibilidad de pensar al socialismo como un modo de continuación de la historia de las luchas populares de una nación, constituyó una poderosa vía de crítica de las versiones más ortodoxas del marxismo latinoamericano, y a la vez la apertura de preguntas sobre la singularidad de los sujetos políticos y los entramados societales en la región. Y en esa dirección, implicó un punto de partida para preguntarse por las desventuras del socialismo y su relación con el movimiento popular en el continente. En este sentido, atendiendo a la cuestión de la historia recién mencionada cabría también colocar una pregunta por los modos en los que estos procesos políticos han actualizado la pregunta por la relación entre los dilemas nacionales y los significantes propios de las tradiciones de izquierdas. No solo la revolución y el socialismo como nombres propios han pasado por la reciente coyuntura regional, sino que en términos de fuerzas sociales y políticas articuladas en torno de los gobiernos progresistas, hemos asistido a una fluidez en cierto sentido inédita en materia de aproximación de formaciones y tradiciones políticas de izquierda al gobierno.8

Dicho esto, señalábamos que la dimensión más sensible para pensar estos procesos a la luz de la voluntad nacional-popular se articula en torno del problema de la operación de interrupción, de ruptura, de la intervención política que permite emprender ese ensayo de construcción de una historia enfocada desde los sectores subalternos. Aquí entramos de lleno en la tensión sostenida en aquella “dialéctica” entre expresión y organización. Si aceptamos pensar el presente al interior de la problemática de la voluntad nacional-popular: ¿De qué modo adviene en la América Latina de estos años el momento jacobino que expresa y organiza esas voluntades disgregadas?

Nos animamos a proponer, aquí de modo apenas incipiente, apoyarnos en las reflexiones aquí planteadas de Gramsci para enfocar la cuestión de otro modo: sin dudas la movilización y la irrupción de las masas en la política es una condición para la producción de una voluntad colectiva de nuevo tipo. Sin embargo, para que esa irrupción no sea espasmódica o trascienda el momento negativo, es preciso el elemento jacobino, esto es, la dirección que le dé el cuerpo de un proyecto afirmativo. El Príncipe es esa instancia articuladora necesaria. Como momento de constitución de una alternativa política efectiva, es a la vez una forma de traducción de aquellos elementos dispersos. Gramsci se pronuncia con claridad respecto de la necesidad del momento de la unidad, del momento del “devenir Estado”. Una vez más, como en todo proceso de traducción, algo se pierde o se transforma en el camino. Y ese problema queda del lado de la coyuntura, del análisis de las condiciones históricas específicas. Si hay expresión y organización, es porque no existe transparencia entre el momento de la dispersión y el momento de la unidad. Esto vale, en Gramsci, para la política misma. Pero quizá en América Latina esta cuestión sea dramáticamente efectiva. La dimensión jacobina, e incluso diríamos “estado-céntrica”, es un signo histórico distintivo de la política latinoamericana, que incluye a los grandes momentos de síntesis de lo popular, tanto como a las más terribles tragedias que la región ha atravesado —las tensiones de este dilema acaso también podrían pensarse en torno de las reflexiones de Gramsci en el Cuaderno 8 (1984, p. 283) alrededor de la estadolatría como fenómeno necesario en términos provisorios para algunos grupos sociales, pero problemático cuando deviene fanatismo teórico—.9 En este marco, y a la luz de las grandes iniciativas políticas transformadoras tomadas desde los gobiernos a lo largo de estos años —y en el contexto global en que han sido tomadas—, sugerimos que no sólo no hay una relación de transparencia o mera expresión respecto del nivel de la lucha social, sino que el jacobinismo podría pensarse como una marca distintiva de esta época, y como la marca que permitió llevar adelante un proceso de transformaciones posiblemente inédito en la historia de la región, aun con todas sus limitaciones (y, nuevamente, teniendo en cuenta el contexto global). No se trata tampoco de hacer una llana celebración de esto, sino de enfrentar los dilemas teóricos y políticos que entraña, y que hacen sin dudas a la agenda de las discusiones presentes en las izquierdas latinoamericanas. Gramsci no nos dará, naturalmente, la respuesta a estos problemas, pero sí puede seguir operando positivamente para pensarlos, en tanto en su pluma late la pregunta por los modos de irrupción de los sectores subalternos, los momentos jacobinos que los articulan y las tensiones y, sobre todo, los sacrificios que entraña la posibilidad de devenir Estado.

Referencias bibliográficas

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Notas Notes

1 Para una historia general de las discusiones en torno de la figura de Gramsci, ver Liguori (2012). Sobre la nueve Edizione Nazionale, se puede consultar el número especial dedicado a la misma por la revista Studi Storici (2011, número 4), que incluye textos de, entre otros, Giuseppe Vacca, Giuseppe Cospito, Fabio Frosini y Leonardo Rapone.

2 Se puede consultar al respecto el suplemento especial “Global Gramsci”, del periódico italiano La Repubblica del 19 de febrero de 2017, donde Liguori refiere a la suerte de Gramsci en distintos países del mundo. Para la Argentina, afirma: “Forte, come in tutta l’America Latina, l’articolazione tra teoría y política” (Liguori, 2017, p. 16). De Frosini puede leerse la entrevista “Hégémonie, praxis, traduction” en el sitio periode.net (Frosini, 2017) o la entrevista “Gramsci, Althusser y el marxismo”, que le realizara el sitio mexicano “Los Tiempos Equívocos” (Frosini, 2016).

3 Aquí podrían agregarse las Jornadas Incursiones Gramscianas Argentinas, realizadas en Buenos Aires en junio de 2017, instaladas explícitamente en el debate en torno de las lecturas argentinas, y latinoamericanas en general, de Gramsci.

4 Para el caso específico argentino, hemos reconstruido recientemente, junto con Raúl Burgos las distintas tradiciones de lectura que comienzan a desarrollarse en el país en los años cincuenta (Burgos y Cortés, 2017). Para una mirada general sobre la región, se puede consultar el volumen Studi gramsicani nel mondo. Gramsci in America Latina (Kanoussi, Schirru y Vacca, 2011).

5 Para todas las referencias a los Cuadernos, utilizamos la edición mexicana de le Editorial Era, traducción de la edición Gerratana de 1975.

6 La afinidad entre Gramsci y Mariátegui, especialmente afincada en un marxismo heterodoxo y situado nacionalmente, ha sido crecientemente explorada en América Latina, sobre todo a partir de los años setenta. En este sentido, cabe destacar los trabajos pioneros de Robert Paris (1983) y José Aricó (1978).

7 Podrían mencionarse otros textos que abordan los procesos políticos recientes bajo este prisma de la perversión, incluso aludiendo también a la noción de revolución pasiva (por caso, Svampa, 2015 y Bonnet, 2015), pero ciertamente con mucho menor desarrollo del mismo que el que ofrece Modonesi. Por otro lado, por tratarse solamente de una proposición exploratoria, acotamos este contrapunto a ciertos usos de Gramsci que se reivindican interiores a la tradición marxista, aun en una amplia acepción de la misma. Un trabajo más exhaustivo, en este sentido, deberá incluir las prolíficas discusiones con ecos gramscianos que se articulan alrededor de la cuestión del populismo, en la senda abierta principalmente por Ernesto Laclau hace algunas décadas y que hoy reconoce numerosas vías de trabajo en diversos países de América Latina y Europa.

8 Específicamente en el caso argentino, siempre caracterizado por la dramática distancia entre peronismo e izquierdas, se podría arriesgar que el kirchnerismo ha resultado sin dudas una experiencia novedosa en materia de rearticulación de esta relación, tanto por los espacios concretos de izquierda que lo integraron, como por la recurrente aproximación de sus figuras a la historia y simbología de (al menos una parte) las izquierdas argentinas.

9 Entramos aquí en un tema adyacente que ciertamente debiera ser tratado con detenimiento para desarrollar los argumentos aquí esbozados. Se trata de la discusión corriente en torno de la recurrencia de la política “desde arriba” en América Latina, acaso como un signo distintivo de sociedades cuyos sectores subalternos tendieron a constituirse como sujetos políticos en estrecha relación con el Estado -respecto de esta cuestión, reenviamos, entre otros, a Zavaleta Mercado (2013) y Portantiero (1981). Se trata de una cuestión histórica pero a la vez siempre actualizada, de allí que no pueda soslayarse sin riesgos esta dimensión de la vida popular latinoamericana. En cualquier caso, reiteramos, queda para desarrollar el interrogante en torno de la relación entre el “jacobinismo” que identificamos en los gobiernos progresistas y la centralidad histórica del Estado como espacio de constitución de la unidad política.