Tradición, liderazgo y política del consuelo en Abraham ibn Daud

Tradition, Leadership and Politics of Consolation in Abraham ibn Daud

José Antonio Fernández López

Universidad de Murcia, España

resumen Nuestro artículo realiza una lectura del Libro de la tradición de Abraham ibn Daud de Toledo, en el intento de mostrar las sugerentes intuiciones teológico-políticas que alberga esta singular crónica medieval. Poniendo el énfasis en una hermenéutica diacrónica, más que en una arqueología de las ideas, queremos indagar si las vicisitudes históricas de las comunidades judías que habitaron la Península, sus controversias comunitarias, así como su permanente autoexploración identitaria y religiosa, pueden aportar elementos relevantes para la comprensión del presente.

palabras clave Historia; tradición; liderazgo; teología política; mesianismo.

abstract Our paper carries out a reading of the Abraham ibn Daud's Book of Tradition, with the purpose of showing the suggestive theological-political intuitions that this singular medieval chronicle contains. Putting the emphasis in diachronic hermeneutics, more that in an archaeology of the ideas, we want to investigate if the historical vicissitudes of the Iberic Jewish communities, their community controversies, as well as their permanent religious and identity self-reflection, can provide relevant elements to an understanding of the present.

key wordsH History; Tradition; Leadership; Political Theology: Messianism.

RECIBIDO RECEIVED 11/12/2018

APROBADO APPROVED 22/01/2018

PUBLICADO published 28/01/2019

NOTA DEL AUTOR

José Antonio Fernández López, Departamento de Filosofía, Facultad de Filosofía, Universidad de Murcia, España.

La investigación previa a la redacción de este articulo ha sido posible gracias a la participación de su autor en la Red temática de Excelencia “Identidades conversas desde el siglo xv al xvii: Descreimiento, asimilación, mística, nueva ortodoxia” (FFI2016-81779.REDT/AEI).

Correo electrónico: joselirola1968@gmail.com

Dirección postal: Isaac Peral 7, 5º A. 30880 Águilas (Murcia). España.

ORCID: http://orcid.org/0000-0001-8569-1290

Las Torres de Lucca, Vol. 8, Nro. 14, Enero-Junio 2019, pp. 83-107 . ISSN-e 2255-3827.


El Libro de la tradición (Sefer ha-Qabbalah) de Abraham ibn Daud (1110-1180) es una obra singular dentro del conjunto de la literatura hispanojudía.1 En su mirada hacia el pasado, las tribulaciones del pueblo judío son leídas desde una sugerente clave que combina el mesianismo y el quietismo político, insertados ambos en el marco de una estructura simétrica de la historia. Fuente imprescindible de información de los hitos del judaísmo hispano, hasta comienzos del siglo xx su periodización de la historia talmúdica se consideró cuasi canónica. La capacidad de Ibn Daud para hacer visibles las vivencias del pasado, a la que se unen sus virtudes narrativas para ofrecer una consolación eficaz frente a las dificultades del presente, convirtieron a la obra en un referente para las comunidades judías de todos los tiempos. Parte de un tratado más amplio, compuesto en forma de políptico histórico en la década de 1160, la sección de este con el título Sefer ha-Qabbalah terminó anulado referencialmente al conjunto.2

El estudio de Ibn Daud es una historiografía donde lo cronológico acota un ámbito referencial de amplia magnitud y significativa trascendencia. La historia no es otra cosa que la explicitación, en forma de racionalidad, de un principio teológico-político que garantiza la supervivencia de Israel en el exilio, y este es que existe una Tradición no interrumpida, trasmitida de generación en generación. En este empeño, la obra se estructura haciendo que cada una de sus partes expresen una serie de ideas recurrentes, bien como referencias generales o motivos de discusión más o menos extensos: acontecimientos decisivos de la historia judía; conciliación entre la cronología judía y la gentil; análisis de las repercusiones para la comunidad de la ruptura de la ortodoxia; significación de la incidencia en la vida de la comunidad del mal gobierno de sus líderes; la aristocracia espiritual de los rabinos y su reconocimiento por el pueblo judío y los gobernantes de las naciones. A modo de síntesis, el objetivo del Sefer ha-Qabbalah es armonizar y conciliar en una unidad una obra historiográfica que sirva de marco para describir cómo la historia del liderazgo rabínico se inserta en la historia universal. En la búsqueda de esta inteligibilidad, la Torá y la racionalidad occidental se combinan dando lugar a una crónica que, para cumplir sus propósitos, bebe de fuentes diversas, casi nunca confesadas, pero siempre evidentes.3 El polemismo de la obra opera una racionalización de la Tradición, en la búsqueda de una hermenéutica convincente capaz de oponer un discurso sólido a las estrategias retóricas de cismáticos y miembros de otras religiones. Con este fin, racionalistas judíos como Saadiah ha-Gaón (882-942) o polemistas como R. Tobías ben Eliezer de Tesalónica (s. xi), se entremezclan en el trasfondo del relato con obras gentiles que reflejan las tendencias dominantes de la historiografía del siglo xii.4 En el contexto general de una renovación del interés por la Antigüedad, Ibn Daud refleja en su tratado la indisimulada fascinación por una historia universal informada por la plástica cualidad de la simetría. Los eones y las eras son escrutados con una nueva mirada, inexacta y fragmentaria, pero, en cualquier caso, dotada de una indudable y creativa curiosidad por la diferencia. El resultado es una más que heterodoxa justificación de la ortodoxia, para satisfacer las exigencias de su propio esquematismo en defensa de la Tradición. Existe una cadena de transmisión de las verdades de fe que puede ser valorada en su calidad de incontrovertible, y esta es la enseñanza rabínica, que puede retrotraerse hasta el tiempo fundacional de los profetas. Se trata de un proceso de fidelidad a la herencia recibida y de ausencia de cualquier inclusión creativa que pueda modificar la esencia de lo trasmitido. Es este un rasgo que, sin embargo, no está reñido con la posibilidad de incorporar a esa cadena todas aquellas correcciones que estén amparadas por el consenso:

Los sabios del Talmud y los de la Mishná no dijeron nada de su propia invención, ni siquiera la cosa más pequeña, excepto las correcciones que hicieron con el respaldo de todos con el fin de construir una valla a la Torá. (ShQ, Pr. 8-11).

La historia, subsumida en una referencialidad que la desborda, se encarna en la experiencia histórica de un pueblo. La teología de la historia desplaza el plano de lo historiográfico y lo transforma en algo substancialmente diferente, dotándolo de una finalidad gregaria; la cronología apunta y valida una experiencia teológico-política traspasada por un mesianismo de genuina originalidad.5 Nuestro objetivo en el presente artículo es realizar un recorrido que muestre a contraluz algunos de los pasajes y contenidos fundamentales del Libro de la Tradición de Abraham ibn Daud, para intentar sacar a la superficie las sugerentes intuiciones ético-políticas que, creemos, alberga esta crónica medieval. Poniendo el énfasis en una hermenéutica diacrónica que retorna del pasado, más que en una arqueología de las ideas, vamos a preguntarnos si pueden aportar algún elemento relevante para la comprensión del presente las vicisitudes históricas de las comunidades judías que habitaron la Península, sus controversias comunitarias, así como su permanente autoexploración identitaria y religiosa.

Historia, ortodoxia y ortopraxis comunitaria

No sería más que una interpretación superficial atribuirle al Sefer ha-Qabbalah el deseo de una demostración incontrovertible de hechos. Sus verdaderas pretensiones son morales y políticas. La historiografía que subyace a la obra, su estructura retórica y parenética, la racionalización de la experiencia de fe del pueblo judío que lleva a cabo, son objetivos puestos al servicio de una experiencia comunitaria enraizada en el presente, el de un judaísmo andalusí que se verá forzado a un nuevo exilio hacia las tierras cristianas del norte peninsular, tras la invasión almohade. Los acontecimientos radicales aceleran la historia, densifican el tiempo, operando cambios profundos en la vida en el exilio; la obra del historiador, concernida por esos cambios, es una particular toma de conciencia donde se enlazan la lectura de los hitos del pasado con las vicisitudes del presente. Como si de una tosca vestidura se tratara, Ibn Daud confecciona un tejido historiográfico en el que a una sucesión cronológica que sirve de urdimbre, se le van añadiendo fragmentos en forma de narraciones no siempre ejemplares, pero siempre ejemplarizantes. Relatos de disidencia e impostura, crónicas de prohombres, sabios y reyes de la historia gentil, sirven de contrapunto al desarrollo de la Tradición verdadera. Frente a tantas tradiciones creadas por la mano del hombre, la fe auténtica se transmite en el tiempo dando lugar a una Tradición de cuya autenticidad sus defensores están tan convencidos como de la falsedad de caraítas, samaritanos, cristianos, musulmanes, maniqueos o griegos.

Idea generalmente aceptada es que la historiografía y la filosofía aristotélica de Ibn Daud forman una unidad cuyo propósito es apologético. Al énfasis de los estudios de la segunda mitad del siglo xx por poner de relieve que la singularidad del Sefer ha-Qabbalah se hallaba en su idea mesiánica y en el esquematismo histórico que la respaldaba (Cohen, 1967), le ha seguido en las últimas décadas una visión que prima la idea -sin negar la anterior- de que tal singularidad reside en la búsqueda, desde una amplísima amalgama de fuentes, de una definición teológico-política del judaísmo rabínico. Para esta interpretación reciente, las peculiaridades del texto parecen justificar tanto una interpretación esotérica y escatológica, como una reflexión política a la luz de la teología de la historia que se sirve para su propósito de un uso indisimulado de materiales eclécticos como fuente.6 Escritos casi simultáneamente (c.1160), tanto el Sefer ha-Qabbalah como Ha-Emunah ha-Ramah (La fe sublime) -primera obra filosófica aristotélica de las letras judías- tienen una misión apologética: definir y defender el judaísmo rabínico sefardí, dentro del marco general de una apología pro religione judaica. En el caso de su tratado filosófico, los oponentes de Ibn Daud están tanto dentro como fuera del judaísmo: filósofos de corrientes opuestas, pensadores, a su juicio, excesivamente temerarios o eruditos gentiles de las naciones. Aunque muchos de los elementos de la polémica con el Islam y el cristianismo no son originales, la impronta historicista que Ibn Daud da a su argumentación refuerza y da nuevos bríos a la propia idea de Tradición. Más allá de sus propios juicios de valor los datos históricos fehacientes y la misma Escritura, afirma, demuestran la existencia de una cadena ininterrumpida de la Tradición que constituye la evidencia empírica que fundamenta la superioridad moral del judaísmo.7

Conciliar la filosofía aristotélica con la Ley judía resultaba una empresa intelectual no exenta de riesgos ante los ojos de muchos coetáneos; inaceptable, sin ir más lejos, para un cuasi contemporáneo como Yehudah Haleví (c. 1075-1141), filósofo, médico y excepcional poeta. Ibn Daud comparte con él algunos de los principios y cuestiones esenciales para la apologética de la época: supremacía del judaísmo, definiciones del liderazgo comunitario y, tal como reza el propio título de su Cuzary, la búsqueda de pruebas y de respuestas “en beneficio de una fe menospreciada” (Haleví, 1910, p. XIV). Pero es mucho más lo que les separa. La filosofía impugnada por Haleví es herramienta apologética para Ibn Daud. Dado que el objetivo último de toda filosofía es, según Ibn Daud, el desarrollo intelectual de una racionalidad práctica, el judaísmo ofrece el marco más elevado para ello. Así, por ejemplo, la doctrina de los requisitos de la profecía, esencial, al igual que en Maimónides, para su concepción antropológica del mérito intelectual, deviene fundamento teológico-político al ser defendida desde una apelación al consensus omniun como máxima expresión de la racionalidad colectiva. Al analizar la naturaleza de la visión profética, Moisés es presentado como el paradigma de filósofo, a la vez que la Tradición rabínica como la correcta interpretación de la Torá. En este sentido, la Torá y sus preceptos se presentan en términos aristotélicos como las afirmaciones consecuentes, proposicionales e imperativas, del profeta Moisés, resultado de su conjunción intelectual con el Intelecto activo. Estos preceptos religiosos -fundamento ético-religioso del judaísmo rabínico- se engarzan, como si de una obra de orfebrería se tratara, sobre una red formada por las virtudes morales que se viven en el ámbito político, comunitario y familiar. La divina Providencia sostiene, en último termino, todo el edificio de este sistema filosófico mosaico-aristotélico. Para Ibn Daud, la Providencia ofrece una justificación de la inteligibilidad de un sistema en el que Dios es y puede ser perfecto, mientras que la humanidad puede ejercer la elección voluntaria sin verse comprometida intelectualmente (ER II. 6. 241).8

La cadena de la Tradición, a pesar de su deseo de resultar irrefutable desde la fiabilidad del dato, es intrincada. La verdad que transmite, para el imaginario colectivo que la sostiene, no es, por supuesto, de naturaleza meramente humana, poseyendo una esencia inalterable que es inasequible a la manipulación. El consenso y la unanimidad descansan, sobre todo, en la confianza en la probidad de unos dirigentes comunitarios y unos líderes espirituales que nunca aceptarían fijar como norma el resultado de una fabulación o mentira. La unanimidad en el consenso -tal vez una radicalización del asentimiento comunitario de épocas pretéritas- es la condición sine qua non de toda nueva prescripción comunitaria, de toda mínima alteración del corpus legislativo que emana de la Torá.9 Por ello, no dejan de resultar sorprendentes los juegos lingüísticos de Ibn Daud, sus énfasis y también sus omisiones, ante la sombra del disenso como compañía no siempre evitable en el camino de la verdad. Los lectores de la obra son advertidos, en este sentido, que los sabios y rabinos, “nunca estuvieron divididos en lo fundamental de cada mandamiento, sólo en su desarrollo” (ShQ Pr., 13-14). Las disputas no refutan la idea de que la Tradición es de origen divino; el disenso, enfatiza Ibn Daud, no es herejía. No deja así de resultar paradójica la conciliación, en un texto historiográfico medieval, de la execración más visceral de las manifestaciones de fe heterodoxas, junto a la justificación del disenso como herramienta de exploración racional de la verdad revelada y su consideración como sana ortopraxis.10

Aquellos como los caraítas, los cuales dudando de la validez de la Ley oral apelan al valor superior de la razón y de la sola Scriptura, incurren, en el fondo, en una exaltación de la irracionalidad que socaba sin remedio el propio sentido de la existencia comunitaria judía. A la evidencia de la historia como garantía de autenticidad, Ibn Daud suma la fuerza de la racionalidad humana como sello indeleble de la cercanía al propósito divino. Si para los caraítas debe negarse la revelación de la Ley oral por su supuesto carácter abstruso y contradictorio, Ibn Daud encuentra que, más bien al contrario, esta Ley es un regalo de inspiración para contrarrestar la excesiva generalidad de los mandatos bíblicos. Los nombres, las eras y los lugares cambian; la Tradición no lo hace nunca. La honestidad del estilo de vida que subyace a la fidelidad en la Ley es la garantía de que se es leal a la herencia recibida, un legado vivo sin cuyo sustento Israel padece inevitablemente el asedio de lo irremediable. Esta decisión hermenéutico-metodológica refleja la valoración de una cualidad espiritual e intelectual aquilatada por fuerzas que la trascienden y que expresarían una suerte de concepción aristocracia del liderazgo. El origen elevado de los líderes del rabinato, demostrado por la exhaustiva cronología que acredita su linaje, es la garantía de veracidad de la Tradición que ellos representan. En el imaginario compartido por Ibn Daud con la tradición rabínica, la vera auctoritas nacional judía debe conciliar el liderazgo político y el religioso. Allí donde como en la Babilonia de los gaones (siglos viii-xi) se socavó esta relación, surgen los cismas y las dificultades en la comunidad.11

Aunque apuntado incisivamente en la introducción del Sefer ha-Qabbalah, es en el capítulo segundo de la obra donde el autor introduce una de las temáticas fundamentales de la obra, la caracterización del sectarismo judío. Presentado como un hecho histórico incontrovertible, el sectarismo es considerado como un elemento determinante de la historia de Israel. Las catástrofes históricas del pueblo judío se muestran como el resultado de la pérdida de autoridad moral de sus dirigentes políticos y religiosos. Ibn Daud mira retrospectivamente este fenómeno, en busca de argumentos para comprender el presente. Desde esta lectura desarrolla una más que particular visión idealista y aristocrática de la praxis del gobierno comunitario: la idea de que los líderes de la comunidad, a cuya cabeza debe hallarse un representante de la estirpe de David -ya sea por la sangre o, en su defecto, en el espíritu-, tienen como misión primordial la búsqueda del bienestar de la colectividad, el cual solo es posible desde la búsqueda del consenso y la unidad entre la aristocracia de la aljama o judería, los rabíes y los cortesanos al servicio de los monarcas cristianos y musulmanes bajo cuyo dominio se encuentran.

La primera gran ruptura en la historia judía, la herejía samaritana, anticipa en el tiempo la dinámica connatural a todo sectarismo y sus consecuencias generales para la vida comunitaria. Para la comprensión de la naturaleza de esta escisión y su repercusión en la historia judía posterior, Ibn Daud retrotrae su relato a los tiempos de la conquista de Jerusalén por Alejandro Magno (332 a.C.). Allí tendrán lugar dos hechos antagónicos: un éxito -atribuible a la intercesión divina-, la intercesión de Simeón el Justo ante Alejandro para que no destruya el Templo ni destierre a los habitantes de Jerusalén;12 y un fracaso -en este caso, atribuible a los hombres-, la concesión, por parte del mismo monarca, de una carta de tolerancia y derechos de culto a los herejes samaritanos. La interpretación que Ibn Daud realiza de estos hechos, se ajusta al propósito apologético de la obra. El cisma samaritano, que de facto supuso el establecimiento de un santuario propio en el Monte Garizim de Samaria y la aceptación como única fuente de revelación la Escritura, junto a una praxis cúltica que substituye los sacrificios en el Templo por los de su propio santuario, es un vector de desviación que debilita la economía de la salvación. Los planes divinos se ven alterados o dilatados por el despropósito humano. En este caso, el relato de los acontecimientos que discurren desde la gestación del cisma hasta la ruptura definitiva,13 responde a un patrón iterativo y ejemplarizante, extrapolable a otros acontecimientos singulares de la historia judía. Cuando resalta el aspecto moral de los hechos, Ibn Daud se hace eco de las fuentes comunes al respecto para transformar sutilmente una certeza histórica -los líderes de Samaría solicitaron de los griegos un reconocimiento oficial de su propio culto, culminando un largo proceso político y religioso iniciado al menos un siglo antes- en la génesis de un movimiento herético diferente y de suma importancia para la comprensión del judaísmo medieval hispano.14 El hecho de que este forma de judaísmo heterodoxo, el caraísmo, no se desarrollara hasta los siglos iv y v d. C., que no se convirtiera en una herejía organizada hasta el tiempo de Anán ben David (siglo viii), y que la propia tradición hubiera aceptado de forma unánime que su precedente más directo era el movimiento saduceo y el samaritanismo, no son obstáculo para la visión alternativa de Ibn Daud. Su motivación, pensamos, ni es espuria, ni responde a una búsqueda superior de objetividad histórica. Debe ser entendida en el contexto del esquema general desde el que articula su obra, donde lo histórico se torna escatológico, y que pasamos a comentar.

La progresiva transformación del Talmud en el elemento catalizador de la vida judía y en su factor dominante, discurrió en paralelo al desarrollo, en ciertos ámbitos, de una reflexión crítica sobre la esencia de la Tradición.15 Esta reflexión, de carácter polémico, retomó con bríos renovados el tradicional debate fe-razón, figura clásica de la controversia intrajudía que ya había generado enconadas disputas en el judaísmo helenístico. La difícil conciliación del paradigma teológico-político de la existencia judía en el exilio con el racionalismo filosófico tendrá su expresión privilegiada en la suerte que correrá el Talmud de Babilonia y en cómo este, en última instancia, terminará convirtiéndose en el garante de la unidad del judaísmo.16 El desarrollo del estudio de la Ley oral en Babilonia llevó al Talmud a toda una serie de conclusiones legales basadas en sutilísimas precisiones sobre el sentido de los términos y pasajes de la Mishná y de la Escritura. Su objetivo era claro: formular un entramado legal que pudiera dar cumplimiento al ideario religioso judío. La reivindicación caraíta de los derechos de la razón y de la libre interpretación de la Torá escrita fue el intento, último y apasionado, de reconducir las interpretaciones legales y éticas de los preceptos ético-religiosos hacia lugares más accesibles a la racionalidad común. Una exigencia ésta sostenida junto a la acusación al judaísmo rabínico de haber fabricado un corpus dogmático imposible de justificar desde la revelación. Tan nacionalistas y religiosos como el rabinismo tradicional, la teología sistemática caraíta defenderá una armonía entre razón y revelación emparentada con los principios escolásticos de los mutakallimum musulmanes; una armonía esta también reivindicada, paradójicamente, desde el otro lado, por autores como Saadiah Gaón, Maimónides o el propio Abraham ibn Daud.17

Más allá de las invectivas vehementes de índole moral y religiosa que uno supone no extrañas a la retórica y a la idiosincrasia de los hombres del Medioevo, en Ibn Daud percibimos la claridad y la objetividad de un racionalista en su valoración de las dificultades y el peligro que la diferencia pueden suponer no sólo para la cohesión, sino, sobre todo, para la supervivencia de una comunidad tolerada por gobernantes de distinto credo. Si al igual que sus contemporáneos judíos designa a los caraítas con el apelativo de sectarios y saduceos, ¿por qué, entonces, retrotraer el tiempo de su génesis espiritual al cisma samaritano? Porque el contexto vital en el que brotó su herejía es extrapolable al tiempo presente y expresa un leitmotiv que resuena recurrente en las desventuras históricas del pueblo hebreo: todas las calamidades de la historia judía son el resultado de rechazar la autoridad de los sabios y de los gobernantes legítimos. No hay, pues, anacronismo en el uso de los términos sino una profunda sintonía identitaria entre los herejes de todos los tiempos, algo que Ibn Daud como historiador de las mentalidades quiere remarcar. La prueba irrefutable del valor de la ortodoxia es cómo la historia no contradice las promesas de la Escritura. En Ibn Daud, esta idea es inseparable de una concepción mesiánica de profundo calado y ampliamente difundida entre sus contemporáneos.18 Las profecías redentoras aún no se han cumplido y la restauración davídica está por venir. Inspirándose en Saadiah Gaón, refuta las afirmaciones de los caraítas sobre el cumplimiento de las promesas mesiánicas. La historiografía aporta una palabra decisiva al respecto, pero no es la única. La lectura retrospectiva de la historia se alía con una renovada proyección de las esperanzas futuras. El tiempo de la historiografía no se detiene en una valoración del pasado que aporta luz a la actualidad del presente, sino que parece tomar impulso, acelerando la historia, eliminando la distancia que parece insalvable entre las desventuras de la vida cotidiana y las esperanzas futuras. Franz Rosenzweig (1979, p. 345) ha llamado presente-trampolín a este momento singular del tiempo, por oposición al presente-pasarela del tiempo lineal y de la razón histórica. Y es por ello, por lo que Ibn Daud despliega, en una cronología que aspira a la exhaustividad, un principio escatológico que articula la interpretación de los textos de las promesas junto a los signos del presente, las profecías mesiánicas y las calamidades de la historia, para presentar de esta forma el cuadro completo de una historia teológico-política del pueblo judío que aspira a la completud.

Escatología y política del consuelo

La lectura de los acontecimientos de la historia se explicita en la reflexión escatológica de Ibn Daud como una singular forma de dualismo. Por un lado, como si de una epistemología dialógica se tratara, una permanente referencialidad de lo histórico-universal activa premeditadamente la comprensión de la intrahistoria judía. Por otro, si lo escatológico es, por definición, una mirada comprensiva y aprehensiva del futuro, fundamentada en eso que se ha definido como principio esperanza (Bloch, 2007), no es menos cierto que el uso de la simetría como patrón de lo histórico en Ibn Daud se despliega, también, como lectura invertida de los acontecimientos negativos del pasado. Las calamidades históricas expresan un reverso de esperanza, revelan, en una apocalíptica consecuente, que la historia universal no convierte a la intrahistoria judía en víctima benjaminiana, sino en exigencia de renovación de los fundamentos de su esperanza. Así, al mirar retrospectivamente la historia de las calamidades de Israel, Ibn Daud advierte cómo, por ejemplo, el devenir de la historia de Roma repercute directamente en la historia del pueblo judío y, sin embargo, a su vez es generador de acontecimientos radicales que para ese propio pueblo tiene un carácter fundante y una impronta marcadamente existencial. Consigna Ibn Daud: “Después de la destrucción del Templo subió Rabbán Yohanán ben Zakkay a Yabne y allí juzgó a Israel y compuso normas y vallas para la Torá hasta que falleció en este lugar” (ShQ II, 172-175). La destrucción del Israel político y religioso genera el nacimiento de una nueva instancia normativa, el judaísmo rabínico. La Torá es el único y exclusivo Templo renovado; el cumplimiento de sus preceptos es el único camino para propiciar la instauración de un nuevo y transformado marco teológico-político. Dado que la necesidad puede generar virtud, en el esquema del Sefer ha-Qabbalah, la defensa del rabinismo es compatible con una cierta apología de Roma. Los propios judíos son igual de culpables que los conquistadores romanos. Los sediciosos y rebeldes, los aceleradores de la historia y los falsos intérpretes de los signos de ésta, aquellos que, en lenguaje teológico, quieren desvirtuar los planes de Dios o adaptarlos a sus propósitos particulares, al situarse al margen del consenso y de la Tradición, no entienden que los imperios de este mundo tienen su tiempo y cualquier esfuerzo por acelerar su final está condenado al fracaso. Una dinámica intrahistórica que volverá a repetirse en las vivencias radicales que están por venir y que jalonan la existencia del pueblo judío, pueblo siempre expuesto a los rigores de la intemperancia.

El desplazamiento de la centralidad religiosa del Templo a Yabne inaugura, a ojos del historiador de la Tradición, un tiempo de esplendor en el estudio de Torá. No puede ser de otro modo, evidentemente. Pero también es un tiempo lleno de dificultades y de conflictos en todos los órdenes, experiencias algunas de las cuales resultarán determinantes de cara al futuro y que merecen, para el autor, el discernimiento necesario del que extraer una enseñanza. Los conflictos entre estudiosos referidos por Ibn Daud y que culminan con la imposición por parte de una tendencia o facción rabínica -la escuela de Hillel- de su hermenéutica legal, como escuela única de pensamiento -en detrimento de la escuela de Sammay-, reflejan, para él, tan sólo el disenso en lo accesorio frente a la unanimidad en lo esencial. Más allá de su lectura premeditadamente biempensante, debemos imaginar esos conflictos de un modo no tan inocuo, ya que lo que en ellos se dirimía era nada más y nada menos que la cohesión teológico-política de un pueblo que acababa de perder su Estado y que aún conservaba una forma tolerada de vinculación territorial. Sin embargo, Ibn Daud está más interesado en mostrar las concomitancias de una clase particular de disidencia con su propio presente que en iluminar los conflictos en la praxis teológico-legal del pasado. La raíz de esta diferencia es de naturaleza mesiánica. En el fondo, para la visión ortodoxa que encarna Ibn Daud, el estudio de la Torá oral es el único camino para evitar especulaciones erróneas, predicciones desastrosas, falso profetismo, a fin de cuentas, que conduce de modo irremediable a nuevas destrucciones y calamidades. La historia de la que es crónica el Sefer ha-Qabbalah así lo demuestra, como, por ejemplo, en el caso de los zelotas de Bar Kochba. En el 131 d. C., sesenta años después de Yabne, “se presentó un hombre llamado Kozyba (Kochba) afirmando que era el Mesías, de la estirpe de David” (ShQ III, 40-41). Las acciones suicidas de este nuevo levantamiento judío conducen a un desastroso desenlace. Con la muerte de los últimos resistentes en torno a una figura a la que atribuían un carácter mesiánico, la historia judía sufre un giro decisivo, produciéndose el exilio forzoso y definitivo de toda la población de Palestina (ShQ III, 63-69).19

De obsesión puede calificarse la integración de la dinámica interna de los grandes imperios gentiles dentro de la historia judía que realiza el Sefer ha-Qabbalah, una pulsión que termina forzando la propia cronología en el intento por mostrar la evidencia de un plan superior. Los hitos del pasado gentil, las gestas de los grandes protagonistas de la otra historia, sólo tienen relevancia en la medida en que sirven como vehículo, más allá de la negatividad de sus acciones o del valor de sus aportaciones, a la explicitación de la esperanza judía en el futuro. Esa historia, en el fondo, no es nada al margen de las decisiones que Israel y sus representantes toman en cada momento histórico concreto; y son estas decisiones, personales o colectivas, erróneas o acertadas, las que confieren substancia y verdadera determinación a la historia gentil. La naturaleza espiritual y existencial, voluble en grado sumo, que constituye el núcleo de la escatología judía, es renuente a las lecturas ventajistas de los signos del presente que propician cálculos erróneos del futuro. Los caminos errados de la propia historia judía están jalonados por tragedias ocurridas como resultado de decisiones equivocadas en el frenesí de un ardor mesiánico basado en cálculos infundados, como bien demuestra la insurrección de Kozyba.

La conducta y la calidad humana de los líderes de la comunidad repercute directamente en la vida de sus correligionarios. Esta idea general, no necesariamente reconocible como principio ético-político en un mundo como el nuestro, donde las esferas de lo privado y lo público se hallan claramente deslindadas, es en el judaísmo medieval un rasgo determinante, cargado de valor simbólico y de transcendencia histórica. Como una suerte de imperativo categórico que recorre todo el Sefer ha-Qabbalah, transforma la narración de hechos históricos en una crónica donde las acciones humanas individuales se insertan en un propósito colectivo de hondo calado. En consonancia con este principio, no debe extrañarnos, por ejemplo, que la sucesión del naguid Ibn Nagrela por su opulento y ensoberbecido hijo Yosef signifique para la judería granadina el luto y la destrucción. Visir y canciller del rey de Granada, Ibn Nagrela es modelo del alto funcionario judío que desempeñará su cargo en las cortes cristianas y musulmanas en la Península durante el Medioevo. Líder, maestro y erudito, compartirá su cargo en la corte con un particular principado espiritual sustitutivo de la por aquel entonces más importante comunidad judía de toda la Península (ShQ VII, 245-250). En la vida de su hijo Yosef, por el contrario, y en cómo descompuso la obra de su predecesor hasta hacerla irreconocible, parece resonar la sentencia de la Mishná atribuida a Hillel, según la cual “quien extiende su fama, la hace perecer; quien no aumenta, disminuye, quien no aprende, se hace reo de muerte; quien se sirve de la corona, desaparece” (Abot 1, 13). Corrompido, odiado y señalado por los cristianos, despreciado por sus correligionarios, que no podían soportar su laxitud hacia los preceptos de la Ley, “fue asesinado un Sabbat, el nueve de tébet del año 4827 (1067); él y la comunidad de Granada. El luto se extendió por cada ciudad” (ShQ VII, 255-257).20 Los años de bienestar dieron paso a años de ruina y calamidad. Para Ibn Daud, el olvido de la fidelidad a la Tradición, la ruptura de los lazos que fijan el beneplácito de Dios a la historia por culpa de la inmoralidad de uno sólo, convirtieron aquellos años en un tiempo de desolación y de pérdida.

Para la concepción mesiánica que recorre la obra de Ibn Daud, los hitos negativos que jalonan la historia judía son el contrapunto a los hechos decisivos que marcan la esperanza futura. Ya sea bajo la forma de una retrospectiva consoladora, ya como la proyección hacia el futuro de indicios alentadores del presente, estos acontecimientos o momentos-tesis aportan un aliento escatológico que parece brotar de una inagotable reserva espiritual. Ibn Daud, como en otras muchas ocasiones, fuerza la historia de la Tradición según sus propósitos. Su crónica convierte a la península ibérica en el escenario, a finales del siglo xi, del regreso de la virtud del Talmud, merced a la obra de una serie de rabinos de variado origen que continúan y renuevan la cadena de la Tradición. Más allá de los hitos funestos, las peripecias vitales y el estilo de vida de estos nuevos protagonistas de la historia judía son hilvanados en un relato que pone el acento en la exaltación del vigor renovado de la Tradición y en el resurgir de la sabiduría y la ciencia judías en Sefarad. Naturales de la tierra o foráneos, están unidos por su común compromiso personal por el estudio y el servicio a la comunidad, los cuales se inspiran en el saber y la virtud aquilatados en Córdoba y su entorno (ShQ VII, 309-312). De nuevo, la exaltación del valor de la Tradición como fuerza de cohesión de la comunidad judía, no va acompañada en la historia de Ibn Daud de una autocensura que omita el disenso. La ejemplaridad, lo hemos repetido, se halla en la esencia de esa Tradición, no en la limitación moral de sus portadores. Por ello, para el historiador no hay dificultad en conciliar ese retorno de la virtud junto a una crónica de las profundas desavenencias entre dos de los protagonistas de ese retorno virtuoso, Rab Isaac ben Albalia y Rab Isaac Alfasí (ShQ VII, 423-450). No se requiere un exceso de imaginación para comprender estas luchas intestinas, su significado y la virulencia de su encono. Sin embargo, en esta apologia pro Talmud que es la obra, el conflicto comunitario, si tiene por causa última el fervor erudito desmedido o la radicalidad doctrinal, si, a fin de cuentas, es causado por el celo a la Ley y a sus preceptos, aunque dañen colateralmente la concordia, termina tornándose instancia positiva que enriquece al grupo.

La justificación del patetismo con el que culmina esta historia dentro de la historia que es la crónica del rabinato, patetismo del cual están exentos otros pasajes similares de la obra, puede bien achacarse tanto a las referencias personales y familiares que se hallan en el mismo como al tono crepuscular que impregna el cuadro final de la obra. El fin del mundo de ayer, del cual será testigo el propio Ibn Daud, provocado por la conquista almohade de Córdoba y el exilio masivo de sus habitantes judíos hacia el norte cristiano, significa la pérdida irremediable de un tiempo experimentado por generaciones como una prolongada y providencial tregua. La invasión almohade tuvo un impacto brutal en el judaísmo andalusí. La revuelta almohade contra el poder almorávide no fue una simple insurrección militar o el resultado de tensiones tribales para dirimir la supremacía de un grupo étnico sobre otro. La revolución de Ibn Tumart (c. 1080-1130) debe ser entendida desde una óptica intelectual e ideológica. Forjó una comunidad político-militar con vocación unitarista (almohade) con la que inició una lucha contra el Estado almorávide, que encarnaba a su juicio la ignorancia, la antropomorfización de Dios y el anquilosamiento intelectual.21 En esta repetición nada sorprendente de un patrón histórico recurrente, el enemigo de la unidad vuelve a ser la diversidad, y nada más pernicioso y diverso que el fenómeno de la pluralidad religiosa. En el caso de los judíos, Ibn Tumart habría racionalizado la alternativa de el Islam o la espada, a partir de una tradición que afirmaba que los estos habían prometido convertirse al Islam si el Mesías no regresaba en los quinientos años posteriores a la Hégira (Baron, 1973, p. 124). Uno de los discípulos de Ibn Tumart, Abd el-Mumin, dirigió el brazo militar del movimiento. Tomó Sevilla en 1147, arrasó Lucena al año siguiente y, en 1149, conquistó Córdoba. Cada conquista implicaba la persecución casi inmediata de todos los que ellos consideraban falsos musulmanes, así como de los no creyentes, teniendo estos últimos como única disyuntiva la conversión forzosa o la muerte. Ibn Daud reseña todos estos acontecimientos en clave de lamento sostenido y, al igual que Maimónides al analizar los mismos hechos (1988, pp. 68-69), pone el énfasis en las implicaciones filosóficas de la pérdida del sustrato teológico-político de la existencia judía: el principio ético que entiende la racionalidad inherente a la existencia normativa del hombre judío se haya en la búsqueda de la máxima fidelidad a unos preceptos legales que están hechos para el hombre y que sólo pueden vivirse en la práctica religiosa (ShQ VII, 455-469).

Desde una escatología renovada, obligada por las circunstancias, el descendiente de un linaje ilustre lee el pasado con la esperanza del futuro.22 Se nos antoja sumamente esclarecedor, en este sentido, que en el ocaso del esplendor judío en al-Ándalus el Sefer ha-Qabbalah ofrezca, ante la destrucción almohade, una caracterización tan sugerente como la que realiza del así llamado nuevo Edom. Los descendientes de los sabios y rabinos, de los líderes comunitarios de las grandes ciudades andaluzas, no pudieron ocupar el puesto que les hubiera correspondido por propio derecho en sus respectivas academias; marcharon a Toledo -como el propio Ibn Daud-, donde se esforzaron en formar a nuevos discípulos. Ellos fueron “el final de los sabios del Talmud en esta época” (ShQ VII, 465-468). Concluye la crónica del rabinato español con una esperanzada mirada hacia el Norte, el nuevo Edom que comienza a tomar forma en la mentalidad de los exiliados judíos como símbolo renovado de las promesas y preludio de su cumplimiento. Redefinición escatológica sobrevenida, su emergencia supone una liberación del trauma del pasado reciente de persecución, activando un horizonte de espera cercana. No porque este Edom redescubierto y reubicado en el devenir de la historia signifique en sí el cumplimiento de ninguna promesa. Edom/Esaú es el absoluto diferente, el contrario por antonomasia en la tradición judía. Asociado con el Esaú bíblico, el primogénito derrotado en la lucha de los gemelos nacidos de Isaac y Rebeca representa la pérdida fatal del favor divino y es uno de los símbolos con los que se identifica al mundo cristiano.23 Sin embargo, para los exiliados andaluces, los reinos cristianos se presentan como una nueva etapa cargada de augurios positivos, como un tiempo decisivo que puede dilucidar por fin la anhelada espera de la Redención. El tiempo de la legitimación de la autoridad del rabinato sefardí y de su independencia ha terminado; queda el recuerdo de su esplendor. Ahora, en el tiempo del exilio hacia el norte cristiano, noticias alentadoras animan una percepción optimista del presente; parecen confirmar el deseo de que las tierras cristianas traigan al fin la tan anhelada paz, una paz que permita tomar aliento ante los tiempos decisivos que se atisban. Las alabanzas de Ibn Daud a los judíos de Narbona, de Provenza y de todo el sur de Francia -que “iluminan la Torá con sus estudios”-, sirven, en cualquier caso, para resaltar que el camino de la Tradición verdadera sigue siendo el único sostén de Israel en el exilio (ShQ VII, 468-472).

Esta exaltación de la Torah con la que concluye la crónica del rabinato nos recuerda una vez más el propósito del Libro de la Tradición y prepara al lector para la admonición final. Comienza este epílogo con el recuento de las generaciones de sabios, desde el fin de la profecía hasta el fin del rabinato andalusí; sabios caracterizados por la fidelidad a la verdad y por la calidad de su testimonio, probidad esta que permitió la continuidad de la cadena de la Tradición, el triunfo de la ortodoxia y de la ortopraxis comunitaria (ShQ Ep. p. 102). Frente a ellos, como antítesis a esta cadena de virtud, los herejes y cismáticos, las comunidades caraítas, incapaces de probar ninguna Tradición verdaderamente trasmitida y que convierten el judaísmo en una doctrina laxa y acomodaticia. Los párrafos finales de la obra reiteran su impronta polemista y apologética. Ibn Daud se siente impelido a combatir con las armas del talmudismo el reto de la escisión teológico-política de unas comunidades que, recordémoslo, viven doblemente segregadas en los reinos peninsulares: por sus hermanos de fe y por los gobernantes cristianos y musulmanes. Anatematizados y condenados al silencio por los rabinos fieles a la Tradición, sin embargo, a pesar de esta exclusión comunitaria el vigor y la extensión de la secta no dejaron de aumentar desde mediados del siglo ix hasta el siglo xii.24

En su último esfuerzo por denostar la herejía, mito y realidad vuelven a darse la mano en la crónica de Ibn Daud. A pesar del énfasis de Ibn Daud en reiterar que la secta había sido suprimida, expulsada y humillada en tiempos de Alfonso VI de Castilla (1047-1109) gracias a la acción del alto cortesano judío Yosef ben Ferruziel (ShQ, Ep. 58-59), numerosas evidencias históricas hablan de la importancia y continuidad del caraísmo español décadas e incluso siglos después.25 De hecho, ¿cuál es el estimulo intelectual que fundamenta, en gran medida, toda la obra de Ibn Daud sino la necesaria defensa de la Tradición y el judaísmo ortodoxo frente al evidente peligro de un caraísmo ni mucho menos pasado o imaginario? No es necesario forzar la reflexión para comprender el acicate que el reto caraíta supuso para la apologética del autor. Afincado en Toledo, experimenta de primera mano el enfrentamiento con los correligionarios heréticos que viven en la ciudad. Al ser estos últimos un colectivo cuya relevancia social trasciende evidentemente la pretendida insignificancia que le arrogan sus oponentes, la controversia se convierte en un conflicto que, junto a lo estrictamente teológico del mismo, tiene claras implicaciones sociopolíticas. Pero hay una segunda cuestión que, menos evidente quizás, sin embargo, se halla latente en el corazón de esta polémica. Tiene una dimensión teológico-política y habla del consuelo y la esperanza: ¿qué le cabe aguardar a Israel si en los momentos cruciales de su historia se presenta dividido, si ante la Redención que está por venir ofrece como experiencia el escándalo de la división? Las promesas que aún no se han cumplido son la garantía de que cambios decisivos están a la vuelta de la historia presente; los signos de los tiempos iluminan los arcanos de estas promesas, hacen la luz sobre sus señales recónditas; y todas apuntan a que en la dinámica de los imperios del mundo está dirimiendo de forma decisiva un último estadio. La espera mesiánica es incompatible con la existencia de un doble Israel; los derechos de primogenitura son exigencia de exclusividad y unicidad. En el universo mental de una comunidad aferrada a las certezas que proporciona el cumplimiento de la Ley, la deslealtad recalcitrante solo puede y debe ser combatida. Las armas para este combate son teológicas: la Escritura, la propia Tradición, junto al arsenal convencional de recursos históricos, filosóficos y retóricos; pero no excluyen el uso de la presión social y política, el anatema o la petición de auxilio a los monarcas gentiles para, simple y llanamente, eliminar al enemigo, acabar con los herejes.

Convertido al-Ándalus en un mundo de ayer, irrecuperable tras la destrucción almohade, ahora, en tierra cristiana, un cambio favorable de la fortuna se produce por el obligado desplazamiento de la centralidad de la vida cultural judía hacia la España cristiana, hacia Toledo, nueva capital de Castilla, convertida en refugio de los perseguidos andalusíes. Toledo, centro de un nuevo renacimiento judío merced a la obra de hombre ilustres como Yehudah ibn Ezra (ShQ, Ep. 89-90). El Toledo en el que vivirá Ibn Daud, será durante décadas una capital cristiana propicia para la cultura y la vida de la comunidad judía. En cierta medida, y sobre todo merced a la política del emperador Alfonso VII, en esta capital castellana se reproducen para el judaísmo algunas de las condiciones sociopolíticas de los reinos de taifas que permitieron el excepcional desarrollo de la cultura judía de los siglos x y xi.26 El elemento catalizador y propiciador de esta experiencia es la singular combinación de poder político y espiritual encarnado en las figuras del nasí y del alto cortesano judío. Un ejercicio de historiografía a contrapelo, no obstante, permite aportar una visión no tan autocomplaciente del pasado. Yitzhak Baer (1998) enfatizó el hecho de que esta “sociedad cortesana”, producto de las circunstancias sociopolíticas de los reinos de taifas y que luchó denodadamente por mantener sus privilegios con los almorávides, ensayó nuevas formas de expresión política bajo los “reconquistadores cristianos” (p. 62). En estos movimientos estratégicos, que determinaron sin duda el futuro del judaísmo sefardí, muchos de estos cortesanos defendieron con valor a su pueblo y a su fe, pero también hubo otros que volvieron la espalda al primero y traicionaron la segunda.

Conclusión. Liderazgo y apocalíptica inmediata

En las páginas finales del Sefer ha-Qabbalah la crónica de la Tradición se torna relato donde lo histórico-escatológico se halla traspasado por una impronta esotérica. No es la sucesión ininterrumpida de sabios y academias el hecho positivo que el autor puede mostrar aquí como garantía irrefutable de veracidad. A lo largo de todas las secciones de la obra, esa había sido la estrategia historiográfica probatoria de la rigurosa fidelidad a una Tradición única y verdadera. Ahora, en el presente (1161), en el propio tiempo del autor, las certezas del pasado se tornan certidumbres sobre el futuro más inmediato. Un halo de revelación se cierne sobre los últimos nombres y sucesos referidos por la obra, una suerte de impronta mesiánica que parece desvelar planes divinos, en principio ocultos, en medio de la desazón de aquella contemporaneidad. Las profecías aún no se han cumplido en plenitud. Para Ibn Daud, el camino que conduce al cumplimiento histórico de las promesas bien puede requerir de los otros, de actores externos, para hacer efectiva su función. Así interpreta él, en clave profética, por ejemplo, la mediación de Alfonso VII al nombrar alto cortesano a Yehudah ibn Ezra. Las razias almohades no tienen la última palabra; para hacerlas ineficaces en su propósito de destruir al pueblo judío, Dios utiliza como instrumento a un rey cristiano. Aunque la salvación no vendrá nunca por los gentiles, los gentiles pueden ser herramientas de mediación en manos de Dios. Los signos, por lo menos, así lo confirman. Los príncipes, nasíes y visires judíos de la época, ortodoxos y racionalistas a la vez, loados por poetas como Moisés ibn Ezra y Yehudah Haleví, ensalzados por Ibn Daud, encarnan una particular concepción teológico-política cuyas características ya hemos apuntado en estas páginas: descendencia en espíritu de la casa de David, encarnación de la esperanza profética, servidor de la gracia y la unidad; cualidades todas que operan como signos providentes que anticipan la Redención. Pleno de tensión escatológica, el siglo de Ibn Daud estaba maduro para una renovación de la apocalíptica judía.27 Los convulsos acontecimientos que experimentan las aljamas españolas en aquellos años del siglo xii zarandean la conciencia colectiva de la comunidad, despertando de su letargo la sempiterna esperanza mesiánica. Se valore como más o menos esencial el peso del polo escatológico en la teología de la historia de Ibn Daud (Vehlow, 2013, p. 39) y más allá de la apología de la ortodoxia y las implicaciones políticas de la misma, es indudable que la motivación de su historiografía es aportar consuelo a una nación perseguida y atribulada. El polemismo anticaraíta del autor es indisociable de la destrucción de las comunidades de al-Ándalus, como también lo es de la idea de que lo venidero se gesta en el presente comunitario. La violencia contra el devenir de la historia, forzando aquello que se entiende como planes de Dios, se torna siempre destrucción: el escándalo del sectarismo y la desunión convocan a la desolación; los ataques a la integridad de la Torá dejan al pueblo judío a la intemperie de una historia inclemente. Todos estos elementos configuran el marco referencial que hará posible un mesianismo de estímulos renovados. La consolación de la historia se nutre de una matriz que alterna pasado y futuro como polaridades de esperanza. Leídas por el cronista -dotado de la cualidad que poseen sólo aquellos que interpelan al ángel de la Historia-, las palabras y los hechos del pasado adquieren los matices de una revelación y de una des-velación. En esta clave deben entenderse los tres tratados o apéndices que, junto al Sefer ha-Qabbalah, integran el Dorot ha-Olam. Así, recordar a los reyes de Israel durante el segundo Templo (Divrey Malkhey Israel) significa demostrar que el consuelo de las profecías no se cumplió en ese periodo histórico. Recordar, a su vez, la historia de Roma (Zikhron Dibrey Romi) no tiene otro propósito que demostrar la virtud perenne del judaísmo y de sus promesas frente a la manipulación histórica operada por el cristianismo. En último término, para Ibn Daud, demostrar la profecía de Zacarías, significará probar, mediante una exégesis de los símbolos del capítulo 11 de este libro profético, que las promesas están por cumplir, que el tiempo presente posee los rasgos que permiten identificar la inmediatez mesiánica y que, sobre todo, hay una raíz ético-política que confiere a la praxis teológica su verdadera dimensión aclarativa de estos eventos. Todas las ilusiones generadas por el pueblo judío desde que marchó al destierro están plasmadas en esta profecía: el Dios tantas veces airado por la deslealtad se vuelve benigno a su pueblo y da cuenta de sus enemigos, llena de plenitud a Jerusalén, elimina a los malhechores y da al pueblo unos gobernantes dignos, substituyendo a los malos pastores por un gobernante de la casa de David que es portador de la gracia y la unidad (Vehlow, 2013, pp. 348-358).

La historia de los judíos hispanos en la Edad Media es un lienzo velado y deteriorado por el paso del tiempo del que, sin embargo, pueden extraerse significativos elementos de reflexión. Aunque no deja de ser un ejercicio de analogía, más allá de la transmutación histórica de los conceptos sus experiencias informan sobre un marco histórico singular que activa lo hermenéutico. ¿Nos aporta algún elemento relevante para la comprensión del presente estos antiguos sefarditas? Tal vez el eco de una virtud y de una esperanza, los de una comunidad en suelo peninsular unida no por una instancia política superior, sino por un sentido de la búsqueda de lo verdadero y los justo. La esperanza de los judíos de Sefarad fue pensar que la historia algún día devendría en esa conjunción, ese fue su consuelo sostenido durante siglos. En su Sefer ha-Qabbalah, Ibn Daud expresa de forma magistral la raíz de esta esta escatología y sus implicaciones teológico-políticas. En él hallamos la caracterización del liderazgo carismático que define la cohesión y el bienestar de la comunidad que está por venir. El carisma de ese liderazgo deberá de aportar dos instancias: gracia y unidad. Estos son los dos principios esenciales de gobierno. Liderazgo entroncado en una tradición viva, reconocible e históricamente contrastada (liderazgo davídico) y consenso comunitario. Ambos elementos son inseparables. Tan rechazable resulta para Ibn Daud que los líderes dividieran a la comunidad, como impensable el que esta comunidad pudiera vivir sin lideres. Un líder que dividía la comunidad evidenciaba la ausencia de la gracia; una colectividad carente de liderazgo perdía el consenso y la unidad. Gracia y unidad, no lo olvidemos, más allá de la tentación comparativa y diacrónica, como signos de una Providencia que hace ya mucho tiempo que transmutó su esencia y su rastro.

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Notas Notes

1 Para las citas del Sefer ha Qabbalah (ShQ) hemos utilizado la numeración de líneas de texto de la edición/estudio de referencia de Gerson D. Cohen (Cohen, 1967) y la traducción al español realizada sobre la base de la edición de Cohen (Ferre, 1990). El prólogo de esta obra se cita como (ShQ, Pr.) seguido del número de página correspondiente y el epílogo como (ShQ, Ep.) seguido del número de página correspondiente.

Abraham ibn Daud nació en torno al año 1100, sin que pueda concluirse a ciencia cierta dónde. Los escasos datos autobiográficos que aporta el propio autor, y que hallamos exclusivamente en el Sefer ha Qabbalah, permiten esbozar la hipótesis de que nació en una ciudad del sur de la Península con una judería importante y desarrollada, probablemente Córdoba. Si sabemos que es en esta ciudad, en la cual su tío imparte enseñanzas y actúa como nasí y líder de la comunidad, donde Ibn Daud se familiariza con la tradición talmúdica, la literatura y poesía hebrea y la filosofía griega, islámica y judía. Estos elementos se combinan en su educación gracias a su dominio de la lengua árabe y a la cercanía intelectual con los patrones culturales islámicos. En este sentido, sus obras manifiestan una profunda familiaridad con las enseñanzas talmúdicas, amén de un conocimiento más que notable de la filosofía aristotélica, de la mano de al-Farabí o Avicena. Conocedor y crítico de las obras de Saadiah, Ibn Gabirol y Yehudah ha-Levi, su futuro trabajo filosófico estará condicionado por el intento de superación de estas. Probablemente forzado por la invasión almohade a huir a Toledo hacia 1148, compartirá el destino de muchos otros judíos andalusíes que tomaron el camino hacia el norte cristiano. Será en esta ciudad, en torno a 1160, donde Ibn Daud escribirá sus dos obras fundamentales: el tratado filosófico ‘Al ‘aqidah Alrafi‘ah (La fe sublime), traducido al hebreo del original judeo-arábigo como Ha-Emunah ha-Ramah, y el Sefer ha-Qabbalah. De los cuatro libros de los que se hace autor a Ibn Daud, sólo estos dos han llegado hasta nosotros. No sobrevivieron en el tiempo ni un escrito exegético anticaraíta, mencionado en el ShQ, ni tampoco un afamado en su tiempo y perdido tratado astrológico.

2 El título original del políptico es desconocido, usándose por parte de los primeros estudiosos modernos Sefer ha-Qabbalah, confundiendo la parte con el todo. Ismar Elbogen (1915/1980, p. 187) sugirió Dorot ‘Olam (“Generaciones de las eras”), que ya fue aplicado a la obra completa por Abraham Zacuto (c. 1452-1515) en su Libro del linaje (Sefer Yuhassin), por lo que tal vez pudiera tratarse del título original.

3 Sobre las fuentes, véase Cohen (1967, pp. 159-188). Usamos el término Torá en un sentido amplio, tal como es utilizado por el judaísmo ortodoxo. Paralelamente a los libros bíblicos (Ley o Torá escrita), el judaísmo poseía un conjunto de tradiciones y leyes orales que, con el judaísmo rabínico, comenzaron a ponerse por escrito y a comentarse, dando lugar a una reescritura permanente (Ley o Torá oral). El judaísmo rabínico profesa como dogma que la ley escrita y la ley oral fueron reveladas a Moisés en el Sinaí.

4 Fundamentalmente Orosius e Isidoro de Sevilla. Véase, Vehlow (2013, pp. 31-33). Ampliamente utilizada por los andalusíes de credo islámico, la historiografía no era una herramienta novedosa en manos de Ibn Daud. Los intelectuales judíos conocían, desde el siglo xi, la obra del brillante erudito cordobés Ibn Hazm. En su Marâtib al-‘ulûm (“Categoría de las ciencias”), afirma que la historia, debería ocupar un lugar importante en toda propedéutica científica, ya que sirve como evidencia de la inestabilidad del mundo y del hecho de que la tiranía y la injusticia son siempre castigadas al final, mientras que la virtud siempre es recompensada (Rosenthal, 1968, pp. 37-38).

5 Topos de enorme capacidad heurística para la filosofía política desde las primeras décadas del siglo xx, la dimensión política del mesianismo, que puede considerarse una variante o declinación de la teología política, constituye un ámbito teórico rico, a la vez que complejo y confuso, cuya actualidad trasciende su comprensión religiosa. Los planteamientos de autores ya clásicos como Schmitt, Benjamin, pasando por Taubes hasta Agamben, Zizek o Badiou, así lo demuestran. Una síntesis de la cuestión en Galindo Hervás (2008, pp. 139-144).

6 Sobre este asunto, Krakowski (2007, pp. 219-247); Vehlow (2013, pp. 39-56).

7 Ha-Emunah ha-Ramah (The Exalted Faith) (ER) II. 5., edición de N. M. Samuelson y G. Weiss (1986, pp. 185; 203-206). Véase también Samuelson (2003, pp. 170-171), Fontaine (1990, pp. 7-13). Para el estudio de su polemismo frente a cristianos y musulmanes, Fontaine (2005, pp. 14-39).

8 Ha-Emunah ha-Ramah (The Exalted Faith) se citará como ER, seguida de la línea correspondiente. Veáse Fontaine (1990, pp. 206-214).

9 Taqqanot: literalmente “estatutos” u “ordenanzas”, decisiones rabínicas que tienen rango de ley. Reglamentos o prescripciones, responden a necesidades concretas y circunstanciales de una determinada comunidad, siendo excepcionales las de carácter general (Moreno Koch, 1987).

10 En la tradición rabínica anterior a Ibn Daud eran aceptables las disputas sobre aspectos prácticos de la Ley. Permitían la formulación de correcciones a las enseñanzas recibidas siempre que una mayoría suficiente las respaldara. El “con el respaldo de todos” introducido por Ibn Daud supone, en este contexto, un énfasis novedoso que, sin embargo, es más recurso retórico que determinación práctica; una paradójica radicalización del principio de transmisión, inspirada en la ijna o “consenso por unanimidad” de la filosofía árabe (Ferre, 1990, nota 3, p. 40).

11 Gaon, “sabio”, “entendido”. Mientras que naguid (“líder”) es el título usado por los líderes de ascendencia no davídica en el Magreb y Al-Ándalus a partir del s. XI, el término nasí (“príncipe”) fue utilizado por los descendientes de David que ejercieron como líderes del Sanedrín en Palestina, exiliarcas en Babilonia o cualquier otro miembro prominente de las comunidades esparcidas por el mundo descendiente de David (Herrmann, 1985, pp. 290-292).

12 Sobre el personaje, véase Tropper (2013).

13 Ibn Daud fija el origen de la herejía en el dudoso linaje de los samaritanos, a los que atribuye ser descendientes de los colonos extranjeros que fueron deportados al reino norte (Israel) por los monarcas asirios, no tanto, como también recoge la tradición, el ser descendientes de los israelitas que no fueron deportados a Babilonia.

14 Fuentes: crónica de Neh 13, el informe de Flavio Josefo en Ant. XI y el Sefer Yosippón (s. X).

15 El denominado “periodo judío antiguo” termina con la consolidación del poder cristiano en Palestina y, posteriormente, el dominio musulmán en Babilonia. Estos son los momentos en los que se editan en su forma actual, las dos versiones del Talmud, palestinense y babilónico. Ambos se convierten en el fundamento normativo del Israel en el exilio. Por razones históricas diversas, el Talmud de Babilonia terminará teniendo mayor autoridad que el palestinense, convirtiéndose, además en la referencia fundamental de la vida de la mayor parte de las comunidades judías en la Edad Media. Una síntesis histórica sobre el desarrollo del Talmud, De Lange (1996, pp. 95-119).

16 Un texto clásico sobre la autocomprensión judía del exilio, Baer (1988).

17 Sobre los orígenes del caraísmo, Astren (2004, pp. 65-102); Birnbaum (2009, pp. 309-318). Un marco general de comprensión de filosofía islámica y su relación con el pensamiento judío medieval en Ramón Guerrero (2004).

18 Los cálculos de Ibn Daud sobre la venida del Mesías son la expresión de un estado de ánimo común en el judaísmo hispano del siglo xii. Abraham bar Hiyya y Maimónides hablan de los signos que anunciarán la inminente redención. Para este último, la historia gentil ilumina como un foco invertido la historia de Israel, generando señales inequívocas de la irrupción de un tiempo cualitativamente diferente. Véase Töyrylä, 2014.

19 “Todo esto les ocurrió en la época del emperador Adriano porque estaban irritados por la provocación de Kozyba. Se cumplió con ellos lo que había escrito Daniel (11, 33): ‘Los más doctos del pueblo adoctrinarán a muchos y caerán a espada, por fuego, por cautiverio y por saqueo, durante algún tiempo’”.

20 Véase García Sanjuán (2004, pp. 167-205); Ashtor (1992, pp. 166-167).

21 Véase Yabri, (2006, pp. 264-265).

22 Ibn Daud eras descendiente, por línea materna, de una familia de sabios y altos funcionarios judíos. El abuelo del autor, Rabí Isaac ben Albalia (1035-1094), cordobés de nacimiento, médico, matemático e insigne talmudista, es uno de esos sabios gracias a los cuales “regresó la virtud del Talmud” a Sefarad.

23 Gn 25, 33. Edom en la Biblia: Ez 25, 12; 35, 15; Abd 8-18; Sal 137, 7.

24 Ibn Hazam de Córdoba (s. xi) ya hablaba de comunidades caraítas firmemente asentadas en al-Ándalus; algo que también confirma Samuel ibn Nagrela, cuando en el Diwan se refiere a las consecuencias que tuvieron determinadas prácticas heréticas caraítas en las comunidades del norte de la Península. Véase Asín Palacios (1984, p. 210); Cohen (1967, pp. XLVI-XLVII).

25 Véase Lasker (2008, pp. 125-140).

26 Sobre su importancia histórica, véase Léon Tello (1979).

27 Véase nota 19.