RESEÑA REVIEW

Patxi Lanceros (2017). El robo del futuro. Fronteras, miedo, crisis. Madrid, MD: Catarata. 144 p.

Hay un proverbio que circula en algunos países europeos que dice: “el futuro es un mal recuerdo del presente”. Esta expresión, algo paradójica, cobra un sentido claro a la luz de la lectura del último trabajo de Patxi Lanceros, profesor de filosofía política y teoría de la cultura en la Universidad de Deusto. En El robo del futuro, el autor trata de reflexionar, lucida y sosegadamente, acerca de alguno de los fenómenos políticos más acuciantes de nuestros tiempos; de la emergencia migratoria al retorno de viejas formas de intolerancia, de la guerra global permanente a los nuevos miedos colectivos.

A lo largo de los tres capítulos que componen en libro, Lanceros procura contestar la pregunta, tremendamente actual: ¿hacia dónde vamos si ya no hay ningún lugar adonde ir? El autor analiza pues un presente “huérfano de pasado e incapaz de futuro” (p. 14), y lo hace sin nostalgia por un futuro que, según el conocido chiste, ya “no es lo que solía ser”. Es este presente, que procede al paso de una globalización ingobernable, que está al centro del análisis crítico de Lanceros.

En el primer capítulo (“Geografías de la verdad. Fronteras”), el autor echa cuentas con lo que queda de la modernidad, ya objeto de investigación (Lanceros, 2006). De hecho, contra las trompetas posmodernas del “fin de la modernidad”, es preciso reconocer el carácter (in)cesante de una modernidad que no deja de acechar el presente y vuelve una y otra vez como una aparición fantasmal. La imposibilidad de decretar la muerte de la modernidad se debe a que, según Lanceros, nunca hubo una modernidad como tal. Si es verdad que “una cierta ilustración” quiso “conducir la especie humana a un único fin” (p. 28), este deseo nunca se ha realizado y, bajo la palabra modernidad, siempre ha habido una pluralidad indomable de verdades, de culturas, de conflictos. No se trata pues de lamentar, o felicitar, por la muerte de la modernidad, que nunca existió como referente unitario, sino por la muerte del cuestionamiento, que era su verdadero motor. Es el cuestionamiento de verdades, valores, esencias, el que ha decaído en el último decenio. Contra el olvido del cuestionamiento, Lanceros pone en tela de juicio precisamente la auto-percepción de la modernidad como “seguro camino de salvación sin recurso a la trascendencia” (p. 49).

La idea de que el avance de las artes y de las ciencias, de la economía y de la política, esto es, de lo que se llama progreso intelectual y moral, hubiese llevado algún día a una humanidad al fin reconciliada consigo misma, se ha revelado un mito. La modernización no solo no ha acarreado ninguna certeza y seguridad, sino que ha introducido nuevas variables “nuevas incógnitas en una ecuación sin solución posible, en una operación sin fin” (p. 50). La necesidad de trascendencia, e incluso de salvación, sigue muy presente en nuestros tiempos (pos)modernos, sea bajo el rostro amable del sincretismo religioso, sea bajo el aspecto siniestro del fundamentalismo. Pero no arremete Lanceros contra el retorno de lo sagrado, sino contra el nudo gordiano que ata inexorablemente política y religión, y que da lugar a peligrosas geografías de verdad. De hecho, las incógnitas y los miedos que la modernidad ha desencadenado, han sido “sapientemente” controlados por el dispositivo teológico-político que ofrece una salvación “fácil, urgente e inmediata” (p. 50). Uno, y tal vez el más eficaz de estos dispositivos, es el mito de la identidad (que Lanceros cuestiona repetidamente a lo largo del libro). Frente al vértigo de los acontecimientos, el siempre seductor esencialismo de la identidad provee cobijo y protección. Se trata de una noble mentira, para decirlo con Platón. Pero, según Lanceros, la reivindicación de las raíces, la sangre, la lengua etc. nada tiene de noble: “noble es poner en cuestión el mecanismo que impone lealtad, que fabrica conformidad, a partir y a través de ficciones de arraigo y familia, de lengua y de fe, a través de continuidades inventadas y de coherencias construidas. O a partir y a través de amputaciones, exclusiones y descartes” (p. 53). Sin pretensión de brindar soluciones definitivas, Lanceros opone a la sinécdoque identitaria, por definición pre-política en tanto basada sobre una supuesta naturalidad, la necesidad de desvincularse de la tutela normativa de la teología. Si la ficción identitaria arraiga en la necesidad de instancias trascendentes (sea la patria, la raza, la lengua, etc.), tal vez sea el caso de recuperar aquella libertad que “solo se construye en condiciones de controversia y contingencia, en ausencia de cierres determinados y definitivos” (p. 60). Ya no la cómoda ficción de las esencias, de lo necesario e incorruptible, sino la aceptación de la duda, de la fragilidad y de la contingencia que nos imponen estos tiempos.

El segundo capítulo (“El otro, al fin. Miedo”) se embarca en una cuidadosa exploración de los miedos que pueblan el presente. Desde los tiempos más remotos, la humanidad, argumenta el autor, se ha procurado contener la inseguridad y reproducir la norma a través de toda una serie de métodos (desde la magia hasta la tecnología). Como ya hiciera en un trabajo anterior (Lanceros, 2014), el autor denuncia aquellos complicados mecanismos de poder que siempre han servido para asegurar el orden contra todo acontecimiento extraño (¿acaso hoy en día los planes de ahorro y de pensiones, los contratos y los créditos o incluso la gestión del ocio, no son otras tantas tentativas de encauzar la vida?). Este también ha sido el cometido del Estado-nación. ¿Pero qué pasa cuando el Estado mismo se queda inerme e impotente ante dinámicas (globales) que no determina o controla? ¿Dónde queda su legitimidad? El miedo es la respuesta inquietante que Lanceros encuentra a estos interrogantes. Pero el autor destaca el carácter anómalo de este miedo. Ya no es solo el miedo como herramienta de legitimidad (Hobbes docet), del mismo modo que el enemigo ya no es el “afuera necesario” para la definición de la comunidad política de amigos (Schmitt docet). Algo más siniestro pasa en el mundo global. “La nuestra —dice Lanceros— es la época de la universalización de la incertidumbre. Los miedos son globales. Y son múltiples. Políticos y étnicos, ecológicos y sanitarios, migratorios y económicos” (p. 78). Además de globalizarse, el miedo se ha convertido en una “excepción permanente” que tiene que ser gestionada políticamente. En semejante escenario, el inmigrante es la encarnación más evidente de este miedo. Objeto de exclusión par excellence, el inmigrante no cuenta, sino que se cuenta. Se le niega una plaza en el espacio público y se le convierte en objeto de estadística. Es más: Lanceros denuncia toda la retórica política que, a la hora de relacionarse al tema, no conoce ningún otro lenguaje sino el de la utilidad, siempre extraño y hasta antitético al lenguaje de la dignidad. Contra el dispositivo de la ley, que excluye incluso en el verdadero acto de incluir, Lanceros apela, derridianamente, a una idea de justicia más allá de la ley e irreductible a ella, ya objeto de investigación en Lanceros (2012), así como al sacrosanto valor de la hospitalidad, sobre el cual nunca ningún parlamento podrá decidir. Así, ante la añeja alternativa entre universalismo y particularismo, el autor propone la más modesta invitación kantiana a “pensar por sí mismo, pensar en lugar de cualquier otro y pensar siempre de acuerdo consigo mismo”: “Pensar desde el lugar de cualquier otro es una vacuna contra el localismo […] y contra un universalismo vacuo e imposible. Exige la renuncia a pensar solo desde el propio lar e implica la imposibilidad de pensar desde un inconcebible “lugar de ningún otro”” (p. 96). El lugar de cualquier otro es el sitio inocupable, siempre vacío, en cuanto precede ontológicamente a cualquier lugar. Allí hay un camino posible para salir del culto de la identidad (la propia y la de otros) yendo hacia un universalismo de la diferencia, donde la universalidad solo se puede construir a partir de diferencias no exclusivas, no excluyentes.

En el último capítulo (“Tras la modernidad. Crisis”) Lanceros se adentra en los mecanismos de gobernabilidad de la crisis actual. Tras reconstruir cuidadosamente, política y filosóficamente, el sentido del término, el autor destaca el carácter profundamente gnóstico y apocalíptico de la crisis actual. En realidad, la modernidad misma es la época (in)cesante de la crisis en cuanto época de dinamismo dilatado y de aceleración incesante, pero en el último decenio se ha universalizado el lenguaje de la crisis que, dice Lanceros, es siempre cercano al de la enfermedad, de la epidemia y de la metástasis. Después de haber sido esquivada, tal vez por una fe casi ciega en la providencia en el libre mercado, la palabra crisis ha vuelto con prepotencia en el lenguaje (político) diario. Y ha vuelto con su sentido etimológico: lo de decisión como discriminación (esto o aquello, nosotros o ellos, socialismo o barbarie, etc.). “El verdadero sentido de la crisis […] radica en que descubre uno de los extremos más dinamizadores de la política y de lo político: […] el miedo, el odio” (p. 119). Lanceros deja entrever cierto pesimismo y una lúcida desconfianza hacia cualquier solución rápida a la(s) crisis y, en primer lugar, hacia toda solución que remita al imperativo de la eficacia (que es parte del problema). El presente, en pocas palabras, ha desmentido la idea moderna de una humanidad bendecida por todas las ilusiones del progreso. Es más: el robo del futuro es la capitulación de la noción misma de progreso. Por tanto, el futuro robado es el futuro de la modernidad, pues aquel extraño sentimiento de pérdida del futuro remite en realidad a una nostalgia del pasado, de la modernidad misma. Sin embargo, Lanceros no se une al coro de los nostálgicos (que paradójicamente, son aquellos que hoy en día se dicen progresistas) del proyecto incumplido de la modernidad, sino que acepta el rasgo postmoderno de la “certeza de la incertidumbre” como terreno a partir del cual edificar alternativas al “lento presente”. Se respira, en las últimas páginas del libro, un aire de lo que (con un oxímoron) se podría definir una “urgencia pacata”. Algo muy distinto del frenesí estatal y neoliberal de encontrar soluciones inmediatas que, nota el autor, cuando no son mascaradas evidentes, sirven precisamente para reforzar el sistema vigente (igual que el motto de De Lampedusa “si queremos que todo permanezca como está, es necesario que todo cambie”). Lanceros pues llama a la responsabilidad, a una ética (y entonces a una política) de los matices y mediaciones como antídoto contra la lógica bélica del “nosotros contra ellos” típica de las reivindicaciones identitarias. El autor busca pasadizos y umbrales, más bien que puertas y fronteras. Asimismo, Lanceros es consciente de que el hombre es un animal identitario y no es empresa fácil, ni tampoco deseable, borrar las pertenencias identitarias. Occidente, que, en los últimos treinta años ha escenificado las diferencias (hablar esta lengua u otra, tener esta ideología u otra), se enfrenta ahora el reto de tener que lidiar realmente con la diferencia. Y, de momento, no ha estado a la altura.

El robo del Futuro es una guía rigurosa y lúcida que revisa críticamente los fenómenos más calientes de nuestra actualidad. Sin ocultar nunca su postura política y dialogando constantemente con algunas referencias filosóficas imprescindibles (Derrida, Benjamin, Schmitt y Foucault entre otros), Lanceros nos brinda un mapa, más que necesario, para orientarnos en tiempos sombríos y poner en entredicho el ineludible presente.

Referencias Bibliográficas

Lanceros, Patxi (2006). La modernidad cansada. Madrid, MD: Biblioteca Nueva.

Lanceros, Patxi (2012). Fuera de Ley. Poder, justicia y exceso. Madrid, MD: Abada.

Lanceros, Patxi (2014). Orden sagrado, santa violencia. Teo-tecnologías del poder. Madrid, MD: Abada.

Lanceros, Patxi (2017). El robo del futuro. Fronteras, Miedo, Crisis. Madrid, MD: Catarata.

Valerio D’Angelo

Universidad Autónoma de Madrid, España

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