La crisis de la modernidad en las obras de Hannah Arendt y Leo Strauss. Diferencias que iluminan problemas comunes
The Crisis of Modernity in The Works of Hannah Arendt and Leo Strauss. Differences That Clarify Common Problems
Dolores Amat
Universidad Nacional de San Martín, Argentina
RESUMEN Hannah Arendt y Leo Strauss fueron contemporáneos, compartieron cursos, lecturas y enseñaron en las mismas universidades. Sus destinos estuvieron también marcados por los mismos acontecimientos históricos y sus perspectivas de análisis se nutren y discuten con autores comunes. Ambos intentan pensar y escribir sobre la crisis de su tiempo, observan las sociedades contemporáneas con inquietud y buscan en la tradición maneras de articular esta preocupación. Sin embargo, sus conclusiones difieren radicalmente y entender tanto sus coincidencias como sus diferencias puede iluminar no solo las especificidades de dos de las obras más relevantes del pensamiento político del último siglo, sino también algunas de las alternativas políticas y teóricas de nuestra era. Así, este trabajo se propone mostrar algunos de los puntos de confluencia y divergencia de Arendt y Strauss, en particular aquellos que conciernen a las comprensiones que los autores presentan sobre la crisis de su tiempo y sus consecuencias.
PALABRAS CLAVE Pensamiento; Filosofía, Política; Dogmatismo; Nihilismo.
ABSTRACT Hannah Arendt and Leo Strauss were contemporary with each other; they shared courses, readings and taught at the same universities. Their lives were also affected by the same historical events, both tried to understand the crisis of Modernity, and the same thinkers and philosophical ideas influenced their works. However, their conclusions differ completely and understanding both their coincidences and their differences can illuminate not only the specificities of two of the most important works of political thought of last century, but also some of the political and theoretical alternatives of our time. Thus, this work aims to show some of the most significant coincidences and differences of Arendt and Strauss, particularly those related to their understandings of the crisis of their time and its consequences.
KEY WORDS Thought; Philosophy, Politics; Dogmatism; Nihilism.
RECIBIDO RECEIVED 11/12/2018
APROBADO APPROVED 5/5/2019
PUBLICADO published 1/7/2019
NOTA DE LA AUTORA
Dolores Amat, Centro de Estudios Sociopolíticos, Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín, Argentina.
Este trabajo es parte del proyecto de investigación de posdoctorado financiado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina.
Dirección de correo electrónico: doloresamat@gmail.com.
Correo postal: Av. Raúl Scalabrini Ortiz 2088. 8vo piso.
ORCID: https://orcid.org/0000-0001-6171-4742
Las Torres de Lucca, Vol. 8, Nro. 15, Julio-Diciembre 2019, pp. 81-106 . ISSN-e 2255-3827.
Hannah Arendt y Leo Strauss escriben en medio de lo que ambos califican como una crisis política, moral e intelectual mayor. Los dos buscan entender la especificidad del tiempo que les toca vivir y buscan en el pasado claves para comprender tanto los orígenes como las derivas de las tendencias propias de la modernidad. De acuerdo con Strauss (2011), la crisis de occidente se hace evidente en el hecho de que el individuo moderno no sabe lo que quiere porque ha perdido las referencias para separar lo que es bueno de lo que es malo. “¿Cómo podemos medir la longitud si no disponemos de un patrón?, ¿cómo podemos contar sin la noción de los números?,” se pregunta por su parte Arendt, cuando constata que nos enfrentamos a una realidad que ha destruido nuestras categorías de pensamiento y criterios de juicio (1994, p. 39). En este sentido, ambos autores señalan que se ha producido un quiebre en el “hilo de la tradición” y entienden que el pasado ya no es capaz de brindar parámetros sólidos para el pensamiento y para la vida en común. Sin embargo, cada uno aborda la crisis de su tiempo desde una perspectiva diferenciada y a pesar de partir de observaciones similares, llegan a conclusiones contrastantes. En este contexto, este trabajo se propone mostrar algunos de los puntos de confluencia y de divergencia de las obras de Arendt y Strauss respecto de su percepción de la crisis de nuestro tiempo, como una manera de iluminar no solo las especificidades de dos de las obras más relevantes del pensamiento político del último siglo, sino también algunas de las alternativas políticas y teóricas de nuestra era.
Entre los elementos fundamentales de la crisis de la época moderna, Arendt y Strauss coinciden en señalar un problema que todavía hoy es central en los debates de teoría política: el carácter complejo de las relaciones entre verdad y política, entre teoría y práctica o entre pensamiento y acción. Desde la mirada de Strauss, el pensamiento moderno, que surge del rechazo del pensamiento clásico, cree haber llegado a demostrar que el conocimiento firme no es accesible a los seres humanos y que el conocimiento parcial o defectuoso que sí está a disposición es incapaz de brindar fundamentos sólidos para los valores con los que las personas orientan sus vidas. En este sentido, los desarrollos teóricos de los pensadores más influyentes de los siglos xix y xx conducen a la conclusión de que la filosofía política es imposible: no hay teoría o reflexión que pueda asistir a las comunidades políticas. Esta convicción, de acuerdo con el autor, genera el desconcierto de la mayoría, que no cree posible contar con un conocimiento que permita distinguir lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto o lo bueno de lo malo, que permita, en este sentido, separar un régimen legítimo de uno ilegítimo. En este contexto, el nihilismo se generaliza y abre la puerta a cursos de acción inauditos y enormemente destructivos. Así, observa Strauss, la modernidad entra en crisis cuando ve defraudadas sus expectativas iniciales respecto de la razón (esperanzas nacidas del rechazo de la prudencia antigua) y cuando se declara incapaz no solo de llevar adelante utopías de felicidad universal, sino también de comprender siquiera la realidad humana más elemental (Strauss, 1992 y 2011).
De acuerdo con Arendt, en cambio, es la realidad de nuestro tiempo la que destruye todas las categorías heredadas de pensamiento y los criterios de juicio, y provoca la perplejidad y la confusión generalizadas.1 De acuerdo con su perspectiva, la crisis del pensamiento político tradicional es la consecuencia y no la causa de fenómenos y experiencias colectivas propias de la modernidad, que dan a ver la insuficiencia de los marcos de referencia clásicos.2 En este sentido, no es la deficiencia del pensamiento de nuestro tiempo la que hace a la realidad moderna inasible, sino la incapacidad de la tradición occidental, surgida con la filosofía de Platón, de abarcar experiencias enteramente inauditas. Para Arendt no son solo los conceptos nuevos los que se ven impotentes frente a fenómenos como el totalitarismo, sino un modo de entender los asuntos humanos presente desde la antigüedad.
De acuerdo con Arendt, el pensamiento político clásico establece un esquema binario, en el que los asuntos humanos son interpretados a partir de la contemplación. La contemplación es la actividad característica de los filósofos, que afirman su superioridad respecto del resto de los ciudadanos e imponen un orden jerárquico en el que todas las actividades humanas deben servir a la actividad más excelente, la búsqueda del conocimiento por medio de la observación. Según Arendt (1998, p.19), esta noción termina de establecerse en la generación de Platón, y contesta una visión anterior, prefilosófica, que consideraba a la acción política como la actividad humana fundamental. La visión platónica puede comprenderse por el lugar de la verdad en la concepción clásica del ser humano y la naturaleza: la verdad, revelada a aquellos que dedicaban su vida a contemplar la naturaleza, era el principio ordenador de las facultades humanas porque brindaba los parámetros básicos para comprender el mundo y el sentido de la existencia humana.
Desde el punto de vista de la contemplación, todos los tipos de actividades humanas se confunden: todas las actividades tienen en común aquello de lo que carecen, aquello que no son, se las considera principalmente como a-skholia o nec-otium, como la ausencia de quietud o de ocio (Arendt, 1998, p. 15, 2005c, p. 90). Así, sostiene Arendt, la vita activa toma su significado de la vida contemplativa y como negación del principio fundamental de las actividades del espíritu, muy poca dignidad le es conferida (1998, pp. 15-16).
De esta manera, la introducción de la contemplación como el punto más alto de la jerarquía no solo desplaza todas las facultades activas de los hombres a un lugar secundario, sino que tiene además un efecto al interior de la escala de estas actividades. Por un lado, estas actividades quedan confundidas y sus singularidades son olvidadas (Arendt, 1998, pp. 15-16). Y por otro lado, ciertas posibilidades antes apreciadas -como el despliegue de la libertad o de grandes gestas- son descuidadas. Sucede que al ser juzgadas desde de la contemplación, las facultades de la vida activa son valoradas de acuerdo a su utilidad para asegurar la práctica filosófica. En este sentido, la actividad subordinada más preciada es el trabajo y su lógica de medios y fines, dado que produce los objetos y las condiciones materiales necesarias para la vida del género humano (de la que depende la filosofía) (Arendt, 1998, pp. 14-15, 301-302). En este contexto, la acción solo es valorada en cuanto es capaz de generar resultados útiles para la contemplación, en cuanto se la puede reducir a un medio para obtener fines. Se espera que la acción pueda dar resultados tangibles, como una paz duradera que permita la quietud necesaria para la búsqueda del conocimiento. Así, la especificidad de la acción, que se caracteriza por poner en acto la capacidad humana de comenzar procesos enteramente nuevos, y que más que ninguna otra facultad está atada a la pluralidad propia del género humano,3 es despreciada.
Vemos que Arendt va descubriendo entonces en el origen de la tradición una relación particular entre pensamiento y acción. En primer lugar, la verdad aparece como el principio ordenador que establece el sentido de las diferentes actividades humanas y de los distintos aspectos del mundo (Arendt, 2005c, pp. 90-91). Si antes de esta concepción filosófica existía otra que confiaba en la capacidad de los seres de acción de generar sentidos con sus actos y sus discursos, y que confiaba además a poetas e historiadores la tarea de interpretar y preservar el legado humano (Arendt, 1998, pp. 196-199), la tradición iniciada por Platón pretende terminar con la pluralidad de voces que daban lugar a inconsistencias y confusiones. En este sentido, interpreta Arendt, la filosofía clásica rechaza ciertos rasgos ineludibles de la esfera de la acción (su carácter contingente, relativo, abierto, frágil y efímero) y pretende estabilizarla con nociones trascendentes, ajenas a la realidad mundana de los seres humanos (Arendt, 1998, pp. 220-230). Se espera que las verdades eternas y absolutas puedan separar claramente lo cierto de lo falso, lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo, y puedan guiar así la vida de los individuos. Pero al intentar estabilizar el espacio de la acción, por otra parte, el pensamiento clásico no solo se protege de lo imprevisible de los asuntos humanos, también rechaza la potencia de la libertad, que aparece como la irrupción fulgurante de lo no imaginado. De esta manera, sugiere Arendt, la tradición de pensamiento político que atraviesa los siglos para llegar (ya exhausta) hasta nuestros días, tiene su origen en un rechazo de la esfera de la acción, cuya especificidad es olvidada y cuyas derivas pretenden tutelarse desde una realidad que se coloca por fuera y por encima.
De todas maneras, los estándares y las reglas establecidas por la filosofía clásica fueron parámetros de referencia durante siglos (Arendt, 2007, pp. 37-38) y es esa funcionalidad la que llega a su agotamiento en nuestro tiempo4 y se muestra incapaz de abordar fenómenos como el totalitarismo. En este contexto, Arendt entiende que es necesario para nuestro tiempo un pensamiento político nuevo, capaz de pensar a la acción, a los acontecimientos y a la historia en sus propios términos.5 Así, las apreciaciones disímiles respecto de las relaciones entre verdad y política o entre pensamiento y acción, dejan ver también una diferencia más radical entre los autores: si para Strauss las vicisitudes de la filosofía están en la base de los conflictos más agudos de nuestra época, Arendt entiende que son los acontecimientos mundanos y políticos los que desencadenaron las dificultades más graves. Ambos autores observan en las crisis de la modernidad un desencuentro entre el pensamiento, las capacidades humanas de comprensión, y el mundo de la acción, pero cada uno analiza ese desencuentro desde una perspectiva diferente: Strauss aborda la cuestión principalmente desde la filosofía y Arendt lo hace fundamentalmente desde la política.6
De esta manera, dado que Strauss aborda los inconvenientes de nuestro tiempo a partir de la filosofía, investiga las raíces de las ideas modernas que conducen a la afirmación de la imposibilidad de la filosofía política y al desconcierto generalizado, para comprender cabalmente e intentar hacer frente a la crisis. Arendt, por su parte, busca comprender nuestra época principalmente a partir del estudio de los fenómenos y acontecimientos que marcaron las experiencias de la mayoría y que dejaron mudas a las categorías tradicionales.
Pero si Arendt y Strauss estudian la historia y la actualidad de las relaciones complejas entre pensamiento y acción o entre teoría y práctica, ninguno de los dos desconoce la importancia del término que no se encuentra en el centro de sus análisis: ni Arendt desprecia el rol de las ideas y de las mentalidades7 en el despliegue de la historia ni Strauss es ciego a los efectos de los acontecimientos (ver, por ejemplo, Strauss, 2005). Ambos son conscientes de los terrenos que no llegan a alcanzar con sus investigaciones y ninguno de los dos desdeña las objeciones que podrían llegar desde el otro lado de sus propias miradas. En este sentido, además de encontrarse en ciertas preguntas y gestos, Arendt y Strauss coinciden en su renuencia a abrazar certezas indudables, y en sus intentos de generar reflexiones complejas, que escapen tanto de las clasificaciones como de las oposiciones simples.
Así, como veremos a largo de las páginas que siguen, aunque los autores coinciden en ciertos diagnósticos y señalamientos, cada uno piensa desde el revés de las reflexiones del otro. De esta manera, aunque Arendt y Strauss se encuentran en muchos momentos, sus recorridos de investigación parten en direcciones opuestas y los pensamientos de cada uno iluminan el espacio que el otro deja sin explorar. Las preguntas de Strauss parecen señalar las omisiones de Arendt, y los interrogantes de Arendt parecen apuntar a los silencios de Strauss. Podemos decir que lo que distingue a los autores no es tanto lo que piensan, sino más bien desde dónde y cómo piensan. Es por esta razón que el diálogo entre las obras es a la vez difícil y revelador: aunque no resulta a veces fácil establecer las bases comunes para la discusión, el intento se muestra valioso porque el trabajo de cada uno puede iluminar las sombras del otro.
Para presentar y analizar ese diálogo, este trabajo pone en relación textos muy diversos que examinan en apariencia fenómenos diferentes, pero que, como veremos, coinciden en varios puntos de análisis. Así, para estructurar la tarea, vamos a concentrarnos principalmente en dos escritos en los que cada autor estudia la crisis de la modernidad desde su punto de vista, Los orígenes del totalitarismo y “Las tres olas de la modernidad,”8 aunque daremos profundidad al análisis sirviéndonos de varias otras obras de Arendt y Strauss.
En el primer apartado, el trabajo presenta las diferentes posturas de los autores respecto de la crisis de las relaciones entre pensamiento y política que se da en nuestro tiempo. Para ello, analizamos algunos elementos centrales del estudio de Arendt sobre el totalitarismo, y abordamos también ciertas líneas de análisis que presenta Strauss sobre Maquiavelo, el fundador de la filosofía política moderna de acuerdo con su interpretación.
En el segundo apartado, el artículo señala otra coincidencia entre los autores: la constatación de que nuestra era se caracteriza por un desafío peligroso de la physis, o de aquello que la tradición había considerado como dado. Como veremos, Arendt observa esta actitud en la temeridad de los regímenes totalitarios, que funcionan como si efectivamente todo pudiera hacerse. Strauss, por su parte, detecta en Maquiavelo esta pretensión, que es heredada por los pensadores modernos posteriores.
En tercer lugar, observamos que tanto Arendt como Strauss señalan que ese talante omnipotente de la modernidad es seguido y acompañado por la impotencia. De esta manera, veremos, ambos autores observan una disposición paradójica y pendular en nuestro tiempo, que lleva de la audacia desenfrenada a la desesperanza irreflexiva.9 Para terminar, presentamos algunas consideraciones generales, que surgen de lo trabajado en el artículo.
El fin de la tradición de pensamiento político clásico o la decadencia de la filosofía moderna
Las reflexiones de Hannah Arendt parten de la constatación de la incapacidad de la filosofía política clásica de dar cuenta de las experiencias contemporáneas. El impulso fundamental de la obra de Arendt es la búsqueda de comprensión (2005a, p. 3) y al intentar entender los fenómenos desconcertantes de su tiempo, la autora se encuentra con que las categorías tradicionales resultan insuficientes e inadecuadas. En este contexto, Arendt emprende una crítica persistente de las ideas básicas de la filosofía clásica y explora nuevas maneras de pensar el presente.
En Los orígenes del totalitarismo (1985),10 la primera obra importante escrita en inglés por la autora,11 Arendt observa que el totalitarismo resulta ser la expresión más acabada del agotamiento del pensamiento político, y en general, de la tradición que había guiado a occidente desde la antigüedad. De acuerdo con la autora, el totalitarismo es un fenómeno propio de nuestra era, que se distingue por completo de otras formas de gobierno que tuvieron lugar en el pasado. En este sentido, el totalitarismo no es para Arendt un régimen que intensifique mecanismos ya conocidos, sino un fenómeno radicalmente nuevo que no se deja pensar por las categorías clásicas. El totalitarismo es un síntoma de una época sin precedentes, una manifestación que pone en evidencia algunos de los elementos centrales de lo que la autora llama “the crisis of our century [la crisis de nuestro siglo]” (Arendt, 1985, p. 460).
La obra estudia algunas corrientes subterráneas de nuestra época que salieron a la superficie y cristalizaron en la Alemania Nazi y en la Rusia soviética, y analiza también los rasgos centrales de ambos regímenes. La autora encuentra en ambos casos características radicalmente novedosas, fenómenos que hacen estallar los parámetros con los que la filosofía se había orientado para comprender las diferentes realidades políticas hasta la modernidad. Como ejemplo de esto, Arendt destaca que los fenómenos totalitarios violentan incluso la alternativa fundamental entre poder legítimo y poder arbitrario, dado que ponen en duda la asociación clásica de gobierno sujeto a leyes y gobierno legítimo (1985, p. 461). En este sentido, observa que si bien los gobiernos totalitarios desafían todo tipo de reglas (incluso aquellas que ellos mismos se dan a lo largo de su existencia), no puede decirse que se trate de sistemas sin leyes o librados al arbitrio de un tirano. De hecho, los dos casos analizados por Arendt estaban basados en la apelación a leyes superiores (el movimiento liderado por Hitler apelaba a las leyes de la naturaleza y el régimen encabezado por Stalin decía seguir las leyes de la historia). Era en virtud de esas leyes fundamentales que toda ley positiva era cuestionada y que todo interés particular podía ser sacrificado.
Siguiendo esta línea de razonamiento, que se suma a la crítica que la autora hace de las bases mismas del pensamiento político clásico, Arendt llega a la conclusión de que no es posible ni deseable restablecer el modo tradicional de comprender el mundo. Al entender que el totalitarismo se diferencia en lo sustancial de las tiranías antiguas, observa que las condiciones de vida modernas no podían haber sido imaginadas por los pensadores clásicos, cuyos conceptos y marcos de referencia se muestran hoy insuficientes.
Para Strauss (2011), en cambio, como ya se mencionó en la introducción de este trabajo, no es la filosofía política la que entra en crisis en nuestro tiempo, sino un tipo muy particular de filosofía que surge con Maquiavelo12 y cuyo desarrollo puede apreciarse en las obras de algunos de los pensadores más importantes de nuestro tiempo. En este sentido, el hecho de que las categorías disponibles no resulten útiles para comprender la realidad moderna se debe, según el autor, a la insuficiencia de los conceptos propios de nuestra era, más que al carácter novedoso e inabordable de los acontecimientos (Strauss, 2005). Aún si lo que sucede parece sorprendente, sugiere el autor, una filosofía lo suficientemente abierta como la clásica sería capaz de pensarlo.
Strauss comparte así la manera de comprender el problema, pero su investigación lo conduce a conclusiones opuestas. En Sobre la tiranía, el autor reconoce que para que una vuelta a la filosofía política clásica sea posible, es necesario que las experiencias contemporáneas no escapen a la comprensión tradicional, puesto que de nada valdría volver a nociones que se muestran hoy obsoletas o insuficientes. A partir de allí, Strauss investiga las características fundamentales de los regímenes que en nuestro tiempo parecen más novedosos y llega a la conclusión de que a pesar de las diferencias de intensidad o incluso peligrosidad, las tiranías modernas no se distinguen en lo esencial de las antiguas. Según su punto de vista, es la tecnología, empujada por la filosofía y desplegada por la ciencia moderna, lo que da a las tiranías de nuestro tiempo un poder de destrucción sin precedentes. Pero este poder no es más que la exacerbación técnica de modos que no son nuevos (Strauss, 2005). Según su mirada, entonces, la posibilidad de volver a la filosofía política clásica se mantiene.
En este sentido, si el pensamiento moderno, que pretendía en sus orígenes poder modificar o mejorar radicalmente la herencia clásica, declara a toda la filosofía en bancarrota, Strauss asegura que la caída corresponde solamente a la desmesurada aventura moderna. No es toda la filosofía la que se encuentra acabada, sino solamente la moderna y su debacle entraña consecuencias políticas graves.
De acuerdo con Strauss (2011), la cultura moderna, que había sido erigida sobre la creencia en el poder de la razón para brindar los elementos fundamentales para la felicidad humana, se encuentra amenazada cuando su propio desarrollo intelectual la conduce a la conclusión de que la razón no es capaz de validar sus objetivos más elevados.
Bajo los nombres de positivismo e historicismo Strauss describe las dos corrientes de pensamiento que llevan al descrédito final de la razón moderna como parámetro fundamental de la vida humana.13 El positivismo afirma que el único conocimiento digno de ser considerado verdadero es el conocimiento científico. Y este conocimiento, que busca depurarse de todo elemento irracional, puede realizar juicios de hecho, pero es incapaz de fundamentar juicios de valor: la razón puede señalarnos los medios para acceder a ciertos fines, pero no puede indicarnos qué fines preferir. El historicismo, por su parte, es presentado por Strauss como una radicalización o como una versión más sofisticada de este argumento: si la razón no puede justificar los valores o fines que sustentan nuestra vida, tampoco puede justificar los principios en los que se basa el científico para constituir su marco comprensivo, para seleccionar sus experimentos y hechos, y para evaluar los datos con los que trabaja. Es decir que de acuerdo con esta perspectiva, la separación entre hechos y valores no puede sostenerse claramente, dado que tanto unos como otros implican ciertos principios de evaluación que varían históricamente.
Así, el positivismo y el historicismo señalan la imposibilidad de acceder a un conocimiento universal acerca de lo que está bien y lo que está mal y apuntan a la imposibilidad de la filosofía política (Strauss, 2011, pp. 51-52). En este contexto, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo no creen poder acceder a ninguna certeza que sea capaz de sostener sus valores. Esto conduce al desconcierto generalizado y al relativismo nihilista: si los principios no tienen otro respaldo que la ciega preferencia, todo deseo y toda acción están permitidos y nada vale más que su contrario (Strauss, 1992, pp. 4-5). Pero a pesar de no contar con parámetros indudables para apoyar sus valores, creencias y preferencias, los seres humanos se ven obligados a actuar y tomar decisiones en sus vidas cotidianas. Y si escuchar a la razón no les ayuda para reflexionar sobre las distintas posibilidades y elegir de modo consciente, sino que les indica que todo principio es tan valioso como cualquier otro, tenderán a acallar a esa razón, o a hacerla a un lado, para poder actuar. En este sentido, dice Strauss (1992, p. 6), el nihilismo conduce a conductas irracionales o irresponsables, y en última instancia, al oscurantismo fanático.
Vemos entonces que tanto Arendt como Strauss señalan la inadecuación de las categorías disponibles con las particularidades de nuestro tiempo, pero cada uno observa esa realidad desde una perspectiva diferenciada. Si Strauss considera que es la crisis de la filosofía la que lleva a la confusión y finalmente a catástrofes políticas, Arendt observa en cambio que fenómenos como el totalitarismo provocan la perplejidad y el desconcierto. Como decíamos desde el principio, entonces, Arendt y Strauss coinciden en ciertos diagnósticos y temas de análisis, pero cada uno observa la realidad desde un lugar diferente: mientras Strauss piensa desde la filosofía, Arendt lo hace desde la política. En este sentido, lo que los diferencia no es tanto lo que piensan sino desde dónde y cómo lo piensan.
Por otra parte, surge de lo expuesto hasta aquí, como vimos, otra diferencia importante entre los autores: una interpretación diferente de nuestro tiempo. Si para Strauss se trata de una época que como todas las anteriores repite ciertos problemas que podrían ser aprehendidos por una filosofía lo suficientemente abierta y lúcida, Arendt sostiene que la modernidad abre a un tiempo radicalmente novedoso. Así, mientras Arendt acepta la imposibilidad de retomar la filosofía política clásica que la modernidad parece afirmar, Strauss no está dispuesto a dar por válida esa conclusión.
La negación de lo dado
Para destacar la novedad del totalitarismo, Arendt lo compara con un sistema de leyes clásico. En un régimen sujeto a leyes tradicional, la ley positiva necesita traducir y llevar a la vida cotidiana ciertos principios fundamentales que guían a la comunidad. Así, las leyes positivas convierten principios generales en parámetros básicos acerca de lo que está bien y lo que está mal, sobre lo que está permitido y lo que está prohibido. Y es solo a través de esta traducción que llegan los principios fundamentales a tener existencia política. En este sentido, la autora observa que independientemente de cuál haya sido la fuente de legitimidad del derecho en los sistemas legales anteriores al totalitarismo (la ley natural, la verdad revelada o las costumbres de un pueblo determinado, por ejemplo), todos los sistemas jurídicos habían basado su práctica en la consciencia de cierta inexactitud inevitable (Arendt, 1985, p. 462): el mero hecho de que todo sistema de justicia necesitara traducir ciertos valores generales a casos particulares ponía en evidencia la necesidad de compromisos y aproximaciones más o menos certeras a los principios rectores. Es que los singularidad de los seres humanos no se deja apresar enteramente por reglas generales, y las leyes positivas buscan acercar los dos términos del problema (normas e individuos) sin llegar nunca a juntarlos enteramente.
Los movimientos totalitarios, en cambio, rechazan esta inexactitud y pretenden establecer la justicia plena en la tierra. Al considerarse inspirados en las fuentes mismas del derecho, creen poder dejar de lado la mera legalidad (que siempre se muestra defectuosa) y buscan construir un régimen cuyos miembros encarnen de manera perfecta los ideales universales. De esta manera, el totalitarismo no reemplaza un sistema legal por otro, no abandona un conjunto de reglas para abrazar otras. Los movimientos totalitarios desafían toda regla particular porque creen poder convertir a la humanidad en la encarnación de la ley universal (Arendt, 1985, p. 462). Así, no solo se reivindican capaces de acceder a los principios fundamentales de la humanidad, esa capacidad parece facultarlos también para moldear la materia humana. El totalitarismo intenta de esta forma saltar la distancia que siempre existió entre legalidad y justicia, y busca superar ciertas perplejidades y dilemas que han asediado a los seres humanos desde tiempos antiguos. En este sentido, los movimientos totalitarios no reconocen misterios o zonas inabordables de la naturaleza humana: para ellos no hay physis que no pueda ser conducida o amaestrada por el movimiento. Desde su punto de vista, todo es posible si se busca aplicar los ideales máximos con determinación. Así, encontramos que Arendt señala en el totalitarismo un rasgo que, como veremos a continuación, Strauss observa también en los filósofos modernos: la negación del carácter ineluctable o indomable de la physis.
De acuerdo con Strauss, la filosofía moderna surge con el cuestionamiento del racionalismo tradicional que hace Maquiavelo, cuyas ideas sobre la naturaleza y sobre los asuntos humanos marcaron el camino a los pensadores posteriores. Maquiavelo rechaza la idea de una naturaleza buena y ordenada, en la que el ser humano está llamado a ocupar un lugar determinado y privilegiado. Descarta los intentos clásicos de adecuar la vida humana a los estándares de la naturaleza y propone en cambio adaptar el pensamiento político a la vida efectiva de los hombres. Maquiavelo se preocupa así por la realidad práctica, busca entender cómo los hombres viven y no cómo deben vivir (Strauss, 2011, p. 54). En este sentido, el florentino manifiesta querer dejar atrás el idealismo de la filosofía tradicional para desarrollar una filosofía realista. Pero Strauss señala aquí lo que a sus ojos es una de las primeras trampas de la modernidad: no es posible pensar la vida humana sin una concepción general de la naturaleza y sin alguna idea de lo que es bueno para los hombres, y lo que hace Maquiavelo no es entonces presentar una mirada despojada de toda valoración, sino reemplazar ciertas premisas por otras.
Una de las ideas fundamentales de la perspectiva maquiaveliana es que los seres humanos pueden llegar a gobernar sus circunstancias para conducir sus destinos. Si los antiguos encontraban que la realización del mejor régimen político no dependía solamente de la maestría humana sino también de condiciones fortuitas (como la calidad del territorio o el carácter general del pueblo), Maquiavelo asegura que un hombre sobresaliente es capaz de superar las mayores dificultades. Un buen príncipe puede transformar incluso la materia humana con la que trabaja. Así, la visión maquiaveliana supone una naturaleza casi enteramente maleable por el poder humano, mientras los antiguos proponían una physis más pertinaz. Y si Strauss sugiere que la mirada moderna propone un nuevo tipo de idealismo, no es simplemente porque esta perspectiva supone una idea o concepción del todo, sino también porque a pesar de decirse realista o resignada, espera finalmente mucho más de los seres humanos de lo que los antiguos pretendían: espera poder trasformar radicalmente las condiciones de la vida en la Tierra.
Maquiavelo inicia así un giro en la comprensión de la política y de la filosofía en general que será completado por sus sucesores. Si los problemas humanos pueden ser superados con maestría práctica, los asuntos políticos se convierten en desafíos técnicos y el conocimiento puede desarrollar herramientas útiles en este sentido.14 La filosofía va abandonando su carácter fundamentalmente contemplativo para hacerse práctica. Esta transformación es concordante con la revolución que se da también en la ciencia natural. La ciencia moderna nace con el rechazo de la teología medieval y la teleología clásica, deja de tomar en serio la posibilidad de la existencia de un orden de la naturaleza esencialmente benévolo y postula en cambio un mundo habitado por fuerzas indiferentes a la vida humana. Una vez que se pierde la confianza en el carácter bueno del todo, también la idea de un orden con sentido intrínseco empieza a ponerse en duda. Los científicos pueden detectar mecanismos, ciertas recurrencias, pero toda verdad global, todo significado, pasa a considerarse como una invención humana (Strauss, 2006a, p. 13).15
En este contexto, en el que la naturaleza no parece definir los parámetros fundamentales de la vida humana, la superioridad de la vida contemplativa, afirmada por los filósofos clásicos, se vuelve dudosa. El valor de la contemplación del orden de la naturaleza va dejando paso a la valoración de la creatividad humana, que parece capaz de superar todos los límites impuestos por la naturaleza.16 Esta actitud respecto de lo que había sido considerado dado hasta la modernidad puede apreciarse, de acuerdo con Strauss, en los autores más importantes de nuestro tiempo (Strauss, 2011), y llega a su paroxismo en autores como Nietzsche17 y Heidegger.18
Todos los valores, todos los ideales, todos los principios defendidos por los hombres, surgen de la voluntad y la creatividad humanas, sostiene Nietzsche. No hay contemplación posible de la realidad simple y pura, no se puede aspirar al verdadero conocimiento, solo hay interpretaciones, ficciones antropocéntricas (Strauss, 1983, p. 177). Nietzsche es para Strauss el pensador más acabado del relativismo: él es quien se enfrenta al problema del modo más directo y quien busca una salida de la manera más consecuente. En un artículo presentado en 1961 y republicado en 1989 por Thomas L. Pangle bajo el título de “Relativismo” (2007a, pp. 63-79), Strauss bosqueja la solución nietszcheana: si los valores respetados en tiempos anteriores se han revelado engañosos, dado que a diferencia de lo que se creía no emanaban de la naturaleza o los dioses, sino de la creatividad humana, los ideales del futuro serán conscientemente propios. El proyecto de Nietzsche supone así el rechazo de todos los principios anteriores y requiere de una afirmación autónoma que permita la transvaloración de todos los valores. Se trata de la apertura a un nuevo tiempo, habitado por un superhombre, un ser no sujeto ya a engaños y potencias exteriores, sino amo de su propio destino (Strauss, 2011, pp. 64-65). La creación humana es afirmada una vez más sobre la contemplación y sobre todo límite externo a la voluntad humana.
En su estudio de la obra de Nietzsche, Strauss señala algunas de las dificultades teóricas que anidan en el pensamiento moderno desde sus orígenes (ver por ejemplo Strauss, 1973) y destaca también las consecuencias políticas de sus ideas. De acuerdo con Strauss, lo que Nietzsche dijo “fue leído por hombres políticos que encontraron inspiración en ello. Nietzsche es tan poco responsable del fascismo, como lo es Rousseau del jacobinismo. Esto significa, sin embargo, que es tan responsable del fascismo como lo fue Rousseau del jacobinismo” (2011, p. 65). Strauss señala así no solo las consecuencias indeseables de las ideas teóricas, sino también la responsabilidad de los filósofos, cuyos textos y dichos pueden afectar de acuerdo con su perspectiva, a las comunidades políticas.
Así, la negación del carácter misterioso y pertinaz de la physis, que Arendt señala en el fenómeno político que cristaliza algunas de las tendencias subterráneas de nuestra era, es remarcada por Strauss en sus análisis de los pensadores de la modernidad. Como quedó claro en lo expuesto hasta aquí, ambos autores ven esta tendencia tanto en el pensamiento como en la acción, pero en cada caso presentamos en extenso los argumentos que refieren a aquello que consideran preeminente. Ambos autores diferencian esta actitud de la aproximación clásica, y ponen de relieve sus peligros. Pero mientras Strauss hace hincapié en el rol de los filósofos en este cambio de paradigma, Arendt pone el acento en la innovación política. De acuerdo con la autora, no son las ideas las que generan revoluciones en el mundo humano, sino las acciones y las experiencias. Según su perspectiva, los hechos humanos pueden abrir a realidades enteramente nuevas y es por esta razón que el pensamiento tiene la necesidad de adaptarse y actualizarse para intentar comprender el mundo. Una vez más, vemos que los autores coinciden en una preocupación o tema de análisis, pero los distancia el punto de vista desde el que abordan la cuestión.
El péndulo de la modernidad
Y si el desafío de todo lo que había sido considerado dado hasta el momento muestra una tendencia de nuestra era hacia la omnipotencia, hacia expectativas insensatas, Arendt y Strauss identifican también una tendencia opuesta, hacia la impotencia o la desesperación irreflexiva. Así, los autores coinciden en observar un movimiento pendular de nuestra era, que no parece encontrar un punto de anclaje entre los dos polos.
Esta observación puede encontrarse sugerida en más de una ocasión en ambas obras y se encuentra condensada en frases como las que se presentan a continuación. “It is as though mankind had divided itself between those who believe in human omnipotence … and those for whom powerlessness has become the major experience of their lives [Es como si la humanidad se hubiera separado entre aquellos que creen en la omnipotencia humana ... y aquellos para los que la impotencia ha devenido la mayor experiencia de sus vidas],” comenta Arendt en el prefacio a la primera edición de Los orígenes del totalitarismo (1985, p. vii).
Strauss, por su parte, resume los dos polos entre los que se mueve la modernidad en un comentario autobiográfico de su introducción a la edición estadounidense de La filosofía política de Hobbes: “la mentalidad moderna había perdido confianza en sí misma o su certeza de haber hecho un progreso decisivo sobre el pensamiento premoderno; y advertí que se estaba convirtiendo en nihilismo o -lo que en la práctica es lo mismo- oscurantismo fanático” (2006b, p. 19).
Pero Arendt y Strauss no encuentran la omnipotencia y la impotencia simplemente como un movimiento temporal, como la caída en la desesperanza luego de la desilusión, sino también como una mezcla que se presenta en algunas de las realidades de la era moderna. En el caso de Arendt, esta observación puede apreciarse particularmente en sus análisis sobre la utilización de la ideología en los movimientos totalitarios. La autora define a la ideología como la aplicación de la lógica de una idea a la historia: la ideología explica el curso complejo de los acontecimientos históricos a partir del mecanismo simple del despliegue puro de una idea (Arendt, 1985, pp. 468-469). De acuerdo con el pensamiento ideológico, cada evento que tiene lugar en público o en privado, cada acción individual o colectiva, y cada manifestación trivial o majestuosa, forman parte de una trama que puede ser cabalmente comprendida por aquel que cuenta con las claves fundamentales de interpretación. Así, las ideologías pretenden saber todo acerca de los misterios del pasado, los pormenores del presente y las incertidumbres del futuro: si todo sigue una misma lógica, basta con conocer la esencia de ese funcionamiento básico para comprender el sentido último y las derivas posibles de cada acontecimiento (Arendt, 1985, pp. 468-470).
En este sentido, un individuo que abraza o es tomado por una ideología queda sometido al apretado chaleco de la lógica y va perdiendo confianza en los elementos que comúnmente alimentan los procesos de pensamiento y comprensión autónoma (Arendt, 1985, p. 470). Los seres humanos contamos con ciertas certezas que nos ayudan a movernos en la vida cotidiana. Caminamos por la vereda sin preguntarnos por la justeza de las reglas de tránsito, aceptamos la mismidad de los objetos que nos rodean sin pensar en los misterios del tiempo, saboreamos la comida de siempre con mansedad y alegría. Pero existen episodios en la vida de toda persona que reclaman atención. Un objeto desconocido nos genera curiosidad, la reacción inusual de un familiar nos lleva a preguntas, un pedido extraño de un superior nos despierta dudas; ciertas sensaciones, revelaciones o intuiciones nos emocionan o angustian. Hay experiencias en la vida de todo ser humano que demandan pensamiento, que exigen un esfuerzo de comprensión (Arendt, 2002, p. 30). Pero una de las particularidad del pensamiento ideológico es que pone en suspenso esta posibilidad de los seres humanos, debido a que funciona como un aislante: al explicar todo evento posible de antemano, impide que lo que sucede o aparece llegue a tocar la sensibilidad del individuo. Toda confusión, toda duda y toda pregunta son neutralizadas con las respuestas lógicas que surgen de los axiomas inapelables del sistema ideológico. Una vez que se ha aceptado que la realidad sigue la estructura de una idea racional y una vez que se han adoptado ciertos principios como indudables, ningún fenómeno mundano puede poner en duda las certezas adquiridas. En este sentido, dice Arendt, la ideología puede encerrar desde el interior al hombre en un espacio confinado, desde el que no puede acceder al mundo exterior ni ponerse en contacto con los demás.
Los movimiento liderados por Hitler y Stalin se sirvieron del mismo método para utilizar las ideologías como armas políticas, comenta la autora: tomaron muy en serio el contenido de ideologías ya presentes en la sociedad y se enorgullecieron de responder a su lógica hasta las últimas consecuencias. Una ‘clase moribunda’ consiste, en última instancia, en un grupo de personas condenadas a muerte, explica Arendt, y una raza inadecuada para la supervivencia es un grupo que debe ser exterminado (1985, p. 471). Desde esta perspectiva, aquel que acepta la lucha de clases o la existencia de razas de diferentes valores y no llega a la conclusión de la necesidad del exterminio, es un estúpido o un cobarde. Lo que hicieron estos movimientos fue entonces tomar el mandato de las ideologías (hasta entonces considerado absurdo, utópico o inaplicable incluso por las personas que se veían tentadas por sus explicaciones y certezas) como una máxima inapelable y convirtieron la obediencia a su lógica en una cuestión de libertad y voluntad.
De esta manera, al utilizar las ideologías como armas políticas, los movimientos totalitarios entran al espacio interior de los hombres, provocan con su nueva ley universal una transvaloración de todos los valores, y fuerzan el abandono de todo precepto respetado anteriormente. En este contexto, el individuo es enteramente capturado por el movimiento: no solo obedece a reglas impuestas desde el exterior, también se va viendo forzado por la lógica (que su propio espíritu comprende y reproduce) a aceptar y propiciar el imparable movimiento de la historia o la naturaleza (Arendt, 1985, p. 471). Y así como el terror (aun en sus manifestaciones no totalitarias) arruina las relaciones entre las personas e impide la acción conjunta, la compulsión ideológica arruina las relaciones de los individuos consigo mismos y con la realidad. En este contexto, los individuos van perdiendo su capacidad para actuar, para tener experiencias significativas y para pensar (Arendt, 1985, p. 474).
Así, las ideologías utilizadas por los totalitarismos oscilan en sí mismas entre dos extremos que llevan a los individuos de la temeridad a la inmovilidad más absoluta. Por un lado, el pensamiento ideológico postula un conocimiento de la naturaleza de las cosas infalible, que parece facultar a los individuos para comprender no solo sus propias circunstancias, sino también la esencia y la deriva última de la humanidad y la naturaleza. Esta capacidad parece permitir a la vez toda transformación y toda revolución, dado que aquel que conoce los resortes fundamentales de la realidad puede manipularla. Al mismo tiempo, al proponer la existencia de ciertas leyes férreas que conducen a la humanidad hacia el progreso, el pensamiento ideológico totalitario otorga a los individuos un lugar de meras piezas de una maquinaria que los excede. Además, la fuerza de la lógica puede prescindir de las capacidades de comprensión y acción de los seres humanos, que no tienen más que seguir el despliegue de la idea que han aceptado. Así, esa humanidad gigante y omnisciente que la ideología postula, parece estar hecha de seres minúsculos e impotentes, incapaces de pensar o actuar por sí mismos.
Por su parte, Strauss presenta en más de una ocasión esta realidad cuando pone en relación las capacidades técnicas de la humanidad con sus posibilidades de comprensión. De acuerdo con el autor, “el hombre moderno es un gigante ciego” (2007b, p. 131) dado que aunque el desarrollo tecnológico de los últimos siglos le dio un poder antes inimaginable, ese desarrollo no se vio acompañado por un aumento correspondiente de la sabiduría o las capacidades morales. “Este desarrollo de la ciencia moderna -comenta Strauss- culminó en la idea de que el hombre no es capaz de distinguir de manera responsable entre el bien y el mal -el famoso juicio de valor-.” En este sentido, termina el autor, “nada puede decirse con responsabilidad acerca del uso correcto de ese inmenso poder” (Strauss, 2007b, p. 330-331). Así, concluye, la modernidad despliega una fuerza descomunal, pero lo hace a tientas, sin sentido ni dirección claros, y de esa manera anuda omnipotencia e impotencia como ningún otro tiempo.
Frente a esta realidad contradictoria, Arendt y Strauss buscan modos de pensar que les permitan comprender más allá de los límites de la filosofía que encuentran exhausta en su tiempo. Así, en el mismo prefacio a Los orígenes del totalitarismo que comentamos en este apartado, Arendt afirma que su libro fue escrito contra un fondo de optimismo temerario y de una desesperanza igualmente insensata y luego sostiene que el progreso y la fatalidad son dos lados de una misma moneda porque ambos son artículos de superstición y no de fe (Arendt, 1985, vii-viii). De esta manera, la autora explica que su obra surge de la convicción de que debería ser posible descubrir los mecanismos por los cuales todos los elementos tradicionales de nuestro mundo político y espiritual fueron disueltos en un conglomerado en el que todo parece haber perdido su valor, parece haberse vuelto irreconocible e inútil para todo propósito humano (Arendt, 1985, vii-viii). En este contexto, Arendt busca nuevas formas de pensar el presente, formas de aproximarse a la realidad que se adecuen a los fenómenos inauditos de los últimos tiempos.
El camino que emprende Strauss a partir de su observación del péndulo de la modernidad, en cambio, no es hacia delante, sino hacia atrás, hacia la sabiduría antigua que la modernidad dejó de lado de modo (a su modo de ver) apresurado: “Concluí -añade a las palabras autobiográficas que citamos más arriba- que la disputa entre los modernos y los antiguos debía ser reabierta, dejando de lado toda clase de opiniones o convicciones entrañables, sine ira et Studio” (2006b, p. 19)
Así, como ya se dio a ver en más de una ocasión a lo largo de este trabajo, aunque Arendt y Strauss se encuentran en ciertas observaciones importantes y algunos diagnósticos de nuestro era, encontramos que cada uno piensa desde el revés de las reflexiones del otro. Sus recorridos de investigación inician a veces en los mismos lugares, pero parten en direcciones opuestas y los pensamientos de cada uno iluminan el espacio que el otro deja sin explorar.
Consideraciones finales
Hannah Arendt comenta en el prólogo de La condición humana el lanzamiento del primer satélite artificial de la historia en 1957. Entre otras cosas, este fenómeno muestra tanto una rebelión contra las condiciones de vida dadas a la humanidad, como la potencia inaudita de los seres humanos. Al escapar hacia el espacio y llevar adelante procesos como la manipulación de procesos atómicos, los seres humanos llegan a desafiar incluso los límites naturales más básicos. Sin embargo, el libro desarrolla a lo largo de sus páginas también la tendencia opuesta: las condiciones de la modernidad van socavando las posibilidades de los individuos de comenzar procesos nuevos y de hacerse responsables de sus actos, de actuar verdaderamente y de pensar. Así, parafraseando a Strauss, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo corremos el riesgo de comportarnos como gigantes ciegos, incapaces de dar una dirección consciente al poder descomunal que desarrollamos ni de salir del laberinto de la omnipotencia y la impotencia. De esta manera, los autores coinciden en una observación que resulta particularmente relevante en la actualidad, que a la vez que avanza en procesos como la edición genética y en el desarrollo de inteligencia artificial, recurre con cada vez más frecuencia a la noción de posverdad para referirse a las dificultades de establecer las condiciones mínimas de los debates públicos que reclaman atención.
Frente a esta realidad, tanto Arendt como Strauss advierten sobre los problemas del pensamiento político tal y como lo conocemos, y llaman a buscar maneras renovadas (surgidas de la singularidad de los fenómenos o recreadas desde la tradición) de pensar y entender un tiempo crítico.
Así, Arendt y Strauss dan a ver el corazón de algunos de los escollos y peligros más importantes de nuestros días, y sus obras, que presentan prácticas reflexivas que buscan escapar del dogmatismo y del nihilismo, del optimismo temerario y de la desesperanza insensata, constituyen ejemplos valiosos tanto para los que intentamos comprender nuestro época como para aquellos que buscan, simplemente, hacer frente a los desafíos presentes.
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1 Ver, por ejemplo, Arendt: “La originalidad del totalitarismo es aterradora, no porque haya llegado al mundo una nueva ‘idea’ sino porque sus actos mismos establecen una ruptura con todas nuestras tradiciones; esos actos han pulverizado, sin ninguna duda, nuestras categorías de pensamiento político y nuestros criterios de juicio moral.” (1994, p. 34. Original en Arendt, 2005b, pp. 309-310). Pero Arendt sugiere esta convicción en varios de sus escritos. En The Human Condition, por ejemplo, sostiene que en el mundo de las ideas puede haber originalidad y profundidad, pero no absoluta novedad (Arendt, 1998, p. 259). Las ideas van y vienen y nunca son enteramente sin precedentes. Asi, la idea de que la tierra gira en torno al sol, que no es exclusivamente moderna, no hubiese tenido para la autora las consecuencias que tuvo si no fuera porque fue confirmada con experimentos. En este sentido, al producir el telescopio, Galileo acercó los secretos del universo a la percepción sensorial y fue este hecho -y no la mera enunciación de una idea- el que fue transformando la experiencia del mundo para la mayoría de los seres humanos.
2 Resulta problemático, por supuesto, hablar de causalidad en la obra de Arendt, dado que la autora rechaza abiertamente y en más de una ocasión, las nociones de causa y consecuencia para entender la historia humana. De todos modos, buscamos señalar aquí una relación de preeminencia de los eventos sobre las ideas, que Arendt señala (aunque no sin matices, como veremos) en más de una ocasión. Para una versión resumida de algunas de las nociones más importantes de la idea que sostiene Arendt de historia ver, por ejemplo, “Understanding and Politics” (2005b, pp. 307-327), donde la autora presenta algunos de los puntos que desarrollará más en profundidad en textos como “The Concept of History, Ancient and Modern” (Arendt, 1993a, pp. 41-90). Como es sabido, esta concepción está marcada por sus comprensiones acerca de la acción y la libertad, que son desplegadas extensamente en La condición humana (Arendt, 1998). De acuerdo con la autora, la tarea del historiador es la de interpretar y tratar de comprender hechos únicos. Asi, su empeño no debe ser el de señalar lo recurrente, sino más bien el de iluminar lo nuevo e inesperado. Su trabajo consiste en tratar de echar luz sobre los acontecimientos y brindar claves para su comprensión. “El acontecimiento ilumina su propio pasado -sostiene Arendt en este sentido- no puede ser nunca deducido de él.” (1994, p. 46) Así, cuando aparece un fenómeno lo suficientemente importante como para iluminar su pasado, surge la historia. Sólo a partir de ese momento se puede transformar la masa caótica de acontecimientos previos en un relato que puede ser contado, porque tiene un principio y un final. Luego, cuando ocurre un nuevo acontecimiento, ese fin se revela como un comienzo. Es por esta razón que Arendt (1994, p. 47) observa que el historiador que se obstina en aplicar la ley de causalidad pierde de vista la materia de la que está hecho el objeto de su trabajo: la libertad de los seres humanos. Aplicar causas y consecuencias es una forma de reducir lo nuevo a lo ya conocido, de subsumir lo inesperado a categorías preconcebidas.
3 Esta idea, central en las reflexiones de Arendt, aparece desarrollada con particular claridad en el capítulo quinto de La condición humana (Arendt, 1998, pp. 175-243).
4 Para ser más específicos, Arendt (1993b, p. 27) señala que el quiebre de la tradición marca la división entre la era moderna (que empieza con las ciencias naturales en el siglo xvii, alcanza su clímax político con las revoluciones del siglo xviii y despliega sus implicancias después de la revolución industrial del siglo xix) y el mundo del siglo xx, que irrumpe a través de la cadena de catástrofes comenzadas por la primera guerra mundial.
5 Arendt estudia y cita a Alexis de Tocqueville en más de una ocasión. En su texto dedicado a Sócrates cita aquella frase que dice que dado que el pasado ya no alumbra el porvenir, el espíritu humano camina entre tinieblas -“as the past has ceased to throw its light upon de future, the mind of man wonders in obscurity” (Arendt, 2007)-. De acuerdo con su interpretación, esas palabras fueron escritas en un contexto en el que la filosofía ya no era capaz de brindar estándares para comprender (Arendt, 2007, p. 38). En esta línea, explica que vivimos en un mundo en el que ni siquiera el sentido común hace ya sentido y esta situación revela que la filosofía y la política (más allá de sus antiguos conflictos) han sufrido el mismo destino. En este contexto, observa la autora, la necesidad de una nueva ciencia política se hace patente.
6 Al señalar las diferencias de Arendt y Strauss respecto de esta cuestión, Ronald Beiner destaca la invención del telescopio y la insistencia de Arendt en la importancia de los eventos tangibles y de la acción (1990, p. 243). Sin embargo, Beiner (1992) encuentra un cambio de énfasis de la autora hacia el final de la obra (en particular, en el momento de desarrollar la idea del juicio) y nosotros consideramos en cambio que Arendt mantiene su posición a lo largo de sus escritos. Ver a este respecto Amat, 2015. Aunque con diferentes matices y calificaciones, Dana Villa (1998) y Rodrigo Chacón (2009) han señalado también esta diferencia fundamental entre Arendt y Strauss. Aunque compartimos algunas perspectivas con ellos, nos distanciamos en algunos puntos. Por un lado, mientras Chacón basa su análisis fundamentalmente en una investigación detallada de las biografías y trayectorias de los autores, nosotros priorizamos los conceptos y el contenido publicado de las obras. Villa, por su parte, propone encontrar un intento (fallido) de presentar una ciudadanía filosófica a través de la figura de Sócrates. Desde nuestro punto de vista, la ciudadanía filosófica de Villa sugiere una indistinción entre filosofía y política, de la que, a nuestro criterio, tanto Arendt como Strauss se apartan.
7 Arendt hace referencia a las implicancias de ciertas ideas y desarrollos filosóficos en varias de sus obras. En “Tradition and the Modern Age,” por ejemplo, analiza el modo en el que obras como las de Marx, Kierkegard y Nietzsche lidian (y afectan de cierto modo) la crisis de nuestro tiempo. Pero, insiste allí la autora, no son las obras filosóficas las que producen el quiebre de nuestra historia. Esto surge de un caos de perplejidades y opiniones de las masas en la escena política y en la esfera espiritual, que los movimientos totalitarios, a través del terror y la ideología, cristalizaron en una nueva forma de gobierno y dominación (Arendt, 1993b, p. 26).
8 Aunque existen varios textos en los que Arendt estudia directamente a pensadores y filósofos, y escritos en los que Strauss refiere a acontecimientos mundanos, decidimos tomar para esta comparación obras en las que cada uno se dedica a analizar aquello que resulta decisivo en sus trabajos (desarrollos filosóficos en el caso de Strauss y fenómenos políticos en el caso de Arendt). Por otra parte, Arendt aborda fenómenos mundanos en otros textos referidos a la modernidad (ver, por ejemplo, el capítulo 6 de La condición Humana), pero tomamos Los Orígenes del Totalitarismo porque se concentra enteramente en aquello que, según su criterio, expresa la crisis de nuestro tiempo del modo más acabado. De todas maneras, como ya se dijo, pueden encontrarse muchos puntos de convergencia y divergencia entre los autores y también podrían establecerse, en este sentido, varios otros recortes.
9 En su libro Hannah Arendt: A Reinterpretation of Her Political Thought (1992), Margaret Canovan desarrolla de modo extenso esta observación acerca de la obra de Arendt y sugiere también la idea de que su obra busca un camino intermedio entre los dos extremos de la modernidad. Nuestro trabajo se nutre de las observaciones presentadas por la intérprete y pone de relieve, como aporte original, que ésta característica es común a la obra de Strauss, que señala también algunos de los escollos y peligros más acuciantes de nuestra época. Asi, intentamos dar a ver que a pesar de que, como ya dijimos, los recorridos de análisis de los autores parten en direcciones opuestas, los auna una mirada general sobre su tiempo, que se debate entre la omnipotencia y impotencia, entre el dogmatismo y el relativismo nihilista. Asimismo, señalamos en este trabajo que esa oscilación de nuestro tiempo se relaciona estrechamente en ambos autores con un desafío de la physis que identifican desde el origen de la época moderna. En esta línea, entendemos que parte de la indiscutible relevancia de los autores para nuestros días surge de su capacidad para identificar algunos problemas centrales de nuestra época y para brindar claves para abordarlos.
10 Los orígenes del totalitarismo se publicó por primera vez en 1951; una segunda edición ampliada apareció en 1958, seguida de una tercera en 1966. Es esta última que usamos como referencia en este trabajo, en la versión publicada por Harcourt en 1985.
11 Varios comentaristas han señalado la importancia de este libro y han observado que los problemas fundamentales de la obra de Arendt son planteados ya en este escrito temprano. Ver, por ejemplo, Simona Forti, 2001; Margaret Canovan, 1992 y Fina Birulés, 2007, quien sostiene que “todo el proyecto de pensamiento político arendtiano quedó virtualmente establecido por sus reflexiones en torno a las catástrofes políticas acontecidas a mediados del siglo xx” (2007, p. 30).
12 Para un tratamiento extenso de la obra de Maquiavelo por parte de Strauss, ver Strauss, 1995. Ver también Strauss, 1953, 1970 y 1987.
13 Existen varios textos en los que Strauss se refiere a estas dos corrientes de pensamiento y sus consecuencias. Ver, en particular, Strauss, 1992, donde el autor desarrolla el problema con particular complejidad. Para una presentación más directa y resumida ver Strauss 2011, pp. 51-52, y los artículos reunidos por Pangle en el apartado “The Spiritual Crisis of Modern Rationalism” de Strauss su The Rebirth of Classical Political Rationalism: An Introduction to the Thought of Leo Strauss (Pangle, 2007, 51-103).
14 Arendt también observa esta tendencia en el pensamiento moderno (como ya se dijo, aunque Arendt considera que los fenómenos mundanos son los que marcan el paso de la historia, la autora no es ciega a la influencia de las ideas en los comportamientos humanos). En la condición humana, por ejemplo, señala que se da en la modernidad una mezcla entre el hacer y el conocer. De esta manera, la lógica del homo faber penetra la ciencia y la filosofía. Esto puede apreciarse en los intentos de crear instrumentos con los que fabricar comunidades políticas que presentan autores como Hobbes. Al igual que Descartes, sostiene, Hobbes pretende dar con un método capaz de brindar a los seres humanos la posibilidad de reinar en sus asuntos como Dios en la naturaleza (Arendt, 1998, pp. 296-299).
15 De todos modos, esta postulación de una naturaleza benévola no se presenta, de acuerdo con Strauss, sin calificaciones o ambigüedades en el pensamiento clásico. El autor ilustra esta ida al describir el optimismo de Aristóteles. Según él, el hecho de que el filósofo clásico proponga pensar al mundo como el mejor mundo posible quiere decir entender que “no tenemos derecho a suponer que los males que abundan en él, y especialmente los males que no tienen su origen en la insensatez humana, podrían haber estado ausentes sin haber producido males aún mayores; el hombre no tiene derecho a reclamar y rebelarse.” En este sentido, Strauss asegura que no se niega que la naturaleza del hombre está esclavizada en muchos sentidos, “de modo tal que sólo unos pocos, y estos incluso no siempre, pueden alcanzar la felicidad o la máxima libertad de la cual el hombre es capaz por naturaleza” (2006a, p. 67). Así, de acuerdo con Strauss, lo que diferenciaría radicalmente al pensamiento clásico del moderno sería la creencia se nuestro tiempo en la posibilidad de liberar al ser humano de sus cadenas por medio del esfuerzo sostenido (2006a, p. 68).
16 Arendt observa asimismo que la contemplación deviene sin sentido en la era moderna y señala también que la creatividad y la productividad se convierten en los ideales supremos (1998, pp. 292 y 296).
17 Como señala Steven B. Smith (2011), Strauss no publicó trabajos mayores sobre los más prominentes filósofos alemanes. Las excepciones a esta regla son el capítulo sobre Max Weber que forma parte de Derecho Natural e Historia y el ensayo sobre Más allá del bien y del mal de Nietzsche (Strauss, 1973). Aparte de ese texto, Nietzsche es mencionado brevemente en varias obras de Strauss. Para un estudio profundo de la figura de Nietzsche en la obra de Strauss, ver Laurence, 1996 y Brague, 1991.
18 Strauss menciona a Heidegger y hace alusiones a su pensamiento en varias de sus obras. Para análisis minuciosos de su relación con la obra de Heidegger ver Smith, 2011; Velkley, 2011; Ward, 1978 y Horst 1995, entre otros.