El pozo y su brocal. Imaginario y quiasmo en Castoriadis

The Well and its Parapet. Imaginary and Chiasmus in Castoriadis

Lorena Ferrer Rey

Universidad Autónoma de Madrid, España

RESUMEN La figura del quiasmo, pieza clave dentro de la articulación interna del pensamiento de Merleau-Ponty, permite abordar desde una nueva perspectiva la manera en que Castoriadis define el imaginario a lo largo de toda su obra, así como arrojar luz sobre ciertas complejidades en lo que respecta a la relación entre lo instituido y lo instituyente. Este trabajo hace hincapié en el entrecruzamiento entre tres pares conceptuales, cada uno de los cuales se corresponde con un aspecto distinto, pero interrelacionado con los demás, de su filosofía: psique-sociedad, tradición-novedad y autonomía-heteronomía.

PALABRAS CLAVE Imaginario; Quiasmo; Imaginación Radical; Institución; Política.

ABSTRACTThe figure of chiasmus, which plays a key role inside Merleau-Ponty’s thought, makes it possible to address the way Castoriadis defines the imaginary throughout his entire work from a new perspective, as well as to shed light on some complexities concerning the relation between instituted and instituting. Tthis article emphasizes the intertwining of three pair of concepts, each of which corresponds to a different but yet interrelated aspect of his philosophy: psyche-society, tradition-innovation, and autonomy-heteronomy.

KEY WORDS Imaginary; Chiasmus; Radical Imagination; Institution; Politics.

RECIBIDO RECEIVED 26/3/2019

APROBADO APPROVED 13/6/2019

PUBLICADO published 27/1/2020

NOTA DE LA AUTORA

Departamento de Filosofía. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad Autónoma de Madrid (España).

Artículo financiado por el programa de Formación de Profesorado Universitario (FPU) del antiguo Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (número de referencia: FPU 14/06271).

Información de contacto: lorenaferrerrey@gmail.com
ORCID: https://orcid.org/0000-0001-7896-668X

Las Torres de Lucca, Vol. 9, Nro. 16, Enero-Junio 2020, pp. 179-202 . ISSN-e 2255-3827.


Cada uno de nosotros es un pozo sin fondo y ese sin fondo se abre evidentemente sobre el sin fondo del mundo. En tiempos normales, nos aferramos al brocal del pozo sobre el cual pasamos la mayor parte de nuestra vida. Pero El Banquete, el Réquiem, El castillo provienen de ese sin fondo y nos lo hacen ver. (Castoriadis, 1986/2005, p. 89)

Erramos cerca de brocales a los que se ha sustraído el pozo. (Char, 2002, p. 179)

Resulta bastante obvio reconocerle a la filosofía la potestad para crear conceptos;1 no lo es tanto, sin embargo, ver en ella la capacidad de acuñar imágenes, una labor que parecería caer del lado de la poesía y con la que el filósofo habría de ensuciarse las manos toda vez que quisiera hacer uso de ella. Ya sea fruto de una contaminación indebida o de una feliz confusión de fronteras, lo cierto es que la filosofía no duda en recurrir a las alegorías, los símiles y las metáforas para cargar de elocuencia su construcción de conceptos. Así, por ejemplo, Marina Garcés (2015) utiliza una bella imagen para explicar la recepción que Merleau-Ponty hace de Husserl en su ensayo “El filósofo y su sombra,” donde “presenta a su maestro como un buceador que, zambulléndose en el pozo de su conciencia, sale a mar abierto y descubre el mundo” (p. 164). La imagen, cabe señalar, procede de su propia inventiva: en el texto de Merleau-Ponty no hay mención alguna al mar ni al buceo, sino que su manera de explicar ese doble movimiento de entrada y salida de sí es notablemente más prosaica.2

En cualquier caso, se pueden obtener resultados interesantes si se mira una propuesta filosófica a través de una imagen importada o si se ponen en relación aquellas imágenes que coinciden ya por sí solas. Más interesante aún, diríamos, si quien entra en juego es Cornelius Castoriadis, quien hizo de la imaginación y los imaginarios casi su seña de identidad, al situarlos en el centro de la reflexión filosófica. En una conversación con Emmanuel Terrée y Guillaume Malaurie en junio de 1979, que se publicó en la revista Esprit pocos meses después y fue incluida más tarde en el segundo volumen de Las encrucijadas del laberinto (Domaines de l’homme, 1986), Castoriadis evocaba la imagen del pozo sin fondo para responder a una pregunta acerca de cómo la sociedad crea sus propias instituciones. Concebir estas últimas como creaciones históricosociales no debería restarles fortaleza, insistía, igual que no lo hace en el caso de las obras de arte, que se asumen como obras humanas de manera más evidente y menos problemática. A fin de cuentas, ¿qué significa que algo sea un producto meramente humano? ¿Somos nosotros, acaso, única y exclusivamente humanos? Igual que Husserl, en la lectura que de él hace Garcés interponiendo a su vez la de Merleau-Ponty, Castoriadis propone zambullirse en la propia conciencia, en el pozo sin fondo que somos “cada uno de nosotros,” para encontrar un mundo igualmente desfondado. De ahí provienen las creaciones artísticas y las instituciones sociales; ese sin fondo se corresponde, por tanto, con el territorio ignoto -y muy a menudo voluntariamente ignorado- de la imaginación radical.

No querría, sin embargo, detenerme aquí, puesto que la imagen invita a profundizar en ella y a seguir investigando las coincidencias. Llegados a este punto, podríamos preguntarnos por la relación que existe no solo entre el adentro -de nosotros- y el afuera -del mundo-, sino entre el brocal del pozo y el vacío que rodea; es decir, entre el cerco seguro o instituido que pisamos y la fuerza instituyente que emerge más allá de él. Para responder, sería necesario acudir a la manera en que Castoriadis define el imaginario a lo largo de toda su obra. En esta noción clave se anudan tres pares conceptuales a partir de los que es posible abordar dicha relación y en torno a los cuales se desarrollará este trabajo. El primero de ellos, psique y sociedad, recoge la idea de los dos elementos sin fondo, abiertos el uno sobre el otro, que aparecía en la cita inicial; el siguiente, tradición y novedad, permitirá ligar lo instituido y lo instituyente con la historia, mientras que el último, autonomía y heteronomía, lo hará con la política.

Al mismo tiempo, a la hora de trazar esta relación, acudiré a una figura que justamente procede de la obra de Merleau-Ponty, a quien mencionaba al inicio de este trabajo y con quien Castoriadis también entabló un diálogo crítico en algunos de sus textos.3 La figura a la que me refiero, que permitirá caracterizarla con mayor precisión, así como ahondar en ciertos puntos conflictivos, es la del quiasmo. Este término tiene, tanto en castellano como en francés (chiasme), una significación retórica: se conoce como quiasmo a la disposición en orden inverso de dos secuencias sintácticamente idénticas, que forman así una antítesis o un paralelismo cruzado; procedente del griego χιασμóς, hace alusión a la letra χ, que, como nuestra equis, tiene forma de aspa o cruz. Se utiliza también, bajo la forma de quiasma, en anatomía, para designar la parte del cerebro donde se entrecruzan parcialmente los nervios ópticos, y en genética denomina el punto en el que se unen o recombinan dos cromosomas durante el proceso de división celular. Merleau-Ponty es consciente de los elementos recurrentes que se repiten bajo todas estas acepciones -la dualidad, el entrecruzamiento, la reversibilidad, la simultaneidad- cuando, pese al uso restringido y especializado que la palabra tiene también en su lengua, la propone como imagen filosófica. A continuación explicaré con más detenimiento dónde y cómo aparece el quiasmo en la obra de Merleau-Ponty, pero lo que sobre todo me interesa señalar es cómo esta figura puede extrapolarse al estudio de la noción de imaginario en la filosofía de Castoriadis y alumbrar así algunos de sus problemas principales. A ello dedicaré las páginas que siguen.

Castoriadis, un pariente imaginario

En un libro reciente, que se presenta como el primero en una serie de investigaciones sobre los parentescos imaginarios de la filosofía de Michel Foucault con la de otros pensadores de su época, Judith Revel comienza por trazar una relación entre el pensamiento de Foucault y el de Merleau-Ponty, fundamentalmente en lo que respecta a las reflexiones de ambos acerca del saber histórico. Más que de una línea sucesoria, se trataría de un parecido de familia; una semejanza abierta para la especulación crítica y no verdaderamente rastreable en sus textos.4 Lo que Revel (2015) detecta en ellos es una misma exigencia filosófica: ser capaz de conjugar la necesidad permanente de historizar el pensamiento con “l’idée que le présent, comme au bord extrême de l’histoire, doit pourtant demeurer toujours ouvert [la idea de que el presente, en tanto límite extremo de la historia, debe sin embargo permanecer siempre abierto]” (p. 16). La filosofía, que otrora se habría dedicado a pensar sobre las condiciones de posibilidad de aquello que se da en la experiencia, pasa a preguntarse por las condiciones históricas en las que surgen nuestras maneras de pensar el mundo y de pensarnos a nosotros mismos dentro de él. El ¿qué puedo saber? kantiano muta de forma y pasa a ser, en boca de estos dos autores, una pregunta distinta: “Que m’est-il donné de penser, de dire et de faire à tel moment de notre histoire? [¿Qué me es dado pensar, decir y hacer en este momento de nuestra historia?]” (Revel, 2015, p. 8).

Ahora bien, la pregunta así planteada escamotea uno de los elementos que formaban parte de la exigencia anterior: si lo que podemos pensar, nuestros modos de decir y nuestras maneras de actuar están históricamente determinados, ¿cómo concebir, entonces, la apertura del presente? Si, a fin de cuentas, no somos más que productos de una historia que codifica los discursos, fija las prácticas y regula las relaciones, tanto subjetivas como sociales, ¿qué cabida hay para nuestra libertad y nuestra capacidad de invención? Para responder a estas preguntas, Revel toma de Merleau-Ponty la noción de quiasmo y explica cómo esta opera dentro del pensamiento de Foucault, tejiendo así las primeras puntadas de un parentesco imaginario5 al que aquí se le añadirá un familiar más: Cornelius Castoriadis.

El quiasmo era el rótulo previsto para una de las secciones de la última obra de Merleau-Ponty, Lo visible y lo invisible, según se especifica en los esquemas organizativos que se han conservado. Esta obra inacabada fue, por cierto, editada póstumamente por Claude Lefort, amigo de Castoriadis y compañero suyo en Socialismo o barbarie. En ella aparece varias veces dicho término,6 que es, además, una referencia constante dentro de su obra, aun cuando no siempre reciba ese nombre ni podamos encontrar en ella una conceptualización específica; una pieza clave dentro de la articulación interna de su pensamiento, que podría llegar incluso a considerarse su aportación específica a la reformulación de la fenomenología (Ramírez, 2013). Merleau-Ponty se aleja en cierta medida de la intencionalidad husserliana -o, de acuerdo con el retrato que hace de Husserl, recorre lo que este apuntó pero dejó impensado, llevándolo hasta sus últimas consecuencias- para, en su lugar, proponer una nueva comprensión de las relaciones entre la subjetividad y la objetividad, y de una manera más general, entre el adentro y el afuera, a través de la noción de quiasmo:

No tenemos que elegir entre una filosofía que se instala en el mundo mismo o en otra persona y una filosofía que se instala “en nosotros,” entre una filosofía que toma nuestra experiencia “desde adentro” y una filosofía -si ella es posible- que la juzgaría desde afuera, por ejemplo en nombre de criterios lógicos: tales alternativas no se imponen, puesto que quizás, el sí mismo y el no sí mismo sean como el reverso y el anverso, y que acaso nuestra experiencia sea esa inversión que nos instala muy lejos de “nosotros,” en otra persona, en las cosas. Nos colocamos, como el hombre natural, en nosotros y en las cosas, en nosotros y en otra persona, hasta el punto en que, por una suerte de quiasmo, devenimos los otros y devenimos mundo. (Merleau-Ponty, 2010, p. 146).

El reto consistiría, según se extrae del párrafo anterior, en explicar el cofuncionamiento entre el yo y el otro, entre el sujeto y el mundo, no en términos dicotómicos -puesto que no habría una verdadera contradicción o exclusión entre ambos componentes de la dualidad-, sino como una diferencia no excluyente. Quiasmo designaría, así entendido, ese entrecruzamiento mutuo; una estructura que liga indisociablemente dos elementos que se presentan siempre juntos y a la vez, pero de los que solo somos capaces de percibir un lado u otro. La dificultad reside, por tanto, en hacer perceptible la copresencia.

En un ejercicio de lucidez y originalidad, Revel le hurta el término a Merleau-Ponty para mostrar cómo este es extensible también a Foucault, quien se propuso pensar al mismo tiempo la historia y la libertad intransitiva de los seres humanos. A saber: la manera en que las determinaciones históricas que atraviesan nuestras existencias nos hacen ser tal y como somos, en cuanto que objetos y productos suyos, y las posibilidades que, simultáneamente y sin contradicción, tenemos de ser sujetos agentes en la historia, de actuar en ella y transformarla. “Chez Foucault, le devenir est un chiasme dans l’histoire [En Foucault, el devenir es un quiasmo en la historia],” concluirá (Revel, 2015, p. 107). Pero, por otra parte, el hecho de aplicar esta categoría al análisis de la obra foucaultiana no le hace olvidar que su configuración se halla presente ya en el propio Merleau-Ponty, también en lo que respecta al pensamiento acerca de la historia y, en concreto, en la crítica radical que ejerce contra las visiones teleológicas. Igual que en el caso anterior, ese desplazamiento hacia un terreno más bien político no quiere decir que su propuesta sea en absoluto ajena a las reflexiones lingüístico literarias presentes en otros momentos de su obra.7 De hecho, en ellas ensaya un modo de pensar que más adelante extrapolará a otros ámbitos, pues, como bien se pregunta Revel (2015),

Le signe distinctif du politique n’est-il précisément pas de reconnaître dans la trame prosaïque de l’histoire (c’est-à-dire aussi dans ses déterminations existantes, dans ses effets et ses inflexions, dans sa lourdeur, dans la matérialité de son déjà-là) la possibilité d’une prose, d’une ouverture et d’une invention du monde? [¿El signo distintivo de lo político no consiste, precisamente, en reconocer en la trama prosaica de la historia (es decir, en sus determinaciones existentes, en sus efectos y sus inflexiones, en su pesadez, en la materialidad de su ya-ahí) la posibilidad de una prosa, de una abertura y de una invención del mundo?]. (p. 123).

Siguiendo esta misma línea de interpretación, me gustaría sumar a Castoriadis como nuevo pariente dentro de esta constelación familiar. Una vez más, no se tratará de un diálogo explícito entre precursores y discípulos, ni siquiera entre compañeros de generación,8 sino de una coincidencia en sus inquietudes filosóficas. Para resolver la pregunta planteada al inicio de este trabajo -¿cómo pensar la relación entre lo instituido y lo instituyente, entre la tradición y la novedad, entre la autonomía y la heteronomía?- puede ser de utilidad tener presente la figura del quiasmo, tal como se insinúa en los dos autores analizados por Revel, y ver de qué manera Castoriadis se adapta también a ella o cuáles son las respuestas específicas que aporta el problema en su teoría sobre el imaginario.

El papel central de la imaginación: psique y sociedad

Ni “olvido del ser” ni “olvido del otro”:9 sumándose a la estela de aquellos pensadores que hicieron del olvido y no del descubrimiento el hecho filosófico más notable, Castoriadis desmentirá a Heidegger y a Levinas al proponer que lo que la tradición filosófica lleva siglos ocultando y encubriendo es la imaginación. Si se concibe la historia de la filosofía, al menos en lo que respecta a su corriente central, como “la elaboración de la razón, homóloga a la disposición del ser como ser determinado” (Castoriadis, 1986/2005, p. 149) -algo que, a su juicio, resulta esclarecedor- es posible entender que, como contrapartida, la imaginación fuera dejada de lado y relegada, con suerte, a un papel secundario. En la mayor parte de los casos le fue asignada una función meramente reproductiva y combinatoria, e incluso cuando se reconoció su capacidad creadora, fue a costa de subordinarla a un orden superior, de otorgarle un papel instrumental.10

Castoriadis, por el contrario, leerá en clave positiva la aparente deficiencia ontológica de la imaginación. Precisamente porque no opera en un sistema de determinaciones bien especificadas, sino que contiene un conjunto infinito de virtualidades, puede hacer ser -es decir, crear- formas nuevas no reductibles a lo ya existente ni deducibles a partir de ello. Son, entonces, su carencia de ser y su inacabamiento las que le abren las puertas a la creación, que “presupone, desde luego, una cierta indeterminación en el ser, en el sentido de que lo que es nunca es tal que excluya el surgimiento de nuevas formas, de nuevas determinaciones” (Castoriadis, 1998a, p. 109). Esta condición ontológica va de la mano de un presupuesto antropológico, que explica por sí mismo la importancia que este pensador le concede a la capacidad imaginativa. La naturaleza o esencia humana, aquello que durante años se ha tratado de negar, sería, para Castoriadis, esta posibilidad “en el sentido activo, positivo, predeterminado, de hacer ser formas distintas de existencia social o individual, como puede verse al considerar la multiplicidad y alteridad de las instituciones de la sociedad, de las lenguas o de las obras humanas” (1998a, p. 109). Es la imaginación, entendida no como la facultad combinatoria que permite producir variantes a partir de formas preexistentes, sino como la capacidad de hacer emerger lo nuevo, la que define nuestra esencia.

Sin embargo -y he aquí donde tiene lugar el primer desdoblamiento-, sería un error reducir la imaginación a su vertiente psíquica o individual; los hallazgos más interesantes del pensamiento de Castoriadis los encontramos, de hecho, una vez superamos esa dimensión. Si la imaginación nos constituye en cuanto seres del género humano -somos seres imaginativos antes que seres racionales y pensar lo contrario “es una aberración” (1998a, p. 111)-, es justamente porque trasciende nuestra individualidad. El psicoanálisis de Freud tuvo, sin duda, un papel muy importante en su descubrimiento de la esfera de lo psíquico, pero aunque estos hallazgos hicieron tambalearse los cimientos de la teoría de Marx, nunca llegó a renunciar al peso y la consistencia que este les había dado a la vida social y colectiva, y que él había aprendido, en gran medida, de su mano. Lo que Castoriadis llama “imaginación radical,” ese “flujo o corriente incesante de representaciones, deseos y afectos” (1999, p. 95) procedentes de la psique humana, no puede disociarse de las instituciones de la sociedad, empezando por aquella que, aparentemente, más íntimamente ligada estaría a su constitución subjetiva: el lenguaje.

No es la psique la que puede crear el lenguaje; tan sólo lo recibe, y con él la totalidad de significaciones imaginarias sociales que el lenguaje contiene y posibilita. […] El lenguaje nos muestra a lo imaginario social en acción, como imaginario instituyente, […] puesto que en y por el lenguaje se dan las significaciones imaginarias sociales que mantienen cohesionada una sociedad: tabú, tótem, Dios, la pólis, la nación, la riqueza, el partido, la ciudadanía, la virtud o la vida eterna. (Castoriadis, 1998a, p. 112).

En el párrafo recién citado aparecen dos expresiones que extienden y modulan el alcance de la imaginación. Esta se encuentra, en primer lugar, amplificada por otra facultad constitutiva de las sociedades humanas, a la que Castoriadis denomina “imaginario social instituyente” y que define más adelante en este mismo texto como “la capacidad creadora del colectivo anónimo que se realiza cada vez que los hombres se agrupan, y que cada vez se da una forma singular, instituida, para existir” (1998a, p. 113). Lo imaginario radical consta pues, de dos dimensiones, la sociohistórica y la psíquica,11 indisociables e irreductibles la una a la otra. No hay una verdadera oposición entre ellas, ni aun cuando pensamos su relación en términos de socialización, esto es, del proceso según el cual los individuos no solamente crean, sino que absorben e interiorizan lo socialmente instituido: aprenden el lenguaje, la categorización de las cosas, lo que es justo e injusto, lo que se puede y lo que no se debe hacer, lo que hay que adorar y lo que hay que odiar. De este modo, la imaginación radical es dominada, canalizada, regulada y convertida en apta para la vida en sociedad. Pues bien, ni siquiera entonces ha de pensarse que psique e individuo se enfrentan desde su respectiva exterioridad, ya que la socialización “no es una simple suma de elementos externos a un núcleo psíquico que permanecería inalterado; sus efectos están inextricablemente tejidos a la psique tal como ella existe en la realidad efectiva” (Castoriadis, 1998b, p. 313).

Por otra parte, “significaciones imaginarias sociales” es el nombre que recibe la obra o producto de dicho imaginario instituyente y de las que da algunos ejemplos (tabú, Dios, nación, virtud) en el fragmento anterior. En la sección final de “Marxismo y teoría revolucionaria,” la primera parte de La institución imaginaria de la sociedad -un texto, como se sabe, bastante temprano, pues antes de pasar a integrar ese libro ya había aparecido publicado, entre 1964 y 1965, en la revista Socialismo o barbarie-, Castoriadis explica el componente imaginario de la vida social a través de un recorrido que arranca en la visión funcionalista sobre la institución, cuya insuficiencia tratará de demostrar. Aunque es evidente que las instituciones cumplen ciertas funciones vitales en la sociedad sin las cuales es inconcebible su existencia, no se puede pretender reducirlas a ello, ni tampoco convertir dichas funciones en la fuente de toda explicación. Si, como enseguida señala, “todo lo que se presenta a nosotros, en el mundo históricosocial, está indisolublemente tejido a lo simbólico” (Castoriadis, 1975/2013, p. 186), es decir, se da dentro de una red simbólica que vincula unos símbolos con otros y a su vez los liga con determinadas significaciones o representaciones, se ha de entender igualmente que estos símbolos no se corresponden con meras funciones, sino que en ellos se combinan, en proporción y relación variables, un componente funcional y otro imaginario. Este segundo componente es el que permite la invención de nuevos elementos simbólicos, o bien el deslizamiento o desplazamiento de sentido, según el cual los símbolos ya disponibles se invisten con significaciones que no son las canónicas.12

La dimensión imaginaria del símbolo es pues, la que permite concebir su dinamismo, su apertura hacia lo inédito, su condición fluctuante y, por decirlo en castoridiano, magmática. He aquí que se abre una vía de conexión con Merleau-Ponty, en concreto con la conceptualización que hace de la institución en su obra. Hay que leer el sustantivo como acción y no como efecto o, en todo caso, como quiasmo de ambas acepciones, difíciles de deslindar en cuanto son siempre reversibles. En su traducción de Stiftung -que es ya, en sí, una demostración de aquello que está designando, ya que Merleau-Ponty reinventa el término husserliano, al otorgarle un sentido que va más allá del que su predecesor había codificado13- lo que está haciendo es designar el movimiento instituyente que lleva a lo instituido, pero que jamás se detiene ahí, en una institución esclerótica, sino que sigue abierto a la modificación. Quizá la mejor definición pueda encontrarse en el resumen que proporciona para el curso “La institución en la historia personal y pública,” que imparte en el Collège de France en 1954-1955, donde declara que por institución entiende

ces événements d’une expérience qui la dotent de dimensions durables, par rapport auxquelles toute une série d’autres expériences auront sens, formeront une suite pensable ou une histoire- ou encore les événements qui déposent en moi un sens, non pas à titre de survivance et de résidu, mais comme appel à une suite, exigence d’un avenir [esos acontecimientos de una experiencia que la dotan de dimensiones duraderas, con relación a las cuales toda una serie de otras experiencias tendrán sentido, formarán una serie pensable o una historia; e incluso los acontecimientos que depositan en mí un sentido, no a modo de supervivencia y de residuo, sino como llamada a una continuidad, exigencia de un porvenir]. (Merleau-Ponty, 1968, p. 61).

En el apartado siguiente ahondaré más en esa dimensión duradera, cuando hable de la relación dinámica que el imaginario establece con la novedad y la tradición, pero por ahora me gustaría destacar un detalle. En el párrafo que acabo de citar, Merleau-Ponty se desliza de lo aparentemente colectivo -esa historia compuesta de experiencias y significados que perviven más allá del momento de su fundación- hacia lo individual: no se trata únicamente de pensar cómo se instituyen las significaciones en lo social, sino también de cómo los acontecimientos “depositan en mí un sentido.” Pero, además, el matiz que le sigue es casi tan importante como esa irrupción de la primera persona singular. Ese movimiento instituyente no me convierte en un mero receptor pasivo, sino que soy verdaderamente partícipe de dicho movimiento, que me impele a continuarlo en un futuro.

La institución es, por lo tanto, el lugar -el momento- en que lo individual se entrelaza con lo sociohistórico; en ella, “Merleau-Ponty semble en effet surprendre une forme nouvelle du chiasme du corps et du monde, à savoir de l’histoire personnelle et de la formation sociale et collective d’un sens qui traverse et façonne à son tour la concrétude de notre existence singulière [Merleau-Ponty parece en efecto encontrar una nueva forma de quiasmo del cuerpo y del mundo, a saber, de la historia personal y de la formación social y colectiva de un sentido que atraviesa y moldea a su vez la concreción de nuestra existencia singular]” (Réa, 2006, p. 76). Y, sin embargo, la relación es, como he dicho, cruzada y no unidireccional. No basta con señalar que las significaciones imaginarias sociales nos moldean, sino que se ha de insistir, como lo hace Merleau-Ponty y Castoriadis llevará al extremo,14 que estas proceden de nuestra imaginación, esto es, de la capacidad creativa que nos define en cuanto individuos y en cuanto colectivo, en cuanto sujetos instituyentes y no constituidos. Si, como señalaba Merleau-Ponty (1971) en La prosa del mundo, “lo propio de la significación es no aparecer jamás sino como continuación de un discurso ya comenzado, iniciación a una lengua ya instituida” (p. 208), cada vez que tomamos la palabra participamos en la elaboración de ese discurso social, que carga a sus espaldas toda una historia que nos precede y en cuya trama nos insertamos, como un nuevo eslabón. Pero, además -y con esto doy pie al siguiente par conceptual-, muy a menudo imponemos sobre él una “deformación coherente”15 que cambia su rumbo. ¿Es posible concebirlo, según Castoriadis habría querido, no como un mero deslizamiento, sino como una invención radical?

El ya ahí del mundo: tradición y novedad

Al definir la facultad humana que en el pensamiento castoridiano recibe el nombre de lo imaginario radical -ya sea en su vertiente individual o social-, se ha insistido una y otra vez en la novedad y la invención. Es, como se ha citado antes, la capacidad de ver en una cosa algo distinto de ella, que se expresa en un “haz indefinido de remisiones interminables a otra cosa que” (Castoriadis, 1975/2013, p. 386). El filósofo incide una y otra vez en la creación inmotivada y originaria, irreductible a lo ya existente, procedente de la capacidad humana para imaginar lo radicalmente otro. De este modo explica que las significaciones imaginarias sociales que constituyen un imaginario estén en perpetua transformación: cambian ellas mismas y cambian también las relaciones que mantienen con otras significaciones. El tiempo es “alteridad-alteración” (p. 313), dirá, convirtiendo así la raíz alter en el denominador central del movimiento histórico.

Ahora bien, del mismo modo que la filosofía encubrió el papel central de la facultad imaginativa, tampoco supo pensar la creación en estos términos y buscó maneras de escamotearla: “En el marco del pensamiento heredado, la creación es imposible. La creación de la teología, evidentemente, es tan solo una seudocreación: es fabricación o producción” (p. 314). El intento más cercano por concebir algo similar a la creación ex nihilo que a Castoriadis le interesa poner en valor está en el pensamiento teológico y, aun así, es fácil ver todo aquello que lo distancia de su concepción; no solo es que este acto creador solo pueda atribuírsele a la figura de Dios -y no a los individuos o a las sociedades-, sino que además ha tenido lugar de una vez por todas, lo que niega su autarquía ontológica. Fuera de la teología, el panorama que encuentra es igualmente desolador. La historia se da como sucesión y los esquemas de los que el pensamiento heredado dispone para pensarla son los de causalidad, finalidad o consecuencia lógica. Todos ellos “presuponen que lo que debe ser aprehendido o pensado por su intermedio es, en lo esencial, reductible a un conjunto” (p. 293), por lo que encuentran su fundamento en la identidad: la implicación lógica no es sino una identidad desarrollada -lo que se concluye se encontraba ya en las premisas-, causas y efectos se pertenecen necesaria y recíprocamente -pertenecen a un mismo conjunto- y lo mismo vale para medios y fines. Estos esquemas tradicionales de sucesión resultan, por lo tanto, insuficientes para el tipo de pensamiento histórico que desea concitar:

[L]o que se da en y por la historia no es secuencia determinada de lo determinado, sino emergencia de la alteridad radical, creación inmanente, novedad no trivial. Es justamente esto lo que ponen de manifiesto tanto la existencia de una historia in toto, como la aparición de nuevas sociedades (nuevos tipos de sociedad) como la incesante autotransformación de cada sociedad. Y sólo a partir de esta alteridad radical o creación podemos pensar verdaderamente la temporalidad y el tiempo, cuya efectividad excelente y eminente encontramos en la historia. Pues, o bien el tiempo no es nada, extraña ilusión psicológica que enmascara la intemporalidad esencial de una relación de orden; o bien el tiempo es precisamente eso, la manifestación de que algo distinto de lo que es se da al ser, y se lo da como nuevo o como otro, y no simplemente como consecuencia o ejemplar diferente de lo mismo. (Castoriadis, 1975/2013, p. 297).

Sin embargo, esa emergencia de la alteridad se hace siempre en continuidad e interpenetración con el imaginario instituido. En tanto que sociedades o individuos socializados como somos, no podemos ignorar el conjunto de significaciones sociales ya establecidas y asentadas, no podemos hacer tabula rasa con respecto a lo precedente. Se ha señalado anteriormente, a propósito de Merleau-Ponty, que la llamada a una continuidad o la exigencia de un porvenir procedían de cierto depósito histórico que los acontecimientos dejaban en cada uno, una huella duradera que se seguiría perpetuando pero en cuya estela habríamos de insertarnos; lo que, en definitiva, podríamos llamar una tradición. Castoriadis no es ajeno a ello y, pese a su defensa acérrima de la novedad, no duda en matizar su postura con respecto a lo que se ha venido mencionando en estos últimos párrafos:

Queda claro que la creación sociohistórica (como en cualquier otro terreno), si bien es inmotivada -ex nihilo-, siempre tiene lugar bajo coacción (nunca in nihilo ni cum nihilo). Ni en el terreno históricosocial, ni en ningún otro, la creación significa que cualquier cosa ocurra en cualquier parte, en cualquier momento ni de cualquier manera. (Castoriadis, 1998b, p. 33).

Aunque lo instituido preexista a la institución, aunque la condicione y limite, le imponga ciertas restricciones en cuanto a lo que es posible y lo que no, jamás llega a determinarla por completo.

Cabría preguntarse si este apunte sirve para sacar del atolladero a un pensamiento que quiere hablar, al mismo tiempo, de alteridad radical y de condicionantes restrictivos. En la cita anterior, Castoriadis traza una distinción entre lo ex nihilo -modalidad de la creación que él defiende- y lo cum nihilo o in nihilo, de los cuales se separa, y que en otro lugar trata de explicar un poco más: “Création ex nihilo, création de la forme, ne veut pas dire création cum nihilo, sans ‘moyens’ et sans conditions, sur une table rase [Creación ex nihilo, creación de la forma, no quiere decir creación cum nihilo, sin ‘medios’ y sin condiciones, sobre una tabla rasa]” (1990, p. 54); “nunca in nihilo ni cum nihilo, porque siempre se usa algo que ya estaba ahí” (1998b, p. 105). O también:

Lorsque je dis que l’histoire est création ex nihilo, cela ne signifie nullement qu’elle est création in nihilo, ni cum nihilo. La forme nouvelle emerge, elle fait feu du bois qu’elle trouve, la rupture est dans le sens nouveau qu’elle confère à ce qu’elle hérite ou utilise [Cuando digo que la historia es creación ex nihilo, esto no significa de ningún modo que sea creación in nihilo, ni cum nihilo. La forma nueva emerge, quema la madera que encuentra, la ruptura está en el sentido nuevo que confiere a lo que hereda o utiliza] (1990, p. 158).

¿Queda tan clara la diferencia entre el uso de estas preposiciones? Parecería más bien que Castoriadis habría optado por recurrir a una fórmula teológica, como es la de la “creación ex nihilo,” pero, para distanciarse de su significado convencional, se habría visto forzado a retorcerlo y a proponer una alternativa que sí se correspondía con lo que esta expresión designaba.16 E, incluso si pasamos por alto esta trampa, ¿no es cierto que la creación inmotivada que defiende en su obra habría de corresponderse más bien con el cum nihilo, tal como lo define? Al hacer esta precisión, ¿no estaría poniéndole cortapisas a la radicalidad de su propio aserto?

Nos situamos, una vez más, en pleno nudo del quiasmo; justamente en el punto en que Revel sitúo la coincidencia entre Merleau-Ponty y Foucault. Ambos, recordemos, se preocuparon por concebir un pensamiento histórico que no eludiera la complejidad de su tarea y que, sin borrar el ya ahí (déjà-là) del mundo, diera cuenta de aquellas acciones que lo exceden. Así, el primero de ellos, declaró lo siguiente en el prefacio de Signos:

De acuerdo con este modelo [el del lenguaje] habría que pensar el mundo histórico. ¿Para qué preguntarse si la historia la hacen los hombres o la hacen las cosas, si es totalmente evidente que las iniciativas humanas no anulan el peso de las cosas y que la “fuerza de las cosas” sigue operando a través de los hombres? Es precisamente este fracaso del análisis, cuando pretende reducirlo todo a un solo plano, lo que revela el verdadero medio ambiente de la historia. No existe un análisis que sea último porque existe una carne de la historia, porque en ella como en nuestro cuerpo, todo pesa, todo cuenta: no sólo la infraestructura, sino también la idea que nos hacemos de ella, y sobre todo los constantes intercambios entre una y otra y en que el peso de las cosas se convierte también en signo, los pensamientos en fuerzas, el balance en acontecimiento. (Merleau-Ponty, 1964, p. 28).

Foucault, por su parte, trató de pensar la irrupción de la novedad, no como si sucediera inexplicablemente por sí misma, de manera inmotivada, sino como fruto de un haz complejo de relaciones. Estas relaciones entre instituciones, procesos económicos y sociales, sistemas simbólicos o de normas, etcétera, no definen la constitución interna de lo novedoso -ni, desde luego, lo predeterminan-, pero sí le permiten aparecer, situarse en relación con lo precedente y definir, respecto de ello, su diferencia, irreductibilidad y heterogeneidad. Lo explica de este modo en La arqueología del saber:

Las condiciones para que surja un objeto de discurso, las condiciones históricas para que se pueda “decir de él algo,” y para que varias personas puedan decir de él cosas diferentes, las condiciones para que se inscriba en un dominio de parentesco con otros objetos, para que pueda establecer con ellos relaciones de semejanza, de vecindad, de alejamiento, de diferencia, de transformación, esas condiciones, como se ve, son numerosas y de importancia. Lo cual quiere decir que no se puede hablar en cualquier época de cualquier cosa; no es fácil decir algo nuevo; no basta con abrir los ojos, con prestar atención, o con adquirir conciencia, para que se iluminen al punto nuevos objetos, y que al ras del suelo lancen su primer resplandor. (Foucault, 1970, p. 73).

Desde este punto de vista, la transformación de las instituciones y de los imaginarios en general no dependería tanto de una capacidad misteriosa e inexplicable, como es la creación en los términos en que Castoriadis tiende a definirla. Más bien estaría ligada a un manojo de variables múltiples, entre las cuales se encuentra la inestabilidad de las significaciones imaginarias sociales. Estas, recordemos, se encarnan siempre en instituciones y objetos sociales concretos, que, a su vez, “no pueden existir más que en lo simbólico” o, en otras palabras, “existen socialmente como sistemas simbólicos sancionados.” En la medida en que estos “consisten en ligar a símbolos (a significantes) unos significados (representaciones, órdenes, conminaciones o incitaciones a hacer o a no hacer, unas consecuencias -unas significaciones en el sentido lato del término- y en hacerlos valer como tales” (Castoriadis, 1975/2013, p. 187), entre ambos componentes, significante y significación, se abre la posibilidad de una inadecuación o una asimetría. Hablábamos antes de “deformación coherente” en sede merleaupontiana, pero es posible encontrar observaciones similares en la obra de Foucault, que llegó por primera vez a estas conclusiones en sus trabajos acerca de literatura.17 Así entendido, el imaginario habría de abordarse como una red abierta de símbolos y significados, de expresiones y significaciones en mutación constante y, en consecuencia, la transformación política -a la que le dedicaré el apartado final- no sería tanto el fruto de una creación como el espacio donde se disputa qué salida escoger ante tal desajuste.

Un caos necesario: autonomía y heteronomía

Aun siendo consciente de cuáles eran los límites que lo instituido planteaba a la acción revolucionaria, Castoriadis no dejó de abogar por un proyecto político radical que, si bien no podía pretender ser total -la idea de una tabula rasa social es, como hemos visto anteriormente, absurda- sí debía aspirar a incidir en más aspectos que los meramente gubernamentales.

En la más radical de las revoluciones imaginables, el número de elementos de la vida social que permanecerían inalterados sería mayor que el de aquellos que podrían verse modificados: el lenguaje, los edificios, las herramientas, los modos de comportamiento y de acción y sobre todo partes importantes de la estructura psicosocial de los seres humanos. (Castoriadis, 1999, pp. 132-133).

De este modo lo explicaba en “Herencia y revolución,” un texto publicado por primera vez en 1996 y recogido unos años más tarde en Figuras de lo pensable, donde conjuga las reflexiones en torno a la herencia y la tradición, a las que nos aproximábamos en el apartado anterior, con ciertas pautas acerca de cómo debería ser un proyecto político con visos de futuro. Allí declaraba que

para que sea posible un verdadero cambio de las instituciones, a éste ha de acompañarle el correspondiente cambio de las costumbres, que ha de ser igual de profundo. Ahora bien, estos cambios de las costumbres son fruto de los pueblos, por lo que el único modo de asegurar esta correspondencia es que el pueblo opere tanto el cambio político (institucional formal) como el cambio de las costumbres (naturalmente, procediendo distintamente) (١٩٩٦, p. ١٣٥).

La manera en que este filósofo concibe la política es inseparable de sus tesis acerca del imaginario radical, como puede intuirse en esta brevísima definición, extraída de ese mismo ensayo: “Por política, entiendo una actividad colectiva reflexiva y lúcida cuyo objetivo es la institución global de la sociedad” (1996, pp. 127-128). En otras palabras, la política consiste en la puesta en cuestión explícita y perpetua, por parte del conjunto de individuos que conforman una sociedad, de las instituciones que hacen efectivas las significaciones imaginarias establecidas en dicha sociedad, con el objetivo de elegir las mejores instituciones y, para ello, desarrollar las costumbres -los Sitten o modos de ser, la estructura antropológica y sociopsíquica que subyace a lo institucional-que las hagan posibles. Es necesario, por tanto, que reconozcan en dichas instituciones el fruto de su facultad imaginativa -que sepan que en el fondo no son sino una creación humana- y que al mismo tiempo vean esa labor de cuestionamiento como el producto de su capacidad instituyente.

La política es, para Castoriadis, lo contrario de la aceptación pasiva y ciega del imaginario instituido. Es una dimensión del proyecto de autonomía individual y colectiva que consiste en participar uno mismo en la redacción de la ley, entendiendo esto último no solo en un sentido formal, sino también en uno informal: son los pueblos mismos los que deben constituir o transformar sus maneras de percibir y concebir el mundo. En tanto que actividad consciente de sí misma y de su dimensión imaginaria, la política rompe con la heteronomía -cualidad que en La institución imaginaria de la sociedad equipara con la alienación-, esto es, con la “ocultación del ser de la sociedad como autoinstitución a sus propios ojos” (Castoriadis, 1975/2013, p. 575). En las sociedades heterónomas, las maneras obligatorias de percibir y concebir el mundo, de ordenarlo y gobernarlo por medio de las instituciones son, por un lado, consideradas como determinadas de una vez por todas; las transformaciones se explican, pues, de acuerdo con los esquemas de sucesión que reconocía en el pensamiento heredado. Por otra parte, se atribuyen a una fuente extrasocial (Dios, la naturaleza, la razón, la historia, el mercado), en virtud de la cual todas las preguntas encuentran su respuesta. En la entrevista con la que se abrían estas páginas, Castoriadis (1986/2005) explicaba la condición paradójica de este fundamento extrasocial, al que califica de ilusión. Toda sociedad, dirá allí, “ha garantizado su institución instituyendo una fuente extrasocial de sí misma y de su institución” (p. 89); es decir, ha creado un falso origen al que remitir sus propias creaciones, encubriendo así que estas son obras suyas. Castoriadis aboga por acabar con este ocultamiento, que no es sino una consecuencia del olvido de la imaginación al que refería más arriba.

Hemos visto a lo largo de este trabajo cómo para este filósofo, el pensamiento heredado es muy a menudo un lastre que dificulta la capacidad para pensar la novedad, la transformación radical y, a fin de cuentas, la autonomía. Y cómo ello generaba, además, ciertos problemas en torno a la idea de tradición, de la que la filosofía, por más que trate de restituir la importancia no reconocida de la invención, jamás puede llegar a desasirse. Con todo, Castoriadis también supo reconocer en el pasado pistas que podrían servir para orientarse histórica y políticamente en el presente. Prueba de ello es el respeto que profesa hacia la Grecia antigua, en cuya visión del mundo y de la vida humana encuentra la precondición esencial para la creación de la democracia y la filosofía, así como del juzgar y decidir en un sentido radical, tal como él desea restituirlos en su propuesta. Estas cualidades están íntimamente relacionadas con la idea de caos,18 cuyo reconocimiento es necesario para que puedan existir tanto el pensamiento filosófico como la política:

La filosofía, tal como la crearon y la practicaron los griegos, es posible porque el universo no está totalmente ordenado. Si lo estuviera, no habría la menor filosofía, habría sólo un sistema de saber único y definitivo. Y si el mundo fuera caos puro y simple, no habría ninguna posibilidad de pensar. Pero la filosofía condiciona también la creación de la política. Si el universo humano estuviera perfectamente ordenado, ya desde el exterior, ya por su “actividad espontánea” (“la mano invisible,” etc.), si las leyes humanas estuvieran dictadas por Dios o por la naturaleza o también por la “naturaleza de la sociedad” o por las “leyes de la historia,” no habría entonces ningún lugar para el pensamiento político, ni habría un campo abierto a la acción política, de manera que sería absurdo interrogarse sobre lo que es una ley buena o sobre la naturaleza de la justicia (véase Hayek). Asimismo, si los seres humanos no pudieran crear algún orden por sí mismos estableciendo leyes, no habría ninguna posibilidad de acción política de acción instituyente (Castoriadis, 1986/2005, pp. 115-116).

El caos es, por tanto, una condición indispensable, pero no suficiente, puesto que necesitamos también de cierto orden -imperfecto y perfectible- para poder pensar y decidir. Cosmos y caos son dos polos en tensión que se interpenetran, un par conceptual que Castoriadis vincula con hýbris y díkê, desmesura y justicia, a los que considera una transposición implícita de la primera oposición a la vida humana. Nos volvemos a topar de bruces con la figura del quiasmo, pues ninguno de los elementos de estas dicotomías aparece por sí mismo, de manera absoluta, sino que se entrecruza con su reverso, de manera que ninguno de ellos puede entenderse sin el otro. Algo similar sucede, cabe pensar, con los dos conceptos a los que está dedicado este apartado: la autonomía y la heteronomía.

En la concepción castoridiana de la política se hace hincapié en su carácter combativo. Puesto que debe luchar contra el estancamiento de las instituciones y contra la representación instituida de una fuente extrasocial de la ley, la política implica necesariamente el encuentro entre fuerzas adversas. Este enfrentamiento está marcado por una dicotomía rígida entre autonomía y heteronomía, pero decir que la primera combate la segunda supone ignorar por completo la maraña de significaciones imaginarias sociales, donde lo autónomo y lo heterónomo no son tan fácilmente discernibles. La oposición diametral entre la política y la heteronomía sobreentiende que un imaginario cae de un lado o de otro, puede calificarse con un adjetivo o con su contrario. Sin embargo, los imaginarios escapan a este tipo de fracturas sistemáticas y lógicas; como mucho, es posible distinguir en ellos una coexistencia y una tensión irresoluble entre ciertas tendencias asignables a la heteronomía y otras que responden a un hálito de autonomía. El conflicto político se inscribe, entonces, en el interior de los imaginarios y no entre las lógicas, separadas la una de la otra y mutuamente excluyentes, de la autonomía y la heteronomía.

Este artículo comenzaba planteando una pregunta, que es la que ha ido guiando su desarrollo: ¿cuál es la relación que Castoriadis perfila, a lo largo de su obra, entre lo instituido y lo instituyente? Si, como el poeta René Char señala, nos han sustraído los pozos dejando únicamente sus brocales, es decir, si hemos aprendido a caminar por el borde seguro de lo instituido sin asomarnos a las profundidades de nuestra imaginación radical, quizá sea el momento de darle a esta la preeminencia que la historia del pensamiento le ha negado. Ahora bien, no hay pozo sin brocal ni brocal sin pozo, por lo que oscilar hacia un elemento u otro no debería hacernos olvidar la existencia y la importancia de su complementario. La figura del quiasmo, tal y como Merleau-Ponty la definió y puso en práctica dentro de su obra, intenta hacer justicia a esta interrelación. Del mismo modo que Revel extrapoló este concepto al pensamiento de Foucault, revelando así un nexo que quizá no era tan evidente entre estos dos filósofos, la dupla se convierte aquí en terna. Hay también en Castoriadis un esfuerzo por pensar el entrecruzamiento que, si bien a menudo conduce a problemáticas no del todo resueltas, atestigua la complejidad de toda filosofía que se quiera rigurosa. Es a partir del quiasmo que debemos entender la noción de imaginario, indispensable en la obra de este pensador y quizá una de las aportaciones más valiosas de su legado, y que podemos definir -en términos que no son suyos pero que le serían caros- como “cette fine membrane, passage et frontière à la fois, à travers laquelle entrent en résonance les circonstances objectives et les désordres subjectifs, les violences sociales et les déshérences intérieures, les forces historiques et les discours qui en figent l’élan [Esta fina membrana, pasaje y frontera a la vez, a través de la cual entran en resonancia las circunstancias objetivas y los desórdenes personales, las violencias sociales y los desapegos interiores, las fuerzas históricas y los discursos que detienen su impulso]” (Cusset, Labica y Rauline, 2016, p. 23). O bien como el muro que cerca el sin fondo, pero que al mismo tiempo constituye nuestro único acceso al desfondamiento del mundo.

Referencias bibliográficas

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1 “El filósofo es el amigo del concepto, está en poder del concepto. Lo que equivale a decir que la filosofía no es un mero arte de formar, inventar o fabricar conceptos, pues los conceptos no son necesariamente formas, inventos o productos. La filosofía, con mayor rigor, es la disciplina que consiste en crear conceptos” (Deleuze y Guattari, 1993, p. 11).

2 “Uno de sus resultados es comprender que el movimiento de vuelta a nosotros mismos -de ‘entrada en nosotros mismos’, decía San Agustín-, está como desgarrado por un movimiento de sentido contrario ‘suscitado por él’. Husserl vuelve a descubrir esta identidad del ‘entrar en sí’ y del ‘salir en sí’ que, para Hegel, definía el absoluto” (Merleau-Ponty, 1964, p. 197).

3 Aun cuando se echan en falta más menciones explícitas de Castoriadis al reconocimiento de su deuda con la fenomenología y, en particular, con el pensamiento de Merleau-Ponty, sí que le dedicó a este filósofo al menos un par de artículos: “Le dicible et l’indicible. Hommage a Merleau-Ponty”, incluido en el primer volumen de Las encrucijadas del laberinto (Les carrefours du labyrinthe I, 1978) y “Merleau-Ponty y el peso de la herencia ontológica”, en Hecho y por hacer, el quinto volumen (Fait et à faire, 1997).

4 Esta pista invitaría, incluso, a leer a contrapelo las propias declaraciones de Foucault (1985): “Pertenezco a una generación cuyo horizonte de reflexión estaba en general definido por Husserl y, de un modo más preciso, por Sartre y, más concretamente aún, por Merleau-Ponty. Parece evidente que en torno a los años 50-55 […] ese horizonte se nos vino abajo” (p. 45). En todo caso, este descrédito público se ve matizado por lo que cuenta Didier Eribon (1992) en su biografía: aparentemente, Foucault “no se pierde ni una de las conferencias que da Merleau-Ponty en la École Normale a lo largo de los años 1947-48 y 1948-49” (p. 58).

5 El parentesco había sido insinuado, en realidad, varias veces antes. La primera, en junio de 2001, en el congreso Michel Foucault, la littérature et les arts, celebrado en Cerisy-la-Salle, donde Revel presenta una comunicación titulada “La naissance littéraire de la biopolitique”, en la que señala cómo el pensamiento y el lenguaje de Merleau-Ponty sobrevuelan la primera parte de la obra foucaultiana, muy en deuda con Saussure, a quien empezó a leer gracias a los cursos referidos en la nota anterior. Diez años más tarde, profundiza en esa relación en “Prose du monde ou ordre du discours? La littérature, une question politique”, un trabajo presentado en el congreso Le travail de la littérature. Usages du littéraire en philosophie, donde aventura una primera lectura comparada de ambos autores. Allí anticipa, del siguiente modo, el libro que publicará sobre ellos años después: “[Foucault], loin d’opposer les déterminations historiques et la liberté, les rapports de pouvoir et la résistance, […] les pense de manière articulée, interne, indissociable; les pensé – j’utilise à dessein le mot, puisque c’est bien entendu una référence à Merleau-Ponty – comme un chiasme [Foucault, lejos de oponer las determinaciones históricas y la libertad, las relaciones de poder y la resistencia, los piensa de manera articulada, interna, indisociable; los piensa -utilizo a propósito la palabra, ya que naturalmente es una referencia a Merleau-Ponty- como un quiasmo]” (Revel, 2012, p. 95).

6 Uno de los apartados del libro lleva por título “El entrelazo-el quiasmo,” de acuerdo con las indicaciones que dejó el autor, pero, además, varias de las notas de trabajo de 1959 y 1960 que allí se incluyen vuelven una y otra vez a este concepto, a menudo en relación con otros elementos. Por ejemplo: “lenguaje y quiasmo” (Merleau-Ponty, 2010, p. 231) o “tiempo y quiasmo” (p. 236).

7 En el prefacio de Signos, Merleau-Ponty (1964) declara: “Estamos en el campo de la historia como en el campo del lenguaje o del ser” (p. 28).

8 Aparte de lo mencionado anteriormente acerca de la influencia, apenas reconocida, que Merleau-Ponty ejerció sobre Castoriadis, la relación de este último con Foucault fue prácticamente inexistente, fruto del desinterés mutuo. Como bien señala Tovar-Restrepo (2012) -quien, no obstante, ha investigado las similitudes y discrepancias entre sus obras, en lo que respecta a la cuestión del sujeto, la producción de significados y la transformación social-, “even though Foucault and Castoriadis’ formative and productive years shared similar contextual conditions, their intellectual and private trajectories greatly differed [aunque los años de formación y producción de Foucault y Castoriadis compartieron unas condiciones contextuales similares, sus trayectorias intelectuales y privadas divergieron notablemente]” (p. 2).

9 En “La ‘fin de la philosophie’?”, texto incluido en Le monde morcelé, el tercer volumen de Las encrucijadas del laberinto, Castoriadis (1990) censura el diagnóstico que Heidegger hace de la historia de la filosofía, falto de verdadera discusión crítica con los filósofos del pasado, a quienes simplemente les reprocha la participación en el “olvido del ser”, sin atender a sus conflictos, contradicciones o luchas (p. 230). Por su parte, Levinas, en su reivindicación de un pensamiento de la alteridad, señalaba lo siguiente: “La ontología heideggeriana, que subordina la relación con el Otro a la relación con el ser en general -aún si se opone a la pasión técnica, salida del olvido del ser oculto por el ente- permanece en la obediencia de lo anónimo y lleva, fatalmente, a otra potencia, a la dominación imperialista, a la tiranía” (Levinas, 1987, p. 70).

10 En estos términos lee Castoriadis los apuntes que Kant (1790/1995) hace acerca de la imaginación en su Crítica del juicio, donde, si bien la califica de “productiva y autoactiva (como creadora de formas caprichosas de posibles intuiciones” (§22, p. 179), también señala que esta extrema libertad se debe a que “esquematiza sin conceptos” (§35, p. 237), lo que la confina a un espacio separado del de la razón que, de alguna manera, es la “que da la medida de sus obras” (Castoriadis, 1986/2005, p. 150).

11 En la segunda parte de La institución imaginaria de la sociedad, Castoriadis (1975/2013) hace un esfuerzo por deslindar los términos asociados a estas dos dimensiones, al tiempo que traza un paralelismo entre ellas: “Lo imaginario radical se da como social/histórico y como psique/soma. Como social histórico, es un río abierto del colectivo anónimo; como psique/soma, es flujo representativo/afectivo/ intencional. A lo que es posición, creación, dar existencia en lo históricosocial lo llamamos imaginario social en el sentido primero del término, o sociedad instituyente. A lo que es posición, creación, dar existencia en la psique/soma para la psique/soma, le llamamos imaginación radical” (p. 571).

12 La relación entre lo imaginario y lo simbólico es de interdependencia mutua, pues, como explica “lo imaginario debe utilizar lo simbólico, no sólo para ‘expresarse’, lo cual es evidente, sino para ‘existir’, para pasar de lo virtual a cualquier otra cosa más” y “también, inversamente, el simbolismo presupone la capacidad imaginaria, ya que presupone la capacidad de ver en una cosa lo que no es, de verla otra de lo que es” (Castoriadis, 1975/2013, p. 204).

13 En aquella especie de homenaje a Husserl con la que se abrían estas páginas, Merleau-Ponty (1964) se atribuye precisamente la tarea de continuar la senda abierta por este filósofo, no por aquello que ya pensó en su obra, sino por lo que esta hizo posible pensar: “Cuando Husserl termina su vida, existe un ‘impensado’ de Husserl, que le pertenece totalmente, y que sin embargo abre otras perspectivas. […] Quisiéramos tratar de evocar este impensado de Husserl, al margen de algunas páginas antiguas” (p. 196).

14 “La sociedad como tal no puede producir almas, esa idea no tiene sentido; pero […] una asamblea de individuos sí puede producir una sociedad (los peregrinos del Mayflower, por ejemplo), porque esos individuos ya están socializados” (Castoriadis, 1998b, pp. 313-314).

15 “Lo que hay de aventurado en la comunicación literaria, y de ambiguo, de irreductible a la tesis en todas las grandes obras de arte, no es una debilidad provisional, de la que cabría esperar liberarlas, sino el precio que es preciso pagar para tener una literatura, es decir un lenguaje conquistador, que nos introduzca a perspectivas extrañas, en lugar de confirmarnos en las nuestras. […] Y de la misma manera que nuestro cuerpo no nos guía entre las cosas sino a condición de que cesemos de analizar para hacer uso de él, el lenguaje no es literario, es decir productivo, sino a condición de que cesemos de pedirle a cada momento justificaciones para seguirle a donde él va, de que dejemos a las palabras y a todos los medios de expresión del libro rodearse de esa aureola de significado que deben a su disposición singular, y a todo el escrito virar hacia un valor segundo en el que casi coincide con la muda irradiación de la pintura. El sentido de la novela no es el principio perceptible, a su vez, más que como una deformación coherente impuesta a lo visible” (Merleau-Ponty, 1964, pp. 91-92). Aunque Merleau-Ponty vincula esta capacidad con una forma específica de toma de palabra ―la literatura y, en general, el arte, donde el elemento imaginario cobra una mayor relevancia―, creo que de mano de Castoriadis es posible aplicar esta observación a todo sistema simbólico y, por ende, a toda significación social, en tanto en cuanto poseen una dimensión imaginaria.

16 Remito al pasaje de Común en el que Laval y Dardot (2015) se dedican a examinar la distinción ex nihilo y cum nihilo en Castoriadis y acaban concluyendo que, ante la dificultad de deslindar entre ambas proposiciones -pues en lo que respecta a la relación del acto de creación con sus condiciones, tanto una como otra significan lo mismo: “la imposibilidad de una creación incondicionada”-, mejor será sustituirlas por “la idea de una creación ex aliquo pero sine causa” (p. 492).

17 Que fait Roussel ? Il prend des phrases tout à fait quotidiennes entendues à l’improviste, prises dans une chanson, lues sur un mur. Et il construit avec ces éléments les choses les plus absurdes, les plus invraisemblables, sans aucun rapport possible avec la réalité? [¿Qué hace Roussel? Toma frases completamente cotidianas oídas de improviso, extraídas de una canción, leídas sobre un muro. Y construye con estos elementos las cosas más absurdas, las más inverosímiles, sin ninguna relación posible con la realidad]” (Foucault, 1994, p. 603).

18 Aporta dos referencias principales acerca del caos, una poética y otra filosófica, si es que es posible marcar esta distinción cuando se está hablando de la antigua Grecia. Por un lado, desde luego, la Teogonía de Hesíodo: “En primer lugar existió el Caos.” Por otro, Anaximandro, para quien el “elemento” del ser es el apeiron, lo indeterminado, lo indefinido, es decir, otra manera de concebir el caos” (Castoriadis, 1986/2005, p. 115).