La ciudad y el límite. La demarcación de lo político en Cornelius Castoriadis
The City and Its Limits. The Demarcation of the Political in Cornelius Castoriadis
Diego S. Garrocho Salcedo
Universidad Autónoma de Madrid, España
RESUMEN De las muchas virtudes que caben reconocerse en el pensamiento de Cornelius Castoriadis nunca podrá eludirse el valor de su singular aproximación a lo que vino en denominarse “la experiencia griega.” En este artículo trataremos de acompañar su original lectura de la Grecia antigua, retomando la pertinencia y la exactitud con la que Castoriadis se sirvió de la pólis griega para justificar algunos matices velados de nuestras intuiciones políticas. En nuestra exposición trataremos de alinearnos con su original perspectiva, sirviéndonos esencialmente del uso y la recuperación del ápeiron y sus distintas interpretaciones, en Anaximandro, en Aristóteles y, naturalmente, en el propio pensamiento de Cornelius Castoriadis. La conclusión de nuestro planteamiento -y quizá este gesto no sea más que un homenaje velado- aspirará a disentir de alguna de sus propuestas sin por ello dejar de reconocer la originalidad, la valentía y la vigencia de su aportación como lector de la experiencia griega.
PALABRAS CLAVE Ciudad; límite; ápeiron; experiencia; Khaos.
ABSTRACT Among the many virtues that can be recognized in the thought of Cornelius Castoriadis, it might be standed out the value of his original way of approaching to “the Greek experience.” This paper will try to line his original reading of Ancient Greece, returning to the relevance and accuracy with which Castoriadis used the pólis in order to justify some veiled nuances of our political intuitions. In our exposition, we may try to approach his original perspective accompanied by some old partners as Anaximander and Aristotle. The conclusion of our proposal -and this gesture should be read as a tribute- will be somehow critical but not ceasing to recognize the originality, courage and vigilance of his contribution as a reader of the Greek experience.
KEY WORDS City; limit; ápeiron; experience; Khaos.
RECIBIDO RECEIVED 7/1/2019
APROBADO APPROVED 25/5/2019
PUBLICADO published 27/1/2020
NOTA DEL AUTOR
Diego S. Garrocho Salcedo, Departamento de Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Autónoma de Madrid, España.
Correo electrónico: diego.garrocho@uam.es
Dirección postal: Facultad de Filosofía y Letras, Despacho 203-V. Universidad Autónoma de Madrid. Ctra. De Colmenar, Km. 15,5. 28049, Madrid.
ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0313-7638
Las Torres de Lucca, Vol. 9, Nro. 16, Enero-Junio 2020, pp. 65-82 . ISSN-e 2255-3827.
Todos los títulos, y a fin de cuentas, todas las palabras, no son más que el preludio de un malentendido. Un malentendido generado por la ambigüedad que asiste a cualquier enunciado y para el que el rubro que enmarca este artículo no aspira a ser una excepción. Por el título -“La ciudad y el límite”- y por el subtítulo que matiza el sentido de esa conjunción -“En torno a la demarcación de lo político”- alguien podría haber pensado que aquí se expondría algo así como una colección de rasgos o criterios de demarcación de lo político originales de Cornelius Castoriadis. En lo que esta aportación tiene de homenaje, el mejor elogio que se me ocurriría atribuirle es que era, quizá, demasiado serio o incluso demasiado celoso o cuidadoso como para incurrir en tal intento. La política, o si se prefiere, en una mención más exacta y más arcaizante, “lo político,” es, ante todo y sobre todo, una palabra.1 Del zôon politikón de Aristóteles al eslogan de Carol Hanisch -“lo personal es político”- el significado que queramos darle a lo político no deja ser el resultado de un pacto semántico (Cf. Aristóteles, trad. 1957, I 1253 a2).2
Al intento de una definición esencialista del concepto, sin embargo, han sucumbido varios autores, algunos de ellos célebres, tratando de demarcar la naturaleza de algo que nunca fue, y menos en sede griega, nada más y nada menos que un adjetivo. Un adjetivo, politikós, que alcanzaba a sustantivarse en su forma neutra, al igual que en tantas lenguas actuales, para recordarnos que nunca existió algo como “la política” en Grecia, ni mucho menos algo así como “lo político,” si no fuera, precisamente, por su dimensión prioritariamente adjetiva que se refiere a una actividad, a un conocimiento o a una práctica (Aristóteles solía hacerlo en femenino para referirse a la techné politiké, a la epistéme politiké o, incluso a la areté politiké (cf. Aristóteles, trad. 1894, I 1094a17-1094b10.).
Este hecho nos invita a pensar que la forma con la que traducimos el célebre tratado aristotélico Politiká quizá sea errónea. El libro, al que tantas veces haría referencia Castoriadis, no habría de llamarse pues Política, ni aun menos La Política, sino que tal vez, remarcando la condición neutra y plural del original, deberíamos traducir politiká como Políticos o, a lo más, Asuntos políticos. solo en lengua inglesa encajamos todavía esa pluralidad adjetival cada vez que oímos hablar, precisamente, de Politics para referirse quién sabe a qué: si a la política, a lo político o a los [asuntos] políticos. Castoriadis no era ajeno a estas distinciones y, por supuesto, jamás cometería un gesto tan temerario como el de intentar brindar una definición con aspiraciones más o menos esencialistas acerca de qué puede ser o no ser lo político. En esa prudencia podríamos decir de él que fue un autor casi intempestivo pues ya era muy del gusto de su tiempo (y nuestro tiempo nos llevaría, bien lo saben, hasta 1932)3 el interrogarnos acerca de la naturaleza (¿la esencia?) de lo político.
En un esfuerzo por superar esa voracidad definicional en las últimas décadas tampoco han faltado quienes reclamaran la atención, y a veces algo más que eso, al intentar decorar en un ejercicio casi manierista ya no sabemos si el concepto, la palabra o la cosa, imponiendo sobre el nombre una colección de prefijos para alumbrar términos que nos han permitido hablar de lo impolítico, lo postpolítico, lo antipolítico. Mientras sigamos ajustando el bisturí académico seguirá existiendo, aquí o allá, alguna niña desharrapada, quien sabe si de pelo rojo, como aquella de la que hablara Chesterton (1910/2008), condenada a la miseria y vulnerable en su precaria inocencia, pero del todo ajena, y sobre todo inmune, a la bisutería conceptual.4 Así, sin haber resuelto todavía la naturaleza de lo político, se ha hecho habitual hablar de lo impolítico y por supuesto, no podía faltar, de lo postpolítico o lo apolítico en todas sus formas. No es ni el lugar ni el momento pero algún día habremos de abordar un problema que, creo, exhibe y sintomatiza un rasgo específico de nuestro tiempo. Así, por momentos, parecería que la sofisticación y el ornato del vocabulario político han corrido parejos con la banalización más absoluta de las tres fuentes que la tradición clásica distinguió para ese adjetivo y para la que, por cierto, Castoriadis reservaría la más exacta de las atenciones. Antes lo dijimos: la política es un arte, un conocimiento o una virtud. De un tiempo a esta parte, parecería que la vocación cívica y moral hubiera quedado sublimada en el terreno lingüístico.
Son muchas las virtudes y singularidades que cabrían destacarse del pensamiento de Castoriadis. De sus muchas fortalezas como filósofo en esta ocasión estaríamos llamados a hablar de su proximidad con la tradición griega que, como ahora veremos, le sirvió para sortear algunos excesos -no todos- propios del contexto cultural en el que desarrolló su filosofía. Hablo de proximidad ya que él mismo insistiría, en numerosas ocasiones, en la necesidad de ocupar un lugar que no fuera intermedio ni equidistante entre aquellos que quisieron convertir la Grecia Antigua en una Arcadia perdida y aquellos otros que, movidos por el afán de la investigación positivista, quisieron resumirla y reducirla a un contexto cultural entre otros en el curso de la historia.
Castoriadis no fue un nostálgico de las fuentes griegas sino que, con más exactitud, podría describirse como un pensador sensible a su propia tradición afanado, como buen filósofo, en afrontar una tarea imposible como habría de serlo, forzosamente, la recuperación no ya de un concepto, ni de un autor ni, de un problema que pudiera decirse esencialmente griego. El objetivo y la vocación de Castoriadis pasó, como señala Philippe Raynaud (2012, p. 17), por recuperar algo que podría denominarse como la “experiencia griega”.5 El intento es sorprendente no ya por su condición inviable sino por el carácter redundante de su formulación: la experiencia, tal y como la conocemos, si ha de ser algo, es siempre y esencialmente una experiencia en el sentido griego del término. El étimo de la propia palabra pero, sobre todo, el plexo de posibilidades, significaciones y sentidos inscritos en la experiencia misma debe no poco a aquella experiencia griega que Castoriadis quiso recuperar. Y por cierto, al hablar en griego de experiencia, o al mentar la experiencia griega, estaremos sirviéndonos de una raíz próxima al concepto de límite que anunciamos en el título.
Y hablando de raíces habremos de advertirlo: aquella Grecia exhibió una triple fuente o raíz: la democracia, la filosofía y la tragedia, como rasgos definitorios de una experiencia que hoy nos es irrecuperable y que habría de hollar la historia hasta devolvernos una huella indeleble y que nos permite hablar de algo así como la tradición grecooccidental. No deja de resultar paradójico que sea Grecia, confín del occidente, el núcleo desde el cual se operara la génesis de un pensamiento y de una acción política, cultural y creativa en la que todavía podemos reconocernos. Pero nada tiene de extraño pues ese gesto excéntrico, tan del gusto de Castoriadis, sería próximo al que él mismo reconociera en la instauración -palabra determinante a la que volveremos- de la democracia. Así, en caso de ser cierto su diagnóstico, la democracia ateniense se habría preludiado en aquellas islas periféricas en las que se habría obrado una suerte de colonización cívica y no violenta para después retornar a la metrópoli hasta asentarse definitivamente en torno al siglo v a.C. (Castoriadis, 2012, p. 68).
En su aproximación a la política griega -o a la experiencia griega de la política-, a sus instituciones y a sus ritos inaugurales, cabe concederle al fundador de Socialismo o barbarie el privilegio de haber cifrado con exacta rotundidad el valor fundacional de aquella cultura. Al interrogarse sobre la política, cualquier griego, máxime aquellos que le interesaban especialmente a Castoriadis, habría operado del mismo modo, esto es, formulando una pregunta sencilla, directa y llana, pero sometiendo cualquier pulsión metafísica a la concreción particular del orden visible. La política, dijimos, esencial y primeramente es una palabra, pero en el caso de que quisiésemos desentrañar algún residuo esencial detrás de lo que podría ser un mero título tendríamos que reorientar la pregunta para formularla en términos griegos. Así, Castoriadis se preguntará: ¿cuál es el sustantivo que nutre de sentido y contenido al adjetivo politikós? O como diría otro griego célebre: τί ποτέ ἐστιν ἡ πόλις [¿qué es la ciudad?] (Aristóteles, trad. 1957, III 1274 b34.)
La ciudad o la polis
La pregunta formulada en griego es, de suyo, intraducible. Y aun más imposible de traducir se haría si nos sirviésemos de la propia definición que el profesor Castoriadis brindó en su seminario del día 23 de marzo de 1983: la pólis no es la ciudad (2012, p. 63). O al menos no lo sería si por ciudad entendemos lo que en griego se identificaría con el ásty, con el núcleo urbano, con el enclave material y continuo que enmarcan las murallas de un asentamiento humano. La referencia a la urbe, aunque ausente en el seminario de Castoriadis, serviría para trasladar a la lengua latina una intuición que todavía resuena en castellano: la urbe no es la ciudad, y tal vez merecería la pena recordar esta condición para protegernos de otra partición, esta más tardía pero no por ello inocente, que insistió excluir lo rural de lo esencialmente político. La pólis griega, escenario fundante y posibilitador de la experiencia griega en su triple raíz, habría de ser por tanto, algo más que un mero marco territorial.
Habríamos de renunciar también a intentar identificar la pólis con cualquier noción próxima al Estado. El propio Castoriadis lo advierte en Los dominios del hombre al precisar que la idea de Estado separado de sus ciudadanos se haría del todo ininteligible para un griego. No habría, pues, una estricta diferencia entre la población y el cuerpo que se constituye en estado. Asimismo cabría mantener la distinción, la entre los atenienses perennes e impersonales y aquellos otros, individuos concretos, singulares y contingentes, por otro (Castoriadis, 2005b, p. 120).
En otro intento por definir la esencia de la pólis Castoriadis se sirvió (una vez más) de Tucídides, quien con su ἄνδρες γὰρ πόλις [son los hombres quienes hacen la ciudad] (1942, VII, 77, 7, 6) parece reforzar la idea de que son los ciudadanos los que instruyen y constituyen la ciudad. Aristóteles se pronunciará en términos muy semejantes: “ἡ γὰρ πόλις πολιτῶν τι πλῆθός ἐστιν [la ciudad es, en efecto, una cierta multitud de ciudadanos]” (trad. 1957, III 1274b 40). Esta cita, que en alguna otra sede detonaría una reflexión en torno a la noción de plêthos o multitud no obsta para que en lo que aquí nos atañe retengamos, meramente, su condición cuantitativa (Cf. Lockwood, Thornton, y Samaras, Thanassis, 2015, pp. 123-141). La ciudad se compone por la reunión de ciudadanos en la que, por cierto, el juego de diferencias y semejanzas legítimas que permiten distinguir la comunidad política abonaría una fecundísima tensión que nos obligaría a interrogarnos por la semejanza mínima, el parecido suficiente entre aquellos que, para ser contados como tales, han de ser al mismo tiempo diferentes. El límite real de la ciudad no será, pues, el paso material que circuncida la urbe ni tampoco la muralla que la protege y la enmarca; el verdadero límite constituyente sería una la frontera semántica que se impone sobre la definición de ciudadano y que nos permite distinguir quién forma parte de la multitud y quién, sin embargo, queda necesariamente fuera. Y, por último, aunque no resulte en nada menor para la cuestión que aquí nos ocupa, en la propuesta de Castoriadis habrá de destacarse de un modo singular no ya —o no solo— el mecanismo de esa linde simbólico y material que administra la exclusión y la inclusión de individuos sino el carácter constitutivo y esencial que habrían de operar las instituciones políticas en la constitución de la propia ciudad y la ciudadanía en su sentido colectivo.
Este extremo podría acusar una cierta circularidad en el argumento que, por cierto, habría de resultar enormemente griega. Si con respecto a la constitución de la ciudad y de las instituciones parece existir una deuda genética o germinal (¿quién es causa de qué?) esto habría de recordarnos, cómo no, a la relación que en el Libro II de la Ética a Nicómaco Aristóteles establece entre el carácter del agente moral y la cualidad de la acción. Porque solo cuando obramos como obran los justos y moderados podremos decir que la acción es justa y moderada, pero solo a través de la acción justa alguien deviene justo (Aristóteles, trad. 1894, II, 1105a20-b15). Frente a cualquier descripción próxima al marco liberal, subrayamos que entendemos la noción de institución en términos semejantes a los que fijara el propio Castoriadis, entendiendo por tal, por ejemplo, la definición que brindara en “Pouvoir, politique et autonomie [Poder, política y autonomía]” a saber: “La institución, en un sentido fundador, es creación originaria del campo social-histórico —del colectivo— anónimo, que rebasa, como eidos, toda producción posible de los individuos o de la subjetividad” (1988, p. 81).
Aunque en puridad, si quisiéramos ser del todo justos y atender a su propia definición, en lugar de apelar a la centralidad de las instituciones habría que subrayar, más concretamente, el “proceso histórico constituyente” que procura su advenimiento y su transformación. Así lo expresará, en términos literales al hablar del por ejemplo del “processus historique instituant [proceso histórico instituyente]” tratando de combatir una visión estática (la ambigüedad del término es proverbial en este punto) de las instituciones en la dialéctica recíproca que se establece entre la ciudadanía y las instituciones (Castoriadis, 1986, p. 131).
La tentación, escribiendo donde escribimos, monográfico desde el que hoy leemos a Castoriadis, pasaría por difuminar sus excesos o errores para elevarle a una corrección política que nunca, por cierto, le sirvió de abrigo. Si él mismo trató de prevenirnos del riesgo de convertir la política griega en un tópico fabuloso, como un paradigma eterno, deberíamos guardarnos del riesgo de interpretar la propuesta de Castoriadis como un paradigma también inmóvil. En su formulación, de nuevo, elude cualquier forma de afección preciosista y no se interroga —como hará Derrida poco tiempo después— acerca de quién es el amigo, sino que con indisimulada rotundidad y con una fijeza casi dolorosa inquiere: ¿quién es el ciudadano? Su respuesta es brutal aunque habrá quien quiera detectar en ella un sano realismo: “contrariamente a las tonterías que se escuchan aquí o allá en ningún país moderno, por democrático que sea, encontraremos una cláusula que estipule que ‘todo bípedo parlante es ciudadano’” (Castoriadis, 2012, p. 92). Así habló el 13 de abril de 1983. Lo relevante, creemos, no es la sonora vehemencia de su aserto ni tampoco los implícitos más o menos excluyentes que pudiéramos reconocer detrás de su diagnosis. Lo verdaderamente significativo es que más allá de las cosmópolis terrestres o celestes que podamos soñar o vindicar, las ciudades históricamente han pautado un adentro y un afuera mucho más terrible que las murallas o fronteras tangibles y materiales.6 Un dentro y un afuera que, de nuevo, vendría a insistir en la conveniencia de revisar esa lógica dual y antigua de la razón binaria. En cualquier caso la linde que pauta lo que es y no es la ciudad no puede compadecerse con su formulación puramente material. Si la filosofía es útil no es, desde luego, para destacar la inhumanidad de una concertina ni para censurar una libre circulación de ciudadanos que, por cierto, consagra la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El valor específico de nuestra disciplina, incluso en lo que tiene de desmesura, pasa por detectar límites y fronteras allí donde el ojo ordinario jamás repararía.
Es ahí donde cabría recuperar la definición de límite en la filosofía de Castoriadis para servirnos, precisamente, de la ciudad como un ejemplo o como una instancia privilegiada para atender a uno de los conceptos que más le obsesionaron. Nadie dijo que fuera dulce ni tan siquiera sencillo. La experiencia griega, dijimos, se asienta sobre un fondo esencialmente trágico y cívico puesto que la tragedia y la ciudad, asumiendo tales nociones en su dimensión más radical, si no son una y la misma cosa, sí se acomodan una y otra de un modo especialmente íntimo. Que se lo digan a Nietzsche. Creemos, por tanto, que parte de la aportación esencial de Castoriadis no pasó por explicar la noción de ciudad a través de la noción de límite sino por instanciar la caracterización griega de límite en un escenario como el político. Así pues, el verdadero límite de la ciudad no aparece en la linde o, en el limes, como dirían los latinos, sino en aquello que ha sido trazado artificial, simbólica y autónomamente en una palabra, ciudadano, que ejecuta una enorme potencia semántica y por ende, de inclusión y de exclusión.
Tal vez por ello fue el célebre fragmento de Anaximandro uno de los textos que más, y más oportunamente, vino a fatigar Castoriadis.7 Y a tantos antes que a él. Son innumerables las ocasiones y las referencias en las que el pensador al que hoy recordamos retomaría el enigma latente del célebre fragmento. La traducción de aquella cita, originaria de Teofrasto, hoy conservada gracias al comentario de Simplicio a la Física de Aristóteles, advertiría algo cercano a que el principio de todos los seres es lo indeterminado (tò ápeiron) (DK 12 A9 en Diels y Kranz, 1967-69). El término admite innumerables matizaciones y desde la apropiación postrera que harían los filósofos clásicos hasta las relecturas contemporáneas existen numerosas variantes posibles a la hora de apropiarnos de lo que pudo significar aquello que, literalmente, no-tiene-límite. Así, John Burnet (1919) tradujo ápeiron como boundless, al tiempo que Harold F. Cherniss (1935) precisó el modo en que Aristóteles acogería el término como sinónimo de infinito, algo próximo al sentido que mantendría en alemán Hermann Diels con su equivalente Unendlich.8 La sugestión e influencia que tradicionalmente generó este término, tan vago como expresivo, encuentra pocos antecedentes en la historia de la filosofía. El término lo reconocemos en un fragmento fascinante, para Heidegger casi hasta el delirio, quien a su vez supo heredar de Nietzsche parte del entusiasmo por aquellas antiguas palabras.9 Renunciamos, algo por prudencia y mucho por ignorancia, a desentrañar aquí y ahora las incontables resonancias metafísicas que pudieran extraerse del célebre fragmento. Lo que sí adquiere una significatividad evidente es el alcance que la noción de límite adquirirá en la filosofía y, específicamente, en la filosofía política, de Cornelius Castoriadis cobrando, a partir de la década de los años 80, una centralidad decisiva.
El límite
La inquietud por lo ilimitado se hace visible en la obra de Castoriadis ya desde La Institución Imaginaria de la Sociedad (1975). Sin embargo, el uso que del término ápeiron realiza en aquel tiempo, además de referirlo preferentemente al corpus platónico (e incluso aristotélico), demuestra esencialmente una interpretación defectiva o carencial del concepto. Por ápeiron entiende en tal tiempo aquello que, esencialmente, acusa una inestabilidad histórica, lo indefinido, lo inconcreto. Aquello que, en algún sentido es imperfecto al no haber llevado a término su propio cumplimiento. Años después, y en paralelo con la centralidad que dicha noción irá acusando, su análisis pasará a concentrarse no solo en el concepto sino en la centralidad árquica y gestativa que parece heredarse del uso original que del ápeiron hiciera Anaximandro.10 ¿Cuál es el valor, la relevancia y, ante todo, la radical novedad con la que se abriría la Historia de la filosofía si ese fragmento tuviera, efectivamente, un valor fundacional o fundante? La prioridad del límite (o en este caso, de su negación: “Al principio, antes de todas las cosas… fue lo no-determinado…”) no se resume, sin embargo, en un ejercicio cronológico pues es un gesto natural para el aristotélico entrenado distinguir entre prioridad ontológica, prioridad lógica e, incluso, prioridad epistémica.11 El valor del ápeiron, o al menos así querría defenderlo hoy, no es haber irrumpido por primera vez en un momento de la historia de la filosofía sino, en algún sentido, el haber llegado para quedarse de una vez por todas o, si lo prefieren, de una vez para siempre.
De entre las distintas maneras en las que en griego pudiera signarse el límite la más política sería tal vez hóros, pero la más radicalmente expresiva, de ahí que Castoriadis se sirva de ella, es precisamente péras. Lo indeterminado sería, en alguna forma, lo ilimitado, incluso más tardíamente lo infinito, hecho que conduciría a Aristóteles a concluir que ápeiron es lo contrario a dicho límite. La propuesta de Anaximandro nos resulta plenamente inteligible todavía hoy puesto que nada parece albergar más posibilidades que aquello que se presenta de forma inconcreta. Los límites de la interpretación que preconizara Umberto Eco (1990) no serían admisibles, pongamos por caso, ante una hoja en blanco. El vacío no admite univocidad ni sentido literal sino que se presenta como pura posibilidad. Sin embargo no hay posibilidad pura o plenamente inconcreta. El propio cuadro blanco de Kazimir Malévitch habrá de imponerse sobre un fondo, también blanco, pero fondo al fin. La insólita obra musical de John Cage, 4´33´´ será un sugestivo silencio pero acotado, a pesar de todo, por un comienzo y un final. De algún modo cabría pensar que lo inconcreto preludia siempre la posibilidad de una concreción futura: la de su interpretación. Pero esa indeterminación obligada a definirse, fuera de ese principio original, exige siempre un límite en el que enmarcarse.
El compromiso existente entre la posibilidad, la creación, la decisión y la política se haría evidente en otro texto aún más fundacional si cabe por antigüedad y para cuyo análisis Castoriadis reservó también algunas fuerzas. Se trata de la Teogonía de Hesíodo, texto en el que se describe que en primer lugar existió no ya lo ilimitado sino que el origen de todo lo que se encuentra es el Khaos.12 Castoriadis acierta al enmendar la traducción habitual, subrayando la ocurrencia del verbo gi(g)nomai [devenir, convertirse, pasar a ser], un verbo que algunos siglos después adquiriría una centralidad capital en otro texto, además del de Anaximandro, en el que se advertirá otro posible origen, arkhé o principio. Hablo, naturalmente, del Prólogo del Evangelio de Juan donde del lógos se predica exactamente el mismo verbo: sárx egéneto [se hizo carne].13 El término Khaos se emparentaría, pues, con el verbo khaino que significa “abrir,” por lo que Hesíodo sitúa al principio de todo podría describirse como una apertura. Dicha apertura, fácil e inmediatamente conectable con el ápeiron antes mencionado y con la ya referida experiencia en virtud de la raíz indoeuropea *per, abriría ese espacio de indeterminación y que es el mismo, para la tragedia, para la filosofía y para la política.14
La ciudad es, forzosamente, el espacio indeterminado donde podremos interrogarnos acerca de lo justo y lo injusto, de lo bueno y lo malo. Y la pólis griega será, según el decir de Castoriadis, el primer lugar en el que ese debate pudo ejercerse de modo racional y participado por todos (un todos que, por lo demás, provisto de significativos y paradójicos mecanismos de exclusión). En este sentido resultarán máximamente evocadoras las palabras con las que Aristóteles (trad. 1957, I, 1253a11-12) abría su Política y en las que, estableciendo un hiato ontológico entre el humano y los demás animales, distinguía que el logos es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Por el contrario, la voz que compartirnos con los demás animales tan solo nos serviría para expresar dolor y placer.15 Es indudable que la querencia trágica del pensamiento de Castoriadis y aun su compromiso con determinadas formas de desesperanza y exceso podrían hacer verosímil una proyección absoluta ―si no absolutista― de la indeterminación con la que se describe el ápeiron de Anaximandro o de la privación de orden que parece suscribir el Khaos de Hesíodo. Sin embargo, creemos que existen buenos motivos para defender una impronta aristotélica en el pensamiento Castoriadis que, aunque velada, resulta mucho más profunda y mucho más vehemente de lo que en principio pudiera parecer. Así, a pesar de que todo orden pudiera decirse subsidiario con respecto al Kahos originario, aun cuando la instauración de cualquier forma de límite o justicia tuviera que operase sobre un fondo de hybris, de exceso o de desmesura, el planteamiento filosófico y político que nos plantea sigue exigiendo la existencia no ya de un límite, sino de dos, que pauten y enmarquen el terreno de lo pensable, de lo decidible y si nos apuran (aunque aquí rebasaríamos el decir de Castoriadis) también de lo esperable.
Conclusión
Alguna afección cabal en el alma debió asediar a Castoriadis si la cadena de significaciones que suscribe Aristóteles en el Peri Hermeneias (Sobre la interpretación) es cierta, pues los sonidos simbolizan las pasiones del alma y aquellas palabras las conservamos hoy en el registro de la escritura.16 Los sonidos simbolizan las pasiones del alma y el registro de aquellas palabras las conservamos hoy en el registro de la escritura. Así leemos hoy dichas palabras, tà graphómena, en su traducción:
La actividad política de los hombres, el propósito de una colectividad que se instituye a sí misma, presupone la ausencia de un orden ideal predefinido de las cosas humanas, pero también la ausencia de una simple facticidad como el puro reino de la fuerza. (Castoriadis, 2004, p. 203).
Cierto es, por tanto, que el Khaos exhibe una prioridad cronológica como que el vano, el vacío o la posibilidad que alumbra su inconcreción habrá de servir siempre de marco o de límite para una determinación futura. Este planteamiento, enésima escena en la que la pólis y la filosofía exhiben una suerte de homología volverá a recordarnos también que lo indeterminado de la existencia humana requerirá de la paradójica existencia de, al menos, dos límites: el de la interpretación infinita y el del imperio indómito y también infinito de la fuerza.
La misma intuición de apariencia contradictoria se demostrará cierta pues el propio Castoriadis dirá que “la posibilidad de la filosofía depende de que el mundo es y no pensable a la vez” (2004, p. 202). Creo, a este respecto, que para un pensador con una vocación política tan íntima e intensa como la que exhibió Castoriadis a lo largo de su vida, esta contradicción ni podía ni debía interpretarse como un ejercicio de estilo. Los dos márgenes, el de lo pensable y lo impensable, el de lo decible y el de lo no decible, respetarían el principio de no contradicción en ese célebre matiz que precisara Aristóteles y que tantas veces se desatiende. Lo leemos en el Libro IV de Metafísica: “es imposible que lo mismo se dé y no se dé en lo mismo, a la vez y en el mismo sentido” (trad. 1994, p. 173). Parece claro que la clave que concilia lo pensable y lo impensable como condición de posibilidad de la filosofía —o de lo factible y lo imposible si atendemos a la política— descansa en ese “katà tò autó [del mismo modo]” que nos permite establecer los sentidos o respectos de lo que solo en apariencia sería una contradicción. Entre esos dos límites contrarios parecería abrirse un entre, un espacio en el que se incardina la existencia humana capaz de interrogarse, ahora sí, todos juntos, acerca de lo justo de lo injusto.
La experiencia griega que reivindicara Castoriadis se haría explícita en las tres célebres preguntas kantianas: ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar? Las dos primeras serían claramente identificables con la filosofía y con la política y no hará falta abandonarse a ningún suspense para intuir que la tercera pregunta habrá de identificarse con la tragedia. Y es al hilo de esta tercera razón donde Castoriadis exhibirá su voz más rotunda, más grave y menos dialogante. En un decir eminentemente próximo a aquella sabiduría de Sileno recordada por Nietzsche, a esa tercera pregunta, ¿qué cabe esperar?, solo cabría responder: Nada.17 No podemos, no debemos, no merece la pena… esperar nada. Y es aquí donde, en honor a la verdad y cobrando distancia con la memoria de aquel a quien aquí se homenajea, cabría tal vez operar una justa enmienda. Puede así que Castoriadis se equivoque o aun podremos diferir la culpa hacia autoridades más remotas. Después de todo, es probable que al menos algunos de aquellos griegos, se equivocaran. Tal vez convenga esperanzarnos, no por cobardía ni por ascetismo como quizá pensara Nietzsche, sino todo lo contrario. Pues por boca de un griego también sabemos que hay una forma de valentía que es propia (¡y exclusiva!) de los borrachos y del hombre esperanzado (Aristóteles, trad. 1894, 1229a 20).
Referencias bibliográficas
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1 Sobre la relación entre la pólis y el lógos sería inexcusable no remitirnos al lugar más clásico, máxime en un volumen dedicado a Castoriadis, donde podría reconstruirse ese vínculo. Nos referimos al libro Les origines de la pensée grecque [Los orígenes del pensamiento griego] de Jean-Pierre Vernant. En su cuarto capítulo se aborda esta cuestión con una radicalidad excepcional. Recordemos, a tal efecto, sus palabras en la traducción castellana de Mariano Ayerra: “El nacimiento de la polis [sic] implica, ante todo, una extraordinaria permanencia de la palabra sobre todos los demás instrumentos de poder” para recordar, poco después, que “el arte político es, en lo esencial, un ejercicio de lenguaje” (1992, pp. 61-62). Para otras referencias relativas a la ciudad y la palabra emplazamos al lector a Garrocho, 2017, pp. 164-170.
2 La célebre expresión de Carol Hanisch (1970, p. 76) apareció estampada en su forma original (“The Personal is Political”) en el volumen colectivo Notes from the Second Year: Women Liberation. Mayor Writtings of the Radical Feminist. El título, curiosamente, no es original de Hanisch como ella misma atestigua sino que fue acuñado por las editoras del volumen, Shulamith Firestone y Anne Koedt.
3 Nos referimos, naturalmente, a la publicación de Der Begriff des Politischen [El concepto de lo político] de Carl Schmitt (2014), que habría de dar una naturaleza acabada al homónimo artículo de prensa publicado en 1927.
4 Pocas veces se ha descrito con más acierto la terrible vulnerabilidad de la miseria y su distancia, por cierto, de cualquier conceptualización extrema como en aquellas páginas que cierran What’s Wrong with the World [Lo que está mal en el mundo] de G.K Chesterton (1910/2008, pp. 240-244).
5 Según describe el propio Philippe Raynaud (2012), será en “La polis griega y la creación de la democracia,” texto que aglutina las reflexiones de los años 1979-1983, el lugar donde mejor se exprese la unidad de esa “experiencia griega” perseguida por Castoriadis. Su formulación original tuvo lugar en el año 1979 en el Max Plank Institute de Sarnberg para después irse incorporando a los contenidos del seminario de la École des Hautes Études a partir de 1980. Su forma definitiva se la debemos a la conferencia pronunciada el 15 de abril en Nueva York de 1982 y pasó a formar parte de Los dominios del hombre. Las encrucijadas del laberinto, en su edición original de 1986.
6 Sobre este adentro y este afuera, y más exactamente, sobre la noción de frontera en el mundo antiguo recomendamos Marco Alviz Fernández y David Hernández de la Fuente, 2017.
7 Siguiendo a Diels-Kranz, el comentario de Simplicio a la Física de Aristóteles es el siguiente: “Ἀναξίμανδρος (...) ἀρχήν (...) εἴρηκε τῶν ὄντων τό ἄπειρον (...), ἐξ ὧν δε ἡ γένεσίς έστι τοῖς οὖσι, καί τήν φθοράν εἰς ταῦτα γίνεσθαι κατά τό χρεών διδόναι γάρ αὐτά δίκην καί τίσιν ἀλλήλοις τῆς ἀδικίας κατά τήν τοῦ χρόνου τάξιν, ποιητικωτέ ροις οὕτως ὀνόμασιν αὐτά λέγων” (1969, 12 A9). Lo que en la traducción castellana de Alberto Bernabé daría: “Anaximandro… dijo que el ‘principio’ o sea, el elemento de los seres es lo indeterminado, siendo el primero en introducir este nombre para el principio, Dice que éste no es agua no ningún otro de los llamados elementos, sino una naturaleza distinta, indeterminada, de la que nacen todos los cielos y mundos que hay en ellos. ‘Las cosas perecen en los mismo que les dio el ser, según la necesidad. Y es que se dan mutuamente justa retribución su injusticia, según la disposición del tiempo’, enunciándolo así en términos más propios de la poesía” (2006, p. 56).
8 Odile Tourneux (2016, p. 69) realiza una excelente aproximación a la apropiación del ápeiron por parte de Simondon y Castoriadis en la que revisa puntualmente las traducciones más clásicas del término que aquí mencionamos.
9 Se hace imposible no recordar el célebre texto de 1946 “La sentencia de Anaximandro,” editado en Caminos de Bosque (Heidegger, 1999b, 139-173).
10 Al estudio de este fragmento Castoriadis le dedicó, entre otros, el seminario del 16 de febrero de 1983 (Cf., 2004a, pp. 221-240).
11 El lugar canónico para revisar el concepto de prioridad en Aristóteles es el ya clásico texto de Cleary (1988). Una relectura del problema la encontramos en el artículo del profesor Alejandro Vigo (1991).
12 En traducción de Aurelio Pérez Jiménez: “En primer lugar existió el Caos. Después Gea la de amplio pecho, sede siempre segura de todos los inmortales que habitan la nevada cumbre del Olimpo. [En el fondo de la Tierra de anchos caminos existió el tenebroso Tártaro]. Por último, Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva de todos los dioses y todos los hombres el corazón y en la sensata voluntad de sus pechos” (Hesíodo, trad. 1978, p.76). Se advierte en la transcripción del propio seminario del 26 de enero de 1983 (Castoriadis, 2004a, p. 205).
13 Jn 1, 14: Καὶ ὁ λόγος σὰρξ ἐγένετο καὶ ἐσκήνωσεν ἐν ἡμῖν, καὶ ἐθεασάμεθα τὴν δόξαν αὐτοῦ, δόξαν ὡς μονογενοῦς παρὰ πατρός, πλήρης χάριτος καὶ ἀληθείας [Y la palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre, como hijo único, lleno de gracia y lleno de verdad].
14 Con puntual precisión en otra clase, editada en otro volumen (Sobre el político de Platón), Castoriadis se expresará en términos muy semejantes al advertir el desarrollo racional que comenzará a vislumbrarse a partir del siglo v (2004b, p.117).
15 Así se lee en la traducción de García Valdés: “Pues la voz es signo del dolor y del placer, y por eso la poseen también los demás animales, porque su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer para indicársela unos a otros. Pero la palabra es para manifestar lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad” (Aristóteles, trad. 1988, p. 51).
16 “Ἔστι μὲν οὖν τὰ ἐν τῇ φωνῇ τῶν ἐν τῇ ψυχῇ παθη- μάτων σύμβολα, καὶ τὰ γραφόμενα τῶν ἐν τῇ φωνῇ. καὶ ὥσπερ οὐδὲ γράμματα πᾶσι τὰ αὐτά, οὐδὲ φωναὶ αἱ αὐταί· ὧν μέντοι ταῦτα σημεῖα πρώτων, ταὐτὰ πᾶσι πα- θήματα τῆς ψυχῆς, καὶ ὧν ταῦτα ὁμοιώματα πράγματα ἤδη ταὐτά.” O en la traducción de Candel: “Así, pues, lo [que hay] en el sonido son símbolos de las afecciones [que hay] en el alma, o la escritura [es símbolo] de lo [que hay] en el sonido. Y, así como las letras no son las mismas para todos, tampoco los sonidos son los mimos. Ahora bien, aquello de lo que las cosas son signos primordialmente, las afecciones del alma, [son] las mismas para todos, y aquello de lo que éstas son semejanzas, las cosas, también [son] las mismas” (Aristóteles, trad. 1995, 16a 2-7, p. 36).
17 Nos referimos a la célebre escena descrita por Nietzsche en el tercer capítulo de El Nacimiento de la tragedia. Merecerá la pena recordar una vez más aquella fabulación: “Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: ‘Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír’ Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, no ser nada. Y lo mejor segundo es para ti morir pronto’” (Nietzsche, 1980, p. 52).