Los derechos como paradojas
Suffering Rights as Paradoxes
Wendy Brown
University of California, Berkeley, EE.UU.
Anabella Di Tullio y Romina Smiraglia (Trads.)
María Cecilia Padilla (Rev.)
RESUMEN Este texto es una traducción al castellano de “Suffering rights as paradoxes” de Wendy Brown, publicado originalmente en Constellations en el 2000. En este artículo la autora se propone reflexionar en torno la difícil relación entre algunas de las demandas del feminismo y el discurso de los derechos en Estados Unidos. La presente traducción forma parte del dossier “Teoría política feminista: tensiones, dilemas y debates,” publicado en Las Torres de Lucca, Revista Internacional de Filosofía Política en julio de 2020.
PALABRAS CLAVE feminismo; teoría política; derechos; paradojas.
ABSTRACT This article is a translation into Spanish of Wendy Brown's article “Suffering rights as paradoxes” originally published in Constellations in 2000. In this paper, the author considers the difficult relation between selected feminist ambitions and rights discourse in the United States. This translation is part of the dossier “Feminist Political Theory: Tensions, Dilemmas and Debates,” published in Las Torres de Lucca, International Journal of Political Philosophy in July 2020.
KEY WORDS Feminism; Political Theory; Rights; Paradoxes.
RECIBIDO RECEIVED 12/3/2020
PUBLICADO published 15/7/2020
NOTA DE LA AUTORA
Wendy Brown, Departamento de Ciencia Política, Universidad de California, Berkeley, Estados Unidos.
Correo electrónico: wlbrown@berkeley.edu
Copyright
El artículo fue publicado originalmente en Constellations, Vol. 7, No 2, 2000. © Blackwell Publishers Ltd., 108 Cowley Road, Oxford OX4 1JF, UK and 350 Main Street, Malden, MA 02148, USA. La traducción fue autorizada por la autora y por Willey Library Online (copyright © 1999-2020 John Wiley & Sons, Inc. All rights reserved).
Agradecemos a Wendy Brown su predisposición para que esto sea posible.
Es difícil admitir que el individualismo liberal es una posibilidad que vulnera.
—Gayatri Chakravorty Spivak
Este texto no asume una postura a favor o en contra de los derechos, sino que pretende ofrecer una cartografía de algunos de los dilemas que presentan los derechos para articular y reparar la desigualdad y la subordinación de las mujeres en los regímenes constitucionales liberales. El artículo responde a la pregunta planteada por la organizadora de una sesión de la American Philosophical Association titulada ¿Cuál es el valor del lenguaje de los derechos para las mujeres? Una pregunta imposible en muchos sentidos, especialmente cuando no está marcada por una especificidad histórica, política o cultural. No obstante, la consideré una oportunidad para examinar, en un nivel muy general, la difícil relación entre algunas de las aspiraciones feministas contemporáneas y el discurso de los derechos en los Estados Unidos. Existe una cierta urgencia política en el estudio de esta relación dado que, en las últimas dos décadas, varios movimientos sociales han cambiado de escenario, trasladándose de las calles a los tribunales. Si en la actualidad gran parte de la lucha contra la dominación masculina, las prácticas homófobas y el racismo reside, indefectiblemente, en el campo de las demandas y contrademandas de derechos, ¿cuáles son los peligros y las posibilidades que conlleva esta morada?
Hablando de les excluides, para decirlo de una manera transculturalmente vaga, Gayatri Spivak describe al liberalismo (y a otras conformaciones modernas emancipatorias) como aquello que no podemos no querer (1993, pp. 45-46). Esto desde una crítica feminista derridiana, marxista y postcolonial, profundamente consciente de lo que el liberalismo no puede brindar, de cuáles son sus crueldades ocultas y de qué relaciones de poder no emancipatorias esconden sus alegres fórmulas de libertad e igualdad. En efecto, la gramática de Spivak sugiere un estado de constricción tan radical en la producción de nuestro deseo, que tal vez incluso vuelve ese deseo en contra de sí mismo, encerrando nuestras esperanzas en un lenguaje del cual no podemos escapar ni blandir a nuestro favor. Patricia Williams reconfigura esta condición de apresamiento como una que podría ser negociada por medio de la catacresis dramática. Quitándole a los derechos sus usuales artimañas de abstracción que mistifican y de universalismo que excluye, ella insiste en que los procuremos para “esclavos… árboles… vacas… historia… ríos y rocas… y todos los objetos e intocables de la sociedad” (1991, p. 165). Aunque en un registro muy diferente, Drucilla Cornell (1995) argumenta en el mismo sentido que Williams, insistiendo en que el derecho de las mujeres a condiciones mínimas de individuación y, en particular, a un terreno imaginario en el que el futuro anterior no se encuentre fuera del alcance de las mujeres, es el camino más seguro para afinar la solución de compromiso entre libertad e igualdad que, en general, se cree que impone el discurso liberal de los derechos. Incluso en las aproximaciones críticas —aunque, en última instancia, utópicas— al discurso de los derechos de Williams y Cornell, existe una confesión tácita que evoca el propio reconocimiento hastiado de Spivak de los límites históricos de nuestra imaginación política. Obligadas a necesitar y a querer derechos, ¿estos derechos moldean así como afirman, inevitablemente, nuestro deseo sin satisfacerlo?
Dadas las condiciones de existencia, aún precarias y difíciles, de las mujeres en un mundo organizado por una incesante construcción y explotación de la diferencia sexual como subordinación, ciertamente los derechos aparecen como aquello que no podemos no querer. Nuestra relativa falta de libertad reproductiva; nuestra objetivación sexual y posibilidad de ser violadas; el carácter explotable de nuestro trabajo, remunerado y no remunerado; la vulnerabilidad ante el riesgo de perder a nuestres niñes, nuestros medios de subsistencia y nuestra posición social cuando resistimos a la heterosexualidad obligatoria... es necesario reparar todo esto si queremos no solo sobrevivir en este mundo, sino también unir fuerzas y levantarnos para crear uno más justo. El abanico de derechos que las mujeres hemos adquirido en este siglo —a votar, a trabajar, y a divorciarnos; a conservar a nuestres hijes cuando nos desviamos de las normas sexuales; a no ser acosadas sexualmente en el trabajo o en la escuela; a tener igual acceso al empleo y recibir la misma remuneración por el trabajo que hacemos como los varones; a denunciar la violencia sexual que recibimos sin colocar nuestras propias vidas sexuales bajo juicio; a decidir si, cuándo y cómo maternar; a vivir libres de violencia en nuestros hogares— estas son cosas que no podemos no querer. Y si estas adquisiciones son todavía escasas y parciales, entonces, procurar y presionar nuestros derechos sobre ellas seguramente solo puede alentar el proceso de convertirlas en posesiones más certeras.
Sin embargo, esta misma lista de nuestras adversidades históricas y su mínima reparación a lo largo de este último siglo por medio de la proliferación de derechos para las mujeres, también nos recuerda que los derechos casi siempre operan como una mitigación —pero no una resolución— de los poderes que nos subordinan. Si bien los derechos pueden atenuar la subordinación y las violaciones a las que somos vulnerables las mujeres en un régimen social, político y económico machista; no pueden vencer ni al régimen ni a sus mecanismos de reproducción. No eliminan la dominación masculina aun cuando suavizan algunos de sus efectos. Esta mitigación no es, en sí misma, un problema: si la violencia se ejerce en nuestra contra, casi cualquier manera de reducirla es valiosa. El problema surge ante las preguntas sobre cuándo y si los derechos para las mujeres están formulados de tal manera que nos permitan salir de ese lugar de vulneración; y cuándo o si estos construyen un cerco a nuestro alrededor, en ese lugar que regula, más que desafía, las condiciones de su interior. La paradoja que este problema encierra es la siguiente: cuanto más especificados estén los derechos como derechos para las mujeres, más probable es que construyan ese cerco, en la medida en que es más factible que codifiquen una definición de mujeres basada en nuestra subordinación en el discurso transhistórico de la jurisprudencia liberal. Sin embargo, lo opuesto también es cierto, aunque por otras razones. Como bien ha insistido Catharine MacKinnon, cuanto más ciego al género o más neutral sea un derecho en particular (o cualquier ley o política pública), más probable es que refuerce el privilegio de los varones y eclipse las necesidades de las mujeres como subordinadas (1987/2014, pp. 112-113). Cheryl Harris (1995) y Neil Gotanda (1995) realizaron una afirmación similar en relación con la raza y la Constitución ciega al color.
La primera parte de la paradoja podría ser entendida como el problema que Foucault ilustró, tan magistralmente, en su formulación sobre los poderes que regulan la identidad y los derechos basados en la identidad. Tener un derecho en tanto mujer no implica estar libre de ser designada y subordinada por el género. Si bien esto puede suponer cierta protección frente a las características más paralizantes de esa designación; este derecho reinscribe esa designación al mismo tiempo que nos protege, y, por lo tanto, habilita nuestra regulación ulterior a través de esa misma designación. Derechos que van desde el derecho a abortar embarazos no deseados, hasta el derecho a denunciar el acoso sexual han presentado este dilema: somos interpeladas en tanto mujeres cuando ejercemos esos derechos, no solo por la ley; sino también por todos los organismos, las clínicas, los empleadores, los discursos políticos, los medios de comunicación, etc., que se desencadenan en el ejercicio de esos derechos. La dimensión regulatoria de los derechos basados en la identidad emerge en la medida en que estos nunca son desplegados “libremente,” sino siempre dentro de un contexto discursivo y, por ende, normativo, precisamente el contexto en el que la categoría mujer (y cualquier otra categoría identitaria) es iterada y reiterada.
La segunda paradoja es la que ilumina la crítica marxista y neomarxista al liberalismo: en órdenes sociales desiguales, los derechos empoderan de forma distinta a diferentes grupos sociales, dependiendo de su habilidad para ejercer el poder que un derecho potencialmente conlleva. Esto no quiere decir que los derechos distribuidos de forma general no tengan nada que ofrecer a quienes se encuentran en el estrato más bajo de esos órdenes —los derechos de la Primera Enmienda ofrecen algo a toda la población—; sino que, como muchas críticas han señalado, a mayor cantidad de recursos sociales y menor vulnerabilidad con la que se cuenta en el ejercicio de un derecho, más poder se recogerá en ese ejercicio, tanto si el derecho en cuestión es la libertad sexual, la propiedad privada, la libertad de expresión o el aborto. Y, aun así, aquí entra en juego otro problema en torno a los derechos: en la medida en la que ciertos derechos se ejercen no solo contra el Estado, sino también unos contra otros, en acuerdos económicos en los que unas personas ganan a expensas de otras; los derechos distribuidos de forma universal operan no solo como poder, sino también como carencia: el derecho a la propiedad privada es un vehículo para la acumulación de riqueza mediante la producción de la pobreza de otres. En el marco de la jurisprudencia feminista y la teoría crítica sobre la raza, hay quienes argumentan que la libertad de expresión funciona de modo similar: el discurso de odio contra pueblos históricamente subordinados y el discurso pornográfico masculino establecen el silencio de sus sujetos. Las activistas antiaborto han argumentado que el derecho de las mujeres a abortar limita el derecho del feto a su futuro como persona, y los defensores del control de armas han argumentado que una lectura absolutista de la Segunda Enmienda compromete la seguridad de toda la ciudadanía. La clave es que, incluso cuando los derechos que están especificados en términos de género afianzan la regulación de las mujeres por medio de normas reguladoras de la feminidad, los derechos que son neutrales y potencialmente universales consolidan el estatus subordinado de las mujeres y aumentan el poder de los que ya eran poderosos. La paradoja consiste, entonces, en que los derechos que dan cuenta de alguna especificación de nuestro sufrimiento, perjuicio o desigualdad, nos encierran en la identidad que viene definida por nuestra subordinación; mientras que los derechos que esquivan esa especificidad, no solo sostienen la invisibilidad de nuestra subordinación, sino que, incluso, la aumentan potencialmente.
Existen aún más variaciones sobre este dilema. Consideremos el modo cómo las reformistas legales feministas se encuentran, a menudo, ancladas en la tendencia, por un lado, a inscribir en la ley la experiencia y las verdades discursivas de algunas mujeres, que luego son tomadas como representativas de todas las mujeres; y, por otro lado, a definir el género de modo tan abstracto que las particularidades de lo que constituye la desigualdad y la vulneración de las mujeres no puede llegar a articularse ni a abordarse. Este es un problema recurrente no solo en los debates políticos y legales sobre la pornografía, en los que se ha abordado extensamente; sino también en la legislación sobre acoso sexual y en numerosas aristas de la legislación sobre divorcio y custodia. ¿Qué comprensión acerca de los poderes interconstitutivos del género y la sexualidad se pierde cuando la discriminación sexual —así como el acoso sexual— se presenta como algo que las mujeres pueden hacer a los varones? Por otro lado, ¿qué premisa sobre la subordinación inherente de las mujeres a través de la sexualidad está presupuesta cuando el acoso sexual es entendido como un lugar de discriminación de género solo para mujeres? ¿Qué perdemos las mujeres —en términos de posición económica y demandas de custodia— cuando somos tratadas como iguales en los tribunales de divorcio? Es más, ¿qué posibilidad de convertirnos en iguales —en términos de responsabilidades compartidas con los varones en torno a la crianza y de tener el mismo potencial de ingresos— se pierde si no somos tratadas como iguales en este escenario? Del mismo modo, si algunas mujeres experimentan la pornografía como una violación; mientras que otras afirman que lo anterior es puritanismo sexual, estigmatización y regulación que atenta contra su libertad, ¿qué implica traducir como un derecho una u otra de estas perspectivas, en nombre del avance de la igualdad de las mujeres? La legislación en torno a los discursos de odio ha presentado un dilema paralelo: mientras Mari Matsuda insiste en que el discurso de odio racista es “devastador” y “restringe la libertad personal de sus víctimas” (1993, p. 24) y Charles R. Lawrence III sostiene que es equivalente a “recibir una bofetada en la cara” (1993, p. 68); Henry Louis Gates y otres afirman una experiencia distinta de las declaraciones racistas y temen más su restricción legal que su circulación (Gates, 1993, p. 19).
En los dilemas en torno a la pornografía y a los discursos de odio emergen dos problemas relacionados: primero, ¿cómo restringir el discurso de odio y la pornografía en nombre de la igualdad y a través del discurso de los derechos civiles, sin, por un lado, inscribir a ciertas víctimas del odio como sus víctimas permanentes, por ejemplo, como permanentemente odiables; y sin, por el otro lado, convertir a todas las personas en víctimas igualmente probables de tal discurso, abandonando así un análisis político que reconozca la función específica que los epítetos de odio siguen desempeñando en la subordinación de las personas históricamente subordinadas? En otras palabras, ¿de qué manera pueden alcanzarse derechos que liberen a determinados sujetos del daño que, supuestamente, producen la pornografía, los discursos de odio y una historia de discriminación; sin reificar las identidades que esos mismos daños producen? Segundo, ¿de qué modo navegar la dificultad de las diferencias entre grupos afectados? —Esta mujer se siente oprimida, mientras esta otra se siente liberada por la pornografía; esta persona negra se siente destrozada, pero esta otra es casi indiferente a la ofensa racial; un homosexual está devastado por los insultos homófobos, otro los enuncia como un modismo de solidaridad gay—.
Un segundo dilema, relacionado con el anterior, es que los derechos conseguidos específicamente para las mujeres tienden a reinscribir la heterosexualidad, definiendo tanto qué son las mujeres, como qué constituye su vulnerabilidad y violabilidad. Este problema emerge cada vez que parece que debe abordarse la “diferencia femenina.” En efecto, el género tiende a ser tratado como sinónimo de heterosexualidad en la legislación, no solo porque la mayoría de las “cuestiones de género” se enmarcan en términos de mujeres heterosexuales; sino también porque sexo y sexualidad son tratados como dos fundamentos distintos de la discriminación. La demarcación de la libertad reproductiva, sobre todo en términos de embarazos accidentales y no deseados —la necesidad del aborto— representa el primer problema; los códigos convencionales antidiscriminación, en los que el género y la preferencia sexual son ítems distintos y no relacionados, representa el segundo. Ciertamente, las reformistas legales que trabajan a favor de los derechos de gays y lesbianas buscan, de forma activa, reformar las leyes que regulan la reproducción, la adopción y la custodia por parte de parejas homosexuales; y también luchan por hacer visible el acoso homófobo en escuelas y lugares de trabajo; pero estos hechos solo reafirman hasta qué punto estos temas, entendidos como cuestiones de gays y lesbianas, se formulan de forma separada del proyecto por la obtención y consolidación de los derechos de las mujeres. El problema aquí no es solo que estas maniobras continúan naturalizando y normalizando la heterosexualidad, mientras que otras sexualidades son marginadas; sino la forma en la que la categoría mujer, que, en sí misma, es producida a través de normas heterosexuales, permanece completamente intacta en este abordaje. En suma, la heteronormatividad de la mayor parte de proyectos sobre los derechos de las mujeres evita, y de esta manera, refuerza, el proceso por el que las mujeres devienen mujeres, y mediante el cual la mujer, como significante y como efecto del poder de género, es producida y sostenida. En términos más generales, los derechos que las mujeres poseen y ejercen como mujeres tienden a consolidar las normas reguladoras del género, y por lo tanto, se contradicen con el desafío a esas normas.
Este problema emerge de una manera compleja en el caso de acoso sexual entre personas del mismo sexo, recientemente expuesto ante la Corte Suprema de Justicia, en el cual un varón alegó que fue repetidamente sometido a acoso sexual por otros en una plataforma petrolera, compuesta íntegramente por varones. El querellante en Oncale vs. Sundowner Offshore Services, nº 95-568, argumentó que el acoso sexual entre personas del mismo sexo debería constituir discriminación; mientras que la defensa sostuvo que el hecho de que un varón acose a otro no puede constituir discriminación de género, porque no existe diferencia de género entre las partes, o porque no hay modo de establecer que la víctima haya sido acosada debido a su género. (La defensa argumentó que si hubiera habido mujeres en la plataforma petrolera donde ocurrió el acoso, tal vez el presunto acosador hubiera tratado a las mujeres del mismo modo).1 Son muchas las preguntas que surgen a partir de este argumento y, de hecho, la misma Corte Suprema las formuló: ¿La discriminación de género solo ocurre cuando mujeres y varones son tratados de modos diferente, incluso si ambos géneros son sexualmente humillados o subordinados? ¿No hay acoso sexual o discriminación de género cuando alguien humilla tanto a mujeres como a varones? ¿Acaso no se da acoso sexual, entendido como discriminación de género, cuando un mismo agente lo ejerce igualmente contra mujeres y varones? Es decir, ¿las personas bisexuales son inherentemente incapaces de cometer este tipo de acoso? El acoso sexual, en su definición habitual según la ley, ¿depende entonces de la orientación sexual del supuesto acosador? Las confusiones que surgen en este caso parecen indicar, entre otras cosas, que entender al acoso sexual como discriminación de género conlleva una desventaja, si la discriminación de género es algo que puede sucederle a cualquiera y ser perpetrada por cualquiera. (Esta desventaja no mitiga, sino que más bien complica el hecho de que el caso Meritor —que estableció al acoso sexual como discriminación de género— supuso un reconocimiento crítico feminista sobre la relación entre subordinación y acoso sexual). Estas confusiones también revelan el grado en el que la clasificación del acoso sexual como discriminación de género define al género, tácitamente, en términos heterosexuales. En un sentido más amplio, revelan la medida en la que sexualidad y género han sido traslapados en los derechos concebidos para proteger a las mujeres de los daños sufridos, en función del género definido en términos heterosexuales. Es decir, estas confusiones develan hasta qué punto la base del daño, a saber, la designación heterosexual de las mujeres está reinscrita en la formulación de derechos que prometen su reparación.
Me gustaría mencionar, brevemente, otras dos paradojas en el marco de las metas del feminismo en términos de derechos. La primera se refiere al problema de las producciones de sujetos, principalmente teorizado en la arena legal por Kimberlé Crenshaw (1989, 1995) como un asunto de interseccionalidad en la experiencia de sujeción racial y de género de las mujeres negras. La segunda, referida al problema de fusionar actos con identidad, ha sido teorizada principalmente por Janet Halley (1993/2006) como un dilema para quienes defienden los derechos gays y trabajan contra las leyes de sodomía.
El trabajo de Kimberlé Crenshaw argumenta de forma persuasiva que en la medida en la que las mujeres negras no puedan experimentar los riesgos sociales de su negritud —y, por lo tanto, de su existencia como mujeres negras— abordada desde los términos de discriminación de género; entonces, el género funciona como una categoría purificada de toda inflexión racial, y, por lo tanto, como una categoría tácitamente blanca. Históricamente, la ficción de que el género se produce y regula de forma autónoma e independiente de otras modalidades de poder social ha sido uno de los impedimentos más severos para el desarrollo de un feminismo racialmente inclusivo; un feminismo que no requiere de una distinción, analítica o política, entre feminismo y las experiencias de las mujeres de color. No obstante, en los términos de la legislación sobre derechos civiles es casi imposible presentar sujetos atravesados por más de una forma de poder social (raza, género, edad, orientación sexual, discapacidad...) al mismo tiempo. El hecho de que las personas querellantes no solo deben elegir un único fundamento por el cual se produjo la discriminación; sino que también deben escoger entre las muchas y divergentes modalidades del poder a través de las cuales se consuma la producción (y lesión) de ellas mismas como sujetos —en términos de raza, género y otras dimensiones— significa que incluso los juristas mejor intencionados tienden a enfocarse en una forma de poder social a la vez o, en el mejor de los casos, en varias pero de forma secuencial.2
Aquí yace la paradoja central que constituye este problema: por un lado, varias marcas en los sujetos se crean a partir de tipos de poder muy diferentes —no solo de diferentes poderes—. Esto es, los sujetos de género, clase, nacionalidad, raza, sexualidad, y más, se crean a través de diferentes historias, diferentes mecanismos y espacios de poder, diferentes formaciones discursivas, diferentes esquemas regulatorios. Por lo tanto, las teorías que articulan el funcionamiento de la clase social, o la producción de la raza, o la reproducción del género, probablemente no sean aptas para cartografiar los mecanismos de la sexualidad como una forma de poder social. Por el otro lado, estos distintos poderes no nos producen como sujetos en unidades disociadas unas de otras: estos no operan sobre y a través de nosotres de forma independiente, lineal o acumulativa; y no se pueden separar unos de otros de forma radical en ninguna formación histórica particular. En la medida en la que la construcción de sujetos no ocurre a lo largo de líneas diferenciadas por nacionalidad, raza, sexualidad, género, casta, clase, etc., estos poderes de producción de subjetividad no son, por lo tanto, separables en el sujeto mismo. Como muchas teóricas feministas, postcoloniales, queer y críticas de la raza han señalado en los últimos años, es imposible arrancar la raza del género, o el género de la sexualidad, o el colonialismo de la casta, de la masculinidad, o de la sexualidad. Aún más, tratar estas diversas modalidades de producción de la subjetividad como simplemente aditivas, o incluso interseccionales, es eludir el modo cómo se crean los sujetos a través de los discursos de subjetivación; es obviar el hecho de que no somos simplemente oprimidos, sino también producidos a través de esos mismos discursos; y que esta es una producción que no se lleva a cabo en partes aditivas, interseccionales o superpuestas; sino a través de historias complejas y a menudo fragmentadas, en las que múltiples poderes sociales se regulan mutuamente, a través y en contra unos de otros.
El derecho y la teoría crítica legal ponen este problema de relieve: si bien se requieren distintos modelos de poder para comprender los diferentes tipos de producción de subjetividad, la construcción de sujetos en sí misma no ocurre en concordancia con ninguno de estos modelos. Poniendo entre paréntesis la esfera formal y relativamente abstracta de la legislación antidiscriminación, que prohíbe la discriminación sobre la base de una lista interminable de atributos identitarios y creencias personales; es poco frecuente encontrar los daños del racismo, el sexismo, la homofobia y la pobreza albergados en los mismos rincones de la ley. Rara vez se reconocen o regulan estos daños por medio de las mismas categorías legales, ni estos se suelen abordar mediante las mismas estrategias legales. Por consiguiente, quienes teorizan en el ámbito legal sobre estas categorías identitarias no solo recurren a diferentes dimensiones del derecho, dependiendo de la categoría identitaria que les interese, sino que también se suelen representar la ley misma en modos inconmensurables.3
Ahora bien, dadas estas variantes, no sorprende que la preocupación por asegurar un cierto terreno legal no simplemente difiera, sino que muchas veces sea contraria a los objetivos de las diferentes identidades. Para muchas feministas, la vida privada, por ejemplo, es un lugar que despolitiza muchas de las actividades y daños constitutivos de las mujeres —la reproducción, el abuso doméstico, el incesto, el trabajo doméstico no remunerado y los servicios emocionales y sexuales obligatorios hacia los varones—. No obstante, para aquellas preocupadas por la libertad sexual, por los derechos de bienestar social para las personas en situación de pobreza y por los derechos a la integridad corporal históricamente negada para los pueblos racialmente subyugados, la vida privada suele aparecer como inequívocamente valiosa. En efecto, la ausencia de un derecho universal a la privacidad fue el fundamento para invadir el dormitorio de Hardwick en Bowers vs. Hardwick. Esta ausencia también es la base legal por la que, durante tantas décadas, se toleraron las visitas sorpresas de trabajadores sociales para hacer cumplir “la regla de un varón en casa” a quienes recibían prestaciones asistenciales. Al igual que los derechos mismos —dependiendo de la función de la privacidad en los poderes que producen al sujeto, así como de la dimensión particular de la identidad marcada que está en juego—, la privacidad puede promover o detener la emancipación, encubrir la inequidad o procurar la igualdad.
Si los poderes que producen y sitúan a los sujetos socialmente subordinados lo hacen en modalidades radicalmente diferentes, que en sí mismas contienen diferentes historias y tecnologías, tocan diferentes superficies y profundidades, y forman cuerpos y psiquis diferentes; no resulta sorprendente que haya sido tan difícil para les reformistas legales progresistas trabajar sobre más de un tipo de identidad marcada a la vez. Esto ha hecho casi imposible poder teorizar sobre un sujeto legal socialmente estigmatizado que no es uno ni monolítico. Aparecemos, no solo en la ley, sino en los tribunales y en las políticas públicas, como mujeres (indiferenciadas), o como económicamente desfavorecidas, o como lesbianas, o como racialmente estigmatizadas; pero nunca como los sujetos complejos, múltiples e internamente diversos que somos. Esta característica del discurso de los derechos impide el proyecto, políticamente matizado y socialmente inclusivo, al cual el feminismo ha aspirado en la última década.
Las reflexiones de Janet Halley sobre la figura de la sodomía revelan una dimensión diferente sobre el modo problemático en el que el discurso de los derechos no solo refuerza la ficción de un sujeto monolítico, sino que también nos regula potencialmente a través de ese monolito. En “Razonar sobre la sodomía: acto e identidad en y después de Bowers v. Hardwick” (1993/2006), Halley explora el modo cómo la sodomía, significante extraordinariamente móvil e inestable, estabiliza la identidad homosexual a través de una identificación muy común —entre homófobos y homófilos por igual— del acto sexual con la identidad sexual. Si bien la definición técnica de sodomía (cualquier forma de sexualidad oral-genital o anal-genital) deshace por sí misma la oposición lingüística alcanzada entre la homosexualidad y la heterosexualidad, precisamente al deshacer la presunta singularidad de los actos sexuales que tienen lugar en cualquiera de los extremos de la línea divisoria; la equiparación de sodomía con homosexualidad —de nuevo, tanto en los discursos antigay como en los progay— restablece la oposición binaria entre homo y heterosexualidad. Halley nos invita a aprovechar la inestabilidad del término, a disociar acto e identidad, en parte para articular coaliciones más efectivas entre aquellas personas a quienes apunta la legislación sexualmente represiva, en parte para exponer los mecanismos discursivos de lo que ella llama la superordenación heterosexual (1993/2006, pp. 1770-1771). En la medida en la que las personas heterosexuales participan en actos sodomitas, pero son inmunes a su estigma (y criminalidad), mientras que la sodomía opera como una metonimia de homosexualidad; las personas homosexuales parecen ser perseguidas no por el tipo de sexo que practican, sino porque se las relaciona con una forma de sexo que la heterosexualidad niega para distanciarse de la homosexualidad. La cuestión para pensar en relación a los derechos no es solo que les activistas progay ignoran, bajo su propio riesgo, el modo cómo la identificación entre el acto sexual y la identidad opera en su contra; sino que, en este contexto, los derechos refuerzan una identidad ficcional, basada en la singularidad ficcional de los actos sexuales que favorece, y a su vez enmascara, el privilegio de las personas heterosexuales.
¿Qué sucede si pensamos sobre el género en las líneas de lo que Halley propone? ¿Hasta qué punto la identidad masculina y la superordenación masculina se consolidan a través de la negación ontológica de ciertas actividades, vulnerabilidades y trabajos; así como y su desplazamiento hacia las mujeres? Si el género mismo es el efecto de la división sexual naturalizada de casi todo en el mundo humano, entonces, los derechos orientados hacia el sufrimiento específico de las mujeres en esta división podrían tener el efecto de reforzar la ficción de la identidad de género y de afianzar la negación masculina de las experiencias o tareas supuestamente femeninas —desde el abuso sexual a la maternidad—. En otras palabras, en la medida en la que los derechos consolidan la ficción de un individuo soberano, en general, y de las identidades naturalizadas de individuos particulares; también consolidan tanto aquello a lo que les históricamente subordinades necesitan acceso —la individualidad soberana, que no podemos no querer—, como aquello que necesitan desafiar, en la medida en la que los términos de esa individuación se predican en nombre de un humanismo que oculta, sistemáticamente, sus normas generizadas, sexuales y raciales. Lo que no podemos no querer es también lo que nos atrapa en términos de nuestra dominación.
Podría parecer que una respuesta provisional a la pregunta sobre el valor del lenguaje de los derechos para las mujeres es que este resulta profundamente paradójico: los derechos aseguran nuestra posición como individuos, incluso cuando ocultan los modos traicioneros en los que esa posición se obtiene y se regula; deben ser específicos y concretos para poder revelar y reparar la subordinación de las mujeres, pero esa misma especificidad consolida potencialmente nuestra propia subordinación; prometen incrementar nuestra soberanía individual, al precio de intensificar la ficción de los sujetos soberanos; nos emancipan para perseguir otros fines políticos, pero subordinan esos fines políticos al discurso liberal; se mueven en un registro transhistórico, pero emergen de condiciones históricamente específicas; prometen remediar nuestro sufrimiento como mujeres, pero solo lo hacen mediante la fragmentación de ese sufrimiento —y de nosotras— en componentes separados. Una fractura que vulnera, aún más, vidas que ya estaban vulneradas por la imbricación de las variables de raza, clase, sexo y género.
La paradoja no es, desde luego, una condición política imposible; pero sí es una condición demandante y frecuentemente insatisfactoria. Su principal teórico dentro de la tradición occidental fue Jean-Jacques Rousseau, cuyo pensamiento ha sido considerado, históricamente, como incitación y como restricción de metas políticas radicales, a la vez. La restricción se atribuye, en general, a su propia tendencia a la paradoja —en efecto, las aporías de Rousseau pueden ser una de las razones por las cuales la paradoja tiene tan mala reputación política—. Pero si Rousseau insistía en que los varones deben ser obligados a ser libres, o en que el desarrollo de la cultura humana está indefectiblemente acompañado por un descenso hacia la falta de libertad, la desigualdad y la alienación; ¿cuánto de la naturaleza paradójica de estas demandas es consecuencia del discurso del progreso, la libertad y la perfectibilidad humana sobre el que él mismo estaba hablando, y que buscaba desplazar con un discurso alternativo? En otras palabras, ¿hasta qué punto las paradojas políticas pueden ser leídas no como verdades o confusiones sobre determinadas condiciones políticas, sino como las restricciones que esas mismas condiciones imponen sobre las verdades que pueden ser enunciadas?
Uno de los rasgos que diferencian a la paradoja de la contradicción o de la tensión es su énfasis en la irresolubilidad: verdades múltiples pero inconmensurables; o una afirmación y su negación en una misma proposición; o verdades que se anulan, al mismo tiempo que se necesitan la una a la otra. Ahora bien, paradoja también significa una doctrina u opinión que desafía la autoridad aceptada —que va contra la doxa—. En Only Paradoxes to Offer [Solo paradojas que ofrecer], un estudio sobre las feministas francesas del siglo xix, Joan Wallach Scott convierte esta definición de paradoja en una formulación política: “Aquellos que ponen en circulación un conjunto de verdades que desafían, pero no desplazan, las creencias ortodoxas, crean una situación que vagamente coincide con la definición técnica de paradoja” (1996, pp. 5-6). Scott sugiere que las declaraciones y estrategias paradójicas de las feministas de su estudio emergen como consecuencia de que estas argumentaban a favor de los derechos de las mujeres y de su posición como individuos, en un contexto discursivo en el que tanto los individuos como los derechos se identificaban, inexorablemente, con lo masculino. En consecuencia, las feministas propugnaban algo que no se podía obtener sin exigir, simultáneamente, una transformación de la naturaleza de aquello que disputaban, específicamente, “los derechos del hombre” para las mujeres. Esto convirtió a la paradoja en la condición estructurante, más que contingente, de sus reivindicaciones políticas.
El análisis de Scott sobre el feminismo francés del siglo xix puede resultar orientador para entender nuestras propias circunstancias. En primer lugar, el problema que ella identifica persiste en el presente, a saber, que las luchas de las mujeres por los derechos tienen lugar en el contexto de un discurso de los derechos explícitamente machista, que presume un sujeto ontológicamente autónomo, autosuficiente, y sin responsabilidades.4 Las mujeres necesitamos acceso a este sujeto ficticio y, a la vez, somos sistemáticamente excluidas del mismo por los términos generizados del liberalismo, volviendo paradójico nuestro usufructo de los derechos. En segundo lugar, y yendo más allá del enfoque de Scott, incluso cuando las invocaciones de derechos para un sujeto determinado (por ejemplo, las mujeres), sobre un asunto en particular (por ejemplo, la sexualidad) y en un ámbito específico (por ejemplo, el matrimonio) —todos ellos históricamente excluidos de la esfera de los derechos— pueden funcionar para politizar la posición de esos sujetos, asuntos o ámbitos; los derechos en el liberalismo también tienden a despolitizar las condiciones que articulan.5 Los derechos funcionan para articular una necesidad o una condición de falta o de daño que, si bien no puede ser completamente reparada y transformada por los derechos, tampoco se puede representar de otra manera dentro del discurso político existente. Por lo tanto, para quienes están sistemáticamente subordinades, los derechos tienden a reescribir los daños, las desigualdades y los obstáculos a la libertad que se derivan de la estratificación social como asuntos de violaciones individuales; y casi nunca articulan ni abordan las condiciones que producen o fomentan esa violación. Sin embargo, la ausencia de derechos en estos ámbitos deja completamente intactas esas mismas condiciones.
Si estas son las condiciones en las que los derechos emergen como paradójicos para las mujeres, como políticamente esenciales y políticamente regresivos al mismo tiempo, ¿cuáles son las posibilidades de trabajar con esas paradojas en términos políticamente eficaces? A diferencia de las contradicciones, que pueden ser explotadas; de la mistificación, que puede ser expuesta; de la negación, que puede ser forzada a una confrontación consigo misma; o incluso de la desesperanza, que puede ser negada; la política de la paradoja es muy difícil de negociar. La paradoja aparece como continuamente autocancelatoria, como una condición política de logros perpetuamente socavados, como un dilema del discurso en el que a cada verdad se contrapone una contraverdad, y por ende, a un estado en el que las estrategias políticas mismas están paralizadas.
Pese a todo, resulta revelador el hecho de que el lenguaje que carga con la fatalidad de la paradoja ocurra en la temporalidad de una historiografía progresiva: precisamente el lenguaje que Marx utilizó para evaluar los derechos cuando argumentó que “la emancipación política es, por cierto, un gran progreso, si bien no es la última forma de la emancipación humana..., sin embargo, es la última forma... dentro del orden del mundo reinante hasta ahora” (1843/2011, p. 69). ¿Puede el potencial político de la paradoja parecer mayor cuando está situado en una historiografía no progresiva, una en la que, en lugar de una transformación lineal o incluso dialéctica, operen estrategias de desplazamiento, desbaratamiento y disrupción? ¿Cómo puede la paradoja adquirir riqueza política cuando es entendida como una afirmación de la imposibilidad de justicia en el presente, así como una articulación de las condiciones y los contornos de la justicia en el futuro? ¿Cómo puede la atención a la paradoja ayudar a formular una lucha política por los derechos, en la que estos no sean concebidos ni como instrumentos ni como fines; sino como articuladores, a través de su expresión, de aquello en lo que la igualdad y la libertad podrían consistir, y que los excede? En otras palabras, ¿cómo podrían los elementos paradójicos de la lucha por los derechos, en un contexto emancipatorio, articular un terreno para la justicia más allá de aquello que no podemos no querer? Y ¿qué demandas de derechos tienen la osadía de sacrificar un estatus absolutista o naturalizado para llevar a cabo esta posibilidad?
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1 Vale la pena destacar que el argumento de la defensa, según el cual la discriminación por género no se puede demostrar, ya que no había mujeres en la plataforma petrolera donde ocurrió el acoso, oculta tácitamente las insinuaciones homosexuales del acusado, al hacer uso del tropo de la sexualidad heterosexual frustrada del recluso. Este argumento sugiere que, ante la ausencia de mujeres disponibles para tener sexo, los varones recurrirán a otros varones; pero que esto no es equiparable al deseo homosexual. Que este argumento tenga suficiente relevancia como para haber sido presentado ante la Corte Suprema de Justicia, —cuando es inimaginable como defensa en el sentido más convencional de un varón que acosa una empleada mujer— sugiere asimismo tanto la imposibilidad como la necesidad de concebir simultáneamente la discriminación sexual y la discriminación por género, si se pretende alcanzar la justicia de género (Greenhouse, 1997, p. 28).
2 Un puñado de académicas críticas escapan a esta categorización, pero probablemente por su propia cuenta y ninguna lo hace de modo completamente exitoso. Véase el trabajo sobre raza, género y sexualidad editado por Adrien Wing (1997), titulado Critical Race Feminism: A Reader [Feminismo radical crítico: Lecturas], especialmente el ensayo republicado de Angela Harris “Race and Essentialism in Feminist Legal Theory” (1997, pp. 11-18). Véase también The Imaginary Domain [El dominio imaginario] de Drucilla Cornell (1995, nota 4) que aborda al género y la sexualidad en un solo marco analítico.
3 Para un mayor desarrollo de este argumento, véase mi trabajo de 1997 “The Impossibility of Women’s Studies” [La imposibilidad de los estudios de las mujeres] en differences 9, No. 3, 79-101.
4 El masculinismo del liberalismo en general, y del discurso de los derechos en particular, es algo sobre lo que he discutido largamente en “Valores familiares del liberalismo,” capítulo sexto de Estados del agravio: poder y libertad en la modernidad tardía (Brown, 1995/2019).
5 He desarrollado este argumento en profundidad en “Derechos y pérdidas,” capítulo quinto de Estados del agravio: poder y libertad en la modernidad tardía, (op. cit.). Esta es la paradoja que Marx articula en La cuestión judía como una contradicción problemática, cuando reconoce que los derechos civiles y políticos para los excluidos articulan esa enajenación, a la vez que la banalizan como una simple falla de la universalidad para realizarse a sí misma. Sin embargo, Judith Butler proyecta esta paradoja como una cierta forma de posibilidad política, según su argumento de que “el mapa temporal del futuro de la universalidad” es un tipo de “doble discurso” de quienes “sin autorización para hablar desde dentro y como lo universal, reclaman el término.” Butler argumenta: “cuando alguien que está excluido de lo universal, y a pesar de todo pertenece a éste, habla desde una situación de existencia escindida, a la vez autorizada y desautorizada ... Pronunciar y mostrar la alteridad de la norma (la alteridad sin la cual la norma no se “sabría a sí misma”) muestra el fracaso de la norma para ejercer el alcance universal que representa, muestra lo que podríamos llamar la prometedora ambivalencia de la norma” (1997/2009, pp. 153-154).