RESEÑA REVIEW
Medina Sierra, Luis Fernando (2019). Socialismo, historia y utopía. Apuntes para su tercer siglo. Akal. 176 páginas.
¿Cómo es posible que “socialismo” sea hoy una idea viva? ¿De qué manera nos empuja a una revisión de su compleja herencia y a la investigación sobre sus perspectivas? ¿Qué es lo viejo y lo nuevo que implica un socialismo para el siglo xxi? Tras décadas de contrarrevolución neoliberal, el crepúsculo del “comunismo realmente existente”, los relatos sobre el “fin de la historia” y la (supuesta) entrada en una época “postpolítica” y “postideológica”, puede sorprender que las preguntas con las que abrimos esta reseña sigan constituyendo problemas teóricos de primer orden. Y sin embargo lo son. Buena prueba de ello es Socialismo, historia y utopía (2019), balance sobre la herencia filosófica, política e histórica de los socialismos y, al mismo tiempo, un ejercicio de proyección hacia el futuro de todas aquellas ideas socialistas que, todavía en nuestra época, quizás tengan por decir su última palabra. El libro, escrito por el doctor en Economía por la Universidad de Stanford y profesor de Ciencias Políticas Luis Fernando Medina Sierra, nace como fruto de su interés por la economía política y la filosofía socialista, dando lugar a una reflexión (breve en su extensión, pero repleta de matices y precisiones enriquecedoras) que le ha hecho merecedor del i Premio Internacional de Pensamiento 2030, otorgado por el Institutu Asturies 2030 y Ediciones Akal.
En cuanto a su estructura, la obra inicia con un prólogo del filósofo y ensayista César Rendueles y, tras el prefacio del autor, nos encontramos con siete capítulos y una coda. Aunque no hay una división formal, implícitamente y otras veces de manera evidente, el lector encontrará dos partes diferenciadas. La primera, dedicada al balance filosófico, político e histórico del socialismo, compuesta por el capítulo i – “Una tradición extraviada” (pp. 13-21), el capítulo ii – “De la Utopía a la Bastilla” (pp. 23-42), el capítulo iii – “Marx y el don problemático de la profecía” (pp. 43-59), el capítulo iv – “El comunismo en su primera forma” (pp. 61-83) y el capítulo v – “La rosa marchita” (pp. 85-98). La segunda, por el capítulo vi – “Dialéctica de la utopía” (pp. 99-119) y el capítulo vii – “Socialismo, político y no metafísico” (pp. 121-163). Remata ambas partes una coda de elocuente título: “Sin juicio final” (pp. 165-167).
El prólogo de César Rendueles nos sitúa en el escenario inmediatamente posterior a la Gran Recesión del 2008, una crisis económica y política sin precedentes que, en opinión del filósofo, ha enterrado los viejos dogmas, dinamizado los actuales y creado nuevos horizontes, con una renovación de nuestra semántica social o, más bien, el regreso de viejos problemas que todavía hoy revelan su importancia y necesidad: desigualdad, pobreza, regresión democrática, etc. En el contexto de los desafíos que este escenario propone, Rendueles presenta el libro, al que considera “una evaluación rigurosa de las tradiciones políticas socialistas desde la perspectiva de sus utilidades para una renovación de los movimientos igualitaristas y emancipadores contemporáneos” (p. 7).
El breve prefacio nos lleva a las puertas, a través de una inteligente y brillantemente escrita ilustración de la división entre humanistas y milenaristas, de lo que el autor considera el nacimiento del socialismo moderno: el movimiento babeuviano. En efecto, el capítulo i – “Una tradición extraviada” (pp. 13-21) pone el foco en estos pioneros de la tradición socialista para ofrecernos un ejemplo de cómo el socialismo aparece también en nuestra imaginación política contemporánea atravesado por posiciones contrapuestas e irreconciliables: a veces cercano a la irrelevancia (tras la caída del “socialismo real” en 1989), a su renovación (con figuras como Bernie Sanders o Jeremy Corbyn) o al rechazo y la persecución (sean los teóricos neoliberales, sean los neopopulismos de derechas con marcada retórica antisocialista). El autor se interesa por el éxito editorial de cierta postura teórica (acaso también ya difundida en el sentido común), un género ensayístico que parece haberse afirmado con fuerza, a saber, la revisión de la historia del socialismo a lo largo del siglo xx, cuya mera existencia demostraría su inutilidad. Especialmente relevante le parece al autor en este sentido el motivo recurrente del fracaso: experiencias muy diversas, con resultados heterogéneos, en realidades geográficas diferentes y durante lapsos temporales relativamente cortos, quedan sentenciadas por algunos historiadores como “fracasos”, ignorando los matices y la complejidad del objeto de estudio. A juicio del autor, el socialismo se presenta como un desafío desde el momento en que se propone crear otro orden y no adaptarse meramente al existente. Y es precisamente la tensión entre la voluntad de “construir otro tipo de sociedad” (p. 16) y la inspiración utópica de este diseño uno de los temas centrales del libro.
En este sentido, el capítulo ii – “De la Utopía a la Bastilla” (pp. 23-42) ofrece un resumen breve pero conciso del pensamiento utópico desde sus orígenes modernos, donde el autor toma como hilo conductor el proceso de secularización de la escatología cristiana hasta el pensamiento ilustrado. En su argumentación, el siguiente problema ocupa un lugar central: “dado que los dogmas religiosos ya no eran convincentes, la autoridad política solo podía basarse en el asentimiento de los gobernados” (p. 25). La respuesta a esta cuestión, no exenta de tensiones, contradicciones y dificultades, fue tarea (aunque no solo) de una corriente (esa que va de Hobbes a Locke y que resuena hasta nuestros días en Rawls), el contractualismo, donde “el eje de la reflexión en el pensamiento político moderno son las instituciones, más que los individuos” (p. 26). En este contexto de renovación de la semántica social y la historia política, la utopía venía a cumplir un papel muy diferente respecto a la escatología cristiana: en lugar de esperar la llegada de un tiempo futuro por llegar, la reflexión moderna imprimía en sus utopías un sentido profundamente didáctico sobre el presente. Es en este carácter ejemplar de las utopías donde el autor encuentra su sentido propiamente moderno: “serán las instituciones mismas de la utopía las que formen el espíritu humano” (p. 27). No obstante, Medina Sierra cree que hay un vacío en la utopía o, dicho de otro modo, en la contraposición del deber ser utópico con el ser de la dura realidad: la carencia de un programa político y de un diseño institucional que se traduzca efectivamente en hechos.
La utopía, pues, como un primer paso necesario para repensar los escenarios políticos en los convulsos siglos xvi y xvii. Pero no sería hasta el 14 de julio de 1789 cuando se verificaría un hecho universal y novedoso: “la movilización de grandes segmentos de la población en torno a principios abstractos, no en torno a facciones políticas que pudieran declararse representantes de alguna forma de gobierno previa” (p. 29). Es decir, la revolución. Tras analizar la reacción de Burke, en cierto modo una especie de precursor del antisocialismo, el autor lleva a cabo una lectura del Hegel filósofo de la Revolución Francesa tomando como base la siguiente cuestión: si los principios universales que entonces se ponían como fundamento de toda comunidad política eran evidentes y deseables, ¿por qué habían tardado tanto en llegar? Hegel es útil aquí por varias razones: la historicidad, la conciencia como fenómeno social y el carácter autorreferencial e intersubjetivo de la racionalidad. Estas tres posiciones llevan a Hegel a considerar la historia como “el despliegue de formas cada vez más universales y autoconscientes de libertad” (p. 36). El autor, que tiene el mérito de no prestarse a una reducción por desgracia habitual del pensamiento hegeliano, encuentra un patrón en los análisis políticos del filósofo alemán: el hecho de que el despliegue de la idea de libertad en el mundo no puede ser ignorado y que hay ideales con un fuerte impulso para la transformación social de la realidad. De la conciencia según la cual existen principios abstractos que devienen voluntad concreta se llega a la tensión entre racionalidad y sociedad o, por decirlo con un clásico título marcusiano, razón y revolución, tema que nos invita a volver sobre el socialismo moderno y, en concreto, Karl Marx.
El capítulo iii – “Marx y el don problemático de la profecía” (pp. 43-59) tiene un doble objetivo: interpretar la recepción de algunos motivos hegelianos en Marx y revisar su “agenda normativa”. Parte el análisis del diagnóstico que el joven Marx hace de la Alemania de su tiempo, atrasada políticamente en comparación con Francia e inferior económicamente respecto a Inglaterra. El autor muestra que es a partir de la constatación de esta doble ausencia como Marx encuentra el contexto socio-político y filosófico que sirve de “prueba” para refutar a Hegel: a priori, el Estado prusiano no parecería una culminación racional. Valiosos son también los comentarios a propósito de la posición de Marx frente al socialismo utópico (como los proyectos owenistas o los falansterios de Fourier), su rechazo de la idea según la cual en esas formas de utopismo pudiera haber un anticipación del nuevo orden por venir, sino más bien una reacción a los procesos de modernización en marcha y al verdadero motor del progreso, a saber, el desarrollo capitalista que contendría en sí las bases de su propia superación.
Es a través de esta tensa relación de Marx con el socialismo de su época que el autor retoma el asunto de la dialéctica historia-utopía. A su juicio, el pensador de Tréveris diagnosticaba que las ideas utópicas socialistas no tendrían jamás una realización a través de su potencia meramente “intelectual”, sino que era necesario y urgente un análisis científico del sistema económico, lo que sería conocido como “la crítica de la economía burguesa”, que sí contenía realmente las condiciones para su superación en el socialismo. En este análisis, el autor destaca “tres legados”: [1] “toda ideología, incluido por supuesto el socialismo, es fruto de nuestros encuentros con la realidad que nos rodea”; [2] “las estructuras de poder del capitalismo no podían ser simplemente domadas desde afuera” y [3] la formulación de “una nueva visión normativa de lo que el socialismo debía y podía ser” (p. 48). Todo ello resulta en la voluntad de “reconciliar estas tensiones internas a través del análisis, tanto de la lógica interna del capitalismo como de sus implicaciones para los individuos que viven en él” (p. 49). Obtenemos, así, dos lecciones: primero, la necesidad de organizar (al calor del desarrollo económico y las fuerzas progresivas capitalistas) organizaciones como los sindicatos y partidos; segundo, el surgimiento de una conciencia no corporativa, sino política, donde el proletariado sea una parte que aspira a constituirse como todo. Concluye el artículo un rico análisis del programa normativo marxista a partir de conceptos como “asociación” o “desarrollo” desde el enfoque de una revisión crítica del liberalismo clásico (pp. 52-58).
El capítulo iv – “El comunismo en su primera forma” (pp. 61-83) analiza la experiencia soviética partiendo de algunas consideraciones interesantes, a nivel de historia intelectual, sobre la transición de Marx como autor semidesconocido a padre fundador de una “doctrina oficial” de Estado en cuestión de décadas, su conexión factual y teórica con el proyecto soviético y el problema de la transición hacia el capitalismo en Rusia. Como una resonancia del clásico debate “socialismo utópico vs. socialismo científico”, se sugieren algunas cuestiones sobre las disputas entre los populistas rusos y los comunistas bolcheviques. Se nos presenta, de este modo, un conjunto de problemas que preocupan a los protagonistas de una Revolución percibida en su momento como desorden y conflicto entre diferentes posiciones socio-políticas irreconciliables: “El caos de los primeros años de la Revolución rusa desafía todo intento de describirlo” (p. 67), confiesa el autor.
El resto del capítulo es una revisión de la herencia (y los problemas historiográficos asociados a ella) de Stalin y el estalinismo. Lo que le interesa al autor, más allá de la cuestión sobre la continuidad entre Revolución de Octubre y estalinismo, es preguntarse lo siguiente: “si es verdad que la ideología fue el pilar del estalinismo, si es verdad que todo en la práctica estalinista surgió de la ideología” (p. 72). Pero no de un modo ingenuo, sino entendiendo la ideología más allá de lo “intelectual”, también como lo que orienta un conjunto de prácticas, hábitos e instituciones productos de un tiempo y un lugar específicos. En definitiva, Medina Sierra concluye que estaríamos ante un rosario de traumas históricos ya superados en los que no conviene aprisionar a la tradición socialista: “lo que llama la atención es lo anacrónico, lo irreversiblemente perdido en el pasado que parece todo esto cuando se le ve desde el punto de vista de nuestros tiempos” (p. 77).
Se dedica el capítulo v – “La rosa marchita” (pp. 85-98) a la lenta decadencia del socialismo y al siempre aparente ocaso de la socialdemocracia a ambos lados del Atlántico. Un movimiento, este último, que a juicio del autor habría abandonado sus pretensiones socialistas y que parece siempre a la espera de una resurrección. Después, Medina Sierra pasa a repasar algunos frutos del compromiso keynesiano-fordista socialdemócrata de posguerra que sirven de contexto para comprender su posterior declive, en buena medida debido a la gran contrarrevolución neoliberal, y que más allá del derrumbe del “mundo de Bretton Woods”, las transformaciones en el mercado y Estado, las modificaciones en la composición de clase y las mutaciones subjetivas, tuvo una consecuencia en la reconfiguración y comprensión del mapa político: “La socialdemocracia del Atlántico Norte se había convertido, literalmente, en una fuerza conservadora dedicada a preservar el statu quo lo cual era una posición paradójica para un conjunto de partidos que habían comenzaron [sic] sus vidas como revolucionarios” (p. 97). Merecería la pena preguntarse, a nuestro juicio, algo más: el modo en que los partidos socialdemócratas no fueron solo “víctimas” de este proceso, sino agentes conscientes del proyecto neoliberal… Y en qué lugar deja esto su relación con la “herencia” socialista.
El anterior capítulo marca el fin del balance sobre esa herencia socialista y se abre entonces una nueva parte de prospección en busco de qué hay de nuevo en las promesas socialistas. El capítulo vi – “Dialéctica de la utopía” (pp. 99-119) empieza con una investigación sobre los fundamentos y racionalidad de toda acción colectiva que empuja a la siguiente cuestión: “cómo la forma en que creció (y declinó) el socialismo respondió a las condiciones específicas en las que surgió” (p. 104). La pregunta pasa por reconocer cómo las instituciones sociales y políticas e incluso los mismos proyectos utópicos toman fuerza en determinadas situaciones de crisis, donde nuevos proyectos quieren cortar con lo viejo de raíz y alumbrar un mundo nuevo: “una vez que una revolución rechaza todas las instituciones anteriores, lo único con lo que puede contar es la movilización inmediata de la población” (p. 113). Pero esta movilización encuentra sus límites cuando lo nuevo no termina de nacer y el orden resultante es frágil, de modo que se pone en riesgo su durabilidad y se revela su carácter reversible. De algún modo, todas estas dificultades, a juicio del autor, se han minimizado entrados en el siglo xxi: “Los contenidos utópicos de la agenda socialista […] pueden ahora articularse de manera que abarquen, e incluso se beneficien de las condiciones modernas de pluralismo y apertura” (pp. 118-119).
Y a esta articulación va dedicada el capítulo vii – “Socialismo, político y no metafísico” (pp. 121-163), cuyo título es un “homenaje” a un artículo de Rawls, cuya filosofía precisamente es analizada en las primeras páginas del capítulo junto a una relectura de la filosofía libertaria. Esto último implica vérselas con Hayek, a quien se le reconoce haber respondido a la complejidad del problema teórico que supone el siempre precario equilibrio entre las preferencias autónomas y los mecanismos complejos e impersonales. Sin embargo, el pensamiento hayekiano, aunque escape de algunas dificultades propias del contractualismo, se enfrenta a un problema nada despreciable: dado que su ambición consiste en “purgar nuestras instituciones de cualquier rastro de «diseño»” (pp. 138-139), es incapaz de afrontar cuestiones como “el cambio climático y las ayudas para erradicar la pobreza que deben diseñarse” (p. 139). En la complejidad de este diseño (y que implica cuestiones tan espinosas como la justicia intergeneracional) el marco hayekiano resulta inservible. Y es entonces cuando el autor vuelve a Rawls: por un lado, desde la perspectiva de los distintos niveles de abstracción y complejidad, por otro, desde la certeza de que “una teoría de la justicia debería elaborarse a partir de una noción de lo que es una persona moral” (p. 143). Ahora bien, el conjunto de herramientas conceptuales del pensador estadounidense se queda corto a la hora de pensar que nuestro propio yo es base de lo bueno y lo justo, pues según el autor: “El desinterés mutuo y benigno hacia nuestras nociones de lo bueno ya no puede ser una base estable sobre la cual construir nuestras intuiciones” (p. 147).
Ante la incapacidad de las teorías liberales y libertarias para afrontar tales problemas, reaparece el hasta entonces olvidado socialismo (“político, no metafísico”, como recuerda el autor) capaz de aportar “la noción de que el mundo es nuestra responsabilidad compartida” (p. 147), una idea que a juicio del Medina Sierra ha quedado en los márgenes de nuestro vocabulario social y que debería recuperarse frente a dicotomías como mercado-Estado. El corolario de esto es que sería necesario encontrar un punto intermedio entre el liberalismo y la socialdemocracia: “El socialismo debe volver a sus raíces y presentar una visión contundente que coloque la responsabilidad compartida en el centro de su agenda” (p. 149). A la luz de esta idea, el autor analiza nuevas políticas como la renta básica universal, las formas renovadas de representación política, el sorteo para la formación de organismos locales de gobernanza o el servicio comunitario como forma de romper la división y especialización del trabajo.
La coda advierte sobre cómo tras el fin de la historia y la supuesta victoria liberal frente al socialismo pueden regresar hoy nuevas formas autoritarias. A juicio del autor, “estamos entrando en una etapa en la que la utopía, habiendo sido primero historizada y luego politizada, ahora puede socializarse” (p. 166). Es decir, hacer de la utopía guía y no obligación, brújula en nuestra acción colectiva capaz de moldear así la historia; una constante dialéctica entre historia y utopía que sería propiamente el nervio del socialismo, “con su orgullosa tradición de defender la libertad, la igualdad y la solidaridad” (p. 167). Medina Sierra termina preguntándose si tomaremos este camino. Quién sabe. Pero lo que sí resulta cierto es que su obra supone una solvente revisión, desde las insuficiencias del liberalismo, de la herencia y porvenir socialista. Y lo hace sin detenerse en debates y polémicas de escasa fecundidad, sino más bien pensando de una manera viva los problemas del presente a la luz de una tradición que, quizás todavía hoy, tenga mucho por decirnos.
Alejandro Sánchez Berrocal
Contratado FPU
Instituto de Filosofía del CSIC
alejandro.sanchez@cchs.csic.es
Orcid: https://orcid.org/0000-0002-9763-3474