La teoría (de la secesión) de la minoría permanente a la luz de la democracia deliberativa
The Theory (of Secession) of The Permanent Minority From The Point of View of Deliberative Democracy
Félix Ovejero
Universitat de Barcelona, España
RESUMEN Este artículo utiliza la perspectiva de la democracia deliberativa para evaluar la teoría de la minoría permanente como posible motivo de secesión. Según esta teoría, los catalanes (o vascos) constituyen minorías permanentes que, en ningún caso, podrían obtener las mayorías parlamentarias que les permitan separarse. Históricamente, esta circunstancia habría propiciado las condiciones para un abuso permanente. Hoy en día, impediría el éxito de los procesos de secesión, lo que no dejaría otra alternativa que eludir los medios democráticos. El artículo concluye que este argumento resulta incompatible con los ideales de la democracia deliberativa. En el mejor de los casos, la teoría colapsa en la tesis de la secesión como reparación: si los intereses de la minoría han sido adecuadamente considerados en un proceso deliberativo, las decisiones de la mayoría están justificadas y por lo tanto no generan un derecho de secesión; si esos intereses han sido ignorados, las decisiones no cumplen con los estándares deliberativos y acaban en el clásico derecho a la secesión de la teoría de la reparación.
PALABRAS CLAVE deliberación; democracia; minorías; nacionalismo; secesión.
ABSTRACT This article uses the lens of deliberative democracy to examine the argument of the permanent minority as a possible ground for secession. According to this argument, Catalans (or Basques) are permanent minorities which, under no circumstances, could obtain the parliamentary majorities that would enable them to secede. Historically, this fact has created the conditions for sustained abuse. Nowadays, it prevents the success of secession processes which leaves Catalans with no alternative but to circumvent democratic means. The article concludes that this argument is either incompatible with deliberative democracy or collapses into an argument that justifies secession as reparation. The argument goes like this: if the interests of the minority have been adequately considered in a deliberative process, the decisions of the majority are justified and thus do not generate a right to secede; if those interests have been ignored, the decisions fail to meet the deliberative standards and generate a remedial right to secession.
KEY WORDS Deliberation; Democracy; Minorities; Nationalism; Secession.
ReCIBIDO RECEIVED 17/4/2020
ApROBADO APPROVED 23/11/2020
PubliCADO published 30/1/2021
NOTE OF THE AUTHOR
Félix Ovejero, Departament de Sociologia, Universitat de Barcelona.
Correo electrónico: felix.ovejero@ub.edu
Dirección Postal: Universitat de Barcelona, Departament de Sociologia, Av. Diagonal, 688, Barcelona. Teléfono: 932035054
ORCID: https://orcid.org/0000-0003-4467-9265.
Para defender sus puntos de vista, los movimientos secesionistas con frecuencia apelan a conceptos relacionados con la democracia: autogobierno, derecho a decidir, autodeterminación. También las justificaciones normativas de la secesión (o del derecho a la secesión) han invocado principios presentes en las teorías de la democracia: la teoría plebiscitaria, que apela al principio de autonomía; la teoría adscriptiva, que apela a la voluntad de una comunidad de identidad; y la teoría de la reparación, que apela a las condiciones de la democracia. En este trabajo, aunque se realizará una breve cala final en la teoría de la reparación, nos centraremos especialmente en la teoría de la minoría permanente, que apela a los derechos de minorías (nacionales) que, por serlo, —por su condición de minorías— nunca verían sus preferencias atendidas por la comunidad política de la que forman parte.1 Se mostrará que esa teoría no se ve avalada por la apelación a la democracia, más exactamente, se mostrará la incompatibilidad de esa teoría con la democracia deliberativa, una idea de democracia según la cual las propuestas políticas se exponen a una pública deliberación y se tasan según criterios de imparcialidad o justicia, utilizando razones que —idealmente— han de resultar aceptables para quienes participan en las decisiones.
Comenzaré por caracterizar brevemente la democracia deliberativa en contraposición con otra idea de democracia de negociación (o de mercado). La caracterización será idealizada, conceptual, en un doble sentido: no se refiere a instituciones reales sino a versiones puras; se refiere a participantes en general, sin distinguir entre representantes (democracia representativa) o ciudadanos (democracia participativa). A continuación, perfilaré la idea de secesión, con una breve acotación histórica. Después, se examinará la teoría de la minoría permanente y, como contraste, brevemente, la teoría de la reparación. Se verá que la teoría de la reparación sí se muestra compatible con el ideal deliberativo: se argumentará que si se dan las condiciones de la deliberación, no está justificada la secesión y si esta está justificada es que, en realidad, no estamos ante una genuina democracia deliberativa. La conclusión general es que la secesión resulta incompatible con la idea deliberativa de la democracia. El texto se cierra recordando una paradoja a la que se enfrentan nuestras democracias: la universalidad de sus principios choca con el alcance limitado de las instituciones llamadas a realizarlos: estados enmarcados por fronteras políticas. Se sugiere una línea de respuesta a la paradoja: la minimización de las fronteras en aras de ampliar las comunidades democráticas. La argumentación será, fundamentalmente, analítica y conceptual, pero se harán algunas calas empíricas en la situación española, bien para ilustrar las tesis bien para mostrar la falta de fundamentos fácticos de algunas tesis secesionistas.
Dos democracias
Con frecuencia, la idea de democracia deliberativa se contrapone —y es un buen modo de perfilarla— con la idea de democracia de negociación o democracia como mercado (Elster, 1986). Según esta última, las decisiones colectivas son resultado de agregar preferencias, sin que quepa la posibilidad de reconsiderarlas en el proceso de toma de decisiones. Como sucede en cualquier negociación, las preferencias no se cambian, no se corrigen como resultado de un diálogo; si acaso, se acepta rebajar las demandas ante el mayor poder negociador del rival. Aunque acaten las decisiones, al final los participantes salen con las mismas opiniones que tenían al principio. Se puede corregir algún juicio, por ejemplo, porque se adquiere nueva información; pero no el punto de vista general, los intereses o las perspectivas. En ese sentido, las preferencias son prepolíticas, se forman privadamente, bien porque no se consideran susceptibles de ser argumentadas, al modo como sucede con los juicios estéticos (“hay que hacer porque sí”); bien porque se corresponden con los propios intereses, y el propio interés no es un principio normativo (imparcial, de interés general) susceptible de ser invocado en una argumentación política (no es atendible como argumento la afirmación “hay que hacer X porque me conviene a mí o a los míos”).
En contraste con ese ideal se levanta el modelo deliberativo. Según este, las preferencias se conforman mediante debate público (Elster, 1998). Los participantes acudirán a la deliberación con ciertas ideas, pero se mostrarán dispuestos a corregirlas a la luz de las mejores razones. Quizá, en el fondo, sus propuestas respondan a sus intereses; pero, en la deliberación, se ven obligados a justificarlas de acuerdo con criterios imparciales, con razones aceptables para todos, tratando de hacer ver a los demás que sus intereses se corresponden con tales criterios, que la razón para hacerles caso no es porque sean sus intereses, sino porque el respeto a principios generales de justicia recomienda atender sus intereses antes que otros. En lo esencial, la argumentación pública (también la del hipócrita) se sostiene en dos premisas: a) una normativa: “debemos hacer lo que se correspondan con principios de interés general, por ejemplo, atender a los más necesitados”; b) otra empírico-circunstancial: “la medida X que beneficia al grupo Y se corresponde con el interés general.” La primera es la que vincula normativamente a los participantes, incluso a los que defienden los intereses de su grupo. Si la deliberación muestra que, a la luz de los principios (el interés general), sus propuestas no están justificadas —porque, por ejemplo, hay otros más necesitados—, y puesto que han acatado tales principios —porque los han invocado ellos mismos—, quienes hacen las propuestas se verán obligados a abandonarlas, o, al menos, la tesis de que se corresponden con el interés general.
En un caso, la decisión final es el resultado de un proceso de negociación que recoge y traduce la fuerza (en votos) de cada cual. La decisión dependerá de los votos que respalden a cada una de las opiniones y de la regla de decisión manejada. Si basta con la mitad más uno para que sea adoptada, la capacidad de influir de las minorías en la decisión final será muy limitada. Con facilidad, los intereses de las minorías serán desatendidos o despreciados. Una situación que cambiará según vayamos aumentando el número de votos exigidos para tomar la decisión, según nos vayamos acercando a la unanimidad: si se requiere el acuerdo de todos, las minorías pueden bloquear cualquier decisión. Pero, a la vez, según aumenta el número, la toma de decisiones resultará cada vez más costosa, más difícil. En el caso de que se requiera el acuerdo de todos (regla de unanimidad), bastará con que uno se oponga para impedir cualquier decisión. En tal caso, la idea de democracia como triunfo de la mayoría perderá su sentido. En condiciones normales, si en el proceso cada uno cuenta como un voto, la decisión basada en la negociación recogerá los intereses de quienes sean más numerosos. Ahora bien, eso no quiere decir que la decisión se pueda considerar la más justa. Por esa razón, para proteger a las minorías frente a las mayorías potencialmente explotadoras, se justificaría establecer límites a lo que las mayorías pueden decidir. En tales casos, los derechos de las minorías se opondrían, por definición, a una mayoría cuyas decisiones ignoran las razones de los perdedores.
En la deliberación, la decisión es el remate final de un proceso de discusión en la que se invocan razones, en principio, aceptables para todos. La decisión adoptada dependerá del valor de los argumentos que respalden cada punto de vista. Las minorías, por el hecho de serlo, no tienen por qué ver menoscabada la posibilidad de que sus tesis prosperen si están sostenidas por buenas razones. Si proporcionan razones potentes, sus reclamaciones serán atendidas. En este caso, cuando la decisión colectiva se basa en principios de imparcialidad, los derechos no constituyen una protección frente a una voluntad general que se anticipa hostil. También, en la democracia deliberativa se contempla que ciertos asuntos no se pueden someter a votación. Por ejemplo, los derechos que garantizan las condiciones de la propia deliberación: la libertad de expresión, el voto igual para todos, que todos puedan exponer sus juicios y que tengan acceso a la información. En este caso, los derechos cumplirían la función de asegurar el proceso deliberativo, de asegurar a cada uno las condiciones para que puedan participar en condiciones de igualdad en las decisiones; pero su función no será proteger a las minorías, sino a la propia deliberación. Si la deliberación está asegurada, no hará falta establecer protecciones especiales para las minorías, porque las decisiones —tomadas en las correctas condiciones— ya atenderán (en la deliberación) sus intereses.
Sobre la secesión
En lo que sigue, la secesión se entenderá como la decisión —y el derecho que la acompaña— por parte de un conjunto de individuos de crear un nuevo estado mediante la apropiación de una parte de la población y del territorio de un estado preexistente. En una parte de un territorio que era de todos, y que ahora se reservan para sí, ese conjunto de individuos decide privar a los otros de la condición de ciudadanos, sin que ni siquiera se escuche la voz de esos otros.2 Para lo que aquí me interesa, carece de relevancia la distinción entre la secesión y el derecho a ejercerla. Por supuesto, una cosa es disponer de un derecho a vivir aparte, a romper la comunidad política; y otra el hecho empírico de optar por ejercerlo, con el resultado concreto de la secesión. Podría suceder, y ha sucedido, que unas cuantas personas se crean con el derecho y, luego, opten por no hacer uso del mismo; como también podría suceder que unos ciudadanos tuvieran el derecho a votar que otros se vean privados de derechos —por ejemplo, el voto de los negros— y votaran en contra de privarlos. En todo caso, en el plano normativo, y dada la naturaleza de lo que se decide, la posibilidad de ejercer el derecho es ya el resultado: la soberanía no se vota, sino que está decidida en el hecho mismo de la posibilidad de votar. Para votar hay que establecer un perímetro territorial de votantes y, en el mismo instante en que ese perímetro se establece, se ha decidido la soberanía. Un perímetro (de soberanía) que, naturalmente, no se vota, porque no puede votarse quién puede votar. Volveré más abajo sobre esto.
En ese sentido, el derecho unilateral a levantar una frontera es el derecho de una minoría a privar de la condición de conciudadanos a una mayoría, en un doble sentido: ex ante, porque nada pueden decir, y ex post, porque ya no serán ciudadanos en un territorio donde antes sí lo eran. Los que se separan se llevan el territorio y a sus habitantes, convertidos en ciudadanos de un nuevo estado; o de uno ya preexistente: En España, en seis meses, entre 1873 y 1874, cuando veinte localidades se declararon independientes, la ciudad de Cartagena pidió directamente el ingreso en Estados Unidos. Entre otras cosas, eso quiere decir que quienes se separan se arrogan el derecho a sustraerse de las obligaciones políticas vinculadas al estado común, entre ellas, la de redistribuir. Esa es la radical novedad de las modernas secesiones respecto a las clásicas, que se verán a continuación: quienes se separan se constituyen unilateralmente en unidades de soberanía, deciden irse con un territorio y unas gentes. Irse o expulsar, porque, en lo esencial, no hay una diferencia de concepto entre la independencia de Cataluña decidida por los catalanes, de una minoría (dentro de España) que decide unilateralmente constituirse en soberana; y la expulsión de Extremadura de España, decidida por una mayoría, por todos los españoles, menos los extremeños.
La secesión equivale a romper dos reglas fundamentales vinculadas entre sí que, idealmente, operan en las modernas democracias y que están indisolublemente asociadas a la unidad del territorio político: la unidad de justicia, según la cual las fronteras delimitan un ámbito unitario de aplicación de principios normativos, en donde se otorgan derechos, se pagan impuestos y se proporcionan servicios; y la unidad de decisión y gobierno, por la cual las decisiones idealmente tomadas por todos comprometen a todos. La primera regla es responsable de que los ciudadanos del mismo estado estén unidos por derechos y obligaciones que no alcancen a los individuos de otros países. Como en una familia, existiría una caja común a la que todos contribuirían, a la que podrían solicitar ayuda y de la que estarían excluidos los que no pertenecen a esa unidad de justicia (los ciudadanos de otros países). La segunda regla opera según un criterio de comunidad relevante: al modo como sucede en una reunión de vecinos, las decisiones las toman aquellos sobre quienes esas mismas decisiones recaen. Los del edificio de enfrente no tienen nada que decir acerca de si se instala un ascensor; eso queda de “puertas adentro”. Fuera del territorio enmarcado por las fronteras, en las relaciones entre los estados, las cosas serían muy diferentes: no hay compromisos de justicia o de redistribución y tampoco espacio común de decisión, democracia. Allí sigue funcionando un principio de razón de estado: no operan las razones y la deliberación, sino el poder y la negociación.
Otras secesiones
Las secesiones clásicas eran diferentes de las que nos ocupan, aunque mantienen algunos parecidos que justifican un breve recordatorio. La secessio plebis (separación de los plebeyos) de la que hablaba Tito Livio en su Historia de Roma desde su fundación (2.23.1-24.8) se correspondía, salvadas las diferencias, con lo que nosotros llamamos huelga general: una expresión cristalizada de la lucha de clases. Los plebeyos se rebelaban, reclamando derechos o instituciones (tribuni plebis: tribunos en el Senado; concilia plebis: asambleas propias) que los acercaran a la plena condición de ciudadanos o, más sencillamente, la desaparición de leyes manifiestamente injustas que les privaban de libertades, incluso hasta convertirlos en esclavos por impago de deudas. Abandonaban sus tareas, se marchaban de sus lugares de trabajo, paralizando Roma y constituían una nueva comunidad, razonablemente democrática, fuera de la ciudad. A partir de ese momento, las asambleas de la plebe (plebis scitum) y sus decisiones prevalecían sobre la voluntad de los legisladores.
Un proceder, que andando la historia, en el momento inaugural de la Revolución Francesa, en junio de 1789, remedarán los representantes del tercer estado cuando, al impedirles el acceso a la sala del Hôtel des Menus Plaisirs, donde se celebraban las sesiones de los Estados Generales, se trasladaron a la sala del Jeu de Paume de Versalles, y, según la famosa proclama, resolvieron “no separarse jamás, y reunirse siempre que las circunstancias lo exijan hasta que la constitución sea aprobada y consolidada sobre unas bases sólidas.” De manera parecida, en otro junio -este de 1924- se comportarán algunos diputados italianos, cuando, ante la violación de los procedimientos parlamentarios por parte del Gobierno de Mussolini y su incapacidad para explicar la desaparición del parlamentario socialista Giacomo Matteotti, abandonaron el Parlamento para reunirse por separado. Los diputados recuperaron incluso el nombre de Secessione dell’Aventino, en inequívoca referencia a una de las últimas secesiones clásicas, conocida con ese nombre, la de 287 a. C., cuando los plebeyos rompieron con el Senado y, abandonando Roma, se instalaron en el Monte Aventino.
Las diferencias en circunstancias sociales e institucionales entre las situaciones mencionadas son muchas y conviene la prudencia al reunirlas bajo la común etiqueta de secesiones. Sin embargo, con todas las cautelas del mundo, sí cabe reconocer ciertas coincidencias, una en especial: los secesionistas se marchan de la comunidad política y se presentan como —se constituyen en— una unidad legítima de decisión. Eso sí, siempre sobre un trasfondo normativo que está en el ADN de la política y hasta de la vida civilizada: los compromisos se rompen cuando se violan los derechos pactados. No eran tratados como iguales y, por tanto, su rebelión estaba justificada. Es el mismo principio que sostenía la licitud del tiranicido, justificado por clásicos griegos y latinos, como Plutarco o Cicerón, teorizado y disculpado por la escolástica española con su característica minuciosidad (Brincat, 2008, 2009),3 y que encuentra versiones más modernas —que no más elaboradas— en el derecho de resistencia, incluido explícitamente en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa e, implícitamente, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos; así como en el derecho a la revolución, inevitable compañero de la teoría del contrato social: los legisladores, cuando atentaban contra los intereses o los derechos de los ciudadanos, estaban, de facto, realizando una declaración de guerra y, en ese mismo momento, los acuerdos sociales podían darse por terminados.
Locke lo expresa con claridad en distintos lugares de su Segundo tratado sobre el gobierno civil, por ejemplo:
Todo aquel que llegue a ejercer algún poder sirviéndose de medios que no corresponden a lo que las leyes de la comunidad han establecido no tiene derecho a que se le obedezca, aunque el sistema político del estado haya sido conservado; pues esa persona no será la que las leyes han aprobado, y, por lo tanto, será una persona a la que el pueblo no ha dado su consentimiento. Un usurpador así, o cualquier otro que descienda de él, no tendrá la menor autoridad legal hasta que el pueblo tenga la libertad de dar su consentimiento y haya consentido de hecho en confirmarlo en el poder que hasta entonces había ejercido por usurpación. (Locke, 1689/1994, p. 186).
Y de ahí, sin apenas premisas intermedias, justifica el derecho a la resistencia: “puede emplearse la fuerza contra otra fuerza que sea injusta e ilegal; quien ofrezca resistencia en cualquier otro caso hará recaer sobre sí la justa condena de Dios y del hombre” (Locke, 1689/1994, p. 197).
Los casos anteriores tienen pocas cosas en común, pero sí hay una y es importante: una inicial ruptura de los compromisos, una violación de derechos o de elementales reglas del juego democrático, que justifica la posterior disolución de los acuerdos. Los perjudicados se ven liberados de someterse a leyes que han dejado ser las leyes de todos. De distinta manera, una parte de la comunidad política, ante las injusticias, opta por votar sus propias reglas, por sustraerse a unas leyes que ya no son sus leyes, que no los reconocen como ciudadanos y los excluyen del autogobierno colectivo, si se me permite cierta licencia retrospectiva en el uso de los conceptos políticos. Vistas las cosas de este modo, las secesiones aparecen como una variante (como el tiranicido o la revolución) del derecho a la resistencia, con la singularidad de que se opta, de distinta manera, por marcharse y decidir aparte, la ruptura de la comunidad política.
Otra cosa, discutible, es que ese “marcharse” tradicional supusiera una quiebra del territorio político común. Quienes se rebelaban se marchaban a una colina de Roma, a una sala de palacio o de un parlamento; pero no se llevaban ningún territorio. Atrás quedaba, intacto, un territorio político que era de todos; también de los que se marchaban. Por eso, cuando la injusticia era reparada y los derechos reconocidos, se incorporaban a las decisiones colectivas en una comunidad política ahora restaurada. Querían —permítase otro anacronismo— ser ciudadanos iguales entre iguales. En ningún caso se concebía que unos u otros perdiesen la condición de ciudadanos, fueran privados en el territorio común de sus derechos, ni, por supuesto, que unos cuantos pudieran decidir sobre la ciudadanía de otros ni sobre el territorio político de todos. Antes al contrario, la secesión nacía para combatir esa posibilidad, arrancaba de convicciones democráticas, para impedir que unos cuantos se otorgasen la capacidad de decisión sobre la vida de los otros. Suponía una defensa de la democracia de todos. Nacía como respuesta a una injusticia y se acababa con esta.
La teoría de la minoría permanente
Casi todas las reclamaciones secesionistas apelan a conceptos relacionados con la democracia: autogobierno, derecho a decidir, autodeterminación. Es el caso de dos de las teorías de la secesión clásicas: la teoría plebiscitaria y la teoría adscriptiva. La primera acude al principio de autonomía: a partir de la idea de que cada uno tiene derecho a autodeterminarse -que incluiría la libertad para asociarse con quien le apetece- y de que las comunidades territoriales legítimamente propietarias de sus territorios tienen derecho a disponer de ellos, concluyen que la comunidad de propietarios/habitantes puede decidir por mayoría el estatus de esos territorios (Beran, 1998; Pavkovic, 2003).4 Basta con que una mayoría durante un cierto tiempo concentrada en un territorio decida marcharse —y llevarse su territorio— para que cualquier otra consideración quede en suspenso. Por su parte, la teoría adscriptiva apelaba a la voluntad de las naciones, entendidas como comunidades de identidad: el simple hecho de compartir una identidad nacional proporcionaría un derecho a la soberanía sobre una parte del territorio político común.
Esas teorías presentan distintos problemas. La primera, uno de principio: determinar el censo de referencia de esa mayoría, el demos, que, por definición, no puede decidirse democráticamente. Siempre, antes de votar, ha de decidirse quién puede votar, ha de trazarse una frontera. Si la votación presume las fronteras, no cabe votar las fronteras. Se ha de determinar una población enmarcada en un territorio que, obviamente, no se ha votado ni, sin regresión infinita, puede votarse. La otra teoría, la adscriptiva (Moore, 1997; Tamir, 1995), tiene una respuesta al problema del demos/perímetro de decisión: las naciones serían el demos legítimo; pero tampoco carece de problemas. De tres estrechamente relacionados: primero, definir qué es una nación; segundo (derivado del anterior), identificar al colectivo de referencia al que atribuye la condición de nación, al que se le otorga el derecho; tercero, justificar por qué las naciones tienen el derecho a la secesión, esto es, inferir derechos o valores desde premisas empíricas y analíticas, referidas a hechos. El tercer problema es el más peliagudo y puramente lógico. La justificación de (el derecho a) la secesión a partir del “hecho nacional,” tal cual, es un ejemplo inmediato de falacia naturalista: que un conjunto de individuos participen de rasgos culturales no es un argumento para dotarlos de un derecho a la soberanía.
Aquí nos centraremos en otra teoría, recientemente revitalizada, la de la minoría permanente, que también apela a argumentos democráticos, en particular, a las relaciones entre mayorías y minorías.5 Así, se dice, catalanes (o vascos) constituirían minorías permanentes que, bajo ninguna circunstancia, podrían obtener mayorías parlamentarias suficientes para modificar los marcos de decisión. Esa condición, históricamente, habría dado pie a un abuso sostenido, a una desatención de sus demandas, cuando no a una explotación económica y a un desprecio de su identidad cultural. En el presente, cerraría la posibilidad real a proyectos políticos secesionistas, no dejándoles otra opción que la de saltarse los procedimientos normales de los sistemas democráticos, por ejemplo, mediante declaraciones unilaterales de independencia. La novedad de esta tesis, que —en apariencia— recupera argumentos clásicos de la defensa de las minorías, es que invoca consideraciones democráticas. La minoría no aspira tanto a blindarse frente a las mayorías, como a convertirse en mayoría; pero, a la vez, tiene el convencimiento de que bajo ninguna circunstancia podrá llegar a ser mayoría y, por ende, entiende que sus aspiraciones políticas jamás podrán prosperar.
Para su correcta discusión, la tesis ha de formularse con precisión; y esto no siempre sucede. Sin ir más lejos, hay cierta ambigüedad en la referencia de la minoría permanente, una ambigüedad que está en el origen de distintos problemas. No se sabe si designa a quienes tienen la demanda política (los partidarios de la secesión), al conjunto de los potenciales demandantes (la supuesta nación, en nombre de la cual dicen hablar los primeros) o, incluso, a la diferencia entre unos y otros. Si se trata del primer caso, cualquier demanda política democráticamente derrotada (de manera permanente o no) podría invocar el argumento (y, como se verá, esa situación es una constante del juego democrático, inseparable de la dinámica mayorías y minorías). Hay minorías que han acabado por ser permanentes y que lo seguirán siendo; por ejemplo, quienes se oponen al voto de la mujer. Si se trata del segundo caso, el argumento, de tener validez, debería considerarse —con más fuerza— para el caso de comunidades aún más minoritarias que catalanes o vascos, y aún más permanentes (dada su escasa renovación demográfica): los riojanos (apenas trescientos mil) serań minoría permanente con bastante más probabilidad que los catalanes (varios millones). Si el número relevante es la (menor) diferencia entre los dos guarismos, entre los partidarios efectivos de la separación (los nacionalistas/secesionistas) y los potenciales (los nacionales) —y algo de eso parece asomar en los argumentos que insisten en que “en Cataluña hay una demanda que no existe en otras comunidades autónomas”—, no cabe descartar un escenario hipotético en donde una población muy rica (Marbella, Pozuelo de Alarcón) reduzca casi a cero esa diferencia. Incentivos no les faltarían: si el argumento vale, los ricos, que por sus modos de vida parecidos y por el funcionamiento normal de todos los mercados -entre ellos el inmobiliario- acostumbran a avecinarse, tendrían todas las razones del mundo para desvincularse de las leyes de todos.
En el trasfondo de la apelación a la minoría de esta teoría hay una mala concepción de en qué consiste la idea de democracia en su relación con la regla de la mayoría.6 Y es que, en tanto gobierno de la mayoría, por definición, la democracia consiste en decir “no” a muchas minorías. En España, sin ir más lejos, hay una minoría mucho más mayoritaria que los nacionalistas catalanes, y también estable -o al menos tan estable como los partidarios de la secesión- que acepta con deportividad democrática que sus deseos no son mayoritarios y queda a la espera de persuadir al suficiente número de conciudadanos para cambiar cosas, como por ejemplo, ese 26,9% de españoles contrarios al estado de las autonomías, que quieren eliminarlos o disminuir sus competencias. En realidad, si atendiéramos las preferencias a los catalanes independentistas —que no son todos los catalanes, ni siquiera la mayoría— le estaríamos diciendo no a ese 26,9% y a quienes también se muestran satisfechos con el estado actual de las autonomías (CIS - Centro de investigaciones sociológicas, 2019).
Por otra parte, la tesis de las minorías permanentes se sostiene o arropa en supuestos empíricos o analíticos discutibles, cuando no directamente falsos. Uno de ellos es la asunción de existencia de una suerte de realismo metafísico fuerte, de supuestas esencias nacionales impermeables al paso del tiempo, como si las identidades nacionales fueran clases naturales. Y no es lo mismo ser mujer que miembro de una comunidad nacional. A lo largo del tiempo las mujeres o mantienen continuidades de rasgos o características, para empezar biológicas, que no se dan en el caso de las naciones. De hecho, las teorías de la secesión que en su definición de nación incluyen alguna mención a la conciencia nacional o la voluntad de autogobierno tienen serias dificultades para demostrar la existencia de las naciones con conciencia nacional o voluntad de autogobierno, habida cuenta las cambiantes opiniones de las poblaciones. Si una nación existe cuando un conjunto de individuos (suficiente) cree que son una nación, las naciones aparecen y desaparecen a lo largo del tiempo y en plazos de apenas lustros. En el caso de Cataluña, a la vista de las encuestas de opinión disponibles, hace diez años no existía la nación y no hay razón para pensar que seguirá existiendo de aquí a diez. Sencillamente, no hay continuidad de rasgos ontológicos.
Las pruebas de que no existen tales continuidades ontológicas o de identidad no se limitan a la conciencia nacional, hay otras pruebas menos psicológicas. Seguramente, no hay ninguna más fiable -entre las disponibles- que los apellidos de los miembros de la nación, que algo nos dicen de la composición (mudadiza) de poblaciones, de la existencia (o inexistencia) de continuidades. La composición de los apellidos nos informa acerca de dónde se mantienen los rasgos, de dónde no hay renovación ni mestizaje. Si la identidad colectiva tiene que ver con algo, es de suponer que tendrá que ver con las continuidades (biológicas, familiares) entre las personas que configuran las supuestas naciones. Puro individualismo ontológico. Si mañana todos los catalanes se fueran a Andalucía y los andaluces a Cataluña, resultaría difícil seguir sosteniendo la existencia de la nación catalana (o al menos, habría dudas acerca de dónde ubicarla). Pues bien, algo parecido a eso se produjo en España en una suerte de experimento natural. El desarrollo económico de los años sesenta del siglo pasado condujo a los españoles a abandonar las regiones pobres y buscar trabajo en las ricas. Y los datos son elocuentes: según los apellidos, las dos ciudades españolas con mayor identidad —con mayor continuidad ontológica— son Lugo y Huesca, por la obvia razón de que allí todo el mundo se va y no llega nadie (Romeu et al., 2006). Ateniéndose a los apellidos, Barcelona y Madrid se parecen como dos gotas de agua y esas dos ciudades capturan una suerte de foto fija resumida del conjunto de España; y en el País Vasco, sucede otro tanto. Los apellidos más frecuentes en Cataluña son los mismos que en el resto de España: García, Martínez, Pérez y así hasta los primeros veinte (datos del Instituto de Estadística de Cataluña, IDESCAT).7 Nada sorprendente en un país que experimentó el movimiento de población más importante en la Europa de la postguerra europea.
Este no es el único problema asociado a la atribución de identidad de la tesis de la minoría permanente. Reparemos en que otorga una injustificada singularidad a las naciones como minorías relevantes políticamente. Y minorías hay muchas. De hecho, todos formamos parte de varias minorías respecto a varias potenciales mayorías. Lo importante no es tanto la condición de minoría, sino qué minorías. Que una minoría esté concentrada territorialmente es solo una característica carente de implicaciones normativas. Las minorías nacionales son unas entre otras y, desde luego, resulta discutible que, a la hora de dotar de identidad compartida, resulten más decisivas que minorías definidas a partir de criterios sociales, sexuales, religiosos o, incluso, ecoambientales. La condición sexual, la clase social, la religión o el hábitat climático o ambiental están en el origen de identidades bastante más sólidas que tener una lengua común (algo, por demás, falso en el caso de vascos o catalanes, cuya lengua común y ampliamente mayoritaria es el español). Desde luego, si de identidad en algún sentido controlable empíricamente se trata, el trabajador de Seat de Martorell (Cataluña) tiene más que ver con el de Renault de Valladolid (Castilla y León) que con el burgués de Sant Gervasi (Barcelona), tan parecido al del barrio de Salamanca (Madrid). Los catalanes, en tanto que tales, compartimos bastantes menos rasgos culturales que los que pueden compartir colectivos como homosexuales, trabajadores temporeros, sopranos, islamistas o pescadores; sean andaluces, gallegos, catalanes. Estos otros colectivos constituyen también minorías (permanentes) respecto a algún tipo de mayoría, el resto de la población (su conjunto exclusión, en términos lógico-matemáticos). La apelación territorial complica aún más las cosas, pues los argumentos de la teoría de la minoría permanente, de valer, justificarían otras secesiones en las nuevas naciones recién creadas: en una Cataluña independiente, también habría nuevas minorías permanentes porque, por definición, en la medida en la que establecemos un criterio que puede definir un conjunto, siempre estamos en condiciones de reconocer una minoría.
La teoría de la minoría y la democracia
Desde el punto de vista normativo, lo relevante no es la existencia de minorías; sino cómo son tratadas, si se respetan sus derechos o si son objeto de discriminación. Los ricos también conforman una minoría bastante permanente en muchas de nuestras sociedades con baja movilidad interclasista, sin que por ello podamos considerar que son objeto de discriminación. Desde luego, resulta difícil pensar que en el caso de vascos o catalanes podamos hablar de injusticias. Basta con ver la composición de las élites políticas o económicas. También aquí los datos sobre lenguas y apellidos resultan significativos: a pesar de que el castellano (o español) es es la lengua materna del 55% de los catalanes, tan solo el 7% de los parlamentarios reconoce el castellano como su “identidad lingüística” (Miley, 2006). Los resultados son abrumadores y sostenidos en el tiempo: “Solo 32 de los 135 diputados del Parlamento (catalán) llevan algún apellido de los más frecuentes de Catalunya,” los apellidos “españoles” (Castro, 2016.). Ninguno de los veinticinco apellidos más comunes (los “españoles”) está presente en los recientes gobiernos autonómicos (con datos anteriores a 2018). En realidad, los excluidos son los catalanes cuya identidad no se corresponde con la “nacional” y que constituyen la mayoría de los catalanes. Catalanidad, privilegios sociales y puntos de vista independentistas están altamente correlacionados (Oller, Satorra y Tobeña, 2019; Vidal y Gil Hernández, 2019), y las correlaciones se han ido incrementado a lo largo del tiempo. El aumento de la relevancia de ser catalanoparlante lleva a pensar que el entorno económico es aún más favorable a los catalanoparlantes (en comparación con los castellanoparlantes) ahora que durante el franquismo, respecto a los castellanoparlantes que, además, son los más pobres.8 Y otro tanto sucede con la supuesta explotación económica. En la historia reciente —y no tan reciente— incluido el franquismo, Cataluña y el País Vasco han estado entre las regiones más ricas de España. Por cierto, también es falso el mito de la represión franquista, al menos comparativamente: en porcentaje, dentro del conjunto de España, las dos regiones con el menor número de víctimas —y con diferencia— fueron precisamente Cataluña y el País Vasco (Gómez Calvo y Zubiaga, 2018).
En realidad, el colapso de la teoría de la minoría permanente es de principio. Y es que si vale para Cataluña, vale para Extremadura, que, desde cualquier punto de vista empírico, referido al bienestar o a la riqueza, está en peores condiciones que Cataluña, y que, además, por número de habitantes, es una minoría aún más minoritaria. El argumento vale para Extremadura, para Castilla y para cualquier región. Salvo que, por una suerte de saturación ontológica, asumamos que solo existen Cataluña y lo demás, una España que, de ese modo, quedaría convertida en un paquete compacto de identidad. Así las cosas, no habría democracia legítima: por definición, cada uno es minoría respecto a todos los demás. Cada uno de nosotros forma parte de varias minorías a la vez, pero eso no impide que, como ciudadanos, dotados de nuestra plural identidad, tomemos decisiones con los demás en condiciones de igualdad. Cuando las razones son justas, se materializan en leyes y el mundo mejora; así ha sido siempre a lo largo de la historia. Las reclamaciones de derechos siempre empezaron con una minoría, incluso las de las mujeres, que no son una minoría; y ni les cuento los de los niños o los de los animales. Desde el punto de vista normativo, si un derecho está justificado, tanto da que lo solicite uno como un millón. Lo que sucede es que en unos casos nos parece razonable, en un debate democrático; y en otros no. Si el derecho a la secesión existe “por minoría permanente,” también dispone de él Pozuelo de Alarcón (la población española con mayor nivel de renta), que cumple todos los requisitos. El argumento “en Pozuelo nadie reclama la secesión” es moralmente irrelevante. Si el derecho está justificado, deberíamos alentar la aparición de un partido que lo reclamara en Pozuelo o en Badalona. La voluntad y el número resultan irrelevantes para fundamentar derechos.
Basta con sustituir catalanes por homosexuales o negros y se verá la debilidad del argumento, que, si algo muestra, es la escasa confianza de quienes lo invocan en la posibilidad de respaldar con buenas razones sus demandas. El matrimonio homosexual lo hemos aceptado todos porque, aunque afecta a pocos, nos ha parecido justo. Y, afortunadamente, hemos conseguido que otras demandas (racistas o sexistas, por ejemplo) se conviertan en minoritarias y con tendencia a ser cada vez más minoritarias. La buena democracia, por buscar razones aceptables para todos, es universalista: los ciudadanos, cada uno con su plural identidad, se reconocen iguales y exponen sus razones que otros atienden. La tesis de la minoría permanente resulta inseparable de una pobre idea de democracia (la que llamábamos democracia de mercado o de negociación) (Elster, 1986), en la que solo importa el número y que desatiende la justicia o racionalidad de las preferencias, y por eso necesita unos derechos que protejan frente a la democracia. Desconfía de la capacidad de la democracia para producir leyes justas y, en ese sentido, resulta incompatible con la indiscutible evidencia de la conquista de derechos por minorías. Las minorías permanentes son atendidas cuando consiguen convencer a suficiente número de conciudadanos de la injusticia de su situación; por eso se hacen leyes en favor de discapacitados, autónomos, ferroviarios o pastores de cabras.
En ese sentido, la tesis de la minoría permanente se lleva mal —por no decir que resulta incompatible— con la democracia deliberativa. Una minoría que carece de razones —o que ni siquiera contempla exponerlas— para sostener sus reclamaciones no es una minoría injustamente tratada. La injusticia aparecería precisamente si sus demandas se impusieran solo por ser minoría, sin haber sido tratada injustamente; que es lo que sucede con los privilegiados en muchas de nuestras sociedades y con los secesionistas que amenazan con romper la comunidad política si no se atienden sus exigencias (que consisten precisamente en romper la comunidad política, en no redistribuir ni votar con sus actuales conciudadanos). La mayoría, cuando se han escuchado las razones de todos, tiene razones para imponer su voluntad. En eso consiste la mejor democracia.
Otra cosa, como decía, es que la minoría haya sido maltratada. Si, por ejemplo, los supuestos empíricos de la tesis de la minoría permanente fueran indiscutiblemente ciertos, si nos encontrásemos con que realmente catalanes o vascos han sido, en tanto que tales, sistemáticamente excluidos y explotados, privados de derechos; la teoría de la minoría permanente como justificación de la secesión resultaría, en el mejor de los casos, redundante o prescindible. Sus reclamaciones estarían justificadas, pero no por los argumentos invocados por la teoría; sino porque no se han atendido preferencias razonables, porque (objetivamente) están privados de derechos (no puede votar, acceder a trabajos, expresar sus puntos de vista, etcétera). En tal caso la teoría, colapsaría en la teoría de la reparación que examinaremos a continuación: si no hay derechos, se rompe el contrato social.
La teoría de la reparación
La teoría de la reparación (o de la causa justa) otorga prioridad a una democracia inseparable de una comunidad de ciudadanos instalada en un territorio. En continuidad con la idea clásica de secesión, reclama una potente justificación para romper el compromiso con las leyes y las decisiones del estado primitivo: tan solo la falta de democracia o una injusticia indiscutible justificarían la secesión. Más exactamente, la secesión solo resulta aceptable cuando a) se ha ocupado un territorio soberano, como es el caso de las colonias, o b) se violan sistemática y persistentemente los derechos de ciudadanos en un territorio, lo que incluiría, obviamente, la explotación económica de tales ciudadanos. La separación sería un mal menor para aliviar otro peor: el daño a los derechos, entre ellos el de participación. Cuando eso se produce, cabría amenazar legítimamente con el argumento: “Si mis derechos no son atendidos o mi voz es acallada, me marcho (y conformo en una parte del territorio una nueva comunidad política).” Mientras tales circunstancias no concurran, no habría secesión aceptable. Si mi voz, mis razones y mis votos han sido considerados, no cabe decir “me voy (con el territorio) y no debo explicación alguna.” Por el contrario, cuando mis intereses, mis opiniones y mis votos cuentan en su ponderado peso en las decisiones colectivas, no cabe la secesión. Amenazar con la secesión equivale a sustituir las buenas razones y la búsqueda de las leyes justas por el chantaje y la fuerza. Quien invoca el argumento de “no me atengo a lo acordado si mis deseos no se cumplen,” cuando sus opiniones han sido atendidas en un proceso deliberativo está, de facto, quebrando el vínculo entre democracia y leyes justas, sostenido en que las decisiones recogen las opiniones, los votos y los intereses de todos. Esa amenaza supone, en breve, atentar contra el único sentido inteligible de la idea de autogobierno colectivo.
Las consideraciones anteriores describen, en lo esencial, la llamada teoría —o justificación— de la secesión como remedio o reparación (de injusticias), teoría que está en el trasfondo normativo del derecho internacional cuando se ocupa de esos asuntos (Buchanan y Golove, 2005; Seymour, 2007). La autodeterminación o la secesión no se descartan, pero es necesario demostrar la existencia de injusticias, de limitaciones a los derechos o a la participación democrática. Mientras eso no suceda, precisamente por respeto a la democracia y los derechos, las fronteras están justificadas. Esta estrategia entronca con la razonable intuición que líneas arriba calificábamos como el ADN de la política: si se violan los derechos, se rompen los compromisos; no podemos sentirnos obligados por decisiones que ignoran nuestra voz. Por lo mismo, si no es así, cuando se respetan los derechos y se ponderan mis razones, las fronteras de los territorios políticos existentes, prima facie, se consideran legítimas.9
No se trata de un punto de vista conservador. Y es que, se mire como se mire, levantar una frontera supone establecer un límite al alcance de los derechos y de la democracia, enmarcar un perímetro a la aplicación de principios con vocación de universalidad. Quienes nacen del otro lado de la frontera, por el simple hecho de nacer al otro lado —una circunstancia azarosa, no elegida— ven limitado su acceso a derechos y recursos. Quedan excluidos de nuestro círculo político o normativo: no tenemos obligación de redistribuir, de atender su voz o de garantizar sus derechos como conciudadanos. Repartimos y decidimos con los nuestros; a los otros, si acaso, y con quien quiera, caridad. En general, cualquier frontera es una anomalía desde el punto de vista de la justicia, al menos si nos sentimos comprometidos con el principio de que no están justificadas las desigualdades que no deriven de elecciones responsables de las personas; el mismo principio que permite condenar las discriminaciones por sexo o raza. Una frontera supone cercenar arbitrariamente la aplicación de principios de justicia. En ese sentido, en virtud de estas mismas consideraciones, el ideal regulador, el principio de actuación, recomendaría eliminar fronteras (y, por lo mismo, condenaría levantarlas donde no existen). La ampliación institucionalizada de nuestro círculo moral, ceteris paribus, justificaría la eliminación de fronteras en aras de ampliar la comunidad de ciudadanos, de extender el ámbito de aplicación de la democracia y de la justicia.
Vale la pena subrayar que -en la medida en que se ancla en una poderosa idea de justicia, hasta el punto de mirar con desconfianza a unas fronteras que trazan límites a la aplicación de principios de alcance general y que, si acaso, juzga aceptables tan solo como males menores- la teoría de la reparación no se ve afectada por las apelaciones a voluntades democráticas, al menos mientras no dispongan de argumentos independientes, como la privación de derechos. Si nos tomamos en serio que no hay un derecho incondicional a levantar fronteras, resulta moralmente irrelevante que muchos quieran la secesión (teorías plebiscitarias), que existan comunidades culturales con voluntad de autogobierno (teorías adscriptivas) o que las minorías no consigan convertirse en mayorías (teoría de la minoría permanente). Estas circunstancias, si acaso, importarán solo si se acompañan de razones independientes, que apelan a principios de justicia, porque se discrimine a los miembros del colectivo cultural o se los excluya de derechos democráticos. Lo importante es la existencia de injusticias probadas y sistemáticas.
Es más, sin injusticias -y dado que la prioridad moral apunta en contra de una secesión que justifica trazar perímetros de exclusión entre ciudadanos y limita el alcance de la justicia- la apelación al número, la identidad o la condición minoritaria, sin otros respaldos argumentales, debería mirarse con desconfianza: estaría en el origen de la defensa de privilegios o de limitaciones de derechos. Una apreciación que, en el caso español, no se ve desmentida por las conocidas invocaciones —por parte de las comunidades más ricas— a unos supuestos “derechos históricos” o singularidades culturales para justificar tratos fiscales especiales. La secesión, sin injusticia, supondría una violación de elementales compromisos con la igualdad de los ciudadanos, entre ellos el primero: unos decidirían los derechos políticos de otros en su propio país; de hecho, se arrogan la potestad de convertirlos en extranjeros. Desde esta perspectiva, no habría diferencia relevante entre la secesión y el racismo o el sexismo. En todos esos casos, un conjunto de ciudadanos se arrogaría la potestad de limitar a otros derechos de ciudadanía en virtud de ciertas características biológicas, culturales o territoriales. En ese sentido, la justificación de la unidad territorial, como una garantía de institucionalización de la democracia en su vínculo con la justicia, se sostiene en el mismo principio que justifica, excepcionalmente, la secesión cuando se produce una injusticia o una limitación de derechos. En los dos casos estaría privándose de derechos a unos por decisión de otros.
Conclusiones
A la vista de lo expuesto hasta aquí, no parece que la teoría de la minoría permanente pueda encontrar avales en la democracia deliberativa. La condición de minoría no es, como tal, un argumento normativo; sino una circunstancia habitual de las decisiones democráticas. Si la minoría dispone de razones, sus intereses serán tenidos en cuenta; si no, no hay por qué tenerlos. Si está excluida o explotada, entonces ya no estamos ante una buena democracia; pero en ese caso, la teoría de la minoría colapsa en la teoría de la reparación, cuyos fundamentos son los mismos que los de la democracia deliberativa. Más en general, nadie que crea que una democracia es algo más que una simple agregación acrítica de preferencias puede defender un proyecto secesionista que exige romper una unidad de decisión y de justicia. Es más, la prioridad de los derechos y del autogobierno reclama oponerse a tales proyectos. Solo cuando esos principios no se respetan, cuando no hay justicia ni hay democracia, estará justificada la secesión, precisamente en nombre de tales principios. En ese sentido, la teoría de la reparación parece la fundamentación más acorde con los principios democráticos: la única secesión justificada es aquella que apela a los mismos principios que sostienen a la democracia. Mientras exista democracia, no hay lugar para la secesión justificada: antes, al contrario, apostar por la secesión supone socavar las condiciones de la democracia.
En esas circunstancias, los problemas de justificar las fronteras no son sino una variante de una paradoja, de una inconsistencia pragmática, que afecta al núcleo mismo de los estados democráticos y, más en general, de las aspiraciones revolucionarias herederas de la Ilustración: la universalidad de los principios inspiradores, de los ideales igualitarios y de justicia, se ve traicionada por unas instituciones llamadas a realizarlos, -los estados- que se levantan sobre fronteras inevitablemente arbitrarias que no responden, ni pueden responder, a justificación normativa y que, sin embargo, condicionan el futuro de las personas, sus derechos, sus recursos y oportunidades. El ideal ciudadano, que inspiró revoluciones contra los privilegios señoriales y, en general, contra cualquier desigualdad de origen (color de la piel, sexo, etcétera.) desvinculada de la responsabilidad, se ha intentado realizar mediante una herramienta con un radio de acción limitado, que comienza por negar el acceso a derechos y recursos a aquellos que han tenido el mal azar de venir al mundo en el lado malo de la frontera. Y la paradoja no tiene solución: las fronteras no pueden ser el resultado de votaciones que, para realizarse, necesitan establecer fronteras.
Se trata de una paradoja constitutiva, sin solución teórica; pero que sí sugiere líneas prácticas de actuación: es bueno minimizar las fronteras, en aras de ampliar los ámbitos de justicia y democracia; y malo lo contrario:- levantar fronteras donde no han existido y a fin de romper estados democráticos. Si no hay razones de principio para rechazar a los extranjeros como conciudadanos, menos puede haberlas para convertir a los conciudadanos en extranjeros. Por supuesto, hay otras consideraciones, además de la igualdad y hasta de la justicia: hay consideraciones prudenciales. Pero, en todo caso, esas consideraciones difícilmente encuentran avales normativos en los principios que han inspirado las revoluciones democráticas. La resignación no es un argumento moral.
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1 Quizá resulta exagerada la calificación de teoría y sería más justo, dada su escaso grado de elaboración, hablar de argumentación o perspectiva. Si se mantiene esa calificación es simplemente por no introducir distinciones adicionales respecto a las teorías ya consolidadas que se mencionan en el texto, algo que complicaría innecesariamente la exposición.
2 Mi definición no se ve debilitada por las llamadas separaciones de terciopelo, supuestamente, resultado de un acuerdo entre las partes. El problema tiene que ver con a qué nos referimos con las partes. En las separaciones de terciopelo realmente existentes la partes no acostumbran a ser los ciudadanos potencialmente afectados. Sin ir más lejos, las más famosa de todas, la que derivó en la partición de Yugoslavia, se decidió en los despachos y nunca fue avalada por un referéndum (de hecho, en una consulta realizada un año antes de la partición solo el 36% votó a favor de la misma). Podríamos, por supuesto, imaginar un caso hipotético de acuerdo del 100%, pero no pasaría del experimento mental. Si se trata de privar de derechos —de ciudadanía— bastaría el desacuerdo de un individuo (decidido por otros) para encontrarnos con un caso de secesión en el sentido estipulado por mi definición.
3 Francisco de Vitoria justificó el robo en situaciones de hambruna o no pagar tributos injustos. Juan de Mariana, la insubordinación y el tiranicidio. El padre Mariana, en Del Rey y de la Institución real (1599/2017) y Francisco Suárez, en su Discurso de leyes (1612/1968), defendían la desobediencia y el derrocamiento de las autoridades que no cumplían sus obligaciones o se excedían en el uso de sus funciones.
4 La presentación de Ludwig von Mises es nítidamente clara: “El derecho a la autodeterminación, con respecto a la cuestión de la pertenencia a un estado, se entiende, por lo tanto, cuando los habitantes de un territorio determinado (ya sea un solo pueblo, un barrio entero, o una serie de distritos adyacentes) hacen saber, mediante un plebiscito libremente llevado a cabo, que ya no desean permanecer conectados con el estado al que pertenecen, sino que desean formar un estado independiente o formar parte de algún otro estado, y sus deseos deben ser respetados y aplicados” (2011, p. 211).
5 Cabe encontrar una formulación temprana en Berlin (1972, pp. 11-30). A veces, la tesis aparece en el contexto de la contraposición de las dos ideas de democracia (Norman, 2006, pp. 144-145). Referida al caso catalán, en varios trabajos incluidos en Kraus y Vergés (2017).
6 Para una defensa radical a partir de la igualdad política (Waldron, 1999). Para defensas más matizadas (Novak y Elster, 2014; Mineur, 2017).
7 Para encontrar el primer apellido de raíz en lengua catalana entre los más comunes en Cataluña hay que bajar hasta el puesto 25: Vila. Los más frecuentes son comunes en todas las regiones (Cano, 2018).
8 La movilidad social asociada a la lengua ha disminuido durante los años de políticas nacionalistas, o de otro modo, con respecto a sus conciudadanos, los otros catalanes no son más ricos de lo que lo fueron sus padres. Se puede comprobar a partir del índice de catalanidad, elaborado según la distribución —más o menos uniforme— del cada apellido en España. El índice de catalanidad se calcula como la probabilidad de que un teléfono de línea fija registrado en España con ese apellido esté localizado en Cataluña (Güell, Rodríguez Mora y Telmer, 2015).
9 Sería mejor decir alegítimas, no necesitadas de justificación. Las fronteras son resultado de circunstancias geográficas, matrimonios reales, conquistas y violencias; pero, una vez consolidadas en situaciones de democracia y respecto a los derechos, y habida cuenta de que tampoco hay unas condiciones de democracia para trazarlas, porque no cabe votarlas, se tomarían como un dato, como el fin de una secuencia histórica. En todo caso, lo que no cabe es confundir esta apelación al ruido y la furia con una justificación o una fundamentación. De ahí lo de alegítimas. Por lo demás, la estrategia naturalizadora ayuda mucho frente a la obsesión propia de la filosofía trascendental por fundamentar lo que simplemente es. Del mismo modo que nadie intenta fundamentar la visión —si acaso, explicarla—, nadie debería intentar fundamentar la inducción. Ni, por cierto, el conocimiento científico: no se sabe muy bien en qué pudiera consistir una fundamentación sobre una base indudable, ajena, externa a la ciencia.