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Entrevista a Lisímaco Parra Interview with Lisímaco Parra ÁNGELA URIBE

Universidad Nacional de Colombia, Colombia


Lisímaco Parra, tras realizar una estancia de tres años en Berlín como becario de la Fundación Konrad Adenauer, trabajando bajo la tutela de Ernst Tugendhat, se doctoró en Filosofía, en la Universidad Nacional de Colombia, con una tesis titulada Estética y modernidad en la Crítica de la Facultad de Juzgar de Immanuel Kant. Hizo estudios de maestría en Ciencia Política en la Universidad de los Andes y es Licenciado en Filosofía y Letras por la Pontificia Universidad Javeriana. Ha ejercido la docencia en diferentes instituciones y actualmente es profesor titular de Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia, donde ofició como vicerrector académico entre 2003 y 2006. A finales de 2012 organizó, en estrecha coordinación con Roberto R. Aramayo -a la sazón Secretario de la SEKLE- el Primer Congreso de esta sociedad, que tuvo lugar en Bogotá, gracias a la colaboración, junto a su propia Universidad, de las universidades de los Andes, Javeriana, del Rosario, de Antioquia y del Valle. Con Catalina González editó un suplemento de la revista Ideas y Valores consagrado a dejar un vestigio del encuentro y cuyo título es “Kant: la filosofía práctica. De la política a la moral”. Sus principales áreas de investigación son la ética y la política modernas y contemporáneas, la estética del s XVIII y XIX, y el pensamiento colombiano.

P.: Nos conocemos desde hace muchos años. Sin embargo, ni cuando fui su alumna, ni durante el dilatado tiempo en que hemos sido colegas he sabido cómo fue su aproximación a Kant. ¿Podría contarme algo de ese encuentro inicial?


auribeb@unal.edu.co


[Recibido: 4 de abril de 2017

Aceptado: 16 de abril de 2017]

Entrevista a Lisímaco Parra



R.: Mis primeros contactos con la filosofía de Kant tienen lugar en los comienzos de mis estudios de pregrado en la Universidad Javeriana de Bogotá. Era muy joven, y mis nociones acerca de lo que pudieran significar “razón teórica pura” o la “crítica” de la misma eran dramáticamente confusas. Por la misma época y, gracias al prestigio de que gozaba entre los estudiantes de la época un profesor, me inscribí en un seminario suyo sobre la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Este profesor, que posteriormente se dedicó por entero a la composición musical, y que se llama Sergio Mesa, fue muy importante en mi acercamiento a la filosofía de Kant.

Al respecto recuerdo un suceso más o menos “tragicómico”. En ese seminario, yo estaba encargado de la exposición de unas seis o siete páginas de la Fundamentación. Trabajé durísimamente toda la semana, y al momento de mi exposición sólo pude dar cuenta de las tres primeras páginas. A continuación, tuve que reconocer en público que, pese a haber trabajado mucho, no entendía toda la argumentación y en consecuencia no había avanzado casi nada en el texto que me correspondía exponer. La respuesta de Sergio, a quien por lo demás hace muchísimos años que no volví a ver, fue desconcertante: en lugar de la previsible reprimenda por irresponsable, lo que dijo fue que eso era normal, que el texto en cuestión, como todos los textos de Kant, era extremadamente complejo y que no había que desanimarse si al primer intento no funcionaba. Puedo imaginarme que escenas parecidas se seguirán dando hoy día. Se trata, quizás, de una primera e ineludible fase de la recepción.

P.: ¿Qué facetas de la filosofía kantiana le atrajeron desde un principio?


R.: Por aquella época, estoy hablando de la primera mitad de los años setenta del siglo pasado, en los círculos cristianos, o más específicamente, en los círculos católicos, todavía gozaba de mucha vitalidad la llamada teología de la liberación. No creo que existan “afinidades electivas” entre esta teología y la filosofía de Kant. Cosa diferente es el caso de Hegel. Las reiteradas adhesiones de Kant al “entendimiento común” están bien lejos de la exaltada aclamación hegeliana del “espíritu del pueblo”. Para los fines de la política, o más precisamente, de esa política, se prestaba más Hegel, dado además que, al fin y al cabo, Marx había sido un “hegeliano de izquierda”. El “Kant marxista” de Lucio Colletti, o de Lucien Goldmann resultaban demasiado teóricos para ser combustibles


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revolucionarios. Tal vez deberíamos darnos el lujo de leerlos hoy, con tranquilidad, cuando ya han pasado de moda.

Mucho tiempo más tarde he venido a sospechar que en ese hegelianismo teológico liberacionista se actualizaba, irónicamente, una tendencia secular de eso que Jaime Jaramillo Uribe denominara la “personalidad histórica de Colombia”. Hemos sido, y seguimos siendo, un país eminentemente conservador. Con ello no me refiero evidentemente a la vulgaridad con que ex-presidentes, ex-procuradores y demás mercaderes religiosos persiguen a la población gay en defensa de la familia y en contra de los acuerdos de paz con las guerrillas colombianas. Se trata de otra cosa, y para ilustrarla se me viene a la mente un ejemplo.

En los años 50 y parte de los 60, en Colombia estuvo muy en boga un filósofo alemán llamado Max Scheler. Me atrevería a sostener no que exclusivamente, pero sí que en buena parte, su atractivo radicaba en que era un pensador católico que permitía a algunos intelectuales colombianos participar de la contemporaneidad filosófica, sin realizar un drástico ajuste de cuentas con la cultura católica. A mediados del siglo pasado, fundadores eximios del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, sede del pensamiento laico colombiano, encontraban en la filosofía de Scheler una alternativa al tomismo, que no obstante les hacía posible mantener su “corpus religioso”. Pienso, por ejemplo, en Cayetano Betancur, de quien carecemos aún de una buena monografía.

Otro ejemplo. Aproximadamente un siglo antes, es decir, en el siglo XIX, el mismo principio conservador ya se había puesto en práctica. Para entonces, otro fundador eximio, ahora no ya del Departamento de Filosofía, sino de la propia Universidad Nacional de Colombia, universidad pública, laica y no confesional, don Manuel Ancízar, acogía y difundía con vigor las tesis de la llamada escuela “ecléctica” francesa. En su opinión, el eclecticismo permitía a las primeras generaciones de colombianos soslayar la tentación reaccionaria, o la caudillista, pero también a la jacobina. Una aristocracia no ya necesariamente racial, se encargaría de dar por terminadas las turbulencias de la Independencia, sin que ello significase retornar simple y llanamente a los tiempos de la colonia, pero sin que hubiese una reformulación radical de los ideales sociales coloniales.


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En buenos términos hegelianos se trataba de “superar” la colonia, es decir “negarla pero conservándola”. Al respecto, recientemente Alejandro Molano ha escrito una interesante tesis doctoral.

P.: Sin restarle el mérito a su profesor de la Universidad Javeriana o a su esfuerzo por entender esas siete páginas de la Fundamentación, me pregunto si lo dicho por Kant en ellas no podría resultarle a un joven estudiante de esos años sumamente novedoso; novedoso en un contexto en el que no se concebía la posibilidad de que el ajuste de cuentas con la cultura católica fuera radical.

R.: Como le decía hace un momento, por esos días mí sensación más fuerte era la de crasa incomprensión. Allí todavía no había entonces lugar para la novedad y, en un principio, tampoco percibía las implicaciones críticas para el catolicismo. Eso fue llegando. Al respecto, recientemente me he encontrado con unos estudios muy voluminosos y sesudos realizados en la Universidad de Eichstätt, que es la única universidad privada católica en Alemania, sobre la relación entre Kant y el catolicismo. Hay incluso un estudio que lleva por título algo así como “¿deben los católicos tener todavía miedo de Kant?”. La respuesta es que no, y yo imagino entonces que el catolicismo, que en su momento incluyó a Kant en el índice de los autores de lectura prohibida, ha tenido su evolución. Es posible que el catolicismo alemán se haya “protestantizado”, y entonces no tema más a Kant. Pero entonces, lo que estos estudios no tocan a fondo es el momento de la Contrarreforma, bajo cuya sombra quedó cobijado, ¡y de qué manera!, el mundo cultural hispano-y-americano.

P.: ¿Entonces usted reaccionó con Kant ante ese ambiente hegeliano? Recientemente me contaba del impacto que le ocasionó la lectura del opúsculo kantiano sobre ¿Qué es la Ilustración? y que este texto podría haberlo decantado por estudiar filosofía.

R.: Situémonos de nuevo en la “coyuntura teológica” de la primera mitad de los años setenta. Por supuesto que Hegel es un pensador complejísimo, como bien me lo recuerda en este momento el espectro del inolvidable profesor de la Universidad Nacional, don Ramón Pérez Mantilla. Pero la variante a la que me refiero representaba la posibilidad de conservar modelos sociales comunitarios, precapitalistas y antiliberales, con una envoltura progresista-popular relativamente atractiva.


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Mi examen de licenciatura fue un alegato más o menos afiebrado acerca de los apartados que dedica Hegel en su Pequeña Lógica a la crítica de Kant. No obstante, por la misma época me topé con el pequeño texto kantiano a que usted hace mención, Respuesta a la pregunta: ¿qué es la ilustración? Todavía hoy, cuando lo releo, vuelvo a experimentar su arrolladora fuerza retórica, comparable quizás a la del Manifiesto comunista.

Sabemos bien que “filosofar sin supuestos” es una quimera. Pero además, me parece algo no sólo legítimo, sino incluso apremiante trabajar en pro de ideales políticos. No obstante, algo muy distinto es declarar que estos supuestos, o causas políticas o religiosas con los que nos comprometemos, sean algo así como límites a priori que no pueden ser traspasados, y que por principio no pueden ser interrogados. Llamar a esto filosofía es una contradicción en los términos. En todo ello se trataba, quizás, de una variante criolla del Conflicto de las facultades: frente a los zelotes parapetados en el hegelianismo, el sapere aude pertenecía a la Facultad de filosofía. Me decidí por esta.

Con respecto a los alcances de esta decisión quisiera hacer una precisión. A mi juicio, el sapere aude de Kant es profundamente arreligioso, lo que no debería ser confundido con irreligioso, ni con antirreligioso. Creo que a esto se refería Max Weber cuando se declaraba como religiös unmusikalisch. No todo en la religión es superstición, ni todo en ella ha de ser fantasía. No todo en ella es, por así decirlo, “música”. Y un agnóstico puede aprender mucho de la religión. Por lo demás, en países como los nuestros resulta un tanto estúpido pensar que la religión es un asunto privativo de curas y pastores. Más pronto que tarde, esta pereza mental se nos devuelve como un bumerán. No olvide que un porcentaje decisivo de los votantes colombianos que en el año 2016 no aprobaron los acuerdos de paz alcanzados con las guerrillas lo hicieron aduciendo confusos motivos religiosos.

P.: Una vez tomada esa decisión por la “facultad” de filosofía, para seguir empleando los términos del Conflicto de Kant, ¿cuál fue la evolución de su lectura de Kant?

R.: Ahora a distancia, me parece que una segunda fase de mi ocupación con la filosofía de Kant se inicia cuando ingreso a trabajar como profesor universitario de

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filosofía. Por aquel entonces -¡y no hace mucho que ello sucedió!- era todavía posible ingresar a la docencia universitaria sin tener un doctorado, e incluso, sin maestría. Yo alcanzo a recordar cómo por esa época aún podría ejercer algún atractivo para los jóvenes un tipo de intelectual inteligente, con verbo brillante, más o menos ágrafo, que, relativamente ebrio, disertaba durante horas sobre Freud, Marx, Lacan o Thomas Mann frente a un público alucinado. Visto en perspectiva, se trataba del final de una época. En adelante, la profesionalización de la actividad filosófica avanzará, en detrimento del autodidactismo que, so pretexto de anti-academicismo, arraigaba en la versión colombiana de la disciplina filosófica. Esto se inscribe todavía dentro de lo que Francisco Romero denominara “normalización” de la filosofía, y recordemos que a veces se trata de un concepto muy crítico, que también alude a algo así como la “burocratización” de la actividad filosófica: “papers”, publicaciones en revistas indexadas internacionales, y todo ese arribismo intelectual que parece invadirnos.

P.: Esto me hace recordar algo de cuando fui su alumna a comienzos de los años 80: su propuesta de leer durante todo un semestre solamente el pequeño texto de ¿Qué es la Ilustración? Por entonces, poco o nada sabía yo que hacer filosofía era algo distinto a llenarse de información para servirse de ella, quizás, con el propósito de “negar conservando”. ¿De qué, cree usted, irían a persuadir a sus estudiantes estas pocas páginas?

R.: Tal vez dedicar todo un semestre al opúsculo haya sido una exageración. Con todo, no me cabe duda de que allí existe algo así como una “primera piedra” de la reflexión filosófica, que no ha de confundirse con la erudición y mucho menos con la agilidad retórica: atrévete a pensar, es decir a desarrollar en un pensamiento sus consecuencias, a remontarse a sus supuestos hasta donde nos dé la capacidad y el valor, y luego a tomar una posición que, al menos en principio, debería estar dispuesta a que de nuevo se la ponga en juego.

Ahora bien, la docencia me representó tanto la oportunidad como la exigencia de adquirir una cultura filosófica mínima, particularmente en el campo de la filosofía moderna. Si mal no estoy, fue por entonces que usted y yo nos conocimos. En lo que a Kant se refiere, ofrecí varios cursos sobre la Crítica de la razón pura, constatando a posteriori que casi nunca sobrepasé los límites de la analítica trascendental, es decir, ¡que obviaba más o menos las dos terceras partes de esta obra! También me ocupé con la

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Fundamentación y empecé a introducirme en la Crítica de la facultad de juzgar. Hasta donde llegan mis conocimientos, en Colombia todavía padecemos de una cierta precariedad en a la recepción del corpus filosófico occidental. Por lo que a la filosofía de Kant se refiere, me llama la atención que no sólo me ocurrió a mí el no conceder la atención que merecen casi dos terceras partes de la Crítica de la razón pura. Tenemos en gran olvido obras muy significativas de la filosofía práctica, como la propia Crítica de la razón práctica o la Metafísica de las costumbres. Todo ello dice que el proceso de profesionalización de la disciplina filosófica aún está en curso, que nuestra comunidad filosófica es aún débil, y que nuestra tarea de recepción todavía tiene retos importantes por delante.

P.: Y en un momento dado aparece Tugendhat, ¿no?


R.: En efecto, también a posteriori, podría decir que esta segunda fase mía culmina con mi participación en un seminario sobre la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, que ofreció Tugendhat en la Universidad del Valle, en Cali. Eso fue en el año 1989. El seminario tenía lugar los fines de semana y yo viajaba desde Bogotá. Recuerdo que en una de esas ocasiones ocurrió el asesinato del candidato a la presidencia Luis Carlos Galán. Por lo que al seminario se refiere, creo que asistí a un interesante “choque” entre dos culturas. Por un lado, la grandilocuencia criolla, con sus grandes relatos y por supuesto que con las consabidas críticas a un Kant que no obstante no se había leído. Por otro lado, Tugendhat, quien pese a haber vivido su adolescencia en Venezuela, y pese a su excelente domino del castellano, debía sentirse como rodeado por los “habitantes de los mares del Sur” de que habla Kant en un ejemplo famoso de la Fundamentación. Los primeros encontronazos fueron desconcertantes: se conocía la trayectoria política de Tugendhat, su papel crítico frente a la carrera armamentista, su decanatura progresista durante el movimiento estudiantil alemán, en fin, ¡sólo resultaba extraña su no pertenencia a la Escuela de Frankfurt! Por ello no se entendía su impaciencia y su intolerancia frente a la riqueza crítica anti-kantiana que se desplegó en las primeras sesiones del seminario.

Y es que, frente a la exuberancia, la metodología de Tugendhat casi parecía una provocación: sesiones de tres horas se destinaban máximo a dos páginas que él seleccionaba previamente, cuyos párrafos numerábamos para mayor comodidad al citarlos


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en la discusión, y de donde no podíamos salirnos. Antes que el quid, había que desentrañar el quod. Eso garantizaba una comprensión de la estructura argumentativa del texto, y después, pero sólo después, que cada uno hiciera con ello lo que a bien tuviera.

Con un poco de humor por parte y parte se deshicieron los entuertos, y el seminario fue una experiencia muy impactante. En lo que a mí respecta, fue el comienzo de una amistad que aún hoy dura, y el ofrecimiento de hacer el doctorado bajo su dirección.

P.: Lo cual propició su estancia en Alemania, ¿verdad?


R.: Gracias a la gestión de Tugendhat obtuve una beca cuando los límites de edad ya habían sido sobrepasados, y en Berlín asistí a algunos de sus seminarios y Vorlesungen. En una de estas tuvo también explosiones temperamentales que acaso superaban a las del seminario de Cali, pero que se compensaban por la densidad de sus contenidos. Allí fueron expuestas las Lecciones sobre ética del propio Tugendhat, en donde entonces asistí a una libertad en el manejo de los textos que ahora contrastaba con la meticulosidad de los ejercicios filosóficos en Cali. También despertaba su atención hacia temas que importaran al común de las gentes. Con todo, al poco tiempo de que yo llegara, él se emeritó y se fue a vivir a Chile.

P.: También se doctora con una tesis sobre la tercera Crítica kantiana. ¿Qué le gustaría decir a ese respecto?

R.: Hace bastante tiempo que no miro el texto mi libro que contiene buena parte de mi tesis doctoral Estética y modernidad: Un estudio sobre la teoría de la belleza de Immanuel Kant. El difunto filósofo peruano David Sobrevilla me criticaba haberme reducido a la teoría de la belleza, habiendo dejado por fuera la teoría de lo sublime. Tenía razón, pero por mi parte, en su momento temí que entonces nunca acabaría ese doctorado de la “tercera edad”.

Mi intención era doble: mostrar cómo, por una parte convergían en la teoría crítica de Kant reflexiones estéticas modernas previas. Por otro lado, cómo la teoría estética kantiana contiene gérmenes teóricos que ulteriormente, hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX, serían objeto de intensa discusión. Dentro de ese panorama global,


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quiero contar algo así como tres experiencias conceptuales que se me vienen a la mente al pensar en los trajines de su escritura.

Uno de mis aprendizajes más impactantes tiene que ver con la recepción que hace el llamado “clasicismo francés” de la teoría estética aristotélica. Estos franceses se entendían a sí mismos como ortodoxamente arraigados en la Poética aristotélica. No obstante, resultó ser que esta recepción de Aristóteles era más bien bastante heterodoxa. Adentrándome por un camino que abría Wolfgang Schadewaldt –Furcht oder Mitleid? Zur Deutung des aristotelischen Tragödiensätzes- , llegué a la conclusión de que aquello que pudiéramos llamar la “acción trágico-teatral” no tiene cabida dentro de las acciones estrictamente éticas reseñadas en la Ética a Nicómaco. Ahora bien, la estética racionalista francesa tenía la complejísima tarea de civilizar a la alta sociedad francesa, y encontró como muy productiva para sus propósitos la fusión de las exigencias morales con las del buen gusto. Así pues, aunque desde un punto de vista “exegético” la recepción del texto aristotélico pudiera resultar cuestionable, lo que en este contexto era importante era precisar el “desvío”, y sobre todo las funciones que éste cumplía.

Tal vez el anterior aprendizaje hermenéutico resulte útil a la hora de asumir nuestra propia tradición intelectual. Y es frecuente que, desde nuestra actual situación, miremos con cierto desprecio la calidad de la recepción del bagaje intelectual europeo. Nos quejamos, y acaso no sin razón, de las deficiencias que comienzan ya desde lo que el filósofo argentino Jorge Dotti llama el nivel “filológico” de la recepción. Pero con ello ignoramos que estas “deficiencias” son parte del proceso de la vida intelectual, y por cierto que no sólo latinoamericana… ¡también Boileau incurría en ellas! Pero además, desde cierta perspectiva, son precisamente esas “deficiencias” el objeto de interés: ¿por qué se incurrió en ellas y no en otras? Precisamente ahí ganamos conciencia de nuestra personalidad histórica. Y creo que eso no es poca cosa.

P.: ¿Quiere contarnos algo más sobre las características de esa personalidad histórica?

R.: Creo que podrían decirse muchas cosas. Por lo pronto me interesaría intentar exorcizar un fantasma que, me parece, nos atormenta en ocasiones. Creemos que la producción filosófica del primer mundo es como hecha por “buenas familias”,

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aristocráticas y sin mezclas bastardas. Por el contrario, es como si los criollos estuviéramos inseguros de nuestro linaje. Pero lo que se ve es que el “mestizaje” es universal. No se trata de evitarlo, sino de hacerlo bien. Y ahí entramos en un complejísimo terreno que incluye el aprendizaje de “lenguas vivas y muertas”, la calidad de las bibliotecas, la disciplina en el seguimiento de problemas, la solidez de la comunidad filosófica en su discusión de los resultados provisionales a que llegan sus miembros.

Sólo bien “provistos” estaremos en capacidad de abordar una tradición intelectual compleja como la nuestra. Recurriendo al acervo latinoamericano, recuerdo mi sorpresa una vez que Ezra Heymann, quien venía del antiguo imperio austro-húngaro, me habló con mucho detalle de la filosofía de Andrés Bello. En América Latina existe una institución intergubernamental, con fama de malversación de fondos, que lleva ese nombre. Es claro que en esa institución nadie tendrá idea del pensamiento de Bello. Pero casi sucede lo mismo con nuestra comunidad filosófica, y con certeza que dentro de los cursos dedicados a la filosofía moderna no figura su Filosofía del entendimiento. Se podrían señalar varios ejemplos más.

P.: Volvamos a sus experiencias con la tesis doctoral…


R.: Sí, retomando el hilo, una segunda “experiencia” intelectual vivida durante la escritura de esta tesis, está relacionada con el proyecto kantiano de deducción trascendental del juicio de gusto. Jens Kulenkampff ha escrito uno de los estudios más lúcidos al respecto, Kants Logik des ästhetischen Urteils. Es una lástima que no dispongamos aún de una versión castellana de este texto. Apoyado por los análisis de este libro, yo llegué a la conclusión de que esta deducción no tenía lugar, y que el proyecto era un fracaso. Con todo, no todo lo que allí había era desechable. Las pretensiones de universalidad y necesidad del juicio de gusto tienen justos títulos, por así decirlo, para ser “protegidas”, aunque su legitimación no pueda darse en términos de una deducción trascendental. Más que con los juicios lógicos de conocimiento, la cercanía de los juicios de gusto podría estar con la tendencia natural del hombre hacia la metafísica. Las “justificaciones” son en ambos casos –juicios de conocimiento y juicios metafísicos- distintas.

Independientemente de si los anteriores asertos se sostienen o no, yo aprendía a poner en juego una cierta “libertad” en la recepción. Quizás fue esto precisamente lo que


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me llamó la atención en las Vorlesungen über Ethik de Tugendhat a que aludía anteriormente. Al fin y al cabo ninguna filosofía es verdad, pero que una recepción fuera “crítica” no siempre tenía que significar arrojar la totalidad de la obra al tarro de la basura. Además, la “criba” en búsqueda de lo que creemos que se sostiene, es un trabajo complejo, sutil, sin la simpleza que solemos atribuir a lo que calificamos de ecléctico, y sin la facilidad de lo dogmático.

P.: Imagino que por entonces debió comparecer su creciente interés por Warburg.


R.: Mi descubrimiento de Aby Warburg es muy posterior, muy reciente. Pero en efecto, muy relacionado con este segundo núcleo experiencial, he escrito recientemente un pequeño artículo – Teoría estética e historia del arte. Kant, Wölfflin, Warburg- en el que me esfuerzo por atribuir la pretensión kantiana de una deducción trascendental del juicio de gusto al hecho de disponer de un repertorio formal muy limitado. Pero, abandonados los tiempos de señorío absoluto de Winckelmann, la historia del arte nos muestra hoy en día un ensanchamiento casi infinito del universo estético-formal, en donde un proyecto de deducción trascendental como el kantiano deja de tener sentido. No obstante, bien podría ser que las exigencias implícitas al juicio de gusto hubieran de ser entendidas como indispensables principios reguladores, y que entonces la tentación relativista de abandonarlos fuera un error.

P.: Le he oído ponderar el planteamiento kantiano acerca del sensus communis


R.: Desde luego, y esa es la última experiencia que quisiera mencionar a propósito del texto de mi disertación doctoral. Yo la calificaría como un “problema pendiente”. Y por supuesto que es mucho lo que queda pendiente, pero en este caso me refiero a algo muy puntual, como es la doctrina kantiana del sentido común. Kant dedica a este el parágrafo 40 de la Crítica y no dice mucho, pero desde entonces me he quedado con la impresión de que ahí nos enfrentamos con un auténtico filón inexplorado. En concordancia con lo dicho acerca del fracaso de la deducción trascendental del juicio de gusto, yo creo que la teoría del sensus communis aestheticus es una entelequia (no en el sentido aristotélico del término) con la que no vamos a ningún lado. No así en lo que se refiere al sensus communis logicus, que sirve de referencia a Kant para formular al estético.


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Según la doctrina kantiana, el sentido común lógico es una perspectiva de juicio que se construye mediante el ejercicio de tres máximas. La primera, pensar por sí mismo, es la máxima de la Ilustración. Pero casi podría afirmarse que esa máxima nos conduce a un modo de pensar estrecho, si no se le opone de inmediato el ejercicio de la segunda máxima, que es pensar en el lugar de cada uno de los otros, y Kant dice que es característica de un modo de pensar amplio. Por supuesto que sin el ejercicio de la primera máxima, la segunda desembocaría en una heteronomía supersticiosa desastrosa. Con respecto a la tercera máxima, pensar siempre de acuerdo consigo mismo, Kant dice tan solo que es la más difícil de las tres, y que dicho pensar surge del ejercicio continuado de las dos primeras máximas. A mí me resultan muy intrigantes los efectos de esta tercera máxima. A simple vista uno podría pensar en un desenlace hegeliano muy feliz, que produce un pensamiento de síntesis, muy rico en determinaciones. No obstante, me resulta más plausible pensar que lo usual será que la tercera máxima convierta al yo en algo parecido a una guerra civil, en donde la paz es un estado frágil. A diferencia de la mutua exterioridad que exhiben el amigo y el enemigo en el conocido planteamiento de Carl Schmitt, la tercera máxima nos forzaría a albergarlos dentro del nosotros mismos… Pero bueno, he dicho que este es un “problema pendiente”.

P.: ¿Considera pertinente dedicar una atención especial a la filosofía kantiana en sociedades como las hispanoamericanas?

R.: Hace algunos años mi primer impulso habría sido una respuesta afirmativa rotunda. Explico por qué. Es suficientemente conocida la anécdota según la cual la única vez que en su vida se aventuró Kant a alejarse unos pocos kilómetros de su ciudad, tuvo vértigos y se vio obligado a regresar de inmediato. Pero aun con respecto a la propia Königsberg, difícilmente podría afirmarse que Kant fuera su ciudadano. Él pertenecía más bien a esa pequeñísima ciudad, dentro de la ya de por sí pequeña Königsberg, que era la universidad. Reglamentos, tribunales, vestidos, instalaciones propias, cercadas, protegidas del mundo. Creo que es Reinhard Brandt quien con cierta acidez afirma que gracias a haber leído a Rousseau, Kant supo que había pobres en el mundo.

Con todo, recuerdo que por la época en que escribí un artículo al respecto –La recepción kantiana del ethos cortesano: de la ciudad barroca a la ciudad moderna-, acababa de leer la novela Tom Jones, de Henry Fielding. Allí se narra la situación de uno

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de sus protagonistas viviendo en un pequeño pueblo –creo que Oxford-, en el que su conducta está regulada por la vigilancia permanente de los otros. Pese a que no llega a ser sorprendido en flagrancia, su robo le es imputado por todos, y decide huir a Londres, la gran ciudad. En tanto que no conoce a nadie, ni es conocido por nadie, allí se siente libre. Por supuesto que en el nuevo escenario la policía secreta es un cuerpo de control importante, pero también resultaba indispensable fortalecer los procesos de interiorización de normas y de autocontrol. Pero entonces, con todo y lo pueblerina que pudiera ser la vida cotidiana de Kant, en este aspecto decisivo su doctrina moral se mostraba como un perspicaz pensador urbanita. En efecto, como sabemos, el obrar bueno se define como el respeto interno, el acatamiento propio, no forzado y no obstante necesario de la ley moral, no importa si no siempre somos consecuentes con ella.

Por otra parte, como en buena hora lo recordara Norbert Elias, Kant era de los pocos “provincianos” alemanes que no caía en la tentación pequeñoburguesa de rechazar las normas de cortesía como afrancesamiento hipócrita. Si nos engañan al presentar una personalidad afable, pero de antemano conocemos el engaño, entonces este no puede hacernos mal. Y por el contrario, tal vez quien obre con cortesía, bien puede llegar a interiorizarla, con lo que deja de ser hipocresía. El doble dispositivo, a saber imperativo moral y comportamiento civilizado, resulta indispensable para el desarrollo no traumático de la vida cotidiana urbana.

Al pensar en las ciudades de mi propio país, Colombia, no puedo dejar de representármelas más que como ciudades, como pueblos endemoniadamente grandes. Una migración desaforada, producto de un problema agrario no resuelto, amancebado con las violencias y profundas perturbaciones que ocasiona el tráfico ilegal de drogas, toma por sorpresa a ciudades pequeñas, que no logran asumir estas multitudes ni imponerles los ritmos urbanos adecuados, y que por el contrario se rinden frente a ellas. A decir verdad, sólo un político atinó a plantearse el problema bajo el rubro de “cultura ciudadana”. Desgraciadamente esta agenda de Antanas Mockus, sin ser “superada”, ya fue abandonada. Pero ahí, por lo anteriormente dicho, sin lugar a dudas algo tendría que decir la filosofía práctica de Kant.


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Varios años después, en un segundo momento, también volvería a contestar afirmativamente la pregunta acerca de la pertinencia de reflexiones filosóficas como la de Kant, en el contexto hispanoamericano. Pero ahora tendría que añadir nuevos considerandos, que hacen de la recepción una tarea acaso más compleja. Para explicarme, comienzo por servirme del aserto de Unamuno: “el kantismo es protestante y nosotros los españoles somos fundamentalmente católicos”. De lo anterior no tendría que derivarse, o al menos no lo hago yo, que los hispanoamericanos tengamos que seguir siendo católicos, so pena de ser inauténticos, o cosas por el estilo. Es una constatación necesaria, que debe ser profundizada en sus alcances, pero que no habría que confundir con un destino.

Por otra parte, el anterior reconocimiento podría ayudar a explicar dificultades de recepción. Aunque como todo producto humano el catolicismo es un cuerpo doctrinal dinámico, yo creo que exhibe una profunda afinidad con el “realismo”. Y por supuesto que éste no se aviene bien con el criticismo kantiano. Este es un problema con el que recién comienzo a ocuparme, y un primer resultado es mi artículo Filosofía y barroco en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres.

Pero tal realismo -o si se quiere la substancia católica, para emplear los términos del teólogo protestante Paul Tillich- no constituye una mera toma de posición filosófica, sino que implica un proyecto cultural de enorme complejidad que se forjó en el Concilio de Trento y que abarca aspectos tales como la formación de la sensibilidad, disposiciones urbanísticas y proclividades hacia determinadas formas de dominación política. Es indudable que el mundo hispanoamericano ha sido acuñado en los moldes de la Contrarreforma. Su sensibilidad, su moral y su política son barrocas. Diametralmente en el polo opuesto se encuentra el criticismo kantiano: su revolución epistemológica rompe con el realismo, su moral es iconoclasta –en el sentido más literal de este concepto-, su ideal político es un republicanismo de corte federalista.

Tal vez este sea un buen ejemplo de la “guerra civil interna” a la que antes me he referido a propósito de la tercera máxima del sentido común. Es preciso reconocer, en toda su complejidad y potencia, la presencia de elementos de procedencias muy heterogéneas. Con seguridad que batallan entre sí. Y solo después de muchas batallas podrían acabar produciendo, si además hay suerte, algún engendro relativamente interesante.


CON-TEXTOS KANTIANOS

International Journal of Philosophy

N.o 5, Junio 2017, pp. 10-25 23

ISSN: 2386-7655

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Ángela Uribe


P.: Centralismo político, federalismo, filosofía kantiana… ¿podría hacer un esbozo más concreto de las relaciones entre esos términos?

R: Voy a intentarlo. Propondría, por ejemplo, pensar en una relación de afinidad entre las nociones de heteronomía y centralismo político. Por cierto que este último contiene un conjunto que variantes que pueden ir desde la monarquía absoluta y la dictadura hasta fórmulas que, aunque con cierta división de poderes, impliquen no obstante fuertes atribuciones presidencialistas. Ahora bien, en mayor o menor grado, a todas estas variantes les es común su proclividad a concebir y aceptar la dominación política como un factor que se impone desde fuera. En el mundo hispanoamericano tenemos una gran variedad de ejemplos, que acaso comiencen ya, en la península con las vicisitudes de la Constitución de Cádiz y en América con la propuesta constitucional de Bolívar para Bolivia. En todo ese espectro hay “simpatías” por el centralismo, y lo que este conlleva de heteronomía.

Durante el siglo XIX hicimos también muchos ensayos dentro de lo que en rigor no debiera llamarse “federalismo”, sino “confederalismo”. Se trata de ligas que vinculan a amigos, con miras a la consecución de beneficios comunes. El modelo fue la liga norteamericana previa a la Constitución de Filadelfia. A mí me parece que la lógica de la confederación queda muy bien expresada en lo que Kant llama “imperativos hipotéticos”. Estas son proposiciones que dicen qué tenemos que hacer, si queremos obtener un fin determinado. Pero si dejamos de querer el fin, el mandato deja de ser válido. Traducido a la vinculación política, los miembros pertenecen a la liga, mientras consideren oportuno pertenecer a ella. Si esta consideración deja de darse, como ocurrió recientemente con el Brexit, entonces la liga deja de ser vinculante.

Finalmente, en términos kantianos resta lo relativo a la vinculatividad propia de lo moral. Sólo los mandatos que llamamos morales son obligatorios. Y lo son, porque son producto de la autonomía, es decir, producto de nuestra libertad. Solo que en este caso, nosotros mismos, que somos los legisladores, también somos súbditos de la ley. Esta combinación es extremadamente difícil de entender, y ya Hobbes apuntaba con buen sentido que el soberano hace la ley, pero que sería absurdo pensar que la ley está por encima del soberano. Pero es precisamente esta relación la que Kant atribuye al hombre


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24 International Journal of Philosophy

N.o 5, Junio 2017, pp. 10-25

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Entrevista a Lisímaco Parra



con respecto a la ley moral: es miembro del cuerpo legislador, y por eso la ley es resultado de su autonomía. No obstante, no es cabeza del cuerpo legislador, lo que quiere decir que está obligado por la ley, y no puede suprimirla a voluntad. Creo que esa lógica del juicio moral, nos ilumina para entender las relaciones fundamentales de la invención federalista, y no importa que Kant no pensara tanto en los Estados Unidos.

De lo dicho, me parece que nuestras “afinidades electivas” van por el lado del centralismo político, aunque la estabilidad institucional y la civilización parezcan ir más bien del lado del federalismo, o la descentralización, o conceptos emparentados con esta tendencia que aún no logramos aclimatar. A la fecha, el federalismo sigue siendo un concepto relativamente extraño a la tradición hispano-y-americana. Tal vez nuestros esfuerzos deberían proponerse su aclimatación.

P.: Una pregunta final. Usted ha mencionado dos nombres, de dos profesores, que fueron importantes en su acercamiento a la filosofía de Kant. ¿Existen otras personas que se hayan atravesado en este camino?

R.: Sí. Aquí quiero volver a mencionar a Ezra Heymann, judío austro-húngaro, sobreviviente del Holocausto. Lo recuerdo como una mezcla de Sócrates y rabino judío ilustrado. Lo conocí en el año 90 en un congreso en Lima, y cultivamos una relación a lo largo de los años siguientes hasta su muerte, hace más o menos dos años. Me sorprendía el grado de atención que prestaba a lo que yo le decía en nuestra primera conversación. Sacaba conclusiones que yo no había ni entrevisto, y yo tenía la impresión de que debía pensar mejor. En su lectura de Kant había una relación muy peculiar con el texto kantiano y también con la literatura secundaria. Con el primero, muy atento y cuidadoso, era capaz de encontrar prolongaciones, por así decirlo contemporáneas y para nada forzadas, que seguían haciendo plausible esta filosofía. Por lo que respecta a la literatura secundaria, me parece que la leía como quien está conversando con alguien que está presente, pero que además da vueltas a los mismos problemas que tiene el interlocutor. Esas conversaciones no son frecuentes, y por ello son algo afortunado. En una invitación que me hicieran a la Universidad Central en Caracas, tuve el privilegio de contar con su asistencia a todas mis exposiciones. No es retórica fácil si digo que quien aprendió fui yo.


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