CON-TEXTOS KANTIANOS.
Talking about Kant with… Juan Arana
Universidad Complutense de Madrid, España
Juan Arana Cañedo-Argüelles, nacido en 1950 en San Adrián (Navarra). Estudios de filosofía y física en las Universidades de Navarra y Complutense de Madrid. Doctor en Filosofía por la Universidad de Sevilla (1978). Becario Humboldt en las Universidades de Münster, Erlangen y Berlín (1984-1985). Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla desde 1986. Profesor visitante —entre otras— en las Universidades de Río Piedras (Puerto Rico) (1989), Mainz (Alemania) (1990), París IV-Sorbonne (1992-3), Technische Universität Berlin (2000-1, 2008-9). Se ha encargado de la dirección de la Facultad de Filosofía y el Departamento de Filosofía y Lógica de la Universidad de Sevilla. Ha fundado y dirigido las revistas Estudios Bibliográficos de Filosofía, Thémata y Naturaleza y Libertad. Forma parte del Comité Editorial de las revistas: Pensamiento (Madrid), Anuario Filosófico (Pamplona), Revista de Filosofía de la Universidad de Chile (Santiago de Chile), Tópicos (Ciudad de México), Thémata (Sevilla), Pensamiento y Cultura (Bogotá), Árbor (CSIC, Madrid), Relectiones. Revista interdisciplinar de filosofía y humanidades (Madrid), Con-Textos Kantianos. International Journal of Philosophy (Madrid), Revista Portuguesa de Filosofia (Braga). Se ha ocupado prioritariamente de los siguientes temas: relaciones entre ciencia y filosofía; aspectos teológicos del pensamiento moderno; relaciones de la literatura con la filosofía; lugar de la filosofía en la cultura contemporánea; relación materia- espíritu; trasfondo ontológico de la física moderna; problema de la libertad; teoría y práctica de la interdisciplinariedad; filosofía y vida cotidiana. Los autores que ha estudiado con mayor asiduidad son: Kant, Maupertuis, Euler, Leibniz, d’Alembert, Popper, Heisenberg, Schrödinger, Einstein, Borges y Octavio Paz. Ha publicado más de doscientos artículos y capítulos de libros, editado nueve volúmenes colectivos, traducido y comentado obras de diversos clásicos de la ciencia y la filosofía. Es autor de los siguientes libros: Ciencia y metafísica en el Kant precrítico, Sevilla, 1982; Apariencia y Verdad, Buenos Aires, 1990; El centro del laberinto: Los motivos filosóficos en la obra de Borges, Pamplona, 1994; La mecánica y el espíritu, Madrid, 1994; Claves del
conocimiento del mundo. Primer tomo: Materia y movimiento, Sevilla, 1996; Las raíces ilustradas del conflicto entre fe y razón, Madrid, 1999; Claves del conocimiento del mundo. Segundo tomo: Universo y vida, Sevilla, 2000, La eternidad de lo efímero, Madrid, 2000, Materia, Universo, Vida, Madrid, 2001; El Dios sin rostro. Presencia del panteísmo en el pensamiento del siglo XX, Madrid, 2003; El caos del conocimiento. Del árbol de las ciencias a la maraña del saber, Pamplona, 2004; Los filósofos y la libertad. Necesidad natural y autonomía de la libertad, Madrid, 2005; Filosofía de lo cotidiano. Hojas de calendario, Madrid, 2005; La visione cosmica di Erwin Schrödinger, Roma, 2008; Los sótanos del Universo. La determinación natural y sus mecanismos ocultos, Madrid, 2012; Límites de la biología y fronteras de la vida, Madrid, 2014; El proceso histórico de separación entre ciencia y filosofía, Madrid, 2015; La conciencia inexplicada, Madrid, 2015.
El profesor Juan Arana es especialmente conocido por sus trabajos sobre las relaciones entre ciencia y filosofía, tanto en el ámbito moderno como en el contemporáneo. El tema que eligió para su reciente discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (5-5- 2015), publicado después como libro, fue precisamente “El proceso histórico de separación entre ciencia y filosofía”. Pero Juan Arana se ha ocupado de muchos otros temas filosóficos centrales, a los que nos iremos refiriendo a lo largo de esta entrevista, algunos de los cuales figuran en la breve semblanza anterior, como la relación materia-espíritu, la interdisciplinariedad y la libertad. Para comenzar quisiera preguntarle por sus años de formación. Usted fue estudiante universitario de ciencias y filosofía. ¿Podría hablarnos de la importancia y la articulación de ambos ámbitos en su formación, tanto desde el punto de vista intelectual, como, si le parece oportuno, desde una perspectiva personal? Ya le adelanto que la segunda pregunta será sobre el lugar de Kant en esta etapa y en sus primeros trabajos filosóficos.
Un dato importante para entender mi trabajo filosófico es que cumplí 18 años precisamente en 1968. Mi padre era funcionario, así que crecí en diferentes pueblos de Navarra mientras negros nubarrones se cernían sobre la provincia y el país. Durante el bachillerato tuve un contacto muy superficial con la filosofía y en ningún momento contemplé la posibilidad de dedicarme a ella: mi familia esperaba que me consagrara a algo más sustancioso. Yo pensaba igual. Pero al llegar a Madrid para estudiar ingeniero de caminos descubrí que todos los valores y creencias que sostenían mi mundo se cuarteaban y disolvían como un azucarillo. Fue entonces cuando decidí dedicarme a la filosofía. Era, sin titubeos, un muchachote “de ciencias”. Las letras nunca me habían interesado. Pero la movida en los colegios mayores de la Complutense me enseñó que había preguntas muy importantes cuyas respuestas no figuraban en los libros de física ni en los de matemática. Un superficial examen de lo que las humanidades decían al respecto me dejó igualmente insatisfecho. Con toda la carga de pretenciosidad y desesperación que sólo es posible aunar cuando eres veinteañero, pensé que debía zanjar el asunto por mí mismo. Así pues, comuniqué en casa que dejaba la carrera. “Muy bien —repuso mi padre, también ingeniero frustrado—. Entonces te pasas a derecho, ¿no es eso?” “No, papá. Quiero estudiar filosofía.” Le estaré eternamente agradecido por lo que me contestó después de resoplar un poco: “Está bien. Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad. Pero, si después de un par de cursos me vienes con que la filosofía tampoco te gusta, tendrás que buscarte la vida por ti mismo. Y con el follón que hay en Madrid, vente a estudiarla a Pamplona…” Mi madre tan solo dijo una cosa que me sigue inquietando: “Pero, hijo mío, ¡todos los filósofos se vuelven locos!”
El caso es que inicié la licenciatura desde el buen entendimiento de haber disparado mi último cartucho. Eso me dio la motivación necesaria para superar los griegos y latines de los cursos
comunes de filosofía y letras. En tercero, empecé la especialidad de “filosofía pura”. Como denominación es horrorosa, a pesar de lo cual empecé a disfrutar de lo lindo por primera vez en mucho tiempo. Y no precisamente porque la filosofía me diera las respuestas que no había encontrado en la ciencia, sino porque, una vez rebajados mis humos de adolescente, recuperé la autoestima y sentí que había encontrado el lugar que me correspondía en este planeta.
Quizá lo que más pueda sorprender a quien conozca sus trabajos en distintos ámbitos y se asome por primera vez a su trayectoria desde un punto de vista cronológico o biográfico puede ser el lugar central de Kant en sus primeros trabajos filosóficos. De hecho, sus dos primeros libros están dedicados a este pensador: Ciencia y metafísica en el Kant precrítico (1746-1765). Una contribución a la historia de las relaciones entre ciencia y filosofía en el siglo XVIII (1982) y la traducción, estudio crítico y amplio comentario del primer libro de Kant, publicado en 1747: Pensamientos sobre la verdadera estimación de las fuerzas vivas (1988). Como usted indica en la presentación de su monografía sobre el Kant precrítico, su interés no era, como suele ser habitual, comprender mejor desde ahí el Kant crítico, sino estudiar las relaciones entre ciencia y metafísica en el clima filosófico anterior a la filosofía transcendental. ¿Podría detallarnos el lugar de Kant y de estos estudios tanto en su formación como filósofo, como en su trabajo posterior sobre ciencia y filosofía?
Cuando estudié filosofía en la Universidad de Navarra, la orientación dominante era aristotélica. Nunca he tenido prejuicios antimetafísicos, pero lo cierto es que pronto experimenté un rechazo íntimo contra la escolástica, sobre todo porque encontré que sus representantes eran profundamente ignorantes de lo que la ciencia moderna enseña e injustos con la filosofía que subyace a ella. Mis primeras lecturas me habían convertido en un teilhardiano. Sigo siendo un rendido admirador de El medio divino, pero poco a poco se fue enfriando mi pasión por El fenómeno humano. Hubo tres profesores pamploneses que influyeron en mí. Jesús García López era un tomista puro y duro, pero poseía una honestidad intelectual intachable y, sin ser yo “de los suyos”, me ofreció amparo y consejo en los momentos más críticos de mi vida profesional. De él he aprendido que, cuando no hay una coherencia entre lo que pensamos y lo que hacemos, el valor de la filosofía que practicamos es igual a cero. Leonardo Polo era un tipo absolutamente genial. Su pasión por la investigación filosófica se contagiaba incluso a los que no acabábamos de entenderlo (en mi caso dudo de que siquiera empezara a hacerlo). Le debo intuiciones aisladas, aunque decisivas, y sobre todo la convicción inquebrantable de que la filosofía es algo que sin lugar a dudas merece la pena. Jorge Pérez Ballestar era un profesor excelente y cultivaba un escepticismo bastante corrosivo, aunque no amargo ni desesperado1. La enseñanza más duradera que extraje de él es que el humor es un ingrediente fundamental del trabajo filosófico, indispensable para no sucumbir a la gravedad de los asuntos que tratamos y —sobre todo— para aprender a reírnos de nosotros mismos sin por ello despreciar la nobleza de nuestro empeño. Empezó a dirigirme una tesina —que no acabé— sobre Ernst Cassirer. La obra que más admiré durante mi formación filosófica fue El problema del conocimiento, en la espléndida traducción de Wenceslao Roces. Representaba para mí la síntesis perfecta entre ciencia y filosofía, razón y experiencia, profundidad de pensamiento y brillantez expresiva. Sin embargo, experimenté hacia este autor un sentimiento de incomodidad, porque nunca conseguí averiguar dónde quería ir a parar. Era como un río
1 Muchas veces he lamentado que su trágica muerte me impidiera acabar de manifestarle lo agradecido que le estoy por su magisterio. La timidez tanto de su temperamento como del mío nos impidió siempre acceder al plano de la confidencia.
majestuoso que se interna en el desierto, empieza a hacer meandros y, tras seguirlo largo tiempo con la lengua afuera, uno empieza a sospechar que no va a desembocar en ningún mar. Y ahí nunca estuve dispuesto a transigir. En el fondo sigo teniendo la actitud del ingeniero que nunca fui: quiero acabar la carretera, tender el puente y que no se caiga, conseguir que la presa funcione. Siempre he luchado contra mi impaciencia, la obsesión de llegar pronto a resultados tangibles, la tendencia a precipitarme. Pero a la vez me niego a quedar empantanado en divagaciones. En este sentido, el Kant, vida y doctrina de Cassirer fue decisivo para abandonar la órbita de quien lo escribe y empezar a girar en la de quien describe. Dicho sea entre paréntesis, cuando releo mis propios textos
—los que menos insatisfecho me han dejado— descubro un permanente esfuerzo por emular el estilo de ese libro, adobado con gotas del vitriolo perezballestiano (yo lo rebajo a acético).
Estaba en medio de estos cabildeos cuando conocí a Jesús Arellano, que iba a poner en marcha una sección de filosofía en su universidad. Había desarrollado una refinada teoría de los trascendentales con fuertes acentos metafísico-antropológicos. Siempre me sentí incapaz de hacer nada con ella. Pero Arellano también era un tutor extraordinario y sobre todo daba completa libertad de investigación a sus doctorandos, de manera que con la filosofía crítica bajo el brazo me fui tras él a Sevilla, donde todavía sigo.
De Kant primero me interesó la vida y sólo después la doctrina. De ésta, antes la precrítica que la crítica. Orden de prioridades más que discutible, aunque tal vez me otorga el mérito de la originalidad. Vista desde fuera la biografía del filósofo es poco fascinante. Tampoco hubiese pasado a la historia de no haber publicado nada después de 1770. Pero para mí lo importante era que vivió en una universidad marginal alejada de la ya imparable revolución científica, y tuvo una educación casi exclusivamente literaria. A pesar de lo cual supo detectar la importancia decisiva de la nueva ciencia, intentó (aunque con poca fortuna) participar en ella y, sobre todo, fue el único gran filósofo que sacó todas las consecuencias de lo que la obra de Copérnico, Galileo, Descartes, Newton y Leibniz había supuesto para el pensamiento. Otro mérito indiscutible es que su propuesta ha sido determinante para la evolución posterior de las relaciones entre ciencia y filosofía, así como de la propia filosofía en general. Esto le sitúa en la coyuntura intelectual más decisiva de los tiempos modernos.
La entrevista anterior publicada en esta revista está dedicada a otro conocido profesor español, José Luis Villacañas. Es curioso comprobar el papel central desempañado por el Kant precrítico en la formación y los primeros libros de dos profesores y filósofos tan distintos y reconocidos como Villacañas y usted, que se sitúan en ámbitos de trabajo muy diferentes. La temática y el enfoque específico de los estudios de ambos sobre el Kant precrítico son distintos, pero lo que quiero señalar no es solo esta coincidencia. Mi sospecha es que, si contemplamos de cerca la trayectoria intelectual de otros grandes profesores, encontraríamos que Kant (quizá no el precrítico) es el pensador más importante en la formación de muchos filósofos de su generación y quizá también de las posteriores. La filosofía de Kant parece haberse convertido en una lingua franca filosófica, a la vez un punto de partida y un interlocutor ineludible en muchos ámbitos.
¿Podría decirnos si comparte esta impresión y cuál es su opinión sobre el papel de Kant en la formación y el ejercicio contemporáneo de la filosofía en español?
Kant ha ocupado un lugar central tanto en la formación como en la investigación filosófica española en el último cuarto del siglo XX. De alguna forma sigue ocupándolo, aunque mi impresión es que en menor medida. Para explicar el fenómeno hay que tener en cuenta su importancia intrínseca, a la que ya me he referido. Pero también han incidido causas coyunturales. A principios de los 70, frente a la declinante metafísica escolastizante, ocupaban la escena escuelas intelectuales de combate, como el marxismo, el materialismo naturalista y versiones antimetafísicas de la filosofía analítica. Muchos profesores jóvenes, a pesar de simpatizar con unas u otras, pensábamos que aquella batalla campal estaba mal planteada, y que en realidad era muy poco filosófica. Por eso dimos un giro hacia el academicismo, hacia la confección de trabajos exhaustivamente documentados y con objetivos teóricos bien delimitados. También era un modo de reaccionar contra el escaso rigor y desmesuradas ínfulas de nuestros profesores (que no maestros). Intentábamos hacer ediciones irreprochables, publicar libros rigurosos alejados de la controversia ideológica, homologarnos a la investigación que se practicaba en Europa o América, etc. Lo hicimos porque era la mejor forma de asegurar nuestro futuro profesional, pero también porque estábamos hartos de consignas grandilocuentes y descaradas instrumentalizaciones. Claro está, los clásicos constituyeron en este sentido referencias obligadas, y entre los clásicos nadie mejor que Kant, uno de los pocos que estaba desde cualquier punto de vista au-dessus de la mêlée. Con los años, los ánimos se han ido serenando y la gente se ha cansado de los revolucionarios de salón (aunque de vez en cuando se producen rebrotes del síndrome). Tanto el mercado editorial como el panorama mental han quedado saturados de trabajos referidos a los grandes. Por supuesto, cualquier miembro de la generación más reciente tiene derecho a descubrir su Kant, su Hegel o su Heidegger. Y también es muy dueño de intentar vender sus hallazgos. Pero no lo tiene fácil, porque todos (incluso los más jóvenes) estamos más de vuelta que antes. Somos vacas muy toreadas. Por eso, la investigación se ha diversificado; autores secundarios y olvidados han sido rescatados. Ya no es necesario buscar refugios ni santuarios como los que antaño ofrecía la historia del pensamiento. La filosofía de la sospecha parece haberse tomado un respiro y las desconfianzas sistemáticas se han apaciguado un poco. Ahora es posible tratar impunemente temas y autores que antes desencadenaban implacablemente el correspondiente sambenito.
No pretendo haber estado al margen de las modas ni tampoco de los cálculos para prosperar en la carrera académica. Pero nunca me fascinó Kant por su potencia teórica intrínseca. He sufrido lo mío para leer una y otra vez sus textos fundamentales e intentar comprenderlos. Como ya falta poco para jubilarme, confesaré que no lo he conseguido de un modo que me satisfaga. Más aún: he llegado a pensar que el problema no era solo mío, sino que hay cosas importantes en Kant que, simplemente, no se entienden. Refiriéndose a otra gran figura —que ha escapado a mis entendederas en mayor proporción aún—, un amigo me recomendó que hiciese como él: “lo abordo como si fuera un pensador aforístico; me agarro a lo que pillo y me despreocupo de lo que no comprendo”. Puede que la receta funcione, pero, francamente, no he estudiado filosofía para eso: antes de proceder así preferiría gestionar expedientes en una oficina.
Con respecto a Kant me propuse dos cosas: en primer lugar, averiguar hasta qué punto tuvo un conocimiento en profundidad de lo que decía la ciencia moderna y supo captar sus consecuencias filosóficas. En segundo lugar, decidir si fue buena o no la fórmula que propuso para regular las relaciones entre ciencia y filosofía o, si se quiere, entre física y metafísica. Para resolver lo primero era imperativo estudiar en profundidad la etapa precrítica; para lo segundo, el sistema trascendental. Pues bien, las cosas claras: mi decepción con Kant ha sido, en ambos sentidos,
profundísima. Nuestro hombre no consiguió dominar la ciencia que tan calurosamente alabó, lo cual le abocó a una teoría del conocimiento particularmente desafortunada. Y lo peor es que seguimos sufriendo las secuelas.
Dediqué al primer objetivo la tesis doctoral, que por esa razón se focalizó en la etapa precrítica. Quedé tan desmoralizado por el resultado de mis averiguaciones que decidí abandonar el asunto. Pero ya se sabe que el tema de la tesis te persigue el resto de tu existencia (una prueba suplementaria es esta misma entrevista). Alguien me llamó desde Alemania y me propuso gestionarme una beca Humboldt si accedía a seguir con el de Königsberg. La tentación era demasiado fuerte para rechazarla y hoy me alegro de haber sucumbido a ella, porque de un modo más profesional pude ahondar en el estudio de la formación científica de Kant. Pasé un año entero en la Biblioteca de la Universidad de Münster. Me sentaba allí diez horas cada día, mes tras mes, y la conclusión fue categórica: Kant desconoció la entraña del cálculo infinitesimal y confundió la física newtoniana con una insostenible mezcolanza de física cartesiana y leibniziana. Así lo evidencié en un minucioso estudio de La estimación de las fuerzas vivas, el cual ha sido muy alabado por los colegas, sin que lo hayan leído hasta el final más allá de media docena. Años después Rudolf Malter me propuso que yo mismo lo tradujese al alemán (o pagase a quien lo hiciera), pero entonces ya se me habían pasado las ganas, sobre todo porque unos cuantos kantianos a los que expuse esta historia me dijeron que, aunque así fuera, la “grandiosidad especulativa” de Kant era tan enorme que su vigencia no sufriría por ello menoscabo alguno. Por lo visto, consideraban que la filosofía crítica es un globo que vuela mucho mejor cuando soltamos las amarras que lo sujetan al suelo.
Tras sacudir el polvo kantiano de mis sandalias, me pregunté si en el siglo XVIII no hubo gente más enterada de lo que la nueva ciencia representaba y más capaz de cimentar con solidez su relación con la filosofía. Después de estudiar a Wolff, Maupertuis, Euler, Lambert, d’Alembert, von Haller, Bernoulli, etc. (y publicar circunstanciados trabajos sobre ellos), llegué la conclusión de que sí la hubo, aunque nadie tuvo la capacidad, influjo y voluntad de sistema necesarios para crear alternativas viables al kantismo. Y como el delincuente siempre acaba volviendo al lugar del crimen, también me entretuve examinando los detalles de la propuesta del Kant crítico. Tras hacerlo mi desconsuelo aún fue mayor. Para justificar la nueva ciencia hubo dos modelos enfrentados. Descartes optó por una epistemología del rigor que priorizaba la certeza sobre la verdad, lo que le abocó a una fundamentación apriorística de la física, aunque a la postre tuviera que introducir en ella conjeturas empíricas. Newton, con menos ambición teórica pero criterio más certero, practicó una epistemología del riesgo, en la que la verdad es lo primero y la certeza un elemento coadyuvante. Eso le permitió apoyarlo todo en generalizaciones empíricas que, al ser formalizadas con un sólido lenguaje matematizado, fueron ganando poco a poco verosimilitud. Una vez más Kant hizo la elección equivocada: la suya es también una epistemología del rigor basada en la idea de evidencia. En la búsqueda del santo grial de los juicios sintéticos a priori se perdió cualquier posibilidad de mantener la unidad del conocimiento, determinando el errático rumbo que la filosofía sigue en los dos últimos siglos.
Cuando hace dos años los miembros de la Academia de Ciencias Morales y Políticas tuvieron la humorada de acogerme en su seno, fui lo suficientemente ingrato como para soltarles una teórica y contarles en mi discurso de ingreso todo este intrincado asunto. He de decir que lo soportaron con más entereza que la mayor parte de los amigos filósofos invitados a la ceremonia, los cuales una vez más sacudieron la cabeza como diciendo: “Este Arana no tiene remedio…”
Le propongo que hablemos ahora de otros grandes temas de los que se ha ocupado. Dos de ellos, sin duda muy vinculados, son las relaciones entre la materia y el espíritu y el problema de la libertad. Permítame que mencione como ejemplos solo dos de sus libros: Los filósofos y la libertad (2005) y La conciencia inexplicada (2016), al que ha dedicado un número casi monográfico la revista Naturaleza y libertad. El primero es un repaso crítico del tratamiento que han hecho de la libertad destacados filósofos modernos y contemporáneos. En la pregunta anterior me referí a Kant por su importancia general. En esta pregunta lo hago porque esta entrevista aparece en una revista de estudios kantianos. Usted sostiene, de forma en principio paradójica, que la filosofía kantiana de la libertad surge en diálogo con una concepción de la física deudora de Wolff y unas tesis metafísicas cercanas a Newton. ¿Podría explicar brevemente este punto? ¿Podría destacar alguna de sus tesis sobre la filosofía de la libertad de Kant o de alguno de los autores tratados en dicha obra?
Mucho agradezco esta pregunta, porque me permite desagraviar un poco al gran prusiano que hasta ahora he osado zarandear. Por decirlo asimismo de una sola vez, admiro tanto la Crítica de la razón práctica como deploro la Crítica de la razón pura. De poco vale mi testimonio, puesto que solo he estudiado en profundidad asuntos relacionados con la naturaleza, pero hasta que Kant llegó creo que no había una filosofía de la libertad digna de tal nombre. Me escandalizan los que se meten con su rigorismo e inventan monsergas para ridiculizar el “deber por el deber”. Encuentro que con anterioridad nadie había asumido del todo que las categorías físicas no sirven para concebir la libertad. Pensar la libertad es pensar un más allá de la naturaleza, o bien una naturaleza que está en estado de emergencia, que se encuentra surgiendo como de su fuente, siendo, antes de fosilizarse en lo meramente sido. Kant detecta con admirable lucidez todo eso. Sabe evitar las trampas de la naturalización, que acechan por doquier a la libertad. Es algo que no encuentro ni en Aristóteles, ni en Tomás de Aquino, ni en Descartes, ni en Leibniz2. De todos ellos quizá sea Leibniz el más aprovechable, por cuanto esboza un modelo de libertad que va más allá del tiempo y el espacio. Pero eso cuadra mejor con la libertad divina que con una libertad finita y contingente como la nuestra. Es Kant el que hace posible una genuina comprensión de la libertad humana, y casi consigue superar (aunque, ¡ay!, no del todo) la escisión que su filosofía teórica introduce entre el mundo sensible y lo que está más allá de él. Mi libro sobre Los filósofos y la libertad intenta esbozar cómo sería una filosofía práctica de estilo kantiano si pudieran ser levantadas las hipotecas contraídas por su filosofía teórica. ¿Es posible conseguirlo? Estoy convencido de que sí, aunque desde luego es algo que está fuera de mi alcance. Tal como lo veo, para alcanzar esa prometedora meta habría primero que elaborar una epistemología del riesgo en condiciones, no limitada como la de Newton a la física, sino ampliada hasta convertirse en un instrumento intelectual de alcance universal. Después de todo, puede que no estuviera tan descaminado Kant cuando afirmó en el Preisschrift: “el auténtico método de la metafísica es en el fondo el mismo que introdujo Newton en la ciencia de la naturaleza”. Con la salvedad de que tal método no fue el postulado por el Kant precrítico, ni tampoco el repensado por el Kant crítico, sino otro muy diferente.
2 No he tenido la paciencia de comprobar si Fichte, Schelling, Hegel o Heidegger lo han conseguido de más pleno, pero los indicios que he examinado me hacen sospechar que no llegaron mucho más allá de lo que don Immanuel consiguió él solito.
Otro de sus grandes temas es la interdisciplinariedad y la pérdida de la unidad del saber, objeto, por ejemplo, del libro El caos del conocimiento. Del árbol de las ciencias a la maraña del saber (2004). Tengo la impresión de que la necesidad de una visión amplia y solvente desde diversos puntos disciplinares es especialmente acuciante en temas tan centrales como los que acabamos de señalar, la libertad y la conciencia. ¿Es así? ¿Podemos decir que muchas reflexiones sobre estos temas están lastradas o incluso claramente sesgadas por una perspectiva disciplinar demasiado estrecha que no permite hacerse cargo de la complejidad de los problemas? ¿Podría ofrecernos alguna reflexión sobre este punto?
Más o menos hasta 1995 me dediqué a escribir libros y artículos sobre cuestiones históricas con muchas notas a pie de página. Pero en un momento dado me pregunté si quería seguir siendo un especialista, o recuperaba la vocación de filósofo que me llevó a dejar los estudios de ingeniería. Por segunda vez decidí quemar las naves, dejar de mirar hacia atrás y explorar el terreno que tenía por delante. Sin ánimo de presunción (aunque para ser presuntuoso no es imprescindible tener el ánimo de serlo), creo que podría haber llegado a ser un buen erudito. Pero no lamento mi renuncia a lograrlo. Los problemas a los que doy vueltas desde entonces son mucho más apasionantes, y tengo la esperanza de haber dejado escrita o dicha alguna cosa que pueda resultar iluminadora para los que vienen detrás. Sin desdeñar las que aún se me puedan ocurrir.
El hecho de que en trabajos anteriores me ocupara fundamentalmente de la relación entre ciencia y filosofía hizo que en la segunda época la interdisciplinariedad ocupara un lugar relevante. El tema de las dos culturas sobre el que tanto se ha hablado no es más que la punta del iceberg. La fábrica del conocimiento humano ha trabajado a tal ritmo que estamos literalmente sepultados bajo la montaña de conocimientos que nos hemos procurado. Y no hay hilo de Ariadna para salir de este laberinto: debemos acostumbrarnos a vivir dentro de él. El problema general, enciclopédico, se reproduce a más reducida escala en una dinámica que recuerda la fractalidad. Hace más de medio siglo Ulam diagnosticó que la unidad de las matemáticas era tan solo nominal. Y lo mismo ha ocurrido con todas las disciplinas a las que la fortuna ha sonreído medianamente. En el caso de la filosofía el problema no deriva del éxito, sino del fracaso. Pero el resultado es equivalente: los científicos están perdidos entre sus tesoros; los filósofos entre nuestros escombros, de los que no sabemos si encierran o no algo valioso. En ambos casos hemos perdido el horizonte. Con tanto árbol es imposible ver el bosque, y no digamos los bosques que están más allá del que nos rodea. Se dice que hace dos mil años una ardilla podía viajar de rama en rama desde Bidasoa hasta Gibraltar; hoy en día cabe hacer el mismo recorrido en coche sin abandonar el laberinto de vías de comunicación que sortean pueblos y ciudades. La península es ahora menos ecológica, pero está igualmente enmarañada. Podría decirse algo parecido del panorama cognitivo, y sacar de ello consecuencias muy negativas. Aún a riesgo de remar contra la corriente, soy en cambio optimista. Los árboles son más bonitos que las autopistas, pero prefiero cuarenta millones de humanos a cuatro mil de ardillas. Del mismo modo, no cambio el desconcierto que provocan tantos datos inconexos —aunque muy probablemente verdaderos—, por la falsa seguridad de unas cuantas presunciones perfectamente trabadas y jerarquizadas, como las que arrullaban el tranquilo sestear de nuestros antepasados. Por supuesto, tampoco están las cosas para caer en la autocomplacencia. Los desafíos que deberán afrontar nuestros hijos y nietos son apremiantes: ya no tendrán a su disposición tantos ignotos continentes por explorar, pero no será cosa pequeña poner un poco de orden en las caóticas cuevas de Alí-Babá que les dejamos en herencia. Disfrutando de una especie de jubilación anticipada, me he dedicado en los últimos veinte años a navegar, pescar y bucear un
poco en el océano de conocimientos que nuestra especie ha segregado, esbozando mapas provisionales para no extraviarme dentro de él. Los manuales de filosofía de la naturaleza que escribí respondían a esa inquietud, y lo más granado que he conseguido está contenido en el libro Los sótanos del universo, que unos pocos amigos conocen y aprecian, lo cual colma por completo mis ansias de reconocimiento.
Permítame que cuente en relación a esto una anécdota. Cuando investigaba las Fuerzas vivas de Kant supe que la monografía más extensa sobre el particular había sido publicada en el siglo XIX por un tal Zwerger. Imposible encontrar un ejemplar en las bibliotecas alemanas; los bombardeos de la segunda guerra mundial debieron acabar con los pocos ejemplares existentes. Pero sí localicé uno en cierto archivo parisino, quizá el del Arsenal o el de Sainte-Geneviève. Más que contento —hay que ver lo fácil que es hacer feliz a un ratón de biblioteca— recibí con unción el anhelado documento. Pero descubrí que venía con una encuadernación en rústica sin guillotinar y todavía nadie había abierto sus páginas. ¡Qué vergüenza, después de más de cien años! Acudí a la encargada de la sala en demanda de ayuda, la cual sacó del cajón una regla de madera toda mellada y en medio minuto hizo trizas aquella reliquia ante mi consternación. Volví a mi mesa con aquellos girones de sabiduría en la mano, indignado con la funcionaria por haber cometido tamaña profanación y conmigo mismo por no haber sabido reaccionar a tiempo para evitarla. Empecé la lectura descubriendo al poco, como suele ocurrir, que la humanidad no había perdido gran cosa al desatender los ímprobos esfuerzos de Zwerger por ilustrarla. Al final concluí que toda la culpa era mía por no haber respetado la virginidad inmaculada de aquel libro. ¡Otra promesa de redención más había sido echada a perder! Ningún estudioso que se precie debe dudar de las virtudes miríficas de la obra que incuba, pero a mí me asaltó la aprensión de que, como Zwerger, tan sólo estaba escribiendo un mensaje para meterlo en una botella y arrojarlo al mar. Si las tempestades lo respetaban, a fines del XXI alguien rompería el recipiente, se asomaría a mis revelaciones y acabaría diciéndose: “¡Pena de tinta, de papel y de vidrio!...” Por supuesto, ahuyenté aquellos escrúpulos y proseguí lleno de fervor mis averiguaciones.
El libro La conciencia inexplicada es una monografía amplia y ambiciosa en la que se ofrece un panorama crítico sobre posturas contemporáneas sobre la conciencia. Tras ofrecer las necesarias precisiones sobre los términos de las discusiones, usted critica de forma decidida posiciones que podemos calificar de reduccionismos y naturalismos. ¿Podría destacar alguna tesis relevante de su obra? ¿Podría señalar algún camino o perspectiva de futuro para la que le haya ayudado especialmente alguno de los artículos dedicados a su libro en el monográfico de Naturaleza y libertad?
Sí, no deja de ser un poco oximórico que un filósofo de la naturaleza no apueste por el naturalismo. Pero he de reconocerlo: si no un traidor, soy un disidente de la fe profesada por los autores de la mayor parte de libros que leo. Y no por ganas de llevarles la contraria, sino porque estoy convencido de que la naturaleza no lo es todo. Siempre, claro está, que quitemos a esa voz todos los ribetes de misterio que tan a menudo la adornan. Además no me encuentro tan solo, puesto que la práctica totalidad de los fundadores de la ciencia moderna tampoco fueron naturalistas. Me sumo a su idea de que cuando extrapolamos ciencia y filosofía natural más allá de todo límite, obtenemos una metafísica bastante mala. Aceptemos, pues, que existe un más allá de la física. ¿Qué hay allí? No es nada fácil precisarlo. Al confesarlo resuenan en mí ecos del agnosticismo de Kant para la cosa en sí. Lo que no acepto de él es su pretensión de confinar eso
que llamamos “naturaleza” en el mundo de la representación; sostengo que espacio, tiempo y materia poseen genuina raigambre ontológica. Y precisamente la circunstancia de que lo natural sea en el sentido más pleno, permite atisbar que hay cosas no naturales que también son. ¿Cuáles? Por ejemplo, sus condiciones de posibilidad. Asigno ese territorio al legítimo patrimonio de la metafísica: la indagación de los supuestos que hacen posible no el conocimiento de lo físico, sino su realidad.
En el libro sobre la conciencia analizo todos los intentos que conozco tendentes a naturalizar la conciencia. Constato su fracaso —lo cual no es ninguna novedad— y me atrevo a conjeturar por qué el dato no es casual ni episódico. Ahí empiezo ya a sacar los pies del plato. Creo que se puede caracterizar sin pérdida lo natural apelando a la dimensión nomológica del universo: forma parte de lo físico todo lo que está sometido a leyes. Así pues, la naturaleza es la regla; lo natural, todo lo que está reglado. ¿Qué más puede haber? Obviamente, el surgimiento mismo de las leyes y la fuente de donde manan. Aunque tengo fobia a los neologismos, me he resignado a uno que no he encontrado a quién endosárselo: la dimensión nomogónica3 del universo está más allá de la nomológica, y forma su complemento necesario. Aunque mi conocimiento y aptitud para la fenomenología y la analítica existencial sean limitados, he perpetrado algunas incursiones en ellas para asegurarme de que la conciencia aflora en efecto dentro de la esfera nomogónica, que por cierto resulta harto escurridiza. No hay que apurarse, porque tenemos acceso directo (aunque personal e intransferible) a ella, gracias a la introspección psicológica. Muy pocos naturalistas —y menos aún los que no lo son— se han mostrado dispuestos a aceptar mis propuestas, pero unos cuantos se han prestado a discutirlas. Me voy a permitir alardear de que hasta ahora nadie me ha hecho una objeción a la que no tuviera nada que replicar.
Podríamos hablar de muchas otras cosas, como, por ejemplo, su actividad como estudioso, editor y traductor de Leibniz, en el marco de la Sociedad Española de Estudios para el Barroco y la Ilustración y la magna edición española de obras de este gran filósofo. Pero, para terminar, me gustaría preguntarle por otra cosa, una dimensión intelectual diferente de Juan Arana, que solo sorprende a quien lo conoce muy de lejos. Me refiero a sus estudios sobre literatura y filosofía, en los que, si no me equivoco, tienen un lugar preferente Jorge Luis Borges y Octavio Paz. Permítame preguntarle por el valor literario de la filosofía y el valor filosófico de la literatura. Pero si le parece más pertinente otro enfoque, le invito a concluir con cualquier otra reflexión sobre las relaciones entre literatura y filosofía o cualquier otro gran tema sobre el que no he alcanzado a preguntarle. Para dejarle la última palabra, yo concluyo mis preguntas agradeciéndole enormemente, a título personal y en nombre de la revista internacional Con-textos Kantianos, que nos haya ofrecido todas estas reflexiones, que espero contribuyan a acercar su trabajo a muchos de nuestros lectores.
En general he respetado la decisión de abandonar el estudio de los siglos XVII y XVIII. Tan solo los amigos de la Sociedad Leibniz han tirado de mí para que siga haciendo de vez en cuando algún trabajo textual o hermenéutico. Es un colectivo que, como todos, tiene sus querellas internas, pero respeta la autonomía de sus miembros y soporta la disidencia doctrinal mucho mejor que la media. Se diría que la sombra del gran conciliador y pacifista nos alcanza e inspira. Además, el proyecto de hacer una buena y bastante completa edición española de sus obras es muy bonito. De manera que como investigador ahora mismo soy más un leibniziano que un kantiano. Leibniz
3 Invención bastante inocente: derivo nomogónico de nomo-génesis.
fue un genio portentoso que me desborda por todos los lados. ¡Ah!, no obstante, si de Kant vinieron respuestas no siempre aceptables, las preguntas que formuló siguen siendo las únicas decisivas. En este sentido seré kantiano hasta que muera.
En cuanto a la interacción con la literatura, diría que lo que he hecho al respecto es una muestra de diletantismo, pero en realidad toda mi actividad lo es. Para justificarme recordaré que el “filo” de nuestra “sofía”, hace de nosotros eternos diletantes, y deberíamos proclamarlo sin sonrojarnos. Más en concreto, debo el descubrimiento de las posibilidades filosóficas de la literatura a mi mujer, que se dedica a la de Hispanoamérica y estaba harta de corregir las pruebas de mis libros cuando me dedicaba a la historia de la mecánica. Cediendo a su amable ultimátum, me leí de una sentada los tres tomos de obras de Borges y quedé cautivado. ¡Por fin un espíritu de “banda ancha”, como ya no se encuentran en la filosofía académica desde hace muchos lustros! Entré en un estado de frenética efervescencia, del que sólo me libré tras escribir de un tirón un librito sobre los motivos filosóficos del argentino. Luego publiqué otro y ya tengo material para un tercero. Harto estoy de los que preguntan si Borges era filósofo. Salvo los oligofrénicos, todos los seres humanos lo son en el único sentido aceptable, que sigue siendo el socrático. Añadiría incluso que no es en las facultades de filosofía donde más se practica esa actividad. Así que, por supuesto, Borges fue filósofo, como todo hijo de vecino. Además poseía una sensibilidad excelsa y una capacidad expresiva que no le iba a la zaga, por lo que mucho debemos aprender de él los filósofos “profesionales”4. Espigar en las entradas de la Enciclopedia británica u hojear con ánimo lúdico los clásicos no inhibe la actividad teorética, porque constituyen medios eficaces para suscitar el asombro, en el que el viejo Aristóteles veía la cuna del saber. Cuando se busca la Belleza (con mayúsculas) resulta imposible esquivar la Verdad, porque es su hermana melliza. Así que seguiré escudriñando las páginas de Borges, Proust y tantos otros, en demanda del divino soplo. Encuentro además que los grandes escritores de cien años para acá son casi los únicos que mantienen incólume esa apertura del espíritu hacia todo el amplio mundo, que es la marca distintiva de los filósofos de casta.
Permítame por último que agradezca la atención que usted y la revista Con-textos Kantianos me prestan con una cita borgesiana:
“Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza es privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero”.
Casi lo mejor que tiene la filosofía es que en ella hay sitio para todos. Así pues, seamos generosos y prestémonos un poco más de atención unos a otros, porque la secular costumbre de ningunear a los colegas, además de constituir uno de los vicios nacionales más arraigados, impide que la cultura filosófica de este país salga de una vez por todas del subdesarrollo. Si llegara a reeditarse alguno de los catecismos que los ya viejos conocimos cuando éramos niños, propondría que a la lista de obras de misericordia se agregara: “Leer libros escritos a menos de mil kilómetros y diez años de distancia”. Vale y gracias.
4 Valga la contradicción implícita de convertir la filosofía en profesión: o es vocación o vale menos que un pimiento.