CON-TEXTOS KANTIANOS.

International Journal of Philosophy N.o 1, Junio 2015, pp. 253-258

ISSN: 2386-7655

doi: 10.5281/zenodo.18516

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Uso posible del esquematismo kantiano para una teoría de la percepción1


PIERRE LACHIÈZE-REY


Traducción de


NATALIA ALBIZU

Universidad Libre de Berlín, Alemania


NOTA DE LA TRADUCTORA.– En la Fenomenología de la Percepción, Maurice Merleau-Ponty hace una referencia un tanto sorprendente a Kant al afirmar, en un pasaje dedicado a la geometría, que la localización de los objetos en el espacio utiliza, según el filósofo de Königsberg, la motricidad del cuerpo (cf. M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la Percepción, Fondo de Cultura Económica, México, 1957, p. 424). Merleau-Ponty no ofrece ninguna cita de Kant a lo largo del pasaje, sino que remite a los lectores a dos escritos de Pierre Lachièze-Rey. El texto que se ofrece a continuación es la traducción de uno de ellos. Esperamos que permita no sólo contextualizar la afirmación de Merleau- Ponty, sino también poner de relieve la pertinencia de la obra de Lachièze-Rey para ciertos debates actuales sobre la naturaleza de la percepción en la filosofía kantiana, como por ejemplo el debate entre conceptualistas y no conceptualistas o aquel acerca del papel del cuerpo propio. (Véase al respecto el artículo de Samantha Matherne, “Kantian Themes in


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El equipo editor de Con-textos kantianos y la traductora del texto al español agradecen a la revista Les Études philosophiques y a Presses Universitaires de France el permiso concedido para publicar esta traducción.

Investigadora en la Universidad Libre de Berlín. E-mail de contacto: nataliaalbizu@gmail.com .



[Recibido: 15 de marzo de 2015/ Aceptado: 14 de mayo de 2015]


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Pierre Lachièze-Rey

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Merleau-Ponty’s Theory of Perception”, de próxima aparición en Archiv für Geschichte der Philosophie.)

La versión del texto que se recoge aquí fue publicada en 1937 en la revista Les Études philosophiques (n.º 3/4) y leída posteriormente en un congreso en Marsella en 1938. (Merleau-Ponty cita una edición impresa para la realización del congreso.) Lachièze- Rey escribió después una versión ampliada, publicada en 1939 en el Journal de psychologie normale et pathologique e incluida en la segunda edición de su obra Le moi, le monde et Dieu (1950).

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La percepción constituye un conjunto orgánico que pertenece a una conciencia. Este conjunto, que es un conjunto para sí, no puede sustituirse, para considerarlo como equivalente, por un conjunto que no existe sino en sí o para un espectador ajeno, conjunto cuya estructura sería biológica o física, pero no psicológica. Se debe, pues, considerar ilusoria la pretensión de haber dilucidado la estructura de la percepción al explicar o describir, de una manera por lo demás más o menos hipotética, la génesis de este conjunto con la que se lo habría reemplazado. Una explicación o una descripción de la génesis de la percepción no puede instituirse sino en el interior del espíritu.

Pero en el interior del espíritu, el asociacionismo –o cualquier otra doctrina de este tipo– es completamente incapaz de proporcionar la solución buscada porque la asociación, lejos de explicar la estructura, la supone. Y por otra parte, no se puede llegar a un resultado satisfactorio considerando la percepción como una forma autorrealizadora, como una finalidad de conjunto inmanente a sus propios términos, si dicha autorrealización y dicha finalidad se producen o actúan de alguna manera en el sujeto como extrañas a él, mediante un proceso al que éste se contenta de asistir, que no determina y del que percibe únicamente los resultados. La percepción, como estructura realizada, remite necesariamente a una estructura realizante y a principios espirituales de constitución. Ahora bien, dichas estructuras organizadoras fundamentales no pueden considerarse como puramente intelectuales; son inevitablemente solidarias con una realización intuitiva formal en la que deben traducirse y encarnarse antes de incorporarse los datos sensibles. Y



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por eso no parece haber una edificación posible de la percepción sino de manera conforme al esquematismo kantiano.

No basta, en efecto, con afirmar que no puede existir una lectura empírica que se apoye en la significación, la inteligibilidad, la esencia, la modalidad existencial y la función de los términos cuyo conjunto forma el sistema de lo representado en el seno de la representación, y que todas esas determinaciones dependen de un determinante que es el espíritu mismo, según la famosa fórmula “no se encuentra en el objeto sino lo que se ha introducido en él”. Hace falta, al plantear así la necesidad de recurrir a un proceso centrífugo, aprehender también la realidad. Ahora bien, el esquematismo es el que nos proporciona aquí el instrumento indispensable porque, sea que vehicule una intención superior como en el caso de la permanencia con relación a la categoría de substancia o el de la sucesión irreversible con relación a la categoría de causalidad, sea que se confunda con dicha intención misma como cuando se trata de un concepto matemático tal como el del círculo o el del triángulo, el esquema es siempre una ley de realización intuitiva gracias a la cual se establece una continuidad entre las iniciativas originarias del espíritu y los objetos finalmente representados. Sin el esquema, el entendimiento dejaría de ser transcendental, es decir constituyente, para verse reducido a simples operaciones empíricas de abstracción y de comparación concernientes a datos cuya estructura formal y cuyas relaciones serían ininteligibles.

La terminología de Kant por lo que respecta al tema de la percepción es bastante fluctuante, tal como lo hemos mostrado en nuestro trabajo sobre el idealismo kantiano, pero la terminología importa poco aquí. Lo que se puede afirmar es que la teoría kantiana de la experiencia es exactamente una teoría de la percepción. La serie de las operaciones constituyentes en las que se afirma –y ello precisamente bajo la forma del esquematismo– la solidaridad de las intenciones categoriales y las realizaciones intuitivas está presente en el seno de toda percepción efectiva. Y si el kantismo desarrolla su tesis en el terreno de la teoría del conocimiento descomponiendo la percepción en factores cuya introducción justifica por la colaboración necesaria que aportan al conjunto del sistema, dicha teoría del conocimiento es inmediatamente transponible al terreno psicológico mediante una efectuación directa de todos los actos de construcción o de posición cuya exigencia ha formulado.



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Pierre Lachièze-Rey

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Por lo demás, no es solamente el esquematismo categorial el que pertenece a una teoría de la percepción. Más allá, por decirlo así, de este esquematismo, se puede considerar aquél que concierne a la posición respectiva del sujeto percipiente y del objeto percibido en el sistema de la experiencia. Decimos “posición” –y entendemos este término en sentido activo–, dado que es, efectivamente, así como se presentan las cosas en la perspectiva kantiana. El espacio considerado en sí mismo y tomado de manera aislada no proporcionaría sino el “fuera de mí” en el sentido de la alteridad. El yo y el fuera de mí son dos intenciones correlativas y solidarias que son las únicas que pueden dar al espacio la significación de una forma de exterioridad; e inversamente, sin la intervención del espacio, la intención de la posición correlativa del yo y del no yo, desprovista de todo instrumento de realización intuitiva, no podría encarnarse en ninguna manifestación concreta y no llegaría siquiera a la conciencia de sí.

Se ve que en una concepción tal, la percepción implica tres términos: el yo que pone, el yo puesto y el objeto situado en correlación y en interacción con él, siendo los dos últimos introducidos por el yo que pone en una misma forma de exterioridad que es el espacio. Ella aparece así como un acto indefinidamente renovable porque depende de una ley dinámica de organización, lo que, entre paréntesis, hace particularmente fácil la interpretación de la conciencia de la identidad del recuerdo, es decir, el reconocimiento. Por otra parte, para esta inserción en el espacio (y también en el tiempo), el sujeto se toma prestado él mismo a sí mismo, por así decirlo, de manera tal que su modo de existencia como yo puesto se encuentra claramente definido. Es, como diría Leibniz, phaenomenon bene fundatum, puesto que, cosa en sí por sus orígenes, despliega la forma espacio- temporal para manifestarse en ella, y debe, por consiguiente, aparecerse en el terreno de la percepción bajo las características de dicha forma. Y este modo de existencia, tomado así de una manera intuitiva en la constitución del sujeto, se extiende al objeto, o más exactamente, al mundo de los objetos situados al mismo nivel que él y considerados en relación con él. Por allí pueden resolverse la mayor parte de las cuestiones difíciles e irritantes que conciernen a las relaciones de la exterioridad y la alteridad, de la inferencia y la percepción directa, y por último, el problema de la creencia en la realidad del objeto del sentido externo.


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Sin embargo, es al tratarse de la localización que la fecundidad del esquematismo puede ponerse especialmente de relieve.

A menudo se le ha reprochado a Kant no poder, mediante su teoría de las formas a priori de la sensibilidad, dar cuenta de la forma particular de los objetos y de la localización de las cualidades sensibles en el ámbito general de la percepción. Pero es fácil ver, por el contrario, que dicha teoría permite fácilmente responder al problema planteado y que ella es, incluso, la única que puede hacerlo. La mayoría de los psicólogos reconocen hoy, en efecto, que no se puede comprender la localización sino admitiendo, en el interior de la percepción, una diferencia funcional entre lo distribuido y el instrumento de la distribución, y consideran asimismo, de manera general, que el órgano de la distribución no puede ser sino el movimiento. Pero el movimiento es incapaz de prestar el servicio que se le pide si se lo considera como un movimiento en sí o como reducido al matiz cualitativo que pertenece a las sensaciones musculares. Para servir de instrumento a la localización, hace falta que encubra intrínsecamente la inmanencia de una trayectoria espacial que es la única que puede permitir pensarlo como movimiento, y de esta manera nos vemos conducidos nuevamente al esquematismo. Por otra parte, hace falta recordar que, en Kant, el espacio y el tiempo no son en absoluto, en el estado originario, espacio espacializado y tiempo temporalizado, pluralidades desplegadas partes extra partes, sino espacio espacializante y tiempo temporalizante, potencia o intención de desarrollar el espacio y el tiempo. Dicha intención no puede realizarse sino por medio de la motricidad del cuerpo que le sirve de instrumento. Y cuando el órgano motor es al mismo tiempo un órgano sensible, las sensaciones vienen a situarse naturalmente, a medida que son sentidas, a lo largo de la trayectoria así descrita.

Se hace entonces fácil responder a la famosa objeción de Berkeley según la cual la localización no puede ser operada por medio de una conciencia angular o de una conciencia de la dirección, dado que no existe una conciencia tal. Dicha objeción ha sido frecuentemente reproducida y considerada como decisiva. Ahora bien, ella no puede formularse sino desde el punto de vista de un empirismo que pretende obligarnos a leer una determinación geométrica en un simple dato cualitativo para poder decirnos a continuación que una lectura tal es imposible. En realidad, la dirección y la separación angular son intenciones a priori que pasan al estado de representadas por medio de la motricidad del



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cuerpo, y la situación de toda sensación que viene a producirse entonces está determinada de antemano por dichas intenciones previas. Se dirá, quizás, que la localización se presenta a veces bajo una forma que se podría calificar de pasiva, sin haber sido precedida por ninguna intención. Pero aparte de que una aserción tal es muy discutible y de que habría que probar la ausencia de toda operación espiritual activa de orientación en el seno de dicha localización, la dificultad planteada puede recibir fácilmente una solución. En efecto, la sensación muscular, la sensación de postura o cualquier otra sensación a la que se quiera conferir el carácter de signo local ya no es aquí un absoluto: se ha visto ligada anteriormente, en otras circunstancias, a una de esas intenciones espacializantes de las que hemos hablado. Puede, pues, cumplir ahora sin dificultad el rol revelador que se le atribuye, incluso si dicha intención está actualmente ausente. Lo que hace inadmisible cualquier teoría de los signos locales bajo cualquier forma en que se presente, lo que la conduce necesariamente a la magia natural de Reid, es que el espíritu debe interpretar en ella un signo que no ha constituido como tal. Pero aquí es completamente diferente, dado que la sensación a la que se atribuye el papel de servir de signo obtiene su privilegio del hecho de que ha acompañado a una operación activa. Recibe su luz de allí, y es, por consiguiente, del espíritu mismo que ha recibido su significación.

Por último, para que la percepción no se mantenga indeterminada, hace falta que las sensaciones no vengan a situarse a lo largo de cualquier trayectoria que el espíritu haya descrito espontánea o voluntariamente, sino que sean sentidas por él en la efectuación de una trayectoria única. Dicha condición es realizada gracias a la resistencia táctil, y solamente gracias a ella. Pero se debe subrayar que ésta no revela una forma espacial; ella no hace sino limitar lo arbitrario del espíritu en la construcción de sus formas. La curvatura, la rectitud, la desviación son diseños motores que constituyen otras tantas manifestaciones particulares del espacio espacializante. El recorrido descriptivo del contorno de un objeto lleva constantemente en sí un esquema realizador que es como una hipótesis permanente a la que la resistencia, continua o

interrumpida, sentida o perdida, viene simplemente a aportar, en cada instante, confirmación o desmentido.


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