¿Precio o dignidad?

A propósito del valor de caminar junto a otros[1]

 

Price or dignity?

The Value of Walking Alongside Others

 

Fernando Longás Uranga*

 

Universidad de Valladolid, España

 

Resumen

A partir de las nuevas condiciones que la revolución copernicana del conocimiento le impone a la posible validez objetiva de ciertos conceptos que no dicen relación con la experiencia, el autor de este artículo se aboca al esfuerzo de mostrar el significado del concepto de dignidad en el contexto moderno del discurso sobre los derechos humanos. El punto de apoyo original de la reflexión que aquí se lleva a cabo lo constituye la conocida distinción kantiana entre dignidad y precio. Desde allí se desarrolla una argumentación que gira en torno al concepto de vida como aquello que ocurre entre los hombres, al ejercicio propiamente racional de justificar y a la idea de comunidad como la única capaz de asumir y contener la pluralidad de los seres humanos.

 

Palabras clave

dignidad, vida, justificación, comunidad

Abstract

Based on the new conditions that the Copernican revolution of knowledge imposes on the possible objective validity of certain concepts which bear no relation with experience, the author of this article strives to demonstrate the meaning of the notion of dignity in the modern context of the discourse on human rights. The original grounding for the reflection undertaken herein is based on the well-known Kantian distinction between dignity and price. This provides the basis for the argument which revolves around the concept of life as something which occurs between men, around the rational exercise of justification and the idea of community as the only one which is able to embrace and contain the plurality of human beings.

 

Key words

 dignity, life, justification, community

 

I

            En pleno vuelo de las ideas que animaron la Ilustración, en una carta dirigida a Federico-Guillermo, príncipe heredero de Prusia, Voltaire, con su inconfundible ironía, le confiesa: “la duda no es un estado demasiado agradable, pero la certeza es un estado ridículo”. Difícil encontrar otra expresión literaria que muestre con tanta claridad en qué lugar del alma reposa la actitud escéptica. Si se lee detenidamente aquel acierto expresivo (¡cuántos no nos dejó la pluma de Voltaire!) y participamos de la sonrisa que acompaña a su escucha, observaremos que el escepticismo no consiste en una disposición teórica surgida como fruto de largos razonamientos que han desembocado en la conciencia de los límites de nuestro conocimiento, ni se deriva, mucho menos, de una demostración realizada bajo la frialdad de una estricta lógica. Se trata más bien de una actitud práctica, de una suerte de humor que se apodera de aquel que, desde un pathos de distancia frente a sí mismo, observa sus acciones como la de un actor no comprometido con su personaje. ¿Por qué? quizás, sencillamente, porque ese compromiso le resulta ridículo. En sentido estricto, ante el escéptico no hay argumentos que se le puedan oponer porque aquel lugar de su alma en el que ha anidado dicha actitud no se sustenta en argumentos, sólo obedece a un profundo estado de ánimo que se llena de sentido en un hechizo producido por su propia figura vital ante el espejo; allí, en el reflejo de su imagen, la certeza no es posible.

Por aciertos como estos Voltaire bien se merece el título de inventor del intelectual moderno, como señala con ingenio Fernando Savater pues, del espíritu de la crítica de su siglo supo cosechar su aspecto más demoledor e irreverente, fruto que, esparcido por su ácida prosa, terminó por transformar el papel del filósofo de sabio académico en sarcástico observador (Savater, 1994, 9 - 10). Desde su nacimiento este nuevo intelectual, si bien no agota todas las figuras que la filosofía ha producido desde entonces, sí puebla en abundancia los siglos venideros y se ha reproducido con entusiasmo en diversos períodos, en ocasiones con tristes y hasta vergonzosas consecuencias en relación con el desenlace de ciertos acontecimientos. Su forma más influyente posiblemente sea la del “escéptico convencido”, aunque para algunos esta expresión pueda sonar a un oxímoron de difícil comprensión. Un escéptico, se dirá, es precisamente aquel que no está convencido. Sin embargo, ésta es sólo una verdad a medias. El escéptico no está convencido de ciertas cosas, es cierto, pero en ocasiones hace bandera de su no convencimiento porque está demasiado convencido de otras. Al usar esta expresión en este contexto nuestra intención es poner de relieve un tipo de pensamiento que suele autocomplacerse en la miseria de los significados de algunas palabras y, convencido, quizás demasiado, que se camina más seguro cuando se toma distancia de aquellas palabras, se refugia en el pretendido realismo de las nociones que poseen un directo significado empírico. Ese tipo de pensamiento, como veremos, es sin duda un mal compañero para el viaje que ahora deseamos emprender tras la comprensión de la palabra “dignidad”.       

            Las palabras son para los seres capaces de pensar como el aire para todos los seres capaces de vivir; son, por decirlo así, su medio ideal, la tierra más fértil, la más apropiada morada en la que pueden desplegar esa capacidad, la de pensar y la de vivir. Pero no se trata sólo de que las palabras sean la superficie más fértil para el despliegue del pensamiento; nuestra analogía nos permite ver además que, como es el aire de indispensable para la vida, también las palabras son absolutamente necesarias para la existencia del pensamiento. Para decirlo sin rodeos, la sequía de palabras es el preludio inequívoco de la aridez de pensamiento. Es cierto también que las palabras en su exceso, en su uso instrumental o, sencillamente, presas de un mal hablar, bien pueden nublar el pensamiento, embaucarlo y conducirlo en pos de propósitos que, una vez recuperada cierta perspectiva, podríamos calificar paradójicamente de poco pensados o irracionales. Sin embargo, si bien el mar de las palabras guarda estos peligros, aprender a navegar en él, echarse en sus aguas y arriesgarse a que los vientos de sus significados y, en ocasiones, equívocos sentidos, arrastren las velas de nuestras representaciones, es y ha sido condición indispensable para representarnos como miembros de una misma especie, una especie capaz de razonar y hacer de este mundo un lugar en el que podamos reconocernos en torno a un posible -aunque nunca seguro- sentido.

            Si consideramos pertinente esta breve reflexión es porque ahora deseamos abocarnos a examinar una de las palabras más grandes y, a la vez, más delicadas y frágiles que conforman aquel mar al que recién nos referíamos. “Dignidad” es una palabra que si bien suele comenzar a acompañarnos tardíamente en nuestra vida, habitualmente sólo cuando nos hacemos adultos, es a la vez una palabra a la que en muy pocas ocasiones podemos echar mano a sabiendas en verdad de lo que decimos con ella. Tan pronto puede llenar de un sentido fuerte a nuestras acciones como convertirse en blanco preferido de las mejores expresiones del escéptico convencido al que recién aludíamos. En ocasiones acude a nuestros labios como reflejo de un sentimiento de respeto hacia alguien cuyo arrojo o valentía moral nos ha conmovido mientras que, en otras circunstancias, su aparición obedece sólo a una profunda emoción de desencanto y vacío, como si con ella quisiéramos mencionar un imposible, algo vedado para miembros de una especie tan miserable como la nuestra.

            Sin embargo, allí está la palabra dignidad, acompañando las primeras líneas de las declaraciones de los derechos del hombre y del ciudadano y ansiosa por llenar de significado los primeros artículos de casi todas las constituciones políticas de los estados modernos de derecho[2].  Es verdad que su aparición antecede con mucho la fecha de estas declaraciones y textos constitucionales, y su presencia en el mar de las palabras en el que intentamos navegar podemos encontrarla sin dificultad en las filosofías morales clásicas, como el estoicismo, y en los motivos fundamentales de las religiones judía y cristiana[3]. Todo ello nos enseña que estamos ante una de aquellas palabras que, además de su grandeza emotiva y de significado, posee una larga historia cuyo repaso nos debería conducir a buscar sus raíces en lugares ya muy distantes de los que hoy habitamos.

            Puesto que la presencia del concepto de dignidad en estas páginas obedece a la intención de reflexionar sobre su posible presencia significativa en el momento de una modernidad que emerge como expresión del “final de la tradición” (Arendt, 2008), y se aventura en la niebla del individualismo autoafirmativo y de la soberanía de los deseos, nos abocamos a la revisión de este concepto en el contexto de la aparición  de un lenguaje sobre los Derechos Humanos y su incidencia en la posible comprensión de su fundamento. En otras palabras, las siguientes líneas se sitúan en la reformulación que sufrió el concepto tradicional de dignidad en el pensamiento moderno y del que bebieron las teorías morales y jurídicas de los siglos XVII y XVIII.[4]

 

II

            La precisión recién realizada nos permite situarnos, y casi de un modo obligado, en lo que bien podemos denominar el ocaso de la metafísica, efecto de la crisis del conocimiento con que se inauguran los tiempos modernos y que transformó de un modo radical la concepción acerca de la validez del uso teórico de la razón. Si otrora la confianza en el saber humano se extendía sin límites sobre lo real develando sus causas esenciales y disolviendo todo misterio, las nuevas ciencias que vieron la luz hacia finales del siglo XVI y comienzos del XVII, se articularon sobre la conciencia de los límites de la validez objetiva de las representaciones, y sobre la imposibilidad de que la verdad se extienda más allá de las fronteras de la experiencia. Así, todo ese vasto territorio que escapa a nuestras percepciones sensibles, es decir, todo lo que denominamos metafísica, entró en un largo y nostálgico atardecer en el que finalmente quedó condenada a ser sólo pensamiento, nunca conocimiento. Es en ese momento en el que grandes huestes de palabras que constituyen aquel mar en el que habitan nuestras representaciones del mundo, vieron mermada su fuerza significativa y comenzaron a perder sus facultades para colmar nuestra siempre insaciable disposición natural en pos de la total comprensión de la realidad que, como sentenció sabiamente Kant, es algo más que un mero deseo de saber[5]. Condenadas a ser símbolo, no de cosas en cuanto no remiten a objetos de experiencia, palabras como libertad, respeto, humanidad, derecho y muchas más, se vieron impelidas desde entonces a buscar su validez objetiva en usos diferentes de la razón, no siempre exitosos, y a perseguir sus posibles significados en su referencia quizás a otras representaciones, abriendo el terreno de lo que algunos han reconocido como el inicio de la “hermenéutica moderna”.[6] La palabra que aquí nos ocupa no escapa a este difícil destino.

            No siendo la dignidad un concepto con un denotado reconocible en el campo de la experiencia, ella, al igual que muchas palabras compañeras en la intención de significar valores relativos a la vida y a las acciones humanas, perdieron su lugar en el territorio de la teoría y el conocimiento. La moralidad quedó así desprovista de una base epistemológica que ligara la orientación de la acción humana con la certeza, el predicado de bueno con el de verdadero, en una expresión, el bien con la lógica de la verdad. Si la teoría no puede, sin perderse en ilusiones, traspasar los límites de la experiencia posible para la razón humana, no hay teoría que pueda fundar la validez objetiva de aquellos conceptos que, como el de dignidad, nos hablan de un mundo que se extiende más allá de los terrenos de la experiencia.

Ilustrativo resulta a este respecto recordar el pensamiento de algunos destacados filósofos del XVII como Hobbes o Descartes, considerados por tantos estudiosos como fundadores de la modernidad. El primero no dudó, desde un pretendido realismo que nos acompaña hasta hoy, en sentenciar que, sin la existencia de un poder común que coaccione a todos por igual, resulta inútil hablar de justicia e injusticia, de bueno o de malo; toda referencia posible a un orden valórico de las acciones humanas depende de la creación de una estructura de poder tan suficientemente fuerte que atemorice y someta a todos los hombres a fin de obligarles a abandonar su peligrosa libertad (Hobbes, 1991, 127 y ss.). Descartes, por su parte, convencido de que mientras no pudiera demostrarse por razón natural la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, es decir, sin una clara teoría sobre el verdadero poder que infunde temor a los hombres, no podría inculcárseles moral alguna, siendo algo incuestionable que, en esta vida, el vicio produce más beneficios que la virtud. Por ello, quizás, nos dejó además en las páginas de su Discurso del Método, no exento de su habitual y sutil ironía, la propuesta de una “moral provisional” para ser usada mientras no consiguiéramos construir una nueva casa teórica verdadera, una vez que la antigua había sido derruida justamente por la acción de la duda (Descartes, 1995, 122 y Descartes, 2007, 97).

            Sin embargo, no obstante lo expuesto, no se puede negar que actualmente la palabra dignidad habita entre nosotros como un valor fundamental de extendida aceptación en el orden jurídico y político. Se habla de un reconocimiento de la dignidad inherente a cada ser humano que nos hace titulares de derechos fundamentales en tanto constituimos lo que llamamos humanidad. Aparentemente, tal como coinciden en destacar algunos estudios actuales sobre los Derechos Humanos, la experiencia de los actos de barbarie a la que nos condujo la segunda guerra mundial, la conciencia del holocausto y el exterminio indiscriminado de seres humanos en manos de los que aparentemente eran otros seres humanos, han impulsado una reconsideración de la idea de dignidad humana como un valor necesario para hacer frente a los totalitarismo.[7] Sobre esa idea de dignidad se ha iniciado una lenta tarea dirigida a la instauración de un régimen de derechos humanos universales. Así es como nos encontramos en las primeras líneas introductorias de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 con la necesidad del “reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”, y ya en su primer artículo se dice: “Todo los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Pero resulta obvio que las solas declaraciones no construyen la realidad, que su performatividad, e incluso su inscripción en una estructura jurídica, aunque instala un campo de referencia, en ningún caso es suficiente como elemento educativo de la conducta y están lejos de aportarnos un sentido unitario en la comprensión del concepto de dignidad humana. 

Quizás es por ello que algunos, acusando la carencia de un fundamento teórico racional de estos conceptos, han optado por buscar un consenso práctico en torno a ellos basándose en los efectos emocionales que nos generan las situaciones reales de crueldad, vía por la que se busca una mejor comprensión del concepto. Se sostiene que, desde esta perspectiva, resulta, por ejemplo, más fácil percibir lo que viola la dignidad humana y lo que, por tanto, deshumaniza al hombre, que entender el contenido de su verdadero significado. En una línea cercana a la recién descrita están quienes sostienen que es imposible una verdadera comprensión de la dignidad sin una concepción espiritual del hombre, una concepción que, sin duda, se encuentra necesariamente ligada a una interpretación religiosa en la que esta vía, ensayada en el contexto de la modernidad antes aludido, encuentra a la vez su virtud y su fracaso. (Andorno, 1998) Ambos caminos contrastan, inevitablemente, con la creciente ausencia de justificación racional del concepto lo que incide negativamente, mal que nos pese, en nuestra capacidad de pensar y de representar.

En una corriente de pensamiento que hunde sus raíces en la ilustración y en la filosofía crítica, nosotros sostenemos, en primer lugar, que no es posible la comprensión de concepto alguno sin la presencia de un pensamiento que, sin pretender demostrar, sí ambicione mostrar, desde la coherencia razonable, el sentido que poseen ciertas palabras en relación con la vida que podemos realizar.  En segundo lugar, bajo lo que exponemos a continuación yace la convicción de que la única posibilidad de que un pensamiento alcance un valor objetivo es cuando se constituye en la estructura de la acción, es decir, cuando pensamiento y acción se entrelazan a tal punto que se hacen indiscernibles en el fluir de la vida. Por último, es preciso destacar que la vida a la que nos referimos en las dos condiciones anteriores, no es la que encarna cada individuo particular, unívocamente considerado; desde la perspectiva individual la vida sólo puede significar una organización biológica, una estructura causal acotada en los límites de la experiencia. En la reflexión que aquí ensayamos sobre el concepto de dignidad, vida es aquello que acontece entre los hombres, que sólo podemos reconocer en la relación que se da entre los seres humanos, en aquello que surge como un tejido en cuanto cada individuo es capaz de acción. Al actuar hacemos siempre una experiencia del otro, no solo de su presencia como cuerpo sino, más que nada, de su capacidad, igual que la mía, de actuar y pensar. En este sentido nos atrevemos a afirmar que vivir es siempre, y de un modo radical, convivir.[8]

La ligazón entre pensamiento y sentido, la identidad entre pensar y actuar y la consideración de la vida como aquello que ocurre sólo en la relación entre los seres humanos[9], son las tres condiciones sobre las que, en lo que sigue, intentaremos mostrar el posible significado de la palabra dignidad, y cómo ella alcanza su sentido pleno cuando se erige como disyunción frente a la actualmente imperante noción de precio que, como ya subrayó Marx, se manifiesta, en las sociedades en que domina el modo de producción capitalista, como único valor. A las tres condiciones mencionadas se suma lo ya referido respecto a la reinterpretación que sufre el concepto de dignidad a partir del pensamiento moral y jurídico de la modernidad dentro de lo que hemos denominado el ocaso de la metafísica.

Qué duda cabe que en este contexto es a Immanuel Kant a quien le debemos una de las deliberaciones más profundas y honestas que haya podido legarnos la filosofía moderna acerca del concepto que aquí nos ocupa. En una reflexión cuya actualidad resulta indiscutible, Kant, al aventurarse en la exposición del segundo enunciado del imperativo categórico, contrapone la idea de precio a la de dignidad haciendo hincapié en que en la vida de los seres racionales (que él piensa como un posible “reino de los fines”[10]) todo lo que admite un precio, admite que pueda ser sustituido por otra cosa equivalente, en cambio, lo que tiene dignidad no puede bajo ninguna condición ser sustituido por nada[11]. La pregunta, entonces, se hace inevitable: ¿qué es lo que tiene dignidad? Más aún, ¿hay algo en la vida de los seres racionales que tenga dignidad? Para el pensador de Königsberg la respuesta estaba clara. El hombre puede pensarse, y de hecho lo hace, como fin en sí mismo y, en cuanto tal, existe no meramente como medio; al pensarse como un fin en sí mismo reconoce que la única condición que le da validez a ese pensamiento es la moralidad, es decir, el considerarse capaz de actuar por deber, y, en ese único sentido, ser un miembro legislador en el reino de los fines. Por ello concluye: “Así pues, la moralidad, y la humanidad en tanto que ésta es capaz de la misma, es lo único que tiene dignidad” (Kant, AA IV: 435).

Conviene subrayar en este momento que al ocuparnos del posible significado de la palabra “dignidad”, nuestra cercanía con Kant obedece a la convicción de que su originalidad descansa en el modo cómo su pensamiento se aparta de una visión iusnaturalista. Su  reflexión sobre la dignidad no se basa en una idea metafísica de la naturaleza humana, sino en el valor que le asigna a la praxis y a los principios que de ella emanan, principios que dicen relación con la mutua consideración y relación exigibles entre sujetos racionales. Es este aspecto fundamentalmente moral el que domina nuestro interés en las ideas que aquí ensayamos, aunque no desconocemos la relación que él ha tenido, y tiene, con el debate sobre sus posibles consecuencias en el ámbito del pensamiento jurídico. 

De esta forma hemos desembarcado en el corazón de nuestra reflexión sobre la dignidad, pero lo hemos hecho sin permitir aún que la dignidad se sumerja en un pensamiento que ha de conquistar su sentido razonable precisamente en el mar de las palabras, proceder indispensable para que acontezca el propio pensar y, además, la primera de las tres condiciones que nos hemos puesto como base de nuestra reflexión. No obstante, lo dicho nos pone en sintonía con lo que consideramos un buen punto de partida para abordar lo que aquí nos ocupa, el de la relación entre medios y fines, nudo fundamental de toda reflexión moral.

 

III

Si nos fuera posible conocer, mediante el uso teórico de nuestra razón, un fin capaz de satisfacer nuestra sed de verdad y de comprensión o, en palabras de Kant, si fuéramos capaces de responder a aquellas cuestiones que acosan a la razón por su propia naturaleza, motivo por el que tampoco podemos rechazarlas, el problema de la libertad y, por ende, el de la moralidad, se traduciría en un desafío pragmático. Es decir, conocido el fin, la felicidad, fin que se impondría como verdad, nuestro problema se reduciría a buscar los medios a través de los cuales dirigirnos hacia él. Habiendo alcanzado claridad sobre el objetivo que todos queremos, todos desearíamos del mismo modo los medios para alcanzarlo. Sin embargo, como efecto de la crisis del conocimiento y de la imposibilidad de representarnos con validez universal un fin semejante, (lo que es la felicidad para algunos no coincide necesariamente con lo que es la felicidad para todos[12]) nuestra vida se ve abocada más bien a desafíos técnicos o de habilidad, esto es, a deliberaciones problemáticas respecto a fines posibles. En este tipo de conductas, tan enormemente extendidas en nuestros días en que asistimos a la multiplicación de afanes particulares en una creciente competencia, se abandona la deliberación sobre si el objetivo es racional y bueno para juzgar sólo la eficacia de los medios en relación al fin que se persigue. Crece, así, por doquier, la medición de los instrumentos, de la productividad y de la eficiencia, medidas relativas a la siempre discutible moralidad de los objetivos. Podemos considerar un buen propósito vivir muchos años, tener una buena salud o hacerse con una pequeña fortuna que nos de seguridad para nosotros y nuestros herederos, por citar algunos fines plausibles, y nuestra vida consistirá en buscar los mejores medios para conseguir aquello que nos hemos propuesto. Siendo este proceder más o menos reconocible como legítimo por algunos de nuestros pares, nunca podrá escapar a la lógica del precio, esto es, a la lógica de aquello que necesariamente tendremos que ponernos como algo equivalente en el costo del objetivo que ambicionamos. Todas las obligaciones que nos imponemos en esta dinámica de medios y fines son de la misma índole, esto es, pertenecen al principio del amor a sí mismo y, en cuanto tal, tienen un precio, siempre se podrá poner otra cosa como equivalente, pero nunca tendrán dignidad.

He aquí lo que cabe pensar. ¿Qué es lo que la palabra “dignidad” nos permite comprender de la vida que hacemos los seres humanos en conjunto? ¿Qué es aquello que conseguimos ver de nuestra vida al detenernos en la dignidad, y qué nos mueve a pensarnos y a actuar como si no tuviéramos sólo un precio? Porque sobre lo que no cabe duda, y resulta fácil encontrar testimonio de ello en nuestra más inmediata experiencia, es que tenemos un precio, que nuestras acciones están bajo la consideración de algo que podemos poner como equivalente. En el mundo del mercado, de la industria y de lo que hoy llamamos, latamente, el mundo del trabajo, existimos como recursos, como medios, y nuestras acciones poseen, dependiendo, entre otros múltiples y menos visibles factores, de su productividad, eficacia, experticia y, además, de los vaivenes a los que está expuesto el valor de cambio de toda mercancía, un precio respecto del cual algo se puede poner como equivalente. Para decirlo con más precisión, no cabe duda que nuestra vida tiene un precio y que de ese precio depende en gran medida el lugar que ocupamos en la trama de la sociedad, siempre jerarquizada, siempre sumida en la inequidad.

El propio Kant, al referirse al papel que juegan como móvil de la acciones humanas las naturales inclinaciones de los hombres y las necesidades fundadas en ellas, no desconoce en absoluto esta dimensión de la condición humana. Los objetos de nuestras inclinaciones y necesidades tienen un valor condicionado del que no podemos desprendernos en absoluto mientras seamos lo que somos, seres finitos situados en el mundo de la experiencia. Dicha condición nos obliga a reconocer que los hombres nos necesitamos unos a otros y que, en tal sentido, en nuestras acciones, usamos a los demás como medios, en muchas ocasiones los otros se convierten en objeto de nuestras inclinaciones más diversas y, en la vida que tejemos en común, quizás las más de las veces los propios intereses y la persecución de la propia felicidad gobiernan las decisiones que conforman nuestras relaciones. ¿Dónde, entonces, apoyar la esperanza de que el hombre, no obstante su condición, posea también dignidad?

Pensaba Pascal hacia mediados del s. XVII que el hombre no es más que una frágil caña, poco más que una voluta de aire o una gota de agua le basta al poderoso Universo para acabar con su vida, pero es una caña que piensa, y eso lo hace más noble que todo lo que lo mata, pues él sabe que muere[13].  En un curso de ideas que se nos antoja familiar a estos pensamientos de Pascal, en sus “Prolegómenos a toda metafísica futura”, Kant sostiene que es tan inesperado que la razón humana renuncie a sus indagaciones metafísicas, como que interrumpamos la respiración porque el aire se ha vuelto impuro. Allí, en lo que él denomina “investigaciones metafísicas”, se enraíza esa capacidad de pensar del hombre, de interrogar al mundo y a sí mismo desde la experiencia y más allá de ella. Si bien es cierto que a partir de la disolución de las antiguas certezas en manos de la crítica este interrogar se aventura, desde entonces, en un aire lleno de nieblas, no por ello el hombre puede dejar de pensar. Es más, desde aquel momento el pensar se hace urgencia de vida, se convierte en un imperativo y ya no podemos renunciar a él; como si de un destino sisifiano se tratara, obligados moralmente a cargar con el peso de las preguntas que acompañan al hombre sin abandonar jamás este empeño siempre inacabado, tenemos que hacernos cargo de ellas en aquel mar de las palabras al que ya nos hemos referido. En un eco de aquella conciencia que nace con la modernidad, pero más cercanamente a nosotros, oímos a Enrico Castelli sentenciar que de la metafísica no nos libraremos jamás, entre otras razones, porque no podemos librarnos de la conciencia de la muerte (Castelli, 1966, 44).

Si nos detenemos en estos pensamientos, es porque ellos ilustran lo que, en medio de un caudal de comprensible escepticismo, constituye la semilla, la única quizás, en la que podemos depositar nuestras esperanzas en que los seres humanos somos algo más que un mero hecho, más que otra casualidad en la multiplicidad infinita de sucesos sin mayor significado que constituye el Universo. Esa semilla, que al abrigo de muchos cuidados puede germinar, (lo que sin duda ha ocurrido en ciertos momentos de nuestra historia) no es otra que la razón que, mediante su interrogar, pensar y cubrirlo todo de palabras ansiosas de sentido, genera aquel hiato entre la vida humana y cualquier otro hecho, incluso cualquier otra forma de vida. No se trata de una separación que imponga jerarquías, (incluso hay quienes han visto en esta conciencia una suerte de caída, de pérdida de nuestra supuesta virginal naturaleza) sino de una apertura hacia una posible comunión con el Universo, hacia un posible sentido de la totalidad de nuestras acciones en el tiempo, en definitiva, hacia la posibilidad de que nuestro mañana sea mejor que nuestro presente.

Que la vida, esa que se teje entre los seres humanos, no se agote en los límites de las experiencias pasadas sino que se abra, bajo una conciencia de la historia, hacia la posibilidad de superar todo límite, es el primer elemento de comprensión de la dignidad humana[14]. No afirmamos con ello que la vida humana sea independiente de la animalidad, independiente de su condición fenoménica siempre atada a la fuerza determinante de la causalidad, pero sí sostenemos que aquella facultad, la razón y su capacidad de convertir en palabras todo el Universo, facultad por la cual el hombre no es una cosa entre las cosas de la naturaleza, constituye la posibilidad de transformar permanentemente su relación con el mundo y entre los propios hombres, y es aquello lo que hace que la vida humana no sea únicamente un producto de la causalidad fenoménica, un hecho animal más. Es la actividad de la razón, su uso práctico como diría Kant, lo que nos permite una primera representación de la dignidad humana.

Sin embargo, es imperioso que nos adentremos un poco más en estas aguas si lo que buscamos es una comprensión más completa de esta palabra de tan estrecho vínculo con los Derechos Humanos. Bajo el influjo de la filosofía moral de Kant, hemos situado la dignidad en contraposición con la idea de precio y en tensión con las naturales inclinaciones y necesidades humanas. Pero ¿qué contiene esta facultad de pensar que, aunque incapaz de entregarnos certezas allí donde más las necesitamos, nos empuja de un modo irresistible a aventurarnos en el frágil navío de palabras que sólo nos remiten a otras ideas (a otros símbolos)?[15]. Lo que contiene esta facultad de pensar es una capacidad que, como aquella que nos permite habitar en las palabras, es también exclusiva del ser humano; nos referimos a la capacidad de actuar. La acción es precisamente lo que sucede entre los hombres y se hace realidad sólo en esta relación. Allí donde alguien observa, interpreta y valora lo que otro hace desde una intención, un querer o un pensar, allí, en ese cruce de pensamiento y acción, es donde acontece la vida.

 

IV

Nos encontramos ahora con la segunda condición bajo la que nos propusimos reflexionar sobre el significado de la palabra dignidad. En verdad existe, y así nos lo enseña la propia experiencia, un uso práctico de la razón, y de éste da cuenta, no el mero efecto de una acción, sino la indagación, inevitable entre los seres humanos, por los motivos a los que ha respondido dicha acción. Lo gravitante en esa indagación es que, a diferencia de lo que ocurre cuando la razón se pregunta por las causas de un fenómeno natural y lo que se busca es una explicación, en este caso lo que se persigue es algo más que una explicación, más que una respuesta al por qué se ha actuado de tal forma. La indagación por los motivos de una acción apremia también por una justificación. Justificar es siempre dar razón. En el caso de la acción se busca una razón que haga comprensible lo acontecido, esto es, que ligue, en un solo movimiento de la voluntad, entender y aceptar.

 Prácticamente todas nuestras diferencias, desavenencias y conflictos en nuestra vida tienen su origen en esta dimensión simbólica de las acciones. Sucede que en muchas ocasiones lo que allí leemos, interpretamos y valoramos nos lleva a no aceptar lo que uno mismo u otros han hecho, y no lo aceptamos, no porque lo realizado no tenga una explicación, sino porque, precisamente, no consideramos que esa explicación esté justificada. Esta aparentemente simple dimensión de las acciones humanas nos enseña al menos dos cosas: primero, lo ya referido acerca de la existencia de un uso práctico de la razón, pues no solo nos movemos por el mundo, como se mueven las hojas secas arrastradas por el viento, sino que siempre actuamos ante un mundo, y también ante nosotros mismos, siempre somos objeto de juicio; segundo, que la indagación por los motivos de la acción parece reclamar de esta última algo más que la presencia de una mera inclinación o necesidad. Quien expone los motivos de su acción, expone también el momento de su decisión. Si digo: “he actuado sin pensar”, “no me di cuenta lo que ocurriría”, “sólo pensé en mí”, “hice lo que me dio en ganas hacer”, u otras expresiones semejantes que denoten el proceder de una voluntad que no atiende a la racionalidad, en ese mismo momento abandono mi intento de justificación, disuelvo toda oportunidad de ganar el respeto de quienes me escuchan y no tengo otra posibilidad que, o bien invocar clemencia o bien infundir temor. La primera constituye una de las pocas acciones capaces de restañar las heridas que nos producen los errores humanos y volver a unir los fragmentos rotos de la vida en un relato con sentido, estamos ante el misterio del perdón; la segunda constituye uno de los elementos más dramáticos que conforman la vida social y política moderna desde que, parafraseando a Locke, ya no podemos apelar al cielo para solucionar nuestras diferencias.

Lo aquí referido sobre el uso práctico de la razón que se hace manifiesto en este vínculo indisoluble entre pensamiento y acción nos acerca, de un modo más decisivo, a la comprensión del concepto de dignidad. La acción, y los motivos a los que se ve necesariamente unida, nos permiten reconocer, junto a las condiciones externas que mueven nuestra voluntad, el protagonismo que la razón asume en la determinación de la acción. Este es el centro de la preocupación de Kant cuando señala la necesidad de distinguir entre resortes y motivos de la acción. Mientras los primeros dicen relación con las inclinaciones y necesidades humanas y operan sobre la conducta a manera de mecanismos subjetivos necesarios, los motivos nos ponen ante la espontaneidad de un sujeto racional que es capaz de pensarse como origen de su acción. Sin embargo, lo más relevante de esta distinción, y es sobre lo que ahora debemos reflexionar, no es sólo la constatación de los diferentes influjos que recibimos al momento de actuar, lo que sin duda nos obliga a encarnar una compleja antropología, sino el hecho de que la participación de la razón en la determinación de la acción se encuentra ligada, de modo esencial, a una pretensión de validez universal. Dar razones de tus actos, exponer los motivos por los que hemos actuado de tal o cual forma, implica expresar esa pretensión de validez universal, implica asumir un discurso que quiebra el propio interés y se sitúa en la perspectiva de un nosotros. Exponer motivos racionales de nuestras acciones implica exponer motivos que anhelan valer para todo ser racional[16]. De no ser así, de no ambicionar nuestras palabras dicha validez, sólo estaríamos hablando, nuevamente, de los resortes de nuestras acciones, es decir, estaríamos únicamente pretendiendo explicar, pero no exponiendo una justificación.

Así, a la capacidad de pensar y a la capacidad de actuar por motivos, en nuestro camino hacia la comprensión del concepto de dignidad se suma ahora esta pretensión de validez universal. Con ella, como navegantes deseosos de llegar a puerto luego de una larga travesía, nosotros atisbamos por primera vez la costa a la que debemos dirigirnos, la de los Derechos Humanos. ¿Por qué es posible pensar en la construcción de un mundo en el que, gradualmente, vaya creciendo un reino de derechos válidos para todo ser humano y confiar en que esta pretensión tiene un fundamento? En una fórmula aún algo apretada podemos decir que es posible porque los seres humanos estamos dotados de una facultad que nos empuja a pensar y actuar bajo motivos que expresamos racionalmente, es decir, bajo una pretensión de validez universal. En otras palabras, una búsqueda de reconocimiento y de respeto de derechos válidos para todos los seres humanos, con independencia de cualquiera situación o condición empírica, circunstancial o social, encuentra su apoyo en la comprensión de la dignidad humana[17].

Pero no debemos precipitarnos. Es preciso, ahora que nos acercamos al desenlace de esta reflexión, avanzar aún con más lentitud. Sería un error grave para la comprensión de la dignidad que identificáramos esta pretensión de validez universal inscrita en el uso práctico de la razón con la verdad. Qué duda cabe que éste ha sido uno de los males de los tiempos modernos, a saber, confundir la necesidad de pensar desde una perspectiva moral con la ambición por establecer verdades. En no pocas y trágicas ocasiones estas últimas han sido usadas como banderas de una moral ideal, totalizadora, sin adversario posible y, desde allí, se ha pretendido ordenar y regular la vida. En la persecución del ideal el hombre ha caído no pocas veces en el hechizo de lo absoluto y, entonces, en un paradojal destino: ha creado mundos en los que ha terminado por extraviar, por medio de crueles acciones, el origen mismo de su búsqueda, la dignidad. Del desenlace trágico de estas extremas aventuras ha bebido en no pocas ocasiones el intelectual moderno, el escéptico convencido, aquel observador sarcástico que, desde ese pathos de distancia ha preferido su duda incómoda a una ridícula certeza. Con el ánimo de orientarnos en la niebla que acrecienta dicha actitud de pensamiento, avanzamos hacia el desenlace de esta reflexión.

 

 

 

V

 Que el posible significado de la palabra “dignidad” nazca de una tensión entre ese impulso que busca atraparnos como autosatisfacción, conservación y deseo, y la aspiración a ser sujetos racionales, esto es, a representar, con nuestros pensamientos y acciones, a la humanidad que habita en cada uno de nosotros, nos enseña que ella no nos convierte en jueces absolutos o en maestros de la historia universal, mucho menos en dioses; lejos de la dignidad se encuentra la sabiduría suprema y la jerarquía total. La dignidad nos pone exactamente en ese lugar precario, que Kant delicadamente describía como el propio del pensamiento, que sin estar sostenido por nada desde el cielo ni tampoco apoyado en nada sobre la tierra, ha de mantenerse firme en sus anhelos[18]. 

Ese es precisamente el sentido que siguen en Kant las tres formulaciones a través de las que nos muestra lo que pensamos cuando actuamos por deber, nos referimos a las tres formulaciones del imperativo categórico. La primera nos pone frente a un pensamiento que denota la manifestación de un irrefrenable anhelo de nuestra razón: la aspiración a que el curso de acción que he escogido (mi máxima), pueda ser un principio que valga para todo ser racional (principio de legislación universal). No se trata de que mi máxima se convierta de hecho en ley, sino de que, al pensar en lo que debemos hacer, pensamos nuestra acción desde esa pretensión de validez universal. En el mismo instante en que exponemos nuestros motivos para actuar de esa forma, reconocemos, como condición de nuestra exposición, la misma pretensión en quien nos escucha como sujeto racional. Este reconocimiento es el puente hacia la segunda formulación del imperativo categórico y, de paso, la constatación de que el carácter formal o meramente procedimental que Kant le ha dado al deber, y sobre lo que tanto se ha escrito, no está exento de un contenido[19]. En otros términos, podemos decir que el formalismo de la ética de Kant, lejos de ser una deficiencia de la misma, constituye la única manera en que se hace compatible la tendencia de validez universal, propia del uso práctico de la razón, con el hecho de la pluralidad humana[20]. Y eso queda claro en las otras dos formas bajo las que Kant nos muestra lo que pensamos cuando actuamos movidos por el deber. Al señalar que debemos obrar de un modo en que consideremos la humanidad, que nos representamos tanto en nosotros como en cualquier otro ser racional, siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio, Kant expone la única condición fundamental bajo la que nuestro discurso acerca de nuestros motivos racionales puede tener un sentido, a saber, representarnos al otro en su humanidad como un ser capaz, igual que nosotros, de pensar y compartir dichos motivos. ¿Qué otra cosa puede significar humanidad en este texto que no sea el reconocimiento de la misma capacidad de pensar y actuar en todos los seres dotados de razón? Cuando no hacemos esto, cuando renunciando al uso práctico de la razón declaramos que nuestros móviles de acción son el mero deseo, la desnuda inclinación, la plebeya naturaleza que nos gobierna o, simplemente, una desenmascarada voluntad de poder, en ese instante renunciamos a nuestra condición racional al tiempo que disolvemos todo contenido de la palabra dignidad.[21]

Señalar que al actuar debemos pensarnos cada uno y a todos los demás como fines en sí mismos, significa que no existe una autoridad externa a la que debamos someternos, y que, por ende, cada uno de nosotros debe tomar en sus manos el papel de ser legislador. Ahora bien, el hombre sólo puede legislar sobre aquello que está a su alcance, sobre aquello que efectivamente, en el plano de la experiencia, puede hacer o dejar de hacer[22]. Por ello, asumir la exigencia de pensar nuestras máximas bajo la forma de una legislación universal significa que el deber del hombre es, de un modo primordial, actuar libremente, esto es, bajo el principio de la autonomía. Este es, como sabemos, el núcleo de la teoría moral de Kant, ser capaces de no ser únicamente objeto de las inclinaciones y necesidades (heteronomía), para constituirnos, de un modo gradual, esto es histórico, en sujetos autónomos, sujetos capaces de darnos nuestra propia ley. Como vemos, desde esta perspectiva, el sujeto moral no es una sustancia, ni la moralidad constituye tampoco un atributo natural; se trata sólo de una posible cualidad que los seres humanos pueden conquistar mediante sus acciones en una vida realizada en común con otros, en una vida en comunidad.  Kant expresa esta idea con gran convicción:

“La autonomía de la voluntad es el único principio de todas las leyes morales y de los deberes conformes a ellas; toda heteronomía del albedrío, en cambio, no sólo no funda obligación alguna, sino que más bien es contraria al principio de la misma y de la moralidad de la voluntad […] Así, pues, la ley moral no expresa nada más que la autonomía de la razón pura práctica, es decir, la libertad, y ésta es incluso la condición formal de todas las máximas bajo cuya condición solamente pueden éstas coincidir con la ley práctica suprema.” (Kant, AA V: 33)

Estamos ahora en condiciones, al desembocar en la tercera formulación del imperativo categórico, de comprender lo que constituye el corazón de la dignidad humana. Si ser un sujeto moral implica, primero, pensarse como origen de las acciones que lleva a cabo, segundo, aceptar que ese pensamiento adquiere valor objetivo toda vez que soy capaz de exponer los motivos (con pretensión de validez universal) que me han conducido a tomar ese curso de acciones y, tercero, que al realizar ese esfuerzo de justificación racional no puedo sino considerarme a mí mismo y a los demás como fines en sí mismo, entonces podríamos decir que cada ser racional está invitado (en cuanto es una posibilidad) e impelido, (en cuanto se trata de un deber) a pensarse como miembro de una comunidad de seres racionales, esto es lo que Kant denomina un “reino de los fines”. En él cada sujeto se considerará como legislador al representarse la posibilidad de la validez universal de su máxima, pero, al mismo tiempo, en la medida que dicha validez depende del reconocimiento de la misma por parte de seres igualmente legisladores, no podrá sino considerarse también como siervo en ese reino de los fines. Lo anterior no es sino el reconocimiento moral de que toda comunidad, todo reino de los fines, es un ideal, un porvenir hacia el que dirigimos el sentido (histórico) de nuestra acciones, un mundo siempre en construcción, labor que sólo se hace posible desde el reconocimiento recíproco de nuestra autonomía.

En otras palabras, la edificación de lo que Kant llama un reino de los fines, esto es, de “un enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes”, algo que esta reflexión que aquí ofrecemos pretende haber ayudado al menos a concebir su posibilidad, sólo es realizable desde un ideal de comunidad que comprenda el hecho de la pluralidad de los hombres. Ahora bien, como hemos visto, tan alta pretensión no es una quimera. La participación que posee el ser racional en la construcción de una legislación universal en cuanto, al hacerlo, no obedece sino a las leyes que él mismo se da, aunque en nada minimiza la dificultad y la aventura que posee tal construcción, disuelve, sin embargo, su aspecto quimérico pues tras él está la dignidad, el único valor que produce en nosotros ese quebranto de mi amor propio, eso que Kant bien describió como un auténtico sentimiento de respeto.[23]

Quizás éste sea un lento caminar, lentitud que sin duda desentona con la vertiginosa velocidad en la que nos tiene atrapado nuestro tiempo, y el apremio por adquirir un precio que nos permita subsistir como mercancía en la dura competencia en que nos sumerge el individualismo autoafirmativo. Pero si la premura no es nuestro anhelo fundamental, y nos preocupa aún el reconocimiento de nuestra dignidad como valor compartido en la pluralidad de seres pensantes a la que necesariamente pertenecemos, mejor sería revisar profundamente nuestro individualismo actual y caminar junto a otros para así poder llegar más lejos. Como reza aquel sabio proverbio africano: “Si queréis ir rápidos id solos, si queréis llegar lejos id junto a otros”.

 

Bibliografía

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*PhD. Universidad de Valladolid, España. Mail: longas@fyl.uva.es  

[1] El presente artículo tiene como base tres lecciones que fueron impartidas en el seminario de Doctorado del Prof. José Jara en el marco del Convenio de Desempeño Humanidades, Artes y Ciencias Sociales por el que su autor realizó una estancia como docente e investigador en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Valparaíso, Chile.

[2] La Constitución Alemana de 1949, por ejemplo, propone la dignidad como fundamento “intangible” de todo poder público en su primer artículo: “1. La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público. 2. El pueblo alemán, por ello, reconoce los derechos humanos inviolables e inalienables como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”. Por su parte la Constitución Española señala en su artículo 10.1: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social.” De igual modo encontramos una apelación a la dignidad en la Carta de ONU, en el preámbulo de los dos Pactos que desarrollan la DUDH, y, en general, en las tres cuartas partes de las constituciones actuales del mundo.

[3] Hay autores que han mostrado en nuestros días las diferencias entre el concepto de dignidad del mundo clásico y aquel con el que nos encontramos en la modernidad. Se sostiene que si bien en el cristianismo antiguo y en la filosofía estoica podemos encontrar la idea de la dignidad vinculada al principio de igual respeto entre todos los hombres, eso no lleva necesariamente a ligarla con la idea de los derechos humanos. (Menke y Pollmann, 2010, 168 y ss.)

[4] Así también lo destaca A. Wellmer al afirmar que corresponde a la Modernidad ilustrada “el descubrimiento de que las normas de la vida recta, supuestamente consagradas para siempre y “fundadas” en el orden natural de las cosas, en la providencia divina o en la autoridad tradicional, no tenían en realidad otro asidero posible que la voluntad de los hombres.” (Wellmer, 1994, 35)

[5] Al intentar exponer en qué funda la esperanza que él mantiene en que su Crítica nos entregará un objeto de conversación nuevo y lleno de promesas para la filosofía, ante tantos que se lamentan del camino de espinas por el que nos ha conducido, Kant señala que su esperanza se basa en “la ley irresistible de la necesidad”, para agregar a continuación: “Es de esperar tan poco que el espíritu humano renuncie completamente, de una vez, a las investigaciones metafísicas, como que, para no respirar un aire impuro, lleguemos a interrumpir completamente la respiración. Existirá siempre en el mundo, y, lo que es más, en todo hombre, especialmente en los hombres reflexivos, una metafísica, la cual, a falta de un patrón público, la cortará cada cual a su modo. Ahora bien, lo que hasta aquí se ha llamado metafísica, no puede satisfacer a inteligencia alguna investigadora; pero es también imposible renunciar completamente a ella; así, pues, finalmente, se debe buscar una crítica de la razón pura misma, o se la debe investigar y examinar en general, si es que existe, porque, en otro caso, no hay medio alguno de satisfacer esta apremiante necesidad que es, aún, algo más que un mero deseo de saber.” (Kant, AA IV: 367). Nos hemos permitido reproducir la cita completa por la importancia que tiene para la reflexión que aquí desarrollamos; volveremos sobre este tema más adelante.

[6] Desde Nietzsche, primero, y Heidegger más tarde, podemos hablar con propiedad de la aparición de un nuevo significado de los símbolos. Pensadores como Ricoeur, Gadamer o Arendt nos han enseñado las bases de una hermenéutica moderna, pero sin duda ha sido Foucault quien mejor ha expuesto esta transformación: “Yo me pregunto si no se podría decir que Freud, Nietzsche y Marx, al envolvernos en una tarea de interpretación que se refleja siempre sobre sí misma, no han constituido alrededor nuestro, y para nosotros, esos espejos desde donde nos son reenviadas las imágenes cuyas heridas inextinguibles forman nuestro narcisismo de hoy día. En todo caso, y es a este propósito que querría hacer algunas sugerencias, me parece que Freud, Nietzsche y Marx, no han multiplicado, en manera alguna, los signos en el mundo occidental. No han dado un sentido nuevo a las cosas que no tenían sentido. Ellos han cambiado, en realidad, la naturaleza del signo y modificado la manera como el signo en general podía ser interpretado.” (Foucault, 2011, 142).

[7] Habermas parece recalar en esta misma observación al afirmar que “[…] resulta interesante el hecho de que el concepto filosófico de la dignidad humana, que ya aparece en la Antigüedad y adquiere su forma actual en Kant, solo desde el final de la segunda guerra Mundial haya encontrado acceso a los textos de derecho internacional y a las constituciones nacionales creadas a partir de esa fecha. ¿Es el contexto del Holocausto cuando por primera vez queda la idea de los derechos humanos moralmente cargada -y posiblemente sobrecargada- con el concepto de dignidad humana? […] desde el principio ha existido, si bien en un primer momento de forma implícita, una estrecha relación conceptual entre ambas nociones. Los derecho humanos han surgido siempre de la resistencia a la arbitrariedad, a la opresión, a la humillación.” (Habermas, 2010, 107 – 108)

[8] Seguimos aquí en parte la reflexión desarrollada por Hannah Arendt en torno al concepto de acción y su concepción de la “vida activa”: “El discurso y la acción revelan esta única cualidad de ser distinto. Mediante ellos, los hombres se diferencian en vez de ser meramente distintos; son los modos en que los seres humanos se presentan unos a otros, no como objetos físicos, sino qua hombres”. (Arendt, 1999, 244)

[9] Particularmente significativo resulta en relación con lo aquí señalado el modo cómo los romanos solían referirse al hecho de “vivir” y “estar entre hombres” (inter homines esse), y al hecho de “morir” o “cesar de estar entre hombres” (inter homines esse desinere) como sinónimos. (Referencia tomada de Arendt, 1999, 40)

[10] De especial importancia para nuestra reflexión es la concepción kantiana de un “reino de los fines” entendido por él como el enlace ordenado de seres racionales diferentes bajo leyes comunes. Por la relevancia de esta idea para nuestra reflexión reproducimos el texto de Kant: “El concepto de todo ser racional, que tiene que considerarse a través de todas las máximas de su voluntad como universalmente legislador para enjuiciarse a sí mismo y a sus acciones desde este punto de vista, conduce a un concepto a él anejo muy fructífero, a saber, al de un reino de los fines. Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. […] Pues los seres racionales están todos bajo la ley de que cada uno de los mismos debe tratarse a sí mismo y a todos los demás nunca meramente como medio, sino siempre a la vez como fin en sí mismo. De este modo, surge un enlace sistemático de seres racionales por leyes objetivas comunes, esto es, un reino, el cual, dado que estas leyes tienen por propósito precisamente la referencia de estos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse un reino de los fines (desde luego, sólo un ideal)” (Kant, AA IV: 433). (El destacado es nuestro) 

[11] “En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede ser puesta otra cosa como equivalente; en cambio, lo que se haya por encima de todo precio, y por tanto no admite nada como equivalente, tiene una dignidad. Lo que se refiere a las universales inclinaciones y necesidades humanas tiene un precio de mercado,  […] pero aquello que constituye la condición únicamente bajo la cual algo puede ser fin en sí mismo no tiene meramente un valor relativo, esto es, un precio, sino un valor interior, esto es, dignidad.” (Kant, AA IV: 434 - 435).

[12] Muchas son las referencias que hace Kant a la imposibilidad de que una representación de la felicidad como objeto determinante de la voluntad pueda ser fundamento de la universalidad que reclama la moralidad. Aquí una de esas referencias que, por su claridad, consideramos de gran provecho para nuestra reflexión: “[…] determinar segura y universalmente qué acción fomentará la felicidad de un ser racional es completamente irresoluble, y por tanto, en lo que respecta a la misma, no es posible un imperativo que mandase en sentido estricto realizar lo que hace feliz, porque la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, que descansa meramente en fundamentos empíricos, de los que en vano se esperaría  que determinasen una acción por la cual se alcanzase la totalidad de una serie de consecuencias en realidad infinita.” (Kant, AA IV: 418 – 419).

[13] El conocido texto de Blaise Pascal se encuentra en un libro póstumo publicado en 1670 que bajo el título de “Pensamientos”, aparentemente sencillo pero que a la postre diría mucho de lo que por aquel entonces comenzaba a convertirse ya en una nueva conciencia de lo que somos, reunía una serie de fragmentos que su autor organizaba con el propósito de escribir, contra los impíos, escépticos e indiferentes, una apología del cristianismo. (Pascal, 1984, fragmento 347).   

[14] Muchos son los pasajes en la obra de Kant en los que se refiere a esta relación entre la facultad de pensar y la posibilidad de que con ella podamos vencer los límites de la experiencia. He aquí uno de ellos particularmente claro en su expresión: “Una constitución que promueva la mayor libertad humana de acuerdo con leyes que hagan que la libertad de cada uno sea compatible con la de los demás (no una constitución que promueva la mayor felicidad, pues ésta se seguirá por sí sola), es, como mínimo, una idea necesaria, que ha de servir de base, no sólo al proyecto de una constitución política, sino a todas las leyes. […] Aunque esto no llegue a producirse nunca, la idea que presenta ese maximun como arquetipo es plenamente adecuada para aproximar progresivamente la constitución jurídica de los hombres a la mayor perfección posible. En efecto, nadie puede ni debe determinar cuál es el supremo grado en el cual tiene que detenerse la humanidad, ni, por tanto, cuál es la distancia que necesariamente separa la idea y su realización. Nadie puede ni debe hacerlo porque se trata precisamente de la libertad, la cual es capaz de franquear toda frontera predeterminada.” (Kant, AA III: 247 – 248, B373-374). 

[15] Señala Kant respecto a este rasgo de la razón: “El hombre encuentra realmente en sí mismo una facultad por la cual se distingue de todas las demás cosas, e incluso de sí mismo en tanto que es afectado por objetos: la razón. Ésta, como autoactividad pura, se alza incluso por encima del entendimiento en que, aunque éste es también autoactividad y no contiene, como el sentido, meras representaciones que solo surgen cuando se está afectado por cosas […] En cambio, la razón exhibe, bajo el nombre de las ideas, una espontaneidad tan pura que por ella va mucho más allá de todo lo que la sensibilidad puede darle, y muestra su más noble quehacer al distinguir el uno del otro, el mundo de los sentidos y el mundo del entendimiento, y al señalar así sus barreras al entendimiento mismo”. (Kant, AA IV: 452).

[16] Así se expresa Kant en relación con esta idea tan importante de su filosofía moral: “La voluntad es pensada como una facultad de determinarse a sí mismo a obrar en conformidad con la representación de ciertas leyes. Y una facultad semejante podemos encontrarla sólo en seres racionales. Ahora bien, lo que sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación es el fin, y éste, si es dado por mera razón, tiene que valer por igual para todos los seres racionales. Lo que en cambio contiene meramente el fundamento de la posibilidad de la acción cuyo efecto es fin se llama medio. El fundamento subjetivo del deseo es el resorte, el fundamento objetivo del querer es el motivo, y de ahí la diferencia entre fines subjetivos, que descansan en resortes, y fines objetivos, que dependen de motivos que valen para todo ser racional (Kant, AA IV: 427). (El destacado es nuestro)

[17] En la misma línea de nuestra reflexión, parece situarse Habermas cuando afirma que “el cambio de las circunstancias históricas sólo ha tematizado y ha hecho traer a la conciencia algo que desde sus inicios estaba implícitamente inscrito en los derechos humanos, es decir la sustancia normativa de la igual dignidad humana de cada uno, que los derecho humanos expresan en cierto modo.” Más adelante el mismo autor se aventura en la proyección que estas ideas propiamente morales pueden tener y, de hecho han tenido, en el campo del pensamiento jurídico, camino en el que las ideas sobre las que aquí hemos decidido profundizar no lo siguen pero que, sin duda compartimos: “[…] la dignidad humana configura, por así decirlo, el portal a través del cual el contenido universal igualitario de la moral se importa al derecho.  […] La idea de la dignidad humana es la bisagra conceptual que ensambla la moral del respeto igualitario a cada sujeto con el derecho positivo y la producción jurídica democrática, de tal manera que de su interacción  en circunstancias históricas favorables pudo resultar un orden político basado en los derechos fundamentales.” (Habermas, 2010, 109 – 111)      

[18] El delicado pasaje al que nos referimos es el siguiente: “Ahora bien, aquí vemos a la filosofía puesta realmente en un punto precario, que ha de ser firme, no obstante no estar suspendido de nada en el cielo ni apoyado en nada en la tierra. Aquí ha de demostrar su pureza como soberana que mantiene sus leyes por derecho propio, no como heraldo de las que le susurra un sentido implantado o quién sabe qué naturaleza tutora […]” (Kant, AA IV: 425).

[19] Coincidimos en este punto con la excelente lectura de este aspecto del pensamiento de Kant que realiza E. Serrano Gómez en su ensayo “La insociable sociabilidad”. Allí señala que el formalismo kantiano tiene la finalidad de determinar las condiciones normativas que permiten la coexistencia de los sujetos racionales en una sociedad plural. (Serrano, 2004, 241 y ss.)

[20] Tomamos el concepto de pluralidad de la filosofía de la acción de Hannah Arendt, aspecto en el que coincidimos plenamente con la interpretación que ella hace del pensamiento de Kant: “La pluralidad humana, básica condición tanto de la acción como del discurso, tiene el doble carácter de igualdad y distinción. Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear ni prever para el futuro las necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían ni el discurso ni la acción para entenderse. Signos y sonidos bastarían para comunicar las necesidades inmediatas e idénticas.” (Arendt, 1999, p. 243).

[21] Coincidimos en este punto con la perspectiva que nos aporta Kolakowski cuando, refiriéndose a Kant, afirma que: “[…] la humanidad no es un objeto nacido o dado por naturaleza, y ser humano no es un concepto zoológico, sino moral. […] En suma, aún si la idea de la dignidad humana, que confiere la misma igualdad a todo ser humano, es más antigua que Kant, y de hecho de origen bíblico, debemos a Kant no solo el intento de establecer con independencia de la religión revelada, sino también la clara distinción de esta idea de cualquier cosa que pueda ser descubierta en la investigación antropológica, histórica y psicológica. Gracias a él sabemos que, ni nuestra interpretación de la historia o la etnología, ni nuestro conocimiento de la fisiología nos permitirán reconocer la validez de esta idea, y que no reconocer esto es muy peligroso. Si uno pretende derivar los derechos humanos del material histórico o antropológico, el resultado serán siempre los derechos exclusivos de algunos grupos, razas, clases o naciones, que se autorizan a sí mismas a subordinar, rechazar o esclavizar a otras. La humanidad es un concepto moral.” (Kolakowski, 1990, 45 – 54) (La traducción es nuestra). También Pogge parece recalar en una lectura del carácter humano de los derechos que reposa en una concepción moral sin necesitar para nada de un apoyo metafísico o metaético: “El adjetivo “humano” -a diferencia de “natural”- no hace pensar en un estatus ontológico independiente del (re)conocimiento de las decisiones y de los empeños humanos. Tampoco descarta el estatus. Antes bien, evita estas cuestiones metafísicas y metaéticas, ya que no permite deducir nada acerca de ellas.” (Pogge, 2005, 80)  

[22] En un texto de 1793, Kant, ya en una edad madura, enfrenta sin temores aquellas críticas que, en un tono pretendidamente realista, cuyo acorde nos llega lamentablemente hasta nuestros días, acusa al pensamiento de construir, para usar un tópico, castillos en el aire. Bajo el singular título “En torno al tópico: “tal vez sea correcto en teoría pero no sirve para la práctica””, el pensador de Königsberg se enfrenta a Garve, Hobbes y Mendelssohn con el fin de mostrarles lo que él considera que es la eficacia teórica y práctica del pensamiento.  A propósito del tema que nos ocupa, en el prólogo a dicho opúsculo que reúne tres breves ensayos, Kant afirma: “Sólo en una teoría fundada sobre el concepto del deber se desvanece enteramente el recelo causado por la vacía idealidad de ese concepto. Pues no sería un deber perseguir cierto efecto de nuestra voluntad si éste no fuera posible en la experiencia (piénselo como ya consumado o en constante acercamiento a su consumación). Y en el presente tratado sólo nos ocuparemos de esta clase de teoría, porque a propósito de ella, y para escándalo de la filosofía, se pretexta con no poca frecuencia que lo que tal vez sea correcto en dicha teoría no es válido para la práctica, pretendiendo sin duda, con tono altivo y desdeñoso, lleno de arrogancia, reformar por medio de la experiencia a la razón misma, precisamente allí donde ésta sitúa su más alto honor; pretendiendo además que en las tinieblas de la sabiduría, con ojos de topo apegados a la experiencia, se puede ver más lejos y con mayor seguridad que con los ojos asignados a un ser que fue hecho para mantenerse erguido y contemplar el cielo.” (Kant, AA VIII: 276 - 277).

[23] Kant cierra así su argumentación: “Y ¿qué es lo que autoriza a la actitud moralmente buena o a la virtud a tener tan altas pretensiones? Nada menos que la participación que proporciona al ser racional en la legislación universal, y de este modo le hace apto para ser miembro de un posible reino de los fines […] Pero la legislación misma, que determina todo valor, tiene que tener precisamente por eso una dignidad, esto es, un valor incondicionado, incomparable, para el cual únicamente la palabra respeto proporciona la expresión conveniente de la estimación que un ser racional tiene que efectuar de ella. La autonomía es, así pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.” (Kant, AA IV: 435 – 436).