Cuestión de (la) ley[1]

Issue of (The) Law

Pablo Oyarzun R.·

 

Universidad de Chile, Chile

 

Resumen

En este trabajo se propone una articulación de la “cuestión de (la) ley” en el modo en que la aborda Kafka, teniendo particularmente a la vista la conversación entre Josef K. y el sacerdote en El proceso, que contiene una exégesis del relato Ante la ley, y la concepción kantiana de la ley moral según se detalla esta en la segunda Crítica y en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Se sugiere que esta articulación se da en el carácter in-determinado (e in-determinable) de la ley como tal, por una parte, y, por otra, en la determinación del existente en su singularidad (del sujeto en cada caso concernido) por la ley, que conlleva un índice de problematicidad en virtud de aquella in-determinación

Palabras clave

Ley, moralidad, indeterminación, existencia, singularidad

Abstract

In this paper, I discuss a hypothetical relationship between the Kafkan question of the law, as developed in the conversation that Josef K. and the priest hold in The Process, concerning the exegesis of the fable Before the Law, and the Kantian conception of the moral law, as exposed in the second Critique and in the Groundwork of the Metaphysics of Morals. I suggest that this relationship refers on the one hand to a certain in-determined (and in-determinable) character of the law in itself, and, on the other, to the determination by the law of the singular subject involved in each case, a determination that bears an index of questionability by virtue of the aforesaid in-determinacy.

Key words

Law, morality, indeterminacy, existence, singularity

 

¿Qué tendría que decir Franz Kafka, sabedor de la infinita reserva de la ley, a Immanuel Kant, el mayor pensador de la ley —antes de Kafka? Pero tal vez no se trata de decir.

Hay un breve relato de Kafka —con ese aire legendario que muchas de sus narraciones tienen— que lleva por título “Sobre la cuestión de las leyes” (Zur Frage der Gesetze, cf. Kafka 2002b, pp. 270-273).[2] El título que he dado a estas líneas en cierto modo lo evoca, particularmente en lo que atañe a la “cuestión”, es decir, a la pregunta, die Frage. No distinta, quizá, a la que podría asaltarnos si —o cuando— llegamos, lleguemos, llegásemos “ante la ley”, Vor dem Gesetz.

La pregunta crucial acerca de esta pregunta no puede sino inquirir si cabe, sin más, preguntar la ley, en todos los sentidos que quepa dar a esta expresión: en todos ellos lo que prevalece y se hace sentir es un temblor que inquieta el asiento, el sitial y la sede (Sitz) en la que la ley (Gesetz) reposa, suponemos que reposa.

Asiento, sitial y sede que tendría que ser un fundamento, el fundamento que la ley se da a sí misma —si cabe decirlo así— en cuanto que es ley.

La ley se da a sí misma ese fundamento sin referirse a sí misma: no es auto-referente, ante todo, porque no tiene nada que ver con la referencia, la ley no refiere nada ni se refiere a nada; en rigor, el concepto de ley es el concepto de la suspensión de toda referencia. Suspendiendo toda referencia, se da fundamento. Al darse fundamento, no se refiere a sí ni se nombra ni habla de sí ni menos se justifica: manda y, al mandar, obliga.

La ley manda; donde rige su mandato no cabe pregunta: ¿en qué sentido?, ¿podría repetirlo?, solo pueden tener lugar en una parodia de la ley, es decir, en una representación que, cuanto más paródica, tanto más subraya la retracción de la ley respecto de toda representación. La ley manda, obliga. El mandato de la ley debe ser unívoco, no interpretable.

Y, sin embargo, una ley, su tenor y su mandato mismo es susceptible de interpretación. Se recordará la brillante diatriba de Montaigne en el ensayo que cierra los Ensayos, bajo el título “De l’expérience”. Solo unas leyes muy generales podrían ser, sino benéficas, al menos tolerables, más aptas para hacerse cargo de la infinidad de casos particulares que, además, están en continua mudanza. Precisar el alcance de una ley con otra (o con una glosa que la especifica) solo trae consigo una proliferación de leyes que se pierde de vista. Y ciertamente no se trata solo de las leyes que regulan las relaciones y comportamientos civiles. También aquellas que se formulan a propósito de la naturaleza con finalidades de conocimiento son susceptibles de glosa, pormenor e interpretación. “No sé qué decir sobre ello, mas se nota por experiencia que tantas interpretaciones disipan la verdad y la destruyen”, comenta Montaigne (Montaigne 2007, p. 1112). Lo mismo ocurre con la justicia, tratándose de las leyes que quieren regir la vida humana y que, cuanto más licencia se ejerce en torno a ellas, tanto más se restringe la libertad de cada cual. La urdimbre de exégesis que se teje alrededor de la leyenda que evoqué al pasar  Ante la ley— pareciera comprobarlo.

La ley ordena, manda, impera. Exige obediencia. Exige un comportamiento que, si no excluye del todo el lenguaje, deja interdicta, es decir, prohibida toda pregunta. Si obedecer es prestar oídos entendiendo lo mandado, sabiendo escuchar, el mandato tiene esta eficacia y este efecto: se pronuncia, se profiere y de inmediato interfiere toda respuesta que no sea la obediencia y, por tanto, el acto en y con el cual esta se cumple.

Pero, entonces, ¿qué sería preguntar la ley? No preguntar por ella, no inquirir por ella, ni siquiera por su lugar, por el haber lugar de la ley, ni preguntarle —sumisamente— ¿qué ordena? o —con ese hermoso imperativo de la sumisión— ¡mande!

¿Qué figura sería la figura de preguntar-la-ley?

La ley, que se supone es universal, es decir, rige en todos los casos que caen bajo su régimen, debe regir asimismo en cada caso, sin importar la particularidad. Puede considerar hasta cierto punto las características específicas de un caso dado, por ejemplo, si se trata de una infracción de la ley, atendiendo a los atenuantes. En el homicidio, la defensa legítima sería, quizá, el caso extremo. ¿Cómo alcanza la universalidad de la ley a la particularidad del caso y, más aun, a la singularidad de quien es, en tal caso, sujeto? ¿Cómo la ley universal alcanza y toca al singular de ese caso de modo tal que, en su misma singularidad, lo sujeta a la ley?

Esta pregunta —que supone quizá el modo más radical de preguntar-la-ley— es la que insistentemente, de manera por demás elocuente también, formula la escritura de Kafka. En ella, la ley, en su concentrada, inapelable e inalcanzable universalidad, atañe siempre (atañe, toca, attingit, toca apenas, si es que toca y en verdad no toca ni roza) al singular, y tanto, que en ese amago, hace, ante todo, de cada quien y de cada cual un singular, singulare tantum. Es, si se quiere, una pregunta que late y revierte sobre la pregunta en que, a punto de expirar, el hombre del campo de Ante la ley resume toda la experiencia de años en vana espera de ser admitido. Si “todos” (alle) aspiran a la ley, se afanan y bregan por ella, pregunta el hombre, “¿cómo es que en los muchos años nadie más que yo haya solicitado admisión?” A lo que el guardián responde: “Nadie más podía obtener admisión aquí, pues este ingreso estaba determinado solamente para ti. Ahora me voy y lo cierro.” (Kafka 2002ª, p. 294 s.)[3]

Tal vez aquella pregunta está en el corazón del saber de la ley en la escritura de Kafka. Abogado, empleado de una agencia semi-oficial de seguros de accidentes —después de dos años en la firma italiana Assicurazioni Generali, trabajó casi hasta el fin de su vida en el Instituto de Seguros de Accidentes Obreros del Reino de Bohemia—, la singularidad no podía sino presentársele en la forma del accidente, de la contingencia, de aquello que en el mundo fenoménico puede tocar y toca, de manera imprevista, sin aviso, a cualquiera y, sobre todo, a quienes en razón de sus labores, es decir, de su cuerpo, están más expuestos a lo imprevisto, a lo contingente. Nada confirma más al singular en la singularidad de su existencia que el accidente, aquello que le toca, es decir, aquello que la, lo toca.

Qué tendría —o podría— decir Franz Kafka a Immanuel Kant a propósito de la ley, preguntaba al comienzo, advirtiendo que tal vez no se trata de decir. Sin embargo, de solo formular esa pregunta quedo en deuda y sujeto a un compromiso. La pregunta —mi pregunta— supone, asume, atribuye una relación que ante todo debería ser expuesta en su mera posibilidad. Y esta misma posibilidad parece estar entorpecida por una diferencia tal vez demasiado obvia: ¿qué relación cabría establecer entre una inscripción literaria del término, la palabra, la metáfora, acaso de la figura y hasta, concedámoslo, del concepto de “ley”, por una parte, y, por otra, su razonada discusión y determinación filosófica, con todas las articulaciones y distinciones que le serían pertinentes, conforme a registros genérica o categóricamente diversos, que eso que llamamos “ley” implica y exige? Ya sé que se ha debatido sobre esa diferencia al punto de sugerir —o llanamente declarar— que es problemática, rebuscada o caprichosa. Pero quiero ceder al presunto capricho, a la imputable rebusca. Sobre todo porque se trata de “la ley de Kant”.

Ciertamente, cabría una admonición ante —y antes de— cualquier aproximación, de cualquier encuesta que, desde lo que podríamos abreviar por comodidad como “la ley de Kafka”, pudiera esbozarse a propósito de la ley moral cuyo régimen trascendental discierne Kant. Aquella, al parecer, concierne a la fisonomía de la ley positiva (de la natural, también), que fácilmente se deforma hasta la caricatura, como con igual facilidad puede ocurrir con los múltiples estatutos legales que desde tiempos casi inmemoriales (lo serían, si no fuese porque han quedado registrados, escritos) rigen las relaciones individuales y sociales. La ley moral es distinta. Rige universalmente, más allá (o más acá) de todo orden, contexto o circunstancia empírica. Sin embargo, subsiste un parentesco, o una analogía, si se prefiere. Se trata de ley, es cuestión de ley. Cuando esta palabra se profiere, se anuncia o se inscribe, algo en ella, no importa su origen de hecho, su enunciado, su tenor ni lo que en definitiva ordene, algo opera, impera como la ley. Sostengo que esto es lo que está en juego —en pregunta— con Kafka.

 

Leyenda de la ley

Vor dem Gesetz, la leyenda que un sacerdote refiere a Josef K. en la catedral (penúltimo capítulo de El proceso), fue publicada por Kafka con ese título (que por cierto falta en la novela), en el volumen de narraciones Un médico rural. Pequeños relatos.[4] Largo catálogo de interpretaciones, análisis, comentarios de esta historia, llana y a la vez endemoniadamente esquiva, hasta enigmática, habría que presentar, como si fuese la demostración del aserto del sacerdote acerca de la “desesperación” (Verzweiflung) que delatan todas las opiniones que intentan desentrañar una escritura (Schrift) que es en sí inalterable (unveränderlich). Y así es, porque el largo catálogo de que hablé se inaugura en la novela misma, inmediatamente después de referida la historia.

La leyenda —en una anotación de los Diarios, del 13 de diciembre de 1914, Kafka emplea este término para referirse al “escrito”[5]— es pieza clave de El proceso, y se podría considerar, precisamente, que es su “clave”. En la catedral, a la que Josef K. acude para servir de guía artístico a un empresario italiano de visita, se desarrolla la conversación de aquel con un sacerdote, que es el capellán de la prisión y, por lo tanto, un servidor de la ley.

Seguramente debería abocarme a la leyenda y padecer el susodicho desespero, hasta la total perplejidad y la renuncia. Y algo de eso, probablemente, habrá aquí. Pero me interesa —en correspondencia con el propósito de estas líneas— atender al intercambio entre K. y el capellán.

Hay un tema, un motivo, un asunto (probablemente ninguno de estos términos atina) que cruza toda la conversación: es la cuestión del engaño. “Tú eres una excepción”, le dice K. al religioso, esperanzado por la aparente amabilidad con que lo recibe. “Tú eres una excepción entre todos los que pertenecen al tribunal. Tengo más confianza en ti que en cualquier otro de ellos que conozca hasta ahora. Contigo puedo hablar abiertamente.” Pero el sacerdote responde: “No te engañes (Täusche dich nicht).” “¿En qué podría engañarme?”, preguntó K. “En cuanto al tribunal te engañas”, dijo el sacerdote, “en los escritos introductorios a la ley se dice acerca de este engaño” (Kafka 2002a, p. 292) y de inmediato refiere la leyenda. Engañar, täuschen, es dar (o tomar) apariencia por realidad, engañar a otro u otra o engañarse uno mismo. La relación con tauschen, dar una cosa por otra, intercambiar (mayormente sobre la base de una estimación de equivalencia), parece clara. Y no se perderá de vista esta relación, porque la leyenda, parábola o fábula considera también un intercambio fallido: el hombre del campo intenta infructuosamente sobornar al guardián con todos los aperos que ha traído a cambio de que le autorice a franquear la puerta de la ley. Una vez referida la leyenda, K. se apresura a concluir que “[e]l guardián de la puerta […] ha engañado al hombre” (Kafka 2002a, p. 295). El intercambio que sigue tiene su peculiaridad. El religioso exhorta a K. a no precipitarse ni dejarse llevar sin más por la opinión ajena, si bien nada indica que la conclusión de K. se deba a una tal opinión, que no ha sido mencionada. De engaño, dice aquel, nada se dice en la historia. K. protesta que es obvio (“Pero está claro”) y considera que la “primera interpretación” que ha dado el sacerdote era correcta, aunque no hay rastro de esa interpretación, puesto que este se ha limitado a referir la historia; a menos que sea la admonición que le dirige a K., al depositar este en él su confianza: “En cuanto al tribunal te engañas”. Como quiera que ello sea, el punto para K. es que el guardián le ha comunicado al hombre el “mensaje redentor (erlösende Mitteilung)”, a saber, que la puerta a la que este ha llegado en busca de la ley estaba destinada exclusivamente a él, cuando ese conocimiento ya no prestaba ayuda alguna (para todo esto, ibíd.). Con ello se empieza a tejer la urdimbre de exégesis de que antes hablé, todas las cuales son, a fin de cuentas, opiniones (Meinungen).

No voy a ingresar en ese laberinto. Me limito a marcar unos hitos, como si se tratara de saber por dónde se ha pasado ya, a sabiendas de que esos hitos bien pueden ser de tanta ayuda como la información postrera del guardián ha sido.

Tres enunciados (que poseen la fuerza de principios, porque no tienen el tenor de la opinión y así es como el sacerdote los expresa), tres enunciados escanden el intercambio. El segundo de ellos ya fue citado y concierne a la inalterabilidad de la escritura y al desamparo de las opiniones a su respecto. El primero: “Captar correctamente (richtiges Auffassen) una cosa y malentender (Mißverstehen) esa misma cosa no se excluyen uno y otro enteramente.” (Kafka 2002a, p. 297) Y el tercero, que es ominoso: “no se debe tener todo por verdadero, solo se lo debe tener por necesario.” (Kafka 2002a, p. 303).

El hilván que vincula a estos tres enunciados atañe, como anticipaba, al engaño. Muy resumidamente, en un primer momento se trata del presunto engaño de que el guardián haría víctima al hombre del campo. La hipótesis es debilitada en virtud de la letra de la historia y de los rasgos que cabría discernir en el guardián, particularmente su simpleza y engreimiento, que lo llevan, acaso, a percibir correctamente la situación pero, a la vez, a malentenderla: es el caso del primer enunciado. Más consideraciones sobre las características del guardián, cierta bonhomía, paciencia, compasión, motivan la pregunta de K.: “¿Crees entonces que el hombre no fue engañado?” (Kafka 2002a, p. 298) Luego de una nueva admonición —“No me malentiendas […] No debes atender demasiado a las opiniones” (ibíd.)— cae la segunda sentencia.

Esa es, si cabe ponerlo en estos términos, la primera deriva de la conversación. La segunda invierte a la víctima del engaño. Precisamente a causa de su simpleza, sería el guardián quien se engaña de punta a cabo: nada sabe de la ley y del interior que debe custodiar, y se hace representaciones pueriles al respecto. También se engaña en lo que atañe al hombre, pues le está subordinado y no lo sabe: permanece continuamente atado a su puesto y posición, en tanto que el hombre ha decidido en algún momento de su adultez arribar a la puerta de la ley, podría ir adónde quisiera (salvo, supuestamente, franquear el umbral de la puerta) y voluntariamente se ha sentado a esperar en el escabel que el guardián le alcanza; este permanece de espaldas a la entrada a la ley, y nada sabe del resplandor inextinguible que el hombre percibe, en su última hora, con la visión oscurecida. En fin, el guardián solo puede abandonar su puesto cuando el hombre muere, de manera que permanece en el engaño acerca de su propio servicio. K. concede. En tal caso, cabe pensar en una transferencia del engaño, con la salvedad de que la consecuencia es infinitamente más grave para el hombre.

Y todo se invierte, nuevamente, pero en un modo o figura que altera —o delata— la lógica de inversión aquí operante. Una contra-opinión (Gegenmeinung, Kafka 2002a, p. 302) sostiene que no es posible emitir juicio alguno acerca del guardián: es “un servidor de la ley, perteneciente, pues, a la ley y, por tanto, sustraído al juicio humano” (ibíd.). No está subordinado al hombre y, de hecho, permanecer atado a su condición de custodio “es incomparablemente más que vivir libre en el mundo” (ibíd.). Pero  —objeta K.— si se concede esta sublime dignidad del guardián, todo lo que dice debe ser dado por verdadero. Y cae la tercera sentencia: “no se debe tener todo por verdadero, solo se lo debe tener por necesario.” (Kafka 2002a, p. 303) Fatigado ya de la deriva de las exégesis y de su propio esfuerzo, K. dice a manera de renuncia: “Deprimente opinión […]. Se hace de la mentira (Lüge) el orden del mundo.” (ibíd.)

K. se apronta a marchar, pero aún quisiera que se prolongase un poco la compañía del religioso, cuando este lo despacha. “Por qué debería querer algo de ti. El tribunal nada quiere de ti. Te recibe cuando vienes y te larga cuando te vas.” (Kafka 2002a, p. 304) En sus palabras resuena aquella opinión que enaltece la condición del portero y que, por comparación a esta, relega al último escalón el goce de la libertad mundana.

Kafka, decía, llama en una anotación de diario “leyenda” a la historia que se abre como una suerte de mise en abyme en el penúltimo capítulo de El proceso. Entre leyenda y ley hay una relación compleja, que he intentado bordear en otro sitio. Lo omito ahora. Me refiero, sin más, a la ley de Kafka, que a pesar de las apariencias no es ley jurídica, tampoco religiosa, tampoco —se diría— moral. Es la ley sin más, anterior a toda posible especificación o modo, no el ser-ley de la ley: la ley en Kafka no pertenece al orden del ser, no es ontológica, así como tampoco es dikaiológica. Sería en todo caso el mero y absoluto, arqueológico e inaccesible haber-ley que se sustrae en su mismo haber, desfondando el lugar en que se erige.

Forma de ley

En la leyenda encontramos, de un modo u otro, términos (si no conceptos) que son cardinales en la filosofía moral kantiana: deber, libertad, respeto, engaño, mentira… Pero quizá el término más decisivo sea uno que no aparece en ella —que no aparece, acaso, porque apunta a un orden más allá de toda apariencia y todo aparecer—, y no aparece porque tal vez la leyenda toda trata de lo que ese término nombra. La palabra que falta y que a la vez se cierne sobre el relato entero es, si no me engaño groseramente, la palabra “forma”.

Como bien se sabe, para Kant, si la voluntad ha de ser determinada por máximas que tengan alcance universal (para todo ser racional), la fuerza vinculante de estas solo puede consistir en su forma y no en su materia: no, pues, en el objeto de apetencia o de aversión. El Teorema III (§ 4) de la Crítica de la razón práctica plantea, por vía de estrategia hipotética, es decir, sin asumir de inmediato la realidad de lo propuesto, lo siguiente:

Si un ser racional debe pensar sus máximas como leyes prácticas universales solo puede pensarlas como principios que contienen el fundamento de determinación de la voluntad, no según la materia, sino meramente según la forma. (Kant AA 5, p. 27)[6]

Si de ley ha de tratarse, la máxima, desconsiderada su materia —su objeto, el propósito a que apunta—, debe, en su mera forma, ajustarse a lo que llamaré la forma-de-ley. Trataré de explicar esta enunciación en lo que sigue.

Desde luego, no se puede inferir que la “forma” sea algo así como el residuo de un proceso de reducción (de abstracción), que prescinde de todo contenido y que deja algo así como una cáscara o corteza. Prescinde de toda referencia a un contenido, sí, que pudiese constreñir su carácter y su alcance, pero no es algo que se pudiese llamar un molde o un simple negativo del contenido o de la materia. O bien es un negativo en el específico sentido de que suspende la atracción que todo contenido y materia pudiesen ejercer sobre la voluntad, los espectraliza, si puedo decirlo así. Kant sostiene que de una ley “resta, cuando se separa de ella toda materia, es decir, todo objeto de la voluntad (como fundamento de determinación), nada más que la mera forma de una legislación universal.” (ibíd.) “Resta”, bleibt übrig, es una expresión diminutiva que podría resultar desorientadora si se la entiende en el sentido residual de que hablaba; sin embargo, cabe invertir el enunciado y decir que, al aislar la forma, lo que resta es la materia de la ley. Ahora bien, si la forma-de-ley suspende toda referencia a objetos posibles de la voluntad no por ello suprime sin más todo vínculo con ellos, sino que condiciona sin excepción la referencia de la voluntad, en su máxima, a tales objetos: “[…] la mera forma de una ley, que restringe (einschränkt, acota) la materia, tiene que ser a la vez un fundamento para incorporar (hinzufügen) esta materia a la voluntad, mas no para presuponerla.” (Kant AA 5, p. 34) Se trata, pues, de lo que podría caracterizarse no como una forma a secas, sino como una forma-de-contenido (gen. obj.), que opera como la condición bajo la cual un determinado contenido puede ser asumido como objeto de la voluntad.

Para ser más preciso y —creo— más acorde con la explicación de Kant, lo que está en cuestión es un tipo específico de relación en virtud de la cual tiene o puede tener lugar la determinación de la voluntad por lo que llamo la forma-de-ley. Es una relación, si puede decirse así, de ajuste, de congruencia, identificada por la siguiente expresión: “la mera forma [de la máxima], según la cual [esta] conviene con una legislación universal (sich zu einer allgemeinen Gesetzgebung schick[t], también: se ajusta a un universal dar-la-ley)” (Kant AA 5, p. 27). Lo que determina que una máxima sea ley práctica universal es la conveniencia —el con-venir— de la forma de la máxima con la forma-de-ley. Este convenir o este ajuste, esta Schickung, dirime entre una y otra forma posible de la máxima: “Cuál (Welche) forma de la máxima convenga a la legislación universal (sich zur allgemeinen Gesetzgebung schicke) y cuál no (welche nicht), eso lo puede discernir el más común de los entendimientos sin una guía (ohne Unterweisung, sin instrucción).” (ibíd.). Dejo, para ocuparme de él más adelante, al “más común de los entendimientos”. Entre tanto, se entiende que no toda forma de máxima se ajusta a la forma-de-ley. No se trata, entonces, de “forma” sin más, sino de una diferencia en el seno mismo de lo que aquí se denomina “forma”, a la cual apunta, aunque de manera más o menos opaca, el “restar” de que habla Kant. Este “restar” remite a la pura formalidad de la forma, a cuyo rasero tiene que ser sometida la forma de toda máxima.

La conveniencia puramente formal, este “ajustarse” de la forma de la máxima a la mera forma-de-ley es, en rigor, lo que positivamente resta en la resta de toda materia, de todo contenido.

No obstante, algo de la prescindencia, de la depuración que resulta en mera o pura forma, de acuerdo a este ejercicio analítico, que ciertamente separa la forma de toda posible gravidez material, repercute sobre la forma misma. Siendo ella la condición de determinación de toda referencia de la voluntad a una posible materia, referencia esta que pueda poseer validez universal (para todo ser racional), la forma (como forma-de-ley) se separa absolutamente de esta determinación, es decir, de toda materia involucrada en esta y de toda forma que no le sea conforme; dicho de otro modo, se in-determina absolutamente. Esta in-determinación, este momento negativo (el no de toda materia y de toda forma no-conforme) es algo que positiva y efectivamente opera en la determinación de la voluntad, sujetándola a (la) ley, exigiendo, mandando, obligando esta sujeción; es algo que se produce en la sujeción a la ley que esta misma exige, ley que, in-determinándose, determina a la voluntad, de modo tal que realiza —si cabe decirlo de esta suerte— su puesta en forma como tal voluntad.

Entonces, dicho apretadamente: si el haber-la-ley en términos kantianos es el con-venir la máxima en su forma a y con la forma-de-ley en la que consiste el dar-la-ley (Gesetzgebung), la ley se reserva y preserva en lo que podríamos llamar su in-determinidad, que es la que rige dicho con-venir, y, en cuanto tal determina a la voluntad.

Se siguen de aquí dos consecuencias que creo relevantes.

El ser humano (Mensch), dice Kant, y solo él (pero con él, también, toda criatura racional), es “el sujeto de la ley moral” (Kant AA 5, p. 287). Es sujeto, sí, en dos sentidos que requieren ser discernidos y cuya unidad merece ser revisada. Es sujeto por la ley, sí: lo es en virtud de ella y, al mismo tiempo, a ella. Es sujeto de la ley (gen. obj.) en cuanto autónomo, es decir, en cuanto se da la ley a sí mismo. Pero a la vez es sujeto en cuanto, dándose la ley, ejerciendo su autonomía, se sujeta a la ley como algo que, a su vez, sobre él ejerce una autoridad que lo excede. El respeto (Achtung) es el índice esencial (afectivo) de este exceso, en la misma medida en que define la sumisión a la ley: “La conciencia de una libre sumisión (einer freien Unterwerfung) de la voluntad bajo la ley, pero en cuanto combinada con una inevitable coacción que le es impuesta a las inclinaciones, si bien solo por propia razón, es, pues, el respeto por la ley.” (Kant AA 5, p. 80) Esta dualidad del ser-sujeto (moral) es una primera consecuencia, que encierra un primer exceso.

Kant habla, se sabe, de una “paradoja del método” propio de la crítica de la razón práctica, que en rigor cabe entender como el giro copernicano en la moral: el concepto de lo bueno y lo malo -sostiene- no tiene que ser determinado antes de la ley moral (en cuyo fundamento tendría que ponerse, de acuerdo a la apariencia), sino solamente (como ocurre también aquí) de acuerdo a esta y por esta.” (Kant AA 5, p. 62 s.) Esta paradoja está directamente relacionada con la absoluta prelación de la forma respecto de toda materia. Pero tal prelación sugiere que hay una segunda paradoja, la cual atañe a la estructura misma de la determinación de la voluntad finita por la ley, esto es, por la forma-de-ley. No hablo de la aparente contradicción de un sujeto que se obliga a sí mismo y es a la vez obligado por sí, es decir, de la distinción entre el ser humano como ser de razón (homo noumenon) y como ser sensible, urgido por sus inclinaciones (homo phaenomenon). Hablo de un momento disyuntivo, si puedo llamarlo así, alojado en la síntesis a priori de la ley y la voluntad. Este momento, que propongo como otra paradoja, define la pura facultad legislativa práctica del sujeto racional en términos de una auto-subordinación a la ley que este se da como algo que ante todo lo constituye como tal sujeto. Es este un peculiar darse-la-ley que tiene que (o debe, para ser más preciso) reconocer la ley como aquello que antecede a tal darse, es decir, como un haber-ley que lo hace posible y, con este, al sujeto de este darse-la-ley. En la Gebung de la ley están presentes y articulados ambos sentidos de ese dar, del Geben: el dar(se)-la-ley y ante todo el haberla. También aquí hay un exceso, que, al igual que en la anterior consecuencia, es el exceso de la ley misma.

Creo que la pista de este doble exceso conduce a Kafka.

Como sugería al comienzo, la “ley de Kafka” no se confunde con ninguno de los modos o regímenes posibles de ley. Dándoles a todos ellos su carácter de ley, se sustrae de todos y cada uno en lo que llamé el mero y absoluto haber-ley. Se in-determina. Es pura forma abstinente, no-fenoménica por antonomasia, prescindente de todo aparecer y, hasta podría decirse, de toda pertenencia al orden del ser. Pero lo que solicita el hombre del campo es que la ley aparezca, que es lo que se juega en comparecer ante ella. De alguna manera se la representa, en anticipo de ese aparecer; este es uno de los sentidos del “ante” en “ante la ley”. Pero representarse la ley, hacer de ella representación, es negarse todo acceso; “no te harás representaciones de la ley”, podría decirse. Franquear el dintel (ese dintel es la representación) que separa al hombre infinitamente de estar en definitiva “ante la ley”, es decir, comparecer ante ella, no tiene otro sentido —y este sentido, esta pretensión no puede ser sino delirante Schwärmerei— que hacerla aparecer.

La in-determinación de la ley: esto es lo que compartirían Kant y Kafka.

 

El más común de los entendimientos

Este titulillo reproduce, como bien se sabe, una expresión frecuente en la fundamentación trascendental kantiana de la moral. Se juega en ella la pretensión esencial de que aquello que allí se expone como la ley moral y su régimen no es el producto de una lucubración sofisticada, sino, muy por el contrario, lo que “el más común de los entendimientos” necesaria e inmediatamente discierne como determinación de su voluntad y como aquello que debe hacerse, independientemente de que a consecuencia de ello obre o no en conformidad. El tema de lo “más común” queda inscrito al menos once veces en la Crítica de la razón práctica, siempre en el sentido que acabo de mencionar[7].

Tienta pensar que el hombre del campo de la leyenda (der Mann vom Lande) podría ser una figura o emblema del “más común de los entendimientos”. Es cierto que en un sentido este hombre, que decide esperar y al mismo tiempo aspira a que la ley aparezca en la medida en que él comparezca ante ella, cae, en este sentido, del lado de la Schwärmerei por causa de su afán. Y también, siendo el hombre de la espera, ha de reconocerse que esta es una espera impaciente y ciega, ciega porque obnubilada por la representación de la ley. Según toda apariencia, el suyo es un entendimiento a posteriori en el más rematado de los sentidos: es póstumo, solo accesible a quien lee la historia, no al hombre mismo. Ocurre aquí como si “el más común de los entendimientos” hubiese tenido que sucumbir a la evidencia, que al fin y al cabo (al menos en la leyenda), es solo el resplandor que los agotados ojos del hombre divisan en las postrimerías. Resplandor, este, inextinguible, que solo se percibe en el trance de la propia extinción. Do ut des (un intercambio, un Tausch), si quieres verme, si quieres que aparezca, te lo concedo, aparece mi sombra, el resplandor, y tú te apagas, definitivamente.

Sin embargo, ¿quién si no un “hombre del campo” podría ser aquel hombre circunspecto que, sin perjuicio de su simpleza (o quizá, en temple rousseauniano, precisamente por ella), percibe, en su común entendimiento, de manera inmediata e inequívoca la interpelación de la ley moral? Mi pregunta es: ¿qué permite a Kant sostener que el deber que manda la ley moral es evidente para el más común de los entendimientos? En cierto modo, las alegaciones de Kant acerca de esto tienen más el aire de exhortaciones y apercibimientos y muchos menos el de algo a lo que se pudiese aportar una prueba que no fuese un testimonio introspectivo. ¿Y qué es “el más común de los entendimientos”, en qué consiste su Gemeinheit? ¿Qué es esta Gemeinheit que vendría a corroborar la Allgemeinheit de la ley moral? ¿Cómo están contenidas la una en la otra?

Y un poco más allá, ¿qué pasaría si en el irrebatible imperio de la ley, con su fuerza trascendente y su voz inequívocamente reconocible, algo —no alguien, ese sería el diablo, el señor de la dualidad, algo— musitara “no te engañes”, täusche dich nicht? Este es el problema, el residuo que consigo traen todas las voces, por metafóricas que sean: pueden ser equívocas. Pueden quedar sujetas a interpretación.

En la Observación II al Teorema IV (§ 8) de la segunda Crítica se considera el principio de la propia felicidad como el opuesto del principio de la moralidad, lo cual no ha de concebirse como una oposición meramente lógica, sino práctica, de modo que “si la voz (Stimme) de la razón con respecto a la voluntad no fuese tan clara (deutlich), tan infranqueable (unüberschreitbar), tan perceptible (vernehmlich) aun para el ser humano más común, arruinaría la moralidad totalmente” (Kant AA 5, p. 35). Es el anuncio del factum de la razón, es decir, de la ley (del haber-la-ley) como tal factum: que se presenta aquí bajo la “figura” —si así puede decirse— de la voz, con tres características esenciales. Es clara, nítida, inequívoca; es infranqueable, intraspasable, inviolable; y, aun para el ser humano más común (für den gemeinsten Menschen), es simple y absolutamente perceptible. No diré “audible”, en conformidad con la calidad de “figura” o de “metáfora” que le atribuyo al motivo de la voz, porque no se trata en ningún caso de sensibilización: la voz es vernehmlich en la misma medida en que el “órgano” que la capta es la razón, la Vernunft, como aquello que, en virtud del haber-ley, se determina (se inaugura), en nombre de la ley y, al igual que la ley, en cuanto all-gemein, común a todos y todas, universal.[8] Es el modo de la evidencia práctica. Y digo en sordina: parecidamente (pero solo parecidamente) a como, en la leyenda, cree, supone o pide el hombre del campo : “Pero (si) todos (Alle) aspiran a (tienden a, streben, se esfuerzan en pos de) la ley” (294).

Un aforismo de Kafka dice: “Teóricamente hay una perfecta posibilidad de dicha: creer en lo indestructible en uno mismo y no esforzarse por ello” (Kafka 2002b, p. 128).[9] Lo indestructible (das Unzerstörbare) es, si puede decirse así, el último reducto del existente en Kafka.[10] Pero primeramente me interesa otra palabra: “esforzarse”, streben, que también podría decirse tender anhelosamente, con ahínco, hacia algo, aquí, lo indestructible, que si ansiosamente se busca, cabría pensar, se retira ante cada afán. Es una admonición, que uno podría considerar suscrita también en el esfuerzo de obedecer y cumplir la ley en Kant. No abunda tanto el término en este, pero allí está Bestreben, con énfasis.[11] Esforzarse: esa palabra es proferida en la pregunta final del hombre del campo: esforzarse en pos de la ley (nach dem Gesetz)”. Este nach es de lectura bífida: tender, esforzarse a, por, hacia… La del hombre pareciera ser una lectura que pone o supone la ley en lejanía, en una accesibilidad solo mediata, tal vez la distancia de una representación.[12] La ley está allá. Se diría que este es el error (si lo hay), la falta (y hasta la culpa, porque es falta al deber[13]) esencial: creer que la ley está allá, allende, fuera de mí. Lo que también implica que la falta es creer que la ley está en sí misma, inaccesible. Sería el error, sería la falta hacerse representaciones de la ley. Esta es, si cabe, la Schwärmerei en la representación de la ley y también su producto, la ilusión de la ley y, a la vez, la ley como ilusión. Como Täuschung: el peligro acaso originario que habita a la ley.

En la leyenda la ley se mantiene en silencio; acaso no tiene voz o está ella tan distante (y basta, quizá, un ápice de distancia para que esta sea intransitable, acabo de sugerirlo), que no se la percibe. Solo la delata (aunque esto es una hipótesis) el “resplandor inextinguible “que “rompe” (bricht) desde la puerta de la ley y que el hombre solo distingue cuando, ante sus ojos debilitados, todo en torno parece haberse oscurecido.

En ese sentido, todo depende de la intimidad de la ley, de que la ley me sea íntima, acaso más íntima que yo mismo.

Dos cosas colman el ánimo con admiración y reverencia siempre nueva y creciente, mientras más a menudo e incesantemente se ocupa en ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y en mí la ley moral. No cabe que las busque como envueltas en oscuridades o en lo trascendente; las veo ante mí y las vinculo inmediatamente con la conciencia de mi existencia. (Kant AA 5, p. 161 s.)

Paso ahora, de la cuestión de (la) ley a la cuestión de (la) existencia. Es posible que en un punto (o un instante) sean una y la misma cuestión.

 

La singularidad y su tiempo

Vuelvo una vez más a la pregunta del hombre del campo, en la víspera de su muerte. “[…] ¿cómo es que en los muchos años nadie más que yo haya solicitado admisión?’” El guardián responde: “’Nadie más podía obtener admisión aquí, pues este ingreso estaba determinado solamente para ti. Ahora me voy y lo cierro.’” (Kafka 2002a, p. 294 s.) En esa pregunta se concentran “todas las experiencias de todo el tiempo (alle Erfahrungen der ganzen Zeit)” (ibíd.): es la pregunta de la existencia del hombre, es también la pregunta por la existencia, por toda la existencia. Pregunta total que se da de una vez, en la vez final, pregunta final que lleva la totalidad de la existencia al borde de un abismo. De la respuesta del guardián Josef K. concluye que este ha engañado al hombre, porque no le ha revelado desde un principio este hecho fundamental, a cambio de lo cual, le ha respondido “pero ahora no” (jetzt aber nicht) a su petición de ingreso. “’No te apresures’”, le advierte el clérigo, como si esta conminación fuese el eco de aquel “No te engañes (Täusche dich nicht)” (y también de este “ahora no”). Y es que, ciertamente, los meandros de la exégesis de la leyenda podrían extenderse hasta que la vista se pierda y regrese ciega, de un infinito. “’De engaño no hay nada allí (Von Täuschung steht darin nichts)’” (Kafka 2002a, p. 295), nada se dice en la historia, si bien la historia misma es algo así como una parábola del engaño. El hombre no fue inquisitivo, sino que simplemente decidió esperar, el guardián no tenía por qué dar informes que no se le pidiesen: el engaño, si lo hubiere, sería uno del cual el hombre del campo se hizo víctima a sí mismo. Sin intención, desde luego, o con opuesta intención, dado que engañarse a sí mismo con plena conciencia de que aquello de lo que me convenzo es un engaño es un disparate: no puedo tener conciencia de que algo es falso, que es mentira, y al mismo tiempo, en cuanto me autoengaño[14] en un sentido fundamental, lo creo, lo afirmo como verdadero. A menos que esto sea de algún modo posible y que este sea el sentido de la conclusión fatigada de K.: “Deprimente opinión […]. Se hace de la mentira (Lüge) el orden del mundo.” (Kafka 2002a: p. 303); a menos que ese sea el modo de un mundo cuyo orden es la mentira. “’¿Cómo podría engañarme pues?’, preguntó K. ‘En [lo d]el tribunal te engañas’, dijo el sacerdote, ‘en los escritos de introducción a la ley se dice de este engaño: […]’” (Kafka 2002a: p. 292) Y sigue la leyenda, que es una leyenda de la (forma de la) ley y una leyenda del engaño acerca de la ley.

Pero lo que me importa aquí primeramente es el contraste virtual entre la búsqueda universal de la ley y el estrecho, único acceso a la misma. Como si la ley, que vale y rige para todas y todos, no tuviese más voz (o luz) que para una existencia finita cabalmente singularizada. El engaño que presume K., en verdad (si cabe hablar de verdad aquí), no es tal, entonces: la ley vale y rige para todas y todos, pero no en la neutralidad de un universal meramente lógico, sino en la totalidad de las y los singulares, de cada singularidad dada. Y eso, precisamente eso deberíamos saberlo por el mero hecho de existir.

Se entiende que estoy hablando a la vez de Kant y de Kafka.

Hay dos notas literalmente decisivas en la ley moral: la inmediatez de su mandato y la singularidad de su interpelación. Literalmente decisivas, porque inciden en el momento de la decisión. Ciertamente, Kant no habla de decisión (no pretendo heideggerianizarlo o schmittianizarlo), porque para él lo que está en liza, esencialmente, es la universalización de la máxima y con ella el puro constreñimiento de la voluntad por la forma-de-ley a la que se ajusta la máxima; está en liza la coerción (Nöthigung) de la voluntad por la mera razón y la ley (una voluntad que no es en sí enteramente congruente con la razón, sino que está sometida a condicionamientos subjetivos de índole no racional) en vista de una acción que por eso mismo es deber (cf. Kant AA 5, p. 32). Inmediatez y singularidad son estrictamente solidarias, al punto que se podría decir que son dos caras de una misma eficacia. Digo, entonces, que son decisivas en la medida en que atañen a aquello sobre lo cual la ley moral legisla, aquello que, al ser sujeto de su legislación, deviene manifiesto en su condición primaria, antes de ser sujeto, es decir, en su existencia. En un único punto, en un único momento, instante, ley y existencia son una. En un único momento, un instante, podría decirse, acontece la razón en este margen. Me decido por la razón. Y, entonces, sí, es cosa de decisión, del instante de la decisión. Tal, el factum.

Recuerdo aquí el paso crucial en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Kant lo llama “un paso más allá (muß man […] einen Schritt hinaus tun)” (Kant AA 4, p. 426), que avanza desde la mera forma legislativa de la máxima, cuya universalidad el imperativo categórico establece, hacia el fin en cuanto “fundamento objetivo de [la] autodeterminación” de la voluntad (Kant AA 4, p. 427). En tanto este fin, como fin en sí, no pueda ser acreditado, el imperativo categórico debe quedar en estado latente en lo que atañe a su efectividad (si acaso “semejante imperativo realmente tiene lugar”, daß dergleichen Imperativ wirklich stattfinde, Kant AA 4, p. 425), sobrevolando como el espíritu de dios las inquietas aguas de lo indistinto. Si bien ha quedado establecido que solo imperativos categóricos contienen el principio del deber (cf. ibíd.), la ley como ley práctica, es decir, como determinación de la voluntad por la pura razón, permanece en vilo a menos que “hubiese (es gäbe) algo cuya existencia (Dasein) tenga un valor absoluto en sí misma”, y así podría ser esto, es decir, esta existencia, “el fundamento de un posible imperativo categórico”, ya no más posible en tal caso, sino real (y se podría decir: objetivamente real en cuanto subjetivamente eficiente, presente a la conciencia y al sentir de un existente efectivo, comprometedora de su voluntad y de su acción) (cf. Kant AA 4, p. 428).

Desde luego, la inmediatez de la determinación de la voluntad por la razón significa que la razón no determina la voluntad “por medio de algún sentimiento de placer o displacer interviniente” (Kant AA 5, p. 25). Pero aquí quisiera infligirle un giro temporal al concepto de esta inmediatez. Kant la entiende como una directa relación (por eso mismo vinculante) entre la ley y la voluntad (es la síntesis a priori práctica) y, al mismo tiempo, es decir, en cuanto relación directa, como el modo de ser presente la ley al sujeto de esa voluntad, existente como fin en y para sí mismo. Subrayo “al mismo tiempo”, porque esta simultaneidad descansa ante todo en el haber de la ley, su tener lugar (stattfinden), sin distingo de posibilidad o efectividad. Entonces, el giro de que hablo distingue aquella directa relación con respecto a este modo de ser presente la ley a partir de un mero y primario haber, sin garantía de efectividad. Este es el instante de la posibilidad de que la moralidad sea mera ilusión, si el mandato de la ley no fuese tan irrebatible y conminatorio como es, de acuerdo a Kant. Pero este “si”, esta posibilidad que se abre solo para cerrarse de inmediato, ya es una mínima, discreta rendija que perturba la inmediatez, a la vez que la hace posible. Este “si” es, si se me permite decirlo así, tiempo, temporalidad práctica.

Es, por lo pronto, el tiempo de la existencia, del desnudo hecho de existir: en el desamparo y en la estricta singularidad. Quizá se podría decir que la conciencia primaria, primera, es la conciencia de este hecho, que reclama desde su desamparada facticidad y desde el hecho mismo de esta conciencia el haber de aquello que justifique absolutamente tal hecho. Es, en tal medida y alcance, conciencia de ley. Lo es, no como la inmediata evidencia del haber de la ley, sino como petición de que la haya. Es preguntar-la-ley. En la petición, en la pregunta prevalece una diferencia, un diferimiento. Cabe llamarla, llamarlo “deber”.

De ese deber que mide el tiempo del diferimiento el hombre de la leyenda padece el “ahora no” de la pregunta y queda, por un instante (que se prolonga hasta el fin y hasta el infinito), entregado al diferimiento. En ese diferimiento late agazapado el engaño, lo mismo que la redención o la vida justa.

Sería esa la “ley de Kafka”.

Bibliografía

Kafka, Franz (2002a). Schriften Tagebücher Kritische Ausgabe. Der Proceß. Hrsg. v. Malcolm Pasley. Frankfurt am Main: Fischer.

Kafka, Franz (2002b). Schriften Tagebücher Kritische Ausgabe. Nachgelassene Schriften und Fragmente II. Hrsg. v. Jost Schillemeit. Frankfurt am Main: Fischer.

Kafka, Franz (2002c). Schriften Tagebücher Kritische Ausgabe. Tagebücher. Hrsg. v. Hans-Gerd Koch, Michael Müller und Malcolm Pasley. Frankfurt am Main: Fischer.

Kant, Immanuel (1785). Grundlegung der Metaphysik der Sitten. Akademie-Ausgabe 4. https://korpora.zim.uni-duisburg-essen.de/Kant/

Kant, Immanuel (1788). Kritik der praktischen Vernunft. Akademie-Ausgabe 5. https://korpora.zim.uni-duisburg-essen.de/Kant/

Kant, Immanuel (1793). Metaphysik der Sitten. Akademie-Ausgabe 6. https://korpora.zim.uni-duisburg-essen.de/Kant/

Montaigne, Michel de (2007). Les Essais. Édition de Jean Balsamo, Michel Magnien, and Catherine Magnien-Simonin. Paris: Gallimard (Pléïade).

Descripción: kant_ctk_TRANSPARENTE1.png



[1] Texto de una conferencia plenaria presentada en el I Taller de la Red Iberoamericana “Kant: ética, política y sociedad” (RIKEPS), “Razón, derecho y sociedad: actualidad e inactualidad del republicanismo”, Facultad de Filosofía, Universidad Complutense de Madrid, 26-28 de noviembre de 2019.

· Profesor de la Facultad de Artes y de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. E-mail de contacto: oyarzun.pablo@gmail.com

[2] V. las referencias bibliográficas al final.

[3] Todas las citas de Kafka refiere a la edición crítica de las obras completas. V. bibliografía.

[4] Publicado en Leipzig por la casa editorial Kurt Wolff, en 1920.

[5] “En vez de trabajar —escribí solo una página (exégesis de la leyenda)— he leído capítulos terminados y los encontré en parte buenos. Siempre con la conciencia de que todo sentimiento de satisfacción y dicha, como especialmente tengo, por ejemplo, a propósito de la leyenda, tiene que ser pagado y tiene que ser pagado en lo venidero para no gozar jamás de sosiego.” (Kafka 2002c, p. 707 s.)

[6] Todas las citas de Kant refieren a la Akademie-Ausgabe. V. bibliografía.

[7] Ya he citado el pasaje sobre el discernimiento de la forma de la máxima que es apropiada para una legislación universal (cf. Kant AA 5, p. 27). La misma fórmula se encuentra en otros pasajes. En la Observación II al Teorema IV se lee: “Lo que ha de hacerse según el principio de la autonomía del arbitrio lo comprende fácilmente y sin vacilar el más común de los entendimientos.” (Kant AA 5, p. 35) Y allí mismo: “Por lo tanto, el juicio sobre lo que ha de hacerse según aquel [el principio de la autonomía del arbitrio] no debe ser tan difícil que no pudiese habérselas con él el más común y menos ejercitado de los entendimientos sin astucia mundana.” (ibíd.) En la típica: “Así juzga hasta el más común de los entendimientos; pues la ley de la naturaleza está en la base de todos sus juicios más habituales, incluso los de experiencia.” (Kant AA 5, p. 70) Luego, al tratar de los móviles de la razón pura práctica: “Esta idea de la personalidad que despierta respeto, y que pone ante nuestros ojos la sublimidad de nuestra naturaleza (según su destinación), en tanto que nos hace advertir al mismo tiempo la carencia de adecuación de nuestro comportamiento con respecto a ella, y con ello humilla el engreimiento, es natural y fácil de advertir incluso para el más común de los entendimientos.” (Kant AA 5, p. 87) Y en la “Elucidación crítica de la analítica de la razón pura práctica” Kant vuelve a emplear la expresión al hablar de “[l]a heterogeneidad (Ungleichartigkeit) de los fundamentos de determinación (empíricos y racionales)” que se hace sentir (en un respeto del cual está absolutamente toda inclinación), “de manera tan reconocible y tan eminente y destacada que nadie, ni el más común de los entendimientos humanos, ante un ejemplo que se le presente, puede dejar de ver al punto  […] que únicamente puede atribuirse a la ley práctica de la razón el ser obedecida.” (Kant AA 5, p. 92)

Hay otras variantes del tema. En breve cito un pasaje de la Observación II al Teorema IV, que habla del carácter inequívoco que tiene la voz de la razón para el “más común de los seres humanos”. (Kant AA 5, p. 35) En la misma Observación se subraya que “el ojo más común no puede errar en la distinción acerca de si algo pertenece” a la moralidad o al amor propio. (ibíd.). A propósito de la idea de la producción del bien supremo por la razón pura en la naturaleza si tuviese el poder físico para ello, es confirmada por “la atención más común a sí mismo” como una idea que “resid[e] realmente, por así decir, a manera de modelo de nuestras determinaciones de la voluntad.” (Kant AA 5, p. 43) En la “Elucidación crítica” se trata del “uso práctico más común de la razón” a partir del cual debe poderse evidenciar “que la razón pura, sin mezcla de algún fundamento de determinación empírico, sea también por sí sola práctica” (Kant AA 5, p. 91) Por último, la mención “del más común de los seres humanos” que jamás podrá ser persuadido por “ninguna sofistería” de que las ideas de la inmortalidad del alma, la libertad positivamente entendida y la existencia de Dios, “no son conceptos verdaderos”, por mucho que el entendimiento no pueda escudriñarlos. (Kant AA 5, p. 133 s.)

 

[8] De hecho (empleo esta expresión deliberadamente), de hecho la voz que percibe la razón (die Stimme, die die Vernunft vernehmt, se diría), es la voz de la razón: círculo peculiar de escucharse la razón a sí misma, llamarse a sí misma, círculo en el cual se da razón y fundamento la razón a sí misma. Factum de la razón.

[9] Pertenece a los llamados Aforismos de Zürau, por el lugar en que estos fueron redactados presumiblemente a comienzos de 1918. Max Brod los publicó por vez primera en su edición de las Obras completas de Kafka, en 1953 (Berlín: Schocken Verlag) bajo el título Consideraciones sobre el pecado, dolor, la esperanza y el camino verdadero.

[10] El aforismo que sigue al recién citado dice: “Lo indestructible es uno [solo]: cada hombre individual lo es y al mismo tiempo es común a todos, de ahí la vinculación inseparable y sin parangón de los seres humanos.” (Kafka 2002b, p. 128)

[11] El pasaje más enfático a este respecto se encuentra a poco de iniciarse la Primera Sección de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres: “Aun cuando, por un especial desfavor del destino o por la miserable dotación de una naturaleza madrastra, le faltase a esta voluntad totalmente poder para llevar a cabo su propósito; aunque, a pesar de su mayor esfuerzo (Bestrebung), nada pudiese conseguir y solo restase la buena voluntad (por cierto, no al modo de un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios hasta donde estén estos en nuestro poder): aun así brillaría por sí mismo como una joya, a la manera de algo que tiene su pleno valor en sí mismo.” (Kant AA 5, p. 394)

[12] Visto así el “pero no ahora” del guardián no sería sino el inevitable corolario de esa lectura.

[13] “El deber y la culpa (Pflicht und Schuldigkeit) son las denominaciones que únicamente debemos dar a nuestra relación con la ley moral.” (Kant AA 5, p. 82)

[14] “Es fácil probar la realidad de muchas mentiras internas de las que los hombres se culpabilizan, sin embargo, explicar su posibilidad parece más difícil: porque para ello se requiere una segunda persona a la que se tiene la intención de engañar, pero engañarse a sí mismo premeditadamente parece encerrar en sí una contradicción.” (Kant AA 6, p. 430)