CON-TEXTOS KANTIANOS.
International Journal of Philosophy N.o 7, Junio 2018, pp. 128-158
ISSN: 2386-7655
Doi: 10.5281/zenodo.1298712
Kant beyond Kant: Heidegger and the Unthought of Kantian Philosophy
PALOMA MARTÍNEZ MATÍAS
Universidad Complutense de Madrid, España
Este ensayo analiza algunos de los aspectos centrales de los principales textos que Martin Heidegger dedica al pensamiento de Kant con el objetivo de mostrar cómo todos ellos, al margen de sus divergencias, confluyen en un propósito común a su singular lectura de la historia de la filosofía: sacar a la luz aquello que, en lo explícitamente formulado en sus obras clave, aparece en ellas como lo impensado o no-dicho. Si este elemento determina inadvertidamente la elaboración de tales obras, en el caso de Kant esta idea se concreta en la conexión que Heidegger establece en primer término entre la imaginación trascendental y el “tiempo originario”, en su reflexión años más tarde sobre el modo en que Kant fundamenta el moderno “proyecto matemático del ser” y, por último, en la relación que encuentra en 1961 entre la definición kantiana del ser como posición y el pensamiento griego.
Profesora de Filosofía en el Departamento de Filosofía y Sociedad (Facultad de Filosofía) de la Universidad Complutense de Madrid. E-mail de contacto: palomamartinezm@filos.ucm.es
Kant más allá de Kant: Heidegger y lo no-pensado
Ontología, imaginación trascendental, tiempo, modernidad, Grecia.
This essay analyses core aspects of the principal texts dedicated by Martin Heidegger to Kant’s thought, striving to demonstrate how all of them, no matter what their differences, coincide in a purpose common to his singular understanding of the history of philosophy: the bringing to light that which, in the explicitly formulated in his key works, appears in them as what is unthought and unsaid. If this element, unnoticed, determines the elaboration of this works, in the case of Kant the idea takes specific shape in the jointure Heidegger establishes in the first term between transcendental imagination and “originary time”, in his reflection years later on how Kant laid the basis for the modern “mathematical project of the being”, and, ultimately, in the relationship he found in 1961 between the Kantian definition of the being qua position and Greek thought.
Ontology, transcendental imagination, time, modernity, Greece.
La insistente reflexión sobre la cuestión del ser que marca de un lado a otro el trazado de la obra de Martin Heidegger se plantea desde sus inicios por medio de una confrontación con la tradición filosófica que, más allá de las modificaciones que experimenta con el transcurrir de los años, proyecta invariablemente una mirada sobre la misma cuya complejidad gravita sobre su consciente y decidido apartarse de la estrecha disyuntiva que se propone entre la aceptación o la relación de continuidad y la estricta ruptura. Así, si la reivindicación de la necesidad de reiterar la pregunta por el ser que abre Ser y tiempo viene presidida por un fragmento de El sofista en el que Platón apela a la dificultad de entender qué quiere decir “aquello que es”, este texto parece con ello reclamarse heredero de un legado que, ya en su momento fundacional, se hace cargo de la problematicidad que entraña todo hablar acerca del ser. Sin embargo, al desestimar como tal la interrogación por el ser para emplazar su indagación en lo que en esta etapa de su trayectoria expresa como el “sentido del ser” (Seinssinn), Heidegger se afirma a un tiempo contra ese mismo comienzo de la filosofía (2006, p. 1). El doble movimiento que revela este gesto, en el que se aúnan la adhesión a los orígenes y el desvío, la asunción de la cercanía y el intencionado alejamiento, vertebra igualmente el plan de acometer una destrucción de la historia de la ontología expuesto en el último apartado de la introducción de Ser y tiempo (p. 39 y s.) Un plan que no llegaría a materializarse en la anunciada y
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nunca escrita segunda parte de esta obra, pero cuya realización efectiva habría de convertirse, ya desprendida de este rótulo y en parte desde supuestos aún no vigentes en este libro, en el núcleo de su producción filosófica posterior (Leyte 2005, p. 62 y ss.).
En el contexto de los escritos privados que redacta a partir de mediados de los años treinta, ese ejercicio de destrucción o desmontaje de la historia de la ontología se articula en torno a la relación que Heidegger establece entre el llamado “primer inicio” (erster Anfang) y el “otro inicio” (anderer Anfang). En virtud de la identificación de ese “primer inicio” con la metafísica como período que irrumpe con el nacimiento de la filosofía en Grecia y coincidente con el devenir de la historia de Occidente, lo designado como el “otro inicio” consiste en un diálogo con sus pensadores decisivos que, si bien se entabla desde la distancia habilitada por la consumación de la metafísica, en modo alguno implica una situación de exterioridad con respecto a ella ni tampoco una actitud de simple oposición o rechazo (1994, p. 187). Lo específico de ese distanciamiento radica en la tesis de que la interrogación por el ser que para Heidegger explica la emergencia de la filosofía se habría transformado ya con Platón y Aristóteles en la pregunta por el “entidad” (Seiendheit) del ente, es decir, por aquellas determinaciones comunes a todo ente en su mera condición de tal que el pensamiento aristotélico fija a las categorías de la ousía. La cuestión acerca de la entidad, que Heidegger denomina la “pregunta rectora” (Leitfrage) propia del primer inicio, atraviesa bajo formulaciones diversas según sus épocas la entera historia de la metafísica, cuya evolución cabría describir por medio de las diferentes respuestas que aquélla habría recibido –la entidad como idéa en Platón, como ousía en Aristóteles, como objetualidad (Gegenständlichkeit) del objeto en la filosofía moderna o como valor en Nietzsche– en el curso de su despliegue (p. 75). Ahora bien, el cumplimiento de la metafísica que encierra el diagnóstico nietzscheano del nihilismo posibilita una contemplación de esa historia que no leerá en ella más que la consecuencia de la omisión de la cuestión nombrada por Heidegger como la “pregunta de fondo” (Grundfrage) (p. 76) y que vincula al otro inicio: se trata de la interrogación por la “verdad del ser”, que frente a la pregunta rectora del primer inicio rehúye toda respuesta por apuntar a cierto ámbito, dimensión o espacio de abertura no susceptible de tematización y que sostiene en su sustraerse a la aprehensión teórica lo concebido por la metafísica como el ser en su asimilación a la entidad. Por lo demás, esa distinción entre la pregunta rectora y la
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pregunta de fondo aspira a mostrar la dualidad o ambivalencia que Heidegger advierte en la cuestión del ser y que justifica su calificación del mismo al modo de una suerte de “pliegue” (2000a, p. 132): si la palabra “ser” alude a la presencia de cada una de las cosas de las que se dice que son –y ahí se hallaría el campo de respuesta de la pregunta rectora–, también remite a su vez a la dimensión o trasfondo de abertura que permite esa presencia ocultándose tras ella –lo indicado por la pregunta de fondo– y que habría sido ignorada por la interrogación metafísica.
Pero que esa pregunta de fondo –idéntica a la que en Ser y tiempo se asocia provisionalmente al “sentido del ser” y que interroga por aquello que habrá de mencionarse asimismo con términos como die Lichtung, das Ereignis o das Geviert – no comparezca en la metafísica no responde a un “error histórico”, ni tampoco a algún tipo de olvido, fruto del descuido o la desmemoria, que el pensamiento de Heidegger pretendiera subsanar (1994, p. 188). Antes bien, su visión de la historia de la filosofía se caracteriza por defender que el propio intento griego de poner de relieve y hacer tema de ese ámbito o fondo de abertura oculto que elude toda captación conceptual habría conducido a su desaparición o liquidación histórica y, a raíz de ella, a la consolidación de la noción de ser como entidad que rige en la metafísica. No obstante, tanto en la pregunta por la entidad del ente como en las respuestas que definen el desenvolvimiento de la metafísica, Heidegger localiza el terreno en el que esa dimensión oculta aparece bajo la paradójica forma de su constante y consustancial hurtarse a la investigación filosófica. En otras palabras: del trasfondo de abertura referido por la “verdad del ser” daría noticia el propio discurso de la filosofía, pero siempre al modo de “lo impensado” (das Ungedachte) o “lo no-dicho” (das Ungesagte) por sus pensadores esenciales. Pues a pesar de que su particular patencia se limite a la de aquello que sólo alcanza a salir a la luz en su rehusarse a ser dicho y pensado, no existirá para Heidegger ninguna otra esfera al margen del preguntar metafísico en la que ese ámbito logre exhibirse (Martínez Marzoa 1985, p. 35 y ss.). Por ello, la confrontación o diálogo con los pensadores de la metafísica que da contenido al otro inicio tendrá por objetivo evidenciar cómo en sus obras trasluce esa dimensión oculta que inevitablemente se sustrae a sus respectivos abordajes de la cuestión del ser a través de su interrogación por la entidad del ente.
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En este marco que orienta el trabajo hermenéutico heideggeriano sobre los textos de la historia de la filosofía, Kant ocupa desde sus inicios una posición destacada: con independencia de los cambios o matizaciones que se producen en ese horizonte interpretativo a lo largo de su proceso de maduración, así como de lo que éstos comportan en su percepción de la obra de Kant, Heidegger detecta reiteradamente en ella un señalado darse a ver de eso impensado y no-dicho que, sin ser reconocido como tal por la metafísica, sustenta de lado a lado su surgimiento y desarrollo. La singularidad que subraya en la filosofía de Kant no procede entonces de la negación o puesta en entredicho de su pertenencia a la metafísica. Por el contrario, su originalidad arraigaría en el modo en que el pensamiento kantiano se sitúa en su seno y en el debate que entabla con la tradición desde su estricta fidelidad a ella (2004, p. 446): según la perspectiva heideggeriana, ambos factores llevarán a Kant a topar con ciertos problemas que harán de sus textos un hito irremplazable para reflexionar sobre la metafísica, adoptando frente a ella la distancia que precisa su adecuada comprensión. Pero también por este motivo, la filosofía kantiana significará para Heidegger, dentro del conjunto de la metafísica, la ocasión para que
«pueda ensayarse con su obra algo aún más originario y, por tanto, algo no deducible desde Kant mismo» (1994, p. 93). De ahí que quepa plantear que la exégesis de su legado que emprende en diferentes momentos de su andadura filosófica obedece a una especie de tentativa de llevar a Kant más allá del propio Kant, en algunos casos incluso practicando una consciente y admitida violencia sobre sus textos (1991, p. 202). No por las insuficiencias o defectos que Heidegger acuse en la investigación kantiana, sino justamente porque en ella descubre ciertos aspectos cuya relevancia para la dilucidación del devenir de la metafísica provendría de la claridad con que dejan entrever el trasfondo encubierto que impulsa subrepticiamente su nacimiento y desenvolvimiento histórico.
Como es sabido, el rasgo fundamental y más discutido de la lectura heideggeriana de Kant, invariante en todas las etapas de su elaboración, determinante de cualquier otra problemática dirimida en su contexto y piedra de toque de la inteligibilidad de su idiosincrasia hermenéutica, estriba en su interpretación de lo que comúnmente se ha
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ubicado en el orden de la teoría del conocimiento en clave estrictamente ontológica1. Ello se traduce en la equivalencia trazada por Heidegger entre la pregunta por las condiciones de posibilidad de los juicios sintéticos a priori que dirige la arquitectura de la Crítica de la Razón Pura y la cuestión del ser que la metafísica entiende en términos de la entidad del ente. Tal equivalencia descansa sobre la premisa de que la indagación en torno al problema del conocimiento, erigido en centro de la filosofía moderna, no es sino el peculiar modo en que en esta época, ya desde Descartes, se formula la interrogación por el ser. En el caso concreto de Kant, Heidegger se retrotrae a su apoyo sobre una tradición que, a partir de la herencia aristotélica, hace del enunciado el hilo conductor para la delimitación del ser del ente. Si el conocimiento efectivo de algo coincide con la capacidad de especificar aquellos predicados que responden a la pregunta acerca de qué es ese algo frente a aquellos otros que le son ajenos, Kant asume que conocer quiere decir juzgar y que todo juicio supone una síntesis o enlace entre un sujeto proposicional –la cosa objeto de enunciación– y los predicados que legítimamente se le adjudican –lo dicho sobre la cosa–. De acuerdo con ello, todos los juicios serían sintéticos simplemente por ser juicios. Pero, como Heidegger recalca, el conocimiento únicamente se expresa en aquellos juicios que, frente a los analíticos, se califican además de sintéticos porque la legitimidad del enlace entre el sujeto y el predicado se funda en la propia cosa sobre la que se emite el juicio, y no sobre representaciones ya implícitamente contenidas en el concepto del sujeto (1991, pp. 13-15). Sin embargo, los juicios que Kant llama sintéticos a priori se caracterizan porque, pese a entrañar un conocimiento del ente y tratarse así de juicios sintéticos en el segundo sentido comentado, al mismo tiempo son a priori por no haber extraído de la experiencia del ente aquello que muestran sobre él. Estos juicios reflejan para Heidegger un conocimiento del ser del ente en el sentido de la entidad: en ellos se vehicula un saber que no revela qué sea esta cosa concreta frente a esta otra, sino aquello que de antemano configura el propio ser- cosa de toda cosa como tal. Ese conocimiento asignado a los juicios sintéticos a priori deriva de que el enlace instituido en ellos entre el sujeto y el predicado se asienta sobre las categorías como determinaciones esenciales del ente: éstas fijan los aspectos que
1 La primera reacción reseñable en contra de esta lectura y en defensa de la inserción de la problemática de la Crítica de la Razón Pura en la esfera de la teoría del conocimiento procede de Ernst Cassirer, reacción que se hizo pública ya en 1929 en el debate que mantuviera con Heidegger en Davos (Heidegger 1991, pp. 274-296) y que dio lugar a su recensión sobre Kant y el problema de la metafísica (1931).
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conforman la entidad en tanto conjunto de rasgos definitorios de todo aquello de lo cual se dice que es.
Es por ello por lo que Kant y el problema de la metafísica, primer trabajo de envergadura sobre el pensamiento kantiano que Heidegger publica en 1929 y que aparece como el fruto de un período de intensa dedicación al análisis fenomenológico de su obra2, parte de la tesis de que la filosofía trascendental se identifica con la ontología: al investigar los elementos a priori que intervienen en el conocimiento del ente, la filosofía trascendental no se ocupa del ente en su múltiple diversidad, sino de su ser o constitución ontológica (1991, pp. 12-13). En este sentido, escribirá años más tarde, la Crítica de la Razón Pura no sería sino el rótulo bajo el que se formula la pregunta kantiana por la cosa, núcleo metafísico de su filosofía que le lleva a una determinación de su “coseidad” (Dingheit) o carácter de cosa a partir de un examen de los principios de la razón pura que justifican tal determinación (1987, p. 47). En esta exégesis ontológica, un componente igualmente controvertido y común a todos los escritos de Heidegger sobre la obra de Kant reside en su insistencia sobre la especial importancia que adquiere la intuición en el estudio kantiano del funcionamiento de la razón teórica. Pero es tal vez en Kant y el problema de la metafísica, texto en el que la cuestión del ser se aborda desde el enfoque y terminología aplicados en Ser y tiempo, donde este tema se explora con mayor profundidad: en él se elabora un minucioso desarrollo teórico sobre la Crítica de la Razón Pura encaminado a poner de relieve que la problemática ontológica inherente a la cuestión de la fundamentación de la metafísica gira en torno al esclarecimiento de la esencia finita de la razón, finitud que se infiere precisamente de su sujeción a la intuición (1991, p. 20 y s). Sin ánimo de agotar la riqueza y complejidad de este ensayo, el examen de algunas de sus principales líneas de fuerza servirá de punto de partida para exponer de qué manera la investigación heideggeriana pretende sacar a la luz un impensado en la obra de Kant que, en esta etapa temprana de su trayectoria, habrá de localizarse en la afinidad que encuentra entre el análisis en ella del conocimiento trascendental y el resultado provisional de la indagación ontológica acometida en Ser y tiempo.
2 Sobre el detalle de los cursos, seminarios y conferencias en los que Heidegger se ocupa del pensamiento de Kant, y principalmente de su Crítica de la Razón Pura, en el período que se extiende entre 1925 y 1930, cf. Courtine 2007, pp. 57-59.
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Con el fin de resaltar que la reflexión kantiana sobre el conocimiento tiene su clave hermenéutica en el momento de la intuición, Kant y el problema de la metafísica arranca de la tajante observación de que «quien quiera entender la Crítica de la Razón Pura tiene que grabarse en la mente que conocer es primariamente intuir. Con esto se aclara que la interpretación del conocimiento como un juzgar (pensar) está contra el significado decisivo del problema kantiano. Pues todo pensar está simplemente al servicio de la intuición» (1991, pp. 21-22). A este respecto, Heidegger enfatiza la naturaleza finita que Kant concede a la intuición del ser humano en contraposición a la idea de una intuición divina infinita: frente a la producción o creación en ésta del ente intuido, la intuición humana se describe como finita por requerir de la donación de su objeto, es decir, por hallarse de antemano destinada a la recepción de un ente que ya existe con independencia del sujeto que conoce. La finitud de la razón se cifra, por tanto, en su carácter irreductiblemente receptivo, recepción que no alcanzaría a tener lugar sin la afección de la sensibilidad por parte del ente que así se le hace patente. Abundando en esta idea, Heidegger argumenta que, lejos de ser un elemento separable que coexistiera junto a la intuición, el pensar se supedita a ella por quedar referido, de acuerdo con su propia estructura interna, a aquello mismo hacia lo que tiende la intuición: si ésta remite de manera “inmediata” –es decir, primaria y continua– al objeto, el pensar o el concepto sólo cobran sentido por su referencia a ese mismo objeto, referencia que en él acontece de manera “mediata” y que debe reposar en última instancia sobre el vínculo que posibilita la intuición (p. 27 y s.).
En esta incondicional reivindicación de la intuición, Heidegger no obvia que, según Kant, lo intuido únicamente se deja atribuir a un objeto y genera un conocimiento del mismo por medio de su determinación a través del concepto: por obra de éste lo intuido se muestra como “algo”, como “esto” o “aquello” en vez de aquello otro, de manera que la aparición y comprensión de lo intuido sucede a partir de la determinación aportada por el concepto (pp. 27-28). Pero el que la manifestación del ente como objeto precise de una síntesis entre intuición y concepto –dada la necesidad del concepto en la comparecencia de lo intuido como “algo”– no diluye ante la mirada heideggeriana la preeminencia de la intuición en la relación cognoscitiva: su inmediatez frente a la mediación del concepto la convierte en la exclusiva vía de acceso al ente, que debe ser dado al sujeto cognoscente para que tal relación ocurra. En consecuencia, la íntima unidad que Heidegger reconoce entre intuición y concepto no invalida su simultánea valoración de la primera como
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principio originario del conocer humano: éste reclama de una forzosa donación de la cosa a través de la intuición en cuya ausencia no habría conocimiento alguno3.
No obstante, Heidegger no dejará de hacer notar cómo la relevancia que su lectura de Kant otorga a la intuición entra en confrontación con su propia interpretación de la interrogación por la posibilidad de los juicios sintéticos a priori como pregunta por la posibilidad de un conocimiento ontológico del ente, es decir, de un conocimiento de su ser
–siempre pensado como entidad– anterior a la experiencia del mismo: que la finitud del conocimiento exija una recepción intuitiva del ente parece, en efecto, contradecir la idea de una aprehensión de su ser previa a toda recepción. Este problema se concreta en la cuestión de lo que Heidegger llama la “síntesis ontológica” en alusión a la síntesis pura subyacente al conocimiento sintético a priori, en la que el protagonismo de la intuición se focaliza sobre la intuición pura del tiempo: como condición formal a priori de todos los fenómenos en general, en él se perfilaría a su juicio el elemento “predominante y básico” del conocimiento ontológico (p. 49). En este contexto, la prioridad conferida al tiempo como instancia que suministra la multiplicidad o pluralidad intuitiva unificada por los conceptos puros se orienta de entrada a afirmar la existencia de una unidad esencial entre estos dos elementos a priori del saber ontológico. Pero en la óptica heideggeriana tal unidad no debe entenderse al modo de una síntesis advenida sobre dos elementos ya preexistentes a la misma (p. 58). Antes bien, intuición y concepto, tanto en sus formas puras como en las empíricas sustentadas en ellas, se configuran como tales a partir de esa síntesis, de suerte que la definición de cada uno de estos momentos demanda estructuralmente al otro, eliminando la opción de concebir de manera aislada su intervención en el acto de conocer. Así, Heidegger explica que la multiplicidad o pluralidad de los sucesivos “ahoras” que integran el tiempo se articula como tal multiplicidad en la medida en que es recorrida, recogida y reunida por los conceptos puros del entendimiento: sin ese recorrer y enlazar cada “ahora” con los que le preceden y le siguen no cabría hablar siquiera de pluralidad, sino de mera dispersión de instantes puntuales y disgregados en su simple pasar. Por su parte, los conceptos puros o categorías carecen de toda funcionalidad al margen de ese recorrer, recoger y reunir la multiplicidad de la intuición pura del tiempo de acuerdo con las distintas reglas de enlace que implican (p. 61 y s.). Intuición y concepto, tiempo y
3 Una crítica a esta prioridad que Heidegger otorga a la intuición en Kant y el problema de la metafísica se encuentra en Cassirer 1931, p. 5 y ss.
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categorías, representan entonces dos momentos sólo discernibles y separables para el análisis teórico: ambos provendrían de una síntesis anterior que los deja surgir en su recíproca dependencia y los constituye de antemano en su esencial remisión al otro (p. 36), haciéndolos operar de forma siempre unitaria.
El libro de 1929 se centra en el hecho de que la Crítica de la Razón Pura sitúe el fundamento de la síntesis ontológica que fragua esa unidad pura entre intuición y concepto en la imaginación trascendental (p. 127 y ss.): si la intuición pura del tiempo proporciona el aspecto de una sucesión de “ahoras” consecutivos, aquello que Kant presenta como los “esquemas” que produce la imaginación trascendental no serían más que las imágenes o figuras que tal sucesión ofrece en función de la disposición que reciba por parte de las distintas reglas de unidad que denotan las categorías. De ahí que el propósito del capítulo en el que Kant se ocupa del esquematismo trascendental anide para Heidegger en mostrar cómo la síntesis ontológica que emerge de la imaginación trascendental se traduce en la convergencia entre el contenido de los conceptos puros y la pluralidad intuitiva del tiempo según las imágenes que resultan de la diversidad de posibilidades del tomar forma o adoptar una determinada figura de la secuencia de “ahoras”: los cuatro grupos de categorías del entendimiento puro se corresponderían, respectivamente, con imágenes relativas a la serie del tiempo, el contenido del tiempo, la ordenación del tiempo y el tiempo percibido en su conjunto (p. 105). De ello se colige que la función de la imaginación trascendental se reduce a generar la síntesis que ya anticipadamente rige en todo conocimiento ontológico como unidad indisociable de tiempo y categorías. Por este motivo, Heidegger incide en aquellos pasajes en los que la Crítica de la Razón Pura declara que la imaginación trascendental no sería una tercera rama o tronco del conocimiento junto a la sensibilidad y el entendimiento, sino la raíz común, «desconocida para nosotros» (A 15, B 29), de la que afloran las dos anteriores (pp. 36-37, 121 y ss. y 273). La expresión “imaginación trascendental” no apelaría, por tanto, a una tercera facultad del conocimiento, sino al espacio oculto desde el que brota la unidad de la receptividad de la sensibilidad y la espontaneidad del entendimiento en su conocimiento ontológico del ente.
En respuesta a la cuestión de la naturaleza presuntamente contradictoria de ese conocimiento en su anterioridad a la experiencia, en Kant y el problema de la metafísica se
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concluye que la proyección del ser que descansa sobre la imaginación trascendental se estructura de tal modo que únicamente sirve para hacer posible el salir al encuentro del ente: que tal proyección tenga lugar al margen de la experiencia significa que se limita a conformar el horizonte que permite la aparición de la totalidad de las cosas, a la que el conocimiento humano queda entregado en su finitud (p. 120 y ss.). Esta conclusión propicia la reiteración de la tesis de que la unidad de intuición y concepto en el conocimiento ontológico, anclada a la imaginación trascendental, no deviene incompatible con la prioridad de la intuición en la visión kantiana del conocimiento ni, por ende, con la preeminencia del tiempo en la proyección del ser del ente conocido: según Heidegger, el esquematismo trascendental vendría a evidenciar que «es el tiempo el que da de antemano al horizonte de la trascendencia el carácter de una oferta perceptible» (p. 108), es decir, el carácter de un horizonte capaz de ofrecer al ente la ocasión de ser percibido. Por ello, sólo en virtud de la intuición pura del tiempo cabe la donación del ente sobre la que se cimenta la relación cognoscitiva, donación que justifica y a la vez exige la proyección anticipada de su ser. Por lo demás, es en este punto donde Heidegger procede en 1929 a llevar a Kant más allá de la propia letra kantiana indicando una conexión entre la imaginación trascendental y lo que denomina el “tiempo originario” (ursprüngliche Zeit), fórmula ya introducida en Ser y tiempo en su asimilación a la temporalidad (Zeitlichkeit) del Dasein o ente que en cada caso somos nosotros mismos (2006, p. 329).
El análisis fenomenológico del Dasein, dirigido a dilucidar la cuestión del sentido del ser en general, descubre a través del examen de su ser-mortal que el sentido del ser de este ente peculiar reside en su temporalidad o tiempo originario: ambos términos nombran el propio acontecer en que consiste el ser del Dasein como lapso, distensión o intervalo esencialmente finito que lo constituye en el espacio de abertura para la comparecencia de todas las cosas (2006, p. 409). Del encubrimiento u ocultación cotidiana de esa temporalidad finita coincidente con el propio e inmediato generarse o producirse del tiempo deriva la “concepción vulgar del tiempo”, esto es, su comprensión como una secuencia infinita de “ahoras” pasajeros y huidizos que se suceden ilimitadamente. En su estudio del conocimiento trascendental, el tiempo que Kant define al modo de una intuición pura se solapa precisamente con esa idea del tiempo que en la obra de 1927 se considera derivada o secundaria con respecto a la temporalidad originaria del Dasein y que
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se sigue de su habitual huida ante la siempre segura posibilidad de su muerte. Pero si, como acaba de verse, Kant localiza la raíz o fuente de ese tiempo infinito –la pluralidad de la sucesión de “ahoras” en su correlativa articulación categorial– en la imaginación trascendental, Heidegger sostiene que el propio planteamiento kantiano aboca a identificar en ella, en calidad de productora de su noción vulgar, el tiempo originario que es a su vez la temporalidad finita del Dasein. O, según escribe en Kant y el problema de la metafísica: si el tiempo de la intuición pura se cifra en la serie pura e infinita de “ahoras”, «esta serie de “ahoras” no es, de ningún modo, el tiempo en su originariedad. Por el contrario, es la imaginación trascendental quien da origen al tiempo como serie de “ahoras” y quien, por dar origen a éste, resulta ser el tiempo originario» (1991, pp. 175-76). Con el objetivo de probar que lo oscuro y extraño que Kant detecta en la imaginación trascendental apunta al tiempo originario como su esencia última, entrevista «durante un instante» (p. 161) pero posteriormente ocultada en las modificaciones insertadas en la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura para salvar la primacía de la razón y el entendimiento puros, Heidegger emprende un análisis de las tres síntesis que en su primera edición se asocian a la intuición, la imaginación y el concepto. De su común supeditación a la actuación de la imaginación trascendental, deduce que tales síntesis traen consigo la emergencia de cada una de las tres dimensiones –pasado, presente y futuro– que integran la noción vulgar del tiempo. Así quiere demostrar que, al emplazar el suelo último de la síntesis ontológica que engendra ese concepto infinito del tiempo en la raíz desconocida que es la imaginación trascendental, Kant encuentra inadvertidamente el tiempo originario del Dasein cuya ocultación suscita ese mismo concepto (p. 196)4. Justamente el tiempo originario que en el texto de 1927 designa la dimensión finita o el trasfondo de abertura oculto por el que el ser del Dasein, en rigor inasimilable al ser de un ente, se agota en configurar el horizonte para la presencia de todas las cosas y queda así atravesado por la irreductible finitud de hallarse siempre ya arrojado o destinado a dicha presencia.
Pero el retroceder de Kant ante este resultado en la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura no será para Heidegger sólo la consecuencia de su empeño por preservar la
4 Ya en la introducción de Ser y tiempo Heidegger había resaltado la singularidad de Kant precisamente en virtud de la proximidad que su análisis del esquematismo guardaría con la temporalidad del Dasein. En este sentido, al preguntarse sobre las conexiones trazadas en la historia de la ontología entre el ser y el tiempo, comenta: «El primero y único que recorrió en su investigación un trecho del camino hacia la dimensión de la temporalidad (Zeitlichkeit), o que, más bien, se dejó arrastrar hacia ella por la fuerza de los fenómenos mismos, es Kant» (2006, p. 23).
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racionalidad tradicionalmente asignada al conocimiento puro. A ello habría contribuido también su falta de intelección del carácter secundario de la idea del tiempo como secuencia ilimitada de “ahoras”, que condenaría su análisis del esquematismo trascendental a una oscuridad que habría inducido a Kant a eludir las conclusiones alcanzadas en la primera edición (p. 201) 5 . Con esta explicación, Heidegger justifica en esta primera interpretación de su obra que su estrategia hermenéutica desborde la mera repetición de lo dicho en la obra kantiana: la aspiración que la anima radica más bien en sacar a la luz lo que, ante su mirada, se divisa a través y más allá de lo explícitamente formulado en ella. La violencia ejercida sobre el texto kantiano, admitida sin reparos en Kant y el problema de la metafísica (p. 202) y sancionada positivamente en valoraciones posteriores de este libro (1994, p. 253), estribaría así en esta singular operación de penetrar y tratar de poner de manifiesto aquello que en las proposiciones expresamente dichas en él aparece como no- dicho.
La reflexión heideggeriana más tardía sobre el pensamiento de Kant no volverá a hacer tema de la cuestión de la imaginación trascendental en su hipotético confluir con el tiempo originario. Probablemente, porque la reivindicación de tal confluencia se enmarca en el contexto de la investigación fenomenológica del ser del Dasein, vía para la elaboración de la pregunta por el sentido del ser en cuanto tal ya presentada desde la introducción de Ser y tiempo al modo de una tentativa provisional (2006, p. 1). Semejante provisionalidad habrá de corroborarse en el posterior abandono tanto de la terminología como de ciertas directrices de la obra de 1927, abandono que conducirá a Heidegger a ensayar otras maneras y fórmulas de hacer patente la dimensión oculta de la que da noticia el decir de los pensadores fundamentales de la metafísica en aquello que sus textos no dicen. Pero esto no implica que los cambios observables en sus posteriores escritos sobre Kant conlleven una renuncia o juicio retrospectivo negativo sobre la reconocida violencia practicada en el texto de 1929. Por el contrario, aun cuando años más tarde habría de calificar de “historiográficamente” incorrecta la voluntad de llevar el proyecto trascendental kantiano en una dirección más originaria, destacando en él el papel de la
5 Este mismo argumento se presenta en Ser y tiempo para justificar «por qué Kant tenía que fracasar en su intento por penetrar en la problemática de la temporalidad» (2006, p. 24). A él se une el de que la filosofía kantiana habría omitido la pregunta por el ser, perspectiva que habrá de matizarse una vez Heidegger plantee que la formulación de esta cuestión se habría producido en la metafísica bajo la forma de la pregunta por la entidad del ente.
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imaginación trascendental en su vinculación al tiempo (1994, p. 253), Heidegger no dejará de insistir sobre la necesidad de alumbrar aquello que en la obra de los filósofos se anuncia bajo la forma de lo impensado de sus respectivos pensamientos. Pese a sus divergencias frente a Kant y el problema de la metafísica, así lo ratifican sus ulteriores trabajos sobre Kant.
La diferencia más notoria entre los primeros escritos de Heidegger sobre la filosofía kantiana y el curso que le dedica en 1935/36, publicado en 1962 bajo el título de La pregunta por la cosa, proviene de que la exégesis propuesta en este último hace converger la cosa analizada en la Crítica de la Razón Pura con la “naturaleza” como objeto de la ciencia físico-matemática, cuyo referente se ubica en la obra de Newton (1987, p. 98 y ss.). Sin embargo, este giro en la interpretación del pensamiento de Kant no envuelve una limitación del alcance ontológico que se le confiere, fruto de una presunta restricción de la indagación kantiana al círculo particular de entes estudiados por la física matemática frente a otras regiones o círculos del ente. Antes bien, el cambio de perspectiva se debe al surgimiento en la evolución intelectual de Heidegger de una comprensión de la historia de Occidente, aún ausente en los textos que se inscriben en la órbita de Ser y tiempo y procedente en sus inicios del diálogo con la poesía de Hölderlin, según la cual la etapa específica de esa historia que encarna la modernidad comportaría en sí misma una reducción del ser-cosa, esto es, de lo acreditado como la efectiva y vinculante realidad de la cosa en tanto que cosa, a aquellos aspectos susceptibles en ella del tipo de conocimiento que instaura la ciencia físico-matemática. Si este vuelco se acompaña de la constatación de que la interrogación kantiana por la entidad excluye la pregunta por la coseidad de las cosas que salen a nuestro encuentro de manera cotidiana e inmediata –forma de aparición que antecedería a su contemplación científico-teórica– (p. 100), tal exclusión se valida en función de la equivalencia establecida en la modernidad entre la entidad del ente y las pautas que posibilitan su conocimiento científico, equivalencia que permite obviar esa presencia trivial de las cosas, juzgada de irrelevante en vistas a la captación de su entidad6.
6 Sobre este giro que media entre Kant y el problema de la metafísica y La pregunta por la cosa ha llamado la atención H. Hoppe (1970, p. 304 y ss.). Sin embargo, sus análisis no inciden a nuestro juicio con la debida claridad en que este cambio de perspectiva responde a la comprensión heideggeriana de que la modernidad
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Tal reducción del ser-cosa al objeto de la física matemática tiene su origen en lo que Heidegger llama el “proyecto matemático del ser”, cuyo principal corolario reside en la articulación final de la ciencia moderna en torno al insustituible recurso a la disciplina matemática en el sentido usual de este término (p. 59). El concepto de “lo matemático” que precede y sirve de suelo a su conformación no remite de entrada al cálculo ni a la medición numérica, sino al hecho de que en la modernidad la determinación de la coseidad de la cosa se efectúa al modo de una imposición no apoyada en su experiencia y que de antemano delimita su constitución y rasgos esenciales (p. 69 y ss.). La proyección matemática del ser supone entonces la abertura de un espacio que decide o pone de manera anticipada las condiciones de manifestación de las cosas, es decir, qué aspectos integran lo estructuralmente perteneciente al ser-cosa o entidad de cualquier ente, así como lo que en función de tales condiciones debe o no admitirse como real. La fundamentación filosófica y consolidación teórica de esa proyección es llevada a cabo en primera instancia por Descartes, que al equiparar lo verdadero con lo cierto sitúa en la esfera de las representaciones del sujeto y, más concretamente, en los criterios que éste prescribe para lograr la certeza o plena seguridad que persigue, el lugar en el que se prefigura la entidad del ente. Si con ello la cosa pasa a ser “objeto” de la representación, de aquí se desprende la asimilación de su carácter de cosa a una idea de objetividad vertebrada por la exigencia de certeza de esa subjetividad que se ha tornado medida y tribunal de la entidad del ente. Dado que la certeza sobre sus representaciones buscada por el sujeto habrá de localizarse en el terreno de lo medible y calculable, la objetividad o entidad de la cosa se cifra en su formulabilidad matemática, esto es, en la limitación de su ser a aquel conjunto de rasgos traducibles al lenguaje matemático.
En el moderno proyecto matemático del ser, Heidegger advierte tanto un cambio en la posición del ser humano ante la totalidad de las cosas como una transformación de su existencia (p. 49) que no reflejaría más que el comienzo de un proceso de paulatino reconocimiento de la situación histórica resultante de la desaparición de Grecia y de la percepción del ente imperante en ella, a su vez consecuencia del propio nacimiento de la interrogación filosófica por el ser. En esa percepción griega, las cosas estarían provistas de una naturaleza interna ajena a la decisión o el capricho humanos que fijaría de antemano
comporta como tal una identificación de la entidad del ente con las condiciones de objetividad impuestas por la física-matemática.
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cómo actuar o conducirse con ellas (p. 63 y ss.). A ello subyace la experiencia de que la aparición de cada cosa reposa sobre un fondo de oscuridad que, al tiempo que posibilita y atraviesa esencialmente su presencia, sólo se hace notar en su rehusarse a toda voluntad de aprehensión. En razón del consustancial sustraerse de ese fondo, cada cosa poseerá para el hombre griego una peculiar consistencia y opacidad que la vuelve irreductible a cualquier otra e impide su dominio o manipulación arbitraria. Sin embargo, tal y como se comentara, Heidegger leerá en la interrogación griega por el ser –originalmente asociada a la especial mención de términos como phýsis, lógos, alétheia o moira en los textos de los primeros filósofos– un intento de poner de relieve ese fondo de abertura renuente a la tematización que habrá de desembocar en su pérdida. Ésta derivará en un aplanamiento de esa presencia griega, antes indefectiblemente ligada a la no-presencia u ocultación, que habrá de convertirla en mera presencia sin fondo ni ocultación. Si este vuelco trae consigo la disolución de la opacidad y correspondiente consistencia inherentes a la visión griega del ente, tras el hundimiento de Grecia las cosas comparecerán como en sí mismas inconsistentes, es decir, carentes de una naturaleza y sentido propios capaces de proporcionar pautas o normas a la existencia humana acerca de cómo habérselas con ellas.
La característica principal de la modernidad habitará en su progresivo hacerse cargo de esta inconsistencia del ente sobre cuyo reconocimiento arraiga el proyecto matemático del ser; o, lo que es lo mismo, el imponerse del sujeto sobre el vacío que involucra la ausencia en las cosas de un modo de ser o naturaleza interna, a fin de decretar los parámetros que definen su realidad. En este contexto, la filosofía cartesiana se planteará dilucidar la razón de la elevación de lo matemático a criterio de toda representación, así como la explicitación de las reglas de su operar al margen de la experiencia (p. 78). No obstante, en esta tarea de fundamentación metafísica de la proyección que gobierna la irrupción de la ciencia moderna, Kant alcanzará a juicio de Heidegger una posición nunca después superada ni tampoco asumida por el idealismo alemán (pp. 44-45). Pues si bien el postulado kantiano de un sistema de principios de la razón pura que de antemano configuran el ser del ente denota el firme asentarse de su reflexión filosófica sobre la aceptación del carácter matemático de la ciencia moderna, la crítica de la razón que se acomete en su obra no sólo supondría la más completa justificación de su proceder matemático, sino también una demarcación interna de su esencia que habrá de arrojar luz tanto sobre las condiciones de legitimidad de su funcionamiento como sobre los límites
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intrínsecos a éste (p. 92 y ss.). La pertenencia de Kant a aquella tradición que se afirma sobre la proyección matemática del ser a través de principios o axiomas no extraídos de la experiencia no evitará entonces que su filosofía entrañe un giro radical con respecto a aquélla, palpable en el modo en que la Crítica de la Razón Pura concibe tales principios y los sitúa sobre su fundamento (p. 144).
Según Heidegger, la fundamentación de los principios establecidos por el entendimiento puro para la delimitación de la entidad que Kant emprende en este texto se realiza por medio de un esclarecimiento de la naturaleza misma del entendimiento (p. 145). De la nueva concepción del juicio que tal esclarecimiento conlleva se sigue una comprensión del pensar por la que éste se constituye en función de su obligada remisión a la intuición. En idéntico sentido al ya analizado en Kant y el problema de la metafísica, ello llevará a Heidegger a argumentar que en la Crítica de la Razón Pura se proclama «la posición de servidumbre del pensamiento frente a la intuición» (p. 115). Si ante la insuficiencia que acusa en la definición según la cual el juicio consiste en la representación de la relación entre un sujeto y un predicado como relación entre dos conceptos, Kant sostiene que el juicio es «el modo de traer conocimientos dados a la unidad objetiva de la apercepción» (B 141), la óptica heideggeriana destaca cómo esta descripción no alude ya a representaciones y conceptos: en la medida en que el juicio se vincula a “conocimientos dados”, pero a la vez a la “unidad objetiva”, su constitución deviene como tal tributaria de su doble referencia a la intuición y al objeto (p. 122), por lo que el entendimiento deja de pensarse en Kant como la facultad de enlazar representaciones para ser vista como la facultad del conocimiento. Por otra parte, el que la explicación kantiana del juicio apele a una unidad objetiva, es decir, una unidad de las intuiciones adscrita al objeto y determinante de su entidad, hace entrar asimismo en juego una referencia al “sujeto” o “yo” para la que Kant emplea el término de “apercepción”: junto al objeto intuido se percibe el propio yo, de manera que no cabe presencia del primero sin que al mismo tiempo el yo se haga presente a sí mismo como aquello frente a lo cual se muestra el objeto (p. 123). Esta inclusión del objeto conocido y del sujeto cognoscente en la propia estructura del juicio desautoriza la pretensión de la metafísica de operar a partir de meros conceptos: todo conocimiento se expresa en juicios cuyo valor cognoscitivo radica,
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precisamente, en esa imprescindible vinculación al objeto que es simultáneamente vinculación al sujeto para el que el objeto sale al encuentro.
La exposición de esta renovada intelección de la esencia del juicio, ya sugerida pero apenas desarrollada en Kant y el problema de la metafísica, reabre la problemática sobre su eventual incompatibilidad con la existencia de juicios sintéticos a priori (p. 132). Frente a la respuesta ofrecida en 1929, este curso de mediados de los años treinta subraya cómo el examen kantiano de la especificidad de tales juicios se encamina no sólo a probar su posibilidad, sino también su necesidad. Pues la fundamentación del entendimiento suscitada por esta cuestión conduce a la formulación del principio supremo de los juicios sintéticos, según el cual las condiciones de posibilidad de los juicios sintéticos a priori son al mismo tiempo condiciones constituyentes tanto de la experiencia como de sus objetos. Dado que este principio pone de manifiesto que sin tales condiciones no cabría tal experiencia ni el darse de los objetos que en ella se descubren, la investigación kantiana sobre el conocimiento a priori se revela para Heidegger dirigida a ratificar la validez del proyecto matemático del ser como forma típicamente moderna de abertura del ente: la demostración del carácter constitutivo de los juicios sintéticos a priori en lo que atañe a los objetos de la experiencia implica una confirmación de la legitimidad de las determinaciones ontológicas que tales juicios vehiculan y, en consecuencia, también de la exigencia moderna de que el sujeto imponga de antemano los rasgos que configuran la entidad del ente. De ahí que Heidegger estime que la filosofía kantiana sobresale como el lugar en el que con mayor claridad se atestigua y más radicalmente se asume «la posición fundamental de nuestra existencia histórica» (p. 142), es decir, de la existencia histórica moderna, marcada por la intención de hacerse cargo del vacío dejado tras de sí por la desaparición del modo de ser de las cosas vigente en Grecia, que impulsa la institución de un nuevo criterio de verdad sobre la realidad del ente edificado sobre el sujeto de conocimiento7.
En La pregunta por la cosa se defiende que la tesis de Kant sobre la posibilidad y necesidad de los juicios sintéticos a priori se acredita en el apartado de la Crítica de la
7 De acuerdo con esta idea, Heidegger afirma en las Contribuciones a la filosofía: «[…] que el “ser” sea concebido como entidad, como lo de alguna manera “general” y, por tanto, como una condición del ente anexada detrás del ente, es decir, de su carácter representacional, es decir, de su objetualidad, […] todo esto se ha cumplido, de la manera más pura, en Kant» (1994, p. 76)
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Razón Pura dedicado a la enunciación y demostración de los principios del entendimiento puro, apartado que a su vez aspira a justificar el carácter normativo de los cuatro grupos de categorías. Tomando en consideración que, según Kant, no hay aplicación de las categorías sin la multiplicidad de la intuición pura que éstas unifican, Heidegger se acoge en este texto a la semántica de los elementos que componen el concepto alemán de objeto – Gegenstand–, traducible en su literalidad como “lo que está enfrente, se opone u ofrece resistencia a algo”, para señalar que en los principios del entendimiento puro «se consuman explícitamente aquellos modos de representación mediante los cuales se abren el “enfrente” (Gegen) y el “estado” (Stand) del objeto en su unidad originaria» (p. 148). Si en este pasaje el “enfrente” (Gegen) mienta el momento de la intuición como instancia que permite el inmediato aparecer del objeto ante el sujeto cognoscente, el “estado” (Stand) designa la articulación de la pluralidad intuitiva en un cierto “algo” objetivo y universalmente reconocible por medio de su delimitación conceptual. Los principios del entendimiento puro habrán de expresar entonces la forzosa unidad de las categorías con la intuición pura, unidad en la que acaece la esencial convergencia entre la posibilidad de la experiencia y la constitución de todo objeto como objeto de la misma afirmada por el principio supremo de los juicios sintéticos. Ahora bien, puesto que la idea de objeto se circunscribe en este principio al ámbito de la naturaleza tematizado por el conocimiento científico, el propósito del análisis heideggeriano estriba en mostrar que es justamente en los principios del entendimiento puro donde, de acuerdo con lo dicho sobre la posición kantiana ante el moderno proyecto matemático del ser, se sanciona filosóficamente la reducción de la cosa al objeto de estudio de la física matemática, así como la asimilación de su entidad a lo estrictamente matematizable y explicable a partir de los postulados de la física newtoniana.
En los axiomas de la intuición, el principio según el cual todos los objetos se presentan como magnitudes extensivas evidencia la concordancia entre las categorías de la cantidad, que indican la reunión computable de unidades homogéneas tomadas un cierto número de veces, y las intuiciones puras, representaciones de continuos ilimitados e igualmente homogéneos que se ajustan a la comprensión del espacio y el tiempo reclamada por la física matemática –que parte del axioma de la identidad de todo lugar en el espacio y de todo “ahora” del tiempo (p. 70)– en vistas a la potencial delimitación de una porción o
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intervalo de los mismos numéricamente expresable. Con ello se certifica la virtualidad de las categorías de la cantidad, que unifican la pluralidad uniforme e infinitamente divisible de espacio y tiempo según una cierta medida, para habilitar la inserción de todo cuerpo en el espacio geométrico y concebir su movimiento conforme a la posibilidad del cómputo del tiempo (p. 152 y ss.). Por su parte, las anticipaciones de la percepción, relativas a las sensaciones procedentes de la intuición de cualidades sensibles y ligadas a las categorías de la cualidad, operan la conversión de lo cualitativo en parámetros cuantitativos introduciendo una gradación en la intensidad de la sensación que asegura asimismo su cálculo numérico. De este modo, este segundo grupo de principios instaura el carácter de magnitud intensiva, es decir, de realidad medible en cuanto al más y al menos según un cierto grado, de todo lo dado en la sensación (p. 167 y ss.). A la luz de lo expuesto, Heidegger concluye que estos dos primeros grupos de principios del entendimiento puro
«fundamentan metafísicamente la posibilidad de una aplicación de la matemática a los objetos» (p. 173), ya que establecen de antemano la condición de magnitud de todo fenómeno.
El tercer grupo de principios, las analogías de la experiencia, refrenda la validez de las categorías de la relación, entendidas como reglas de determinación del tiempo que subyacen a su medición empírica en el ámbito de la física. En ellas se plasma la necesidad de que la totalidad de los fenómenos encaje con ciertas relaciones temporales – permanencia en el cambio, sucesión o simultaneidad– que garantizan la unidad de la experiencia (p. 177 y ss.). Por último, Heidegger se ocupa de los postulados del pensamiento empírico, correspondientes a las categorías de la modalidad, para resaltar que, a diferencia de los tres primeros grupos de principios del entendimiento puro, concernientes a los rasgos que prefiguran la entidad o coseidad de los objetos de la experiencia, este último grupo de categorías no define predicados pertenecientes a la entidad, sino la manera en que el concepto del objeto se relaciona con la existencia o realidad efectiva y sus modos (p. 184 y ss.). Tales modos –posibilidad, realidad y necesidad– dan cuenta del requisito de adecuación de todo fenómeno a las condiciones constitutivas de la experiencia: lo posible equivaldría a lo que se pliega a sus condiciones formales, lo real a sus condiciones materiales –lo dado a la sensación– y lo necesario a lo que se presenta como interdependiente de lo real. Por tanto, las categorías de la modalidad especifican la relación que el concepto del objeto guarda con la capacidad cognoscitiva del
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sujeto, esto es, la forma en que las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia, puestas por el sujeto cognoscente, se relacionan con éste mismo y los modos de su representar intuitivo.
En este contexto, Heidegger llama la atención sobre la confluencia entre cada una de las modalidades de la existencia y los tres primeros grupos de principios del entendimiento puro –confluencia según la cual la noción de posibilidad se asocia a los axiomas de la intuición, la de realidad a las anticipaciones de la percepción y la de necesidad a las analogías de la experiencia– para plantear que, así como lo probado por tales principios presupone las modalidades de la existencia, la fijación de dichas modalidades se produce igualmente sobre la base de la formulación de los tres grupos de principios que explicitan la entidad del ente. En ello se haría patente la ostensible circularidad de las demostraciones kantianas de los principios del entendimiento puro, que
«son demostrados en un recurso a aquello cuyo despliegue ellos mismos posibilitan» (p. 187). Se trata, por lo demás, de la misma circularidad que la interpretación heideggeriana detecta en el principio supremo de los juicios sintéticos: que las condiciones de posibilidad de la experiencia, en tanto condiciones estructurales de la misma, se identifiquen con la constitución de los objetos de la experiencia, comporta el que la verificación de los rasgos definitorios de la objetualidad de sus objetos deba efectuarse por medio de su remisión a la estructura de la experiencia. Sin embargo, lejos de valorar esa naturaleza circular de la argumentación kantiana como un defecto o debilidad, Heidegger señala que reflejaría la circularidad propia de la experiencia, descrita como un acontecer intrínsecamente circular (p. 188). En ese círculo trazado por la experiencia que se advierte a través de la demostración kantiana de los principios del entendimiento puro se daría a ver aquello que al cierre de La pregunta por la cosa se nombra como el “Entre” (das Zwischen): con esta palabra Heidegger apunta al ámbito de abertura que, al modo de un espacio intermedio entre el ser humano y las cosas, permite que éstas comparezcan frente a él. Un espacio que no emerge o se construye con posterioridad a la existencia previa y separada de cada uno de los elementos que dibujan su circularidad, sino que se descubre como el escenario en que de antemano se configuran esencialmente el ser humano y las cosas en su recíproca referencia.
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En línea con la cuestión directriz de la finitud del libro de 1929, la mención de ese “Entre” quiere aludir al hallarse del ser humano entregado a un ente no originado por él mismo y que se presenta ante él en ausencia de decisión por su parte, pero que simultáneamente queda confinado en su aparecer a los límites y articulación de su experiencia. Por ello, este curso finaliza con la declaración de que, en la pregunta kantiana por la cosa, se abre ese “Entre” o dimensión intermedia que «yace entre la cosa y el hombre, que alcanza más allá de las cosas y detrás de los hombres» (p. 189). El “Entre” se sitúa más allá de las cosas porque del anterior imperar de su círculo de abertura depende su manifestación y el modo en que ésta ocurre. Por otra parte, su emplazamiento por detrás del ser humano significa que éste se encuentra ya siempre y antes de toda elección arrojado a ese espacio que lo expone a la presencia del ente, pero de forma que a tal espacio es inherente el “quedar atrás” u ocultarse tras las cosas que en él aparecen, sustrayéndose a su captación. Por más que este curso de mediados de la década de los treinta no lo indique directamente, su desarrollo invita a pensar que, en este preciso momento de su trayectoria, Heidegger reconoce en ese “Entre” o círculo de la experiencia, denominado en 1929 “tiempo originario”, lo no-dicho e impensado que trasluce en la investigación kantiana sobre el conocimiento. No obstante, ese impensado poseería ahora un alcance histórico aún obviado en Kant y el problema de la metafísica: el que se alberga en el tránsito entre la comprensión del ser en Grecia, vinculada a la dimensión de abertura oculta que atraviesa toda presencia, y la modernidad que surge de su pérdida, instalada sobre la liquidación de tal dimensión. Tanto en uno como en otro momento histórico, ese espacio intermedio para la comparecencia de las cosas se caracteriza por quedar tras el ser humano en el sentido comentado, de suerte que su exhibición se reduce a la de lo no-dicho bajo la superficie de lo dicho y pensado por los pensadores decisivos de la historia de la filosofía. Pero así como el quedar atrás de ese trasfondo de abertura se inscribe en la propia percepción griega del ente, ese mismo quedar atrás proviene en la modernidad de la doble ocultación por la que aquello a lo que es consustancial ocultarse resulta a su vez encubierto y negado en la específica visión moderna de la entidad, gestada sobre la desaparición de su concepción griega. A partir del último escrito que Heidegger le dedica, el siguiente apartado de este trabajo profundizará sobre la manera en que la obra de Kant contribuye a su juicio a iluminar esta diferencia crucial en el despliegue de la metafísica, diferencia que, paradójicamente, será asimismo el sustrato de su unidad histórica.
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La conferencia de 1961 “La tesis de Kant sobre el ser” justifica desde su arranque la pertinencia de atender a la filosofía kantiana apelando al paso decisivo que ésta habría supuesto en la historia del pensamiento en vistas a la dilucidación de la cuestión del ser. Así, Heidegger observa que si lo designado por la palabra “ser” elude toda representación y se ve por ello envuelto en una oscuridad difícil de desentrañar, la obra de Kant proporcionaría tanto una vía de acceso a su sentido como una oportunidad para aprehender la complejidad que encierra la interrogación en torno a este término (2004, p. 446). En concreto, este ensayo tiene por fin reflexionar sobre lo que se presenta como el lugar o espacio al que pertenecería el empleo kantiano del vocablo “ser” en el pasaje de la Crítica de la Razón Pura en el que se dice: «Ser no es evidentemente un predicado real, es decir, un concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa. Es, meramente, la posición de una cosa, o de ciertas determinaciones en sí mismas» (A 598, B 626). Aun cuando Heidegger admite que Kant aborda esta tesis de manera episódica a lo largo de su obra y en ningún caso la estudia con la debida sistematicidad, estima a un tiempo que el pensar que la suscita se divisaría a través de todos aquellos desarrollos que distinguen su posición filosófica fundamental. A este respecto, la conferencia corrobora la idea vigente en textos anteriores sobre la adhesión del pensamiento kantiano a la tradición metafísica que formula la pregunta por el ser como pregunta por la entidad del ente. Pero, en idéntica coherencia con tales textos, proclama que esa posición filosófica, pese a su incapacidad para exceder o saltar por encima de los límites que impone dicha tradición, revela un vuelco incuestionable frente a ella que ahora Heidegger ubica en el sentido mismo de la tesis de Kant sobre el ser (p. 449). Como habrá de verse, ese giro se cifra en que, a través de tal tesis y de todo lo que ésta involucra, la obra kantiana entrará inadvertidamente en contacto con ciertos motivos del comienzo del pensar en Grecia que harán de su obra un terreno privilegiado no sólo para entender el curso de la metafísica, sino también para analizar la problemática que se oculta bajo la aparente trivialidad de la cuestión del ser.
De entrada, Heidegger aclara que la noción de realidad en la negativa kantiana a considerar el ser como un predicado real no indica la existencia efectiva de algo –lo que en
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alemán recoge el término Wirklichkeit–, sino lo expresado por el vocablo latino quidditas, que alude a los predicados que componen el concepto de una cierta cosa, es decir, a su “coseidad” como conjunto de contenidos englobados en su concepto. Por tanto, Kant no discute la condición de predicado del ser, sino la inserción de su sentido como tal en el terreno de la coseidad de las cosas o de lo “objetivo” según la moderna coincidencia entre el ser-cosa y el ser-objeto de la representación. Para la perspectiva heideggeriana, de ello se desprende que su tesis vendría a localizar el asunto del esclarecimiento del sentido del ser en una esfera distinta a la de las cosas u objetos de la experiencia en cuanto tales cosas u objetos, haciendo notar la diferencia entre la cosa o el ente y su ser. O, lo que es lo mismo, la diferencia entre la pregunta por la coseidad u objetividad de la cosa, siempre ligada al concepto que la define, y lo que en la interrogación por su ser desborda esa definición a través de conceptos (p. 452). Sustraído del campo de la realidad quiditativa de la cosa, el examen de la tesis de Kant sobre el ser debe virar hacia su determinación positiva como una pura “posición” (Setzung). En continuidad con La pregunta por la cosa, este texto de 1961 retoma la investigación sobre las categorías de la modalidad, soportadas por los postulados del pensamiento empírico, desde la premisa de que es en ellas donde mayor visibilidad cobra aquello que se contiene en dicha tesis.
Más allá de la multivocidad del concepto de posición, esta caracterización del ser arraigaría para Heidegger en la idea moderna del representar como operación en la que el sujeto cognoscente pone o delimita lo que por medio de ella aparece frente a él como objeto. Ese poner del objeto se evidencia en primera instancia en aquellas proposiciones del tipo “algo es”, juicios en los que el “es” quiere decir existencia. Según Kant, en esta clase de juicios al concepto que ocupa el lugar del sujeto gramatical se agrega “la cosa misma” a través del “es”, de suerte que la proposición existencial va más allá del concepto del sujeto en dirección a la cosa u objeto mentada por éste (p. 454). Por otra parte, lo puesto por este “es” existencial no sería sino la relación entre el sujeto cognoscente o yo y el objeto. No obstante, ya se vio al hilo de la exposición de algunos de los aspectos centrales del curso de 1935/36 que Heidegger atribuye a Kant una transformación de la esencia del juicio que se distancia de su comprensión tradicional al mantener que todo juicio sintético se construiría a partir de una referencia a la cosa que legitima el enlace propuesto entre el sujeto y el predicado. La reaparición de esta cuestión en “La tesis de Kant sobre el ser” obedece a un doble objetivo: por un lado, enfatizar una vez más la
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importancia que la filosofía kantiana concede a la intuición en el conocimiento del objeto; en segundo término, y estrechamente unido a él, plantear que, en virtud de su necesario apoyo en la cosa a través de la intuición, en el “es” o cópula de los juicios sintéticos se realiza ya una posición, no limitada por tanto a las proposiciones existenciales. A tenor de lo señalado, el que la cópula adquiera el sentido de un poner en el caso de los juicios sintéticos se debería a que la síntesis entre sujeto y predicado incluye igualmente en ellos la posición de una relación entre el yo y el objeto conocido8.
Heidegger destaca cómo la correspondencia en el Kant precrítico entre el sujeto que pone su relación con el objeto por medio de las categorías de la modalidad y las “facultades del entendimiento” habría sido corregida por su insuficiencia en la Crítica de la Razón Pura: contra ese enfoque temprano, esta obra reivindica que el ser y sus diversos modos carecen de toda explicación sin el recurso a la intuición sensible y el acceso al objeto que ésta brinda. Pues por más que el poner asociado a la palabra “ser” se asigne a la acción del entendimiento, tal posición, comenta Heidegger, «sólo es capaz de poner algo como objeto, esto es, como algo que ha sido traído enfrente, y así llevarlo a estar como algo que está puesto enfrente, cuando por medio de la intuición sensible, es decir, por la afección de los sentidos, le es dada a la posición algo susceptible de ser puesto» (p. 458). Frente a escritos precedentes sobre la filosofía kantiana, la novedad de este ensayo de 1961 radica entonces en la equivalencia que en él se establece entre la síntesis que reúne y enlaza la multiplicidad de intuiciones dada en la afección, constituyendo lo intuido en objeto, y la posición efectuada por el entendimiento. Tal equivalencia se dirige a subrayar cómo esa síntesis que es a su vez posición se cimenta sobre la unidad sintética de la apercepción trascendental, estructurada en función de ello por la dualidad de, por un lado, representar lo unificante que de antemano interviene en toda síntesis y, por otro, ser a un tiempo inseparable de la afección. Dado que gracias a esa dualidad la apercepción trascendental se erige en fundamento del enlace proposicional entre sujeto y predicado, en ella se emplazará asimismo el origen de la posición del objeto de conocimiento que se lleva a cabo en el “es” o cópula de los juicios sintéticos en su reunir o unificar la pluralidad intuitiva.
8 Para una explicación más exhaustiva de esta cuestión, así como de la problemática que entraña el hecho de que, a través de las categorías de la modalidad, los juicios sintéticos supongan una posición del ser que al mismo tiempo no implica una determinación quiditativa, cf. García Gómez del Valle 2011, p. 99 y ss.
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Para Heidegger, este resultado da a ver que en la interpretación kantiana del ser como posición vehiculada por el enlace de la cópula del juicio saldría a la luz la copertenencia entre ser y unidad –eón y en– ya puesta de relieve por el pensar griego en su íntima relación con el carácter unificador inmanente al lógos (p. 459). Según argumenta en diferentes textos, el especial uso de este término que se aprecia en los fragmentos de Heráclito lo sitúa junto a aquellos vocablos utilizados por los primeros pensadores griegos para nombrar el ser o aparecer de las cosas en su diferencia e indisoluble unidad con respecto a las cosas que aparecen. Tal identificación entre el ser y el lógos descansa sobre la procedencia de éste último del verbo légein, palabra dotada inicialmente en Grecia de un doble significado: el légein remite a un poner en el sentido de un dejar-yacer ahí delante, dejar-surgir o dejar-venir-a-presencia, pero también a un recoger o reunir que discierne y selecciona, esto es, a un juntar que agrupa ciertas cosas separándolas y apartándolas de otras (2000b, p. 200 y ss.). Su posterior y más frecuente adscripción al decir o habla responde a que ese poner que a la vez comporta un juntar con discernimiento es lo que, en efecto, sucede en toda oración: si ésta supone un “decir de algo como algo” en el que la cosa objeto del decir se exhibe a partir de lo dicho sobre ella, el como que actúa de bisagra en ese decir configura el elemento articulador por el que la cosa es puesta ahí delante al ser reunida o juntada con aquellas determinaciones que le pertenecen –el cielo como azul, el ser humano como mortal– y que la separan de las que no le competen. Sin embargo, Heidegger defiende que tal asimilación del légein al decir o hablar se produce sobre la base de su primario aludir a la articulación en que propiamente consiste el aparecer de las cosas, articulación que excedería el ámbito del lenguaje en la medida en que la presencia del ente envuelve como tal su comparecer como esto o lo otro frente a aquello que no es. De acuerdo con ello, el légein o manifestarse de cada cosa según las determinaciones que le convienen no ocurriría sólo en el habla, sino en todo habérselas o tratar con ellas del ser humano: su operar cotidiano con el ente entrañaría en sí mismo un poner ahí delante en el juntar-separar, un reunir y discernir que deja venir-a-presencia, que acontece en su mero habitar en el mundo en constante interacción con las cosas que le rodean.
Ahora bien, en consonancia con lo ya aclarado sobre la percepción griega del ente en contraste con su aprehensión moderna, de lo expuesto se deduce que el reunir diferenciador del légein no conlleva en modo alguno una imposición del ser humano o un manejo arbitrario del mismo, nacido de su capricho o libre elección. Por el contrario, que el
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poner del légein implique un dejar-yacer o dejar-aparecer denota que su determinación de la cosa se asienta sobre un reconocimiento del modo de ser que ésta ostenta de suyo al margen de los designios humanos. En consecuencia, el reconocer del légein como tratar, manejar o también hablar sobre la cosa estribará en un plegarse o ajustarse a su naturaleza interna, a la consistencia que ésta en sí misma posee y la distingue de cualquier otra, así como a la oscuridad de la que brota tal consistencia a raíz del reposar de su presencia sobre el fondo de abertura que se encubre tras su ella. De ahí que las menciones del lógos en fragmentos de Heráclito, no en referencia al lógos de cosa alguna en concreto sino al lógos sin más, apunten para Heidegger a la “reunión originaria” o articulación que rige en la presencia del ente con independencia de la voluntad del ser humano a pesar de sólo acaecer en el ámbito de su existencia (1998, p. 101). Porque esa articulación como juntar-separar que prevalece en su mostración es la misma para todas las cosas, en el lógos se perfila la “unidad” que las reúne en su totalidad. Pero lejos de traducirse en una suerte de unidad indiferenciada que ejerciera una nivelación o equiparación del todo del ente, el lógos designa la reunión articuladora por la que cada uno de ellos se afirma en su impenetrabilidad, manifestándose según su intrínseca y peculiar constitución.
A partir de estos análisis, Heidegger advierte en la unidad sintética de la apercepción lo que cabría describir como una huella del lógos griego, aun cuando
«trasladado y aplicado al yo-sujeto» (p. 462): que el “es” del juicio, indicativo de la síntesis o reunión entre intuición y concepto que subyace a la moderna aparición de la cosa como objeto, emerja para Kant del principio unificador de la apercepción atestiguaría la existencia de una particular línea de continuidad, trazada sobre el fondo de ruptura que media entre Grecia y la modernidad, entre el sentido del lógos como reunión originaria coincidente con el venir-a-presencia de la totalidad de las cosas y la función de unificación conferida a la apercepción trascendental en vistas a la constitución de los objetos de la experiencia. Por obra de esa misma continuidad, en la definición kantiana del ser como posición de la apercepción resonaría lejanamente el poner delante y dejar yacer del lógos, si bien en ese resonar se haría a un tiempo patente que el poner del légein –reflejado por el verbo alemán legen– arraiga en una visión de la cosa que no admite el poner de índole impositiva –en alemán setzsen– inherente a su captación moderna. A esto debe sumarse el que lo puesto y dejado comparecer por el lógos no es sino la cosa en su condición de
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hýpokeimenon, término que quiere decir en su literalidad “lo que de antemano yace ahí delante” y posteriormente vertido al latín con la noción de subjectum. Por este motivo, Heidegger anota que, en su vinculación tanto con el sujeto del juicio como con el yo-sujeto en su referencia al objeto, la delimitación kantiana del ser como posición se sustenta sobre una ignorada filiación con el hýpokeimenon en su ligazón al lógos: en él se hallaría el suelo desde el que aflora la idea moderna de la relación del sujeto con el ente al modo de un poner, representar y disponer (p. 476).
Pero no es ésta la única razón por la que “La tesis de Kant sobre el ser” encuentra en su filosofía un eminente aunque desapercibido sostenerse sobre los inicios del pensamiento griego. Según este ensayo, en el apéndice que Kant introduce en la Crítica de la Razón Pura con el título “De la anfibología de los conceptos de reflexión” (A 260, B
316) la clarificación del sentido de la interpretación del ser como posición y el correlativo ser-puesto del objeto se retrotrae a las relaciones que ambos guardan con la capacidad de conocer, con lo que la investigación kantiana se ubica en el terreno de la reflexión como repliegue del sujeto sobre sí mismo. Si en él se tematizan todos aquellos aspectos del representar del sujeto que prefiguran la entidad del ente, se trata de una reflexión trascendental en la que la explicación de las modalidades del ser se consumaría a través de la distinción entre los conceptos de materia y forma. Atendiendo a que lo específico de este apéndice radica en reflexionar sobre tales conceptos de reflexión, Heidegger declara que allí se acomete una reflexión sobre la reflexión, esto es, un modo destacado del pensar en el que se realizaría la determinación más concluyente del ser como posición: que Kant asevere que tal posición se sigue de la conjunción de materia y forma, es decir, de la conjunción entre la espontaneidad del entendimiento y la receptividad de la intuición sensible, revelaría que el lugar desde el que surge su definición del ser –presentado al principio de la conferencia como el lugar de su pertenencia y objetivo de la indagación de la misma– no es otro que la subjetividad humana en su necesaria dependencia de la donación del objeto de conocimiento. Y a este respecto comenta: «Este estado de cosas hace que todavía sea más legítimo titular la meditación kantiana sobre el ser: ser y pensar» (p. 473). Al adoptar este título, la tesis de Kant sobre el ser, contemplada en función de una comprensión del pensar mediada por la impronta del uso empírico del entendimiento, se inscribe en el horizonte de aquello en lo que Heidegger cifra el rasgo fundamental que orienta el entero curso de la historia de la filosofía: si éste se expresa en la sentencia
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parmenídea “Pues lo mismo es pensar y ser” (tò gàr auto noeín estín te kaí einai) (p. 475), la noción del ser propuesta por Kant daría a ver la unidad interna de su filosofía con su comienzo griego.
Los últimos párrafos de esta conferencia retoman una cuestión que se deriva de la citada conexión entre el hypokeimenon y la concepción del ser como posición. Dado que la nominación del ente como hýpokeimenon en tanto “lo que yace ahí delante” se enmarca en su percepción del mismo como “lo presente”, Heidegger localiza en esa definición de Kant un subrepticio imperar de la interpretación griega del ser como presencia que preside el nacimiento de la metafísica. Tras ella se oculta un impensado que gobierna veladamente su acaecer histórico: el einai de la sentencia de Parménides contiene una implícita alusión al desocultamiento de la alétheia que descubre que “ser” no significa sólo mera presencia, sino también, y simultáneamente, el dejar-venir-a-presencia que la permite retirándose tras ella. Pese a que Grecia habría habitado en esa experiencia del ser como pliegue o doblez entre la presencia y el fondo de abertura dejado atrás que la hace posible, Heidegger considera que la forma de discurso allí engendrada, y que acabaría recibiendo el rótulo de filosofía, no habría llegado a pensarla (2000a, p. 232). Por ello, en ese doblez que se aloja en el einai, así como en el sentido que se concede a la presencia como dimensión temporal, se escondería lo impensado de una “esencia oculta del tiempo”. En conformidad con el nexo señalado entre el papel asignado por Kant a la subjetividad y el hypokeimenon griego en su identidad con lo presente, esta idea le lleva a concluir: «Si el estar puesto o la objetividad se muestran como una variación de la presencia, entonces la tesis de Kant sobre el ser forma parte de aquello que en toda la metafísica permanece impensado» (p. 479). Con esta apelación a la esencia oculta del tiempo, la reflexión heideggeriana sobre Kant cierra el círculo que en 1929 partiera de la confluencia observada entre la imaginación trascendental y el “tiempo originario” del Dasein, y que más tarde transitaría por la mención del “Entre” del final de La pregunta por la cosa. Pues esos tres momentos en los que desembocan los textos de Heidegger sobre la filosofía kantiana se integrarían en el persistente intento que caracteriza su trayectoria de hacer notar el consustancial sustraerse del espacio de abertura del ser que acompaña a la manifestación del ente. Más allá de sus divergencias, su coherencia hermenéutica residiría ante todo en la común pretensión que los alienta: mostrar que, si ese espacio comparece exclusivamente en lo no-
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