Identidad práctica, virtud y sentido. Entrevista a
Alejandro Vigo
Practical
Identity, Virtue and Meaning. An
Interview to Alejandro Vigo
Roberto Casales García*
UPAEP,
México
Livia Bastos Andrade**
UPAEP, México
Rubén Sánchez Muñoz***
UPAEP, México
Resumen
A
través de esta entrevista a Alejandro Vigo, un referente obligado para quien
desea profundizar en el pensamiento de autores como Kant, Aristóteles, Husserl
o Heidegger, exploramos los puntos de encuentro entre estas tradiciones, a fin
de esclarecer la relación entre identidad práctica, virtud y sentido. Esta
entrevista a Alejandro Vigo, además de permitirnos explorar parte de su
itinerario intelectual, nos da la oportunidad de reflexionar sobre los alcances
y las limitaciones de las propuestas filosóficas de cada uno de estos autores.
Palabras
clave
Kant;
Aristóteles; Fenomenología; Virtud; Carácter; Identidad práctica
Abstract
Through
this interview to Alejandro Vigo, an obligatory reference for those who wish to
deepen the thought of authors such as Kant, Aristotle, Husserl or Heidegger, we
explore the meeting points between these traditions, in order to clarify the
relationship between practical identity, virtue, and meaning. This interview
with Alejandro Vigo not only allows us to explore part of his intellectual
itinerary but also allows us to reflect on the scope and limitations of each of
these authors' philosophical proposals.
Key
words
Kant;
Aristotle; Phenomenology; Virtue; Character; Practical Identity
Alejandro G. Vigo (Buenos Aires, 1958) es
licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (1988), donde
trabajó con el Dr. Conrado Eggers Lan, y doctor en Filosofía por la Universidad
de Heidelberg (1994), cuya tesis fue realizada
bajo la dirección del Prof. Dr. Wolfgang Wieland. Como catedrático, no sólo ha
impartido cursos en distintas Universidades de Latinoamérica y Europa, sino también
una amplia variedad de temas, entre los que destacan sus cursos de griego clásico,
de filosofía antigua, de Kant, fenomenología, hermenéutica y teoría de la acción.
Ha dictado más de 222 conferencias a lo largo del mundo y publicado 14 libros
de autoría propia, 6 más en coautoría y 14 como editor o coeditor. Cuenta con
más de 144 artículos especializados, 10 más para diccionarios o enciclopedias y
ha realizado más de 15 traducciones científicas. Entre las distinciones y
premios que ha recibido, destacan la medalla de la Universidad de los Andes
(2006), la Plaqueta del Instituto de Filosofía por la Pontifica Universidad
Católica de Chile (2006), el premio “Friedrich Wilhelm Bessel Forschungspreis”
otorgado por la Alexander von Humbolt Stiftung y el Bunderministerium für
Bildung und Forschung (2010), la “Cátedra Diánoia 2012” de la UNAM, y el
premio Internazionale di Filosofia “Antonio Jannone” por la Pontificia
Univesità della Santa Croce (2017). Es, además, miembro del Institut
International de Philosophie de la École Normal Supérieure-CNRS, París, desde
el 2001. Colabora en diversas revistas especializadas de Filosofía, entre
las que figura Méthexis, Philosophia, Tópicos, Ordina Prima. Journal
for Classical Studies, Methodus, Anuario Filosófico, Hypnos, Open Insight,
Logos. Anales del Seminario de Metafísica,
Ápeiron. Estudios de Filosofía y Metafísica y Persona. Actualmente es
profesor e investigador del Departamento de Filosofía de la Universidad de
Navarra.
Roberto Casales
García.– El quehacer filosófico, al menos en lo que respecta a nuestra
experiencia, parece estar siempre motivado por una serie de inquietudes o
cuestiones que terminan por definir nuestros gustos e intereses filosóficos. En
una disciplina cuya complejidad y diversidad de temas es tan amplia, ¿cómo es
que Alejandro Vigo llegó a la filosofía? ¿Cuáles fueron esas inquietudes que despertaron
o motivaron su interés por la filosofía, concretamente por la filosofía
práctica de autores clásicos y contemporáneos como Platón, Aristóteles, Kant,
Fichte, Husserl, Anscombe y Heidegger?
Alejandro Vigo.–
Llegué a la filosofía de una manera distinta de cómo continué una vez que
estaba en ella. Vale decir, una respuesta tiene que ver con cómo llegue a la
filosofía y una segunda es por qué después descubrí la relevancia de la
filosofía práctica. Lo voy a decir en dos tramos. Llegué a la filosofía por
razones que son biográficas y muy fáciles de explicar. Fui adolescente en una
época muy convulsa. Yo tenía 15 años en el 73. A esa edad, por lo menos en mi
circuito de mi colegio, que éramos gente normal de un colegio no especialmente
destacado, leíamos a Kafka, a Dostoievski. Personalmente, me marcó mucho la
literatura de Ernesto Sábato, quien citaba a todos esos y otros autores,
especialmente, en una obra llamada Abaddón
el exterminador, publicada en el 74, que compré y leí de inmediato. Recuerdo
que anoté todos los nombres que Sábato citaba allí para ir a leerlos. Incluso
me carteé en esos años con Ernesto Sábato. Le mandé unas cartas y él me
contestó muy amablemente. Entonces, claro, había una crisis de sentido tremenda
en Argentina: estaba la guerrilla, un gobierno peronista que en menos de un año
había girado desde una posición de izquierda filomarxista nuevamente hacia el
fascismo de sus orígenes a fines de los años ’30 y comienzos de los ‘40, muerte
por todos lados, locura inflacionaria, crisis completa de sentido. Yo tenía un background católico, desde el cual no se
entendía mucho lo que estaba pasando. Fue entonces cuando descubrí, de la
mano de Sábato, la gran literatura de corte existencial, Dostoievsky, Kafka,
etc. y eso me llevó a leer todas esas cosas a una edad muy temprana,
inconveniente, quizás. Yo quería hacer eso mismo, sí, pero de una manera más
conceptual. Quería ver tratados esos problemas, pero no de ese modo, y supuse
que la filosofía me podía dar algo de eso. Como a los 16 me decidí a estudiar
filosofía, pero dudé un largo tiempo entre filosofía y astronomía. Y fue una
sorpresa tremenda para mí, cuando empecé filosofía, darme cuenta de que los
primeros filósofos eran gente que miraban las estrellas, astrónomos que se caían
en pozos por andar mirando hacia arriba, como cuenta Platón de Tales. Vale
decir que, en definitiva, astronomía y filosofía algo de común tienen, que es
esa actitud contemplativa, de mirar hacia lo alto, por así decir. Pero el
descubrimiento de la praxis y su relevancia filosófica fue más tardío, no muy
tardío, pero sí bastante posterior. Al comienzo, yo quería hacer más bien
filosofía teórica. De hecho, las primeras cosas que hice, todavía en la
licenciatura, eran temas de la teoría de la sustancia, sustancia y tiempo,
etc. Tardé en darme cuenta de la relevancia de la praxis. Y, sobre todo, la
descubrí al hilo del modo en que Heidegger retoma la praxis aristotélica, como
un acceso al mundo de pleno derecho, que supone una ontología regional particular:
la ontología que subyace a la vida humana en su ejecución habitual. En ese
sentido, mi interés por la praxis fue primero ontológico. Por trabajar como
ayudante en la cátedra de Historia de la Filosofía Antigua, yo ya había tenido
que enseñar a Aristóteles, la Ética
Nicómaco y cosas así. Pero cuando me fui a Alemania, me di cuenta de que
había estado enseñando cosas que realmente no entendía y me preguntaba cómo es
que había podido enseñar esas cosas sin entenderlas demasiado. El punto es que
fui convirtiéndome en alguien de mayor inflexión práctica, por así decir, con
el tiempo, porque me fui dando cuenta de que los problemas y los temas de la
filosofía práctica, lejos de reducirse a ser una mera aplicación de la filosofía
teórica, o lejos de deducirse de la ontología de la sustancia, tenían una
especificidad, una consistencia propia, que reclamaba otro tipo de abordaje.
Y como siempre fui de talante anti-deductivista, me distancié muy rápidamente
de ese modelo según el cual la filosofía práctica tendría que estar fundada en
la metafísica o algo así. En suma, creo que fue eso, una convergencia de
múltiples factores, lo que me fue llevando a adoptar gradualmente una inflexión
más práctica.
Livia Bastos
Andrade.– Una obra que me ha marcado la formación, justamente por mi cambio de
pensar, fue el libro de Julia Annas, The
Morality of Happiness (1993). Considero que ahí tiene tesis osadas. Y una
de ellas se refiere al rol formal y metodológico de la eudaimonía, a la
hora de desarrollar la teorización ética en la filosofía antigua. Según
Alejandro Vigo, ¿qué rol metodológico y formal tiene la eudaimonía en la constitución
de las teorías éticas en el mundo antiguo, en especial, en Aristóteles?
A.V.– Es una gran
pregunta. Ese libro de Julia Annas a mí también me marcó bastante en algún
momento. Ella publicó primero un artículo en 1992 sobre ética antigua y
moralidad moderna, que resume de algún modo la tesis principal del libro, que
es, creo, de 1993. Pienso que el título contiene intencionadamente un oxímoron,
desde el punto de vista de la manera habitual de ver, porque morality es el nombre que se le da
modernamente a la ética, y happiness
es algo que, desde ese punto de vista, parecería ser extrínseco a la ética
misma. Annas combina ambas nociones en un título unitario, The Morality of Happiness, cosa que, desde la perspectiva de una
visión muy compartimentada, vendría a ser una especie de círculo cuadrado.
Digo esto, porque, según una visión muy difundida, en los autores donde la
ética es entendida como morality, en sentido moderno, pareciera que
la happiness, la felicidad, no
juega ningún papel, al menos, no juega un papel central. Y muchos dicen,
inversamente, que la teoría antigua de la felicidad no es ética, en sentido
estricto, no es moralidad, por que esta última sería, en definitiva, una
teoría relativa a reglas, deberes y obligaciones, es decir, a cosas que no
tienen mucho o nada que ver con la felicidad. Ha habido y hay todavía mucha
gente que opina así, por ejemplo, la gente que marca que entre la ética
antigua y la moralidad moderna no hay un hilo de continuidad, sino que se
trataría, en rigor, de dos cosas distintas, como si las teorías morales
modernas no pertenecieran, en rigor, a la misma disciplina que las teorías
éticas antiguas, sino que hubiera aquí un cambio radical de asunto, al modo
del que tiene en vista el famoso aserto de Quine: “cambio de lógica es cambio
de tema”. En cambio, Julia Annas practica un enfoque, en buena medida, compatibilista,
una manera de ver que también yo, de modo mucho más modesto, he tratado
defender. Dicho de modo simplificado: en un enfoque de ese tipo se asume que,
desde luego, hay diferencias de orientación y acentuación, a veces notorias,
entre las teorías antiguas y las modernas, pero, a la vez, se sostiene que es
falso que exista una inconmensurabilidad radical. Por caso, es falso asumir
que las teorías éticas antiguas eran indiferentes a la noción de lo que es
debido hacer, que es aquella en la que parecen estar centradas las teorías
modernas más representativas. Y, de modo complementario, es falso también
que las teorías modernas sean indiferentes a la dimensión vinculada con la
noción de felicidad, por lo menos, no lo son aquellas las teorías modernas que
resultan más representativas y más interesantes, como la de Kant. Siempre me
he adscripto a esta visión compatibilista, en lo que toca al caso de la
ética antigua y la moralidad moderna. Una cuestión ulterior es la de qué papel
debe jugar la felicidad en un diseño ético. Lo que yo haría aquí es contrastar
los dos autores que más me han influido, que son Aristóteles y Kant. Entre
ambos hay una diferencia clarísima, no tanto respecto de la relevancia de la
felicidad en la ética o la moral, sino, más bien, respecto del lugar preciso
en el que debe colocarse la felicidad dentro de una concepción de conjunto. A
diferencia de Kant, Aristóteles reclama de la noción de felicidad una
función de fundamentación, si es que se puede hablar propiamente de una
“fundamentación” de la ética en su caso.
L.B.A.– La
felicidad sería el punto de partida…
A.V.– Claro. En el
caso de Kant, es diferente: también para Kant la felicidad es algo muy
importante dentro del ámbito de la moralidad, pero a la noción de felicidad
no se le puede pedir, según Kant, que cumpla una función de fundamentación de
la moralidad. A primera vista, podría parecer que son posiciones totalmente
opuestas. Y en este nivel de abstracción, puede que lo sean. Pero en el nivel
de ejecución que corresponde al desarrollo de conjunto de ambos modelos,
las distancias se acortan de manera muy notoria. Y esto se puede ver desde los
dos lados, a mi juicio, tanto desde Aristóteles como desde Kant. Desde el
lado de Aristóteles, porque mucho de lo que modernamente identificaríamos
como contenido de la noción de deber –mucho de eso, no todo– queda
incorporado, de hecho, en una noción peculiar de felicidad que, en Aristóteles,
tiene carácter normativo. La noción aristotélica de felicidad es normativa, y
no conativa, para decirlo con la terminología propuesta por Terence Irwin: la
felicidad no queda definida por referencia a cualesquiera deseos que el agente
pudiera tener, sino por referencia a aquello que el agente, en tanto es el tipo
de ser que es, a saber, un ser humano, ha de querer y debe aspirar a lograr.
Así, la felicidad es, para Aristóteles, el logro pleno y estable de un modo
de vida acorde a las capacidades que caracterizan al ser humano como el tipo
de ser que es. Por lo tanto, la felicidad es aquello que le proporciona al ser
humano el mejor modo de vida, pero también es aquello a lo que está llamado,
por así decir, como algo a lo que debe aspirar y a lo que, de cierta forma,
está destinado. No se trata entonces de algo que el agente pueda diseñar de
modo puramente constructivo, es decir, de un modo que se desentienda
completamente de sus condiciones de partida.
L.B.A.– No es algo
arbitrario.
A.V.– Exactamente,
uno no puede determinar el contenido de la felicidad para el ser humano de una
manera puramente arbitraria en cada caso. Más bien, Aristóteles cree que hay
maneras de argumentar en favor de una visión, digamos, más articulada de la
felicidad, que tenga mucho más que ver con las capacidades que esencialmente
posee un ser humano. Este enfoque lleva a admitir, siguiendo una intuición de
origen socrático, que un agente individual muy bien puede estar equivocado
respecto a su propia felicidad: puede incluso haber alcanzado todo lo que se
proponía y, sin embargo, estar equivocado acerca de qué es lo que debería proponerse.
Por lo tanto, se trata de una concepción normativa de la felicidad, de tal
manera que incorpora buena parte de aquello que la moralidad moderna trata bajo
la noción de deber. Por el lado de Kant, viceversa, la felicidad propia no es
un mandato moral básico, pero es un deber moral indirecto. Kant dice que yo
tengo el deber indirecto de cuidar de mi propio bienestar, porque si no cuido
de eso pongo en riesgo mi propia capacidad de obrar de un modo adecuado a las
exigencias de la moralidad. Esto, en lo que toca a mí mismo. Pero, además, la
promoción de la felicidad es un deber primario respecto de los demás. Las dos
máximas de la ética material kantiana son: la máxima de la perfección propia y
la máxima de la felicidad ajena. Bajo esas dos máximas caen, en definitiva,
todos los deberes de virtud. Yo no puedo buscar la perfección ajena, porque la
perfección moral sólo se puede buscar en primera persona, de modo no
delegatorio. Nadie puede asumir la tarea de lograr el perfeccionamiento moral
por el otro. Pero yo debo de contribuir, en lo que de mí dependa, a que el
otro alcance el mayor grado de felicidad posible. Entonces, es sencillamente
falso que en la ética kantiana la felicidad sea irrelevante. La felicidad es
fundamental en mi trato con el otro: yo debo hacer todo lo posible para hacerle
amable la vida a los demás. Ese es un mandato kantiano, es un deber de virtud.
En cambio, no debo poner jamás mi propia felicidad como el primer mandato
moral. Como es obvio, este planteo de Kant es mucho más cercano al cristianismo
que el de Aristóteles, porque en el cristianismo, claramente, debo poder
subordinar la búsqueda de mi propia felicidad o mi propio bienestar, muchas
veces, a la promoción de la felicidad ajena. Y después, ya en sede propiamente
teológica, uno puede decir que el camino para encontrar la verdadera felicidad,
la dicha perfecta, consiste finalmente subordinar mi propio bienestar. No es
que renuncio a mi propio bienestar o lo subordino a la felicidad ajena para
finalmente alcanzar la dicha perfecta, sino porque eso es lo que debo hacer.
Pero haciendo eso que debo hacer puedo tener la esperanza de poder ser
finalmente premiado con la dicha perfecta. Ahora bien, más allá de todas estas
y otras diferencias, hay cierta compatibilidad de fondo entre los enfoques
de Aristóteles y Kant, al menos, en el sentido de que ni la ética aristotélica
es ajena a la dimensión de lo que hoy llamamos deber, ni la ética kantiana es
ajena a la dimensión de la felicidad. En tal sentido, soy defensor de un
enfoque compatibilista, lo que no significa decir que ambos autores sostienen
exactamente lo mismo. Por eso, pienso que, sobre todo, en los círculos de
extracción católica es muy importante realizar un esfuerzo mayor de
comprensión que apunte a hacer justicia realmente a lo que propone la ética
kantiana. Digo esto, porque en sede católica suele imperar todavía,
lamentablemente, la tendencia doblemente errónea a, por un lado, querer bautizar
a Aristóteles y, por otro, querer demonizar a Kant. Desde mi modesto punto de
vista, esto es un craso error: ni Aristóteles es tan fácilmente bautizable,
al menos, no en todos los aspectos, ni hay realmente razones de peso para ver a
Kant como un pensador que deba ser execrado, mucho menos, cuando se trata, precisamente,
de su filosofía moral.
R.C.G.– A lo largo
de tus estudios sobre la filosofía práctica de Aristóteles, defiendes que toda
genuina acción intencional tiene una estructura hilemórfica, donde se
establece una relación entre la estructura kinética de la acción, propia del
movimiento corpóreo, y el entramado teleológico de sentido que responde a las
disposiciones internas del sujeto, esto es, tanto a sus creencias, convicciones
y conocimientos, como a aquellos deseos, propósitos e intenciones que motivan
la acción. Al considerar esta dualidad constitutiva de la acción y establecer
cierta prioridad de la segunda, sin por eso dejar de ver la importancia de la
primera, sostienes que en la teoría aristotélica de la acción intencional “la
razón práctica sólo está en condiciones de hallar
sentido a partir de una apuesta en un
proyecto de futuro” (2011b: 282). Esto implica que el sujeto de la praxis es
capaz de situarse más allá de la facticidad para actuar en función de su
concepción de una buena vida, es decir, “sobre la base de un proyecto total,
más o menos articulado, de aquellas posibilidades futuras que el agente asume
en cada caso como propias” (Vigo, 2011b: 284). Bajo este panorama, ¿qué papel
juega la habituación, la autorreferencialidad y la verdad práctica en su
explicación de la filosofía práctica aristotélica?
A.V.– Mi punto
básico es el siguiente: la manera en que Aristóteles trata con la agencia y,
por tanto, con aquello que llamamos praxis, es una manera que no es de carácter
elementarizante, sino, más bien, de corte totalizante, holístico. Esto es así,
porque Aristóteles conecta la noción de praxis con exigencias propias de la comprensión:
sólo es un genuino agente de praxis, en sentido aristotélico, alguien que puede
tratar consigo mismo de una manera peculiar, esto es, sobre la base de una
cierta anticipación global de la propia vida. Alguien no puede contar como un
genuino agente, en sentido aristotélico, si no está en condiciones de darse a
sí mismo una cierta representación global de su propia vida. Esa
representación no es detallada, por eso sólo hablo de una representación
global. No es una anticipación, imposible de hecho, de todo lo que le va a
ocurrir a alguien. Es, más bien, una cierta imagen de lo que él mismo es y
quiere ser. Proyectos prácticos del tipo: “voy a ser profesor” o “voy a
dedicarme a la acción social”, o “voy a ser militar” son esbozos globales de
un cierto tipo de vida. No sé de antemano a qué misión me van a mandar, no sé
qué va a pasar el día tal en que tengo que dar una clase, pero hago una apuesta
por comprenderme a mí mismo con arreglo a una representación global de lo que
soy y quiero ser. Son apuestas del tipo de lo que en la teología se solía
llamar en un tiempo las “opciones fundamentales”, en las cuales uno toma
posición con respecto de sí mismo: hago una apuesta por un modo de
autocomprenderme, que, como tal, adquiere carácter normativo, regulativo,
porque es aquello que pretendo alcanzar y, por lo tanto, a aquello a partir de
lo cual me oriento. Es ese esbozo global de la propia vida el que me proporciona
los criterios últimos de relevancia para decir cómo, en qué medida, hasta qué
punto debo o no involucrarme en ciertas actividades, en qué momento debo involucrarme
más o menos en esto o aquello, qué estoy haciendo conmigo mismo cuando actúo
como actúo, etc. Si soy profesor, se entiende porqué estoy en clase, pero
también tengo que ir al médico, pero además puedo practicar un hobby, pero además estoy casado. Todo
eso es la gestión de una complejidad que no se puede sustentar sin una cierta
representación, más o menos articulada, del tipo de persona que uno es y
quiere ser. A mi modo de ver, este enfoque aristotélico es filosóficamente
muy rico, ya que es lo que permite poner a Aristóteles también en conexión
directa y en diálogo directo, como de hecho ocurre, con concepciones modernas
de la identidad personal y también de la racionalidad práctica. Por otro lado,
la anticipación global de una vida es, necesariamente, un modo de tratar con
la estructura temporal de la vida misma. No es un plan atemporal de acción,
ni es tampoco un conjunto de condiciones, al modo de set de carácter lógico. La función fundamental de tal
representación global de la propia vida tiene que ver con el intento de
conceder una cierta unidad vertical de sentido a la unidad horizontal del
tiempo en el que la vida misma se despliega. Apunta a lograr una cierta manera
de gestionar la multiplicidad temporal y la unidad horizontal de la
temporalidad, digamos así, con arreglo a una cierta articulación vertical de
sentido, que no está completamente realizada en ningún momento de la
secuencia temporal, pero que está presente de algún modo en todo momento, de
tal manera que, cuando estoy confrontado toda esa multiplicidad de
circunstancias, tengo un cierto norte que me permite orientar la gestión de
esa misma multiplicidad. Por lo mismo, poder comprenderse a sí mismo como totalidad
está intrínsecamente conectado con la capacidad de poder anticiparse a sí
mismo, es decir, de poder venir a sí mismo desde una cierta representación
global del propio futuro. La legibilidad del presente sólo es posible desde
algún tipo de anticipación de futuro que concierne mi propia identidad
práctica y vital, por así decir. ¿Qué relevancia tiene, por caso, esta
situación concreta de estar haciendo una entrevista sobre asuntos de
filosofía? La respuesta, obviamente, tiene que ver con el hecho de que me considero
y me proyecto a mí mismo como profesor de filosofía, y algo semejante vale
también en el caso de cada uno de ustedes. El presente es ilegible librado a sí
mismo, es decir, si no hay una cierta proyección de anticipación, que apunta a
las posibilidades propias de un agente de praxis. Entre esas posibilidades
están las que pertenecen al tipo de ser que uno es y que, por tanto, comparte
con todos sus semejantes, pero hay también un cúmulo de posibilidades fácticas
que son de otro tipo, por caso: el haber nacido en un cierto lugar y en un determinado
momento histórico, el tener una determinada lengua materna, el poseer ciertos
talentos y habilidades, y no otros, el carecer de ciertos talentos o habilidades
que otros tienen, y un larguísimo etc. Todo eso nos conduce a tener que lograr
una cierta gestión de nuestra propia facticidad, desde el punto de vista que
proporciona una cierta representación anticipativa de nuestra propia vida.
Como es obvio, todo esto se conecta muy centralmente con la noción aristotélica
de verdad práctica, que, para Aristóteles, consiste en la correspondencia
que la acción particular que realizo voluntaria e intencionalmente tiene con
el fin que en cada caso anticipa el deseo. Ahora bien, para estar frente a
un caso de verdad práctica, Aristóteles le plantea al deseo una exigencia de
carácter moral, que queda expresada en el criterio de rectitud: el deseo debe
ser recto. Aquí “recto” significa que tiene que estar en correspondencia con
todo aquello que es y puede ser bueno para mi vida, concebida esta última
según una representación adecuada de la felicidad. En mi interpretación, la
exigencia de rectitud del deseo, que Aristóteles plantea como al pasar, es
nada menos que la punta del iceberg de toda esta concepción totalizante y
holística de la praxis, según la cual no tenemos deseos aislados, sino deseos
interconectados, de mayor y menor alcance, de mediano y largo plazo, que, en
último término, están conectados con un deseo último que es el de querer ser
feliz, el de querer llevar un tipo de vida que esté adecuado a lo que soy y
quiero ser. Por el lado de la exigencia de rectitud del deseo aparece, según
esta interpretación, un componente holístico también en la propia noción de
verdad práctica, tal que la acción concreta que realizo aquí y ahora sólo puede
contar como un caso de verdad práctica cuando está en correspondencia,
siquiera de modo tácito o indirecto, con esa totalidad de sentido anticipada
en la representación global de mi propia vida.
R.C.G.– ¿Crees que
bajo este esquema es posible hablar de vocación?
A.V.– Pienso que
sí. La noción de vocación no está formulada así, me parece, en Aristóteles.
La metáfora de la vocación es la metáfora de un llamado, y se hace muy fuerte
en el cristianismo, porque ahí hay una ética de la interpelación que pone de
relieve un aspecto diferente: que yo nunca podría hacerme cargo genuinamente
de mí mismo, si previamente alguien no me escoge y me llama por mi nombre. Este
atisbo fundamental de que hay otro que me supera infinitamente y me dice “tú,
tal cosa”, es un motivo originalmente cristiano que posteriormente explota
también en la filosofía. Pero, hasta donde alcanzo a ver, no es un motivo muy
característico de la ética griega. Puedo estar equivocado, desde luego, pero
pienso que, en estos casos, hay que intentar leer a los griegos desde los
griegos mismos, si uno quiere minimizar el riesgo de confusión. A mi modo de
ver, la aportación del cristianismo es tan decisiva que, cuando uno trata de
homologar demasiado el cristianismo con el pensamiento griego, termina pensando
que los cristianos no han hecho más que repetir, por ejemplo, a Aristóteles. En
el caso de la ética, se pierde de vista así que el cristianismo posee un dramatismo
existencial que, en Aristóteles, por ejemplo, no está presente en esa forma.
La ética judeocristiana de la interpelación, que es de donde procede en
definitiva la noción de llamado, se extrapola posteriormente al “foro
interior”, cuando aparece la idea de la “voz de la conciencia”, que es también
un “llamado”, algo así como una réplica o un eco interior de un llamado
trascendente. No por nada se habla del “santuario de la conciencia”, porque
pareciera que esa voz, que viene de mí mismo, viene también de mucho más allá
de mí, desde aquello que me trasciende infinitamente. Todos estos motivos y
conexiones pertenecen originalmente, más bien, a la ética cristiana, y
reaparecen en autores como Kant, Fichte, Heidegger, y muchos otros, aunque
desligados de su contexto teológico original. No son motivos griegos, ni
aristotélicos. Si, una vez dicho esto, uno quisiera ir a los griegos para ver
qué antecedentes o motivos análogos se puede encontrar para la temática de la
vocación, naturalmente podrá hallar cosas relevantes. Sin ir más lejos, se
puede acudir al famoso mandato de Píndaro: “llega a ser lo que eres”. Uno tiene
un cierto mandato de llegar a desplegar aquello que uno in nuce, por
así decir, ya es, y eso es a lo que uno, en cierta forma, está llamado.
L.B.A.– El “conócete
a ti mismo” se da al interior de un horizonte teleológico, que es un presente y
un futuro.
A.V.– Exactamente.
Pero no está presente ahí la metafórica del llamado, que es tan potente, porque
proporciona una metafórica vinculada con una noción de trascendencia y
alteridad que no es propiamente griega. Motivos análogos, dotados de otra
acentuación, sí que los hay en la ética griega. Uno podría decir que, naturalmente,
lo que Aristóteles dice acerca de la vida plena o lograda puede verse como una
manera de traducir a términos muy técnicos y mucho más sofisticados el núcleo
significativo del mandato de Píndaro. Pero este último se puede interpretar de
muchas formas. De hecho, también Nietzsche lo hace suyo. Lo que quiero decir
es simplemente que uno puede leer la ética aristotélica como una manera de traducir,
desde una visión muy diferenciada y conceptualmente muy balanceada, un mandato
tradicional que, así entendido, nos está diciendo lo siguiente: “tú tienes
que llegar a ser lo que eres, porque tienes que desplegar aquellas capacidades
connaturales a tu propia condición como ser humano, como individuo capaz de proáiresis, y por eso tienes que
elegirte a ti mismo de cierta manera”.
Rubén Sánchez
Muñoz.– En relación con la prudencia que es exigida al hombre que intenta ser
virtuoso, el tiempo, el kairós está
jugando un papel fundamental. ¿De qué modo la vida virtuosa y, por tanto, la
prudencia dependen o están en relación estrecha con el kairós y con la circunstancia?
A.V.– La temática
del kairós es pre-aristotélica. Aquí
Aristóteles es deudor de una tradición que ha puesto el dedo en la llaga, en
relación con el asunto de la importancia de la oportunidad. Es una temática
griega, que está también en la mitología greco-romana. El refrán español “a la
oportunidad la pintan calva” viene del modo de representar a la diosa de la
ocasión como una mujer con espesa cabellera hacia delante, pero calva hacia
atrás, de modo que, si no se la pesca de la cabellera al momento exacto de
pasar, se escapa, porque desde atrás ya no se puede agarrarla. La temática
referida a la importancia de la oportunidad es tradicional, porque corresponde
a una experiencia habitual en la vida práctica. Por caso, si alguien se prepara
mucho para lograr algo, pero pierde el momento preciso para llevarlo a cabo,
entonces ocurre a menudo que todo el esfuerzo realizado resulta vano, incluso
si la decisión tomada fuera la correcta: ejecutada en el momento inadecuado,
ya no resulta eficaz. Esto tiene mucho que ver también con la peculiar
estructura del fracaso de la praxis, ya que muchas veces no se fracasa por
haber pensado o decidido lo incorrecto, sino, simplemente, por haber llegado
a destiempo. Esto resulta bastante trágico, porque uno se dice entonces: “lo
hicimos todo bien, pero llegamos tarde y ahora no sirve de nada”. Hay unos
cuantos ejemplos de esto en la tragedia griega. La temática de la oportunidad
juega un papel importante, sobre todo, en la sofística, en la retórica y
en la medicina, y no por casualidad. El tratamiento médico adecuado, si se
aplica demasiado tarde o antes de tiempo, puede no servir: para acertar, el
médico tiene que reconocer el momento o la situación en que se encuentra el
enfermo y dar con el momento justo de aplicar tal o cual remedio. Del igual
modo, el retórico que no atiende al kairós,
el general que no atiende al kairós,
el navegante que no atiende al kairós,
es un insensato, porque fracasa en su objetivo o bien incurre en riesgos
innecesarios. Toda esta temática, entonces, es previa, no es una temática
originada en la ética aristotélica. Aristóteles la recibe y la asume con toda
conciencia, porque concierne a estructuras básicas de la praxis. Su
concepción del saber práctico enfatiza la importancia decisiva del juicio prudencial,
porque es muy sensible al hecho básico que el saber práctico está vinculado al
contexto particular de acción. No es un saber general del tipo de la ciencia.
El saber práctico al modo de la phrónesis, la prudencia, es sensitivo
al contexto, como diríamos nosotros, hace posible un permanente ajuste a la
particularidad de las circunstancias. El prudente o también el que descuella
en algunas artes, por ejemplo, el gran médico, es alguien que está todo el tiempo
ajustándose a la facticidad, no es alguien que viene con ideas preconcebidas
y procede sin tener en cuenta la especificidad de la situación. El juicio
prudencial, para Aristóteles, tiene siempre una dimensión de este tipo. Parte
fundamental de la tarea de la prudencia es considerar las circunstancias y
lograr el debido ajuste a ellas. A través de Cicerón y de la llamada “tópica de
la circunstancia” –que es un desarrollo post-aristotélico, pero derivado de
Aristóteles–, toda esta problemática llega posteriormente incluso hasta el Medioevo.
Basta recordar que en la concepción escolástica sobre el acto moral se
distingue habitualmente entre objeto, fin y circunstancia. ¿Por qué aparece
aquí la circunstancia, en lugar tan destacado? Esto es un resultado de la
recepción escolástica de toda una muy larga historia de lucidez sobre la importancia
de la atención a las circunstancias de acción, como parte esencial de la
elaboración del juicio prudencial. Atender a este aspecto revela la clara conciencia
de la insuficiencia de los meros esquemas generales para guiar la acción: por
más que uno tenga los conceptos correctos y sepa, en general, lo que hay que
hacer, siempre se puede equivocar por no tomar debidamente en cuenta las
particularidades del caso. De tal manera que no existe un recetario infalible,
a la hora de guiar la acción. Es cierto que hay tres o cuatro cosas que nunca
están bien, que es lo que no hay que hacer en ningún caso. Las prohibiciones
absolutas conciernen a tres o cuatro cosas que están en los márgenes de la vida
moral, pero no proporcionan ellos mismos una guía suficiente para lograr el
perfeccionamiento moral. Si alguien nos dice que no asesina a nadie y no roba,
¿nos basta con eso para saber si es una persona virtuosa? Es obvio que no. Para
ser alguien realmente virtuoso, hay que lograr gestionar de modo excelente la
multiplicidad inabarcable de las situaciones con las que se confronta el
obrar humano. Saber que no debo matar o robar me garantiza, cuando mucho, no ser
un delincuente, pero no me basta para configurar de modo excelente mi vida,
como un todo. La “tópica de la circunstancia” pertenece, de una u otra manera,
a toda ética que no está centrada en los meros mandatos prohibitivos. Los
mandatos prohibitivos son muy pocos y delinean el ámbito más allá de cual ya
no hay verdadera racionalidad en el obrar. Prohíben aquellas cosas para las
cuales ya no puede haber verdadera justificación. En cambio, determinar las
razones positivas para obrar de tal o cual manera reclama balance prudencial,
es decir, el adecuado equilibro a la hora de determinar si “más” o “menos”,
“hasta dónde”, “cuándo”, etc. Todo esto es clave en la buena gestión del intrincado
laberinto de la praxis, dentro del cual hay que actuar y tratar de hacer las
cosas bien. Reconocerlo es fundamental. La ética kantiana, por cierto, tampoco
está centrada en las prohibiciones. Los mandatos prohibitivos son sólo los
ejemplos que Kant emplea preferentemente a la hora de establecer la fundamentación
de la moralidad, precisamente, por su claridad y su sencillez. Pero, en su
contenido material, la ética kantiana es una ética de la virtud. Cuando Kant
clasifica los deberes distingue entre los deberes negativos, que son deberes
no laxos o latos sino estrechos, porque solamente prescriben que no hay que
realizar un cierto tipo de acción, y los deberes de virtud, que prescriben
esforzarse en la consecución de un cierto objetivo general y que, por lo
mismo, tienen un carácter laxo o lato. Por caso, el mandato de generosidad, que
nos dice “sé generoso”, expresa un deber de virtud y nos prescribe un cierto
objetivo general a alcanzar, un fin, nos fija un norte. Ahora bien, ¿qué
significa ser generoso aquí y ahora respecto de esta precisa persona? Con los deberes
de virtud, Kant tiene exactamente el mismo problema que Aristóteles y propone
el mismo tipo de solución, porque apela al juicio prudencial. Quiero decir:
para poder decir en concreto qué significa ser generoso, aquí y ahora, con una
determinada persona, hace falta recurrir a la “facultad del juicio”, la Urteilskraft, que corresponde en este
empleo a lo que Aristóteles llama phrónesis.
Esto es así, por la simple razón de que el modo adecuado de ser generoso no es
siempre uno solo ni el mismo. Supongamos que a una persona que está en una
grave situación médica quiero dedicarle mi tiempo. Pero dedicarle mi tiempo,
probablemente, no quiere decir aquí pretender darle clases de filosofía
antigua. En este caso, eso no sería ser generoso, sino, más bien, ser necio o
incluso egoísta, porque no le estoy dando a esa persona lo que realmente
necesita en ese momento, sino lo que a mí me interesa. Probablemente, ser
generoso en ese momento sería decir: “me dejo de molestar con la filosofía
antigua y le voy a traer los remedios que necesita”, o algo semejante. El
objetivo de la generosidad es un objetivo general que debemos tener, es un
fin que es a la vez un deber. Pero se puede alcanzar por múltiples caminos, que
varían fuertemente según los casos. Kant tiene esto muy presente, por cierto.
Por eso, tener el noble objetivo de ser generoso no me desliga, en modo
alguno, de la obligación de ser juicioso o prudente. Más bien, es el comienzo
mismo de la ardua tarea de tener que determinar, una y otra vez, cómo se
alcanza ese objetivo, en diversos contextos de acción.
L.B.A.– Si entendí
bien, usted ubica en Kant una ética de la virtud.
A.V.– Sin duda
alguna, porque la ética material de Kant es una teoría de la virtud. La
confusión que hay con Kant es que muchas veces se toma como su ética lo que
aparece en los escritos dedicados a la fundamentación de la moral, donde Kant,
para ejemplificar la aplicación del principio de la moralidad, pone mayormente
ejemplos de normas negativas, que resultan inmediatamente claros. Pero la ética
material de Kant está en su teoría de la virtud, y es una ética de fines: los
deberes de virtud son fines que es obligatorio tener, objetivos a los que
racionalmente no es posible renunciar, vale decir, objetivos que es racional,
vale decir, racionalmente exigible, darse a sí mismo. Lo que se tiene aquí es
un conjunto de deberes para con uno mismo y para con los otros, que apuntan,
básicamente, al perfeccionamiento moral, en el caso de uno mismo, y al
bienestar o la felicidad, en el caso del prójimo, porque todos los objetivos
vinculados con los deberes de virtud caen, en último término, bajo esas dos
máximas generalísimas: perfeccionamiento moral propio y felicidad ajena. Los deberes
de virtud son deberes de carácter lato, dice Kant, en cuanto que no prescriben
un tipo de acción en particular. El deber de ser generoso significa
potencialmente toda una amplia gama de cosas, que hay que determinar y precisar
adecuadamente en cada caso. En cambio, el mandato de no robar es mucho más
claro, al menos, en primera instancia, porque lo que hace es prohibir, sin
más, un tipo particular de acción. Decir que hay que ser generoso es
prescribir un objetivo de modo general, no mandar un único tipo de acción
determinado. La ética de la virtud kantiana es una ética finalista, de
objetivos, es decir, teleológica. Y los deberes de virtud que prescriben tales
objetivos son de carácter lato, dice Kant, porque no hay manera de indicar de
modo genérico qué significa ser generoso en todas y cada una de las diversas
circunstancias. El mismo problema tiene Aristóteles. Hay un deber de
generosidad. Ahora bien, ¿qué significa ser generoso con una persona que sufre
una enfermedad terminal? Obviamente, no quiere decir lo mismo que ser generoso
con un alumno que quiere entender Aristóteles. Determinar con quién, en qué
medida, de qué forma se ha de ser generoso en cada caso es, para Kant, tarea
de la “facultad del juicio”, la Urteilskraft, y, para Aristóteles, de la
prudencia, la phrónesis. Por eso Kant, cuando en su teoría de la virtud
trata de los diferentes deberes de virtud, recurre al expediente de añadir en
cada parágrafo un excurso casuístico, para ilustrar lo que se quiere decir en
cada caso, con arreglo a algún ejemplo o caso señalado. Pero se trata de una
mera ilustración casuística, es decir, de algo que, a su vez, se debe tomar
como tal y se debe tratar de entender razonablemente. En cambio, sobre los
mandatos prohibitivos del tipo de no matar, no robar, etc., no hay necesidad
del mismo tipo reflexión prudencial, sin duda. Pero la ética kantiana no está,
en modo alguno, centrada en esos mandatos. Por eso digo que, muchas veces,
circula una visión muy deformada o, incluso, severamente mutilada de la ética
kantiana.
R.S.M.– A mí me ha
parecido que Husserl está más cerca de Aristóteles que de Platón, aunque sin
duda también le confiere un lugar importante a Platón y, evidentemente, a
Descartes. Quizás uno de los lugares donde se podría ver algunos paralelismos
entre Aristóteles y Husserl, es en la importancia que ambos conceden al tema
de las habitualidades. ¿Podrías hablarnos del modo como las habitualidades aparecen
en ambos autores y qué lugar están jugando en ambos casos?
A.V.– No soy un
experto husserliano como mi querido y admirado profesor de fenomenología,
Roberto Walton. Tuve la gran fortuna de ser su alumno en mis estudios de grado.
Roberto tiene un dominio del corpus
husserliano que yo no tendré en cinco vidas, si es que hubiera cinco vidas, y
para peor hay una sola. Así que imagínate qué puedo decir yo de Husserl. Es
cierto que he hecho algunas incursiones en Husserl, sobre todo, en temas
como la teoría del juicio y otros afines. Y también me ha interesado el tema
de la identidad práctica. Desde hace mucho vengo diciendo algo que, en primera
instancia, suena un poco dogmático, pero que pienso que se entiende por qué lo
he repetido varias veces: si uno quiere buscar, en sede trascendental, un
pensador que le haga relativa justicia al habitualismo de corte aristotélico,
tiene que buscarlo, a mi modo de ver, por el lado de Husserl, y no por el de Heidegger,
por mucho que sea Heidegger quien, de los dos, más intensamente se haya
ocupado de Aristóteles, con mucha diferencia. Hay gente inclinada a Heidegger
que trata de aproximar a Heidegger al habitualismo aristotélico. Se puede
intentar en cierta medida. Pero, en el caso de Husserl, la proximidad es
notoria y no hace falta forzar las cosas. Husserl tiene una teoría del “yo”
práctico que presenta una orientación fuertemente habitualista. Desde bastante
temprano, Husserl se vio llevado –como guiado por las cosas mismas, diría
Aristóteles– a reconocer que el “yo”, aunque tenga un núcleo de actividad
trascendental originaria, en su concreción personal, como el yo personal que
es, es ya en gran medida el resultado de su propia actuación. Husserl dice,
con toda claridad, que un “yo” personal es ya la concreción de un cierto modo
de actuar, tiene un carácter y un estilo propio. Este estilo personal es
delineado por un conjunto de convicciones duraderas, que son el resultado
sedimentado de su propia actividad, tanto la perceptiva y judicativa como la
operativa y práctica. Husserl ve el “yo” práctico fundamentalmente como un
“yo puedo”, en el sentido de que no sólo puedo juzgar, sino también percibir,
moverme en torno de las cosas espaciales y variar así el entorno de mi
actividad perceptiva, investigar los objetos desde diferentes ángulos, y un
largo etc. Así aprendo, por ejemplo, que los objetos se ven desde varios ángulos
y presentan diferentes caras, pero también aprendo y voy familiarizándome, por
eso mismo, con el hecho de que, con ver las cosas de un solo lado, no alcanza
para decir cómo son o aparecen. Se da lugar así a un desarrollo que hace
posible alcanzar, por ejemplo, mayor prudencia en el uso de la capacidad de
juicio, y un montón de otras cosas más, que son muy básicas e importantes.
Todo eso va floreciendo, por así decir, como resultado sedimentado de la
propia actuación: la actividad sedimenta en la forma de las “habitualidades
del yo”, que es como Husserl llama a lo que la filosofía más tradicional
identificaba como la dimensión de la “segunda naturaleza”. Husserl le hace
mucha justicia, desde el punto de vista fenomenológico, a esta dimensión,
tan importante en la tradición que remonta a Aristóteles. Hay otros autores
que, en cambio, no advierten adecuadamente la relevancia constitutiva de esta
dimensión o, incluso, la pasan por alto olímpicamente. Pero Husserl, que, más
allá de lo que puedan ser las ocasionales limitaciones de su enfoque, tenía
ese impresionante apego a los fenómenos y esa tenacidad al describir, incorpora
esta temática en lugar central de su concepción y le dedica mucha atención. Por
eso, creo que uno puede establecer puentes importantes entre el habitualismo
aristotélico y el habitualismo husserliano, sin que Husserl haya sido necesariamente
un receptor directo de Aristóteles en esta materia. Lo que hay aquí es, más bien,
una convergencia en la cosa, más que una deuda de lecturas previas, pues
Husserl leyó más bien poco a Aristóteles, si se lo compara, por caso, con Heidegger.
Como ya dije, escribí algo sobre teoría del juicio en Husserl. Y ocurre que,
también en el ámbito de la teoría del juicio, Husserl es muy aristotélico en
varios aspectos de gran importancia, pero no es que haya sido un gran lector
de Aristóteles.
R.S.M.– Más bien es
que Brentano está mediando.
A.V.– Claro, hay
muchas cosas que explican por qué la orientación de Husserl es la que es. Pero
no es que, en su caso, haya por detrás un estudio intensivo de la fuente
aristotélica misma. Por otra parte, en ética, Husserl no parecer ser un aristotélico,
ni remotamente, ahí hay otras cosas en juego. Pero, en teoría de la identidad
práctica, hay, sin duda, puntos de convergencia muy importantes con Aristóteles.
L.B.A.– Ahora en
2019 se han cumplido 10 años del fallecimiento de Franco Volpi, quien
lamentablemente murió muy joven en un accidente banal, trágico. Volpi siempre
me ha iluminado para entender la filosofía aristotélica. Algo que enfatiza es
del tema del akribés. Se relaciona con lo que estábamos hablando. En la
misma Ética a Nicómaco Aristóteles
propone un criterio epistemológico, según el cual en cada género de
conocimiento es necesario requerir tanta precisión, akríbeia, como lo
permita la naturaleza del objeto. Y él dice que en las ciencias prácticas, la
política y la ética, tendrían como objeto el hos epì tò polý, lo que suele ocurrir, o sea que el hos epì tò polý está entre lo que pasa siempre y lo que
pasa en modo caótico que no tiene ninguna regularidad. De lo que Volpi concluye
que en la ética aristotélica debemos contentarnos en mostrar la verdad groso
modo y de modo esquemático, porque, partiendo de premisas –y ahí estamos
en el ámbito del silogismo práctico– que son “en su mayoría”, las conclusiones
sólo podrán ser a su vez “en su mayoría”.
¿Qué tendría que decirnos de esta aproximación del profesor Volpi?
A.V.– Primero
recordar esa figura entrañable, inolvidable. Fui amigo personal de Volpi y he
sido incluso su traductor en alguna oportunidad. Traduje con mi esposa su
libro sobre El nihilismo. Fuimos
amigos mucho tiempo, y ahora acaba de salir el libro en homenaje, a los diez
años de su muerte, para el cual he escrito algo. Realmente, fue una persona muy
significativa para mí, que nos fue arrebatada muy pronto y de modo casi
incomprensible, al menos, desde la perspectiva de los que quedamos aquí. En
fin. No podría agregar mucho a lo que dice Franco sobre este asunto. A lo sumo
algún detalle menor, para ratificar lo que dice él. Por cierto, esa posición
sobre el problema de la exactitud refleja un espíritu netamente aristotélico.
En varios lugares de la Ética a Nicómaco
Aristóteles aclara que la filosofía moral, la teoría ética, no puede operar
con una noción de exactitud que estuviera tomada de un ámbito diferente como,
por ejemplo, la ciencia matemática. La razón es que el modo en que procede una
teoría, un tipo de teoría, debe ser adecuado a la materia de la que trata. Esto
es lo que suelo llamar el principio aristotélico del pluralismo metódico.
Aristóteles no es un monista metódico, rechaza que la filosofía pueda ser
matemática o la matemática filosofía. Pero lo que se tiene aquí es una
exigencia metódica de la filosofía o, en general, de la teoría, no de la
acción, como tal. Aristóteles dice que lo que él mismo va a hacer en la Ética a Nicómaco es algo aproximativo:
va a tratar de los asuntos que hay que tratar de modo esquemático y, por así
decir, grosso modo. Bien entendido,
esa restricción vale sólo para la teoría ética, no para la acción misma. Las
ciencias prácticas, como la ética y la política, no se ocupan con lo que ocurre
siempre y de modo necesario, como, a juicio de Aristóteles, ocurre, en vez,
con la astronomía y con las matemáticas. Las ciencias prácticas se ocupan con
cosas que tienen un amplio grado de variabilidad, aunque no carecen de cierto
grado de regularidad. A esto que ocurre de modo regular, pero no invariable,
Aristóteles lo designa como lo que ocurre hos epì tò polý, que es lo que Tomás de Aquino llama ut in pluribus: lo que ocurre en la
mayoría de los casos. A su vez, esto admite gradaciones. Por caso, para Aristóteles,
la física sublunar, no la astronomía, la física que se ocupa de lo que ocurre
por debajo de la luna, también es una ciencia que, a pesar de ser meramente
teórica, se ocupa de lo que ocurre hos epì tò polý, aunque, en este caso, con un grado de
regularidad que es mayor que el propio del objeto de la ética y la política.
L.B.A.– Exacto, eso
lo dice Volpi y hay quien afirme que los mejores comentadores de Aristóteles
tropezaron en no identificar que el ut in pluribus también ocurre en una ciencia teórica como es la física sublunar
aristotélica.
A.V.– Por eso
mismo, Aristóteles piensa también que el joven no puede ser un buen filósofo
natural ni tampoco un buen filósofo moral, un buen ético: porque todavía no
está suficientemente acostumbrado a la variabilidad ni tuvo el suficiente
tiempo para adquirir la experiencia necesaria. Pero la física sublunar, para
Aristóteles, también se ocupa de aquello que ocurre hos epì tò polý, no es como la física supralunar, que se
ocupa de lo que es necesario e invariable. Hay, por tanto, una cierta
gradación de lo hos epì tò polý. Sobre
el empleo epistemológico de la noción de hos epì tò polý hay un artículo muy interesante de un
antiguo colega de Franco Volpi, el profesor Carlo Natali, otro gran
aristotelista. Natali muestra que podemos hacer aquí una gradación, y que el
nivel de regularidad de lo hos epì tò polý en el ámbito de la ética, el ut in pluribus ético,
está por debajo del que corresponde a la física sublunar. Los asuntos humanos,
además, están situados ellos mismos en el mundo sublunar, pero son incluso más
variables que procesos como el crecimiento de las plantas o la reproducción de
los animales. Cómo se organizan las ciudades, por qué una constitución fracasó,
etc. todo eso bastante más variable todavía que lo que pertenece al mundo
físico que está por debajo de la luna. Y como lo humano también está por
debajo de la luna, queda afectado, además, por toda la variabilidad propia de
esa región física. Por ejemplo, hay terremotos, de modo que un gobierno que
iba bien, de repente, puede quedar arruinado por una catástrofe natural. Todo
esto pertenece, pues, a un ámbito signado por una gran contingencia. Pero, como
digo, todas estas restricciones relativas al grado de exactitud que se puede
buscar afectan, ante todo, a la teoría ética y la teoría política, y no a la
acción moral misma. Aquí hay que distinguir nítidamente entre la teoría ética,
que es o pretende ser una ciencia práctica, y la praxis misma, que va guiada
por una virtud como la prudencia, que no es ni pretende ser una ciencia.
Respecto de la virtud, Aristóteles dice que es más exacta que cualquier
técnica y cualquier ciencia práctica. Pero la exactitud de la virtud no tiene
nada que ver con la generalización y la universalidad, como ocurre en el caso
de las ciencias: la phrónesis, que está implicada también en todas las
virtudes del carácter, es exacta, en el sentido de que permite hacer
justicia a lo particular y permite acertar en la situación concreta de
acción. Se trata aquí, pues, de un tipo diferente de exactitud, de modo que no
sólo hay grados de exactitud, sino también diferentes tipos o especies de
ella. Este es el sentido fundamental del principio metódico aristotélico
según el cual hay que pedir en cada ámbito de conocimiento el grado y el tipo
de exactitud que puede y debe ofrecer. En ese sentido, sería tan absurdo
pedirle al retórico demostraciones matemáticas como pedirle al matemático
que sea persuasivo, en el sentido retórico. A la persona prudente, por su
parte, se le exige un tipo de acierto que, a su modo, es muy exacto, pero en
circunstancias donde la generalización no ayuda mucho. Pero la phrónesis es exacta, porque hace
justicia a lo particular, en cuanto particular; da en el blanco con respecto a
lo que hay que decidir y hacer aquí y ahora. Como se ve, Aristóteles es un
enemigo declarado del monismo metódico, es un pluralista metódico convencido.
L.B.A.– Aquí hay
una articulación entre el nivel de ciencia ética, teorética en algún modo, y el
nivel de la praxis, porque al final estamos hablando de una ética que es
esquemática, groso modo, y, al mismo
tiempo, se articula con el ideal tan alto, de la areté. No estamos hablando de una aproximación laxa (en el sentido
de poco exigente) a la filosofía práctica.
A.V.– Claro. Y hay
que recordar que Aristóteles dice –y lo dice varias veces, aunque a menudo se
quiera pasarlo por alto– que un libro como la Ética a Nicómaco sólo le sirve al que ya es virtuoso, es decir, no
sustituye el aprendizaje de la virtud y la educación del carácter. También por
eso el joven no es un buen auditor de lecciones sobre filosofía moral. En
cierto modo, puede decirse que la teoría ética expuesta en Ética a Nicómaco es al comportamiento
moral lo que el estudio de la gramática española es a la competencia
lingüística del hablante nativo del español. Si uno es un hablante competente
del español, cuando estudia gramática sólo refuerza de modo reflexivo su
propia competencia: el estudio de la gramática le hace tomar conciencia, con
una lucidez diferente, de lo que, en rigor, ya sabe hacer, pero la gramática no
es el modo original ni más eficaz de aprender español, y es completamente
inútil cuando uno recién empieza a hablar español y no sabe tampoco otra lengua.
De modo semejante, el obrar moralmente correcto se aprende por vía de emulación
en la casa, en la aldea, en la polis,
y se aprende con gente virtuosa que, además, nos dice: “¡esto no se hace”,
“¡esto está bien!”, etc. Y luego, cuando un buen día uno asiste como oyente a
lecciones ética como las que ditaba Aristóteles, encuentra que lo que ahí se
indica es, más o menos, lo que uno ya hacía, de modo que tiene así una cierta
experiencia de déjà vu, que lo ayuda a reforzar la
seguridad de su propia praxis.
Pero pretender remplazar el aprendizaje de la virtud y el proceso de
formación del carácter con la simple lectura de libros de ética es lo propio de
un enfoque intelectualista ingenuo, con el que Aristóteles no tiene absolutamente
nada que ver.
R.C.G.– Y esto nos
recuerda aquel pasaje de la Crítica de la
razón práctica donde Kant se burla de uno de sus críticos, el cual le
reclamaba no haber inventado un principio nuevo para la moralidad, como si la
moral fuese algo que no existiera hasta que Kant publica su libro.
A.V.– Exactamente,
Kant dice que sería un disparate que un filósofo pretendiera introducir un
nuevo principio de la moralidad. Lo que es moralmente bueno o malo, en general,
es algo que ya todo el mundo sabe. Kant piensa que, en sede práctica, el
sentido común es totalmente eficaz, al menos, en lo que concierne a los
principios más generales de la moralidad. La gente comete errores y pecados,
sin duda, pero sabe que lo son. No hay nadie que necesite ser adoctrinado
demasiado sobre estas cosas. Lo que hay que salvar, en sede de filosofía
práctica, es la idea de que la razón puede ser ella misma práctica, y esto se
debe llevar a cabo frente a aquellas teorías filosóficas que afirman que no
hay algo así como una razón práctica no condicionada empíricamente. Pero en el
ámbito de la filosofía práctica, a diferencia de lo que ocurre en el caso de la
filosofía teórica, no hay necesidad alguna, a juicio de Kant, de enmendar
filosóficamente el sentido común. ¿Qué es lo que hay que hacer entonces? Elevar
al plano del concepto los principios de los que se vale ya el juicio moral del
que los agentes echan mano en su actuación, y eso ayuda al propio sentido
común a reforzar su propia seguridad, en una especie de vuelta reflexiva
temática sobre sí mismo. Sin embargo, en la reflexión sobre los principios que
subyacen al ejercicio habitual del juicio moral, el filósofo moral no introduce
él mismo, según Kant, ningún criterio de moralidad que fuera nuevo o
desconocido.
R.C.G.– En la
primera parte de tu artículo, “Persona, hábito y tiempo. Constitución de la
identidad personal”, nos dices que en Kant “la multiplicidad de
representaciones dadas en la experiencia interna no es, como tal, posible sino
por referencia a la unidad sintética originaria de la apercepción
trascendental, expresada en la proposición «yo pienso»” (1993: 274), lo cual
implica que “la conciencia de sí está siempre ya coimplicada en toda
experiencia interna o externa” (1993: 275). Esta caracterización de la unidad
de la conciencia, si entiendo bien su propuesta, alude tan sólo a un «yo»
trascendental que, por su misma condición, se muestra insuficiente para hablar
de un «yo» empírico que atienda a la dimensión práctica de la identidad
personal. En función de esto giras a ver a Aristóteles y a Husserl.
A.V.– Quizá parezca
exagerado, pero no encuentro en Kant un habitualismo consecuentemente
desplegado, como el que hay en Aristóteles. Si bien algunas ideas básicas están
presentes en Kant, si uno compara con las cosas que dice Aristóteles sobre
el papel constitutivo de la habitualidad, el balance resulta en este caso,
pienso, muy positivo a favor de Aristóteles.
R.C.G. No obstante,
si tomamos como punto de partida la teoría kantiana de la acción que presentas
en “Acción como estructura causal y como estructura de sentido. Reflexiones
programáticas a partir de Kant” (2018) –originalmente presentado en alemán en
la Humbold Lecture (2011a) –,
pareciera que en Kant encontramos elementos para hacer frente a esta
problemática. ¿Podemos decir que la concepción kantiana de la agencia moral
logra transitar de ese «yo» trascendental de la Crítica de la razón pura, a un «yo» empírico? Y si es así, ¿en qué
medida se distingue de la concepción aristotélica del carácter (êthos)?
A.V.– Excelente
pregunta, pero difícil de responder. Quisiera aclarar esto, porque, si no, se
puede entender mal lo que he querido decir: la concepción kantiana es
hilemórfica respecto de la constitución de la acción. Personalmente siempre
fui enemigo de presentar a Kant como un formalista. Esto que digo se refiere,
en primera instancia, a su teoría de la acción, no a su teoría del yo, que son
dos asuntos muy distintos. Veamos lo que ocurre con el criterio kantiano de
corrección moral. Digo que Kant es un pensador hilemórfico, y no formalista. Es
un pensador que apunta al ajuste recíproco de forma y materia, tanto en su
filosofía teórica como, de otro modo, en su filosofía práctica. Por caso, la
manera en que Kant concibe el conocimiento en su filosofía teórica no es, en
modo alguno, formalista. Kant elabora una concepción acerca de las
condiciones apriorísticas que tiene que reunir cualquier acto sintético para calificar
como conocimiento, pero esas condiciones apriorísticas sólo proporcionan
conocimiento en concurrencia con la correspondiente materia, que, en la
mayoría de los casos, además, es materia empírica. Por caso, en la experiencia
corriente, no hay conocimiento sin concurrencia de materia empírica. ¿Cómo
podría haberlo? Pero tampoco hay conocimiento si solo se tiene una materia
empírica dada, vale decir, si no concurre una forma conceptual apriorística
en la cual esa materia empírica queda, por así decir, acogida. Para Kant, por
tanto, el conocimiento, como acto sintético, tiene un carácter necesariamente
hilemórfico. No entiendo cómo esto puede pasarse por alto a veces con tanta
facilidad, cuando es parte central del sentido de la concepción presentada en Crítica de la razón pura. Kant tematiza
las condiciones apriorísticas de la experiencia, ciertamente. Pero esas condiciones
de la experiencia, libradas a sí mismas, ¿son acaso experiencia o proporcionan
alguna experiencia? Desde luego que no: son meras condiciones formales de la
experiencia, condiciones sin el concurso de las cuales la experiencia, como
tal, no resulta posible. ¿Se sigue acaso la experiencia de esas meras condiciones
formales? ¿Se deriva simplemente a partir de ellas? No, la experiencia no se
sigue de sus meras condiciones apriorísticas de posibilidad. ¿Cuándo aparece
entonces la experiencia? Cuando un input,
por decir así, que ya no deriva de esas mismas condiciones apriorísticas, es
acogido en ese marco de condiciones y elevado así a la correspondiente forma
conceptual. Pero ese input es dado a posteriori. Así, por ejemplo, el
juicio empírico “la puerta está cerrada” es un juicio que tiene forma
apriorística y materia empírica. El concepto de “puerta” es un concepto empírico
y el concepto “estar cerrado” también. Pero ambos quedan vinculados a través
de una forma de enlace que es apriorística:
la categoría de sustancia (subsistencia) y accidente (inherencia).
Por otro lado, con la mera categoría de sustancia y accidente no puedo realizar
todavía ningún juicio sobre el mundo: para poder hablar de las cosas y
referirme a ellas con pretensión de verdad, necesito dotar de contenido
empírico a la forma apriorística provista por la categoría, por medio del
recurso a conceptos empíricos. Y si el juicio empírico resultante, que combina
en su estructura interna forma conceptual
apriorística y materia conceptual
empírica, resulta verdadero, entonces lo que afirmo será un acierto
respecto del mundo, porque quedará ratificado por lo que se presenta como
dado en la intuición empírica. En este caso, hay acierto y, por tanto,
conocimiento, porque se da una adecuada concurrencia de lo apriorístico y lo
empírico, entre la forma y la materia del juicio, que, a su vez, remite a lo
dado en la intuición empírica. Cambiando lo que hay que cambiar, que es
bastante, algo análogo pasa, a juicio de Kant, en el caso del juicio moral. También
en sede moral Kant es, pues, un pensador esencialmente hilemórfico.
Veamos. Si cuento ya con el imperativo categórico, que es un principio apriorístico
de carácter formal, entonces sé que debo obrar de tal manera que la máxima de
mi querer pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal.
Pero ¿qué hago ahora, si no procedo a aplicar ese mismo criterio formal a alguna
máxima de acción concreta, es decir, dotada de contenido empírico? Lo que tengo
con el imperativo categórico es un mero criterio formal de enjuiciamiento
moral de máximas, que no se aplica sobre sí mismo, sino sobre algo diferente,
que es lo que, en cada caso, corresponde a aquello que proporciona la
determinación empírica del querer. El querer humano está siempre
empíricamente determinado, pero la determinación empírica no me provee el
criterio para enjuiciar la corrección moral de lo que quiero hacer. El
criterio para enjuiciar la corrección moral de lo que quiero hacer es él mismo
de carácter formal y apriorístico, porque es de origen puramente racional, y
no empírico. He de aplicarlo, sin embargo, a aquello que empíricamente
quiero, para poder saber si tengo moralmente permitido obrar de ese modo o no.
Por lo mismo, el resultado de esa aplicación y ese modo de enjuiciamiento no
puede no tener contenido empírico: será un mandato del tipo “no mientas” o
bien “ayuda a tus semejantes”, o algún otro parecido. Aquí es donde encontramos,
propiamente, mandatos morales que están dotados de un contenido determinado.
Los imperativos morales son, por su forma, categóricos, pero siempre mandan
o prohíben algo determinado. El mandato “no mientas” tiene forma categórica y,
por lo mismo, una pretensión de validez apriorística, pero tiene también una
materia empírica: mentir es un tipo de acción determinado, que se corresponde
con un determinado concepto empírico. Ahora bien, todo esto pertenece, en Kant,
a la teoría de la acción, la teoría de la motivación y la teoría moral, y no
primariamente a la teoría del sujeto. Si ahora nos preguntamos por la teoría
kantiana del sujeto, la primera pregunta sería aquí la de cómo mi actuación
resulta posibilitada por esa fuente de actividad última del “yo”
trascendental, que queda siempre a la espalda, por así decir, de lo que hacemos
y que es lo que Husserl llamó el presente viviente. Es algo análogo a lo que
en sede metafísica era el noûs, en el
sentido de Plotino y de Platón, ese foco último de actividad inextinguible que
está a la espalda de cualquier experiencia, el cursor de la experiencia, por
así decir. Pero ¿eso es todo lo que se puede decir del “yo”? Evidentemente no.
Además de lo referido al “yo” trascendental, Kant hace también una serie de
observaciones referidas al “yo” empírico. Por supuesto. Pero la pregunta es si
tiene Kant una buena teoría de cómo se constituye el “yo” empírico en su
carácter de empírico. Yo diría que no, que su consideración del “yo” empírico
es muy fragmentaria y bastante insuficiente, porque no ofrece todo lo que
podría y debería dar. Me parece que esto es así, entre otras cosas, porque Kant
no tiene una teoría desarrollada de los hábitos que enfatice su importante función
constitutiva, como sí ocurre en el caso de Aristóteles o Husserl. Ahondar en
ese aspecto le hubiera permitido a Kant, probablemente, plantearse finalmente
la pregunta de cómo se constituye la identidad práctica del “yo” empírico,
para cuestionarse si acaso puede pensarse como un mero sujeto de sensaciones,
sentimientos e inclinaciones, o si más bien hay que verlo como un sujeto
de habitualidades, que, sobre la base de su propia actuación, lo van
orientando en una determinada dirección. Kant sabía que existe esta
dimensión, sin duda alguna, pero mi punto es que no le hizo debida justicia en
el plano teórico, porque no la abordó con el detenimiento y la extensión
necesarios. Obviamente, hay una cantidad de observaciones muy interesantes
sobre estos asuntos en Kant. Pero, en todo caso, no sería el autor que yo
recomendaría tomar como punto de partida para intentar elaborar una teoría más
diferenciada del “yo” empírico.
R.C.G.– Tomando
como referencia la lectura que presenta Wieland en Urteil und Gefühl. Kants Theorie der Urteilskraft (2001), tanto en
“Determinación y reflexión” (2004: 771 y ss.) como en “Reflexión y juicio”
(2006: 29 y ss.) nos ofreces una lectura más comprensiva del Kant teórico, en
virtud de la cual reivindicas el papel de los procesos de mediación reflexiva
en la epistemología kantiana. Acorde con ambos textos, la aplicación efectiva
de las categorías a los objetos de la experiencia supone ciertos procesos de
mediación reflexiva previos, en cuanto que éstos hacen “posible la selección
del concepto bajo el cual dicho(s) objeto(s) pueden quedar efectivamente
subsumidos” (2004: 772). En el 2004, casi al mismo tiempo en que apuntabas esta
tesis, presentaste una ponencia en el Seminario de Homenaje al Prof. Dr. Mirko
Skarica Zúñiga, titulada “Conciencia moral y facultad del juicio. Kant y el
camino reflexivo hacia la ética de la situación”, donde pareces sugerir que
estos procesos de mediación reflexiva también juegan un papel fundamental en la
filosofía práctica de Kant, en concreto al considerar la situación. ¿Podemos
decir que la reflexividad juega un papel central dentro de la ética kantiana,
en particular en su caracterización de la agencia moral?
A.V.– Claro, sin
duda. Estoy sorprendido de que conozcas la conferencia de 2004, porque
realmente es algo que nunca publiqué en esa forma. Incorporé cosas tomadas de
ahí en otros trabajos, pero la conferencia como tal no está publicada y su
punto principal es precisamente el mismo que estás marcando. Pero vayamos a la
pregunta de fondo. Déjame ir un poco más atrás: si Kant es un pensador hilemórfico,
como dije antes, entonces es necesariamente también un pensador de la reflexión,
porque la mediación entre forma y materia es, en la mayoría de los casos,
reflexiva, más precisamente, viene posibilitada por prestaciones reflexivas.
Sólo en casos donde la materia no ofrece ninguna heterogeneidad, la mediación
entre forma y materia no reclama reflexión. ¿Qué quiero decir con esto? Por
ejemplo, si uno tomara el esquematismo trascendental como un proceso de
determinación de una materia dada a priori
que es completamente homogénea, la intuición pura del tiempo, entonces la
aplicación de categorías a una materia pura homogénea no reclama ningún proceso
reflexivo de ida y vuelta entre el polo formal y el polo material, porque no
hay nada que tomar en cuenta en la materia misma que hiciera alguna diferencia
relevante para la aplicación de la forma. Por eso, la aplicación de formas
categoriales al mero tiempo o al mero espacio es un procedimiento parecido,
digamos así, a lo que ocurre cuando uno incide con el cursor en el campo activado
que ofrece la pantalla del computador dibuja formas y se dedica a ver lo que
aparece en ese campo activado. Por medio de ese procedimiento de activación,
el campo mismo muestra ciertas propiedades que posee y que están conectadas con
la multiplicidad homogénea que alberga en su estructura interna. Algo así
es, según Kant, lo que hacemos, por ejemplo, cuando esquematizamos
matemáticamente, por caso, cuando construimos figuras geométricas en el
espacio, que es un procedimiento apriorísticamente reglado de exhibición
de objetos en la intuición pura. Pero, en cambio, cuando queremos aplicar
formas apriorísticas, esto es, categorías ya esquematizadas, a los objetos de
la experiencia, necesitamos tomar en cuenta una realidad empírica, una materia
empírica dada a posteriori, que ya no es homogénea y, por lo mismo, los
procesos reflexivos de ida y vuelta entre la regla y el caso resultan inevitables.
Tomemos el caso de un simple concepto empírico, que ni siquiera presupone
todavía la aplicación de formas de enlace judicativo: el concepto de mesa.
Obviamente, el concepto empírico de mesa pretende ser un concepto de algo que
cuenta como una sustancia. Pero basta tomarlo aquí como un concepto empírico
aplicable a un tipo de objetos, sin hacer referencia a la correspondiente
forma categorial que lo ubicaría como sujeto de un juicio, por ejemplo. Pues
bien, si esto que tengo delante es o no una mesa no me lo dice jamás el mero
concepto de mesa. Para poder aplicar el concepto a lo que tengo dado aquí
delante, tengo que mediar entre lo que veo, que es el caso, y la regla que me
proporciona el concepto. Por lo tanto, que a esto lo designe como mesa, y no
como silla, y a esto otro, en cambio, como silla y como no mesa, es una
prestación que presupone ya una cierta mediación reflexiva. En la vida
corriente, habitualizamos estos procedimientos a tal punto, que ya no nos
damos cuenta de que, para hacer lo que hacemos, de entrada hay que poder
reflexionar. Pero, en cambio, cuando un niño está aprendiendo una lengua, hay
que estar enseñándole estas cosas todo el tiempo: cómo aplicar a lo que le es
dado en la intuición conceptos o términos como “vaso”, “silla”, “mesa”, etc.
La necesidad de poner ejemplos, muchas veces variando los casos para apuntar a
la diferencia entre lo que es importante y lo que no, por caso, el color diverso
de las cosas que se llaman “mesa”, responde a la necesidad de mediación reflexiva,
cuando la materia con la que tratamos ya no es homogénea, sino que presenta
múltiples diferencias. Ahora bien, ¿qué pasa en el ámbito de la moralidad?
Cambiando lo que hay que cambiar, exactamente lo mismo. Por ejemplo, un imperativo
moral como “no mentir” es una norma absoluta, sobre cuya validez irrestricta
no hay nada que meditar ni se necesita deliberar. Sin embargo, si lo que uno va
a decir es mentir o no, o bien si una declaración cae bajo el concepto empírico
de mentira, ya son asuntos bastante más complicados. Mentir es un concepto empírico.
La mentira está apriorísticamente prohibida, pero mentir es un concepto empírico.
No hay que confundir la validez universal del mandato que prohíbe la mentira,
de modo apriorístico, con el carácter mismo del concepto que se emplea para identificar
aquello que está prohibido en este caso: tenemos aquí un mandato de validez
apriorística que versa sobre algo que tiene contenido empírico. El mandato es
claro en su significado o, al menos, supongamos que lo es, que todo mundo sabe
qué con claridad qué es, en general, mentir. Pero la cuestión de si lo que se
acaba de decir es o no una mentira, ya no es tan fácil de responder y, en
ocasiones, puede incluso resultar muy difícil responderla con toda seguridad.
En el ámbito de la actuación moral, estamos yendo y viniendo reflexivamente
entre regla y caso casi todo el tiempo, a menudo sin advertirlo siquiera. El
mismo tipo de problema se plantea, por ejemplo, cuando un juez tiene que
enjuiciar un caso desde el punto de vista jurídico. El robo está prohibido, no
sólo moralmente, sino también en el derecho. Pero la cuestión de si este hecho
que el juez debe enjuiciar constituye o no un robo puede, a menudo, no ser tan
fácil de responder. También aquí operan habitualmente procesos de mediación reflexiva
entre regla y caso, aunque normalmente el que los lleva a cabo se valga
simplemente de ellos, sin necesidad de tematizarlos como tales ni
preguntarse por su estructura. A mi modo de ver, un pensador que es
hilemórfico, en el modo en que digo que lo es Kant, no puede serlo realmente,
sin ser al mismo tiempo también un pensador de la reflexión. No es casual,
por tanto, que Aristóteles y Kant sean ambos, cada uno a su modo, pensadores
hilemórficos y también defensores de la importancia fundamental de la
capacidad reflexiva, que es la que permite mediar entre caso y regla. Aquí
reside la semejanza de familia más importante que yo veo entre estos dos
autores, con todas las diferencias que puedan tener y tienen en tantísimos
otros aspectos. Pero hay entre ambos una semejanza de familia que concierne a
su orientación metódica, que se podría resumir en la consigna “hilemorfismo +
reflexión” o bien “hilemorfismo + facultad del juicio”.
R.S.M.– Algunos
autores suelen referirse en ocasiones a las descripciones o análisis que
realizan Aristóteles, Platón, Tomás de Aquino o Kant, por mencionar solo a
algunos, en el sentido de "análisis fenomenológicos” o “descripciones fenomenológicas".
Y quienes están poco familiarizados con la fenomenología cuestionan la
legitimidad de estas afirmaciones. A tu juicio, ¿en qué sentido se puede hablar
de autores que vivieron antes del surgimiento y desarrollo de la fenomenología
como pensadores que hicieron análisis fenomenológico?
A.V.– Esa es una
pregunta que se plantea mucho también en círculos fenomenológicos, porque
hay gente que tiene un concepto muy técnico de fenomenología, más restrictivo,
y hay gente, en cambio, que defiende un concepto menos ortodoxo y más amplio.
Yo pertenezco seguramente al segundo grupo. No me considero un fenomenólogo
ortodoxo, si por ortodoxo se entiende que ser fenomenólogo es, por ejemplo,
practicar el método de la reducción fenomenológica, o cosas semejantes. No
digo que esté mal practicar la reducción fenomenológica, digo que mi concepto
de fenomenología es más amplio, menos restrictivo, aunque deriva, en
definitiva, de cosas que han dicho y hecho el propio Husserl y después, sobre
todo, Heidegger. Diría que en filosofía suele ocurrir que, en los diversos pensadores,
se hallan pasajes o momentos descriptivos o comprensivos, pero también pasajes
o momentos más especulativos. A mi juicio, una filosofía de estilo
fenomenológico es una filosofía en la cual la descripción y la comprensión
tienen un papel mucho más protagónico que la construcción especulativa.
Apostar por una filosofía de estilo fenomenológico, a mi modo de ver, es
apostar por un tipo de filosofía que no enfatiza tanto la necesidad de unidad
sistemática, como la necesidad de hacer justicia a la diversidad y la
especificidad de los diferentes contextos descriptivos. Por caso, Hegel es un
pensador que, indudablemente, tiene abundantes momentos fenomenológicos,
muchas veces, de enorme lucidez descriptiva y comprensiva. Pero, a la vez, es
claro que Hegel tiene una fortísima vocación sistemática, y no pocas veces le
ocurre, a mi modo de ver, que, para forzar unidad sistemática, se ve tentado de
abandonar la proximidad a los fenómenos. ¿Es Aristóteles es un pensador fenomenológico?
A mi juicio, lo es en gran medida, al punto de que, en muchos aspectos, puede
verse como un fenomenólogo avant la
lettre. Y lo es, porque, a la hora de optar por una unidad sistemática
más fuerte o una mayor especificidad de la descripción, se inclina a menudo
por lo segundo. Doy un ejemplo: Aristóteles no intenta tratar el ámbito de la
praxis y la ética en los términos de su propia teoría de la sustancia o su
propia filosofía natural. En cambio, los que muy posteriormente se
consideran, con o sin razón, aristotélicos muchas veces sí intentan llevar a
cabo ese tipo de trasposición explicativa. Aristóteles es un habitualista en
el ámbito de la ética, y no un mero sustancialista, porque lo que le importa
primariamente en este ámbito corresponde a lo que luego se llamó la “segunda
naturaleza”, y no tanto la naturaleza misma, ni mucho menos la sustancia,
como tal. A mi modo de ver, lejos de ser esto un defecto o una falta de
consistencia, es más bien lo que permite decir que Aristóteles es un fenomenólogo avant la lettre, en el sentido de que es un pensador que, si bien busca
cierta unidad explicativa, al mismo tiempo e incluso con mayor énfasis,
busca hacer justicia a la variedad irreductible de los diversos contextos de
experiencia. A la hora de decidir entre unidad sistemática y proximidad a la
experiencia, en toda su amplitud, Aristóteles es un pensador que, más allá de
las limitaciones que pueda tener, intenta conceder la voz cantante a la
experiencia misma, incluso al precio de sacrificar a veces una mayor unidad
sistemática. Esto es lo que, a mi modo de ver, caracteriza de modo emblemático
a una filosofía de estilo fenomenológico o de inspiración fenomenológica. Y
es lo que personalmente me basta para declararme simpatizante de ese estilo o
esa inspiración. En cambio, la gente que defiende una visión muy ortodoxa de
la fenomenología podrá decir, no sin razón, que esto ya no alcanza para hablar
propiamente de fenomenología, porque la fenomenología, tomada la expresión
en su sentido más técnico, presupone la referencia al ego trascendental,
el recurso a la teoría de la reducción, etc. A mi juicio, el estilo fenomenológico
del filosofar aparece allí donde se descree de la mera construcción especulativa
o bien se reacciona contra sus excesos. Así entendida, la fenomenología es,
sobre todo, un llamado a no construir, sobre todo, antes de describir y comprender
suficientemente, y a sujetar la construcción, allí donde sea necesaria, a
los límites que prescriben la descripción y la comprensión.
R.S.M.– Describir
más que explicar.
A.V.– Exactamente,
si por explicar se entiende cosas como inferir, deducir o especular. Pero
describir significa, a la vez, comprender, porque describir es siempre a la
vez interpretar. Usar una máquina fotográfica no es hacer fenomenología.
R.S.M.– Claro, no
se puede describir sin interpretar.
A.V.– Así es. Pero
la divisa es siempre atenerse a lo que se da, tal como se da, sin llevar a cabo
construcciones que no puedan acreditarse por referencia a lo dado mismo. El
que intenta atenerse a esa pauta metódica es un fenomenólogo, al menos, en
este sentido no demasiado técnico del término. Por eso creo que Heidegger
tenía algo de razón, cuando dijo aquello de que Aristóteles fue el último que tenía
ojos para ver. Es una exageración, naturalmente, pero da a entender que, en muchos
ámbitos, Aristóteles fue, efectivamente, una especie de fenomenólogo avant la lettre. Por caso, los notables
análisis que hace Aristóteles de la phrónesis
son claramente fenomenológicos, en este sentido amplio del término, porque
Aristóteles elabora una teoría de la phrónesis
que se mantiene aferrada, en todo momento, al campo fenoménico que pretende
abordar. Y no extrapola sin necesidad desde otros ámbitos. Por caso, y contra
lo que afirma una corriente de interpretación ahora en boga, a la hora de
tematizar la phrónesis, Aristóteles no se apoya fundamentalmente
en el instrumentario conceptual que él mismo elabora en su teoría de la
ciencia. La tematización phrónesis, piensa Aristóteles, reclama sus
propios instrumentos descriptivos e interpretativos, y el recurso a la
experiencia pre-reflexiva, tal como aparece articulada en el uso habitual del
lenguaje. Los filósofos que a mí más me interesan son los que cultivan una
actitud y un estilo de este tipo.
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* Profesor investigador y
director académico de la Facultad de Filosofía de la Universidad Popular
Autónoma del Estado de Puebla. E-Mail: roberto.casales@upaep.mx
** Profesora investigadora de la Facultad de Filosofía de la Universidad
Popular Autónoma del Estado de Puebla. E-Mail: livia.bastos@upaep.mx
*** Profesor investigador de la Facultad de Filosofía de la Universidad
Popular Autónoma del Estado de Puebla. E-Mail: ruben.sanchez.munoz@upaep.mx