Estratos de lo social: reconstrucción de un concepto
de sociedad presente en la filosofía práctica de Kant
Strata of the
social: a reconstruction of a concept of society present in Kant’s practical
philosophy
Martín Fleitas González·
Universidad de la República, Uruguay
Resumen
El artículo
reconstruye tres estratos de un concepto de lo social que puede encontrarse en
la filosofía práctica de Immanuel Kant sin recurrir a sus textos de
antropología e historia. Para ello se especifican las nociones de coexistencia
humana (derecho natural) y coacción recíproca universal (derecho civil) que
describe en su Metafísica de las
costumbres, con el fin de indicar que con ellas no cabe referirse a una
sociedad, sino a la forma de una. Posteriormente se reconstruyen algunas
coordenadas de la “comunidad ética” presentes en La religión…, para argumentar, por una parte, que aquí puede
hablarse de una sociedad como tal, y por otra, que esta puede conformar un
puente entre la forma de la sociedad jurídica y la formación ética de las
personas, i.e., entre el uso externo
de la libertad y su uso interno, al (a) socializar máximas morales (b) y
abrigar estas una peculiar normatividad intrínseca
Palabras clave
Immanuel
Kant, lo social, política, filosofía del derecho, religión.
Abstract
The article reconstructs three strata of a concept of the social in
Immanuel Kant’s practical philosophy without recurring to his anthropological
and historical works. For it, the notions of human coexistence (natural right)
and universal reciprocal coercion (civil right), that Kant describes in The
Metaphysics of Morals, are specified to indicate that with them it is not
possible to refer to a society, but to a form of it. Subsequently, some of the
coordinates of the “ethical community” present in The religion…, are
rebuilt to argue, on the one hand, that here we can speak of a society as such,
and on the other hand, that it can form a bridge between the juridical society
and the ethical education of people, that is, between the external and the internal
use of freedom, because it allows to (a) socialize moral maxims and (b) harbour
these a peculiar intrinsic normativity.
Key words
Immanuel Kant, the social, politics, philosophy of
right, religion.
Introducción
La filosofía práctica de Kant no se ha
distinguido por ser una de las más sensibles para con lo social. Sin embargo,
es usual que aquellos que creen que su Fundamentación
para una metafísica de las costumbres concentraba todo lo que aquel
filósofo tenía para decir acerca de lo práctico dejen de lado los enfoques
sociales que abrigan sus conocidas ideas políticas y jurídicas, y en materia de
filosofía de la historia y antropología. A estas alturas, ningún lector avezado
en sus textos aseguraría que lo social no se encuentra allí, a veces de fondo,
otras veces en la superficie, aunque es bien cierto que conviene distinguir la
mera coexistencia humana de lo social dentro de su filosofía práctica: digamos
que, en rigor, no toda noción de coexistencia puede devenir por motu proprio en algo atinente a lo
social. De ahí la importancia que reviste discriminar entre los planteos de
Kant que remiten a la coexistencia humana forzada (por habitar un plantea que
no es plano hasta el infinito), a la forma de la sociedad, y a las sociedades
como tales, sin abandonar completamente el ámbito metafísico. En el § 41 de su Doctrina del derecho, por ejemplo, se
afirma que la unión civil (unio civilis)
no puede catalogarse como sociedad en virtud de que sus miembros (para Kant: el
soberano y el súbdito) no están “coordinados, y los que se coordinan entre sí
han de considerarse precisamente por eso como iguales, en la medida en que se
encuentran sometidos a leyes comunes. Por tanto, aquella unión no es una
sociedad, sino que más bien la produce” (MS, RL, 307).[1]
Algo curioso de este pasaje es que la unión civil, según la plantea el propio
Kant, constituye con certeza una forma de convivencia regida por leyes
compartidas a través de una voluntad general que unifica a priori los libres
arbitrios de los seres racionales y finitos. Esto quiere decir que la comunidad
política es, cuando menos, una forma de convivencia humana en la que los
integrantes “se encuentran sometidos a leyes comunes”. Sin embargo, al atender
la última afirmación podemos darnos cuenta de que Kant no parece estar hablando
de leyes engendradas por el uso externo de la libertad, sino por su uso
interno, y que en virtud de ello, una sociedad sólo puede ser un modo de
coexistencia humana en la que sus miembros comparten, a foro interno, una
estructura fundamental de mandatos prácticos (máximas). De ahí que, como lo
sugiere la última afirmación del pasaje, la unión civil sea una idea metafísica
de la forma (o condición de posibilidad) que debe tener una sociedad para poder
gestionar el espacio compartido y no un sino de la naturaleza humana.
Impulsado en parte por la antecedente
observación preliminar, sugiero que es posible reconstruir en el pensamiento
práctico de Kant una serie de estratos de
lo social que ni son esferas, ni son ámbitos, ni son formas de socialización
que puedan inducir una interpretación evolutiva, sino momentos teoréticos de la
conformación de un concepto de lo social. De modo similar a como Reinhart
Koselleck (2001) delimita estratos de tiempo con el propósito de identificar
diferentes ritmos y movimientos dentro de la univocidad de las dinámicas
sociales históricas, cabe delimitar al menos tres momentos conceptuales de lo
social dentro del pensamiento práctico de Kant que, como he mencionado,
refieren a las formas de coexistencia humana, a la forma de lo social, y a lo
social como tal. Para ello reconstruiré, en primer lugar, las instancias
política y jurídica de su planteo que remiten tanto al derecho natural como al
civil, para poner de relieve la conexión que allí se establece entre la noción
kantiana de coacción universal y una forma
específica de sociedad (1). En segundo lugar, analizaré algunas de las
analogías matemáticas, físicas y químicas que sirven de andamiaje conceptual
para la comprensión de los usos externo e interno de la libertad, con el
objetivo de realzar los diferentes órdenes de lo social que se imbrican entre
lo político y jurídico, y luego lo ético (2). Posteriormente navegaré por
algunas de las coordenadas más destacadas de la “comunidad ética” que Kant
presenta en su La religión dentro de los
límites de la mera razón, para poner de relieve dos asuntos de gran
importancia: en primer lugar, que aquí es donde Kant puede hablar sin reservas
de una sociedad como tal, y en segundo lugar, que la comunidad ética parece ser
una bisagra conceptual entre lo jurídico y lo ético (3). Para detallar cómo
puede crearse una articulación de estas características argumentaré que es
necesario tener presente, por una parte, la normatividad intrínseca de las
máximas morales, y por otra, el destacado rol cultural que para Kant desempeñan
las “iglesias visibles”, o fes eclesiales históricas, al socializar las máximas
morales y con ello incrementar la posibilidad de que las personas puedan
apropiarlas y eventualmente confirmarlas a foro interno (4). Finalmente,
contextualizaré esta reconstrucción dentro de algunas nociones kantianas más
generales (como la de moral), ya aceptadas por una parte significativa de la
discusión especializada (5). Como se verá, la intuición de la presente
reconstrucción resuena en múltiples estudios contemporáneos sobre Kant, aunque
por el momento no sea posible encontrar una identificación de los estratos de
su concepto de lo social.
1) Primera y
segunda instancias de lo social: la voluntad política y el derecho
Para reconstruir el proyecto
ilustrado que Kant pudo haber tenido en mente durante la elaboración de su
filosofía práctica, conviene comenzar por aquella forma de interacción que a
sus ojos parecía ser la más básica: la política. Esto se debe a que es la
voluntad general la única que, desde un punto de vista práctico, puede
conformar las garantías mínimas que requiere la convivencia de seres finitos y
racionales dentro de un mismo espacio; y como veremos a continuación, aquella
voluntad presupone una particular forma de interacción humana. El § 13 de la Doctrina del derecho se titula “Todo
suelo puede ser adquirido originariamente y el fundamento de la posibilidad de
esta adquisición es la comunidad originaria del suelo en general”; y allí dice
Kant que la primera afirmación del título se justifica por un postulado de la
razón práctica ya presentado en el § 2, mientras la segunda se funda en la
siguiente prueba. Conviene citarla in
extenso:
Todos
los hombres están originariamente (es decir, antes de todo acto jurídico del
arbitrio) en posesión legitima del suelo, es decir, tienen derecho a existir
allí donde la naturaleza o el azar los ha colocado (al margen de su voluntad).
Esta posesión (possessio), que
difiere de la residencia (sedes) como
posesión voluntaria y, por tanto, adquirida y duradera, es una posesión común,
dada la unidad de todos los lugares sobre la superficie de la tierra como
superficie esférica: porque, si fuera un plano infinito, los hombres podrían
diseminarse de tal modo que no llegarían en absoluto a ninguna comunidad entre
sí, por tanto, ésta no sería una consecuencia necesaria de su existencia sobre
la tierra. –La posesión de todos los hombres sobre la tierra, que precede a
todo acto jurídico suyo (está constituida por la naturaleza misma), es una posesión común originaria (communio possessionis originaria), cuyo
concepto no es empírico ni depende de condiciones temporales, como por ejemplo
el concepto inventado, pero nunca demostrable, de una posesión común primitiva (communio
primaeva), sino un concepto práctico de la razón, que contiene a priori el
principio según el cual tan sólo los hombres pueden hacer uso del lugar sobre
la tierra siguiendo leyes jurídicas.
Como
es bien sabido, la communio possessionis
originaria de la tierra constituye una de las premisas de la Doctrina del derecho más importantes
para poder luego argumentar que es la reciprocidad universal entre los seres
humanos la única fuente de normatividad jurídica: Kant asegura que cuando
“declaro que cualquier otro está obligado a abstenerse del objeto de mi
arbitrio” (MS, RL, § 8, 256), cabe entonces contar con algo propio, poniendo
así de relieve una reciprocidad universal a priori que no está atada al
arbitrio personal; y es precisamente esta reciprocidad entre los seres humanos la
que entronca luego con el principio de la igualdad innata de sus libertades
externas, pues, si deseo generar una obligación para las demás personas que les
prive de acceder a algo mío sin mi permiso, estoy “obligado recíprocamente con
cualquier otro a una abstención pareja, en lo que respecta a lo suyo exterior;
porque la obligación procede aquí de una regla universal de la relación
jurídica exterior” (MS, RL, § 8, 256).[2]
De manera que, como puede apreciarse, el carácter social que revela el ser
humano al tener que lidiar con el derecho público, así como con el de gentes y
cosmopolita, es evidente.[3]
Sin embargo, no es tan evidente el tipo
de sociabilidad que Kant le atribuye a aquella reciprocidad.
En la medida en que la Metafísica de las costumbres pretende
ser una metafísica y no una crítica o una antropología de las costumbres (MS, 215-7),
Kant no cree que en este momento teorético deba considerase al ser humano como
un animal social (propio del ámbito de la antropología), o como una abstracción
de carácter trascendental (propio de las críticas), sino como un curioso ente
facultado para socializar dentro de circunstancias concretas. De manera que
cuando Kant asegura que “si [la superficie de la tierra] fuera un plano
infinito, los hombres podrían diseminarse de tal modo que no llegarían en
absoluto a ninguna comunidad entre sí, por tanto, ésta no sería una
consecuencia necesaria de su existencia sobre la tierra”, se puede preguntar si
acaso de verdad creía que ante la posibilidad de evitar la interacción
recíproca tiene sentido imaginar seres humanos que no tuvieran ya necesidad de conformar asociación
alguna. Si echamos un vistazo al planteo de Hegel sin perder de vista las
evidentes diferencias contextuales y metodológicas que ofrece, se puede observar
cómo este contrapone al pueblo como un a priori antropológico: las personas
siempre provienen del vientre de una comunidad, y siempre dentro de ella se
buscan recíprocamente para confirmarse unos a otros el estatus moral que creen
poseer, o en todo caso, merecer. En el § 36 de la Filosofía del derecho, por ejemplo, puede leerse que “el
mandamiento jurídico es: sé una persona y
respeta a los otros como personas” en virtud de que, al igual que Kant (MS,
TL, § 38), Hegel entiende el derecho “abstracto” como algo relacional, i.e.,
como una cuestión de reconocimiento recíproco (§§ 71 y 73).[4]
De hecho, en la adición del § 37
apunta que todo el que persista en la intención de rehuir de las relaciones
sociales que subyacen al derecho abstracto no puede sino caer en el error de
tomar la parte por el todo, pues la “personalidad jurídica” no es más que un
“aspecto de la relación total”.[5]
Sin embargo, Hegel asegura que el “saberse persona de derecho” se gesta dentro
de una trama social de igualdad: “Pertenece a la cultura, al pensar como
conciencia del individuo en la forma de la universalidad, el que yo sea
concebido como persona universal, en la que todos son idénticos”
(§ 209, Observación). De modo que no parece importar demasiado si el día de
mañana la humanidad logra desperdigarse a lo largo y ancho del sistema solar:
siempre es esperable que las personas se soliciten mutuamente el reconocimiento
de sus dignidades.[6] Para
Kant, sin embargo, la comunidad política es una idea a priori que la razón
produce espontáneamente frente a algo
externo que, curiosamente, cuenta con un estatus a priori similar: un entorno
que nos obliga a cohabitar, a estar próximos y que, en consecuencia, prohíbe
nuestro aislamiento.[7]
Y en este contexto, la noción de “reciprocidad universal” que sostiene su
doctrina del derecho se construye en base a analogías físicas que remiten a
cuerpos que se afectan sin ser por ello porosos, lo que hace de la sociabilidad
humana una condición de posibilidad, más no un rasgo antropológico:
La
misma unión civil (unio civilis) no puede denominarse
adecuadamente sociedad; porque entre
el soberano (imperans) y el súbdito (subditus) no existe una relación propia
de socios; no son compañeros sino que están subordinados
uno a otro, no coordinados, y los que
se coordinan entre sí han de considerarse precisamente por eso como iguales, en
la medida en que se encuentran sometidos a leyes comunes. Por tanto, aquella
unión no es una sociedad, sino que más bien la produce (MS, RL, § 41, 307).
Si
bien es cierto que en otro pasaje (de polémica autoría kantiana: Ludwig 2009)
de Doctrina del derecho se afirma que
tanto el derecho natural como el civil son formas de coexistencia humana dignas
de ser calificadas como sociales,[8]
aquí se nos dice específicamente que la comunidad civil debe ser entendida como
un momento sustantivamente diferente y en gran medida discontinuo de aquel que
conforma el derecho natural. Existe un hiatus
entre estas formas de concebir la coexistencia en la medida en que la unión
civil realza la universalidad de la forma de la interacción, mientras el
derecho natural se concentra en la particularidad de sus contenidos (demandas).[9]
Con todo, aquella unión civil que “no es una sociedad” sino la basa para la
producción de una (macht vielmehr eine
Gesellschaft), se presenta como una condición de posibilidad del derecho
(en esto consiste, precisamente, el tratamiento metafísico del derecho), y
junto a él, de la gestión del espacio compartido.
El
a priori de la comunidad política es concebido por Kant en base a la premisa de
la comunidad universal del suelo, y ante la posibilidad de que los seres
humanos podamos desperdigarnos a lo largo y ancho del sistema solar cabe
preguntarse cuánto puede estresarse aquel a priori. Para ilustrar esto insisto
en contraponer el enfoque político y jurídico de Kant con el de Hegel: mientras
Hegel entiende que el a priori de la socialización no se cimenta sobre la base
de una cosa externa compartida, sino sobre la apetencia (Trieb) interna de las consciencias a la hora de autoconstituirse,[10]
Kant parece fundar el a priori de la comunidad política sobre la base de una
cosa externa (o más bien sentido externo) que es inevitablemente compartida; y
es precisamente esta inevitabilidad del caso la que vuelve forzosa la tarea de
dirimir racionalmente cómo gestionar y convivir en torno a aquella cosa (o
sentido externo). Mientras Hegel percibe un a priori antropológico plural que
traspasa deliberadamente las célebres distinciones críticas entre fenómeno y
noúmeno al conectar lo gnoseológico con lo ontológico (Hegel 1995, pp. 53 y
ss.), Kant evita apelar a premisas antropológicas y ahonda en los mecanismos
que ofrece la razón práctica para gestionar la convivencia humana una vez que esta se hace forzosa, sin
llegar a sostener que esta convivencia es para los humanos forzosa. De ahí que
el enfoque metafísico ensayado en la Doctrina
del derecho se estructure sobre la base de un préstamo metaético no muchas
veces observado, proveniente de la physica
generalis.
Cuando atendemos al sentido que Kant
le confiere a la “ley de una coacción recíproca que concuerda necesariamente
con la libertad de todos bajo el principio de la libertad universal”, nos
encontramos con una “construcción de
aquel concepto; es decir, la exposición del mismo en una intuición pura a priori, siguiendo la analogía de la
posibilidad de los movimientos libres de los cuerpos bajo la ley de igualdad de la acción y la reacción”
(MS, RL, § E, 233).[11]
Aquí Kant explica que el concepto de
derecho no puede deducirse de sí mismo, sino de la noción de “coacción
recíproca e igual, sometida a leyes universales, y coincidentes con él”. Y así
como la noción dinámica de movimiento subyace en la geometría en tanto parte de
la matemática pura (afirmación que parece remitir a la noción trascendental del
movimiento: B 154, nota), “la razón ha cuidado de proveer en lo posible también
al entendimiento con intuiciones a priori
para construir el concepto de derecho”:
Lo
recto (rectum), como lo derecho, se opone en parte a lo curvo, en parte a lo oblicuo. En el primer caso tenemos la constitución interna de una línea, de
tal modo que entre dos puntos dados
sólo puede haber una, pero en el
segundo caso tenemos la posición de
dos líneas, que se cortan o chocan
entre sí, de las cuales también sólo puede haber una (la perpendicular) que no se incline más hacia un lado que
hacia el otro y que divida el espacio en dos partes iguales; siguiendo esta
analogía, también la doctrina del derecho quiere determinar a cada uno lo suyo (con precisión matemática), cosa
que no puede esperarse de la doctrina de
la virtud, que no puede rehusar un cierto espacio a las excepciones (latitudinem) (MS, RL, § E, 233).
De
modo similar a como la ley de gravitación entre los “movimientos libres” de los
cuerpos a través de atracciones, acciones y reacciones, “el derecho entraña un
equilibrio entre la acción y la reacción, fruto de la ley de la libertad”
(Refl., 135; TP, 293). No parece tratarse, desde este punto de vista, de una
reciprocidad coactiva constitutiva de las personas (antropológica), sino de una
cualidad inevitable acorde a la inevitabilidad física y geométrica que
presupone la convivencia humana al estar encerrados en un mismo espacio: se
trata de una reciprocidad humana (o forma de una sociedad) atómica, no porosa,
pero forzosa, que sin embargo debe ser mantenida a toda costa sin caer en la
injusticia:
La
voluntad universal del pueblo se ha unido para configurar una sociedad que ha
de conservarse perpetuamente y se ha sometido al poder estatal interno con el
fin de conservar a los miembros de tal sociedad incapaces de mantenerse por sí
mismos. Por tanto, gracias al Estado es lícito al gobierno obligar a los poderosos
procurar los medios de subsistencia a quienes son incapaces de ello, incluso en
lo que se refiere a las necesidades más básicas (MS, RL, 326).
2) Sobre lo cuantitativo y lo cualitativo
en la filosofía práctica de Kant.
Si seguimos de cerca algunas de las connotaciones que traen consigo las
analogías físicas y geométricas que le sirven a Kant para referirse a la comunidad
política, podemos observar que el uso externo de la libertad no presupone agentes
porosos a la intersubjetividad y a las circunstancias, sino agentes en cierto
modo “cerrados”, ya autoconcluidos, que si bien se influencian físicamente por
el factum de ocupar un espacio dentro
de un suelo común (MS, RL, §14, 263), y coordinan sus acciones a través del uso
público de la razón, no se conforman como personas recíprocamente. Con esto
quiero decir que el carácter político que descansa en la soberanía conformada
por la unión a priori de los arbitrios de todos los individuos presupone una
peculiar concepción de estos, una en la que se consideran ya formados y no en
proceso social de conformación. Aquí las diferencias entre los planteos de Kant
y Hegel vuelven a ser ilustrativas: las libertades externas, según Kant parece
entenderlas, colisionan entre sí con diversas intensidades y resultados como si
de cuerpos físicos se tratasen. De ahí que el concepto de derecho parezca querer jugar un rol familiar al que
desempeña la ley gravitacional dentro de la física de Newton: el primero desde
las capacidades trascendentales de la razón práctica, el segundo desde la ciega
teleología natural. Hegel, por su parte, insiste en que las conciencias se
conforman entre sí al desafiarse y exigirse mutuamente diversos tipos de
confirmaciones morales: la bildung de
estas es tanto formal como ontológica.
La ausencia de porosidad
intersubjetiva que parece tener Kant en mente en su Doctrina del derecho no sólo se ve sostenida por aquella
“construcción” analógica del concepto de reciprocidad universal conforme a la physica generalis, sino también cuando
insiste en que no sólo no es posible imponerle un fin a alguien, sino que, de
ser esto posible, aquel acto incurriría en la falta moral de violar el
principio de la autonomía. Esta insistencia cobra sentido dentro de la
distinción que Kant establece entre los usos interno y externo de la libertad,
y las características cualitativas y cuantitativas que se adivinan en uno y
otro. El uso externo de la libertad no promueve, en principio, dinámicas
cualitativas que modifiquen en algún sentido la subjetividad de los integrantes
de la comunidad política, sino más bien el comercio de fuerzas: “La resistencia
que se opone a lo que obstaculiza un efecto fomenta ese efecto y concuerda con
él”, dice Kant, al intentar explicar por qué el derecho está ligado a la
facultad de coaccionar (MS, § D, 231). Esto no quiere decir que Kant se aleje
de Rousseau y se acerque en su lugar a Hobbes a la hora de determinar si el
contrato social es o no un momento de autoconstitución de la agencia individual,
sino que esquiva el asunto al prescindir, fundamentalmente, de cualquier
componente antropológico que perjudique su tratamiento metafísico del derecho.[12]
Sin embargo, Kant parece deslizar una comprensión puramente matemático/física
de la subjetividad política cuando insiste en que las personas no pueden (ni
deben) imponerse fines entre sí. Esto se debe a que Kant estuvo la mayor parte
de su vida convencido de que era física y psicológicamente imposible imponerle
un fin a alguien desde fuera, dado que la tarea de imponernos fines a perseguir
corre por cuenta exclusiva de nuestra racionalidad práctica. Sin embargo, no es
menos cierto que nuestro filósofo pudo apreciar cómo aquello no era del todo
imposible (en especial por lo que generó en su tiempo el conocido edicto de
Johann Ch. von Wöllner), y por ello tuvo que agregar que de ser posible, pues
no sería ético (TP, 290-1; RGV, 134, nota; SF, 18-9 y 21-2). De todas formas,
la imagen original del ciudadano que tiene Kant en mente es la de una entidad
finita y racional poco porosa, y a ello se debe su convicción acerca de este
asunto, con lo cual se realza el carácter contrapuesto y cualitativo que
presenta el uso interno de la libertad.[13]
Cuando Kant se propone dar cuenta de
cómo la ley moral ética es capaz de generar en nosotros ciertas
transformaciones (sedimentaciones) antropológicas tendientes a la virtud y al
carácter, emplea analogías químicas, y con ellas parece describir procesos de
constitución de la subjetividad.[14]
Recuérdese, por ejemplo, cuando enlaza el proceder del químico que “añade
álcali a una solución calcárea en espíritu de sal” con el proceder de alguien
que le muestra a “un hombre honrado (…) esa ley moral en que reconoce la
indignidad de un mentiroso”:
(…)
al instante su razón práctica (…) abandona el beneficio, se fusiona con aquello
que le infunde respeto hacia su propia persona (…) y el beneficio, tras haber
sido separado y enjuagado de todo apego a la razón (…), se ve sopesado por cada
cual para entablar eventualmente negociaciones con la razón en otros casos,
excepto cuando pudiera contrariar a esa ley moral que la razón jamás abandona
por hallarse íntimamente fusionada con ella (KpV, 92-3).[15]
Da
la impresión de que, por aquel entonces (mitad de la década de 1780), Kant
creía que la acción moral era capaz de subproducir “reacciones” antropológicas,
y dejar en nosotros residuos caracterológicos que propician la conformación de
una virtud siempre defectuosa y provisional; pues “de una madera tan retorcida
como la de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente
recto” (IaG, 23-4; RGV, 101). De manera que si Kant se representa el
funcionamiento de la racionalidad práctica ética a través de analogías
químicas,[16] y a
través de analogías físicas construye el proceder de la racionalidad jurídica,
cabe preguntarse si en algún momento los dos usos de la libertad se conectan o
influyen; y si es así, cómo lo hacen.
3) Tercera instancia de lo social: la
religión racional
Aquel
curioso pasaje en el que Kant afirma que situados en un suelo plano e infinito
los seres humanos no entrarían en comunión alguna, sino que tenderían a
dispersarse, hace pensar que la sociabilidad subyacente a su noción de reciprocidad
universal no es más que la forma que
debería tener una sociedad; razón por la cual nada se dice acerca de los
contenidos éticovitales que deberían orbitar dentro de ella. Con esta forma de
sociabilidad se parece referir, como he intentado mostrar, a entes racionales y
finitos que no son porosos entre sí, a cuerpos que una vez forzados a cohabitar
se ven envueltos en la necesidad de gestionar su convivencia espacial y
temporal de acuerdo a la razón práctica.[17]
Si bien es difícil de creer que el propio Kant juzgase realmente que los seres
humanos no son inevitablemente sociables desde el punto de vista antropológico,
y que asumiera que en algún punto tiene sentido pensarnos como una “ligera
paloma” que “podría imaginarse que volaría mucho mejor aún en un espacio vacío”
(B 9), no hay muchos pasajes dentro de su Metafísica
de las costumbres que lo dejen claro, en virtud de que, en tanto metafísica
y no crítica o antropología de las costumbres, no desea comprometer su sistema
con concepciones de la naturaleza humana; algo que no ocurre con una Tugendlehre que consagra cierto ethos concreto y hasta avanza notas para
una “antropología metafísica” (Heller 1984, pp. 21-96). Su Doctrina del derecho es un sistema que deriva su aprioridad de su
posibilidad, respetando el proceder del imperativo categórico, y al mismo
tiempo pretendiendo no comprometer a la razón teórica con alguna afirmación
epistémica acerca del mundo.[18]
De ahí la posibilidad teórica de pensar al ser humano tanto social como
asocialmente.[19]
Ahora
bien, entre la perspectiva de la physica
generalis que permite elaborar el concepto de la reciprocidad universal
(uso externo de la libertad) y la analogía experimental que Kant extrae de la
química para dar cuenta de la posibilidad de la acción ética (uso interno de la
libertad) existe una esfera de socialización que intentó abordar en términos de
crítica de la religión. No son pocos los que han visto en La religión dentro de los límites de la mera razón las bases de una
especie de “ética política”[20]
que tiene por objetivo fundamental gestionar (no eliminar) el mal radical, en
virtud de que este, según lo entiende Kant, puede aflorar del libre arbitrio de
individuos aun insertos en sociedades legítimas y equitativas (RGV, 93-4). El
carácter externo del derecho le impide a este ingresar en el mundo de las
actitudes (Gesinnungen) que dan vida
a nuestra voluntad, y por esta razón es que precisamente allí, en el uso
interno de la libertad, el mal radical puede brotar y volverse algo normal a
pesar de participar de una estructura institucional justa. Dentro de este
contexto, la ausencia de porosidad intersubjetiva que subyace a la forma de la
sociabilidad jurídica permite que los individuos puedan entablar tratos
orientados por la instrumentalización mutua al no poder decir demasiado acerca
de lo ético (RGV, 98-9).[21]
Y así entra en escena el desafío de delimitar cómo se puede abandonar el estado
de naturaleza ético que sobrevive a la superación del estado de naturaleza
político cuando no existe un imperativo evidente que nos obligue a hacerlo (RGV,
96).
Aquella
comunidad ética que Kant intenta delimitar en la Primera sección de la Tercera
parte de La religión remite a una
forma de sociabilidad que le permite a sus miembros llevar adelante una ética
de la virtud ya no pensable, sino concreta, históricamente situada, y
culturalmente imbuida.[22]
Esto se debe al hecho de que el mal radical es un producto social del libre
arbitrio de personas concretas, no es un rasgo antropológico, y por tanto,
ahistórico de estas; y ante un desafío concreto e histórico de estas
características Kant tuvo que concebir aquella sociedad ética como un medio (no
un mecanismo) de conversión “del corazón de los hombres”. Se trata de una forma
de sociabilidad específica que ofrece los recursos necesarios para que cada
persona pueda emprender y sostener en el tiempo su autoconformación virtuosa sin
estar forzado a ello: “La virtud hacia uno mismo cobra fuerzas en la misma
medida que se fortalecen las virtudes para con los demás, si bien estas amansan
y moderan el vigor” (escribía ya en 1772: Refl., 6763).
Como
bien se sabe, el deber de conformar esta clase de sociedad no descansa en las personas
individualmente consideradas, sino que se trata de un deber del “género humano
para consigo mismo” que consiste en “la promoción del bien supremo como bien
comunitario” (RGV, 97-8). Sin embargo, Kant agrega que el deber de esta
promoción colectiva sabe bien de las dificultades ligadas a la finitud humana
que enfrenta, y por ello es que “Se sospechará ya de antemano que este deber
necesitará del supuesto de otra idea, a saber: la de un ser moral superior
mediante cuya universal organización las fuerzas, por sí insuficientes, de los
particulares son unidas en orden a un efecto comunal” (RGV, 98). El concepto de una sociedad ética
es, nos dice Kant, el “concepto de un pueblo de Dios” conforme a leyes éticas:
de esta forma, la iglesia “invisible” que oficia el imperativo categórico sirve
de tamiz crítico para dirimir entre las bondades y las perversiones de las
iglesias “visibles” (históricas) pues, por una parte, estas pueden vehiculizar
con sus diversas fes religiosas la “fe pura” que necesitan las personas para llevar
adelante una ética de la virtud (RGV, 107), aunque por otra, pueden también
convertirse en un mecanismo eficiente para la conformación de subjetividades
obedientes, o de “fe pasiva” (Refl., 6903; RGV, 134, nota). De hecho, es
precisamente este último rostro de las iglesias históricas el que nos permite
apreciar con cierta claridad cómo Kant plantea las instancias de lo social
desde fuera hacia dentro, comenzando con la voluntad política y el derecho
(libertad externa), pasando luego por la comunidad ética (engarce entre la
libertad externa e interna), y alcanzando finalmente la agencia ética (libertad
interna). La comunidad ética sería, desde esta perspectiva, un estrato
teorético de lo social dentro del cual puede hablarse con propiedad de lo
social sin abandonar el campo de la metafísica, en virtud de que en ella los
miembros “se encuentran sometidos a leyes comunes” que no fueron producidas por
el uso externo de la libertad, sino por su uso interno. Por esta razón sugiero
que se podría ver en esta concatenación de ámbitos un proceso civilizatorio que
coincide con una especie de bildung,
o proceso de conformación de la subjetividad moral, aunque para ello habría que
explicar, entre tantos otros asuntos que no puedo abordar aquí, por qué la
sociedad ética, y en este caso, las iglesias “visibles”, tienen la capacidad de
posibilitar las bases de la ética de la virtud. Para ello intentaré precisar en
lo que sigue la importancia que creo que Kant le concedía a la socialización de
las máximas morales.
4) El realismo moral de las máximas y
su socialización
Sugiero que colocando las piezas del
modo en el que lo vengo haciendo se pueden apreciar componentes de un proceso
de conformación de la subjetividad que va de fuera (uso externo de la libertad)
hacia dentro (uso interno de la libertad), y que tiene en la noción de
“comunidad ética” una de sus bisagras más destacables.[23]
Esto se debe a que Kant confiere capital importancia a todas aquellas esferas
de socialización dentro de las cuales los individuos tienen la oportunidad de
conocer máximas afines a la ética de la virtud: trátese de las religiones históricas
(RGV, 46-7, 112, 132-3), de la enseñanza cotidiana (V-Anth-Mron, 111 y ss.), o
de la enseñanza formal (Päd, 499 y ss.), Kant parece convencido de que la
formación moral de las personas se inicia con el acceso al acervo cultural
históricamente disponible, en la medida en que sólo allí se pueden hallar los
recursos necesarios para inteligir, ensayar, y elaborar las máximas de acción
propias. Dentro de unas condiciones de socialización favorables, los miembros
de una comunidad tienen la oportunidad de desarrollar sus capacidades
racionales a través de la apropiación del saber público que se ha ido forjando
de generación en generación; aunque, lejos de tan sólo promover la absorción y
reproducción de aquel saber, Kant insista en que los individuos deben
confirmarlo una y otra vez por medio de sus juicios particulares sin renunciar,
asimismo, a la tarea de compartir las razones que orientan sus entendimientos.
De ahí que las religiones históricas constituyan una de las vías de
“conocimiento del hombre acerca de sus deberes como (tanquam) mandatos
divinos” (Refl., 646-7; RGV, 154) aún disponibles en las sociedades modernas. Y
para comprender por qué la socialización de las máximas morales es tan
importante dentro del proyecto ilustrado de Kant destacaré dos aspectos importantes
de su teoría de la agencia ética: por una parte, la normatividad intrínseca de
las máximas, y por otra, el marco de sentido dentro del cual las personas
pueden efectivamente apropiarlas, elaborarlas, y luego autoatribuírselas para
enmarcar sus acciones como suyas, i.e.,
como intencionales.[24]
En
lo que se refiere al primer asunto es preciso no olvidar que, desde el punto de
vista de Kant, aquellos “principios subjetivos del obrar” contienen las formas
judicativas apropiadas para luego convertirse en leyes universales: “la propia
idoneidad de la máxima de toda buena voluntad para convertirse ella misma en
ley universal es la única ley que se impone a sí misma la voluntad de todo ser
racional, sin colocar como fundamento de dicha voluntad móvil e interés algunos”
(GMS, 445). En este punto Kant parece afirmar que el imperativo categórico
evalúa las pretensiones de validez de las máximas a través de la confirmación
de sus estructuras internas o formas.
El célebre caso de la falsa promesa ilustra parte de lo que nuestro filósofo
tiene en mente a la hora de mostrar por qué la máxima que le subyace no
satisface los estándares éticos de su propuesta: es precisamente su fallida
pretensión de validez universal la que la delata. A diferencia del énfasis
material que presenta la Tugendlehre, el
imperativo categórico que Kant formula en la década de 1780 hinca sus dientes
evaluativos en la forma o disposición interna de los contenidos de la máxima; y
en virtud de ello, sus exigencias son exclusivamente metaéticas. De manera que
lo considerado por la prueba de universalidad no es tanto el contenido de la
máxima (la falsa promesa, el suicidio, devolver los depósitos, etc.) sino la
forma en la que esta articula su pretensión de validez. En cierto modo, esto
quiere decir que las máximas son, al decir de Christine M. Korsgaard,
“intrínsecamente normativas”.[25]
Si bien estas tienen que pensarse como un producto socialmente generado y
disponible (aspecto que desarrollaré en breve), las máximas tienen que ser
cuando menos inteligibles y efectivamente comprendidas (inteligidas) por los
agentes para poder luego considerar sus autoridades (razones) y conforme a
ellas evaluar posibles justificaciones prácticas. No cabe duda de que parte del
contenido (lingüístico, semántico, y axiológico) de las máximas ya está
disponible en las esferas de socialización que se habitan, pero esta no se
constituye como candidata a ley moral si el agente no logra considerarla como
un posible “principio subjetivo” de su
obrar. De ahí que la enseñanza de las máximas sea algo tan caro: si estas en
sus disposiciones internas ya son “intrínsecamente normativas”, resulta
conveniente entonces socializar el acceso a ellas para ser apropiadas y
eventualmente asentidas reflexivamente, vía imperativo categórico, por los individuos.
En esto reposa, precisamente, parte de la publicidad de los contenidos que
promueve aquella sociedad ética de La
religión.
Veamos
un caso ilustrativo para examinar más detenidamente el asunto: en rasgos
generales, en la mayor parte de las sociedades occidentales se considera que la
acción de no decir la verdad constituye una falta ética. A pesar de que la
mentira parezca revelar procesos de aprendizaje filogenéticos (Garrett et al
2016), y que desde el punto de vista instrumental sea más fácil justificar la
mentira que decir la verdad, su estatuto ético occidental parece ser siempre el
mismo, a saber, el de suponer un daño a la confianza mínima que requiere
cualquier forma de convivencia humana exitosa (O’Neill 2002).[26]
Sin embargo sabemos que para Kant no es suficiente decir la verdad, puesto que
la acción debe ser animada por una máxima satisfactoria según los estándares
del imperativo categórico: uno puede evitar la mentira por temor al castigo que
sobreviene a su descubrimiento (sobre todo por la omnisciencia divina o de la
propia consciencia), o puede decir la verdad por mor del deber. Lo importante
aquí no es tanto apuntar el célebre bisturí deontológico que dirime entre la
inmoralidad de una acción y la moralidad de la otra, sino que Kant parece creer
que de no estar socializada la máxima de no mentir, el desafío práctico de
tener que reflexionar acerca de las razones que justifican nuestra acción no
puede surgir. Aquel abismo que experimenta el individuo al saberse libre de la autoridad
de las inclinaciones (MAM, 112) no le convierte en un dios, pues no puede crear
por sí mismo sus cursos de acción, sino que le convierte en un ente que nada
más (y nada menos) es capaz de asentir, rechazar y reconstruir reflexivamente
aquellos candidatos motivacionales; se trata de un ente facultado para revisar
y sopesar racionalmente máximas aspirantes a ley moral ya disponibles en el
entorno cultural que se habita. De ahí la importancia de las esferas religiosa,
educativa, y pedagógica, en lo que a la socialización de las máximas se
refiere: una vez disponibles las máximas adecuadas en el horizonte simbólico
que se habita, puede confiarse en que el individuo podrá eventualmente
confirmarlas mediante su asentimiento reflexivo mientras desarrolla sus
capacidades cognitivas dentro de entornos de socialización saludables, y así
dar paso, precisamente, a la producción/reproducción de una sociedad como tal.
Lo
anterior me permite pasar sin demasiada violencia hacia la segunda
característica de la teoría kantiana de la agencia ética que reviste interés
para el asunto que analizamos; y es que para comprender y revisar una máxima
que aspira a convertirse en ley es necesario, entre otras cosas, (i) comprender
el sentido de la acción que esta abriga, (ii) confirmar su autoridad (razones)
como justificante de la acción, y (iii) considerar la posibilidad de que aquel
posible “principio subjetivo del obrar” sea susceptible de convertirse en nuestro principio subjetivo del obrar.
La confirmación de la máxima considerada (lo que significa satisfacer el examen
de la universalidad) implica al mismo tiempo asumir que esta puede
efectivamente convertirse en nuestra voluntad, y que conforme a ella podemos
(podremos) atribuirnos la autoría de la acción exhortada. Sin embargo, la
intencionalidad de nuestras acciones morales no se reduce exclusivamente a la
constatación de las máximas que creemos que animan nuestra voluntad,
precisamente porque Kant (al menos en su período crítico) no confiaba en
absoluto en la capacidad de la razón para, por medio de la introspección,
descubrir nuestros auténticos motivos de acción (GMS, 471, 11-31; RGV, 138-9;
Anth, 143, 4-12).[27]
Si interpretamos el sentido de nuestras acciones tan sólo en base a las declaraciones que hacemos acerca de sus
contenidos, tendríamos que asumir que tarde o temprano nuestras intenciones
pueden volverse transparentes a nuestros ojos, y esto es algo con lo cual Kant
polemizaba decididamente, incluso para el caso de la felicidad (GMS, 418). Sin
importar el conjunto de razones que se tenga para compartir, el homines phaenomena siempre será para sí
mismo un homines noumena.[28]
Asimismo, el escepticismo epistémico de Kant frente al contenido de nuestras
intenciones tampoco corre solamente para la introspección, sino también para el
modo en el que a través de ella podemos dar cuenta del horizonte simbólico
dentro del cual tenemos la oportunidad de, en primer lugar, comprender y
considerar la máxima. Las declaraciones del contenido de las intenciones que
podamos realizar, sin importar cuan profunda sea nuestra autorreflexión,
dejaría por fuera el hecho de que, al igual que sucede en las tragedias
griegas, siempre se puede estar convencido (i.e.,
tener razones) de estar haciendo algo correcto cuando en realidad se está protagonizando
un horror indecible. La acción siempre implica una externalidad, o un “para
otros”, que no está en las manos del agente que actúa, a pesar de que no se
pueda dejar de recurrir (y de volver) a ella a la hora de comprender
correctamente el sentido de la acción que entraña la máxima considerada. Al
igual que sucedió con Edipo, puede que el auténtico sentido de las intenciones
sea accesible para el agente con el tiempo, i.e.,
retrospectivamente, aunque también puede que esto no suceda jamás (lo que
ocurre para el caso de la felicidad). Esta realidad social “independiente”, de
hecho, es la que le permite a Kant establecer como uno de los pasos del examen
de universalidad la necesidad de imaginar un mundo en el cual la máxima
considerada sea aplicada por los individuos cual si fuese una ley de la naturaleza
(GMS, 421; KpV, 69), pues, desde su perspectiva, las máximas siempre deben ser
estimadas dentro de un marco social en el que todos los individuos se comportan
como fines en sí mismos. Siendo un poco más audaces, tal vez podría decirse que
el examen de la universalidad no se aboca a dirimir su sentido cotidiano, pues
este ya viene dado por el entorno histórico que se habita, sino su sentido
estrictamente (lógico y) moral (su normatividad intrínseca): una máxima que no
cumple con los estándares del imperativo categórico no tiene sentido de ser (si
se me permite la ambigüedad) en un hipotético reino de los fines.
Así las cosas, la normatividad
intrínseca de la máxima y el marco “externo” (social y simbólico) que posibilita
su comprensión y ponderación permiten, en primer, revisar la célebre crítica
formalista que desde Hegel (2000, § 135, Observación) a la fecha se le ha
dirigido a la ética de Kant, y en segundo lugar, incorporar una de las notas
más destacables de aquellos estratos de lo social que descansa en la comunidad
ética. Y es que las iglesias visibles, con sus sagradas escrituras, sus
eruditos y sus explicaciones de ellas, sus estatutos, y consecuentes fes
eclesiales, pueden vehiculizar el sentido interno de la ley ética en la medida
en que se acerquen progresivamente a la universalidad:
Hemos
observado que, si bien una iglesia carece de la señal de mayor peso de su
verdad —a saber: la de una pretensión legítima de universalidad— cuando se
funda sobre una fe revelada, la cual, en cuanto fe histórica (aunque muy
extendida mediante una Escritura y asegurada así a la más tardía posteridad),
no es susceptible de ninguna comunicación universal que produzca convicción,
sin embargo, a causa de la necesidad natural que tienen todos los hombres de
exigir siempre para los supremos conceptos y fundamentos de Razón algún apoyo
sensible, alguna confirmación empírica o similar (a lo cual efectivamente
hay que atender cuando se tiene la mira de introducir universalmente una
fe), ha de utilizarse alguna fe eclesial histórica, que generalmente uno
encuentra ya ante sí (RGV, 110).[29]
En
este contexto, tanto las ideas del reino de los cielos, del infierno, las
profecías, la noción de felicidad asociada a la instauración del reino de Dios,
y de Apocalipsis son, a fin de
cuentas, representaciones simbólicas
orientadas “sólo a la mayor vivificación de la esperanza y del denuedo y
ambición en orden a ese reino” (RGV, 134) moral que manda perseguir la suprema
ley ética, pues:
El
andador de la tradición santa con sus colgantes, los estatutos y observancias,
que hizo buen servicio en su tiempo, se hace poco a poco superfluo y finalmente
llega a ser una cadena cuando el hombre entra en la adolescencia. Mientras él
(el género humano) «era un niño, tenía la cordura de un niño» y sabía ligar con
los estatutos que le fueron impuestos sin su intervención una erudición e
incluso una filosofía que podía servir a la iglesia; «pero ahora llega a ser un
hombre, aparta lo que es pueril» (RGV, 122).
5) Notas finales
Como
ya varios/as estudiosos/as han apuntado, a diferencia de lo que se percibe en
la década de 1780, en la de 1790 Kant emplea “moral” (moralisch) en un sentido estrictamente metaético que comprende
tanto la esfera jurídica como la ética. De ahí lo confuso que puede ser a veces
leer en su Doctrina del derecho que
los mandatos jurídicos son también imperativos categóricos, o leyes morales. En
este contexto, lo moral parecería, de hecho, comenzar por la voluntad política
que cimenta, como hemos visto, al menos la forma de una sociedad (a través de
sus nociones de voluntad general y coacción recíproca) para hacer posible
dentro de ella el desarrollo de actitudes apropiadas (Gesinnungen) que lentamente logran trascenderle: lo moral se
asienta con lo político y el derecho y luego va más allá de ellos.[30]
Esto es todo lo que puede decirse desde la metafísica de las costumbres, puesto
que entrar en detalles acerca de cómo el uso externo de la libertad podría
favorecer la formación de las capacidades individuales necesarias para el uso
interno de la libertad implica descender al fangoso territorio de la
antropología. Sin embargo, y aún sin caer en este fango, la noción de
“comunidad ética” que se presenta en La
religión dentro de los límites de la mera razón supone un paso hacia esa
dirección. No es mi intención, sin embargo, afirmar que el propio Kant vio
estos estratos de lo social en este orden, o si quiera de este modo. Respetando
los ámbitos de su propio sistema de filosofía práctica conviene no perder de
vista que el metafísico y el antropológico son, en principio, comunicables,
aunque nunca quede del todo claro cómo es acaso esto posible: “social” se dice
de muchas maneras y acerca de muchas cosas diferentes, y en virtud de ello no
podemos sino tomar con cuidado los diversos objetivos que persigue el propio
Kant al tratar algún aspecto “intersubjetivo”, “recíproco”, “interactivo”, o de
coexistencia humana.
Un modo de exposición diferente de todo este asunto
podría comenzar con la teoría de la agencia ética de Kant, en virtud de que,
como lo he sugerido ya, parece concentrar tanto aspectos internos (la
normatividad intrínseca de las máximas) como externos (marcos de sentido). Con
ello se podría ir más directamente al problema del hiato que separa los usos
externo e interno de la libertad aunque, al mismo tiempo, se vuelva la atención
sobre el sujeto. Con el modo que he escogido aquí, sin embargo, me he propuesto
alcanzar una mayor claridad en la exposición del carácter externo que asumen
los diferentes estratos de lo social dentro de la filosofía práctica de Kant,
sin tener que descender al territorio de la antropología, incluida aquí la
historia; el objetivo es apreciar al menos parte del papel que los entornos
(espaciales, sociales, simbólicos, y culturales) parecen desempeñar entre
líneas dentro de su sistema práctico. En este contexto, la socialización de las
máximas que promueven las iglesias visibles oficia de bisagra, y permite
visualizar un proceso formativo de la agencia ética de fuera hacia adentro, i.e., del uso externo al uso interno de
la libertad; de lo geométrico y físico a lo químico y temporal. Las religiones
parecen desempeñar en este punto del planteo de Kant un papel que entiendo de
vital importancia: se presentan como centros de generación de metáforas,
conceptos, y símbolos que tienen la capacidad de abrigar ideas éticas
importantes para Kant, de un modo en el que no le sea extraño al común de las
personas. Si bien es cierto que esta generación cultural de representaciones
éticas debe ir siempre acompañada de explicaciones y precisiones afines a la
ley ética, la intención de nuestro filósofo era introducir un tamiz crítico
hacia el interior de las tradiciones religiosas de su tiempo para dirimir entre
sus bondades y perversiones, y desde allí impulsar la construcción de una
religión pura que facilitara la formación moral de las personas. Siempre dentro de configuraciones sociales, jurídicas y
políticas específicas, creo que esta mediación histórica del supremo principio
ético es digna de ser atendida sin con ello tener que descender al infierno de
la casuística.[31]
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· Departamento de Filosofía de
la Práctica, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de
la República, Uruguay, e-mail
de contacto: elkanteano@gmail.com
[1] Las traducciones de los pasajes textuales de Kant son extraídas de las versiones disponibles en nuestra lengua. En la bibliografía se encuentra el detalle de las ediciones empleadas.
[2] Véase una propuesta que conecta la premisa de la comunidad del suelo con la apropiación adquirida posterior, y la constitución de la soberanía y consecuente voluntad política dentro de Metafísica de las costumbres en Macarena Marey 2021, caps. 4 y 5.
[3] Katrin Flikschuh
(2010) acierta al recordar que dentro del planteo de Kant los derechos público,
de gentes y cosmopolita se imbrican en una relación simétrica tal, que no
pueden siquiera llegar a pensarse de forma independiente; todas ellas son
instancias jurídicas de una misma voluntad política unificada a priori dentro
de un irrebasable contexto espacial esférico: “Uno y otro de consuno [los
conceptos de derecho estatal y de derecho de gentes, M.F.], puesto que la
tierra no es ilimitada sino que es una superficie limitada por sí misma,
conducen inevitablemente a la idea de un derecho
político de gentes (ius gentiun)
o un derecho cosmopolita (ius cosmopoliticum),
de modo que, con tal de que a una de estas tres formas de estado jurídico le
falte el principio que restringe la libertad externa mediante leyes, el edificio
de las restantes queda inevitablemente socavado y acaba por derrumbarse” (MS,
RL, § 43, 311).
[4] Este principio del derecho ya lo había establecido Hegel en el § 4 (y § 3) de su Propedéutica filosófica de 1809-1811, donde aseguraba que “en la medida en que cada uno es reconocido como un ser libre, es una persona. El teorema del Derecho se puede por ello expresar también así: cada uno debe ser tratado por el otro como persona”.
[5] La perspectiva bélica del reconocimiento intersubjetivo, como bien han apuntado algunos contemporáneos (Honneth 1997, caps. 2 y 3), se encuentra en sus escritos de juventud (Hegel 2006).
[6] Sigo aquí las reconstrucciones de Frederick Neuhouser (2000, caps. 4 y 5) y Robert B. Pippin (2008, cap. 7).
[7] En lugar de enfatizar aquí el factum de la esfericidad de la tierra, Höffe (2004, pp. 21-9) se limita a apuntar (algo imprecisamente, según creo) que los conflictos dentro del estado natural se originan, según Kant, por compartir “el mismo ámbito vital”.
[8] “La división suprema
del derecho natural no puede ser la división en derecho natural y social (como
sucede a veces), sino la división en derecho natural y civil: el primero de los cuales se denomina derecho privado y el segundo derecho
público. Porque al estado de naturaleza
no se contrapone el estado social sino el civil: ya que en aquel puede muy bien
haber sociedad, sólo que no civil
(que asegura lo mío y lo tuyo mediante leyes públicas), de ahí que el derecho
en el primer caso se llame derecho privado” (MS, RL, 242).
[9] Alberto Pirni (2016), además de apuntar este mismo hiato, argumenta que puede ser superado a través de la tercera formulación del imperativo categórico (la del reino de los fines) al sostener que, al igual que la primera formulación, también constituye una formula metaética (de hecho, una que es tanto deon como thelos: GMS, 437) que puede correr tanto para la ética como para el derecho.
[10] Cabe agregar aquí una precisión: el deseo (Trieb) de reconocimiento es tratado por Hegel como tal en su Filosofía Real II (de 1805-1806) y Fenomenología del espíritu, y no en su Filosofía del derecho. En este último, como es bien sabido, el objeto de estudio se conforma por las figuras de la Idea de libertad.
[11] Para el asunto de si Kant emplea un método matemático en su doctrina del derecho, o si lo hace de forma analógica, véase Felipe González Vicén (1952, pp. 42-3) y Friedrich Kaulbach (1982, pp. 59-65).
[12] Mientras Rousseau (2009, Parte I, cap. viii) veía en el contrato social una irreversible transformación moral de los hombres naturales (véase Neuhouser 2011), Hobbes (1982, Parte I, cap. xiii) parece no apreciar allí modificación antropológica alguna por tratarse de una suerte de “experimento mental” (McLean 1981, p. 341; Höffe 2004, p. 22).
[13] Como es bien sabido, Kant plantea en su primera Crítica el problema de la libertad en términos cosmológicos antes que antropológicos y psicológicos, ya que el desafío primario consistía en determinar si acaso era posible conciliar la causalidad de la libertad (Kausalität durch Freiheit) con la de la naturaleza dentro de un mismo sistema metafísico. Lo curioso, sin embargo, es que entonces ofreció el célebre caso de la acción de levantarse de una silla (B 478) para ilustrar la causalidad de la idea de libertad, recurso argumental que siempre estuvo asociado al optimismo y voluntarismo moral y, en lo que aquí nos interesa, a una idea autosuficiente (y por tanto poco porosa a lo circundante) de la agencia individual.
[14] Owen Ware (2014)
ya había observado este aspecto para apuntar el proceder filosófico que Kant
parece ensayar en la segunda Crítica,
a diferencia de la que ensaya en Fundamentación.
Me alejo un poco, sin embargo, de su buen estudio, al señalar el carácter
cualitativo que Kant expresa en estos pasajes.
[15] Véase también KpV, 163.
[16] Disciplina que
elogia como más avanzada que la física de Newton en lo que a la metafísica de
la naturaleza se refiere (MS, 215).
[17] En particular, la preocupación de Kant es la de cómo gestionar el uso de las propiedades privadas, y de entre ellas, el de la tierra, puesto que a sus ojos ser propietario era algo constitutivo del concepto de ciudadano. En torno a este asunto conviene no olvidar que los textos políticos de Kant (MS, RL, §§ 8-9) y Hegel (2006, pp. 97-9; 2000, §§ 182-256) emplean recurrentemente el término Bürgerliche para hacer referencia a aquello que en español se suele traducir por “sociedad civil”. El término no discrimina lo “civil” de lo “burgués”, y por esta razón es que más tarde Marx observará que su lengua entrelaza injustificadamente la “sociedad civil” con la “sociedad burguesa”. Como es sabido, Marx tuvo que acudir al francés para recoger los términos bourgeois y citoyen (2012) y así poder formular la contradicción que él percibía entre el burgués y el ciudadano luego de la Revolución Francesa. Esto tiene, ciertamente, varias implicaciones dentro del pensamiento político de Kant, como lo es el polémico asunto de su distinción entre ciudadanía pasiva y activa (MS, § 46), sobre lo cual no puedo ocuparme aquí. Para la discusión de esta distinción remito al/la lector/a a Nuria Sánchez Madrid y Alessandro Pinzani (2016), Ma. J. Bertomeu (2019), y Macarena Marey (2021, cap. 6).
[18] Pues no es del todo evidente la aprioridad de la siguiente afirmación: “La posesión de todos los hombres sobre la tierra, que precede a todo acto jurídico suyo (está constituida por la naturaleza misma), es una posesión común originaria (communio possessionis originaria), cuyo concepto no es empírico ni depende de condiciones temporales”. La comprobación de que nuestro planeta es geoide tenía entonces poco más de dos siglos y medio, y tras su fallido Principios metafísicos… de 1786, Kant no había podido construir una metafísica conformada por conceptos medios (Mittelbegriffe) que permitiera anticipar a priori la cientificidad (o sistematicidad) de las leyes de la física. Él mismo confiesa haber descubierto esta “laguna” en su sistema en una carta que le dirige a Christian Garve el 21 de setiembre de 1798 (inmediatamente después de haber publicado las dos partes de su Metafísica de las costumbres [¡!]). Para el abordaje del problema de la Übergang véase Félix Duque (1991).
[19] Tal vez podría decirse que aquí se plantea la “insociable sociabilidad” humana en términos espaciales, a diferencia de aquella célebre formulación que la plantea en términos temporales (históricos) (IaG, 21-2).
[20] Esta es la expresión que emplea Macarena Marey (2021, cap. 7).
[21] Instrumentalización que no implica una reificación mutua: para el caso del matrimonio, por ejemplo, véase Bárbara Herman 1993. Por otra parte, aquí también ingresa el curioso asunto de la autopropiedad: mientras Kant desecha esta idea en su Doctrina del derecho por considerarla analíticamente contradictoria (MS, RL, 270), la enmarca como una de las faltas éticas más graves para con uno mismo (V-Mo/Collins, 341-4).
[22] Aquí sigo las lecturas de La religión de Philip J. Rossi (2005, cap. 4), Arthur Ripstein (2009, pp. 6 y ss.), James DiCenso (2011, cap. 3) y Macarena Marey (2021, cap. 7).
[23] En varios
sentidos, creo que el desafío teórico que aquí me propongo iluminar es similar
al que enfrenta Pierre Bourdieu (1985) con su noción de “habitus”, y su intento
de superar el objetivismo y subjetivismo de las ciencias sociales de su época.
[24] Como notará el/la lector/a, a continuación navegaré de forma apresurada entre espinosos y consabidos tópicos de la teoría de la agencia moral de Kant, tales como los de su formalismo, la relevancia de las objeciones de Hegel a Kant, y las fuentes de la normatividad de los mandatos éticos. Por cuestiones de circunscripción temática remito al/la interesado/a en estos asuntos a Christine M. Korsgaard (2009) y Martín Fleitas (2017).
[25] Sin mencionar
pasaje textual alguno, Korsgaard (2000, pp. 139-145) realiza una reconstrucción
similar (sobre todo de la teoría del alma virtuosa de Platón) que la lleva a
asumir un particular “realismo procedimental”.
[26] Conviene recordar aquí las diferencias que mantienen el conocido y polémico tratamiento ético que Kant hace de la mentira, y su tratamiento jurídico (VRL; MS, 238, nota, y 429).
[27] En este asunto
sigo de cerca las propuestas de Luis Placencia (2018; 2020).
[28] Como bien
apuntaba Felipe Martínez Marzoa en su estudio introductorio a la edición
española de La religión… de 1981
(nota 14), reviste importancia recordar que Gesinnung
(al menos en el uso que Kant hace de la palabra) no remite a la
interioridad que se capta a través del sentido interno, ni a ningún otro tipo
de interioridad visible, sino a la interioridad humana en tanto perteneciente
al reino nouménico. De ahí que en los Principios
metafísicos… Kant negara la posibilidad de que la psicología empírica
pudiera llegar a conformarse como una ciencia de la naturaleza del sentido
interno: “Pues la pura intuición interna, en la que deben construirse los
fenómenos del alma, es el tiempo, pero éste sólo tiene una dimensión”, y en
este contexto, “incluso la observación en sí misma altera y distorsiona ya el
estado del objeto observado” (MAN, 471).
[29] Sigo aquí la interesante lectura de James DiCenso
(2011, pp. 9-10): “An understanding of the ethical-political along these
dynamic or interactive lines helps clarify how Kant negotiates an innovative
approach to questions of religion. Even as he develops formidable
epistemological critiques of metaphysical, theological, and religious systems
disconnected from testable public and empirical realities, he also argues that
many of the ideas and ideals conveyed by these traditions, if ethically
interpreted and applied, can have a transformative effect within social and
political realities”.
[30] Otfried Höffe (1986, cap. 9), Katrin Flikschuh (2000, cap. 3), Adela Cortina (2008, pp. XXXIII y ss.), Rivera Castro (2003, pp. 162-3), Manfred Baum (2006), Macarena Marey (2021, caps. 1 y 2).
[31] Las ideas que impulsaron originalmente la realización del presente trabajo se gestaron durante la lectura del borrador de Voluntad omnilateral de Macarena Marey (CONICET, Argentina), y mi participación en la posterior discusión que sobre él organizó Paola Romero (Universidad de Friburgo, Suiza) hacia fines de Octubre de 2020. Sirva esta nota para expresar mi profunda gratitud hacia ellas.