Estratos de lo social: reconstrucción de un concepto de sociedad presente en la filosofía práctica de Kant

Strata of the social: a reconstruction of a concept of society present in Kants practical philosophy

 

Martín Fleitas González·

Universidad de la República, Uruguay

 

Resumen

El artículo reconstruye tres estratos de un concepto de lo social que puede encontrarse en la filosofía práctica de Immanuel Kant sin recurrir a sus textos de antropología e historia. Para ello se especifican las nociones de coexistencia humana (derecho natural) y coacción recíproca universal (derecho civil) que describe en su Metafísica de las costumbres, con el fin de indicar que con ellas no cabe referirse a una sociedad, sino a la forma de una. Posteriormente se reconstruyen algunas coordenadas de la “comunidad ética” presentes en La religión…, para argumentar, por una parte, que aquí puede hablarse de una sociedad como tal, y por otra, que esta puede conformar un puente entre la forma de la sociedad jurídica y la formación ética de las personas, i.e., entre el uso externo de la libertad y su uso interno, al (a) socializar máximas morales (b) y abrigar estas una peculiar normatividad intrínseca

 

Palabras clave

Immanuel Kant, lo social, política, filosofía del derecho, religión.

 

Abstract

The article reconstructs three strata of a concept of the social in Immanuel Kant’s practical philosophy without recurring to his anthropological and historical works. For it, the notions of human coexistence (natural right) and universal reciprocal coercion (civil right), that Kant describes in The Metaphysics of Morals, are specified to indicate that with them it is not possible to refer to a society, but to a form of it. Subsequently, some of the coordinates of the “ethical community” present in The religion…, are rebuilt to argue, on the one hand, that here we can speak of a society as such, and on the other hand, that it can form a bridge between the juridical society and the ethical education of people, that is, between the external and the internal use of freedom, because it allows to (a) socialize moral maxims and (b) harbour these a peculiar intrinsic normativity.

 

Key words

Immanuel Kant, the social, politics, philosophy of right, religion.

 

Introducción

La filosofía práctica de Kant no se ha distinguido por ser una de las más sensibles para con lo social. Sin embargo, es usual que aquellos que creen que su Fundamentación para una metafísica de las costumbres concentraba todo lo que aquel filósofo tenía para decir acerca de lo práctico dejen de lado los enfoques sociales que abrigan sus conocidas ideas políticas y jurídicas, y en materia de filosofía de la historia y antropología. A estas alturas, ningún lector avezado en sus textos aseguraría que lo social no se encuentra allí, a veces de fondo, otras veces en la superficie, aunque es bien cierto que conviene distinguir la mera coexistencia humana de lo social dentro de su filosofía práctica: digamos que, en rigor, no toda noción de coexistencia puede devenir por motu proprio en algo atinente a lo social. De ahí la importancia que reviste discriminar entre los planteos de Kant que remiten a la coexistencia humana forzada (por habitar un plantea que no es plano hasta el infinito), a la forma de la sociedad, y a las sociedades como tales, sin abandonar completamente el ámbito metafísico. En el § 41 de su Doctrina del derecho, por ejemplo, se afirma que la unión civil (unio civilis) no puede catalogarse como sociedad en virtud de que sus miembros (para Kant: el soberano y el súbdito) no están “coordinados, y los que se coordinan entre sí han de considerarse precisamente por eso como iguales, en la medida en que se encuentran sometidos a leyes comunes. Por tanto, aquella unión no es una sociedad, sino que más bien la produce (MS, RL, 307).[1] Algo curioso de este pasaje es que la unión civil, según la plantea el propio Kant, constituye con certeza una forma de convivencia regida por leyes compartidas a través de una voluntad general que unifica a priori los libres arbitrios de los seres racionales y finitos. Esto quiere decir que la comunidad política es, cuando menos, una forma de convivencia humana en la que los integrantes “se encuentran sometidos a leyes comunes”. Sin embargo, al atender la última afirmación podemos darnos cuenta de que Kant no parece estar hablando de leyes engendradas por el uso externo de la libertad, sino por su uso interno, y que en virtud de ello, una sociedad sólo puede ser un modo de coexistencia humana en la que sus miembros comparten, a foro interno, una estructura fundamental de mandatos prácticos (máximas). De ahí que, como lo sugiere la última afirmación del pasaje, la unión civil sea una idea metafísica de la forma (o condición de posibilidad) que debe tener una sociedad para poder gestionar el espacio compartido y no un sino de la naturaleza humana.

Impulsado en parte por la antecedente observación preliminar, sugiero que es posible reconstruir en el pensamiento práctico de Kant una serie de estratos de lo social que ni son esferas, ni son ámbitos, ni son formas de socialización que puedan inducir una interpretación evolutiva, sino momentos teoréticos de la conformación de un concepto de lo social. De modo similar a como Reinhart Koselleck (2001) delimita estratos de tiempo con el propósito de identificar diferentes ritmos y movimientos dentro de la univocidad de las dinámicas sociales históricas, cabe delimitar al menos tres momentos conceptuales de lo social dentro del pensamiento práctico de Kant que, como he mencionado, refieren a las formas de coexistencia humana, a la forma de lo social, y a lo social como tal. Para ello reconstruiré, en primer lugar, las instancias política y jurídica de su planteo que remiten tanto al derecho natural como al civil, para poner de relieve la conexión que allí se establece entre la noción kantiana de coacción universal y una forma específica de sociedad (1). En segundo lugar, analizaré algunas de las analogías matemáticas, físicas y químicas que sirven de andamiaje conceptual para la comprensión de los usos externo e interno de la libertad, con el objetivo de realzar los diferentes órdenes de lo social que se imbrican entre lo político y jurídico, y luego lo ético (2). Posteriormente navegaré por algunas de las coordenadas más destacadas de la “comunidad ética” que Kant presenta en su La religión dentro de los límites de la mera razón, para poner de relieve dos asuntos de gran importancia: en primer lugar, que aquí es donde Kant puede hablar sin reservas de una sociedad como tal, y en segundo lugar, que la comunidad ética parece ser una bisagra conceptual entre lo jurídico y lo ético (3). Para detallar cómo puede crearse una articulación de estas características argumentaré que es necesario tener presente, por una parte, la normatividad intrínseca de las máximas morales, y por otra, el destacado rol cultural que para Kant desempeñan las “iglesias visibles”, o fes eclesiales históricas, al socializar las máximas morales y con ello incrementar la posibilidad de que las personas puedan apropiarlas y eventualmente confirmarlas a foro interno (4). Finalmente, contextualizaré esta reconstrucción dentro de algunas nociones kantianas más generales (como la de moral), ya aceptadas por una parte significativa de la discusión especializada (5). Como se verá, la intuición de la presente reconstrucción resuena en múltiples estudios contemporáneos sobre Kant, aunque por el momento no sea posible encontrar una identificación de los estratos de su concepto de lo social.

 

1) Primera y segunda instancias de lo social: la voluntad política y el derecho

Para reconstruir el proyecto ilustrado que Kant pudo haber tenido en mente durante la elaboración de su filosofía práctica, conviene comenzar por aquella forma de interacción que a sus ojos parecía ser la más básica: la política. Esto se debe a que es la voluntad general la única que, desde un punto de vista práctico, puede conformar las garantías mínimas que requiere la convivencia de seres finitos y racionales dentro de un mismo espacio; y como veremos a continuación, aquella voluntad presupone una particular forma de interacción humana. El § 13 de la Doctrina del derecho se titula “Todo suelo puede ser adquirido originariamente y el fundamento de la posibilidad de esta adquisición es la comunidad originaria del suelo en general”; y allí dice Kant que la primera afirmación del título se justifica por un postulado de la razón práctica ya presentado en el § 2, mientras la segunda se funda en la siguiente prueba. Conviene citarla in extenso:

Todos los hombres están originariamente (es decir, antes de todo acto jurídico del arbitrio) en posesión legitima del suelo, es decir, tienen derecho a existir allí donde la naturaleza o el azar los ha colocado (al margen de su voluntad). Esta posesión (possessio), que difiere de la residencia (sedes) como posesión voluntaria y, por tanto, adquirida y duradera, es una posesión común, dada la unidad de todos los lugares sobre la superficie de la tierra como superficie esférica: porque, si fuera un plano infinito, los hombres podrían diseminarse de tal modo que no llegarían en absoluto a ninguna comunidad entre sí, por tanto, ésta no sería una consecuencia necesaria de su existencia sobre la tierra. –La posesión de todos los hombres sobre la tierra, que precede a todo acto jurídico suyo (está constituida por la naturaleza misma), es una posesión común originaria (communio possessionis originaria), cuyo concepto no es empírico ni depende de condiciones temporales, como por ejemplo el concepto inventado, pero nunca demostrable, de una posesión común primitiva (communio primaeva), sino un concepto práctico de la razón, que contiene a priori el principio según el cual tan sólo los hombres pueden hacer uso del lugar sobre la tierra siguiendo leyes jurídicas.

 

Como es bien sabido, la communio possessionis originaria de la tierra constituye una de las premisas de la Doctrina del derecho más importantes para poder luego argumentar que es la reciprocidad universal entre los seres humanos la única fuente de normatividad jurídica: Kant asegura que cuando “declaro que cualquier otro está obligado a abstenerse del objeto de mi arbitrio” (MS, RL, § 8, 256), cabe entonces contar con algo propio, poniendo así de relieve una reciprocidad universal a priori que no está atada al arbitrio personal; y es precisamente esta reciprocidad entre los seres humanos la que entronca luego con el principio de la igualdad innata de sus libertades externas, pues, si deseo generar una obligación para las demás personas que les prive de acceder a algo mío sin mi permiso, estoy “obligado recíprocamente con cualquier otro a una abstención pareja, en lo que respecta a lo suyo exterior; porque la obligación procede aquí de una regla universal de la relación jurídica exterior” (MS, RL, § 8, 256).[2] De manera que, como puede apreciarse, el carácter social que revela el ser humano al tener que lidiar con el derecho público, así como con el de gentes y cosmopolita, es evidente.[3] Sin embargo, no es tan evidente el tipo de sociabilidad que Kant le atribuye a aquella reciprocidad.

            En la medida en que la Metafísica de las costumbres pretende ser una metafísica y no una crítica o una antropología de las costumbres (MS, 215-7), Kant no cree que en este momento teorético deba considerase al ser humano como un animal social (propio del ámbito de la antropología), o como una abstracción de carácter trascendental (propio de las críticas), sino como un curioso ente facultado para socializar dentro de circunstancias concretas. De manera que cuando Kant asegura que “si [la superficie de la tierra] fuera un plano infinito, los hombres podrían diseminarse de tal modo que no llegarían en absoluto a ninguna comunidad entre sí, por tanto, ésta no sería una consecuencia necesaria de su existencia sobre la tierra”, se puede preguntar si acaso de verdad creía que ante la posibilidad de evitar la interacción recíproca tiene sentido imaginar seres humanos que no tuvieran ya necesidad de conformar asociación alguna. Si echamos un vistazo al planteo de Hegel sin perder de vista las evidentes diferencias contextuales y metodológicas que ofrece, se puede observar cómo este contrapone al pueblo como un a priori antropológico: las personas siempre provienen del vientre de una comunidad, y siempre dentro de ella se buscan recíprocamente para confirmarse unos a otros el estatus moral que creen poseer, o en todo caso, merecer. En el § 36 de la Filosofía del derecho, por ejemplo, puede leerse que “el mandamiento jurídico es: sé una persona y respeta a los otros como personas” en virtud de que, al igual que Kant (MS, TL, § 38), Hegel entiende el derecho “abstracto” como algo relacional, i.e., como una cuestión de reconocimiento recíproco (§§ 71 y 73).[4] De hecho, en la adición del § 37 apunta que todo el que persista en la intención de rehuir de las relaciones sociales que subyacen al derecho abstracto no puede sino caer en el error de tomar la parte por el todo, pues la “personalidad jurídica” no es más que un “aspecto de la relación total”.[5] Sin embargo, Hegel asegura que el “saberse persona de derecho” se gesta dentro de una trama social de igualdad: “Pertenece a la cultura, al pensar como conciencia del individuo en la forma de la universalidad, el que yo sea concebido como persona universal, en la que todos son idénticos” (§ 209, Observación). De modo que no parece importar demasiado si el día de mañana la humanidad logra desperdigarse a lo largo y ancho del sistema solar: siempre es esperable que las personas se soliciten mutuamente el reconocimiento de sus dignidades.[6] Para Kant, sin embargo, la comunidad política es una idea a priori que la razón produce espontáneamente frente a algo externo que, curiosamente, cuenta con un estatus a priori similar: un entorno que nos obliga a cohabitar, a estar próximos y que, en consecuencia, prohíbe nuestro aislamiento.[7] Y en este contexto, la noción de “reciprocidad universal” que sostiene su doctrina del derecho se construye en base a analogías físicas que remiten a cuerpos que se afectan sin ser por ello porosos, lo que hace de la sociabilidad humana una condición de posibilidad, más no un rasgo antropológico:

La misma unión civil (unio civilis) no puede denominarse adecuadamente sociedad; porque entre el soberano (imperans) y el súbdito (subditus) no existe una relación propia de socios; no son compañeros sino que están subordinados uno a otro, no coordinados, y los que se coordinan entre sí han de considerarse precisamente por eso como iguales, en la medida en que se encuentran sometidos a leyes comunes. Por tanto, aquella unión no es una sociedad, sino que más bien la produce (MS, RL, § 41, 307).

 

Si bien es cierto que en otro pasaje (de polémica autoría kantiana: Ludwig 2009) de Doctrina del derecho se afirma que tanto el derecho natural como el civil son formas de coexistencia humana dignas de ser calificadas como sociales,[8] aquí se nos dice específicamente que la comunidad civil debe ser entendida como un momento sustantivamente diferente y en gran medida discontinuo de aquel que conforma el derecho natural. Existe un hiatus entre estas formas de concebir la coexistencia en la medida en que la unión civil realza la universalidad de la forma de la interacción, mientras el derecho natural se concentra en la particularidad de sus contenidos (demandas).[9] Con todo, aquella unión civil que “no es una sociedad” sino la basa para la producción de una (macht vielmehr eine Gesellschaft), se presenta como una condición de posibilidad del derecho (en esto consiste, precisamente, el tratamiento metafísico del derecho), y junto a él, de la gestión del espacio compartido.

El a priori de la comunidad política es concebido por Kant en base a la premisa de la comunidad universal del suelo, y ante la posibilidad de que los seres humanos podamos desperdigarnos a lo largo y ancho del sistema solar cabe preguntarse cuánto puede estresarse aquel a priori. Para ilustrar esto insisto en contraponer el enfoque político y jurídico de Kant con el de Hegel: mientras Hegel entiende que el a priori de la socialización no se cimenta sobre la base de una cosa externa compartida, sino sobre la apetencia (Trieb) interna de las consciencias a la hora de autoconstituirse,[10] Kant parece fundar el a priori de la comunidad política sobre la base de una cosa externa (o más bien sentido externo) que es inevitablemente compartida; y es precisamente esta inevitabilidad del caso la que vuelve forzosa la tarea de dirimir racionalmente cómo gestionar y convivir en torno a aquella cosa (o sentido externo). Mientras Hegel percibe un a priori antropológico plural que traspasa deliberadamente las célebres distinciones críticas entre fenómeno y noúmeno al conectar lo gnoseológico con lo ontológico (Hegel 1995, pp. 53 y ss.), Kant evita apelar a premisas antropológicas y ahonda en los mecanismos que ofrece la razón práctica para gestionar la convivencia humana una vez que esta se hace forzosa, sin llegar a sostener que esta convivencia es para los humanos forzosa. De ahí que el enfoque metafísico ensayado en la Doctrina del derecho se estructure sobre la base de un préstamo metaético no muchas veces observado, proveniente de la physica generalis.

            Cuando atendemos al sentido que Kant le confiere a la “ley de una coacción recíproca que concuerda necesariamente con la libertad de todos bajo el principio de la libertad universal”, nos encontramos con una “construcción de aquel concepto; es decir, la exposición del mismo en una intuición pura a priori, siguiendo la analogía de la posibilidad de los movimientos libres de los cuerpos bajo la ley de igualdad de la acción y la reacción” (MS, RL, § E, 233).[11] Aquí Kant explica que el concepto de derecho no puede deducirse de sí mismo, sino de la noción de “coacción recíproca e igual, sometida a leyes universales, y coincidentes con él”. Y así como la noción dinámica de movimiento subyace en la geometría en tanto parte de la matemática pura (afirmación que parece remitir a la noción trascendental del movimiento: B 154, nota), “la razón ha cuidado de proveer en lo posible también al entendimiento con intuiciones a priori para construir el concepto de derecho”:

Lo recto (rectum), como lo derecho, se opone en parte a lo curvo, en parte a lo oblicuo. En el primer caso tenemos la constitución interna de una línea, de tal modo que entre dos puntos dados sólo puede haber una, pero en el segundo caso tenemos la posición de dos líneas, que se cortan o chocan entre sí, de las cuales también sólo puede haber una (la perpendicular) que no se incline más hacia un lado que hacia el otro y que divida el espacio en dos partes iguales; siguiendo esta analogía, también la doctrina del derecho quiere determinar a cada uno lo suyo (con precisión matemática), cosa que no puede esperarse de la doctrina de la virtud, que no puede rehusar un cierto espacio a las excepciones (latitudinem) (MS, RL, § E, 233).

 

De modo similar a como la ley de gravitación entre los “movimientos libres” de los cuerpos a través de atracciones, acciones y reacciones, “el derecho entraña un equilibrio entre la acción y la reacción, fruto de la ley de la libertad” (Refl., 135; TP, 293). No parece tratarse, desde este punto de vista, de una reciprocidad coactiva constitutiva de las personas (antropológica), sino de una cualidad inevitable acorde a la inevitabilidad física y geométrica que presupone la convivencia humana al estar encerrados en un mismo espacio: se trata de una reciprocidad humana (o forma de una sociedad) atómica, no porosa, pero forzosa, que sin embargo debe ser mantenida a toda costa sin caer en la injusticia:

 

La voluntad universal del pueblo se ha unido para configurar una sociedad que ha de conservarse perpetuamente y se ha sometido al poder estatal interno con el fin de conservar a los miembros de tal sociedad incapaces de mantenerse por sí mismos. Por tanto, gracias al Estado es lícito al gobierno obligar a los poderosos procurar los medios de subsistencia a quienes son incapaces de ello, incluso en lo que se refiere a las necesidades más básicas (MS, RL, 326).

 

2) Sobre lo cuantitativo y lo cualitativo en la filosofía práctica de Kant.

               Si seguimos de cerca algunas de las connotaciones que traen consigo las analogías físicas y geométricas que le sirven a Kant para referirse a la comunidad política, podemos observar que el uso externo de la libertad no presupone agentes porosos a la intersubjetividad y a las circunstancias, sino agentes en cierto modo “cerrados”, ya autoconcluidos, que si bien se influencian físicamente por el factum de ocupar un espacio dentro de un suelo común (MS, RL, §14, 263), y coordinan sus acciones a través del uso público de la razón, no se conforman como personas recíprocamente. Con esto quiero decir que el carácter político que descansa en la soberanía conformada por la unión a priori de los arbitrios de todos los individuos presupone una peculiar concepción de estos, una en la que se consideran ya formados y no en proceso social de conformación. Aquí las diferencias entre los planteos de Kant y Hegel vuelven a ser ilustrativas: las libertades externas, según Kant parece entenderlas, colisionan entre sí con diversas intensidades y resultados como si de cuerpos físicos se tratasen. De ahí que el concepto de derecho parezca querer jugar un rol familiar al que desempeña la ley gravitacional dentro de la física de Newton: el primero desde las capacidades trascendentales de la razón práctica, el segundo desde la ciega teleología natural. Hegel, por su parte, insiste en que las conciencias se conforman entre sí al desafiarse y exigirse mutuamente diversos tipos de confirmaciones morales: la bildung de estas es tanto formal como ontológica.

            La ausencia de porosidad intersubjetiva que parece tener Kant en mente en su Doctrina del derecho no sólo se ve sostenida por aquella “construcción” analógica del concepto de reciprocidad universal conforme a la physica generalis, sino también cuando insiste en que no sólo no es posible imponerle un fin a alguien, sino que, de ser esto posible, aquel acto incurriría en la falta moral de violar el principio de la autonomía. Esta insistencia cobra sentido dentro de la distinción que Kant establece entre los usos interno y externo de la libertad, y las características cualitativas y cuantitativas que se adivinan en uno y otro. El uso externo de la libertad no promueve, en principio, dinámicas cualitativas que modifiquen en algún sentido la subjetividad de los integrantes de la comunidad política, sino más bien el comercio de fuerzas: “La resistencia que se opone a lo que obstaculiza un efecto fomenta ese efecto y concuerda con él”, dice Kant, al intentar explicar por qué el derecho está ligado a la facultad de coaccionar (MS, § D, 231). Esto no quiere decir que Kant se aleje de Rousseau y se acerque en su lugar a Hobbes a la hora de determinar si el contrato social es o no un momento de autoconstitución de la agencia individual, sino que esquiva el asunto al prescindir, fundamentalmente, de cualquier componente antropológico que perjudique su tratamiento metafísico del derecho.[12] Sin embargo, Kant parece deslizar una comprensión puramente matemático/física de la subjetividad política cuando insiste en que las personas no pueden (ni deben) imponerse fines entre sí. Esto se debe a que Kant estuvo la mayor parte de su vida convencido de que era física y psicológicamente imposible imponerle un fin a alguien desde fuera, dado que la tarea de imponernos fines a perseguir corre por cuenta exclusiva de nuestra racionalidad práctica. Sin embargo, no es menos cierto que nuestro filósofo pudo apreciar cómo aquello no era del todo imposible (en especial por lo que generó en su tiempo el conocido edicto de Johann Ch. von Wöllner), y por ello tuvo que agregar que de ser posible, pues no sería ético (TP, 290-1; RGV, 134, nota; SF, 18-9 y 21-2). De todas formas, la imagen original del ciudadano que tiene Kant en mente es la de una entidad finita y racional poco porosa, y a ello se debe su convicción acerca de este asunto, con lo cual se realza el carácter contrapuesto y cualitativo que presenta el uso interno de la libertad.[13]

Cuando Kant se propone dar cuenta de cómo la ley moral ética es capaz de generar en nosotros ciertas transformaciones (sedimentaciones) antropológicas tendientes a la virtud y al carácter, emplea analogías químicas, y con ellas parece describir procesos de constitución de la subjetividad.[14] Recuérdese, por ejemplo, cuando enlaza el proceder del químico que “añade álcali a una solución calcárea en espíritu de sal” con el proceder de alguien que le muestra a “un hombre honrado (…) esa ley moral en que reconoce la indignidad de un mentiroso”:

(…) al instante su razón práctica (…) abandona el beneficio, se fusiona con aquello que le infunde respeto hacia su propia persona (…) y el beneficio, tras haber sido separado y enjuagado de todo apego a la razón (…), se ve sopesado por cada cual para entablar eventualmente negociaciones con la razón en otros casos, excepto cuando pudiera contrariar a esa ley moral que la razón jamás abandona por hallarse íntimamente fusionada con ella (KpV, 92-3).[15]

 

Da la impresión de que, por aquel entonces (mitad de la década de 1780), Kant creía que la acción moral era capaz de subproducir “reacciones” antropológicas, y dejar en nosotros residuos caracterológicos que propician la conformación de una virtud siempre defectuosa y provisional; pues “de una madera tan retorcida como la de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto” (IaG, 23-4; RGV, 101). De manera que si Kant se representa el funcionamiento de la racionalidad práctica ética a través de analogías químicas,[16] y a través de analogías físicas construye el proceder de la racionalidad jurídica, cabe preguntarse si en algún momento los dos usos de la libertad se conectan o influyen; y si es así, cómo lo hacen.

 

3) Tercera instancia de lo social: la religión racional

Aquel curioso pasaje en el que Kant afirma que situados en un suelo plano e infinito los seres humanos no entrarían en comunión alguna, sino que tenderían a dispersarse, hace pensar que la sociabilidad subyacente a su noción de reciprocidad universal no es más que la forma que debería tener una sociedad; razón por la cual nada se dice acerca de los contenidos éticovitales que deberían orbitar dentro de ella. Con esta forma de sociabilidad se parece referir, como he intentado mostrar, a entes racionales y finitos que no son porosos entre sí, a cuerpos que una vez forzados a cohabitar se ven envueltos en la necesidad de gestionar su convivencia espacial y temporal de acuerdo a la razón práctica.[17] Si bien es difícil de creer que el propio Kant juzgase realmente que los seres humanos no son inevitablemente sociables desde el punto de vista antropológico, y que asumiera que en algún punto tiene sentido pensarnos como una “ligera paloma” que “podría imaginarse que volaría mucho mejor aún en un espacio vacío” (B 9), no hay muchos pasajes dentro de su Metafísica de las costumbres que lo dejen claro, en virtud de que, en tanto metafísica y no crítica o antropología de las costumbres, no desea comprometer su sistema con concepciones de la naturaleza humana; algo que no ocurre con una Tugendlehre que consagra cierto ethos concreto y hasta avanza notas para una “antropología metafísica” (Heller 1984, pp. 21-96). Su Doctrina del derecho es un sistema que deriva su aprioridad de su posibilidad, respetando el proceder del imperativo categórico, y al mismo tiempo pretendiendo no comprometer a la razón teórica con alguna afirmación epistémica acerca del mundo.[18] De ahí la posibilidad teórica de pensar al ser humano tanto social como asocialmente.[19]

Ahora bien, entre la perspectiva de la physica generalis que permite elaborar el concepto de la reciprocidad universal (uso externo de la libertad) y la analogía experimental que Kant extrae de la química para dar cuenta de la posibilidad de la acción ética (uso interno de la libertad) existe una esfera de socialización que intentó abordar en términos de crítica de la religión. No son pocos los que han visto en La religión dentro de los límites de la mera razón las bases de una especie de “ética política”[20] que tiene por objetivo fundamental gestionar (no eliminar) el mal radical, en virtud de que este, según lo entiende Kant, puede aflorar del libre arbitrio de individuos aun insertos en sociedades legítimas y equitativas (RGV, 93-4). El carácter externo del derecho le impide a este ingresar en el mundo de las actitudes (Gesinnungen) que dan vida a nuestra voluntad, y por esta razón es que precisamente allí, en el uso interno de la libertad, el mal radical puede brotar y volverse algo normal a pesar de participar de una estructura institucional justa. Dentro de este contexto, la ausencia de porosidad intersubjetiva que subyace a la forma de la sociabilidad jurídica permite que los individuos puedan entablar tratos orientados por la instrumentalización mutua al no poder decir demasiado acerca de lo ético (RGV, 98-9).[21] Y así entra en escena el desafío de delimitar cómo se puede abandonar el estado de naturaleza ético que sobrevive a la superación del estado de naturaleza político cuando no existe un imperativo evidente que nos obligue a hacerlo (RGV, 96).

Aquella comunidad ética que Kant intenta delimitar en la Primera sección de la Tercera parte de La religión remite a una forma de sociabilidad que le permite a sus miembros llevar adelante una ética de la virtud ya no pensable, sino concreta, históricamente situada, y culturalmente imbuida.[22] Esto se debe al hecho de que el mal radical es un producto social del libre arbitrio de personas concretas, no es un rasgo antropológico, y por tanto, ahistórico de estas; y ante un desafío concreto e histórico de estas características Kant tuvo que concebir aquella sociedad ética como un medio (no un mecanismo) de conversión “del corazón de los hombres”. Se trata de una forma de sociabilidad específica que ofrece los recursos necesarios para que cada persona pueda emprender y sostener en el tiempo su autoconformación virtuosa sin estar forzado a ello: “La virtud hacia uno mismo cobra fuerzas en la misma medida que se fortalecen las virtudes para con los demás, si bien estas amansan y moderan el vigor” (escribía ya en 1772: Refl., 6763).

Como bien se sabe, el deber de conformar esta clase de sociedad no descansa en las personas individualmente consideradas, sino que se trata de un deber del “género humano para consigo mismo” que consiste en “la promoción del bien supremo como bien comunitario” (RGV, 97-8). Sin embargo, Kant agrega que el deber de esta promoción colectiva sabe bien de las dificultades ligadas a la finitud humana que enfrenta, y por ello es que “Se sospechará ya de antemano que este deber necesitará del supuesto de otra idea, a saber: la de un ser moral superior mediante cuya universal organización las fuerzas, por sí insuficientes, de los particulares son unidas en orden a un efecto comunal”  (RGV, 98). El concepto de una sociedad ética es, nos dice Kant, el “concepto de un pueblo de Dios” conforme a leyes éticas: de esta forma, la iglesia “invisible” que oficia el imperativo categórico sirve de tamiz crítico para dirimir entre las bondades y las perversiones de las iglesias “visibles” (históricas) pues, por una parte, estas pueden vehiculizar con sus diversas fes religiosas la “fe pura” que necesitan las personas para llevar adelante una ética de la virtud (RGV, 107), aunque por otra, pueden también convertirse en un mecanismo eficiente para la conformación de subjetividades obedientes, o de “fe pasiva” (Refl., 6903; RGV, 134, nota). De hecho, es precisamente este último rostro de las iglesias históricas el que nos permite apreciar con cierta claridad cómo Kant plantea las instancias de lo social desde fuera hacia dentro, comenzando con la voluntad política y el derecho (libertad externa), pasando luego por la comunidad ética (engarce entre la libertad externa e interna), y alcanzando finalmente la agencia ética (libertad interna). La comunidad ética sería, desde esta perspectiva, un estrato teorético de lo social dentro del cual puede hablarse con propiedad de lo social sin abandonar el campo de la metafísica, en virtud de que en ella los miembros “se encuentran sometidos a leyes comunes” que no fueron producidas por el uso externo de la libertad, sino por su uso interno. Por esta razón sugiero que se podría ver en esta concatenación de ámbitos un proceso civilizatorio que coincide con una especie de bildung, o proceso de conformación de la subjetividad moral, aunque para ello habría que explicar, entre tantos otros asuntos que no puedo abordar aquí, por qué la sociedad ética, y en este caso, las iglesias “visibles”, tienen la capacidad de posibilitar las bases de la ética de la virtud. Para ello intentaré precisar en lo que sigue la importancia que creo que Kant le concedía a la socialización de las máximas morales.

 

4) El realismo moral de las máximas y su socialización

            Sugiero que colocando las piezas del modo en el que lo vengo haciendo se pueden apreciar componentes de un proceso de conformación de la subjetividad que va de fuera (uso externo de la libertad) hacia dentro (uso interno de la libertad), y que tiene en la noción de “comunidad ética” una de sus bisagras más destacables.[23] Esto se debe a que Kant confiere capital importancia a todas aquellas esferas de socialización dentro de las cuales los individuos tienen la oportunidad de conocer máximas afines a la ética de la virtud: trátese de las religiones históricas (RGV, 46-7, 112, 132-3), de la enseñanza cotidiana (V-Anth-Mron, 111 y ss.), o de la enseñanza formal (Päd, 499 y ss.), Kant parece convencido de que la formación moral de las personas se inicia con el acceso al acervo cultural históricamente disponible, en la medida en que sólo allí se pueden hallar los recursos necesarios para inteligir, ensayar, y elaborar las máximas de acción propias. Dentro de unas condiciones de socialización favorables, los miembros de una comunidad tienen la oportunidad de desarrollar sus capacidades racionales a través de la apropiación del saber público que se ha ido forjando de generación en generación; aunque, lejos de tan sólo promover la absorción y reproducción de aquel saber, Kant insista en que los individuos deben confirmarlo una y otra vez por medio de sus juicios particulares sin renunciar, asimismo, a la tarea de compartir las razones que orientan sus entendimientos. De ahí que las religiones históricas constituyan una de las vías de “conocimiento del hombre acerca de sus deberes como (tanquam) mandatos divinos” (Refl., 646-7; RGV, 154) aún disponibles en las sociedades modernas. Y para comprender por qué la socialización de las máximas morales es tan importante dentro del proyecto ilustrado de Kant destacaré dos aspectos importantes de su teoría de la agencia ética: por una parte, la normatividad intrínseca de las máximas, y por otra, el marco de sentido dentro del cual las personas pueden efectivamente apropiarlas, elaborarlas, y luego autoatribuírselas para enmarcar sus acciones como suyas, i.e., como intencionales.[24]

En lo que se refiere al primer asunto es preciso no olvidar que, desde el punto de vista de Kant, aquellos “principios subjetivos del obrar” contienen las formas judicativas apropiadas para luego convertirse en leyes universales: “la propia idoneidad de la máxima de toda buena voluntad para convertirse ella misma en ley universal es la única ley que se impone a sí misma la voluntad de todo ser racional, sin colocar como fundamento de dicha voluntad móvil e interés algunos” (GMS, 445). En este punto Kant parece afirmar que el imperativo categórico evalúa las pretensiones de validez de las máximas a través de la confirmación de sus estructuras internas o formas. El célebre caso de la falsa promesa ilustra parte de lo que nuestro filósofo tiene en mente a la hora de mostrar por qué la máxima que le subyace no satisface los estándares éticos de su propuesta: es precisamente su fallida pretensión de validez universal la que la delata. A diferencia del énfasis material que presenta la Tugendlehre, el imperativo categórico que Kant formula en la década de 1780 hinca sus dientes evaluativos en la forma o disposición interna de los contenidos de la máxima; y en virtud de ello, sus exigencias son exclusivamente metaéticas. De manera que lo considerado por la prueba de universalidad no es tanto el contenido de la máxima (la falsa promesa, el suicidio, devolver los depósitos, etc.) sino la forma en la que esta articula su pretensión de validez. En cierto modo, esto quiere decir que las máximas son, al decir de Christine M. Korsgaard, “intrínsecamente normativas”.[25] Si bien estas tienen que pensarse como un producto socialmente generado y disponible (aspecto que desarrollaré en breve), las máximas tienen que ser cuando menos inteligibles y efectivamente comprendidas (inteligidas) por los agentes para poder luego considerar sus autoridades (razones) y conforme a ellas evaluar posibles justificaciones prácticas. No cabe duda de que parte del contenido (lingüístico, semántico, y axiológico) de las máximas ya está disponible en las esferas de socialización que se habitan, pero esta no se constituye como candidata a ley moral si el agente no logra considerarla como un posible “principio subjetivo” de su obrar. De ahí que la enseñanza de las máximas sea algo tan caro: si estas en sus disposiciones internas ya son “intrínsecamente normativas”, resulta conveniente entonces socializar el acceso a ellas para ser apropiadas y eventualmente asentidas reflexivamente, vía imperativo categórico, por los individuos. En esto reposa, precisamente, parte de la publicidad de los contenidos que promueve aquella sociedad ética de La religión.

Veamos un caso ilustrativo para examinar más detenidamente el asunto: en rasgos generales, en la mayor parte de las sociedades occidentales se considera que la acción de no decir la verdad constituye una falta ética. A pesar de que la mentira parezca revelar procesos de aprendizaje filogenéticos (Garrett et al 2016), y que desde el punto de vista instrumental sea más fácil justificar la mentira que decir la verdad, su estatuto ético occidental parece ser siempre el mismo, a saber, el de suponer un daño a la confianza mínima que requiere cualquier forma de convivencia humana exitosa (ONeill 2002).[26] Sin embargo sabemos que para Kant no es suficiente decir la verdad, puesto que la acción debe ser animada por una máxima satisfactoria según los estándares del imperativo categórico: uno puede evitar la mentira por temor al castigo que sobreviene a su descubrimiento (sobre todo por la omnisciencia divina o de la propia consciencia), o puede decir la verdad por mor del deber. Lo importante aquí no es tanto apuntar el célebre bisturí deontológico que dirime entre la inmoralidad de una acción y la moralidad de la otra, sino que Kant parece creer que de no estar socializada la máxima de no mentir, el desafío práctico de tener que reflexionar acerca de las razones que justifican nuestra acción no puede surgir. Aquel abismo que experimenta el individuo al saberse libre de la autoridad de las inclinaciones (MAM, 112) no le convierte en un dios, pues no puede crear por sí mismo sus cursos de acción, sino que le convierte en un ente que nada más (y nada menos) es capaz de asentir, rechazar y reconstruir reflexivamente aquellos candidatos motivacionales; se trata de un ente facultado para revisar y sopesar racionalmente máximas aspirantes a ley moral ya disponibles en el entorno cultural que se habita. De ahí la importancia de las esferas religiosa, educativa, y pedagógica, en lo que a la socialización de las máximas se refiere: una vez disponibles las máximas adecuadas en el horizonte simbólico que se habita, puede confiarse en que el individuo podrá eventualmente confirmarlas mediante su asentimiento reflexivo mientras desarrolla sus capacidades cognitivas dentro de entornos de socialización saludables, y así dar paso, precisamente, a la producción/reproducción de una sociedad como tal.

Lo anterior me permite pasar sin demasiada violencia hacia la segunda característica de la teoría kantiana de la agencia ética que reviste interés para el asunto que analizamos; y es que para comprender y revisar una máxima que aspira a convertirse en ley es necesario, entre otras cosas, (i) comprender el sentido de la acción que esta abriga, (ii) confirmar su autoridad (razones) como justificante de la acción, y (iii) considerar la posibilidad de que aquel posible “principio subjetivo del obrar” sea susceptible de convertirse en nuestro principio subjetivo del obrar. La confirmación de la máxima considerada (lo que significa satisfacer el examen de la universalidad) implica al mismo tiempo asumir que esta puede efectivamente convertirse en nuestra voluntad, y que conforme a ella podemos (podremos) atribuirnos la autoría de la acción exhortada. Sin embargo, la intencionalidad de nuestras acciones morales no se reduce exclusivamente a la constatación de las máximas que creemos que animan nuestra voluntad, precisamente porque Kant (al menos en su período crítico) no confiaba en absoluto en la capacidad de la razón para, por medio de la introspección, descubrir nuestros auténticos motivos de acción (GMS, 471, 11-31; RGV, 138-9; Anth, 143, 4-12).[27] Si interpretamos el sentido de nuestras acciones tan sólo en base a las declaraciones que hacemos acerca de sus contenidos, tendríamos que asumir que tarde o temprano nuestras intenciones pueden volverse transparentes a nuestros ojos, y esto es algo con lo cual Kant polemizaba decididamente, incluso para el caso de la felicidad (GMS, 418). Sin importar el conjunto de razones que se tenga para compartir, el homines phaenomena siempre será para sí mismo un homines noumena.[28] Asimismo, el escepticismo epistémico de Kant frente al contenido de nuestras intenciones tampoco corre solamente para la introspección, sino también para el modo en el que a través de ella podemos dar cuenta del horizonte simbólico dentro del cual tenemos la oportunidad de, en primer lugar, comprender y considerar la máxima. Las declaraciones del contenido de las intenciones que podamos realizar, sin importar cuan profunda sea nuestra autorreflexión, dejaría por fuera el hecho de que, al igual que sucede en las tragedias griegas, siempre se puede estar convencido (i.e., tener razones) de estar haciendo algo correcto cuando en realidad se está protagonizando un horror indecible. La acción siempre implica una externalidad, o un “para otros”, que no está en las manos del agente que actúa, a pesar de que no se pueda dejar de recurrir (y de volver) a ella a la hora de comprender correctamente el sentido de la acción que entraña la máxima considerada. Al igual que sucedió con Edipo, puede que el auténtico sentido de las intenciones sea accesible para el agente con el tiempo, i.e., retrospectivamente, aunque también puede que esto no suceda jamás (lo que ocurre para el caso de la felicidad). Esta realidad social “independiente”, de hecho, es la que le permite a Kant establecer como uno de los pasos del examen de universalidad la necesidad de imaginar un mundo en el cual la máxima considerada sea aplicada por los individuos cual si fuese una ley de la naturaleza (GMS, 421; KpV, 69), pues, desde su perspectiva, las máximas siempre deben ser estimadas dentro de un marco social en el que todos los individuos se comportan como fines en sí mismos. Siendo un poco más audaces, tal vez podría decirse que el examen de la universalidad no se aboca a dirimir su sentido cotidiano, pues este ya viene dado por el entorno histórico que se habita, sino su sentido estrictamente (lógico y) moral (su normatividad intrínseca): una máxima que no cumple con los estándares del imperativo categórico no tiene sentido de ser (si se me permite la ambigüedad) en un hipotético reino de los fines.

Así las cosas, la normatividad intrínseca de la máxima y el marco “externo” (social y simbólico) que posibilita su comprensión y ponderación permiten, en primer, revisar la célebre crítica formalista que desde Hegel (2000, § 135, Observación) a la fecha se le ha dirigido a la ética de Kant, y en segundo lugar, incorporar una de las notas más destacables de aquellos estratos de lo social que descansa en la comunidad ética. Y es que las iglesias visibles, con sus sagradas escrituras, sus eruditos y sus explicaciones de ellas, sus estatutos, y consecuentes fes eclesiales, pueden vehiculizar el sentido interno de la ley ética en la medida en que se acerquen progresivamente a la universalidad:

Hemos observado que, si bien una iglesia carece de la señal de mayor peso de su verdad —a saber: la de una pretensión legítima de universalidad— cuando se funda sobre una fe revelada, la cual, en cuanto fe histórica (aunque muy extendida mediante una Escritura y asegurada así a la más tardía posteridad), no es susceptible de ninguna comunicación universal que produzca convicción, sin embargo, a causa de la necesidad natural que tienen todos los hombres de exigir siempre para los supremos conceptos y fundamentos de Razón algún apoyo sensible, alguna confirmación empírica o similar (a lo cual efectivamente hay que atender cuando se tiene la mira de introducir universalmente una fe), ha de utilizarse alguna fe eclesial histórica, que generalmente uno encuentra ya ante sí (RGV, 110).[29]

 

En este contexto, tanto las ideas del reino de los cielos, del infierno, las profecías, la noción de felicidad asociada a la instauración del reino de Dios, y de Apocalipsis son, a fin de cuentas, representaciones simbólicas orientadas “sólo a la mayor vivificación de la esperanza y del denuedo y ambición en orden a ese reino” (RGV, 134) moral que manda perseguir la suprema ley ética, pues:

El andador de la tradición santa con sus colgantes, los estatutos y observancias, que hizo buen servicio en su tiempo, se hace poco a poco superfluo y finalmente llega a ser una cadena cuando el hombre entra en la adolescencia. Mientras él (el género humano) «era un niño, tenía la cordura de un niño» y sabía ligar con los estatutos que le fueron impuestos sin su intervención una erudición e incluso una filosofía que podía servir a la iglesia; «pero ahora llega a ser un hombre, aparta lo que es pueril» (RGV, 122).

 

5) Notas finales

Como ya varios/as estudiosos/as han apuntado, a diferencia de lo que se percibe en la década de 1780, en la de 1790 Kant emplea “moral” (moralisch) en un sentido estrictamente metaético que comprende tanto la esfera jurídica como la ética. De ahí lo confuso que puede ser a veces leer en su Doctrina del derecho que los mandatos jurídicos son también imperativos categóricos, o leyes morales. En este contexto, lo moral parecería, de hecho, comenzar por la voluntad política que cimenta, como hemos visto, al menos la forma de una sociedad (a través de sus nociones de voluntad general y coacción recíproca) para hacer posible dentro de ella el desarrollo de actitudes apropiadas (Gesinnungen) que lentamente logran trascenderle: lo moral se asienta con lo político y el derecho y luego va más allá de ellos.[30] Esto es todo lo que puede decirse desde la metafísica de las costumbres, puesto que entrar en detalles acerca de cómo el uso externo de la libertad podría favorecer la formación de las capacidades individuales necesarias para el uso interno de la libertad implica descender al fangoso territorio de la antropología. Sin embargo, y aún sin caer en este fango, la noción de “comunidad ética” que se presenta en La religión dentro de los límites de la mera razón supone un paso hacia esa dirección. No es mi intención, sin embargo, afirmar que el propio Kant vio estos estratos de lo social en este orden, o si quiera de este modo. Respetando los ámbitos de su propio sistema de filosofía práctica conviene no perder de vista que el metafísico y el antropológico son, en principio, comunicables, aunque nunca quede del todo claro cómo es acaso esto posible: “social” se dice de muchas maneras y acerca de muchas cosas diferentes, y en virtud de ello no podemos sino tomar con cuidado los diversos objetivos que persigue el propio Kant al tratar algún aspecto “intersubjetivo”, “recíproco”, “interactivo”, o de coexistencia humana.

Un modo de exposición diferente de todo este asunto podría comenzar con la teoría de la agencia ética de Kant, en virtud de que, como lo he sugerido ya, parece concentrar tanto aspectos internos (la normatividad intrínseca de las máximas) como externos (marcos de sentido). Con ello se podría ir más directamente al problema del hiato que separa los usos externo e interno de la libertad aunque, al mismo tiempo, se vuelva la atención sobre el sujeto. Con el modo que he escogido aquí, sin embargo, me he propuesto alcanzar una mayor claridad en la exposición del carácter externo que asumen los diferentes estratos de lo social dentro de la filosofía práctica de Kant, sin tener que descender al territorio de la antropología, incluida aquí la historia; el objetivo es apreciar al menos parte del papel que los entornos (espaciales, sociales, simbólicos, y culturales) parecen desempeñar entre líneas dentro de su sistema práctico. En este contexto, la socialización de las máximas que promueven las iglesias visibles oficia de bisagra, y permite visualizar un proceso formativo de la agencia ética de fuera hacia adentro, i.e., del uso externo al uso interno de la libertad; de lo geométrico y físico a lo químico y temporal. Las religiones parecen desempeñar en este punto del planteo de Kant un papel que entiendo de vital importancia: se presentan como centros de generación de metáforas, conceptos, y símbolos que tienen la capacidad de abrigar ideas éticas importantes para Kant, de un modo en el que no le sea extraño al común de las personas. Si bien es cierto que esta generación cultural de representaciones éticas debe ir siempre acompañada de explicaciones y precisiones afines a la ley ética, la intención de nuestro filósofo era introducir un tamiz crítico hacia el interior de las tradiciones religiosas de su tiempo para dirimir entre sus bondades y perversiones, y desde allí impulsar la construcción de una religión pura que facilitara la formación moral de las personas. Siempre dentro de configuraciones sociales, jurídicas y políticas específicas, creo que esta mediación histórica del supremo principio ético es digna de ser atendida sin con ello tener que descender al infierno de la casuística.[31]

           

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· Departamento de Filosofía de la Práctica, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República, Uruguay, e-mail de contacto: elkanteano@gmail.com

[1] Las traducciones de los pasajes textuales de Kant son extraídas de las versiones disponibles en nuestra lengua. En la bibliografía se encuentra el detalle de las ediciones empleadas.

[2] Véase una propuesta que conecta la premisa de la comunidad del suelo con la apropiación adquirida posterior, y la constitución de la soberanía y consecuente voluntad política dentro de Metafísica de las costumbres en Macarena Marey 2021, caps. 4 y 5.

[3] Katrin Flikschuh (2010) acierta al recordar que dentro del planteo de Kant los derechos público, de gentes y cosmopolita se imbrican en una relación simétrica tal, que no pueden siquiera llegar a pensarse de forma independiente; todas ellas son instancias jurídicas de una misma voluntad política unificada a priori dentro de un irrebasable contexto espacial esférico: “Uno y otro de consuno [los conceptos de derecho estatal y de derecho de gentes, M.F.], puesto que la tierra no es ilimitada sino que es una superficie limitada por sí misma, conducen inevitablemente a la idea de un derecho político de gentes (ius gentiun) o un derecho cosmopolita (ius cosmopoliticum), de modo que, con tal de que a una de estas tres formas de estado jurídico le falte el principio que restringe la libertad externa mediante leyes, el edificio de las restantes queda inevitablemente socavado y acaba por derrumbarse” (MS, RL, § 43, 311).

[4] Este principio del derecho ya lo había establecido Hegel en el § 4 (y § 3) de su Propedéutica filosófica de 1809-1811, donde aseguraba que “en la medida en que cada uno es reconocido como un ser libre, es una persona. El teorema del Derecho se puede por ello expresar también así: cada uno debe ser tratado por el otro como persona”.

[5] La perspectiva bélica del reconocimiento intersubjetivo, como bien han apuntado algunos contemporáneos (Honneth 1997, caps. 2 y 3), se encuentra en sus escritos de juventud (Hegel 2006).

[6] Sigo aquí las reconstrucciones de Frederick Neuhouser (2000, caps. 4 y 5) y Robert B. Pippin (2008, cap. 7).

[7] En lugar de enfatizar aquí el factum de la esfericidad de la tierra, Höffe (2004, pp. 21-9) se limita a apuntar (algo imprecisamente, según creo) que los conflictos dentro del estado natural se originan, según Kant, por compartir “el mismo ámbito vital”.

[8] “La división suprema del derecho natural no puede ser la división en derecho natural y social (como sucede a veces), sino la división en derecho natural y civil: el primero de los cuales se denomina derecho privado y el segundo derecho público. Porque al estado de naturaleza no se contrapone el estado social sino el civil: ya que en aquel puede muy bien haber sociedad, sólo que no civil (que asegura lo mío y lo tuyo mediante leyes públicas), de ahí que el derecho en el primer caso se llame derecho privado” (MS, RL, 242).

[9] Alberto Pirni (2016), además de apuntar este mismo hiato, argumenta que puede ser superado a través de la tercera formulación del imperativo categórico (la del reino de los fines) al sostener que, al igual que la primera formulación, también constituye una formula metaética (de hecho, una que es tanto deon como thelos: GMS, 437) que puede correr tanto para la ética como para el derecho.

[10] Cabe agregar aquí una precisión: el deseo (Trieb) de reconocimiento es tratado por Hegel como tal en su Filosofía Real II (de 1805-1806) y Fenomenología del espíritu, y no en su Filosofía del derecho. En este último, como es bien sabido, el objeto de estudio se conforma por las figuras de la Idea de libertad.

[11] Para el asunto de si Kant emplea un método matemático en su doctrina del derecho, o si lo hace de forma analógica, véase Felipe González Vicén (1952, pp. 42-3) y Friedrich Kaulbach (1982, pp. 59-65).

[12] Mientras Rousseau (2009, Parte I, cap. viii) veía en el contrato social una irreversible transformación moral de los hombres naturales (véase Neuhouser 2011), Hobbes (1982, Parte I, cap. xiii) parece no apreciar allí modificación antropológica alguna por tratarse de una suerte de “experimento mental” (McLean 1981, p. 341; Höffe 2004, p. 22).

[13] Como es bien sabido, Kant plantea en su primera Crítica el problema de la libertad en términos cosmológicos antes que antropológicos y psicológicos, ya que el desafío primario consistía en determinar si acaso era posible conciliar la causalidad de la libertad (Kausalität durch Freiheit) con la de la naturaleza dentro de un mismo sistema metafísico. Lo curioso, sin embargo, es que entonces ofreció el célebre caso de la acción de levantarse de una silla (B 478) para ilustrar la causalidad de la idea de libertad, recurso argumental que siempre estuvo asociado al optimismo y voluntarismo moral y, en lo que aquí nos interesa, a una idea autosuficiente (y por tanto poco porosa a lo circundante) de la agencia individual.

[14] Owen Ware (2014) ya había observado este aspecto para apuntar el proceder filosófico que Kant parece ensayar en la segunda Crítica, a diferencia de la que ensaya en Fundamentación. Me alejo un poco, sin embargo, de su buen estudio, al señalar el carácter cualitativo que Kant expresa en estos pasajes.

[15] Véase también KpV, 163.

[16] Disciplina que elogia como más avanzada que la física de Newton en lo que a la metafísica de la naturaleza se refiere (MS, 215).

[17] En particular, la preocupación de Kant es la de cómo gestionar el uso de las propiedades privadas, y de entre ellas, el de la tierra, puesto que a sus ojos ser propietario era algo constitutivo del concepto de ciudadano. En torno a este asunto conviene no olvidar que los textos políticos de Kant (MS, RL, §§ 8-9) y Hegel (2006, pp. 97-9; 2000, §§ 182-256) emplean recurrentemente el término Bürgerliche para hacer referencia a aquello que en español se suele traducir por “sociedad civil”. El término no discrimina lo “civil” de lo “burgués”, y por esta razón es que más tarde Marx observará que su lengua entrelaza injustificadamente la “sociedad civil” con la “sociedad burguesa”. Como es sabido, Marx tuvo que acudir al francés para recoger los términos bourgeois y citoyen (2012) y así poder formular la contradicción que él percibía entre el burgués y el ciudadano luego de la Revolución Francesa. Esto tiene, ciertamente, varias implicaciones dentro del pensamiento político de Kant, como lo es el polémico asunto de su distinción entre ciudadanía pasiva y activa (MS, § 46), sobre lo cual no puedo ocuparme aquí. Para la discusión de esta distinción remito al/la lector/a a Nuria Sánchez Madrid y Alessandro Pinzani (2016), Ma. J. Bertomeu (2019), y Macarena Marey (2021, cap. 6).

[18] Pues no es del todo evidente la aprioridad de la siguiente afirmación: “La posesión de todos los hombres sobre la tierra, que precede a todo acto jurídico suyo (está constituida por la naturaleza misma), es una posesión común originaria (communio possessionis originaria), cuyo concepto no es empírico ni depende de condiciones temporales”. La comprobación de que nuestro planeta es geoide tenía entonces poco más de dos siglos y medio, y tras su fallido Principios metafísicos… de 1786, Kant no había podido construir una metafísica conformada por conceptos medios (Mittelbegriffe) que permitiera anticipar a priori la cientificidad (o sistematicidad) de las leyes de la física. Él mismo confiesa haber descubierto esta “laguna” en su sistema en una carta que le dirige a Christian Garve el 21 de setiembre de 1798 (inmediatamente después de haber publicado las dos partes de su Metafísica de las costumbres [¡!]). Para el abordaje del problema de la Übergang véase Félix Duque (1991).

[19] Tal vez podría decirse que aquí se plantea la “insociable sociabilidad” humana en términos espaciales, a diferencia de aquella célebre formulación que la plantea en términos temporales (históricos) (IaG, 21-2).

[20] Esta es la expresión que emplea Macarena Marey (2021, cap. 7).

[21] Instrumentalización que no implica una reificación mutua: para el caso del matrimonio, por ejemplo, véase Bárbara Herman 1993. Por otra parte, aquí también ingresa el curioso asunto de la autopropiedad: mientras Kant desecha esta idea en su Doctrina del derecho por considerarla analíticamente contradictoria (MS, RL, 270), la enmarca como una de las faltas éticas más graves para con uno mismo (V-Mo/Collins, 341-4).

[22] Aquí sigo las lecturas de La religión de Philip J. Rossi (2005, cap. 4), Arthur Ripstein (2009, pp. 6 y ss.), James DiCenso (2011, cap. 3) y Macarena Marey (2021, cap. 7).

[23] En varios sentidos, creo que el desafío teórico que aquí me propongo iluminar es similar al que enfrenta Pierre Bourdieu (1985) con su noción de “habitus”, y su intento de superar el objetivismo y subjetivismo de las ciencias sociales de su época.

[24] Como notará el/la lector/a, a continuación navegaré de forma apresurada entre espinosos y consabidos tópicos de la teoría de la agencia moral de Kant, tales como los de su formalismo, la relevancia de las objeciones de Hegel a Kant, y las fuentes de la normatividad de los mandatos éticos. Por cuestiones de circunscripción temática remito al/la interesado/a en estos asuntos a Christine M. Korsgaard (2009) y Martín Fleitas (2017).

[25] Sin mencionar pasaje textual alguno, Korsgaard (2000, pp. 139-145) realiza una reconstrucción similar (sobre todo de la teoría del alma virtuosa de Platón) que la lleva a asumir un particular “realismo procedimental”.

[26] Conviene recordar aquí las diferencias que mantienen el conocido y polémico tratamiento ético que Kant hace de la mentira, y su tratamiento jurídico (VRL; MS, 238, nota, y 429).

[27] En este asunto sigo de cerca las propuestas de Luis Placencia (2018; 2020).

[28] Como bien apuntaba Felipe Martínez Marzoa en su estudio introductorio a la edición española de La religión… de 1981 (nota 14), reviste importancia recordar que Gesinnung (al menos en el uso que Kant hace de la palabra) no remite a la interioridad que se capta a través del sentido interno, ni a ningún otro tipo de interioridad visible, sino a la interioridad humana en tanto perteneciente al reino nouménico. De ahí que en los Principios metafísicos… Kant negara la posibilidad de que la psicología empírica pudiera llegar a conformarse como una ciencia de la naturaleza del sentido interno: “Pues la pura intuición interna, en la que deben construirse los fenómenos del alma, es el tiempo, pero éste sólo tiene una dimensión”, y en este contexto, “incluso la observación en sí misma altera y distorsiona ya el estado del objeto observado” (MAN, 471).

[29] Sigo aquí la interesante lectura de James DiCenso (2011, pp. 9-10): “An understanding of the ethical-political along these dynamic or interactive lines helps clarify how Kant negotiates an innovative approach to questions of religion. Even as he develops formidable epistemological critiques of metaphysical, theological, and religious systems disconnected from testable public and empirical realities, he also argues that many of the ideas and ideals conveyed by these traditions, if ethically interpreted and applied, can have a transformative effect within social and political realities”.

[30] Otfried Höffe (1986, cap. 9), Katrin Flikschuh (2000, cap. 3), Adela Cortina (2008, pp. XXXIII y ss.), Rivera Castro (2003, pp. 162-3), Manfred Baum (2006), Macarena Marey (2021, caps. 1 y 2).

[31] Las ideas que impulsaron originalmente la realización del presente trabajo se gestaron durante la lectura del borrador de Voluntad omnilateral de Macarena Marey (CONICET, Argentina), y mi participación en la posterior discusión que sobre él organizó Paola Romero (Universidad de Friburgo, Suiza) hacia fines de Octubre de 2020. Sirva esta nota para expresar mi profunda gratitud hacia ellas.