Kant sobre las leyes morales, jurídicas y
religiosas[1]
Kant
on moral, legal, and religious laws
Bernd Dörflinger·
Universidad
de Tréveris, Alemania
Resumen
Quien, a
partir de Kant, aborda la relación entre el Estado y la religión, debe aclarar
ambos conceptos antes de tematizar dicha relación. Esto significa, por de
pronto, establecer el tipo de fundamentación y legitimación del Estado que
ofrece Kant. Si, además, se pregunta con qué potestad y para qué existe el
Estado, hay que realizar un paso atrás y aclarar un concepto previo, a saber,
el concepto de derecho.
Palabras
clave
Religiones,
Estado, tolerancia y crítica
Abstract
Whoever, based on Kant, addresses the relation between
the State and religion must clarify both concepts before thematising such
relation. This entails, to begin with, establishing the type of foundation and
legitimation of the State that Kant offers. If, in addition, one asks what
authority and purpose the State exists with, it is necessary to step back and
clarify one previous concept: the concept of law.
Keywords
Religions, State, tolerance
and critique
1.
Estado y derecho
El concepto de derecho es un concepto
que regula las relaciones entre los seres humanos, antes de que formen parte de
un Estado. El Estado regula de tal modo estas relaciones, que a partir de
ciertas carencias de las relaciones jurídicas pre-estatales se hace patente que
el Estado es necesario para superar estos déficits. Respecto a este tránsito
vale decir que el Estado se puede deducir a priori de la razón pura práctica,
para la que es central su concepto de derecho, y a la que puede denominarse
también razón pura práctico-jurídica. Con las expresiones “puro” y “a priori”
se mienta que el derecho y el Estado son conceptos necesarios, estrictamente universales
y no-empíricos, que no se pueden obtener de ningún suceso fáctico en el
transcurso de la historia – como es el caso de los Estados realmente efectivos
y de las figuras del derecho positivo –, sino que son conceptos que
caracterizan a la razón pura práctica como tal. El derecho y el Estado son
conceptos que la razón pura práctica siempre piensa a través de sí misma,
cuando reflexiona sobre cómo deben regularse las relaciones entre los seres
humanos. El concepto de derecho concierne especialmente a las relaciones entre
los seres humanos, cuando se afectan externamente por medio de acciones que les
son imputables en tanto que seres libres.
El principio jurídico originario y a
priori que debe regular dichas relaciones y que con independencia de todo comportamiento
fáctico entre los hombres debe surgir del mero pensamiento de la razón pura
práctica reza del siguiente modo: “una acción es conforme a derecho cuando
permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir
con la libertad de todos según una ley universal” (RL, AA 06: 230). Las
acciones que no satisfacen dicho principio no son conformes al derecho (unrecht). Con
arreglo a este principio jurídico Kant define el derecho del siguiente modo:
“el derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno
puede conciliarse con el arbitrio de otro según una ley universal de la
libertad” (Ibidem.). Es evidente que según el principio jurídico de Kant cada
persona tiene garantizado el ejercicio de la libertad con respecto a los demás,
aunque limitado bajo la condición de que dicho ejercicio deba concordar “con
arreglo a una ley universal” con el ejercicio de la libertad de todas las demás
personas. Si las relaciones entre los seres humanos fueran conformes al
mencionado principio del derecho, cada uno tendría en su relación con los demás
la misma esfera de ejercicio de libertad, cuyo límite es precisamente la esfera
de libertad de los demás. La infracción de este límite implica por el contrario
una violación de la esfera de la libertad de los demás y, por tanto, una
infracción del derecho.
Pues bien, allí donde se infringe el
derecho está permitida, según Kant, y con arreglo al concepto de derecho de la
razón, una defensa contra dicha infracción, esto es, el concepto de derecho
contiene una facultad de coaccionar (Cf. RL, AA 06: 232 y ss.). Por tanto, a la
violencia ilegítima que lesiona el orden racional se le puede contrarrestar con
derecho una violencia legítima que reinstaure de nuevo dicho orden. Kant
denomina “estado de naturaleza jurídico” (RGV, AA 06: 95) al estado jurídico en
el que se despliega recíproca y bilateralmente una violación del derecho y una
restauración del derecho sin el Estado, es decir, sólo entre los particulares
concernidos.
El estado de naturaleza jurídico se
caracteriza, por tanto, por la particularización de las relaciones jurídicas; o
como dice Kant, en este estado “cada uno es su propio juez” (Ibidem.). La
necesidad del Estado se vislumbra por el peligro de la vinculación del derecho
al individuo, por el peligro de que se realice una interpretación inadecuada
del derecho a su propio favor. Se requiere, pues, un poder que no sea el poder
de un determinado individuo que ante una presunta o real violación del derecho
no lo restituya de nuevo según su propio juicio, es decir, un poder supra-individual externo a todos los individuos. En palabras
de Kant: se requiere una “autoridad pública poseedora
de poder” (Ibidem.). Esta autoridad pública debe
representar la voluntad unida de todos, debe integrar la multiplicidad de
relaciones jurídicas en un conjunto articulado por medio de leyes públicas y
debe garantizar el equilibrio en la interacción recíproca de las esferas de
libertad individuales tal y como exige el concepto de derecho. En la medida en que
dicho equilibrio legal debe acaecer desde el punto de vista de la razón pura
práctica, hay que decir que el Estado debe existir y que es un deber moral que
los seres humanos se conformen en un Estado. Ahora bien, decir que la formación
del Estado es un deber moral no significa, empero, que las relaciones jurídicas
establecidas en dicho Estado hayan de entenderse al mismo tiempo como
relaciones morales. Nos detendremos en esta cuestión más adelante.
Respecto a la temática que nos
concierne en este momento, a saber, la relación que guardan el Estado y la
religión, todavía hay algo muy significativo en la teoría del Estado de Kant
que no hemos señalado. Me refiero a la relación que guarda el Estado con Dios y
la religión. La teoría de Kant acerca del Estado no tiene ningún presupuesto
religioso ni teológico. Ningún mandato de Dios ordena la instauración del
Estado, en cuyo caso el Estado tendría que incorporar evidentemente ciertos
rasgos divinos; por el contrario, su teoría del Estado es simplemente la expresión
de la razón jurídica pura y autónoma del ser humano. El pensamiento de la
autonomía central para la filosofía moral y jurídica de Kant, esto es, el
pensamiento de la autolegislación de la razón, significa en este contexto, que los seres humanos
exigen por sí mismos en virtud de su propia razón vivir bajo relaciones
jurídicas, lo que implica, como hemos visto, al Estado como el garante del
derecho. Formulado brevemente, el Estado kantiano es un Estado decididamente
secular.
Denominar al Estado secular no implica,
a partir de lo dicho, ir tan lejos como para considerarlo como fundado
empíricamente. Si se lo considera fundado empíricamente, como es el caso de
Hobbes, entonces el Estado remitiría en última instancia a la constitución
física y fáctica del ser humano. Puesto que dicha constitución es esencialmente
la de un ser con necesidades sensibles, el fin principal del Estado sería
servir a la auto-conservación vital de los individuos
y del género humano, y organizar de la mejor manera posible la satisfacción de
sus necesidades. El Estado no sería la expresión de la razón pura práctica,
sino la expresión de una razón meramente instrumental subordinada a las
necesidades físicas, aun cuando considerase que para la satisfacción
inteligente de las necesidades se requiera el establecimiento de relaciones
jurídicas. Por el contrario, para Kant el derecho y el Estado como garante del
derecho no deben existir porque ellos permitan organizar de la manera más
eficiente la satisfacción de las necesidades sensibles, sino porque la razón
pura práctica del ser humano establece como norma que a los seres libres se les
tiene que abrir una esfera de libertad, que encuentra su límite en la libertad
de los demás, y que debe estar garantizada por un poder externo. Kant también reconoce
que a este rasgo ideal del Estado se le puede añadir en tanto que Estado
empírico ciertos fines materiales por lo que respecta al bienestar físico de
sus ciudadanos. El Estado empírico lleva a cabo dicha tarea por medio de su
maleable legislación jurídico-positiva y por medio de las acciones del
ejecutivo. No obstante, lo que para Kant es indiscutible es que en el orden de
las legislaciones y en el establecimiento de los fines la prioridad inamovible
la tienen los principios puros jurídicos de la razón, y que el Estado en la
idea establece las condiciones y el marco para el Estado empírico.
2.
El interés del Estado en la religión.
Una vez aclarado que la
fundamentación del Estado es independiente de la religión, que el Estado tal y
como se presenta en la idea debe ser el garante de las relaciones
jurídico-racionales y que tiene derecho a perseguir el bienestar de sus
ciudadanos como Estado empírico sólo en el marco del derecho racional, vamos a
tematizar a continuación la manera como, según Kant, el Estado debe comportarse
frente a los fenómenos religiosos que aparecen de distintas formas bajo su
ámbito de influencia. El Estado tiene que interesarse por dichos fenómenos
religiosos ya que éstos pueden ser relevantes para sus propios fines. Estos fenómenos
religiosos pueden ser favorables, contrarios o indiferentes respecto a los
fines del Estado. Según Kant, al Estado le interesan particularmente “los
maestros del pueblo situados en escuelas y púlpitos” (SF, AA 07: 8) que
defienden doctrinas religiosas.
Kant encuentra cierta semejanza entre
el fin empírico del Estado, a saber, el bienestar de sus ciudadanos, y el fin
de la religión, que también es un cierto tipo de bienestar. A la religión le
concierne “el bien eterno de cada cual” (Ibid. 21), “la dicha eterna” y la
“felicidad del mundo futuro” (Ibid. 22). No obstante, y a pesar de dicha
semejanza Kant no mezcla ambos fines, ni hace, por ejemplo, del fin de la
religión también el fin del Estado. Defiende, por el contrario, que “no es
asunto del gobierno preocuparse por la felicidad futura de los súbditos e
indicarles el camino hacia ella” (Ibid. 59). En este sentido, y con arreglo a
su fin material, el Estado se limita al bienestar general en este mundo; por lo
que también, desde este punto de vista, es un Estado secular.
No obstante, y precisamente por ello,
al Estado le interesa el modo como sus ciudadanos se comportan en este mundo
con vistas al mundo del más allá, ya que dicho mundo del más acá constituye su
dominio; en particular, al Estado le interesa saber qué tipo de conducta
promueven las comunidades religiosas y las iglesias por medio de sus doctrinas.
Al Estado le interesa todo ello en virtud de sí mismo.
Si la cuestión es qué tipo de
constitución deberían tener las doctrinas religiosas desde el punto de vista
del Estado, para servir a su fin ideal, a saber, establecer el dominio del
derecho, de tal modo que “la libertad del arbitrio de cada uno pueda coexistir
con la libertad de los demás según una ley universal” (RL, AA 06: 230),
entonces la respuesta parece sencilla, aunque en realidad es muy problemática y
requiere de aclaración: lo más conveniente con vistas a regular jurídicamente
las relaciones entre los seres humanos es “que toda doctrina eclesiástica quede
orientada hacia la moralidad” (SF, AA 07: 60), es decir, que la iglesia no
enseñe nada distinto a la moral.
Esta tesis conduce a nuevos
interrogantes. Puesto que las iglesias de hecho enseñan muchas más cosas que
moral, entonces ¿deberían prescindir de enseñar estas otras cosas en virtud del
mencionado fin del Estado o declararlas como algo secundario? Lo que ellas
enseñan más allá de la moral es denominado por Kant “ley estatutaria”. Dichas
leyes son leyes religiosas que prescriben algo que resulta completamente
incomprensible para la razón pura práctica, por ser para ella arbitrario y
azaroso, puesto que no se les puede atribuir ningún contenido moral. Su validez
descansa en haber sido establecidas por Dios y la revelación. Por ejemplo, que
el séptimo día de la semana se reserve especialmente a la veneración de Dios.
El que sólo se pueda comer carne purificada bajo el ritual judío o que se deba
hacer una vez en la vida una peregrinación a la Meca, también deben
retrotraerse a una revelación. Ahora bien, ¿deben considerarse como elementos anecdóticos
o incluso como cosas que deben declararse superfluas desde el punto de vista de
una doctrina moral pura? Esta es de hecho la posición de Kant y en ella se pone
de manifiesto el contenido provocador de la tesis según la cual lo mejor sería
que las doctrinas de la iglesia se redujeran meramente a la moralidad por mor
del Estado. Los motivos que hablan a favor de esta tesis los abordaremos más
adelante.
Una segunda cuestión resulta de la
exigencia de que las doctrinas de la iglesia deberían ser doctrinas puramente
morales. ¿Son las iglesias en general las fuentes originarias de las doctrinas
morales? Esta cuestión resulta de la tesis kantiana ya mencionada acerca de la
autonomía de la moral, según la cual el ser humano está obligado por sí mismo a
la moralidad a través de la ley moral, esto es, sin ningún estímulo exterior y,
por tanto, sin necesidad alguna de una legislación divina exterior. Kant afirma
inequívocamente al comienzo del Escrito
sobre religión que la moral “no necesita por causa de ella misma […] en
modo alguno de la religión” (RGV, AA 06: 3). Esta respuesta kantiana, que tiene
que ser aún justificada, significa que las iglesias no son las fuentes
originarias de las doctrinas morales, aunque pueden considerarse como una
fuente secundaria de las mismas si se traslada intelectualmente la legislación
moral de la razón pura práctica a un legislador divino.
Por último, una tercera cuestión es
la relación que guarda la iglesia restringida a la doctrina moral con el Estado
sujeto al concepto de derecho. Puesto que la moralidad y la legalidad son
términos diferentes que Kant distingue entre sí, la cuestión es entonces: ¿qué
beneficio debe obtener el Estado interesado por que se cumplan sus leyes
jurídicas, es decir, las leyes del derecho, cuando la iglesia adoctrina a sus
ciudadanos también (aunque sea bajo el modo de un segundo legislador) con leyes
morales? Este beneficio residiría en que es fomentado el seguimiento de las
leyes morales a pesar de su importante diferencia respecto al seguimiento de
las leyes jurídicas. Pues bien, esta tercera y última cuestión es la que
primero debemos abordar. Con vistas a ello tenemos que esclarecer por de pronto
la diferencia entre las leyes morales y las leyes jurídicas.
3.
Leyes morales y leyes jurídicas
En la Crítica de la razón práctica Kant ofrece el siguiente ejemplo de
una ley moral (Cf. KpV, AA 05: 27): un depósito o un
bien que es confiado a alguien para custodiarlo tiene que ser devuelto siempre
bajo todas las circunstancias. Esta prescripción es válida incondicionalmente y
no quedaría exenta de fuerza vinculante, si a mí se me probara que no se
dispone más de ella, ni cuando su no devolución no implicara para mí ningún
perjuicio por ello. En tanto que la ley vale y es seguida sin que ninguna coacción
externa me obligue a ello y su seguimiento no se realice bajo amenazas
coactivas, ella tiene validez solamente, porque yo mismo la adopto
interiormente como un deber, en definitiva, porque yo soy mi propio legislador
moral autónomo. El fundamento de no apropiarme nunca de un depósito es
únicamente el carácter moral de mi intención interior. De esta separación
estricta entre la legislación moral y la coacción externa se pueden extraer dos
conclusiones: la primera, que la mencionada doctrina moral de la iglesia, en la
medida en que debe ser moral, tampoco puede realizarse por medio de coacción
alguna, sino sólo apelando a la autolegislación
interior entendida como capacidad de auto-obligarse (als Selbstverpflichtung); la segunda,
que las leyes morales son esencialmente distintas de las leyes jurídicas.
En el caso de las leyes jurídicas hay
que pensar tanto su origen como las condiciones de su seguimiento de una manera
diferente. Como ejemplo, puede servirnos de nuevo – aunque parezca paradójico –
la ley, que también puede emplearse como ejemplo de una legislación moral, a
saber, la ley según la cual los depósitos no deben apropiarse. Aunque esta ley
desde el punto de vista del contenido no se diferencia de una ley moral, ella
adopta un significado distinto cuando aparece como una ley estatal. Como ley
del derecho estatal ella me afecta desde fuera. En este caso se me exige no
apropiarme del depósito con independencia de si yo mismo me lo exijo también
interiormente. Además, la ley jurídico-estatal está dotada con la potestad de
poder forzar su cumplimiento (Cf. RL, AA 06: 231). De este modo, el temor ante
la coacción se convierte en un posible motivo para el comportamiento jurídico.
Este motivo no es evidentemente ningún motivo moral, es decir, aquí resulta irrelevante
la auto-obligación interior y la intención moral. Puesto que la moralidad de la
intención interior nunca puede ser provocada por una coacción exterior, y sólo
puede basarse en una auto-obligación interna, los motivos y las intenciones de
las acciones no pertenecen al ámbito de la evaluación jurídica. El derecho sólo
tiene como objeto “lo que es exterior en las acciones” (Ibid. 232). Desde un
punto de vista jurídico resulta, pues, completamente indiferente, el motivo por
el que es devuelto un depósito, esto es, si se trata del motivo egoísta del
amor propio de no querer padecer la coacción del Estado, o de un motivo moral
que descanse en una libre auto-obligación. Desde el punto de vista jurídico
basta, pues, con la mera legalidad de las acciones, su moralidad no es exigida,
ni puede ser producida a través de coacción alguna.
Hasta aquí hemos señalado la
diferencia entre la legislación moral y la legislación jurídica, pero con ello
ya hemos preparado la respuesta a la pregunta de por qué el Estado tiene que
interesarse en que las doctrinas de la iglesia se “orienten hacia la moralidad”
(SF, AA 07: 60), a pesar de que él mismo no pueda exigir moralidad sino
meramente legalidad. Suponiendo que las doctrinas de las iglesias se orienten
hacia la moralidad, lo que en ningún caso puede ser forzado, y ella llegue a
calar entre sus fieles, entonces las acciones exigidas a sus fieles, por
ejemplo, devolver un depósito o en términos generales no infringir la libertad
de los demás, son exactamente las mismas que las que exige el Estado, sólo que
éste lo hace de un modo más seguro y rotundo por medio de la amenaza de la
coacción. Aunque al Estado le resulta suficiente con que su principio jurídico
del respeto a la libertad de los demás se cumpla sin convencimiento interior (y
más no puede exigir el Estado en tanto que legislador externo, que no puede
forzar las convicciones internas), sin embargo, es también posible que el
ciudadano siga el principio del derecho a causa del convencimiento interior de
su racionalidad y no por la amenaza coactiva del Estado. Es decir, en el caso
de que el ciudadano haga del principio del derecho una ley práctico-moral, lo
cual depende solamente de él, y acoja este principio en su intención interna,
el Estado puede confiar en la rectitud legal de sus acciones. En este caso la
amenaza coactiva del Estado es innecesaria. Sin embargo, allí donde el
ciudadano actúa legalmente sólo a causa de la amenaza de la coacción, esto es,
a partir del motivo del amor propio de no padecer ninguna coacción, el Estado
no puede confiar de la misma manera en la rectitud legal de sus acciones. En
este caso el Estado tiene que hacer omnipresente su amenaza coactiva, porque la
ausencia de la amenaza coactiva del Estado puede incitar fácilmente al
ciudadano movido por el amor propio a cometer acciones ilícitas como, por
ejemplo, apoderarse de un depósito.
Como resultado de todo ello cabe
decir lo siguiente: las doctrinas de la iglesia, cuando son doctrinas puramente
morales, promueven la intención del Estado, que consiste en que las acciones
sean conformes al derecho. Acciones conformes a la moral son siempre también
acciones conformes al derecho racional, aunque lo inverso no es el caso.
4.
Religión racional versus iglesias históricas
Que esta posible coincidencia entre
el Estado y la iglesia no se da efectivamente, resulta claro si nos percatamos
de que las iglesias realmente existentes no satisfacen la condición principal
mencionada. Estas iglesias no enseñan simplemente pura moral universal, en el
caso de que realmente lo hagan. Una iglesia que enseñara sólo moral no podría
ser ni judía, ni cristiana, ni islámica, sino que tendría que ser una iglesia
completamente inespecífica precisamente para poder ser universal como la
religión de la razón. En una religión puramente racional surgida de la razón
pura práctica, que es la legisladora originaria de las leyes morales, se
pensaría un Dios cuyas exigencias hacia los seres humanos serían idénticas a
las de la propia ley moral, y nada más. De tal modo, que al Dios de la religión
racional no le haría falta revelarse en el espacio y en el tiempo, puesto que
el pensamiento sobre dicho Dios siempre puede revelarse en todas partes en
virtud de la razón pura práctica. Por el contrario, las iglesias realmente
existentes no parten de las normas morales de la razón, sino de la facticidad
de determinados acontecimientos históricos espacio-temporales
en los que Dios debe haberse comunicado de una manera empíricamente
constatable. De este modo, Dios debe haber exigido a los seres humanos algo
distinto de la moralidad, a través precisamente de las mencionadas leyes
estatutarias. Kant es absolutamente escéptico frente a estas leyes religiosas extramorales, que exigen ciertos contenidos incomprensibles
para la razón, y en general frente a su mero estatuto de ley histórico-fáctica.
No sólo es escéptico, porque la pretendida experiencia de una comunicación
divina en tanto que divina contradiga su teoría universal de la experiencia,
tal y como es desplegada en la Crítica de
la razón pura, sino que también es escéptico respecto a la compatibilidad
de las leyes estatutarias religiosas con el Estado.
Según Kant, las iglesias históricas
al orientarse hacia la facticidad de una presunta auto-comunicación de Dios y a
la facticidad de un texto sagrado que fija dicha comunicación tienden a hacer
inmune cualquier examen de la razón respecto a estos supuestos hechos cuya
autoridad es indiscutible en virtud de su origen divino. Kant atribuye al
“terreno de la teología” la tendencia a “creer al pie de la letra, sin examinar
(e incluso sin comprender del todo) lo que debe creerse y es intrínsecamente
sagrado” (SF, AA 07: 31). Frente a ello Kant opone el primado de la razón pura
práctica, que caracteriza como aquello de divino que hay en nosotros (Cf. Ibid. 48). Precisamente porque se trata de lo que
hay de divino en nosotros, a la razón pura práctica le compete la tarea de
enjuiciar la racionalidad de aquello que pretende tener un origen divino como,
por ejemplo, los textos sagrados, y de determinar, por tanto, si son o no
razonables. En el caso de que presenten contenidos puramente morales no se
puede objetar su divinidad; pero por lo que respecta a las prescripciones
estatutarias que no tienen ningún contenido moral, la razón pura práctica
carece de toda comprensión, y no puede explicar por qué Dios debería exigirnos
que, por ejemplo, le dediquemos ciertos actos dentro del culto en la iglesia.
En el caso de tratarse de contenidos amorales la razón llega incluso a
contradecir explícitamente que se trate de indicaciones de la divinidad. Un
ejemplo de ello es, por ejemplo, la indicación a Abraham de matar a su hijo,
que en ningún caso puede tener un origen divino. En conjunto la facultad de
filosofía que, según Kant, desempeña el papel de abogado de la razón pura
práctica y de consejera del Estado, no reconoce aquellas pretensiones que se
erigen sobre una mera facticidad acrítica, tal y como es el caso de las
prescripciones estatutarias de las iglesias. La facultad de filosofía aconseja
al Estado no sancionar dichas prescripciones, es decir, no otorgales
ningún reconocimiento. Desde el punto de vista de la razón las leyes religiosas
estatutarias que son moralmente indiferentes son algo ocasional y en último
término algo prescindible. Ahora bien, las leyes religiosas estatutarias que
dañan la moral no pueden ser aceptadas bajo ningún concepto ni tampoco
temporalmente. Dichas leyes están inmediatamente en contradicción incondicional
con la razón pura práctica. Sólo pueden permanecer las doctrinas religiosas puramente
morales y, por tanto, las leyes religiosas no estatutarias, ya que lo que ellas
piden no es sino lo que exige la moral con independencia de la religión.
Del hecho de que el Estado sólo
otorgue su asentimiento a las leyes religiosas puramente morales, se sigue una
consecuencia radical por lo que respecta a su relación con las religiones
históricas que existen bajo su ámbito de influencia. Si el Estado siguiera este
precepto, los “profesores” (SF, AA 07: 35) de teología, es decir, lo profesores
de religión “en la escuela y en el púlpito” (Ibid. 8) no deberían enseñar nada
bajo su consentimiento que no fuera moral pura. Desde luego, ellos podrían
extraer de los textos sagrados esta moral pura, en la medida en que esté
presente en ellos, siempre y cuando dichas leyes cumplan la condición de que
“cualquier ser humano pueda ir descubriéndolas por medio de su propia razón”
(Ibid. p. 36). La moral no puede inculcarse al ser humano a partir de la
facticidad de los textos, es decir, a partir de la facticidad de la Biblia o
del Corán, como si se tratara de un mensaje externo y frente al cual fuera
meramente pasivo, puesto que entonces la moral resultaría para él algo
incomprensible. Por decirlo con palabras de Kant: la moral “no puede ser
hallada por ningún ser humano en parte alguna de un escrito, a no ser que ponga
mucho de su parte, […] ya que los conceptos y principios requeridos para ello
no deben ser aprendidos de ninguna instancia externa, sino verse desplegados a
partir de la propia razón […] con ocasión del instructor” (Ibid. 37). Es decir,
las iglesias históricas no son las fuentes originales de las doctrinas morales,
sino que sólo pueden ofrecer la ocasión para que la razón práctica establezca
dichas doctrinas en el modo de la auto-legislación.
5.
El Estado asesorado filosóficamente como vigilante de las doctrinas de las
iglesias
Si lo que se busca son las doctrinas
morales, lo que se extrae de la Biblia, del Corán o de cualquier otro texto
revelado bajo la guía de la razón práctica, no puede estar en contradicción
alguna. Si sólo estas doctrinas morales se reconocen como favorables a las
relaciones iusnaturalistas para el fin del Estado, entonces todas las leyes
religiosas estatutarias que no puedan deducirse de la razón y que sólo puedan
extraerse “de un arbitrio ajeno” (Ibid. 36), aunque se trate como en las
religiones históricas del arbitrio de Dios, no pueden obtener el consentimiento
expreso del Estado. Pero si se excluyen las leyes estatutarias de las
mencionadas doctrinas morales, entonces lo que resta como doctrina no puede ser
ninguna religión revelada específica. Es decir, no podría ser una doctrina
cristiana o musulmana, puesto que ellas sólo se especifican por medio de las
leyes estatutarias; debido a la unidad e indivisibilidad de la razón pura práctica
ellas no pueden entrar en conflicto a través de las doctrinas morales
contenidas en cada una de ellas. El Estado que sigue el consejo de la facultad
de filosofía no puede privilegiar a ninguna de las religiones históricamente
reveladas, cuando contienen esencialmente la doctrina de la moral pura. A lo
sumo sólo se podría desacreditar aquella que no contuviera ninguna doctrina
moral o sólo muy vagamente.
A este respecto, no se puede omitir
que Kant considera al cristianismo como la religión histórica “más conveniente”
(Ibidem.). Su motivo para privilegiarlo se debe a que el cristianismo junto con
sus leyes estatutarias contiene de manera patente una doctrina moral pura.
Ahora bien, esta doctrina moral considerada en sí misma, no es específicamente
cristiana, en la medida en que precisamente es la expresión de la razón humana
universal pura práctica. Este privilegio que le concede Kant puede
interpretarse del siguiente modo: debido a su contenido moral puro
no-específico el cristianismo es la religión histórica más apropiada para hacer
superfluo lo que en ella hay de histórico y específico a favor de una religión
de la razón universal. Kant añade a su valoración del cristianismo la expresión
relativizadora de “por cuanto sabemos” (Ibidem.), reconociendo su
desconocimiento de otras religiones históricas, así como de su posible
contenido moral. Su valoración negativa del judaísmo por contener sólo leyes
estatutarias ha sido, por ejemplo, desmentida convincentemente por el judío neo-kantiano Hermann Cohen.
De la igualación de las doctrinas
religiosas, que superan el examen de la razón, con la doctrina de las leyes
morales resulta otro consejo filosófico por lo que respecta a la manera como el
Estado tiene que comportarse en relación con cierto tipo de doctrinas. Me
refiero a aquellas doctrinas religiosas que “son incompatibles con la doctrina
de la libertad, la responsabilidad de las acciones y, por tanto, con la moral
en su conjunto” (Ibid. 41), frente a las cuales se tiene que recomendar
escepticismo y que sean acogidas dentro de las doctrinas religiosas
certificadas estatalmente. Un ejemplo de ello es, según Kant, la doctrina de la
“elección por medio de la gracia” o de la “predestinación” (Ibidem.) defendida
por San Pablo. Esta doctrina presenta al ser humano como un objeto pasivo
sujeto a la acción divina y suprime de este modo la imputabilidad de sus
acciones que, sin embargo, tiene que presuponerse tanto para la moral como para
el Estado; este último supone que sus ciudadanos son sujetos jurídicos libres
y, por tanto, autores de sus acciones.
Lo que la razón pura práctica también
recomienda al Estado es observar con atención y con cierto escepticismo a la
mayoría de las religiones reveladas que aparecen dentro de su esfera de
influencia, así como a las distintas sectas dentro de cada una de ellas. De
hecho, la diseminación de los distintos tipos de fe y de las distintas
corrientes dentro de cada una de ellas contraviene el fin del Estado de
garantizar la paz. La tendencia a la discordia recae en las leyes estatutarias
irracionales de cado uno de estos tipos de fe y sectas. Según Kant, resulta
“inevitable el conflicto” (RGV, AA 06: 115) sobre las doctrinas de fe
históricas. Cada una de estas religiones históricas “no tiene por ley ninguna
otra al margen de la suya propia” (SF, AA 07: 50), por lo que se aferran a la
exclusividad de sus propias leyes estatutarias presuntamente de origen divino.
De hecho, los pueblos adeptos a una fe estatutaria “designan a los otros
pueblos que no comparten determinadas pautas eclesiásticas con el título de
infieles” (Ibidem.). Desde el punto de vista de su supuesta exclusividad
consideran que las otras confesiones tienen a su base una falsa experiencia
originaria de Dios. El paso hacia la descalificación moral supone elevar algo no
verdadero e ilusorio a la ausencia de veracidad y a la hipocresía.
La mayoría de las fuentes de las
leyes estatutarias y de las leyes que a su vez surgen de cada una de ellas,
conllevan el peligro de que cada vez se regule de forma diferente un cierto ámbito
de cosas, además de que se fije en cada momento algo distinto para venerar a
Dios. La inconsistencia de las reglas se convierte entonces en un problema, y
cada nimiedad obtiene una gran importancia cargada de afectividad, porque el
origen de las indicaciones contradictorias en cada caso, por muy insignificante
que sea su contenido, no puede ser otro que Dios. Ahora bien, como a Dios no se
le puede imputar ninguna legislación contradictoria, y la razón no puede
resolver la contradicción entre las distintas legislaciones debido a su origen
extra-racional, surge la tentación de resolver dicho conflicto por medio de la
fuerza a favor del propio modo de fe histórico al que se debe someter el otro.
Al no ser posible adoptar una decisión racional, el recurso a la violencia está
servido. Además, en este caso la posibilidad de resolver la inconsistencia de
las leyes estatutarias de las distintas religiones a través de algún mecanismo
humano como, por ejemplo, el consenso o la renuncia a algún estatuto problemático,
resulta imposible, ya que ¿cómo puede ser modificado por el ser humano algo que
ha sido revelado extra-racionalmente por Dios? En el marco del paradigma de la
revelación sería necesaria una nueva revelación. Este diagnóstico kantiano no
descansa en la mera observación del lamentable transcurso histórico que cabe
mejorar. Es decir, Kant señala una problemática insoluble que subyace al propio
modo de ser de las religiones históricas. En efecto,
cuando una iglesia –como de
ordinario ocurre– se hace pasar por la única universal (aunque esté fundada
sobre una particular fe revelada, que –en cuanto es histórica– no puede jamás
ser exigida a todos), entonces el que no reconoce la fe eclesial (particular)
de esa iglesia es llamado por ella infiel y odiado de todo corazón; el que sólo
en parte (en lo no esencial) se aparta de ella es llamado heterodoxo y, al
menos, evitado como contagio. Finalmente, si se reconoce miembro de la iglesia
en cuestión, pero se aparta de ella en lo esencial de la fe (es decir, en aquello
de lo cual se hace lo esencial), entonces se llama –especialmente si extiende
su creencia errónea– hereje y, como un agitador, es tenido por más punible aún
que un enemigo externo, expulsado de la iglesia por un anatema […] y entregado
a los dioses infernales (RGV, AA 06: 108 y ss.).
No resulta, pues, sorprendente que
Kant considere que “haya muy poca esperanza” de “llevar a cabo la unidad de la
fe […] en una iglesia visible, si preguntamos sobre ello a la naturaleza
humana” (Ibid. 123). En este sentido, la parte estatutaria de las religiones
históricas a diferencia de su parte racional que sólo consiste en leyes morales
no favorece el fin del Estado vinculado al principio del derecho de mantener la
paz, de manera que pertenece a su interés por conservar la paz evitar que
aflore el potencial conflictivo de los distintos tipos de fe estatutaria.
La valoración completa de Kant sobre
la violencia motivada religiosamente y sobre las guerras de religiones a lo
largo de la historia es la siguiente: “las llamadas disputas de religión, que
tan frecuentemente han turbado y regado con sangre el mundo, no han sido otra
cosa que peleas acerca de la fe eclesial” (Ibid. 108). La fe eclesial, es
decir, los distintos tipos de fe eclesial, obtienen su
potencial conflictivo específico por medio precisamente de las leyes
estatutarias, que no se pueden desarrollar a partir de la razón, que no son
morales y que para la razón tienen que permanecer como algo ajeno y
contingente. En este sentido, es lógico que la razón desaconseje al Estado en
su propósito de conservar la paz identificarse con algún tipo de fe histórica y
apropiarse de sus dogmas o que le aconseje en términos positivos el “abandono
de todos los viejos dogmas” (SF, AA 07: 53), y ello no con la intención de acabar
con todas las religiones, sino a favor de establecer la única religión
racional, que no conoce ninguna ley religiosa estatutaria, sino única y
exclusivamente la ley moral. En este sentido, Kant formula el objetivo de que
“bajo la protección del gobierno” llegue el momento en que “la religión misma
[…] se aproxime poco a poco” a la religión racional, a pesar de que él mismo
establece como condición para la fe de la religión racional, que el creyente
“no [cifre] sus esperanzas de hacerse agradable a Dios o de reconciliarse con
él sino mediante su disposición moral pura” (SF, AA 07: 52). La esperanza que
queda excluida es la de un comportamiento conforme a leyes extra-morales que
como hemos visto, versa sobre leyes religiosas estatutarias conflictivas per se.
6.
La función del Estado en el camino hacia la religión racional
Ahora bien, aunque la religiosidad
más favorable al fin del Estado sería la puramente moral, es decir, una
religión puramente moral en la que no habría ningún fenómeno específicamente religioso,
porque el cumplimiento de las leyes morales como mandatos divinos sería lo
mismo que el cumplimiento de esas mismas leyes en tanto que expresión de la
mera razón pura práctica humana, Kant no considera que la religión, entendida
como religión racional, tenga que dejar de lado su carácter fenoménico. Aunque
Kant denomina ciertamente a la iglesia resultante en su ambicionado estado
final la iglesia invisible, porque de hecho en ella se suprimen los fenómenos
religiosos procedentes de las leyes estatutarias como, por ejemplo, las misas,
del mismo modo que la moralidad de las intenciones tampoco es algo visible, sin
embargo, no deja por ello de pensarla como una iglesia. Es decir, la piensa
como una comunidad humana institucionalizada de una manera real. Esta comunidad
requiere “una obligación pública, una cierta forma eclesial que estriba en
condiciones empíricas” (RGV, AA 06: 105). En esta iglesia pública no habría
sacerdotes dentro de una constitución jerárquica con un supuesto acceso
privilegiado al Dios revelado, aunque sí que habría, empero, “maestros” y
“pastores del alma” (Ibid. 101) cuya única orientación serían las leyes morales
universales. Por lo que respecta a su doctrina cabe añadir que estos maestros y
pastores del alma no transmitirían nada extraño e incomprensible, sino que
simplemente darían pie a desarrollar los conceptos y principios morales a
partir de la propia razón.
Desde este punto de vista del Estado
es de gran interés la institucionalización y el carácter público de la iglesia
subsistente de la religión racional, porque la religiosidad que actúa de una
manera oculta se “escapa por completo a la esfera de influencia del gobierno”
(SF, AA 07: 60). A este respecto, conviene recordar que esta influencia del
gobierno con arreglo a la idea del Estado no debería servir a ningún fin
particular y arbitrario, sino que tiene como objetivo la conformidad jurídica
de los ciudadanos.
Con el postulado de la publicidad de
la iglesia de una fe racional puramente moral Kant se opone a la “fe del sentimiento”
que en su época y en su entorno tenía mucha influencia a causa del pietismo. En
el Conflicto de las Facultades plantea la cuestión del siguiente modo:
“el misticismo para elevarse a la categoría de credo eclesiástico, puesto que,
aun cuando su inspiración sobrenatural pudiera ser participada, no incide para
nada en el ámbito de lo público y se sustrae por tanto a la esfera de
influencia del gobierno” (Ibid. 60). La fe del sentimiento místico es
calificada por Kant como el “iluminismo de revelaciones interiores” y como el
“terreno en el que cada uno posee la suya propia y no hay lugar para que la
verdad cuente con una piedra de toque pública” (Ibid. 46). A diferencia de las
leyes morales de la razón humana práctico universal, consideradas en la religión
racional como leyes al mismo tiempo divinas, los sentimientos
privado-subjetivos de que algo se ha revelado a través de ellos no pueden
obtener nunca una comprensión intersubjetiva. La fe del sentimiento privado
está, pues, en las antípodas de la fe racional. A diferencia de la fe racional
que funda comunidad entre los seres humanos bajo leyes morales y en la cual el
Estado tiene que interesarse, la fe del sentimiento particulariza y atomiza
cuando cada uno tiene realmente la suya propia.
Como hemos visto, aunque el filósofo
aconseja al Estado promover la fe racional en asuntos religiosos, con vistas a
superar en último término no sólo el individualismo de la fe, sino también el
particularismo de la fe de todas las religiones reveladas, el Estado tiene que
contar, hasta que esto suceda, con los fenómenos de estas figuras religiosas
deficitarias desde el punto de vista de la razón pura práctica. Lo que el
filósofo orientado por la razón aconseja al Estado es denegarlas expresamente
su asentimiento estatal, lo que implica no hacer de ninguna de ellas la
religión del Estado, sin que ello signifique, empero, que el Estado tenga que
combatirlas y someterlas a medidas coactivas de carácter estatal. Mientras que
ellas no violen su orden jurídico es incluso una tarea del Estado protegerlas a
pesar de sus mencionados déficits de racionalidad. En la cita anterior contra
el individualismo del sentimiento religioso se les denegaba el reconocimiento,
pero al mismo tiempo se hablaba de tolerancia y protección (Cf. Ibid. 61). La
libertad religiosa también es válida para las distintas formas de ejercer la
religión, que resultan necesariamente deficitarias y superables desde el punto
de vista de la razón pura práctica.
Por tanto, si, por un lado, no se
abandona la exigencia de transitar hacia una fe religiosa pura, que no sea ni
cristiana, ni musulmana, ni judía, y que contenga lo que hay en cada una de
ellas de moral pura, y si, por otro, se tiene que tolerar la aparición de estos
tipos de fe y protegerlos de la coacción, entonces resulta que la confrontación
con sus deficiencias racionales debe ser de carácter puramente intelectual,
esto es, debe recaer de una manera ilustrada en la fuerza de la convicción. La
protección frente a medidas coactivas no implica la protección de la
confrontación intelectual; tolerar tampoco significa dejar sin tematizar sus
pretensiones irracionales ni ser indulgentes de manera generalizada, lo que
obligaría a la razón a la imposibilidad de ser indiferente respecto al
establecimiento de su fin final moral o a abandonarlo al transcurso de la
historia, que ella sólo podría contemplar. Protección y tolerancia significan
solamente, que en el caso de un conflicto inevitable éste se tiene que
desenvolver de una manera pacífica y racional, a no ser que los tipos de fe
históricos lesionen por su parte el ordenamiento jurídico, a lo que de hecho
tienden en virtud de su tendencia a su absolutización, y frente a lo cual
resultaría legítimo el empleo de la coacción por parte del Estado. Cualquier
otro tipo de ataque ilícito jurídicamente contra los modos de fe estatutarios
extra-racionales significaría, al igual que cuando ellos proceden con arreglo a
su inclinación, violentar la intelección de que las convicciones internas no
pueden ser coaccionadas. La religión
racional, que tiene que preferir el Estado frente a las religiones históricas,
exige intenciones puramente morales que de ningún modo se pueden generar
exteriormente por medio de la coacción estatal, sino que presuponen un acto
autónomo del sujeto moral.
La situación proyectada de la validez
universal de la religión racional moral es pensada como el estado de una paz
religiosa generalizada. Sería absurdo suspender el deber de la paz durante el
proceso hacia este estado final. El proceso que conduce hasta la religión
racional universal sólo es pensable, por tanto, como un proceso de reforma, que
se basa en una ilustración que va progresando. En el plano del conflicto
intelectual se tiene que poder hacer notar la voz
crítica de la ilustración y se tienen que medir todas las formas de
religiosidad con el criterio de la razón moral práctica. La facultad de
filosofía puede dar aún un último consejo al Estado, a saber, procurar que
siempre haya un espacio de libertad para el enjuiciamiento crítico de los fenómenos
religiosos a través de la razón y que éste se pueda articular públicamente.
Bibliografía
Kant, I. (1902 ff), Gesammelte Schriften. Ed. von der
preußischen Akademie der Wissenschaften, der deutschen Akademie der
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Kant, I. (2003), El
conflicto de las facultades (Trad. R. Rodríguez) Alianza Editorial, Madrid.
Kant,
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M. Caimi), Colihue Clásica, Buenos Aires.