La ilustración kantiana como tarea del pueblo[1]
Kantian Enlightenment as a popular task
Macarena Marey·
UBA-CONICET, Argentina
Resumen
En
este artículo propongo una lectura de la ilustración kantiana como tarea que
solo puede realizar el pueblo, en discusión con las visiones hegemónicas
(críticas y defensivas) de la ilustración producidas en Europa Occidental en el
siglo XX.
Palabras
clave
Soberanía
popular, Foucault, Habermas, lectura situada, crítica, sistema westfaliano.
Abstract
In
this paper, against the hegemonic visions of the Enlightenment elaborated in
twentieth century’s Western Europe, I propose a reading of Kant’s idea of Enlightenment
as a task only the people to carry out.
Keywords
Popular
sovereignty, Foucault, Habermas, situated reading, critique, Westphalian
system.
I. Introducción
Durante
las últimas dos décadas del siglo XX, el debate europeo sobre la ilustración
giró alrededor de la deseabilidad de retomarla como proyecto. La agenda de
estos debates quedó marcada en gran medida por la posición que planteó Habermas
en 1980, en el discurso “Die Moderne –ein unvollendetes Projekt”, un texto que tuvo luego una gran difusión.[2]
Repasemos brevemente los términos del planteo. Como sabemos, Habermas toma
distancia de las tesis ultracríticas de la
ilustración que sus maestros Adorno y Horkheimer habían planteado en los
ensayos que dieron forma a una de las obras más importantes de la teoría crítica,
Dialektik der Aufklärung
(publicado en 1944 y 1947). Mientras que la tesis central de Adorno y Horkheimer
es que el proyecto ilustrado llevaba en sí mismo el germen de su destrucción, Habermas
no imputa su fracaso a su supuesto carácter contradictorio y autodestructivo. Para
Habermas, la pérdida del “optimismo” que los ilustrados cifraron en la “expectativa
de que las artes y las ciencias no solo promoverían el control de las fuerzas
naturales sino también la interpretación del mundo y de sí mismo, el progreso
moral, la justicia de las instituciones e incluso la felicidad de las personas”[3] no vuelve impertinente que sigamos
preguntándonos “si deberíamos aferrarnos a las intenciones de la ilustración,
por más fracturadas que estén, o si debemos dar por perdido el proyecto de la
modernidad” (Habermas, 1980, p.
5). La carga ideológica de la lectura que Habermas hace de la
ilustración se concentra
en que tilda de “conservadurismos” a toda postura contraria a su propia
propuesta de disolver las aporías de la modernidad renovando el proyecto
ilustrado, moralizando así, innecesaria y erróneamente, cualquier discusión al
respecto.
Tras analizar lo
que considera la “falsa negación de la cultura” y las “aporías de la modernidad
cultural”, Habermas propone que “debemos aprender de las aberraciones que
acompañaron al proyecto de la modernidad y de los errores de los extravagantes
programas de negación [de la cultura] en lugar de dar por perdidos a la
modernidad y a su proyecto” (Habermas, 1980, p. 7). Los “tres conservadurismos”
son los siguientes. Los “conservadores jóvenes” “justifican un antimodernismo intransigente con una actitud modernista”
(Habermas, 1980, p. 8) y están representados, para Habermas, por Bataille, Foucault y Derrida. Sin embargo, Foucault mismo
es más receptivo que ultracrítico de la ilustración
kantiana (de hecho, Foucault es en general un gran receptor positivo del
pensamiento de Kant) y además él mismo se negó a tomar una postura al respecto
de si hay que retomar o no el proyecto ilustrado. Los “conservadores viejos”,
cuya oposición a la modernidad es absoluta, recomiendan una vuelta a la premodernidad
(Habermas piensa en el neoaristotelismo de la línea
de Leo Strauss). Los “nuevos conservadores”, por su parte, “celebran el
desarrollo de la ciencia moderna en la medida en que ella exceda su propia
esfera para impulsar el progreso técnico, el crecimiento del capitalismo y una
administración racional” (ibídem).
Lo que quiero resaltar es que pareciera que sobre todo
desde esta intervención de Habermas, cualquier análisis de la ilustración está obligado
a posicionarse a favor o en contra de la modernidad. Foucault tuvo razón cuando
mencionó al pasar en su reflexión sobre la Aufklärung en Kant que él se negaba a aceptar esta “extorsión
de la ilustración” (Foucault, 1984, p. 42). El problema principal de que la discusión
sobre la ilustración se haya centrado en la deseabilidad de su reimplementación
como proyecto esencialmente moderno esconde al menos dos errores que vaciaron
al concepto de ilustración de todo sentido filosófico serio, alejándolo de la
posibilidad de analizarlo filosófico-políticamente.
El primero de ellos es tomar a la modernidad y a la ilustración como una misma
cosa. La conflación entre modernidad e ilustración y la hipótesis elidida (y
errónea) de la univocidad de ambas forman parte de un acervo de prejuicios que
comparten también trabajos célebres como los del mismo Foucault y los de Adorno
y Horkheimer. Esta homogeneización totalizante de visiones del mundo múltiples y
diversas ha tenido una influencia radical en el modo en que se dieron las
discusiones a favor o en contra del llamado, también de manera absolutizante, “proyecto ilustrado” y es la causa de muchos
errores de diagnóstico y apreciación sobre la conexión entre el concepto de
ilustración y las relaciones de opresión en las prácticas políticas concretas.
La equiparación entre ilustración y modernidad
neutraliza la cuestión de que no podemos hablar seriamente de la modernidad
como un cuerpo monolítico de producción cultural ni de la ilustración como un
proceso uniforme en el tiempo y el espacio. Pensada como fenómeno histórico-intelectual,
la ilustración del siglo XVIII no ocurrió del mismo modo en los diferentes
países de Europa –ni ocurrió jamás del mismo modo en el resto del mundo, si es
que ocurrió en primer lugar en algún lugar del mundo como fenómeno histórico. Considerar que hay una sola modernidad y una sola
ilustración es producto de una perspectiva privilegiada (y, por lo tanto,
sesgada y con serios déficits epistémicos) que, como tal, neutraliza el verdadero
potencial emancipatorio latente en algunas conceptualizaciones de la
ilustración. Por esto mismo, ocurre además que la tesis de que ilustración y
modernidad son la misma cosa se monta sobre sendas definiciones cuestionables
de “ilustración” y “modernidad”. Esta conflación va acompañada, en efecto, por
la tematización de la ilustración como en esencia un optimismo ingenuo e
irresponsable respecto del avance del conocimiento científico, una fe excesiva
en la capacidad del conocimiento para generar bien, sin una crítica acerca de
quién toma el protagonismo en la producción de ese conocimiento.
El segundo error que podemos marcar en el discurso de Habermas es que analiza
la ilustración como un
fenómeno eminentemente estético. La unilateralidad de la perspectiva
disciplinar de análisis es también algo que ocurre en el análisis foucaultiano, centrado eminentemente en la reflexión sobre
la historia, y en el análisis de Adorno y Horkheimer, centrado en última
instancia en la reducción de la ilustración kantiana a
una única premisa acerca de la teoría del conocimiento. Esta unilateralidad de
los análisis impide reconocer el hecho de que la ilustración es un concepto
eminentemente político y que, como tal, lo pertinente es analizarlo desde la
filosofía política como guía disciplinar del resto de los aspectos culturales,
sociales, económicos, epistémicos,
de
lo que sea que llamemos “ilustración”, sobre todo porque la cuestión en la que
se juega el carácter emancipatorio u opresivo de la ilustración es acerca de
quién es su agente político concreto. En otras palabras: emanciparse no puede
conjugarse en voz pasiva, y si eso es lo que propone la ilustración, es decir,
emancipar a otro desde arriba, entonces la ilustración no es emancipatoria.
No es mi intención aquí tomar partido a favor o en contra
del “proyecto ilustrado”, en primera instancia porque no creo que haya existido
nada semejante. Lo que quiero es proponer una lectura alternativa de la
ilustración a partir de las fuentes de uno de los pensadores sobre los que más
se habló al respecto, Immanuel Kant, desde la pregunta
por la
agencia política del pueblo. Mi tesis es que el concepto kantiano de Aufklärung
encierra una noción radicalmente divergente que no puede ser reducida a las
ideas de ilustración asumidas en las posturas antagónicas de los debates del
siglo pasado. Cuando se asume que la ilustración es un proyecto moderno positivo
motorizado por una fe excesiva en la razón, y no antes bien por la crítica
negativa al efecto hegemonizador de la producción de
cultura y de conocimiento, no parece fuera de lugar sostener que ella pudo ser
la causa de la mayoría de las catástrofes humanitarias y ambientales de nuestra
época. Sin embargo, la tesis de que la ilustración es una ideología homogénea es ella misma un producto
ideológico de un modo hegemónico determinado de comprender la política y la
producción intelectual canónica que no da lugar a lecturas a contrapelo de la
modernidad filosófica. En resumen, esa visión de la ilustración es
un simple (o mejor, complejo pero desmontable) muñeco de paja que, con matices
en apariencia refinados, asumen de manera acrítica muchos de los debates sobre
ella.
Si suponemos generosamente que se trata de una generalización empírica, la
conceptualización kantiana de la ilustración la refuta, pues alcanza con tener
un solo caso de ilustración desde abajo, plebeya para que no podamos
decir que la ilustración es regresiva y elitizante.
Asumir como hipótesis interpretativa que la
ilustración es una cuestión política, esto es, que trata en última
instancia de la dominación y del conflicto, es la clave que nos permite
determinar la especificidad alternativa de la ilustración kantiana. En un abordaje eminentemente político, el análisis de la Aufklärung
kantiana que ensayo aquí se
regla por dos de las tesis centrales del pensamiento
político de Kant: la soberanía popular y el carácter comunitario de los juicios políticamente
autoritativos (i. e., el llamado “uso público de la razón”).
La filosofía política de Kant está desarrollada sistemáticamente en Los principios iniciales de la doctrina del
derecho, o Doctrina del derecho,
la primera parte de la Metafísica de las
costumbres (1797-8), lo que quiere decir que la teoría política de Kant es
un sistema metafísico y que todos sus elementos conceptuales cumplen sus roles
sistemáticos respectivos
relacionándose entre s La
ilustración kantiana tiene su razón de ser en el modo en que se interrelacionan
conceptualmente la soberanía popular y el uso público de la razón y, en este marco, la ilustración es, en
Kant, una tarea del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, para que el
soberano popular consiga ejercer su soberanía en la práctica efectiva. Mi tesis
central es que la tarea ilustradora es, en Kant, una tarea del pueblo y que su
objetivo es dar por tierra con las distorsiones culturales de las que los Estados (westfalianos y post-westfalianos) se sirven para hegemonizarlo, con el fin de
tomar finalmente el ejercicio efectivo de la soberanía política.
Aunque (o porque) escribo desde el llamado “Sur
Global”, me interesa concentrarme en el tratamiento europeo de la cuestión de
la ilustración como se dio en autores canónicos de Europa occidental del siglo
XX. Me interesa mostrar cómo una lectura situada puede iluminar las debilidades
de las posturas involucradas en esos debates, que tanto han marcado las agendas
intelectuales y académicas en el resto del mundo. No reclamo un punto de vista
epistémico privilegiado, solo indico que tematizar y problematizar las
cuestiones profundas en juego en esas discusiones desde las preocupaciones
políticas, sociales y económicas del Sur nos permite testear la posibilidad de
hacer lecturas más radicales, tanto críticas como indicadoras de potenciales
emancipatorios viables, de un mismo corpus filosófico que no solo es parte
central del canon sino que además está mediado por
esas lecturas canónicas. No quiero desentenderme de los aspectos imperialistas
(racistas incluidos) de la filosofía kantiana, de modo que hacia el final de
este texto haré unos comentarios breves sobre la plausibilidad de mi propia
lectura en el marco del reconocimiento de las ignorancias voluntarias de Kant y
de los núcleos coloniales de su pensamiento, que paradójicamente quiso ser
anticolonial.
II. La culpa es del guardián
Uno
de los núcleos problemáticos más destacados de la ilustración kantiana es el de
la idea de que la minoría de edad, de la que es un deber salir, es
autoinfligida. Recordemos antes que nada la definición de “Aufklärung” en estos términos,
tal como Kant la enunció en el ensayo de 1784:
Ilustración
es la salida del ser humano de la minoría de edad que le es imputable a sí
mismo. Minoría de edad es
la incapacidad de servirse del entendimiento propio sin la guía de otro. Esta
minoría de edad es autoinfligida
cuando su causa no está en la falta de entendimiento, sino en la falta de la decisión
y del coraje de servirse del entendimiento propio sin la guía de otro (WA, AA
08:35).
La
crítica a la idea de que cada persona es culpable de estar sometida a una
relación de tutelaje fue el centro de la crítica de Hamann al ensayo de Kant.
En su carta a Kraus del 18 de diciembre de 1784, Hamann decía que
Me complace
ver a la ilustración ciertamente no definida pero sí por lo menos explicada y
ampliada más estética que dialécticamente por medio de la analogía con la
minoría de edad y el tutelaje. Ahora bien, para mí, la proton pseudos radica en el maldito adiecto o epíteto
“autoinfligida” [selbstverschuldet].
La incapacidad no es en realidad una culpa, como el mismo Platón reconoce, y solo
se vuelve culpa por medio de la voluntad y la falta de voluntad de resolución y
coraje –o como consecuencia de culpas artificiales. […] ¿Dónde radica la incapacidad o la culpa de aquella
persona acusada falsamente de inmadura? ¿En su vagancia y cobardía? No, en la
ceguera de su guardián que se hace pasar por alguien que ve y que por eso mismo
tiene que hacerse responsable de toda la culpa.
[…] ¿Con qué
conciencia moral puede un razonador que especula detrás de la estufa en su
gorro de dormir echarle en cara su cobardía al inmaduro, cuando su guardián
ciego tiene un ejército numeroso y bien disciplinado como garantía de su
infalibilidad y ortodoxia? ¿Cómo puede uno mofarse de la cobardía de tales
menores de edad cuando su guardián ilustrado y que piensa por sí mismo […] ni
siquiera los considera como máquinas, sino como meras sombras de su gigantez
frente a las cuales no puede temer porque son sus fantasmas servidores […]?[4]
La indicación de Hamann es
certera. Dado el mismo marco conceptual que traza Kant en su ensayo de 1784, no
podemos pensar la responsabilidad por la permanencia en la minoría de edad sin
pensar en la relación entre un sujeto tutelado y un sujeto tutor. El guardián tiene que tener algún grado de esa culpa por la minoría,
cuando no toda, pues esa minoría es efecto de una relación asimétrica de poder.
La tesis de que toda persona es culpable de su propia minoría de edad no es
equitativa: demanda más a las personas oprimidas que a los sujetos opresores,
quienes parecen tener, por lo demás, un marcado interés por mantener intacta la
relación de poder que implica el tutelaje. Con todo, estas críticas no se dejan
aplicar a la concepción kantiana de la ilustración: también para Kant el
guardián (que nunca es ciego, en realidad) es quien carga con la culpa por la
minoría de edad precisamente porque el poder real-político estatal necesita
tener al pueblo bajo tutela. En lo que sigue quisiera presentar la imagen de la
Aufklärung
kantiana como la subversión de la relación tutelar de poder.
Mi
punto de partida es, como anticipé, eminentemente político. Por esto, las preguntas
que guían mi intento por comprender la idea emancipación incluida en el
concepto kantiano de Aufklärung
son de carácter político. Principalmente, mis interrogantes son tres: ¿Quién
tiene que emanciparse de la autoridad de quién? ¿Quién es el sujeto agente de
la ilustración? ¿Cuál es el objeto de la ilustración, los fenómenos que deben
ser puestos bajo el ejercicio de la crítica? Lo que vuelve necesario hacer
estas preguntas es una tesis kantiana nodal, a saber, la afirmación de una
relación necesariamente normativa entre razón y autoridad por la cual la
primera es la única fuente y criterio de legitimidad de todo ejercicio
autoritativo. Las cuestiones de quién es el sujeto que razona y qué usos de la
razón pueden ser autoritativos sin correr el riesgo de convertirse en fuentes
heterónomas de racionalización al servicio de un guardián despótico se
convierten, así, en cuestiones no solo intrínsecamente políticas, sino que
también ocupan un lugar sistemático fundamental en toda la empresa crítica y
metafísica de Kant.
Una de las indicaciones más lúcidas
del análisis foucaultiano de la Aufklärung en Kant es que ella
implica un posicionamiento consciente del
filosofar en el presente: la ilustración es también un gesto de
responsabilidad del intelectual respecto del presente político en el que se
produce conocimiento. Y en efecto, Kant respondió la pregunta de Zöllner “¿qué es ilustración?”[5]
respondiendo al mismo tiempo a la situación concreta de la ilustración hacia
fines del siglo XVIII prusiano. En su erudito trabajo sobre el contexto
histórico del tratamiento kantiano de la ilustración, Lestition
sostiene correctamente: “gran parte del trabajo académico maduro de Kant, y
particularmente su filosofía política y moral, se desarrollaron contra un contexto
que podemos llamar el fin de la ilustración en Prusia –el violento giro hacia
políticas conservadoras en religión, cultura y política que siguió a la muerte
de Federico II en 1786” (Lestition, 1993, p. 57). De
hecho, Kant intentó responder a la pregunta del presente en el sentido
planteado por Foucault no solo en el ensayo de 1784. Todos sus textos de la
década de los 1790s, escritos bajo el gobierno de Federico Guillermo II y bajo la luz de la fascinación kantiana por la
Revolución Francesa, presentan un diagnóstico crítico y
negativo de su contexto
cultural y político.
Hay
una diferencia importante entre el ensayo de 1784 y las obras políticas
posteriores a 1793, el año en que aparecieron Teoría y praxis y La religión
dentro de los límites de la mera razón. En la década de los 1780s, Kant no
había alcanzado el marco conceptual y los criterios normativos
político-filosóficos, elaborados completamente recién en Metafísica de las costumbres, para explicar por qué la realidad
política en la que vivía era tan adversa a la ilustración. En 1784, Kant no
había desarrollado siquiera su filosofía práctica de manera completa. Tenemos
que tomar este hecho seriamente, porque es solo cuando vemos la filosofía
política de Kant en toda su extensión y especificidad en la última década de su
desarrollo intelectual que estamos en condiciones de descubrir que “ilustración”
es un concepto político, diseñado para jugar un rol indispensable como
condición de posibilidad del imperio
de la voluntad general. Por lo menos, estamos en una mejor posición para
entender este concepto que si relacionamos el ensayo de 1784 solo con las obras
críticas de la década de los 1780s. El riesgo que corremos al enfocarnos
exclusivamente en el ensayo de 1784 es, en resumen, terminar hablando de una
mera anécdota que nos relataron mal y que entendimos mal.
En 1798, Kant
publicó su postura sobre las políticas universitarias: El conflicto de las facultades. De este texto podemos extraer una
serie de tesis que atañen a la ilustración como crítica del presente. Pues El conflicto de las facultades es, desde
el inicio, una respuesta directa al ataque anti-ilustrado del edicto de
religión de Woellner (1788), desde el punto de vista de un
filósofo que conoció de primera mano la interferencia del gobierno en asuntos
intelectuales. Es sorprendente que Foucault haya elegido concentrarse solo
en la segunda parte del texto. Creo que esto se debe a que Foucault lee la
ilustración kantiana preminentemente como un asunto de filosofía de la historia
y como un asunto político solo en la medida en que está subordinado a la reflexión
sobre la historia. Pero es en la “Introducción” y en la
primera parte de este texto polémico, titulado “El conflicto de la facultad de
filosofía con la facultad de teología”, donde Kant analiza las diferencias
entre la tarea de la filosofía y las tareas de las “facultades superiores”
(teología, derecho y medicina) desde la
perspectiva de la autonomía en la producción de conocimiento.
El
punto de partida de toda la obra es un diagnóstico crítico: existe una “división del trabajo” entre las facultades,
producto de “tratar
al saber en su totalidad al modo de las fábricas”
(SF, AA 07:17). Este diseño institucional produce,
además de determinadas doctrinas,
una clase entera de académicos que son “instrumentos del gobierno, investidos
por él y para su propio fin (y no por mor de las ciencias) en un cargo oficial”
(SF, 18). En este cuadro, cuando describe la situación de las facultades
superiores en lo que atañe a la libertad de pensamiento, Kant traza una distinción
entre los usos público y privado de la razón que parece (pero no lo es del todo) paralela a la que había marcado en
el ensayo sobre la ilustración de 1984. En este último texto, el “uso privado
de la razón” había sido definido como “el uso de la razón propia que alguien
tiene permitido ejercer en un cierto puesto u oficina civil que le fue encargada” (WA, AA 08: 37).[6] Aquí, Kant afirma que los miembros
de las facultades superiores,
como instrumentos del gobierno
(hombres del clero, oficiales judiciales y médicos) tienen influencia legal
sobre el público y componen una clase particular de hombres de letras que no son libres de hacer un uso público de su
saber del modo en que ellos crean oportuno,
sino solo bajo la censura de las facultades (SF, AA 07:18, subrayado mío).
En el texto de 1798 se vuelve
evidente, como no es el caso del ensayo de 1784, que Kant evalúa esta situación
de manera negativa, es decir, no celebra que los académicos de las facultades
superiores no tengan libertad de producir cultura y conocimiento científico de acuerdo al uso autónomo de su razón. La razón de la
desaprobación kantiana de esta situación está en la relación autoritativa entre
el gobierno y estas facultades:
Las facultades se dividen
tradicionalmente en dos rangos: tres facultades superiores y una facultad inferior.
Es claro que esta división ha sido hecha y que esta terminología ha sido
adoptada con referencia al gobierno más que a las profesiones académicas. El gobierno está interesado primariamente en
los medios para asegurar la influencia más fuerte y duradera sobre el pueblo, y
los tópicos que enseñan las facultades superiores son precisamente esos medios (SF,
AA 07:18-19, subrayado mío).
Lo
primero que salta a la vista de esta crítica al diseño institucional de la
educación superior es que está basada en el reconocimiento de la injerencia de
la cultura producida por los expertos en el modo de pensar del pueblo. Es por
su relación de influencia sobre el modo en el que un pueblo juzga sobre la cosa
pública (y sobre sus asuntos privados como cuestiones también políticas) que,
dice Kant, se ha diagramado la jerarquización de los saberes académicos. La
segunda cuestión que es relevante mencionar aquí es que esta perspectiva de
crítica, i. e., la de la relación entre un corpus de conocimiento y la facultad
judicativa de los miembros de un pueblo, es la que muestra que la demolición
kantiana de la facultad de teología es eminentemente política y, al mismo
tiempo, echa una luz muy clarificadora sobre el anticlericalismo de Kant, su oposición
a las iglesias conservadoras en general.
La primera parte de La contienda de las facultades, junto con las tesis kantianas de la
religión en La religión dentro de los límites de la mera razón, Antropología en sentido pragmático
y Doctrina del derecho, deja en claro
que su oposición a las religiones institucionalizadas no está basada en la
simple idea de que la religión promueve la superstición y la irracionalidad,
postura antipopular que Kant no sostiene. La postura política que mejor
describe la actitud de Kant frente a la religión es el anticlericalismo. Por
ejemplo, en la sección “Del falso servicio de Dios en una religión estatutaria”
de Religión, leemos que los estatutos
eclesiásticos son “arbitrarios” y “contingentes” (RGV, AA 06:167ss) y que constituyen
la verdadera causa del “delirio religioso”. Una religión estatutaria delirante
o, lo que es lo mismo, una “falsa adoración a Dios” (RGV, AA 06:168) es, para
Kant, “superstición” (RGV, AA 06:172; Kant emplea aquí el término “Superstition” en vez de “Aberglaube”).
La superstición del culto institucional es definida en términos morales: “Todo,
excepto una buena conducta moral, que un ser humano supone que puede hacer para
placer a Dios es falsa ilusión religiosa y falso servicio a Dios” (RGV, AA 06:170).
La superstición, entonces, no está ligada a los contenidos de las creencias
religiosas y artículos de fe en general, sino eminentemente a la idea de que la
obediencia a la autoridad eclesiástica puede reemplazar la conducta moral autónoma y el cumplimiento de los deberes de virtud
para con las demás personas. La definición
kantiana de superstición ataca, así, el corazón mismo del concepto de una
religión institucionalizada que reclama docilidad por parte de sus creyentes. La
postura anticlerical de
Kant está
combinada con la idea de que el pueblo mismo puede desear mantener sus iglesias,
es decir: no es antirreligiosa. Esta interpretación tiene su confirmación en el
siguiente pasaje en el que Kant analiza si el Estado puede expropiar terrenos
eclesiásticos: “una iglesia es una institución fundada solo sobre la fe y
cuando la ilusión sobre esta opinión [de que las iglesias pueden garantizar la
gracia eterna] desaparece gracias a la ilustración del pueblo, entonces se
termina el terrible poder del clero, poder que se basa en esa opinión” (MS,
369). Cuando esto sucede, prosigue Kant, “el Estado con pleno derecho toma
posesión de la propiedad que la iglesia ha usurpado para sí misma” (ibídem).[7]
Ahora bien, en
Doctrina del derecho (MS, AA 06:325-328),
Kant presenta un argumento diseñado para proteger a las iglesias frente al
poder estatal. El argumento establece en primer lugar que hay que diferenciar
cuidadosamente entre las religiones eclesiásticas y la religión como “convicción
moral interna, que está totalmente por fuera del alcance del radio de
influencia del poder civil”. Pero al mismo tiempo Kant considera que las iglesias,
como “instituciones de servicio divino para el pueblo”, tienen también parte de
“su origen en el pueblo, sea en la opinión o la creencia sólida” (MS, AA 06:327).
Este origen popular determina que el Estado no tenga un derecho a “prescribir u
ordenar creencias y formas rituales al pueblo, pues esto tiene que ser dejado
completamente en manos de los maestros y jefes que él mismo [el pueblo] se ha
elegido”. En lo que atañe a las iglesias, por lo tanto, el Estado tiene “solo
el derecho negativo de impedir que sus maestros públicos tengan influencia por
sobre la comunidad política visible cuando esta influencia va en detrimento de
la paz pública” (MS, AA 06:327). Kant se refiere a que el
Estado tiene el rol de impedir que los conflictos intraeclesiásticos e intereclesiásticos
escalen en violencia sangrienta dentro de un pueblo. En este pasaje, entonces, Kant
defiende la libertad religiosa por la razón de que las iglesias pueden tener un
origen popular (y no con base en un derecho individual de libertad de religión),
pero también presenta una visión negativa de las iglesias como potenciales
causas de violencia entre personas iguales políticamente. Esto no solo tiene una lectura hobbesiana (las disputas eclesiásticas que devienen guerra
civil), sino también muy actual. Hoy tenemos en varios lugares del mundo
iglesias cristianas conservadoras que incitan públicamente al odio a colectivos
enteros, especialmente a las personas LGBTIQ+, y al mismo tiempo iglesias
inclusivas y teologías queer y feministas que desarrollan religiosidades
radicalmente igualitarias y comunitarias por fuera de lógicas jerárquicas.
Un tercer pasaje nos da una clave
fundamental para entender las razones del anticlericalismo de Kant. El texto de
Antropología en sentido pragmático
termina con una crítica muy fuerte a Federico II, a diferencia de lo que parece ser el caso con el ensayo sobre
la ilustración:
Federico II
le dijo una vez al excelente Sulzer […] ‘ah, mon cher
Sulzer, vous ne connaissez
pas assez cette maudite race à laquelle nous appartenons’. También
es propio del carácter de nuestra especie que al intentar conseguir una
constitución civil también necesite disciplina por medio de la religión, de
modo que lo que no pueda ser conseguido por la coacción externa pueda ser producido
por coacción interna de la conciencia moral (Anth, AA
07:332).
Aunque esta coacción interna es imposible y prohibida
tanto en Religión como en Metafísica de las costumbres, el punto que
quiere hacer Kant con esta indicación algo escandalosa para su filosofía
política queda claro inmediatamente: con esta “coacción interna” por medio de
la religión,
los legisladores
usan políticamente la predisposición moral humana […]. Pero cuando la moral no precede a
la religión en este disciplinamiento del pueblo, la
religión se vuelve el señor de la moral y la religión estatutaria se convierte
en un instrumento del poder estatal (política) bajo déspotas de la fe. Este es
un mal que arruina inevitablemente el carácter y lo pervierte para que gobierne
por medio del engaño llamado “prudencia política”. Mientras profesaba en público
ser meramente el primer servidor del Estado, ese gran monarca no podía esconder
lo contrario suspirando en su confesión privada, aunque se excusaba a sí mismo
al atribuir esta corrupción a la raza malvada llamada especie humana (Anth, AA 07:332-333).
Finalmente, siguiendo la línea de su texto sobre religión,
en la Antropología Kant explica también
que
es “injusto” pedirle al laico que no use su propia razón en asuntos de
religión. Dado que la religión debe ser considerada desde una perspectiva
moral, ella no puede ser ejercida de manera adecuada como tal si el creyente no
usa su propia razón (Anth, AA 07:200). Lo
que importa decir acá es que, tomados en conjunto, estos pasajes implican un
ataque a la religión estatutaria como institución al servicio
de la dominación, no meramente un reproche a la negligencia de los
creyentes respecto de la salida de la minoría de edad. Kant trata las cuestiones
religiosas no solo desde el posicionamiento epistémico, metafísico y moral de
su empresa crítica, sino también (y se podría decir que eminentemente) como
cuestiones cuyo ámbito propio es lo
político (le politique),
como sostiene James Di Censo.[8]
Deberíamos evaluar la visión kantiana de la responsabilidad de los feligreses a
la luz de la idea de que en su carácter de funcionarios nombrados por el
gobierno los teólogos no tienen permiso para usar su propia razón. En otras
palabras: el teólogo no usa su propia razón incluso cuando el asunto del que
trata es moral y, como tal, exige autonomía, mientras que las personas laicas
se ven exigidas a usar su propia razón respecto de los asuntos morales. Pero si
las doctrinas religiosas no son producto de un uso autónomo de la razón,
entonces usar la propia razón debería demandarnos descartar los dogmas institucionales
en su totalidad.
Piché, (2015, p. 209), nota
correctamente que hay un modo en el que la “superstición reemerge en el reino
de la cultura” cuando “fenómenos del mundo sensible, como el rito eclesiástico
o un proceso judicial […] son de hecho interpretables por la persona común como
causas de efectos suprasensibles: cada uno de ellos puede ser visto como un
sustituto […] de mi conducta moral inadecuada”. Esto es cierto, por supuesto: como vimos, Kant dijo explícitamente
que la religión institucionalizada se presta a ser usada por los feligreses para sustituir la responsabilidad
moral, y en Contienda advierte que los hombres instruidos, desde el teólogo hasta el
jurista, pasando por el filósofo, suelen ser vistos como
“obradores de milagros” por las personas de a pie (SF, AA 07:29s). Pero esto es
solo parte del problema. Kant critica a las iglesias no solo porque son fuente
de excusas para permanecer en la inmadurez moral. Su posición anticlerical se
debe al rol que las iglesias juegan al transmitir doctrinas que están diseñadas
ad hoc por un mandato del gobierno para
imponer al pueblo ideas sobre el bien (cf. SF, AA 07:21),[9]
i. e., una determinada moralidad heterónoma. Este estado de cosas es
reprochable no solo porque tal imposición es una flagrante violación de la
autonomía. Genera además una situación impregnada de ilegitimidad política,
pues el motivo ulterior de esta imposición es el de moldear los juicios y la conducta
del pueblo de modo tal que se correspondan con la “necesidad” del gobierno de
tenerlo bajo control. El teólogo es un instrumento de la ideología hegemónica y
en ello radica su falta de autonomía.
Respecto de la facultad de derecho,
Kant repite en La contienda de las
facultades la desaprobación ya expresada contra los juristas en Doctrina del derecho[10]
y contra los políticos moralistas, que se acomodan a los gobiernos existentes persiguiendo
su beneficio privado, en Paz perpetua,[11]
a saber: que los juristas no piensan por sí mismos dado que su tarea no es
evaluar la justicia de las leyes positivas. Estudian la ley solo bajo la orden
gubernamental de adaptar sus doctrinas jurídicas al “bien civil”, esto es,
producen teorías sobre el derecho que son dispositivos para “mantener la
conducta externa [de los súbditos] bajo las riendas del derecho público” (SF, AA
07:22).
De estas reflexiones podemos sacar
algunas conclusiones sobre el concepto kantiano de Aufklärung. Un primer punto para
resaltar es que las doctrinas de las facultades superiores emanan de fuentes
heterónomas y contingentes, i. e., de la Biblia, del corpus legal positivo y de
los protocolos médicos sancionados (SF, AA 07:23).[12]
Así, podemos decir que su propósito no es, en realidad, el conocimiento. Respecto
de cuál es su verdadero propósito, Kant es explícito: los profesionales de las
facultades superiores (los profesionales de la cultura) intentan adecuar la
producción de conocimiento sobre esas fuentes empíricas al objetivo del poder
político de turno de asegurarse una influencia fuerte y duradera sobre el
pueblo. Esto nos da otra clave para entender que los intelectuales de las
facultades superiores no ejercen un uso libre de la razón: el gobierno al que
obedecen no es la voluntad reunida del pueblo, sino de un agente que necesita hegemonizar al pueblo. En otras
palabras, las personas encargadas de producir cultura y conocimiento responden a
un gobierno que no es republicano sino despótico, pues bajo él “la voluntad
pública es manipulada por el gobernante como si se tratara de su propia
voluntad privada” (ZeF, AA 08:352). Esta es la razón
política principal por la cual los intelectuales de las facultades superiores
no son ilustrados stricto sensu:
piensan y actúan bajo las órdenes de una autoridad contingente y arbitraria
cuya legitimidad ni siquiera cuestionan.
En pocas palabras, entonces: la
cultura y el conocimiento producidos por los expertos están diseñados
precisamente para ser fetichizados por el pueblo. La gran influencia que los
clérigos y los juristas tienen sobre el pueblo no depende meramente de que un
pueblo les conceda voluntariamente ese poder sobre él. Ciertamente implica que
los expertos y los clérigos y funcionarios en general aceptan deliberadamente
jugar un papel que el gobierno, el poder político de turno, les pide que
cumplan. En tanto que productores de cultura, los profesores de las facultades
superiores no usan su propia razón porque acuerdan usarla de manera instrumental
y para promover la necesidad del gobierno de influir sobre el modo de pensar (Denkungsart) del pueblo. Ellos sí son plenamente responsables
de su inmadurez, es decir que los guardianes mismos permanecen voluntariamente
en una minoría de edad respecto de su propia autonomía. Pero la manipulación de
la facultad de juicio del pueblo en la que estos hombres de la cultura toman
parte no puede ser atribuida al pueblo mismo; es, por el contrario, el mayor
obstáculo para su emancipación. ¿Cómo podrían las personas del pueblo usar su
propia razón práctica si su modo de pensar mismo está siendo moldeado por
doctrinas culturales que responden a una razón meramente instrumental? ¿Se cancela así la posibilidad de cualquier
emancipación?
El
objetivo despótico de influir al pueblo estructura la cultura pública de una
manera contrailustrada, al orquestar la producción de
doctrinas públicas que están diseñadas para asegurar dominación política.[13]
Pero los
miembros de las facultades superiores no actúan de manera irracional. Usan, por
el contrario, una razón instrumental orientada a fines heterónomos. Encarnan
esa racionalidad de medios a fines que Adorno y Horkheimer imputaron a la
ilustración. Así, como un llamado a usar la propia razón, la Aufklärung
kantiana ataca la cultura pública tal como ella es producida en su contexto
político concreto. La crítica kantiana de la cultura producida por los funcionarios
académicos nos permite finalmente echar luz sobre la idea controversial de la
inmadurez voluntaria, pues nos deja ver que salir del tutelaje no depende ni
por completo ni exclusivamente del coraje individual. Contrariamente a lo que
podríamos pensar si solo prestáramos atención a la definición de Aufklärung en el
ensayo de 1784 aislada de la filosofía política de Kant, Kant de hecho creía
que existía un sistema cultural social y político que obstaculizaba la decisión
de emerger de la situación de minoridad en la medida en que dificultaba
expresamente la misma toma de conciencia respecto de esa situación. Analizo
algunos corolarios de esto en la siguiente sección conclusiva.
III: Crítica política de la cultura como
precondición del ejercicio de la soberanía popular
La
definición de “ilustración” como el uso del entendimiento propio sin la guía
de tutores (WA, AA 08:35) en el ámbito público (WA, AA 08:36) ha llevado a la
literatura especializada a vincular la ilustración y el uso público de la razón
con las tres máximas del pensar que Kant enumeró en la tercera Crítica, en su Lógica y en su Antropología.[14]
Estas máximas son: “1) Pensar por sí.
2) En comunicación con otras personas, pensar en el lugar de cada una de las otras personas. 3) Siempre pensar de manera
consistente consigo” (Anth, AA 07:228). De su
análisis de estas máximas, en su texto sobre la cultura de la ilustración en
Kant, Deligiorgi concluye que “la interpretación de
la libertad intelectual como autonomía racional ilumina la relación entre tres
elementos: el juicio del individuo, el horizonte universal de reflexión sobre
los criterios que basan ese juicio y la relación comunicacional entre los
individuos” (Deligiorgi, 2005, p. 85). Siguiendo el
influyente trabajo de O’Neill sobre el uso público de la razón en Kant (O’Neill,
1986), y basándose en esta asociación entre ilustración y comunicación, la
autora sostiene la tesis de que la cultura de la ilustración es universalmente
inclusiva en dos sentidos: porque el alcance del lema “sapere
aude” incluye a todos los seres humanos y porque
la participación en el uso público de la razón está abierta a todas las personas.
Para Deligiorgi,
la “austera definición kantiana de la ilustración en términos del uso
particular que alguien hace de su razón” necesariamente conduce a examinar los
principios que guían ese uso, lo que conduce a reconocer “las condiciones
materiales de la ilustración, o el tipo de compromisos sustanciales que
asumimos cuando buscamos abandonar nuestra inmadurez autoinfligida”
(Deligiorgi, 2005, p 76). Estos compromisos y condiciones materiales dan forma
a la cultura de la ilustración, que “no está estructurada de modo jerárquico al
modo de un tutelaje, sino que es inclusiva e igualitaria porque lo que
salvaguarda esta esfera son las libertades de participación y de comunicación”
(ibid.).
La
mayoría de las recepciones positivas de la Aufklärung
kantiana dentro de las investigaciones especializadas se concentra en el
aspecto comunicacional de la ilustración y la concepción de la libertad de
comunicación que ella incluye. Siguiendo a O’Neill, 1986, Deligiorgi correctamente
diferencia la defensa kantiana de la libertad de expresión sobre la base de la
concepción participativa de la autonomía racional respecto de las defensas
liberales tradicionales:
En contraste con las defensas liberales contemporáneas
de la libertad de expresión, Kant procede a partir de lo que él considera que
son los requisitos esenciales para la autonomía racional, no a partir de una
noción de los derechos individuales básicos. La introducción de un elemento
comunicativo junto con los principios de la inclusión y de la publicidad indica
que el razonamiento autónomo no es algo que quien piensa pueda hacer de manera
aislada. Esto no es así por una limitación implícita en los principios del
razonamiento público, sino antes bien por una limitación que sufre la persona
que piensa (Deligiorgi, 2005, p. 85).
Piché
ha objetado acertadamente a Deligiorgi que, aunque es
correcto que el llamado a usar la razón propia es universalmente inclusivo, la
inclusión en la esfera comunicacional no lo es. Esta esfera, según Piché,
estaría abierta exclusivamente a las personas instruidas (y agrego: varones
cissexuales propietarios y blancos). Piché tiene un buen punto respecto del
blanco de la ilustración. Su tesis sobre la concepción estrecha del uso público
de la razón implica que existe una obligación para las personas que producen
conocimiento de aplicar la ilustración de manera reflexiva a su propio modo de
pensar y producir conocimiento. Su argumento puede ser resumido como sigue. En
primer lugar, Piché nos recuerda cuán profunda fue la influencia de la crítica
rousseauniana de la cultura en Kant y cómo ella lo distanció de la corriente
principal de la ilustración alemana. En “¿Qué es orientarse en el
pensamiento?”, de 1786 (la intervención de Kant en la así llamada contienda del
panteísmo), Kant establece que la ilustración no se trata de ganar conocimiento
por el fin del conocimiento, sino de un asunto de cómo usamos nuestra razón.[15] Piché enfatiza el hecho de que, para Kant,
“el progreso cultural no va necesariamente de la mano del progreso moral”
(Piché, 2015, p. 206),[16]
y concluye que “si Kant ha de mantener una concepción de la ilustración, tendrá
que incluir un posicionamiento flexible para con la ciencia y la cultura.
Tendrá que ser una ilustración de la ilustración” (ibid.).
Ahora bien, si aplicamos estas
máximas del pensamiento a la manera en que los miembros de las facultades
superiores producen sus doctrinas, descubrimos muy rápidamente que no las cumplen. El problema que Kant detecta
es, entonces, que la producción misma de conocimiento y cultura dentro del
ámbito educado formalmente está viciada por un uso instrumental y privado de la
razón. Como los productos consecuentes influyen directamente sobre el modo en
que piensa (o, mejor, judica)
el
pueblo, el mundo educado mismo tiene que ser puesto bajo la inspección de la
crítica ilustradora.
Pero la aporía es que los estratos intelectuales difícilmente emprenderán esta
tarea ellos mismos qua intelectuales,
es decir, como personas de letras y de las facultades superiores. ¿Podríamos
realmente esperar que digan algo en el uso público de la razón y luego lo
contrario como profesionales de la cultura, esto es, al cumplir con una y la
misma función, tal como el ensayo sobre la Aufklärung parece sugerir cándidamente?
Pienso que la única solución
disponible es que la ilustración solo puede ser llevada a cabo por el pueblo
mismo. Hay dos razones básicas para esto. En primer lugar, los profesionales de
las facultades superiores no están en la posición de ilustrarse a sí mismos
porque no podrían ejercer un uso autónomo de la razón ni siquiera como
intelectuales. En segundo lugar, porque la ilustración implica un cierto “modo
de pensar” [Denkungsart]
y, por definición, tal cosa no puede ser impuesta a alguien desde arriba. Hemos
visto algo ya respecto de lo primero. Quisiera hacer unas notas sobre lo
segundo.
En su texto de Antropología, Kant establece que la “sabiduría, como idea del uso
práctico de la razón en perfecto acuerdo con la ley, es probablemente demasiado
exigir a los seres humanos. Sin embargo, ni siquiera un grado mínimo de ella
puede ser infundido por alguien más, sino que es algo que tenemos que realizar
por nosotros mismos” (Anth, AA 07:200). Como forma de sabiduría práctica, la
ilustración es algo que hay que darse
a
sí; de lo contrario, no sería ilustración en primer lugar. En este mismo pasaje Kant llama a la
“salida de la inmadurez autoinfligida” “la revolución más importante en el ser
humano” (ibid.). Para conseguir la sabiduría por sí, tenemos que adoptar,
prosigue, las tres máximas del pensar. Ahora bien, en un contexto cultural
penetrado por una razón instrumental al servicio de la dominación política,
¿qué es lo que nos demandan estas máximas, vistas como principios necesarios
para llegar a un modo emancipado de pensar? Como lo veo, la máxima de “pensar
por sí” nos exige tomar conciencia de nuestra locación en esta cultura y sobre
cómo eso determina nuestra visión y experiencia del mundo. La segunda máxima,
la del pensar en el lugar de las demás personas, nos pide que la comunicación
sea recíproca y en el uso público de la razón: nos pide pensar con las demás personas, no intentar reemplazar su juicio ni
hablar por ellas. “Pensar en el
lugar de otra persona” no es, en este contexto, pretender que podemos realmente
pensar como ella. Antes bien, se trata principalmente de escucharla, de atender
a su propio juicio. La tercera máxima, propiamente práctica,
nos pide adoptar y mantener una postura respecto de las configuraciones
culturales y políticas presentes de la razón y sus distorsiones.
Pero claramente esto no es tan fácil
en un contexto en el que los productos culturales mismos son fuentes de
distorsiones discursivas e ideológicas. Kant lo dice explícitamente:
Para la
persona individual es difícil salir de esa minoría de edad que se ha vuelto
casi natural. Incluso se ha encariñado con ella y por el momento es incapaz de
usar su propio entendimiento. Porque
nunca se le ha permitido intentar hacerlo. Dogmas, estatutos y fórmulas, esos instrumentos mecánicos de un uso
racional o, mejor dicho, de un uso incorrecto de sus talentos naturales, son
los grilletes de hierro de una inmadurez permanente (WA, AA 08:36, resaltado
mío).
Una
vez que se nota que los tutores de los que debemos liberarnos son instituciones,
dogmas, estatutos y fórmulas que no nos permiten pensar por nosotros/as
mimos/as, y no
simples individuos arrogantes que asumen por sí mismos la tarea de enseñarnos
algo que podemos simplemente negarnos a aprender, vemos que emerger de la minoría
de edad requiere, antes que nada, darse cuenta de que la libertad del
pensamiento propio está siendo deliberadamente obstaculizada por un sistema
complejo de instituciones y fenómenos culturales. Como consecuencia, nuestra inmadurez no es totalmente autoinfligida. La
minoría de edad es autoinfligida ciertamente cuando nos vemos como seres
racionales libres pertenecientes a una especie, en el sentido de que esta
inmadurez es el resultado de un obrar humano, no algo de lo que podamos culpar
a la naturaleza. No es, en definitiva, una falla del entendimiento, de la que
nadie puede ser culpable por definición. Pero salir de la minoría de edad no es
una cuestión de tener valentía y pegar un salto en soledad.[17]
Es antes que nada una cuestión de darse cuenta de que existe un complejo de
obstáculos para la misma mayoría de edad interna y que muchos de esos
obstáculos son externos y producidos bajo y por ciertas condiciones sociales y
políticas. Dado que su objeto principal es la cultura, esta toma de conciencia solo
puede ser producto de un esfuerzo comunal y público.
En
contra de una de las tesis de Dialéctica
de la ilustración, estos análisis me llevan a concluir que la ilustración
en Kant no es un proceso de racionalización que instrumentalice el conocimiento
para ponerlo al servicio del statu quo,
con la intención de engañar a las masas (Adorno y Horkheimer, 1947, p. 42). Por
el contrario, la Aufklärung
kantiana es la evaluación normativa y política de las configuraciones
históricas y presentes de la razón misma en todos sus usos (científico,
técnico, pragmático, moral, judicial), y que el fin principal de esta
evaluación es denunciar que estas racionalizaciones engañosas de los poderes
políticos westfalianos impiden la emancipación popular, emancipación a su vez
necesaria para el ejercicio efectivo de la soberanía política.
La tesis central de Adorno y
Horkheimer sobre la ilustración kantiana es que es un sistema cerrado (Adorno y
Horkheimer, 1947, pp. 81ss). La
visión de la ilustración como un sistema cerrado explica el resto de los rasgos
que ellos le adscriben a la ilustración como un proceso que tuvo lugar en la
historia y como una idea que encuentran en los textos canónicos de la cultura
europea. Explica por qué la ilustración estaría destinada desde el inicio a su
autodestrucción, es decir a caer en lo que se suponía que era su enemigo: la
mitología.[18] Pero
declarar que la autodestrucción de la ilustración consiste en convertirse en
mitología implica creer que ella se proponía deliberadamente luchar contra la
mitología. Adorno y Horkheimer parten de un prejuicio, al menos en lo que atañe
a la Aufklärung
de Kant. Porque, como vimos, Kant no veía un enemigo en la irracionalidad, sino
en la inversión de la relación entre razón y autoridad. Creo que la crítica de
Adorno y Horkheimer a Kant está viciada por dos premisas falsas, una que
concierne a (a) el blanco de la crítica de la razón, otra que (b) tiene que ver
con el agente que la ejerce.
Sobre (a): Para Kant, el uso público de la razón se
aplica a un objeto específico, la razón
misma (KrV, A738 B 766). La necesidad de aplicar
la crítica de la razón a los productos de la razón se basa en el hecho de que
nuestro razonar es la única fuente de la autoridad y de legitimidad para
cualquiera de nuestras pretensiones de conocimiento y al mismo tiempo un acto
que produce distorsiones y superstición. Como notó O’Neill, “la autoridad de la
razón, como cualquier otra autoridad humana, es instituida humanamente”
(O’Neill, 1986, p. 539); podríamos agregar “siempre faliblemente”. Dado que no
hay algo así como una razón independiente del razonar real y no existe un razonar real por fuera de
una comunidad, la institución de la autoridad de la razón tiene que cumplir con
ciertos requisitos para ser legítima: nada externo a ese proceso de instauración de su autoridad garantiza
su legitimidad. La más importante de estas condiciones es que el razonar de
todas las personas tenga garantizada su libertad para “expresar nuestros
juicios y dudas […] sin ser denunciado como agitador y ciudadano peligroso por
eso”.
Para Kant, “esto
está ya en el derecho original de la razón humana, que a su vez no reconoce
ningún otro juez más que la misma razón humana universal en la que todas las
personas tienen una voz” (KrV, A 752, B 780).
Para explicar por qué es necesaria la libertad en el
uso público de la razón, Deligiorgi, (2005, especialmente
pp. 86ss) se concentra en la relación entre nuestra falibilidad cognitiva y las
virtudes epistémicas del razonar público.[19]
Pero en contra de darle tanta importancia a la fuerza justificatoria
de nuestra falibilidad, es decir en contra de una justificación epistémica de
la libertad de comunicación, notemos que si nuestra condición inmadura es
autoinfligida (en el sentido ya explicado), entonces ella no se debe a una
falla en nuestra constitución natural. La necesidad de que exista libertad de
comunicación en el uso público de la razón viene por cuenta de la idea normativa que Kant tiene de la justificación de cualquier pretensión de validez: la omnilateralidad.
Pues incluso si pudiéramos encontrar a alguien cuya razón fuera perfecta, esta
persona no estaría autorizada a imponer unilateralmente sus pensamientos a las
demás personas. Entonces, y respecto de (b), pienso que estos pasajes de “La
disciplina de la razón pura respecto de su uso polémico” significan que el
agente racional del criticismo es un sujeto colectivo concreto, no un ego
abstracto transcendental. La idea kantiana de justificación omnilateral
y de un “derecho original” de la razón no involucran una facultad hipostasiada
cuya actividad principal sea la matematización de la naturaleza, como sugieren
Adorno y Horkheimer (1947, pp. 87ss). Por el contrario, exigen una comunicación
concreta de los pensamientos de personas concretas.
La ilustración kantiana implica una serie de rasgos
específicos que salen a la luz solo cuando la conectamos con el centro
normativo de la teoría kantiana de la autoridad política legítima, es decir,
con la voluntad soberana del pueblo. En un presente político
de despotismo y manipulación de la voluntad general (así veía Kant su presente
histórico), el dictum
“sapere aude!”
debería traducirse en términos políticos: no es esperable que la emancipación
advenga desde arriba. Por lo tanto, solo el pueblo puede tomar las riendas de
la ilustración. El concepto kantiano de ilustración puede servir, en este
marco, como un criterio político para desmantelar las distorsiones ideológicas
y coactivas que obstruyen la emancipación política. Como tal, solo puede ser
aplicado por el pueblo en su querer y juzgar públicos. Esta emancipación por
medio de la ilustración es asequible solo comunitariamente, e individualmente solo
por la participación en colectivos concretos. En este rasgo esencial de la
ilustración kantiana radica su potencial de emancipación política.
IV.
Apéndice
Desde
hace décadas, la teoría crítica de la raza y las teorías decoloniales vienen
mostrando el racismo e imperialismo de las teorías modernas, es decir
que el racismo y el imperialismo no son faltas morales individuales de
filósofos en particular. Ya no podemos simplemente interpretar que no hay racismo,
eurocentrismo, sexismo y clasismo en la filosofía de Kant. En la vasta y
creciente literatura sobre el racismo e imperialismo kantianos, Inés Valdez, 2017
y Huaping Lu-Adler, 2022 (cuya lectura recomiendo
enfáticamente) han mostrado magistralmente que esto no puede hacerse. Entonces
¿por qué insistir en estudiar la filosofía política de Kant y su idea de
ilustración por otro motivo que no sea un interés meramente filológico o un
propósito eminentemente de denuncia?
Claro que la respuesta depende de
qué tipos de preguntas asociemos con esta. La pregunta que asocio, por mi
parte, es esta: ¿qué significa la ignorancia política y voluntaria de Kant
sobre diferentes dimensiones de la desigualdad para quienes tenemos un interés
en entender las injusticias estructurales del presente? La conciencia del
racismo, eurocentrismo y sexismo de Kant es hoy extendida entre las y los
especialistas en su pensamiento, incluso entre colegas que son políticamente
conservadores. ¿Pero qué hacemos con esta conciencia? ¿Cambia algo de las
prácticas dominantes en la academia (kantiana o no), descoloniza las prácticas
académicas, las vuelve menos racistas, menos eurocéntricas, menos sexistas? Y
¿cambia esta conciencia sobre el racismo de Kant el modo en el que
conceptualizamos el Estado, el contrato social, el cosmopolitismo, las
relaciones internacionales, la igualdad soberana, los derechos? Señalar que Kant el individuo era racista y sexista ¿modifica
el racismo y el sexismo estructurales en la academia, o solo quita
responsabilidades por las injusticias estructurales del presente?
Uno de los fines que hace importante
iluminar el racismo del pasado es echar esa luz sobre el racismo de hoy. Entonces,
lo que importa de la cuestión del racismo de Kant es preguntarnos qué significa
ese racismo para nosotras y nosotros. Por supuesto, la primera persona plural es
la clave aquí y las respuestas dependerán de quiénes hagan y se hagan la
pregunta. Después de habernos hecho esta pregunta, podemos encarar la cuestión
de qué hacer con la conciencia del hecho de que la teoría kantiana (y no solo el
individuo Immanuel Kant) tiene tesis racistas. Esto es, creo, más importante
hoy que tratar de mostrar que la teoría política de Kant no es ni racista, ni
eurocéntrica ni sexista. Hacer estas preguntas en el Sur Global tiene un peso
específico porque desde aquí sí es importante analizar si puede haber todavía
versiones críticas de la filosofía kantiana. Las lecturas de denuncia son
fundamentales, pero ahí no se termina la cosa porque ahí no está el fin de la
historia. En efecto, otro fin fundamental de la tarea de hacer historia de la
filosofía es cuestionar y disputar las lecturas mainstream
(apologéticas o de denuncia) del canon, que no son por lo general ni críticas
ni autocríticas.
El filósofo jamaiquino Charles Mills
(1997, 2005, 2015 entre otras obras) enfatizó la necesidad de tomarnos en serio
que la opresión y la dominación son conceptos organizadores en filosofía
política. La opresión, añado, organiza nuestras epistemologías políticas como lectoras y lectores de Kant. El racismo, el clasismo, el
sexismo y el imperialismo no son la excepción en la filosofía política
occidental entendida en términos generales y esto vale también para las
lecturas mainstream de la historia de la filosofía. Con todo, la opresión y la
dominación son ciertamente lo que organiza las ontologías y epistemologías
políticas, pero esto también corre para la resistencia a ellas, por lo que el
canon también está hibridizado. En este sentido, creo
que podemos hacer lecturas emancipatorias, si bien con limitaciones intrínsecas
al pensamiento kantiano, de la filosofía política de Kant si seguimos las
orientaciones de un estudio situado, con la guía de las cuestiones que surgen
en contextos diferentes a los hegemónicos, ajenos a las condiciones dadas por
sentadas en el Norte Global. Aquí es donde una lectura de Kant como un crítico
del orden westfaliano resulta mucho más útil para quienes teorizamos desde el
Sur. Parte de esta lectura a contrapelo es lo que intenté presentar en este
trabajo.
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[1] Versiones previas de este trabajo fueron leídas
en las Jornadas Internacionales de Filosofía Política y Estética: “Topologías
del pueblo y estéticas de la emancipación”, 17 y 18 de enero de 2017,
Departamento de Filosofía y Filosofía Moral, UNED, Madrid, y en el congreso
internacional interdisciplinario “The Enlightenment from a
Non-Western Perspective”, Universidad
de Sofía, Sofía, 23 al 25 de mayo de 2016. Agradezco a todas las personas que asistieron a
ambos congresos por los comentarios y el intercambio, especialmente a Amanda
Núñez, Ana Carrasco Conde y Alba Jiménez. Asimismo, una versión diferente fue
publicada en “A Political Defense of
Kant’s Aufklärung: An Essay”, Critical Horizons: A Journal of Philosophy and Social Theory, vol. 18, n° 2,
2017, pp. 168-185.
· UBA-CONICET, m.marey@conicet.gov.ar
[2] El texto se publicó en 1981 en New
German Critique, 22, pp. 3-14. Habermas desarrolló ulteriormente las tesis
principales de este texto en Der philosophische Diskurs der
Moderne.
[3] Es curioso que Kant no tenía esta fe. De hecho,
podemos leer La religión dentro de los límites de la mera razón como una
crítica incluso rousseauniana a los efectos anticomunitarios de la cultura.
[4] En http://www.hamann-kolloquium.de/kraus; accedido por última vez el 13/02/19 (la
traducción es mía, como todas las traducciones de Kant que aparecen aquí, salvo
que indique lo contrario).
[5] Como es sabido, la pregunta “¿qué es
ilustración?” fue propuesta por primera vez por el predicador ilustrado Johann
Friedrich Zöllner en “Ist
es ratsam, das Ehebündniβ nicht
ferner durch die Religion zu sanciren”,
Berlinische Monatsschrift,
2, 1783, pp. 508-516. La pregunta aparece en una nota al pie en p. 516: “¿Qué
es ilustración? ¡Esta pregunta, que es casi tan importante como ‘¿qué es verdad?’,
debería ser respondida antes de comenzar a ilustrar! Pero nunca la encontré
respondida”. La respuesta de Moses Mendelssohn, “Über
die Frage: was heißt aufklären?”, Berlinische Monatschrift, 2, 1784, pp.
193-200, precede temporalmente a la de Kant („Beantwortung
der Frage: Was ist Aufklärung?“, Berlinische Monatschrift,
2, 1784, pp. 481-494), pero
Kant no la había leído antes de escribir su ensayo.
[6] Un análisis lúcido del par “público / privado” se
encuentra en Laursen, 1986. Otra explicación terminológica
del significado del par está en Fleischacker, 2015.
[7] Nótese además que para Kant las
propiedades eclesiásticas son en rigor de verdad producto de un robo al pueblo.
[8] Ver DiCenso, 2011, pp. 4ss.
[9] La facultad de teología produce
“incentivos” de obediencia asociados al “bien eterno”.
[10] Ver MS, AA 06:229-230, §§ A y B.
[11] Ver ZeF, AA 08:374.
[12] En Religión Kant propone un uso
simbólico de la Biblia para la elaboración de la comunidad ética que puede
contrarrestar el mal radical.
[13] La distinción entre usos públicos y privados o
particulares de la razón recibe así una caracterización ulterior. Bajo un
régimen político que no es republicano, la res publica y por lo tanto la
cultura pública misma son manejadas como si fuera asuntos privados del gobernante.
En una anotación al § 110 del Iuris
naturalis de Achenwall, Kant había caracterizado al despotismo como el
“gobierno patrimonial” en el que la cabeza del Estado considera que la nación
es su propio patrimonio privado (Refl. 797, XIX: 571). La idea de que un
gobernante despótico ve al país y a sus habitantes como cosas de su propiedad
aparece también en MS, § 55 y en la segunda parte de Contienda.
[14] La concepción del uso autónomo de la razón que
emerge de estos tres principios no es descriptiva de las capacidades cognitivas
humanas. Es una concepción crítica que establece las condiciones de posibilidad
para un uso autónomo de la razón. En Log, 57, Kant llama a estas máximas
“reglas y condiciones generales para evitar el error en general” y las enumera
así: “1) pensar por sí; 2) pensar en el lugar de otras personas; 3) pensar
siempre de modo consistente consigo”. La máxima de pensar por sí puede ser
llamada “el modo ilustrado de pensar”; la máxima de ubicarse en el punto de
vista de otras personas al pensar, el “modo de pensar extendido”; la de pensar
de modo consistente consigo, el “modo de pensar consecuente o convincente”.
En
Anth, AA 07:228-229, Kant dice que estas máximas “conducen a la sabiduría
práctica” y que “pueden ser entendidas como mandatos inmutables para la clase de
pensadores”: “1) Pensar por sí. 2) En
comunicación con otras personas, pensar en el lugar de toda otra persona. 3) Pensar siempre de manera consistente
consigo. El primer principio es negativo (nullius addictus iurare in verba
Magistri), el principio de un modo de pensar libre de coacción; el segundo,
el principio positivo del modo de pensar liberal que hace lugar para los
conceptos de las demás personas; el tercero, el principio del modo de pensar
consecuente (coherente)”.
En
KU, § 40, 294, Kant las llama “máximas del entendimiento humano común”: “1)
pensar por sí; 2) pensar en el lugar de otras personas; 3) pensar siempre de
manera consistente consigo. La primera es la máxima de un modo de pensar libre
de prejuicios; la segunda, de un modo de pensar extendido; la tercera, de un
modo de pensar consecuente”.
[15] Ver WDO, AA 08:146-147, nota al pie.
[16] La distinción entre progreso en la
técnica y los modales, por un lado, y el progreso moral es una tesis que Kant
toma muy en serio. Es de hecho una de las grandes posturas ético-políticas de Idea sobre la historia universal en clave
cosmopolita, La religión dentro de
los límites de la mera razón y Metafísica
de las costumbres. A causa de que el mal es radical y un producto social de
la libertad del arbitrio, no hay progreso moral en Kant y la moralidad es, como
la virtud, siempre revolucionaria. Como resalta DiCenso, 2011, pp. 233-234: “El
modelo kantiano de progreso ético mantiene una distinción crítica entre la
transformación interna y la conformidad meramente externa con el comportamiento
dictaminado socialmente. Esta distinción es caracterizada por ‘un cambio del corazón’ [eine Herzenänderung], en contraste con
‘un cambio en las costumbres’ [eine
Änderung der Sitten] (RGV, AA 06:47). La noción figurativa del corazón
expresa una orientación ética libremente cultivada que se diferencia de la
adopción pasiva de convenciones”.
[17] Bartuschat también enfatiza la
importancia del hecho de que, para Kant, no es tan simple emerger de la minoría
de edad y hace de este hecho el centro de su análisis. Señala, por caso, que
salir del tutelaje “demanda claramente más del individuo que meramente movilizar
esas fuerzas vitales subjetivas de la determinación a las que alude la fórmula
horaciana ya muy familiar en la ilustración anterior a Kant” (Bartuschat, 2009,
p. 8).
[18] Adorno y Horkheimer, 1947, p. 24.
La “autodestrucción de la ilustración” es el tópico declarado de sus
reflexiones (Adorno y Horkheimer, 1947, p. xiii). La tesis de que la ilustración
encierra una mitología fue la crítica principal de Hamann; para el ataque de
Hamann en estos términos, véase Laestition, 1993, especialmente p. 70.
[19] Ver, por ejemplo, Deligiorgi, 2005, p. 86: “en
este pasaje [KrV, A 752, B 780], Kant conecta lo que llama ‘el derecho original
de la razón humana’ con la falibilidad de los razonadores”. En este marco, el
razonar público libre sirve para mejorar la condición de ser razonante,
asumiendo que la publicidad implique una serie de limitaciones que
contrabalanceen la falibilidad como razonadores individuales.