La ilustración kantiana como tarea del pueblo[1]

Kantian Enlightenment as a popular task

 

Macarena Marey·

UBA-CONICET, Argentina

 

Resumen

En este artículo propongo una lectura de la ilustración kantiana como tarea que solo puede realizar el pueblo, en discusión con las visiones hegemónicas (críticas y defensivas) de la ilustración producidas en Europa Occidental en el siglo XX.

Palabras clave

Soberanía popular, Foucault, Habermas, lectura situada, crítica, sistema westfaliano.

Abstract

In this paper, against the hegemonic visions of the Enlightenment elaborated in twentieth century’s Western Europe, I propose a reading of Kant’s idea of Enlightenment as a task only the people to carry out.

Keywords

Popular sovereignty, Foucault, Habermas, situated reading, critique, Westphalian system.

I. Introducción

Durante las últimas dos décadas del siglo XX, el debate europeo sobre la ilustración giró alrededor de la deseabilidad de retomarla como proyecto. La agenda de estos debates quedó marcada en gran medida por la posición que planteó Habermas en 1980, en el discurso “Die Moderne –ein unvollendetes Projekt, un texto que tuvo luego una gran difusión.[2] Repasemos brevemente los términos del planteo. Como sabemos, Habermas toma distancia de las tesis ultracríticas de la ilustración que sus maestros Adorno y Horkheimer habían planteado en los ensayos que dieron forma a una de las obras más importantes de la teoría crítica, Dialektik der Aufklärung (publicado en 1944 y 1947). Mientras que la tesis central de Adorno y Horkheimer es que el proyecto ilustrado llevaba en sí mismo el germen de su destrucción, Habermas no imputa su fracaso a su supuesto carácter contradictorio y autodestructivo. Para Habermas, la pérdida del “optimismo” que los ilustrados cifraron en la “expectativa de que las artes y las ciencias no solo promoverían el control de las fuerzas naturales sino también la interpretación del mundo y de sí mismo, el progreso moral, la justicia de las instituciones e incluso la felicidad de las personas”[3] no vuelve impertinente que sigamos preguntándonos “si deberíamos aferrarnos a las intenciones de la ilustración, por más fracturadas que estén, o si debemos dar por perdido el proyecto de la modernidad” (Habermas, 1980, p. 5). La carga ideológica de la lectura que Habermas hace de la ilustración se concentra en que tilda de “conservadurismos” a toda postura contraria a su propia propuesta de disolver las aporías de la modernidad renovando el proyecto ilustrado, moralizando así, innecesaria y erróneamente, cualquier discusión al respecto.

Tras analizar lo que considera la “falsa negación de la cultura” y las “aporías de la modernidad cultural”, Habermas propone que “debemos aprender de las aberraciones que acompañaron al proyecto de la modernidad y de los errores de los extravagantes programas de negación [de la cultura] en lugar de dar por perdidos a la modernidad y a su proyecto” (Habermas, 1980, p. 7). Los “tres conservadurismos” son los siguientes. Los “conservadores jóvenes” “justifican un antimodernismo intransigente con una actitud modernista” (Habermas, 1980, p. 8) y están representados, para Habermas, por Bataille, Foucault y Derrida. Sin embargo, Foucault mismo es más receptivo que ultracrítico de la ilustración kantiana (de hecho, Foucault es en general un gran receptor positivo del pensamiento de Kant) y además él mismo se negó a tomar una postura al respecto de si hay que retomar o no el proyecto ilustrado. Los “conservadores viejos”, cuya oposición a la modernidad es absoluta, recomiendan una vuelta a la premodernidad (Habermas piensa en el neoaristotelismo de la línea de Leo Strauss). Los “nuevos conservadores”, por su parte, “celebran el desarrollo de la ciencia moderna en la medida en que ella exceda su propia esfera para impulsar el progreso técnico, el crecimiento del capitalismo y una administración racional” (ibídem).

Lo que quiero resaltar es que pareciera que sobre todo desde esta intervención de Habermas, cualquier análisis de la ilustración está obligado a posicionarse a favor o en contra de la modernidad. Foucault tuvo razón cuando mencionó al pasar en su reflexión sobre la Aufklärung en Kant que él se negaba a aceptar esta “extorsión de la ilustración” (Foucault, 1984, p. 42). El problema principal de que la discusión sobre la ilustración se haya centrado en la deseabilidad de su reimplementación como proyecto esencialmente moderno esconde al menos dos errores que vaciaron al concepto de ilustración de todo sentido filosófico serio, alejándolo de la posibilidad de analizarlo filosófico-políticamente. El primero de ellos es tomar a la modernidad y a la ilustración como una misma cosa. La conflación entre modernidad e ilustración y la hipótesis elidida (y errónea) de la univocidad de ambas forman parte de un acervo de prejuicios que comparten también trabajos célebres como los del mismo Foucault y los de Adorno y Horkheimer. Esta homogeneización totalizante de visiones del mundo múltiples y diversas ha tenido una influencia radical en el modo en que se dieron las discusiones a favor o en contra del llamado, también de manera absolutizante, “proyecto ilustrado” y es la causa de muchos errores de diagnóstico y apreciación sobre la conexión entre el concepto de ilustración y las relaciones de opresión en las prácticas políticas concretas.

La equiparación entre ilustración y modernidad neutraliza la cuestión de que no podemos hablar seriamente de la modernidad como un cuerpo monolítico de producción cultural ni de la ilustración como un proceso uniforme en el tiempo y el espacio. Pensada como fenómeno histórico-intelectual, la ilustración del siglo XVIII no ocurrió del mismo modo en los diferentes países de Europa –ni ocurrió jamás del mismo modo en el resto del mundo, si es que ocurrió en primer lugar en algún lugar del mundo como fenómeno histórico. Considerar que hay una sola modernidad y una sola ilustración es producto de una perspectiva privilegiada (y, por lo tanto, sesgada y con serios déficits epistémicos) que, como tal, neutraliza el verdadero potencial emancipatorio latente en algunas conceptualizaciones de la ilustración. Por esto mismo, ocurre además que la tesis de que ilustración y modernidad son la misma cosa se monta sobre sendas definiciones cuestionables de “ilustración” y “modernidad”. Esta conflación va acompañada, en efecto, por la tematización de la ilustración como en esencia un optimismo ingenuo e irresponsable respecto del avance del conocimiento científico, una fe excesiva en la capacidad del conocimiento para generar bien, sin una crítica acerca de quién toma el protagonismo en la producción de ese conocimiento.

El segundo error que podemos marcar en el discurso de Habermas es que analiza la ilustración como un fenómeno eminentemente estético. La unilateralidad de la perspectiva disciplinar de análisis es también algo que ocurre en el análisis foucaultiano, centrado eminentemente en la reflexión sobre la historia, y en el análisis de Adorno y Horkheimer, centrado en última instancia en la reducción de la ilustración kantiana a una única premisa acerca de la teoría del conocimiento. Esta unilateralidad de los análisis impide reconocer el hecho de que la ilustración es un concepto eminentemente político y que, como tal, lo pertinente es analizarlo desde la filosofía política como guía disciplinar del resto de los aspectos culturales, sociales, económicos, epistémicos, de lo que sea que llamemos “ilustración”, sobre todo porque la cuestión en la que se juega el carácter emancipatorio u opresivo de la ilustración es acerca de quién es su agente político concreto. En otras palabras: emanciparse no puede conjugarse en voz pasiva, y si eso es lo que propone la ilustración, es decir, emancipar a otro desde arriba, entonces la ilustración no es emancipatoria.

            No es mi intención aquí tomar partido a favor o en contra del “proyecto ilustrado”, en primera instancia porque no creo que haya existido nada semejante. Lo que quiero es proponer una lectura alternativa de la ilustración a partir de las fuentes de uno de los pensadores sobre los que más se habló al respecto, Immanuel Kant, desde la pregunta por la agencia política del pueblo. Mi tesis es que el concepto kantiano de Aufklärung encierra una noción radicalmente divergente que no puede ser reducida a las ideas de ilustración asumidas en las posturas antagónicas de los debates del siglo pasado. Cuando se asume que la ilustración es un proyecto moderno positivo motorizado por una fe excesiva en la razón, y no antes bien por la crítica negativa al efecto hegemonizador de la producción de cultura y de conocimiento, no parece fuera de lugar sostener que ella pudo ser la causa de la mayoría de las catástrofes humanitarias y ambientales de nuestra época. Sin embargo, la tesis de que la ilustración es una ideología homogénea es ella misma un producto ideológico de un modo hegemónico determinado de comprender la política y la producción intelectual canónica que no da lugar a lecturas a contrapelo de la modernidad filosófica. En resumen, esa visión de la ilustración es un simple (o mejor, complejo pero desmontable) muñeco de paja que, con matices en apariencia refinados, asumen de manera acrítica muchos de los debates sobre ella. Si suponemos generosamente que se trata de una generalización empírica, la conceptualización kantiana de la ilustración la refuta, pues alcanza con tener un solo caso de ilustración desde abajo, plebeya para que no podamos decir que la ilustración es regresiva y elitizante.

Asumir como hipótesis interpretativa que la ilustración es una cuestión política, esto es, que trata en última instancia de la dominación y del conflicto, es la clave que nos permite determinar la especificidad alternativa de la ilustración kantiana. En un abordaje eminentemente político, el análisis de la Aufklärung kantiana que ensayo aquí se regla por dos de las tesis centrales del pensamiento político de Kant: la soberanía popular y el carácter comunitario de los juicios políticamente autoritativos (i. e., el llamado “uso público de la razón”). La filosofía política de Kant está desarrollada sistemáticamente en Los principios iniciales de la doctrina del derecho, o Doctrina del derecho, la primera parte de la Metafísica de las costumbres (1797-8), lo que quiere decir que la teoría política de Kant es un sistema metafísico y que todos sus elementos conceptuales cumplen sus roles sistemáticos respectivos relacionándose entre s La ilustración kantiana tiene su razón de ser en el modo en que se interrelacionan conceptualmente la soberanía popular y el uso público de la razón y, en este marco, la ilustración es, en Kant, una tarea del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, para que el soberano popular consiga ejercer su soberanía en la práctica efectiva. Mi tesis central es que la tarea ilustradora es, en Kant, una tarea del pueblo y que su objetivo es dar por tierra con las distorsiones culturales de las que los Estados (westfalianos y post-westfalianos) se sirven para hegemonizarlo, con el fin de tomar finalmente el ejercicio efectivo de la soberanía política.

Aunque (o porque) escribo desde el llamado “Sur Global”, me interesa concentrarme en el tratamiento europeo de la cuestión de la ilustración como se dio en autores canónicos de Europa occidental del siglo XX. Me interesa mostrar cómo una lectura situada puede iluminar las debilidades de las posturas involucradas en esos debates, que tanto han marcado las agendas intelectuales y académicas en el resto del mundo. No reclamo un punto de vista epistémico privilegiado, solo indico que tematizar y problematizar las cuestiones profundas en juego en esas discusiones desde las preocupaciones políticas, sociales y económicas del Sur nos permite testear la posibilidad de hacer lecturas más radicales, tanto críticas como indicadoras de potenciales emancipatorios viables, de un mismo corpus filosófico que no solo es parte central del canon sino que además está mediado por esas lecturas canónicas. No quiero desentenderme de los aspectos imperialistas (racistas incluidos) de la filosofía kantiana, de modo que hacia el final de este texto haré unos comentarios breves sobre la plausibilidad de mi propia lectura en el marco del reconocimiento de las ignorancias voluntarias de Kant y de los núcleos coloniales de su pensamiento, que paradójicamente quiso ser anticolonial.

II. La culpa es del guardián

Uno de los núcleos problemáticos más destacados de la ilustración kantiana es el de la idea de que la minoría de edad, de la que es un deber salir, es autoinfligida. Recordemos antes que nada la definición de “Aufklärung” en estos términos, tal como Kant la enunció en el ensayo de 1784:

Ilustración es la salida del ser humano de la minoría de edad que le es imputable a sí mismo. Minoría de edad es la incapacidad de servirse del entendimiento propio sin la guía de otro. Esta minoría de edad es autoinfligida cuando su causa no está en la falta de entendimiento, sino en la falta de la decisión y del coraje de servirse del entendimiento propio sin la guía de otro (WA, AA 08:35).

La crítica a la idea de que cada persona es culpable de estar sometida a una relación de tutelaje fue el centro de la crítica de Hamann al ensayo de Kant. En su carta a Kraus del 18 de diciembre de 1784, Hamann decía que

Me complace ver a la ilustración ciertamente no definida pero sí por lo menos explicada y ampliada más estética que dialécticamente por medio de la analogía con la minoría de edad y el tutelaje. Ahora bien, para mí, la proton pseudos radica en el maldito adiecto o epíteto “autoinfligida” [selbstverschuldet]. La incapacidad no es en realidad una culpa, como el mismo Platón reconoce, y solo se vuelve culpa por medio de la voluntad y la falta de voluntad de resolución y coraje –o como consecuencia de culpas artificiales. […] ¿Dónde radica la incapacidad o la culpa de aquella persona acusada falsamente de inmadura? ¿En su vagancia y cobardía? No, en la ceguera de su guardián que se hace pasar por alguien que ve y que por eso mismo tiene que hacerse responsable de toda la culpa.   

[…] ¿Con qué conciencia moral puede un razonador que especula detrás de la estufa en su gorro de dormir echarle en cara su cobardía al inmaduro, cuando su guardián ciego tiene un ejército numeroso y bien disciplinado como garantía de su infalibilidad y ortodoxia? ¿Cómo puede uno mofarse de la cobardía de tales menores de edad cuando su guardián ilustrado y que piensa por sí mismo […] ni siquiera los considera como máquinas, sino como meras sombras de su gigantez frente a las cuales no puede temer porque son sus fantasmas servidores […]?[4]


            La indicación de Hamann es certera. Dado el mismo marco conceptual que traza Kant en su ensayo de 1784, no podemos pensar la responsabilidad por la permanencia en la minoría de edad sin pensar en la relación entre un sujeto tutelado y un sujeto tutor. El guardián tiene que tener algún grado de esa culpa por la minoría, cuando no toda, pues esa minoría es efecto de una relación asimétrica de poder. La tesis de que toda persona es culpable de su propia minoría de edad no es equitativa: demanda más a las personas oprimidas que a los sujetos opresores, quienes parecen tener, por lo demás, un marcado interés por mantener intacta la relación de poder que implica el tutelaje. Con todo, estas críticas no se dejan aplicar a la concepción kantiana de la ilustración: también para Kant el guardián (que nunca es ciego, en realidad) es quien carga con la culpa por la minoría de edad precisamente porque el poder real-político estatal necesita tener al pueblo bajo tutela. En lo que sigue quisiera presentar la imagen de la Aufklärung kantiana como la subversión de la relación tutelar de poder.

Mi punto de partida es, como anticipé, eminentemente político. Por esto, las preguntas que guían mi intento por comprender la idea emancipación incluida en el concepto kantiano de Aufklärung son de carácter político. Principalmente, mis interrogantes son tres: ¿Quién tiene que emanciparse de la autoridad de quién? ¿Quién es el sujeto agente de la ilustración? ¿Cuál es el objeto de la ilustración, los fenómenos que deben ser puestos bajo el ejercicio de la crítica? Lo que vuelve necesario hacer estas preguntas es una tesis kantiana nodal, a saber, la afirmación de una relación necesariamente normativa entre razón y autoridad por la cual la primera es la única fuente y criterio de legitimidad de todo ejercicio autoritativo. Las cuestiones de quién es el sujeto que razona y qué usos de la razón pueden ser autoritativos sin correr el riesgo de convertirse en fuentes heterónomas de racionalización al servicio de un guardián despótico se convierten, así, en cuestiones no solo intrínsecamente políticas, sino que también ocupan un lugar sistemático fundamental en toda la empresa crítica y metafísica de Kant.

            Una de las indicaciones más lúcidas del análisis foucaultiano de la Aufklärung en Kant es que ella implica un posicionamiento consciente del filosofar en el presente: la ilustración es también un gesto de responsabilidad del intelectual respecto del presente político en el que se produce conocimiento. Y en efecto, Kant respondió la pregunta de Zöllner “¿qué es ilustración?”[5] respondiendo al mismo tiempo a la situación concreta de la ilustración hacia fines del siglo XVIII prusiano. En su erudito trabajo sobre el contexto histórico del tratamiento kantiano de la ilustración, Lestition sostiene correctamente: “gran parte del trabajo académico maduro de Kant, y particularmente su filosofía política y moral, se desarrollaron contra un contexto que podemos llamar el fin de la ilustración en Prusia –el violento giro hacia políticas conservadoras en religión, cultura y política que siguió a la muerte de Federico II en 1786” (Lestition, 1993, p. 57). De hecho, Kant intentó responder a la pregunta del presente en el sentido planteado por Foucault no solo en el ensayo de 1784. Todos sus textos de la década de los 1790s, escritos bajo el gobierno de Federico Guillermo II y bajo la luz de la fascinación kantiana por la Revolución Francesa, presentan un diagnóstico crítico y negativo de su contexto cultural y político.

            Hay una diferencia importante entre el ensayo de 1784 y las obras políticas posteriores a 1793, el año en que aparecieron Teoría y praxis y La religión dentro de los límites de la mera razón. En la década de los 1780s, Kant no había alcanzado el marco conceptual y los criterios normativos político-filosóficos, elaborados completamente recién en Metafísica de las costumbres, para explicar por qué la realidad política en la que vivía era tan adversa a la ilustración. En 1784, Kant no había desarrollado siquiera su filosofía práctica de manera completa. Tenemos que tomar este hecho seriamente, porque es solo cuando vemos la filosofía política de Kant en toda su extensión y especificidad en la última década de su desarrollo intelectual que estamos en condiciones de descubrir que “ilustración” es un concepto político, diseñado para jugar un rol indispensable como condición de posibilidad del imperio de la voluntad general. Por lo menos, estamos en una mejor posición para entender este concepto que si relacionamos el ensayo de 1784 solo con las obras críticas de la década de los 1780s. El riesgo que corremos al enfocarnos exclusivamente en el ensayo de 1784 es, en resumen, terminar hablando de una mera anécdota que nos relataron mal y que entendimos mal.

            En 1798, Kant publicó su postura sobre las políticas universitarias: El conflicto de las facultades. De este texto podemos extraer una serie de tesis que atañen a la ilustración como crítica del presente. Pues El conflicto de las facultades es, desde el inicio, una respuesta directa al ataque anti-ilustrado del edicto de religión de Woellner (1788), desde el punto de vista de un filósofo que conoció de primera mano la interferencia del gobierno en asuntos intelectuales. Es sorprendente que Foucault haya elegido concentrarse solo en la segunda parte del texto. Creo que esto se debe a que Foucault lee la ilustración kantiana preminentemente como un asunto de filosofía de la historia y como un asunto político solo en la medida en que está subordinado a la reflexión sobre la historia. Pero es en la “Introducción” y en la primera parte de este texto polémico, titulado “El conflicto de la facultad de filosofía con la facultad de teología”, donde Kant analiza las diferencias entre la tarea de la filosofía y las tareas de las “facultades superiores” (teología, derecho y medicina) desde la perspectiva de la autonomía en la producción de conocimiento. 

            El punto de partida de toda la obra es un diagnóstico crítico: existe una división del trabajo entre las facultades, producto de “tratar al saber en su totalidad al modo de las fábricas” (SF, AA 07:17). Este diseño institucional produce, además de determinadas doctrinas, una clase entera de académicos que son “instrumentos del gobierno, investidos por él y para su propio fin (y no por mor de las ciencias) en un cargo oficial” (SF, 18). En este cuadro, cuando describe la situación de las facultades superiores en lo que atañe a la libertad de pensamiento, Kant traza una distinción entre los usos público y privado de la razón que parece (pero no lo es del todo) paralela a la que había marcado en el ensayo sobre la ilustración de 1984. En este último texto, el “uso privado de la razón” había sido definido como “el uso de la razón propia que alguien tiene permitido ejercer en un cierto puesto u oficina civil que le fue encargada” (WA, AA 08: 37).[6] Aquí, Kant afirma que los miembros de las facultades superiores,

como instrumentos del gobierno (hombres del clero, oficiales judiciales y médicos) tienen influencia legal sobre el público y componen una clase particular de hombres de letras que no son libres de hacer un uso público de su saber del modo en que ellos crean oportuno, sino solo bajo la censura de las facultades (SF, AA 07:18, subrayado mío).            

En el texto de 1798 se vuelve evidente, como no es el caso del ensayo de 1784, que Kant evalúa esta situación de manera negativa, es decir, no celebra que los académicos de las facultades superiores no tengan libertad de producir cultura y conocimiento científico de acuerdo al uso autónomo de su razón. La razón de la desaprobación kantiana de esta situación está en la relación autoritativa entre el gobierno y estas facultades:

Las facultades se dividen tradicionalmente en dos rangos: tres facultades superiores y una facultad inferior. Es claro que esta división ha sido hecha y que esta terminología ha sido adoptada con referencia al gobierno más que a las profesiones académicas. El gobierno está interesado primariamente en los medios para asegurar la influencia más fuerte y duradera sobre el pueblo, y los tópicos que enseñan las facultades superiores son precisamente esos medios (SF, AA 07:18-19, subrayado mío).

            Lo primero que salta a la vista de esta crítica al diseño institucional de la educación superior es que está basada en el reconocimiento de la injerencia de la cultura producida por los expertos en el modo de pensar del pueblo. Es por su relación de influencia sobre el modo en el que un pueblo juzga sobre la cosa pública (y sobre sus asuntos privados como cuestiones también políticas) que, dice Kant, se ha diagramado la jerarquización de los saberes académicos. La segunda cuestión que es relevante mencionar aquí es que esta perspectiva de crítica, i. e., la de la relación entre un corpus de conocimiento y la facultad judicativa de los miembros de un pueblo, es la que muestra que la demolición kantiana de la facultad de teología es eminentemente política y, al mismo tiempo, echa una luz muy clarificadora sobre el anticlericalismo de Kant, su oposición a las iglesias conservadoras en general.            

La primera parte de La contienda de las facultades, junto con las tesis kantianas de la religión en La religión dentro de los límites de la mera razón, Antropología en sentido pragmático y Doctrina del derecho, deja en claro que su oposición a las religiones institucionalizadas no está basada en la simple idea de que la religión promueve la superstición y la irracionalidad, postura antipopular que Kant no sostiene. La postura política que mejor describe la actitud de Kant frente a la religión es el anticlericalismo. Por ejemplo, en la sección “Del falso servicio de Dios en una religión estatutaria” de Religión, leemos que los estatutos eclesiásticos son “arbitrarios” y “contingentes” (RGV, AA 06:167ss) y que constituyen la verdadera causa del “delirio religioso”. Una religión estatutaria delirante o, lo que es lo mismo, una “falsa adoración a Dios” (RGV, AA 06:168) es, para Kant, “superstición” (RGV, AA 06:172; Kant emplea aquí el término “Superstition” en vez de “Aberglaube”). La superstición del culto institucional es definida en términos morales: “Todo, excepto una buena conducta moral, que un ser humano supone que puede hacer para placer a Dios es falsa ilusión religiosa y falso servicio a Dios” (RGV, AA 06:170). La superstición, entonces, no está ligada a los contenidos de las creencias religiosas y artículos de fe en general, sino eminentemente a la idea de que la obediencia a la autoridad eclesiástica puede reemplazar la conducta moral autónoma y el cumplimiento de los deberes de virtud para con las demás personas. La definición kantiana de superstición ataca, así, el corazón mismo del concepto de una religión institucionalizada que reclama docilidad por parte de sus creyentes. La postura anticlerical de Kant está combinada con la idea de que el pueblo mismo puede desear mantener sus iglesias, es decir: no es antirreligiosa. Esta interpretación tiene su confirmación en el siguiente pasaje en el que Kant analiza si el Estado puede expropiar terrenos eclesiásticos: “una iglesia es una institución fundada solo sobre la fe y cuando la ilusión sobre esta opinión [de que las iglesias pueden garantizar la gracia eterna] desaparece gracias a la ilustración del pueblo, entonces se termina el terrible poder del clero, poder que se basa en esa opinión” (MS, 369). Cuando esto sucede, prosigue Kant, “el Estado con pleno derecho toma posesión de la propiedad que la iglesia ha usurpado para sí misma” (ibídem).[7]

Ahora bien, en Doctrina del derecho (MS, AA 06:325-328), Kant presenta un argumento diseñado para proteger a las iglesias frente al poder estatal. El argumento establece en primer lugar que hay que diferenciar cuidadosamente entre las religiones eclesiásticas y la religión como “convicción moral interna, que está totalmente por fuera del alcance del radio de influencia del poder civil”. Pero al mismo tiempo Kant considera que las iglesias, como “instituciones de servicio divino para el pueblo”, tienen también parte de “su origen en el pueblo, sea en la opinión o la creencia sólida” (MS, AA 06:327). Este origen popular determina que el Estado no tenga un derecho a “prescribir u ordenar creencias y formas rituales al pueblo, pues esto tiene que ser dejado completamente en manos de los maestros y jefes que él mismo [el pueblo] se ha elegido”. En lo que atañe a las iglesias, por lo tanto, el Estado tiene “solo el derecho negativo de impedir que sus maestros públicos tengan influencia por sobre la comunidad política visible cuando esta influencia va en detrimento de la paz pública” (MS, AA 06:327). Kant se refiere a que el Estado tiene el rol de impedir que los conflictos intraeclesiásticos e intereclesiásticos escalen en violencia sangrienta dentro de un pueblo. En este pasaje, entonces, Kant defiende la libertad religiosa por la razón de que las iglesias pueden tener un origen popular (y no con base en un derecho individual de libertad de religión), pero también presenta una visión negativa de las iglesias como potenciales causas de violencia entre personas iguales políticamente. Esto no solo tiene una lectura hobbesiana (las disputas eclesiásticas que devienen guerra civil), sino también muy actual. Hoy tenemos en varios lugares del mundo iglesias cristianas conservadoras que incitan públicamente al odio a colectivos enteros, especialmente a las personas LGBTIQ+, y al mismo tiempo iglesias inclusivas y teologías queer y feministas que desarrollan religiosidades radicalmente igualitarias y comunitarias por fuera de lógicas jerárquicas.

            Un tercer pasaje nos da una clave fundamental para entender las razones del anticlericalismo de Kant. El texto de Antropología en sentido pragmático termina con una crítica muy fuerte a Federico II, a diferencia de lo que parece ser el caso con el ensayo sobre la ilustración:

Federico II le dijo una vez al excelente Sulzer […] ah, mon cher Sulzer, vous ne connaissez pas assez cette maudite race à laquelle nous appartenons’. También es propio del carácter de nuestra especie que al intentar conseguir una constitución civil también necesite disciplina por medio de la religión, de modo que lo que no pueda ser conseguido por la coacción externa pueda ser producido por coacción interna de la conciencia moral (Anth, AA 07:332).

 

Aunque esta coacción interna es imposible y prohibida tanto en Religión como en Metafísica de las costumbres, el punto que quiere hacer Kant con esta indicación algo escandalosa para su filosofía política queda claro inmediatamente: con esta “coacción interna” por medio de la religión,

los legisladores usan políticamente la predisposición moral humana […]. Pero cuando la moral no precede a la religión en este disciplinamiento del pueblo, la religión se vuelve el señor de la moral y la religión estatutaria se convierte en un instrumento del poder estatal (política) bajo déspotas de la fe. Este es un mal que arruina inevitablemente el carácter y lo pervierte para que gobierne por medio del engaño llamado “prudencia política”. Mientras profesaba en público ser meramente el primer servidor del Estado, ese gran monarca no podía esconder lo contrario suspirando en su confesión privada, aunque se excusaba a sí mismo al atribuir esta corrupción a la raza malvada llamada especie humana (Anth, AA 07:332-333).  

Finalmente, siguiendo la línea de su texto sobre religión, en la Antropología Kant explica también que es “injusto” pedirle al laico que no use su propia razón en asuntos de religión. Dado que la religión debe ser considerada desde una perspectiva moral, ella no puede ser ejercida de manera adecuada como tal si el creyente no usa su propia razón (Anth, AA 07:200). Lo que importa decir acá es que, tomados en conjunto, estos pasajes implican un ataque a la religión estatutaria como institución al servicio de la dominación, no meramente un reproche a la negligencia de los creyentes respecto de la salida de la minoría de edad. Kant trata las cuestiones religiosas no solo desde el posicionamiento epistémico, metafísico y moral de su empresa crítica, sino también (y se podría decir que eminentemente) como cuestiones cuyo ámbito propio es lo político (le politique), como sostiene James Di Censo.[8] Deberíamos evaluar la visión kantiana de la responsabilidad de los feligreses a la luz de la idea de que en su carácter de funcionarios nombrados por el gobierno los teólogos no tienen permiso para usar su propia razón. En otras palabras: el teólogo no usa su propia razón incluso cuando el asunto del que trata es moral y, como tal, exige autonomía, mientras que las personas laicas se ven exigidas a usar su propia razón respecto de los asuntos morales. Pero si las doctrinas religiosas no son producto de un uso autónomo de la razón, entonces usar la propia razón debería demandarnos descartar los dogmas institucionales en su totalidad.

            Piché, (2015, p. 209), nota correctamente que hay un modo en el que la “superstición reemerge en el reino de la cultura” cuando “fenómenos del mundo sensible, como el rito eclesiástico o un proceso judicial […] son de hecho interpretables por la persona común como causas de efectos suprasensibles: cada uno de ellos puede ser visto como un sustituto […] de mi conducta moral inadecuada”. Esto es cierto, por supuesto: como vimos, Kant dijo explícitamente que la religión institucionalizada se presta a ser usada por los feligreses para sustituir la responsabilidad moral, y en Contienda advierte que los hombres instruidos, desde el teólogo hasta el jurista, pasando por el filósofo, suelen ser vistos como “obradores de milagros” por las personas de a pie (SF, AA 07:29s). Pero esto es solo parte del problema. Kant critica a las iglesias no solo porque son fuente de excusas para permanecer en la inmadurez moral. Su posición anticlerical se debe al rol que las iglesias juegan al transmitir doctrinas que están diseñadas ad hoc por un mandato del gobierno para imponer al pueblo ideas sobre el bien (cf. SF, AA 07:21),[9] i. e., una determinada moralidad heterónoma. Este estado de cosas es reprochable no solo porque tal imposición es una flagrante violación de la autonomía. Genera además una situación impregnada de ilegitimidad política, pues el motivo ulterior de esta imposición es el de moldear los juicios y la conducta del pueblo de modo tal que se correspondan con la “necesidad” del gobierno de tenerlo bajo control. El teólogo es un instrumento de la ideología hegemónica y en ello radica su falta de autonomía.

            Respecto de la facultad de derecho, Kant repite en La contienda de las facultades la desaprobación ya expresada contra los juristas en Doctrina del derecho[10] y contra los políticos moralistas, que se acomodan a los gobiernos existentes persiguiendo su beneficio privado, en Paz perpetua,[11] a saber: que los juristas no piensan por sí mismos dado que su tarea no es evaluar la justicia de las leyes positivas. Estudian la ley solo bajo la orden gubernamental de adaptar sus doctrinas jurídicas al “bien civil”, esto es, producen teorías sobre el derecho que son dispositivos para “mantener la conducta externa [de los súbditos] bajo las riendas del derecho público” (SF, AA 07:22).

            De estas reflexiones podemos sacar algunas conclusiones sobre el concepto kantiano de Aufklärung. Un primer punto para resaltar es que las doctrinas de las facultades superiores emanan de fuentes heterónomas y contingentes, i. e., de la Biblia, del corpus legal positivo y de los protocolos médicos sancionados (SF, AA 07:23).[12] Así, podemos decir que su propósito no es, en realidad, el conocimiento. Respecto de cuál es su verdadero propósito, Kant es explícito: los profesionales de las facultades superiores (los profesionales de la cultura) intentan adecuar la producción de conocimiento sobre esas fuentes empíricas al objetivo del poder político de turno de asegurarse una influencia fuerte y duradera sobre el pueblo. Esto nos da otra clave para entender que los intelectuales de las facultades superiores no ejercen un uso libre de la razón: el gobierno al que obedecen no es la voluntad reunida del pueblo, sino de un agente que necesita hegemonizar al pueblo. En otras palabras, las personas encargadas de producir cultura y conocimiento responden a un gobierno que no es republicano sino despótico, pues bajo él “la voluntad pública es manipulada por el gobernante como si se tratara de su propia voluntad privada” (ZeF, AA 08:352). Esta es la razón política principal por la cual los intelectuales de las facultades superiores no son ilustrados stricto sensu: piensan y actúan bajo las órdenes de una autoridad contingente y arbitraria cuya legitimidad ni siquiera cuestionan.

            En pocas palabras, entonces: la cultura y el conocimiento producidos por los expertos están diseñados precisamente para ser fetichizados por el pueblo. La gran influencia que los clérigos y los juristas tienen sobre el pueblo no depende meramente de que un pueblo les conceda voluntariamente ese poder sobre él. Ciertamente implica que los expertos y los clérigos y funcionarios en general aceptan deliberadamente jugar un papel que el gobierno, el poder político de turno, les pide que cumplan. En tanto que productores de cultura, los profesores de las facultades superiores no usan su propia razón porque acuerdan usarla de manera instrumental y para promover la necesidad del gobierno de influir sobre el modo de pensar (Denkungsart) del pueblo. Ellos sí son plenamente responsables de su inmadurez, es decir que los guardianes mismos permanecen voluntariamente en una minoría de edad respecto de su propia autonomía. Pero la manipulación de la facultad de juicio del pueblo en la que estos hombres de la cultura toman parte no puede ser atribuida al pueblo mismo; es, por el contrario, el mayor obstáculo para su emancipación. ¿Cómo podrían las personas del pueblo usar su propia razón práctica si su modo de pensar mismo está siendo moldeado por doctrinas culturales que responden a una razón meramente instrumental? ¿Se cancela así la posibilidad de cualquier emancipación?

El objetivo despótico de influir al pueblo estructura la cultura pública de una manera contrailustrada, al orquestar la producción de doctrinas públicas que están diseñadas para asegurar dominación política.[13] Pero los miembros de las facultades superiores no actúan de manera irracional. Usan, por el contrario, una razón instrumental orientada a fines heterónomos. Encarnan esa racionalidad de medios a fines que Adorno y Horkheimer imputaron a la ilustración. Así, como un llamado a usar la propia razón, la Aufklärung kantiana ataca la cultura pública tal como ella es producida en su contexto político concreto. La crítica kantiana de la cultura producida por los funcionarios académicos nos permite finalmente echar luz sobre la idea controversial de la inmadurez voluntaria, pues nos deja ver que salir del tutelaje no depende ni por completo ni exclusivamente del coraje individual. Contrariamente a lo que podríamos pensar si solo prestáramos atención a la definición de Aufklärung en el ensayo de 1784 aislada de la filosofía política de Kant, Kant de hecho creía que existía un sistema cultural social y político que obstaculizaba la decisión de emerger de la situación de minoridad en la medida en que dificultaba expresamente la misma toma de conciencia respecto de esa situación. Analizo algunos corolarios de esto en la siguiente sección conclusiva.

 

III: Crítica política de la cultura como precondición del ejercicio de la soberanía popular

La definición de “ilustración” como el uso del entendimiento propio sin la guía de tutores (WA, AA 08:35) en el ámbito público (WA, AA 08:36) ha llevado a la literatura especializada a vincular la ilustración y el uso público de la razón con las tres máximas del pensar que Kant enumeró en la tercera Crítica, en su Lógica y en su Antropología.[14] Estas máximas son: “1) Pensar por sí. 2) En comunicación con otras personas, pensar en el lugar de cada una de las otras personas. 3) Siempre pensar de manera consistente consigo” (Anth, AA 07:228). De su análisis de estas máximas, en su texto sobre la cultura de la ilustración en Kant, Deligiorgi concluye que “la interpretación de la libertad intelectual como autonomía racional ilumina la relación entre tres elementos: el juicio del individuo, el horizonte universal de reflexión sobre los criterios que basan ese juicio y la relación comunicacional entre los individuos” (Deligiorgi, 2005, p. 85). Siguiendo el influyente trabajo de O’Neill sobre el uso público de la razón en Kant (O’Neill, 1986), y basándose en esta asociación entre ilustración y comunicación, la autora sostiene la tesis de que la cultura de la ilustración es universalmente inclusiva en dos sentidos: porque el alcance del lemasapere aude” incluye a todos los seres humanos y porque la participación en el uso público de la razón está abierta a todas las personas.

Para Deligiorgi, la “austera definición kantiana de la ilustración en términos del uso particular que alguien hace de su razón” necesariamente conduce a examinar los principios que guían ese uso, lo que conduce a reconocer “las condiciones materiales de la ilustración, o el tipo de compromisos sustanciales que asumimos cuando buscamos abandonar nuestra inmadurez autoinfligida” (Deligiorgi, 2005, p 76). Estos compromisos y condiciones materiales dan forma a la cultura de la ilustración, que “no está estructurada de modo jerárquico al modo de un tutelaje, sino que es inclusiva e igualitaria porque lo que salvaguarda esta esfera son las libertades de participación y de comunicación” (ibid.).

            La mayoría de las recepciones positivas de la Aufklärung kantiana dentro de las investigaciones especializadas se concentra en el aspecto comunicacional de la ilustración y la concepción de la libertad de comunicación que ella incluye. Siguiendo a O’Neill, 1986, Deligiorgi correctamente diferencia la defensa kantiana de la libertad de expresión sobre la base de la concepción participativa de la autonomía racional respecto de las defensas liberales tradicionales:

En contraste con las defensas liberales contemporáneas de la libertad de expresión, Kant procede a partir de lo que él considera que son los requisitos esenciales para la autonomía racional, no a partir de una noción de los derechos individuales básicos. La introducción de un elemento comunicativo junto con los principios de la inclusión y de la publicidad indica que el razonamiento autónomo no es algo que quien piensa pueda hacer de manera aislada. Esto no es así por una limitación implícita en los principios del razonamiento público, sino antes bien por una limitación que sufre la persona que piensa (Deligiorgi, 2005, p. 85).  

Piché ha objetado acertadamente a Deligiorgi que, aunque es correcto que el llamado a usar la razón propia es universalmente inclusivo, la inclusión en la esfera comunicacional no lo es. Esta esfera, según Piché, estaría abierta exclusivamente a las personas instruidas (y agrego: varones cissexuales propietarios y blancos). Piché tiene un buen punto respecto del blanco de la ilustración. Su tesis sobre la concepción estrecha del uso público de la razón implica que existe una obligación para las personas que producen conocimiento de aplicar la ilustración de manera reflexiva a su propio modo de pensar y producir conocimiento. Su argumento puede ser resumido como sigue. En primer lugar, Piché nos recuerda cuán profunda fue la influencia de la crítica rousseauniana de la cultura en Kant y cómo ella lo distanció de la corriente principal de la ilustración alemana. En “¿Qué es orientarse en el pensamiento?”, de 1786 (la intervención de Kant en la así llamada contienda del panteísmo), Kant establece que la ilustración no se trata de ganar conocimiento por el fin del conocimiento, sino de un asunto de cómo usamos nuestra razón.[15] Piché enfatiza el hecho de que, para Kant, “el progreso cultural no va necesariamente de la mano del progreso moral” (Piché, 2015, p. 206),[16] y concluye que “si Kant ha de mantener una concepción de la ilustración, tendrá que incluir un posicionamiento flexible para con la ciencia y la cultura. Tendrá que ser una ilustración de la ilustración” (ibid.).

            Ahora bien, si aplicamos estas máximas del pensamiento a la manera en que los miembros de las facultades superiores producen sus doctrinas, descubrimos muy rápidamente que no las cumplen. El problema que Kant detecta es, entonces, que la producción misma de conocimiento y cultura dentro del ámbito educado formalmente está viciada por un uso instrumental y privado de la razón. Como los productos consecuentes influyen directamente sobre el modo en que piensa (o, mejor, judica) el pueblo, el mundo educado mismo tiene que ser puesto bajo la inspección de la crítica ilustradora. Pero la aporía es que los estratos intelectuales difícilmente emprenderán esta tarea ellos mismos qua intelectuales, es decir, como personas de letras y de las facultades superiores. ¿Podríamos realmente esperar que digan algo en el uso público de la razón y luego lo contrario como profesionales de la cultura, esto es, al cumplir con una y la misma función, tal como el ensayo sobre la Aufklärung parece sugerir cándidamente?

            Pienso que la única solución disponible es que la ilustración solo puede ser llevada a cabo por el pueblo mismo. Hay dos razones básicas para esto. En primer lugar, los profesionales de las facultades superiores no están en la posición de ilustrarse a sí mismos porque no podrían ejercer un uso autónomo de la razón ni siquiera como intelectuales. En segundo lugar, porque la ilustración implica un cierto “modo de pensar” [Denkungsart] y, por definición, tal cosa no puede ser impuesta a alguien desde arriba. Hemos visto algo ya respecto de lo primero. Quisiera hacer unas notas sobre lo segundo.        

            En su texto de Antropología, Kant establece que la “sabiduría, como idea del uso práctico de la razón en perfecto acuerdo con la ley, es probablemente demasiado exigir a los seres humanos. Sin embargo, ni siquiera un grado mínimo de ella puede ser infundido por alguien más, sino que es algo que tenemos que realizar por nosotros mismos” (Anth, AA 07:200). Como forma de sabiduría práctica, la ilustración es algo que hay que darse a sí; de lo contrario, no sería ilustración en primer lugar. En este mismo pasaje Kant llama a la “salida de la inmadurez autoinfligida” “la revolución más importante en el ser humano” (ibid.). Para conseguir la sabiduría por sí, tenemos que adoptar, prosigue, las tres máximas del pensar. Ahora bien, en un contexto cultural penetrado por una razón instrumental al servicio de la dominación política, ¿qué es lo que nos demandan estas máximas, vistas como principios necesarios para llegar a un modo emancipado de pensar? Como lo veo, la máxima de “pensar por sí” nos exige tomar conciencia de nuestra locación en esta cultura y sobre cómo eso determina nuestra visión y experiencia del mundo. La segunda máxima, la del pensar en el lugar de las demás personas, nos pide que la comunicación sea recíproca y en el uso público de la razón: nos pide pensar con las demás personas, no intentar reemplazar su juicio ni hablar por ellas. “Pensar en el lugar de otra persona” no es, en este contexto, pretender que podemos realmente pensar como ella. Antes bien, se trata principalmente de escucharla, de atender a su propio juicio. La tercera máxima, propiamente práctica, nos pide adoptar y mantener una postura respecto de las configuraciones culturales y políticas presentes de la razón y sus distorsiones.  

            Pero claramente esto no es tan fácil en un contexto en el que los productos culturales mismos son fuentes de distorsiones discursivas e ideológicas. Kant lo dice explícitamente:

Para la persona individual es difícil salir de esa minoría de edad que se ha vuelto casi natural. Incluso se ha encariñado con ella y por el momento es incapaz de usar su propio entendimiento. Porque nunca se le ha permitido intentar hacerlo. Dogmas, estatutos y fórmulas, esos instrumentos mecánicos de un uso racional o, mejor dicho, de un uso incorrecto de sus talentos naturales, son los grilletes de hierro de una inmadurez permanente (WA, AA 08:36, resaltado mío).

Una vez que se nota que los tutores de los que debemos liberarnos son instituciones, dogmas, estatutos y fórmulas que no nos permiten pensar por nosotros/as mimos/as, y no simples individuos arrogantes que asumen por sí mismos la tarea de enseñarnos algo que podemos simplemente negarnos a aprender, vemos que emerger de la minoría de edad requiere, antes que nada, darse cuenta de que la libertad del pensamiento propio está siendo deliberadamente obstaculizada por un sistema complejo de instituciones y fenómenos culturales. Como consecuencia, nuestra inmadurez no es totalmente autoinfligida. La minoría de edad es autoinfligida ciertamente cuando nos vemos como seres racionales libres pertenecientes a una especie, en el sentido de que esta inmadurez es el resultado de un obrar humano, no algo de lo que podamos culpar a la naturaleza. No es, en definitiva, una falla del entendimiento, de la que nadie puede ser culpable por definición. Pero salir de la minoría de edad no es una cuestión de tener valentía y pegar un salto en soledad.[17] Es antes que nada una cuestión de darse cuenta de que existe un complejo de obstáculos para la misma mayoría de edad interna y que muchos de esos obstáculos son externos y producidos bajo y por ciertas condiciones sociales y políticas. Dado que su objeto principal es la cultura, esta toma de conciencia solo puede ser producto de un esfuerzo comunal y público.   

En contra de una de las tesis de Dialéctica de la ilustración, estos análisis me llevan a concluir que la ilustración en Kant no es un proceso de racionalización que instrumentalice el conocimiento para ponerlo al servicio del statu quo, con la intención de engañar a las masas (Adorno y Horkheimer, 1947, p. 42). Por el contrario, la Aufklärung kantiana es la evaluación normativa y política de las configuraciones históricas y presentes de la razón misma en todos sus usos (científico, técnico, pragmático, moral, judicial), y que el fin principal de esta evaluación es denunciar que estas racionalizaciones engañosas de los poderes políticos westfalianos impiden la emancipación popular, emancipación a su vez necesaria para el ejercicio efectivo de la soberanía política.

            La tesis central de Adorno y Horkheimer sobre la ilustración kantiana es que es un sistema cerrado (Adorno y Horkheimer, 1947, pp. 81ss). La visión de la ilustración como un sistema cerrado explica el resto de los rasgos que ellos le adscriben a la ilustración como un proceso que tuvo lugar en la historia y como una idea que encuentran en los textos canónicos de la cultura europea. Explica por qué la ilustración estaría destinada desde el inicio a su autodestrucción, es decir a caer en lo que se suponía que era su enemigo: la mitología.[18] Pero declarar que la autodestrucción de la ilustración consiste en convertirse en mitología implica creer que ella se proponía deliberadamente luchar contra la mitología. Adorno y Horkheimer parten de un prejuicio, al menos en lo que atañe a la Aufklärung de Kant. Porque, como vimos, Kant no veía un enemigo en la irracionalidad, sino en la inversión de la relación entre razón y autoridad. Creo que la crítica de Adorno y Horkheimer a Kant está viciada por dos premisas falsas, una que concierne a (a) el blanco de la crítica de la razón, otra que (b) tiene que ver con el agente que la ejerce. 

Sobre (a): Para Kant, el uso público de la razón se aplica a un objeto específico, la razón misma (KrV, A738 B 766). La necesidad de aplicar la crítica de la razón a los productos de la razón se basa en el hecho de que nuestro razonar es la única fuente de la autoridad y de legitimidad para cualquiera de nuestras pretensiones de conocimiento y al mismo tiempo un acto que produce distorsiones y superstición. Como notó O’Neill, “la autoridad de la razón, como cualquier otra autoridad humana, es instituida humanamente” (O’Neill, 1986, p. 539); podríamos agregar “siempre faliblemente”. Dado que no hay algo así como una razón independiente del razonar real y no existe un razonar real por fuera de una comunidad, la institución de la autoridad de la razón tiene que cumplir con ciertos requisitos para ser legítima: nada externo a ese proceso de instauración de su autoridad garantiza su legitimidad. La más importante de estas condiciones es que el razonar de todas las personas tenga garantizada su libertad para “expresar nuestros juicios y dudas […] sin ser denunciado como agitador y ciudadano peligroso por eso. Para Kant, “esto está ya en el derecho original de la razón humana, que a su vez no reconoce ningún otro juez más que la misma razón humana universal en la que todas las personas tienen una voz” (KrV, A 752, B 780).

Para explicar por qué es necesaria la libertad en el uso público de la razón, Deligiorgi, (2005, especialmente pp. 86ss) se concentra en la relación entre nuestra falibilidad cognitiva y las virtudes epistémicas del razonar público.[19] Pero en contra de darle tanta importancia a la fuerza justificatoria de nuestra falibilidad, es decir en contra de una justificación epistémica de la libertad de comunicación, notemos que si nuestra condición inmadura es autoinfligida (en el sentido ya explicado), entonces ella no se debe a una falla en nuestra constitución natural. La necesidad de que exista libertad de comunicación en el uso público de la razón viene por cuenta de la idea normativa que Kant tiene de la justificación de cualquier pretensión de validez: la omnilateralidad. Pues incluso si pudiéramos encontrar a alguien cuya razón fuera perfecta, esta persona no estaría autorizada a imponer unilateralmente sus pensamientos a las demás personas. Entonces, y respecto de (b), pienso que estos pasajes de “La disciplina de la razón pura respecto de su uso polémico” significan que el agente racional del criticismo es un sujeto colectivo concreto, no un ego abstracto transcendental. La idea kantiana de justificación omnilateral y de un “derecho original” de la razón no involucran una facultad hipostasiada cuya actividad principal sea la matematización de la naturaleza, como sugieren Adorno y Horkheimer (1947, pp. 87ss). Por el contrario, exigen una comunicación concreta de los pensamientos de personas concretas.

La ilustración kantiana implica una serie de rasgos específicos que salen a la luz solo cuando la conectamos con el centro normativo de la teoría kantiana de la autoridad política legítima, es decir, con la voluntad soberana del pueblo. En un presente político de despotismo y manipulación de la voluntad general (así veía Kant su presente histórico), el dictumsapere aude!” debería traducirse en términos políticos: no es esperable que la emancipación advenga desde arriba. Por lo tanto, solo el pueblo puede tomar las riendas de la ilustración. El concepto kantiano de ilustración puede servir, en este marco, como un criterio político para desmantelar las distorsiones ideológicas y coactivas que obstruyen la emancipación política. Como tal, solo puede ser aplicado por el pueblo en su querer y juzgar públicos. Esta emancipación por medio de la ilustración es asequible solo comunitariamente, e individualmente solo por la participación en colectivos concretos. En este rasgo esencial de la ilustración kantiana radica su potencial de emancipación política.

IV. Apéndice

Desde hace décadas, la teoría crítica de la raza y las teorías decoloniales vienen mostrando el racismo e imperialismo de las teorías modernas, es decir que el racismo y el imperialismo no son faltas morales individuales de filósofos en particular. Ya no podemos simplemente interpretar que no hay racismo, eurocentrismo, sexismo y clasismo en la filosofía de Kant. En la vasta y creciente literatura sobre el racismo e imperialismo kantianos, Inés Valdez, 2017 y Huaping Lu-Adler, 2022 (cuya lectura recomiendo enfáticamente) han mostrado magistralmente que esto no puede hacerse. Entonces ¿por qué insistir en estudiar la filosofía política de Kant y su idea de ilustración por otro motivo que no sea un interés meramente filológico o un propósito eminentemente de denuncia?

            Claro que la respuesta depende de qué tipos de preguntas asociemos con esta. La pregunta que asocio, por mi parte, es esta: ¿qué significa la ignorancia política y voluntaria de Kant sobre diferentes dimensiones de la desigualdad para quienes tenemos un interés en entender las injusticias estructurales del presente? La conciencia del racismo, eurocentrismo y sexismo de Kant es hoy extendida entre las y los especialistas en su pensamiento, incluso entre colegas que son políticamente conservadores. ¿Pero qué hacemos con esta conciencia? ¿Cambia algo de las prácticas dominantes en la academia (kantiana o no), descoloniza las prácticas académicas, las vuelve menos racistas, menos eurocéntricas, menos sexistas? Y ¿cambia esta conciencia sobre el racismo de Kant el modo en el que conceptualizamos el Estado, el contrato social, el cosmopolitismo, las relaciones internacionales, la igualdad soberana, los derechos? Señalar que Kant el individuo era racista y sexista ¿modifica el racismo y el sexismo estructurales en la academia, o solo quita responsabilidades por las injusticias estructurales del presente?

            Uno de los fines que hace importante iluminar el racismo del pasado es echar esa luz sobre el racismo de hoy. Entonces, lo que importa de la cuestión del racismo de Kant es preguntarnos qué significa ese racismo para nosotras y nosotros. Por supuesto, la primera persona plural es la clave aquí y las respuestas dependerán de quiénes hagan y se hagan la pregunta. Después de habernos hecho esta pregunta, podemos encarar la cuestión de qué hacer con la conciencia del hecho de que la teoría kantiana (y no solo el individuo Immanuel Kant) tiene tesis racistas. Esto es, creo, más importante hoy que tratar de mostrar que la teoría política de Kant no es ni racista, ni eurocéntrica ni sexista. Hacer estas preguntas en el Sur Global tiene un peso específico porque desde aquí sí es importante analizar si puede haber todavía versiones críticas de la filosofía kantiana. Las lecturas de denuncia son fundamentales, pero ahí no se termina la cosa porque ahí no está el fin de la historia. En efecto, otro fin fundamental de la tarea de hacer historia de la filosofía es cuestionar y disputar las lecturas mainstream (apologéticas o de denuncia) del canon, que no son por lo general ni críticas ni autocríticas.

            El filósofo jamaiquino Charles Mills (1997, 2005, 2015 entre otras obras) enfatizó la necesidad de tomarnos en serio que la opresión y la dominación son conceptos organizadores en filosofía política. La opresión, añado, organiza nuestras epistemologías políticas como lectoras y lectores de Kant. El racismo, el clasismo, el sexismo y el imperialismo no son la excepción en la filosofía política occidental entendida en términos generales y esto vale también para las lecturas mainstream de la historia de la filosofía. Con todo, la opresión y la dominación son ciertamente lo que organiza las ontologías y epistemologías políticas, pero esto también corre para la resistencia a ellas, por lo que el canon también está hibridizado. En este sentido, creo que podemos hacer lecturas emancipatorias, si bien con limitaciones intrínsecas al pensamiento kantiano, de la filosofía política de Kant si seguimos las orientaciones de un estudio situado, con la guía de las cuestiones que surgen en contextos diferentes a los hegemónicos, ajenos a las condiciones dadas por sentadas en el Norte Global. Aquí es donde una lectura de Kant como un crítico del orden westfaliano resulta mucho más útil para quienes teorizamos desde el Sur. Parte de esta lectura a contrapelo es lo que intenté presentar en este trabajo.

 

 

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[1] Versiones previas de este trabajo fueron leídas en las Jornadas Internacionales de Filosofía Política y Estética: “Topologías del pueblo y estéticas de la emancipación”, 17 y 18 de enero de 2017, Departamento de Filosofía y Filosofía Moral, UNED, Madrid, y en el congreso internacional interdisciplinario “The Enlightenment from a Non-Western Perspective”, Universidad de Sofía, Sofía, 23 al 25 de mayo de 2016. Agradezco a todas las personas que asistieron a ambos congresos por los comentarios y el intercambio, especialmente a Amanda Núñez, Ana Carrasco Conde y Alba Jiménez. Asimismo, una versión diferente fue publicada en “A Political Defense of Kant’s Aufklärung: An Essay”, Critical Horizons: A Journal of Philosophy and Social Theory, vol. 18, n° 2, 2017, pp. 168-185.

· UBA-CONICET, m.marey@conicet.gov.ar

[2] El texto se publicó en 1981 en New German Critique, 22, pp. 3-14. Habermas desarrolló ulteriormente las tesis principales de este texto en Der philosophische Diskurs der Moderne.

[3] Es curioso que Kant no tenía esta fe. De hecho, podemos leer La religión dentro de los límites de la mera razón como una crítica incluso rousseauniana a los efectos anticomunitarios de la cultura.

[4] En http://www.hamann-kolloquium.de/kraus; accedido por última vez el 13/02/19 (la traducción es mía, como todas las traducciones de Kant que aparecen aquí, salvo que indique lo contrario).

[5] Como es sabido, la pregunta “¿qué es ilustración?” fue propuesta por primera vez por el predicador ilustrado Johann Friedrich Zöllner en “Ist es ratsam, das Ehebündniβ nicht ferner durch die Religion zu sanciren”, Berlinische Monatsschrift, 2, 1783, pp. 508-516. La pregunta aparece en una nota al pie en p. 516: “¿Qué es ilustración? ¡Esta pregunta, que es casi tan importante como ‘¿qué es verdad?’, debería ser respondida antes de comenzar a ilustrar! Pero nunca la encontré respondida”. La respuesta de Moses Mendelssohn, “Über die Frage: was heißt aufklären?”, Berlinische Monatschrift2, 1784, pp. 193-200, precede temporalmente a la de Kant („Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?“, Berlinische Monatschrift, 2, 1784, pp. 481-494), pero Kant no la había leído antes de escribir su ensayo. 

[6] Un análisis lúcido del par “público / privado” se encuentra en Laursen, 1986. Otra explicación terminológica del significado del par está en Fleischacker, 2015.

[7] Nótese además que para Kant las propiedades eclesiásticas son en rigor de verdad producto de un robo al pueblo.

[8] Ver DiCenso, 2011, pp. 4ss.

[9] La facultad de teología produce “incentivos” de obediencia asociados al “bien eterno”.

[10] Ver MS, AA 06:229-230, §§ A y B.

[11] Ver ZeF, AA 08:374.

[12] En Religión Kant propone un uso simbólico de la Biblia para la elaboración de la comunidad ética que puede contrarrestar el mal radical.

[13] La distinción entre usos públicos y privados o particulares de la razón recibe así una caracterización ulterior. Bajo un régimen político que no es republicano, la res publica y por lo tanto la cultura pública misma son manejadas como si fuera asuntos privados del gobernante. En una anotación al § 110 del Iuris naturalis de Achenwall, Kant había caracterizado al despotismo como el “gobierno patrimonial” en el que la cabeza del Estado considera que la nación es su propio patrimonio privado (Refl. 797, XIX: 571). La idea de que un gobernante despótico ve al país y a sus habitantes como cosas de su propiedad aparece también en MS, § 55 y en la segunda parte de Contienda.  

[14] La concepción del uso autónomo de la razón que emerge de estos tres principios no es descriptiva de las capacidades cognitivas humanas. Es una concepción crítica que establece las condiciones de posibilidad para un uso autónomo de la razón. En Log, 57, Kant llama a estas máximas “reglas y condiciones generales para evitar el error en general” y las enumera así: “1) pensar por sí; 2) pensar en el lugar de otras personas; 3) pensar siempre de modo consistente consigo”. La máxima de pensar por sí puede ser llamada “el modo ilustrado de pensar”; la máxima de ubicarse en el punto de vista de otras personas al pensar, el “modo de pensar extendido”; la de pensar de modo consistente consigo, el “modo de pensar consecuente o convincente”.

            En Anth, AA 07:228-229, Kant dice que estas máximas “conducen a la sabiduría práctica” y que “pueden ser entendidas como mandatos inmutables para la clase de pensadores”: “1) Pensar por sí. 2) En comunicación con otras personas, pensar en el lugar de toda otra persona. 3) Pensar siempre de manera consistente consigo. El primer principio es negativo (nullius addictus iurare in verba Magistri), el principio de un modo de pensar libre de coacción; el segundo, el principio positivo del modo de pensar liberal que hace lugar para los conceptos de las demás personas; el tercero, el principio del modo de pensar consecuente (coherente)”.

            En KU, § 40, 294, Kant las llama “máximas del entendimiento humano común”: “1) pensar por sí; 2) pensar en el lugar de otras personas; 3) pensar siempre de manera consistente consigo. La primera es la máxima de un modo de pensar libre de prejuicios; la segunda, de un modo de pensar extendido; la tercera, de un modo de pensar consecuente”.

[15] Ver WDO, AA 08:146-147, nota al pie.

[16] La distinción entre progreso en la técnica y los modales, por un lado, y el progreso moral es una tesis que Kant toma muy en serio. Es de hecho una de las grandes posturas ético-políticas de Idea sobre la historia universal en clave cosmopolita, La religión dentro de los límites de la mera razón y Metafísica de las costumbres. A causa de que el mal es radical y un producto social de la libertad del arbitrio, no hay progreso moral en Kant y la moralidad es, como la virtud, siempre revolucionaria. Como resalta DiCenso, 2011, pp. 233-234: “El modelo kantiano de progreso ético mantiene una distinción crítica entre la transformación interna y la conformidad meramente externa con el comportamiento dictaminado socialmente. Esta distinción es caracterizada por ‘un cambio del corazón’ [eine Herzenänderung], en contraste con ‘un cambio en las costumbres’ [eine Änderung der Sitten] (RGV, AA 06:47). La noción figurativa del corazón expresa una orientación ética libremente cultivada que se diferencia de la adopción pasiva de convenciones”.

[17] Bartuschat también enfatiza la importancia del hecho de que, para Kant, no es tan simple emerger de la minoría de edad y hace de este hecho el centro de su análisis. Señala, por caso, que salir del tutelaje “demanda claramente más del individuo que meramente movilizar esas fuerzas vitales subjetivas de la determinación a las que alude la fórmula horaciana ya muy familiar en la ilustración anterior a Kant” (Bartuschat, 2009, p. 8).

[18] Adorno y Horkheimer, 1947, p. 24. La “autodestrucción de la ilustración” es el tópico declarado de sus reflexiones (Adorno y Horkheimer, 1947, p. xiii). La tesis de que la ilustración encierra una mitología fue la crítica principal de Hamann; para el ataque de Hamann en estos términos, véase Laestition, 1993, especialmente p. 70.

[19] Ver, por ejemplo, Deligiorgi, 2005, p. 86: “en este pasaje [KrV, A 752, B 780], Kant conecta lo que llama ‘el derecho original de la razón humana’ con la falibilidad de los razonadores”. En este marco, el razonar público libre sirve para mejorar la condición de ser razonante, asumiendo que la publicidad implique una serie de limitaciones que contrabalanceen la falibilidad como razonadores individuales.