En 1932, José Ortega y Gasset inició lo que denominaría su «segunda navegación». Tras pronunciar la célebre «Rectificación de la República» y constatar su fracaso político —a la vista del rumbo que tomaba el país—, el pensador español más conocido e influyente de su tiempo optó por centrarse en el desarrollo de su obra filosófica. Ya no participaría en el periodismo político, como había hecho durante las primeras décadas de su carrera, ni impulsaría proyectos colectivos, como El Sol, o asociaciones como la Liga de Educación Política. El propio autor denominó esta etapa —que abarcaría los últimos años de la Segunda República, la Guerra Civil española y el primer franquismo— como un tiempo «de silencio». Esto no suponía, sin embargo, una falta de producción: Ortega siguió pensando y escribiendo hasta el final de su vida. Así lo atestiguan obras como Historia como sistema (1935), El hombre y la gente (1939-40), Del Imperio Romano (1941), Epílogo de la filosofía (1943) La idea de principio en Leibniz (1947) y Meditación de Europa (1949).
Los límites del decir se centra en ese Ortega de la «segunda navegación» y, en particular, en su interés por desarrollar conceptos vinculados al lenguaje y la historia. El primer capítulo analiza el peculiar silencio del filósofo en esta etapa que, según Balaguer, es «la de mayor producción filosófica de Ortega y en la que vertebra y desarrolla las grandes ideas que constituyen su filosofía». La autora considera que la «segunda navegación» no debe ser vista como una ruptura por parte de Ortega con esa circunstancia que resulta tan importante en su pensamiento; más bien sería una nueva y muy meditada relación del filósofo con su comunidad. El silencio de Ortega, argumenta Balaguer, fue «activo y deliberado». Indicaba el reconocimiento de un fracaso en lo que se refería a la orientación de la opinión pública, pero también —y a causa de ello— conllevaba el desarrollo de conceptos ajustados a aquel momento español y europeo. La experiencia del exilio, en concreto, estimuló sus reflexiones acerca de la relación entre el filósofo y la ciudad, entre el pensamiento y su circunstancia, y entre la vocación y las dificultades que pueden interponerse en su camino. El controvertido silencio orteguiano no supondría, según esta lectura, una ruptura con su circunstancia, sino una nueva manera de responder a ella.
El segundo capítulo explora la que quizá sea la mayor paradoja del último Ortega: su etapa de silencio fue también la de un profundo interés por el lenguaje. Sus reflexiones al respecto destacaron, precisamente, la importancia del silencio como condición de posibilidad de la comunicación. También le interesó el problema de la inefabilidad, alcanzando a proponer dos máximas al respecto en los «Apuntes para un comentario al Banquete de Platón» (1946): «1. Todo decir es deficiente —dice menos de lo que quiere—. 2. Todo decir es exuberante —da a entender más de lo que se propone—».
De estas reflexiones surgió, también, el proyecto de una nueva filología que se hiciera cargo del contexto y de la vida del autor. Una nueva filología que, según Balaguer, estaba influida por la lectura que Ortega había hecho de Nietzsche, Humboldt y Schleiermacher, y cuyos primeros contornos ya estaban presentes en obras de los años 20 como Las Atlántidas (1924) y «Sobre la expresión» (1925). Balaguer también argumenta que este proyecto implicaba una reforma de la propia filosofía, puesto que apuntalaba esa «razón histórica» que Ortega estaba desarrollando en aquellos años, y en la que se insertaban categorías como la de las generaciones, la de las crisis históricas y la de las ideas dominantes de cada época. El proyecto implicaba, igualmente, cambios en la manera de aproximarse a la historia: una de las tesis que se desarrollan en este trabajo es que los planteamientos de la «razón histórica» avanzarían los enfoques contextualistas de Skinner y Pocock o la historia de los conceptos de Koselleck.
El tercer capítulo se centra en lo que Balaguer denomina el «enmascaramiento» de Ortega, su peculiar estudio de figuras como Cicerón, Vives, Goethe, Leibniz y Velázquez. Para la autora, estos personajes actuaron como «voces de fauno que sirvieron a Ortega para decir incluso lo indecible». Sus estudios fueron aplicaciones prácticas del método de la nueva filología, pero también le permitieron acercarse a figuras con cuyas trayectorias o circunstancias se identificaba y cuyos conceptos deseó revivir para hacer frente a su propio tiempo. El filósofo destacó, por ejemplo, la preocupación de aquellos autores por cultivar la cultura y las humanidades para restaurar la estabilidad social. La lectura de Cicerón también dio pie a un intento por parte de Ortega de trascender ese liberalismo que parecía haber naufragado por completo, y alcanzar un nuevo planteamiento de la libertad a través del concepto romano de libertas. El contexto de esta reflexión anima a estudiarla como un ejemplo del proceso de adaptación de los antiguos referentes del liberalismo al ambiente intelectual y político de posguerra.
Balaguer plantea sus análisis a partir de un conocimiento exhaustivo de las fuentes, ya sean obras publicadas o materiales inéditos del Archivo de la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón. Los límites del decir también hace un esfuerzo considerable por situar a ese último y «silencioso» Ortega en un diálogo constante: con su tradición filosófica, con sus fuentes, con sus contemporáneos o con quienes vinieron detrás de él. Sus conclusiones son claramente relevantes para comprender la trayectoria de Ortega y el desarrollo de la filosofía del lenguaje y de la historia en la Europa de su tiempo. En una perspectiva más amplia, esta obra también aporta ideas valiosas para el estudio de los intelectuales españoles durante los años treinta y cuarenta, permitiéndonos avanzar en el conocimiento de la pluralidad de concepciones que tenían de su función y de su relación con la esfera pública. Una pluralidad que se mantuvo incluso en las circunstancias más dramáticas.