Los inicios de la caricatura se remontarían a los artistas boloñeses Annibale y Agostino Carracci, aunque la sátira gráfica de contenido sociopolítico cabe retrotraerla a la Reforma protestante —el asno-papa, de Cranach—, pero llegó a su culminación con la Revolución francesa, que tendría su pendant en España con la caricatura antinapoleónica durante la guerra de la Independencia, concentrándose en la figura del monarca José I. Fue entonces cuando la caricatura política dio sus primeros pasos en nuestro país, aunque el que se convertiría en el principal canal para su difusión, la prensa satírica, tendría que esperar al Trienio Liberal para empezar a abrirse camino y, mejor aún, a la consolidación de la revolución liberal en la segunda mitad de los años treinta, siguiendo una línea ascendente que conoció un momento de gran esplendor con el Sexenio democrático, en el que las caricaturas y el espacio gráfico pasaron a ocupar la parte principal de este tipo de publicaciones.
De esta evolución tratan con mucha solvencia las coordinadoras de este libro, las hispanistas Marie-Angèle Orobon y Eva Lafuente —quienes rematan su introducción preguntándose si la caricatura política fue un arma de combate, y remitiéndose a los propósitos confesados de Gil Blas de que venía no a defender, sino a atacar— sí que encuentran que, cuando menos a mediados del siglo xix, ostentó ese carácter criticando y denunciando los defectos de la sociedad y de su clase política mediante la exageración y la burla. Con frecuencia —así sucede en la segunda mitad de dicho siglo—, la reacción a la actualidad política tendría un carácter contestatario y subversivo, aunque no faltarán las caricaturas de sentido conservador o, incluso, reaccionario.
El libro cuenta con quince capítulos agrupados en cuatro partes. La primera, «Lenguajes satíricos, discursos e imágenes», se abre con un texto de carácter más teórico sobre el concepto de sátira en la España del siglo xix y su aplicación a la prensa, a cargo de Álvaro Ceballos Viro, en el que tras hacer un recorrido lexicográfico aclaratorio de lo que se entendía por sátira, se pregunta dónde quedaba la caricatura en esa historia y por el grado de sanción prevista para la caricatura en el código penal o la legislación de prensa, diferencia entre sátira y humorismo y resalta, en fin, la insinceridad y la censura ética como condiciones necesarias de la sátira.
Vicente Pla Vivas aborda la representación gráfica del espacio público español entre 1830 y 1870, a cuya construcción ayudaron los modelos hallados en el humorismo gráfico británico, que conjugaban humor accidental y violencia mecánica. Pues bien, son justamente las muestras de ese humor accidental (los atropellos de los carruajes, el vertido de desperdicios o de agua justo cuando pasaba un transeúnte…) las que el autor rastrea en la prensa española, como el Semanario Pintoresco (la serie «Peligros de Madrid» ilustrados por Alenza) y en Fray Gerundio, en la idea de valerse de la calle como un campo político en el que contendían fuerzas que respondían a distintos modelos políticos en la España isabelina.
María Eugenia Gutiérrez Jiménez se ocupa de la prensa satírica en el proceso de democratización del debate público. El análisis lo lleva al dibujo de actualidad de los semanarios El tío Clarín y Le Charivari, que evidenciarían cómo la prensa satírica se concibió a sí misma como la verdadera prensa política, llamada a cumplir una función similar a los órganos propiamente políticos, pero valiéndose de otros medios (romances, canciones, por ejemplo) que harían posible que la crítica del presente apareciera en soportes con los que los lectores, los populares en especial, estaban familiarizados. Con tanta mayor razón cuanto este tipo de prensa era generalmente de orientación demorrepublicana.
Julien Lanes Marsall, bajo el título de «Momo en el congreso», aborda las colaboraciones de Roberto Robert en Gil Blas, entre 1869 y 1871, que reflejaban sus experiencias como diputado y que a juicio del autor cabe valorarlas como «el avatar satírico del género de la crónica parlamentaria», valiéndose para ello de Momo, el dios de la burla y la broma que le sirvió para hermanar el universo ferial-carnavalesco y la esfera político-parlamentaria. El Congreso, pues, deviene un escenario en el que Momo y sus compinches siembran la confusión y toman a risa la deriva que, desde la óptica republicana, estaría tomando ya desde 1869 la revolución democrática.
La segunda parte («Caricatura y republicanismo») da comienzo con un trabajo de Lara Campos Pérez en torno a la gramática iconográfica del republicanismo en los primeros años del Sexenio. Para ello se plantea utilizar como fuente los dibujos y caricaturas alusivas a los conceptos de república, revolución y constitución aparecidos en las publicaciones Gil Blas y La Flaca, ambas de tendencia federal. De ese análisis concluye que para los republicanos se pasó rápidamente del triunfalismo de la Gloriosa a una visión mucho más pesimista, salvo por lo que hace a la república que mantuvo su forma idealizada.
La cuestión de la búsqueda de un rey tras la Revolución de 1868 es abordada por Antoni-Manel Muñoz Borrás y MarieÁngèle Orobon analizando cómo la prensa satírica barcelonesa y madrileña —especialmente, las cabeceras republicanas— trataron la situación suscitada por la prolongada falta de un rey en un país al que la Constitución de 1869 definió como monárquico. Ello obligaba a la búsqueda de un candidato, lo que fue objeto de parodias, como la subasta de la corona de España que publicó La Flaca, dándole un toque de vodevil político. Todo ello redundó en la socialización política del republicanismo y ayudó a la consolidación del imaginario republicano.
Isabelle Mornat, entrando ya en la Restauración, trata del semanario criptorrepublicano El Solfeo, de Antonio Sánchez Pérez, mediante el cual pretendió ofrecer un elemento o vehículo de unión a los republicanos, sin hacer bandera de una determinada posición dentro de esa corriente política. Todo ello a partir de las limitaciones que imponía la censura, mucho más suspicaz respecto de la prensa que con el libro. Pero eso no fue óbice para que El Solfeo publicara un sinnúmero de caricaturas de naturaleza criptorrepublicana.
Carlos Reyero se ocupa de las alegorías republicanas en Cataluña basándose en revistas de línea satírico-política editadas en aquel territorio entre 1895 y 1909. En ellas la república —muy influida o dependiente de la Marianne francesa— era representada como un ideal más cercano a un olimpo idealizado que a la práctica política concreta, para lo que su personificación femenina, como una joven y atractiva doncella, tocada con el gorro frigio o con la barretina (signo este último de que la república se territorializa) fue lo más habitual: ochenta imágenes de ese tipo en La Tramontana entre 1881 y 1893. Tal feminización se asociará en el plano iconográfico con la exaltación de la hombría y del carácter redentor de los políticos republicanos respecto de una nación o de una ciudad que no pueden actuar por sí mismas al estar personificadas en mujeres (así, en La Campana de gracia).
Antonio Laguna Platero y Francesc-Andreu Martínez Gallego recurren al periódico El Motín (1881-1926) para comprobar la fuerza y la eficacia comunicativas de las caricaturas republicanas en la Restauración, sobre la base de que en buena parte del siglo xix estas imágenes cumplieron la función de dar a conocer al público los rostros de la elite política, así como de conceptos como patria, república, pueblo o iglesia. Por lo que hace a El Motín, valoran que devino una suerte de cartilla doctrinal respecto de los mitos republicanos que en buena parte se difundieron mediante los iconos, alegorías o caricaturas de la prensa satírica, cuya clave de bóveda la ocupó precisamente El Motín.
La tercera parte («La prensa satírica ilustrada y la España ultramarina») se abre con una aportación de Eva Lafuente en torno al relato gráfico de la insurrección cubana en los años 1868-1870 en los tres únicos periódicos satíricos que se publicaron entonces en la isla: El Moro Muza, Fray Junípero y Juan Palomo. El estudio de esta prensa, en la que la caricatura ocupó un lugar fundamental, mostraría cómo, más allá de los intentos de deslegitimación del independentismo, se fue construyendo un relato gráfico de la insurrección que reflejaba los miedos y tensiones de la sociedad colonial. En general, estas caricaturas inciden en la denigración del insurrecto mediante la infantilización o la demonización en contraste con la presentación del voluntario como metonimia de la nación en guerra.
Fréderic-Luis Gracia Marín aborda la caricatura de prensa y política en Cuba nada más terminar la guerra de los Diez Años (1878-1881), con la idea de reconstruir el paisaje gráfico que existíó por entonces en Cuba y que se desconocía. El periodo elegido, aunque corto, tiene interés porque en él vuelve la caricatura política de temática insular, manifestando algunas publicaciones una actitud muy crítica con el poder colonial, lo que sería novedoso, caso de La Bulla. De todo lo analizado el autor concluye que la caricatura de prensa tras la Paz de Zanjón empezó a participar plenamente en el debate público insular.
Fernando Arcas Cubero, analizando las caricaturas aparecidas en el diario malagueño La Unión Mercantil entre 1895 y 1898 aborda el cómo se trató la crisis española de fin de siglo. Se trataba de un periódico democrático que a través de las caricaturas transmitirá una crítica inmisericorde de Cánovas y Sagasta, equiparándoles en cuanto a su incapacidad para llevar la gestión de tan arduo conflicto. Ello evidenciaría que la crítica al sistema había desbordado las páginas de la prensa satírica para saltar a las de medios de información general, como este diario malagueño, que tampoco excluyó de sus críticas a los republicanos, a los que no veía como una real alternativa ante la crisis del sistema.
La cuarta y última parte («Confluencias de géneros en la caricatura») se inicia con un trabajo de Cristina Marinas centrado en la revista Madrid Cómico (1880-1912) y en el análisis de algunos textos, dibujos y viñetas —las parodias de Cilla, por ejemplo— que ironizan sobre ciertos aspectos de la vida artística, caso de los certámenes, o de los propios artistas, no solo de los más conocidos, mediante caricaturas más bien benevolentes. También se hará la caricatura de las mujeres pintadas y de las pintoras. De todos modos, Madrid Cómico mostró poca afinidad con las nuevas corrientes pictóricas y, en particular, con el simbolismo.
Cécile Fourrel de Frettes analiza, por medio del semanario Gedeón (1895-1912), la sátira política desde las letras y las artes. Así, fueron escritores el objeto prioritario de su sátira, no eludiendo a veces toques misóginos, como con Pardo Bazán, pero sí que se lograría desacralizar la institución literaria. Otra característica reseñable es el diálogo humorístico que mantuvo con otros soportes, como la entrega o el libro ilustrado. La autora subraya, en fin, la filiación de este tipo de revistas y sus colaboradores con los libretistas del género chico, así como el hecho de que sus caricaturas no dejarían de ser la representación moderna de antiguas figuras emblemáticas de la prensa jocoseria.
Finalmente, José Manuel López Torán trata de Don Quijote en la caricatura política española entre 1898 y 1918 habida cuenta de que esta figura se recuperó con fuerza en el periodo posterior al 98, y el hecho de ser universalmente conocida facilitó el que se la pusiera en primera línea en estas publicaciones. No es de extrañar que con la crisis de la identidad nacional que motivó la derrota ante los Estados Unidos y el recurso a la caricatura como poderoso instrumento para influir en la opinión pública, se acudiera a figuras como la de Don Quijote para recuperar los valores que connotaban a un pasado idealizado, por lo que las revistas satíricas que se remitían en el hidalgo manchego fueron las que plasmaron mejor la construcción ideológica en torno al Desastre.
No puede dejar de mencionarse, por último, el sustancioso epílogo con el que las editoras, hilvanando las aportaciones e interrogantes que brindan los distintos capítulos de la obra, ahondan en la relación entre caricatura y vida política y se plantean si la caricatura no ejerce la función de contrapoder que puede hacer mella en el debate político.