RESUMEN
Este artículo propone un recorrido por la presencia de la historia social en la producción historiográfica del siglo xxi sobre la guerra civil española de 1936-1939. Aunque es evidente la heterogeneidad y polifonía de ese enfoque, si convenimos en un mínimo común denominador de temas de estudio, métodos y objetivos es posible dibujar una cierta evolución. Después de haber disfrutado de un indudable protagonismo, y a la par que se abría a las propuestas y modos de la historia cultural, desde finales del siglo xx este enfoque perdió presencia, y parecía que potencia explicativa, en la historiografía sobre la guerra del 36. Sin embargo, ni fue un súbito giro copernicano ni supuso las exequias del enfoque ni se debió únicamente a sus límites epistemológicos, puesto que se inscribía en desplazamientos más amplios en el campo historiográfico y en el mundo del cambio de milenio. De hecho, la bibliografía más reciente muestra cómo la investigación de esa guerra y de los orígenes del franquismo vuelve a abrirse, con otras miradas, a los objetos de estudio y utillaje asociados a una renovada historia social.
Palabras clave: Guerra civil española; historia social; historiografía; franquismo.
ABSTRACT
This article seeks to explore the presence of social history in the historiographical production of the 21st century on the Spanish Civil War (1936-39). Although the heterogeneity and polyphony of social history is evident, if we agree on a minimum common denominator of study topics, methods and objectives, it is possible to draw a certain evolution. After having enjoyed an undoubted prominence, since the end of the 20th century, as it opened to the proposals and ways of cultural history, this approach lost presence, and it seemed that its explanatory power, in the historiography of the Spanish Civil War. However, it was not a sudden Copernican turn, nor was it the obsequies of the approach, nor was it due solely to its epistemological limits, since it was part of broader shifts in the historiographical field and in the world of the turn of the millennium. In fact, the most recent bibliography shows how research of that war and Francoism origins is reopening, with a different view, to the objects of study and tools associated with a renewed social history.
Keywords: Spanish Civil War; social history; historiography; Francoism.
Historia o historias de reyes y batallas. Todavía ahora, cuando se evocan las formas más tradicionales de escribir y aprender sobre el pasado, es habitual utilizar esa expresión. No es solo una fórmula azarosa. Desde Tucídides y las crónicas medievales hasta los canales televisivos temáticos de hoy, pasando por Ranke y la escuela histórica alemana del siglo xix, los hitos y dramas bélicos han balizado casi siempre la historia, «con las batallas, los tratados, la muerte de héroes y reyes»[1], y sus grandes responsables militares y políticos les han dado rostro y nombre. Por eso, cuando se intentó superar esa manera de abordar y representar el pasado, empezando por la escuela de Annales, se apuntó al estudio évènementiel de las coyunturas y procesos bélicos, a la «historia-batalla», como epítome de lo que urgía cambiar. Pero los reproches han venido también de fuera de la disciplina. En su conocido poema Preguntas de un obrero que lee, de 1935, Bertolt Brecht se cuestionaba quién está tras los grandes hombres y eventos de la historia y echaba mano de episodios bélicos. Refiriéndose a casos como la Guerra de los Siete Años, inquiría «quién venció además» de Federico II, «¿quién cocinó el banquete de la victoria?», «quién pagó los gastos? Tantas historias. Tantas preguntas». Más cerca en el tiempo, la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich busca rescatar una guerra que en buena medida «sigue siendo desconocida»: la vivida y contada por las mujeres. Y en esa guerra «no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo seres humanos involucrados en una tarea inhumana»[2].
En el caso de la contienda que estalló en España en julio de 1936, hace mucho tiempo que empezaron a buscarse esas historias y a plantearse esas preguntas sobre los rostros anónimos de la guerra. Son ya legión los trabajos que la han estudiado desde abajo, por usar la expresión clásica asociada a la historia social. Este dosier es buena muestra de que se sigue haciendo. Eso sí, el uso de esa manera de ver, estudiar y narrar aquella guerra no ha sido siempre igual. No lo ha sido en su frecuencia porque lo que podemos llamar historia social ha pasado por épocas de mayor y menor protagonismo. Tampoco por los objetivos de su mirada. Desde su foco inicial en bloques dominantes, clases sociales y sus luchas, y centrada además en las retaguardias, hasta su apertura a otros temas y escenarios, como las experiencias y emociones de los combatientes en los frentes y de los victimarios de la violencia tras ellos, mucho han cambiado sus enfoques, focos de atención, desarrollos y ambiciones.
En el marco de este dosier, este artículo se propone complementar sus aportaciones con una mirada de conjunto sobre la literatura historiográfica reciente que haya empleado de uno u otro modo la historia social para estudiar la guerra civil de nuestro siglo xx. Esta mirada explorará los logros y lagunas, avances y retrocesos de esa literatura durante las últimas décadas y se referirá a las relaciones con la historia política y la nueva historia cultural de la guerra civil. Apuntará, además, a la comparación entre los recorridos, objetos de estudio y marcos analíticos de la historia social sobre la zona republicana, a la que antes se dirigieron sus ojos, y sobre la zona sublevada, que es a la que apuntan más ahora y a la que se dedica este dosier. Se parte para ello del convencimiento de que esa mirada cruzada puede mostrar lagunas temáticas, revelar claves sobre cómo se ha desarrollado el estudio del periodo y estimularlo con nuevas preguntas.
Lo que se pretende ofrecer no es una foto fija ni un ejercicio descriptivo basado en una larga nómina de nombres y títulos y una sucesión de temas tratados y por tratar. Contamos ya con evaluaciones más o menos recientes de la historiografía sobre la guerra civil, entre ellas todo un libro coral, y las hay asimismo del uso de la historia social para estudiar esa contienda y el primer franquismo[3]. En ese sentido, este artículo se impone algunos límites para sumar algo a los balances previos. Uno de esos límites es que se centra en la bibliografía sobre el periodo de la guerra, aunque no siempre resulta fácil ni aconsejable establecer una frontera con la dictadura resultante del conflicto. Otro es que privilegia la literatura historiográfica producida durante lo que llevamos de siglo xxi. La historia social de la guerra civil escrita antes del año 2000 está muy lejos de no tener interés, pero es relativamente mejor conocida y está sintetizada en varios textos, incluido uno de quien esto firma[4]. Así las cosas, y con el espacio del que aquí se dispone, se ha considerado que poner el foco en la producción reciente permitía profundizar y aportar algo novedoso más que proponer una mirada de largo plazo. Un tercer límite es que este texto se restringe a la bibliografía producida en los medios historiográficos profesionales. La única excusa es repetir que el espacio es limitado, recordar que la bibliografía académica sobre la guerra es ya de por sí inabarcable y reconocer que dialogar con la producida extramuros daría para otro trabajo que queda pendiente.
Dicho lo cual, no todo son límites y excusas. A la vez, se amplía el campo de lo contemplado para problematizar los contornos del enfoque que aquí se somete a escrutinio: el que de momento llamaremos historia social. Lo que el texto busca es inscribir el balance propuesto en una consideración sobre cómo, a la hora de estudiar la guerra que se estaba librando hace ahora 85 años, se ha usado (o dejado de usar), cambiado y redefinido ese enfoque. En última instancia, se trataría de ofrecer una reflexión (crítica y autocrítica) sobre si sigue teniendo sentido la etiqueta de «historia social», si ilumina más que nubla o al revés. Dicho de otro modo, la pregunta es si, en lo que toca a la guerra del 36, la historia social es ya historia, cosa pasada, o si todavía tiene posibilidades a la hora de estudiarla y contarla, aunque la pregunta deba desdoblarse en otra: qué entendemos por historia social.
Ni que decir tiene que guiarse por esa interrogación conlleva meterse en un jardín, uno de muchos senderos que se bifurcan, para usar la fórmula de Borges, y la mayoría no podrán seguirse aquí. El caminar y su resultado, además, estará condicionado por quien esto firma. La generación a la que pertenezco, las lecturas y profesores que más influyeron en mi aprendizaje del oficio de historiador, mis sensibilidades políticas de entonces y ahora o mis coordenadas sociales, económicas, de género, etc. influyeron para que me formara, o creyera formarme, como historiador social. Pero tal vez esté ahí en parte el sentido de este texto. Puede aportar algunos jalones a una cartografía del modo como llevamos a cabo esa empresa colectiva e inacabable que es historiar la guerra civil y su tiempo y así ayudar a orientarnos, ubicarnos y ser conscientes de nuestros objetivos, apuestas teóricas y modos de escritura. Es probable que, al igual que tantos balances historiográficos, con el paso del tiempo esta contribución sea vista como ingenua, rancia y poco perspicaz ante lo que esté por venir. Pero por eso mismo, acaso sirva un día como fuente para acercarse a las preguntas de quienes tratamos de historiar la guerra del 36 en este primer cuarto del siglo xxi.
De modo que este artículo pretende algo relativamente simple. Su objetivo primero es medir el estado de salud de la historia social en las investigaciones sobre esa contienda y para ello revisa la producción historiográfica que ha usado ese enfoque para estudiarla en lo que llevamos de siglo. Lo que busca no es un catálogo de luces y sombras, de presencias y ausencias. Es más bien resaltar cómo ha cambiado durante estos últimos lustros su peso en el estudio de la guerra civil y cómo han evolucionado sus focos de atención y aparato analítico. Todo balance historiográfico supone algún grado de generalización y no poder dar espacio a todos los trabajos que merecen ser citados. Pero la mayor dificultad es otra: lo ideal sería caracterizar con nitidez el enfoque evaluado, pero eso no resulta sencillo. Aunque el texto dedicará alguna atención a qué se puede entender por historia social, su objetivo no puede ser facilitar una definición precisa de lo que nombra ese concepto. Más que determinar rígidamente sus fronteras, lo que se busca aquí es constatar su pluralidad de perspectivas; indagar en cómo se ha reducido o ensanchado su protagonismo, intereses y ámbitos temáticos, y preguntarnos por las perspectivas de futuro de la historia social para el estudio de la guerra civil. Lo cual conduce a lo que puede ser el otro objetivo del trabajo. Respondiendo a la pregunta que lo titula, pretendemos mostrar que, aunque diferente a la anterior, renovada y cambiante, sí existe y resulta muy útil una historia social de la guerra civil en el siglo xxi.
Era signo de los tiempos y quizá algo más que coincidencia. Al arrancar el nuevo siglo y el recorrido de este texto, a finales de 2000, la exhumación de los cuerpos de trece asesinados en Priaranza del Bierzo desembocaba en la constitución de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). No era la primera iniciativa de ese tipo, pero constituyó un hito. Desde entonces, y en un proceso vertiginoso que atravesó todo el país, empezaron a saltar del ámbito familiar al espacio público las voces de los derrotados y víctimas de la guerra y su posguerra. Poco o mucho, sus historias ya las había recogido la historiografía. Pero a partir de ahora se abría la posibilidad de incorporar fuentes y actores anónimos a una reconstrucción de aquel periodo que podía hacerse más desde abajo.
Sin embargo, al mismo tiempo, ese modo de escribir la historia de la guerra del 36 se estaba enfrentando a importantes desafíos. Hasta mediados de la década de 1990, había interesantes debates en los que se subrayaban los límites y determinismo de la primera historia social de la guerra y se proponía enriquecerla con otros aportes, aunque no abandonarla[5]. A finales de ese decenio, el libro sobre la guerra más sugerente de esos años parecía apuntar en la dirección de una más profunda renovación. La obra indagaba en los «orígenes sociales y culturales» de la guerra, enmarcaba su inicio en un entramado de tradiciones y cambios, de ethos comunitarios y experiencias de conflicto, y rechazaba que los fenómenos sociales sean estructuras predeterminadas: los veía como «producto de la experiencia, la acción y la cultura» que hacen inteligible cada realidad[6]. Entrado el siglo xxi, algunas miradas caminaban hacia la impugnación de la historia social, en general o tal como se había hecho hasta entonces. Un libro aparecido en inglés en 2002 era, según su subtítulo, «una historia social de la guerra civil española», pero se situaba en contra de una historia social «tradicional» supuestamente sujeta a «enfoques estructurales» e impersonales, a la determinación social y a los conceptos de clase y género. Su apuesta era una historia de los actores singulares y desconocidos movidos por sus propios intereses individuales, el egoísmo y la biología[7]. Al año siguiente, otro autor achacaba a la historiografía sobre la guerra civil haber estado a menudo vinculada al materialismo histórico y hacer una «reificación categórica» del «artefacto conceptual» abstracto que es la «clase social»[8]. Más adelante, y de cara a estudiar la República, el estallido de la guerra y sus violencias, otros autores mostraban su insatisfacción con una historia social que pone el foco en «causas estructurales» y de medio plazo como el atraso, la desigualdad o los conflictos de clase. En su lugar, proponían una historia política basada en actores concretos, liderazgos, retóricas partidistas y decisiones[9].
Son solo algunos ejemplos que sugieren que, en torno al cambio de milenio, se estaban produciendo mutaciones sustantivas en la historia social de la guerra civil. Por supuesto, no eran patrimonio del estudio de esa contienda. Por ejemplo, el de la I Guerra Mundial ha pasado por tres «configuraciones historiográficas» sucesivas. Al principio, una historia política, militar y diplomática que apenas dejaba espacio a las cuestiones de orden social y económico. Desde mediados de siglo, una configuración «social» que rescataba a los combatientes anónimos y estaba muy influida por el materialismo histórico. Y, desde la década de 1980, una «cultural y social», más lo primero que lo segundo, que añade no solo temáticas culturales, sino un cierto paradigma culturalista[10]. Por regresar al sur de los Pirineos, los cambios llegaban a reflexiones de conjunto sobre la historiografía. Precisamente en el 2000, dos autores argumentaban que en España la historia social presentaba inevitables límites cognoscitivos. Había surgido ofreciendo relatos del pasado para representar a una determinada identidad colectiva de su tiempo y, desde los años ochenta, vendría redefiniendo sus contornos. Pero habría acabado elevándose «a la categoría de ortodoxia» y no estaba claro que pudiera adaptarse a la búsqueda de reconocimiento de otras generaciones[11].
Hasta aquí se ha hablado de historia social, pero ¿qué se puede entender por tal cosa? La respuesta puede resultar decepcionante: son distintos los significados que se han dado a esa noción. Las fronteras de esta forma de escribir historia nunca han sido nítidas y el éxito pudo llevar a soslayar su indefinición en sus mejores días (cuando los peores la pusieron de manifiesto). No es escurrir el bulto para evitar una caracterización de historia social. Lo que ocurre es que la indefinición y la polisemia son quizá inevitables ante la heterogeneidad implícita a la propia categoría de social, tanto si la entendemos como adjetivo que remite a sociedad como si la usamos en el sintagma con valor sustantivado de lo social. Excedería las posibilidades de este artículo y las capacidades de su autor elaborar una definición y crítica mínimamente decorosas de un enfoque tan rico, longevo y estudiado. Pero merece la pena detenerse un momento en esa misma pluralidad de formas de entender la historia social porque la encontraremos en el estudio reciente de la guerra civil de 1936 y porque nos servirá para aquilatar la pervivencia, utilidad y continua redefinición de ese variopinto enfoque.
Para empezar, atendiendo a su campo de estudio, por historia social se ha entendido varias cosas. Si vamos de lo más amplio a lo más concreto, puede concebirse con pretensiones holísticas: nada menos que las de reconstruir de modo integral las sociedades pasadas. Bajando un escalón las ambiciones, cabe considerarla un dominio de la historia cuyos objetos —procesos y estructuras, relaciones, grupos, identidades, movimientos— remitirían a lo social, entendido como un ámbito específico diferenciado de lo político, lo económico o lo cultural. Por último, en una versión minorada, sería una historia dedicada a determinadas dimensiones de esas sociedades, como las relaciones entre grupos sociales, el impacto sobre la población de los grandes procesos históricos —industrialización, imperialismo, etc.—, las formas de conflicto y movilización sociales, la historia urbana o los modos de vida, trabajo, sociabilidad y cotidianidad de la gente común. Por su parte, desde un punto de vista metodológico, sería el estudio y escritura del pasado que se acercan a los instrumentos analíticos de las ciencias sociales y cuyo punto de partida es la primacía de la determinación social de los eventos y procesos históricos.
Recogiendo en parte esos dos planos, a menudo es entendida asimismo con la imagen de historia desde abajo. El primero en usarla fue Lucien Febvre cuando, allá por 1932, reivindicaba una «historia de masas y no de grandes figuras; historia vista desde abajo y no desde arriba»[12]. Aunque ha llovido mucho desde entonces, la imagen del cofundador de Annales goza aún de buena prensa y apuntaba e inspiró el contenido que le darían durante décadas, entre otros, los propios annalistes y los marxistas británicos. Una historia que prioriza no los grandes actores y procesos de la gran política, sino los actores colectivos y los grupos subalternos, con sus intereses, experiencias, movilizaciones y prácticas de rechazo o aceptación de los sistemas políticos y órdenes sociales. Desde luego, historia desde abajo e historia social no son necesariamente lo mismo. En la definición más estricta de su variante francesa, la clave de la historia social sería no tanto el estudio de los actores subalternos, cuanto una historia de los grandes procesos sociales que incluye medir y cuantificar. Y a eso habría que añadir que hasta dónde dilatamos los márgenes de la historia social ha variado con el tiempo. Hoy resultan menos frecuentes las versiones más totalizadoras y mecanicistas, se problematiza más la determinación material y se presta menos atención a lo macro y más a los espacios y lógicas micro y a la agencia de grupos e individuos. Además, su delimitación se ha visto profundamente influida por su contacto con otras formas de hacer historia y han surgido corrientes híbridas como la historia social de la política y la sociohistoria. Y sobre todo se ha fraguado una «nueva historia social» que tiene mucho de historia sociocultural y que se ha abierto decididamente al interés por cómo las gentes del pasado construyeron culturalmente sus identidades, acciones, experiencias y contextos políticos y sociales[13].
Lejos, por tanto, de poder llegar a un acuerdo sobre lo que es la historia social, para lo que aquí interesa es posible situarse en un doble punto de partida más modesto. Por un lado, dar cuenta de hasta qué punto esa pluralidad de formas de entenderla se refleja y ha evolucionado en el estudio de la guerra civil española. La idea de fondo es que esas definiciones dispares, y que nos identifiquemos con ellas más o menos en distintos momentos, constituyen ya de por sí un hecho historiográfico digno de atención. Y, por otro lado, cabe buscar al menos algunas zonas de confluencia entre las diferentes nociones de historia social. Ese mínimo común denominador consistiría en una combinación de tres elementos: determinación socioeconómica más o menos minorada; atención a cómo los grandes acontecimientos y fenómenos históricos afectaron a la mayoría de la población, y preferencia por una mirada desde abajo que privilegie las condiciones materiales de existencia, movilizaciones y experiencias de los grupos subalternos, incluyendo los modos como se construyen y definen esas prácticas y vivencias.
Si regresamos a la bibliografía del nuevo siglo sobre la guerra del 36, las cosas ya no eran lo que habían sido. Desde la década de 1970, al primer registro historiográfico sobre esa contienda, creado por historiadores hispanistas y basado en el primado de la política y los grandes hechos y personajes, se le había sumado una historia social de esa guerra que ocupó una parte importante de la escritura histórica de la guerra durante las décadas de 1970, 1980 y 1990. Aunque en general respondía a las nociones más clásicas de historia social, en realidad englobaba distintos niveles de ambición y reflexión conceptual y desde los años noventa fue abriéndose a la influencia del utillaje cultural. Eso enriqueció sus miradas y resultados. Sin embargo, ya desde finales del siglo pasado, esa renovación derivó en una auténtica redefinición del enfoque que a la postre le hizo perder presencia y potencia explicativa a la hora de estudiar la guerra civil. La primera década de esta centuria no haría sino confirmarlo[14].
Nada de eso significa que no hubiera historia social de la guerra en el primer tramo del xxi. Para empezar, su primer decenio alumbró investigaciones de calidad sobre temas más o menos clásicos de este enfoque. Se trataba, sobre todo, como había ocurrido hasta entonces, de trabajos sobre la zona republicana, y ahí tienen cabida los que abordaron cuestiones como las colectividades, los órganos de poder revolucionario o las penurias de la población civil. Empezaron a aparecer también, y eso ha sido un cambio de tendencia, estudios sobre la otra zona que no atendieran solo a la construcción política de la dictadura y la represión, o que las integraran junto a la situación y respuestas de la población. Los hubo también que, al tratar de la violencia en una u otra retaguardia, trataron de problematizar la perspectiva desde arriba e indagar en su relación con los conflictos previos o la dialéctica entre móviles políticos y dinámicas intracomunitarias. Cabe encontrarlos también que rescatan las experiencias de grupos antes menos o nada visibilizados, como las mujeres y los niños. Y los hay muy numerosos que relatan la guerra desde abajo al recoger testimonios orales, al descender a marcos locales o al seguir vidas particulares[15]. O que hacen las tres cosas a la vez y con grandes resultados, caso de sendos libros sobre la guerrilla antifranquista en guerra y posguerra y de otros dos extraordinarios ejercicios de historia social y microhistoria sobre el ámbito riojano[16].
A ellos se suman una serie de títulos que apostaban por una renovación de la historia social que implicaba atender a distintos elementos culturales, como los símbolos, ritos e identidades, y a la definición y construcción de la realidad. Una monografía se presentaba señalando que partía de la historia social, pero que buscaba superar algunas de sus lagunas centrándose en «la interrelación y complementariedad de las esferas de la cultural, el espacio, la protesta y la represión». Otra, una de las mejores de esos años, abordaba las formas de enfrentamiento y acción colectiva en 1936 atendiendo a los procesos de interpretación cultural y «construcción social» de la realidad, entre ellos la movilización de símbolos, rituales e identidades enfrentadas[17]. Por su parte, un volumen colectivo editado en inglés arrancaba señalando que había que saludar que la investigación se aleje «del antiguo marco hacia una redirección cultural-antropológica, lingüística y espacial», y otro combina la historia cultural y una cierta historia desde abajo a través del énfasis en los relatos memorialísticos, el lenguaje y los símbolos[18]. Por último, dos autores influidos por el giro cultural y la perspectiva de una historia postsocial aportan un análisis de la destrucción de la democracia republicana en 1936 que privilegia el estudio del lenguaje, sus significados y usos en la cultura política y los sentidos que los españoles daban a lo que hacían y vivían. Su obra sugiere que, en lugar de considerar la guerra desde la historia social y sus condicionantes estructurales, hay que hacerlo desde el paradigma de la ciudadanía y sus lógicas de reconocimiento[19].
Lo que se estaba produciendo era una indudable renovación de la historia social de la guerra civil, que le permitió dar un crucial salto cualitativo[20]. Eso significaba ir más allá de los temas, intereses y arsenal conceptual de las décadas anteriores y ampliar sus horizontes a otros objetos. Y consistía en extender el foco a la manera en cómo influyen en las prácticas de la gente tanto las oportunidades y recursos organizativos de que pueden disponer como los mecanismos a través de los cuales definen, interpretan e intervienen en el mundo que les rodea. Se puede afirmar así que la historia social no era ya lo que había sido porque había incorporado nuevos tonos e instrumentos. No obstante, también dejaba de ser lo que fue porque a la vez experimentaba un cierto reflujo. Si retomamos la idea del mínimo común denominador, esta renovación implicaba que buena parte de los elementos de ese tronco común se difuminaran y que tuvieran un menor papel en la escritura histórica de la guerra[21].
De esta evolución pueden ser exponentes algunas obras de referencia aparecidas en torno al septuagésimo aniversario del inicio y del final de la contienda o algunos años después. Toda generalización es abusiva, pero puede observarse la inclusión de las dimensiones culturales en un sentido amplio y un retraimiento de las socioeconómicas en buena parte de las síntesis del conflicto editadas en esos años[22]. Cabe asimismo identificar esa evolución en los mejores dosieres sobre la guerra del primer tramo del siglo xxi. En ellos, ocupan un papel importante las formas de movilización social, política y militar, tanto en los frentes como en las retaguardias, se trate de sostener el esfuerzo bélico o de generar la violencia. Pero no es menor la atención que reciben la construcción de las identidades, las culturas de guerra o los despliegues retóricos y simbólicos que les daban forma. A cambio, no solo se diluyen los anteriores bloques dominantes y orígenes «remotos y próximos». Resultan también menos asiduos que antes la inserción de la guerra en el medio y largo plazo de los grandes procesos y crisis políticas y sociales, los conflictos en clave de clases sociales o las condiciones materiales[23].
A medio y largo plazo, el cambio de rumbo fue muy significativo. Después de haber disfrutado de un indudable protagonismo, y a la par que se abría a las propuestas y modos de la historia cultural, la historia social pareció replegarse hacia posiciones de retaguardia en el estudio de la guerra del 36. Eso sí, no fue un repentino giro copernicano o un abandono súbito. Tampoco se produjo de manera azarosa ni solo como resultado de los límites propios del enfoque. Límites tenía, sobre todo si se usaban las versiones más pétreas del enfoque: las que utilizaban esquemas más deterministas, reificaban las relaciones e identidades sociales, limitaban su interés por los grupos subalternos al movimiento obrero (y este a sus organizaciones y cuadros) o consideraban como epifenómenos las mediaciones culturales entre la estructura y la acción de los individuos y grupos estudiados. Sin embargo, si se reveló frágil, fue también por una combinación de factores de distinto rango.
Para empezar, entraban en juego las condiciones de estudio de la contienda. Por un lado, razones puramente biológicas. Una parte de la historia social de la guerra se había hecho usando la historia oral. Como escribió el gran referente que fue R. Fraser, era una manera óptima de relatar una historia desde abajo, la de la gente y experiencias corrientes que no suelen aparecer en otras fuentes[24]. Pero entrado el siglo xxi, resulta cada vez más difícil encontrar testimonios relevantes. Por otro lado, la preeminencia del enfoque social en el estudio de los años 36-39 había sido intensa pero breve. Dictadura franquista mediante, la historia social llegó a este país más tarde que a otros, casi cuando fuera empezaba a hablarse de su crisis, y solo pudo echar raíces en el estudio de la guerra civil acabada la dictadura. Así que es posible que no tuviera tiempo suficiente, antes de experimentar su reflujo, para generar más y mejores resultados.
En segundo lugar, y contra lo que pudiera parecer, el conflicto armado que arrancó en 1936 no es por fuerza el terreno más propicio para cultivar la historia social. ¿Por qué? Qué duda cabe que afectó e implicó a todo el cuerpo social, albergó movilizaciones masivas, trastocó identidades y relaciones sociales y provocó cambios y experiencias novedosas de todo tipo. Por si fuera poco, presenció un breve pero intenso proceso revolucionario en la zona republicana, que no por casualidad fue uno de los objetos de estudio privilegiados por los primeros historiadores sociales de la guerra[25]. Sin embargo, todo eso puede quedar contrapesado por otros factores. Esos menos de tres años de conflicto contemplaron también un sinfín de acontecimientos políticos y bélicos y se multiplican los responsables políticos y militares que saltan a las fuentes y relatos sobre aquella coyuntura. Ese fue el núcleo de la configuración de un primer registro historiográfico sobre la contienda, pero nunca ha dejado de nutrir una historia desde arriba que tiende a relegar a un segundo plano a los actores colectivos.
Pero, además de intenso, fue un periodo muy breve y el corto plazo no siempre se adapta bien a algunos de los amplios procesos sociales y culturales que estudia buena parte de la historia social. Quizá el mejor ejemplo es el de las hondas transformaciones experimentadas en los grandes ámbitos urbanos que, al menos desde el tramo final del siglo xix, produjeron la progresiva gestación de una modernidad urbana. Poniendo el foco en esos cambios, y partiendo de la historia social pero adquiriendo trazos de historia urbana, una serie de investigadores están estudiando la relación entre la segregación social en el espacio y nuevas realidades: el surgimiento de formas inéditas de movilización social e identidades políticas; las primeras manifestaciones de una sociedad de consumo; o los efectos disruptivos y desórdenes que esa nueva ciudad tuvo sobre las formas de vida, los sentidos que sus habitantes daban a su mundo, el orden de género y la sexualidad. Lo significativo aquí es que, en la mayor parte de los casos, su marco cronológico llega justamente hasta el umbral de la guerra civil y no se franquea[26]. La bibliografía reciente proporciona muchos botones de muestra. Bastaría, por ejemplo, con repasar los números publicados en lo que llevamos de siglo por Historia Social, la revista de referencia en este campo. Buena parte de los dosieres sobre temas de amplio recorrido en la España contemporánea se detienen poco o nada en la guerra civil y en no pocos casos llegan también hasta sus puertas o incluso la saltan y continúan tras ella[27].
Ahora bien, junto a esos factores, hay otros de mayor profundidad y recorrido que cabría englobar en el marco de la ya aludida «crisis de la historia social». Para resumir en pocas líneas algo que ha hecho correr ríos de tinta, si hasta la década de 1970 la historia social parecía estar en auge irresistible y aspiraba a construir en torno a ella una ciencia social histórica, desde entonces surgieron muestras de insatisfacción hacia su utillaje conceptual y sus pretensiones holísticas. Desde dentro de la profesión, se le reprochó haber dejado fuera del análisis la gran política, la narración y a los sujetos. Desde fuera, el giro lingüístico recusó sus aporías, criterios de causalidad materialistas y su confianza cientifista en aprehender y reflejar la realidad. Es en ese marco en el que se producía un desplazamiento de intereses y sensibilidades hacia una nueva historia cultural que prioriza la interpretación sobre la explicación; que antepone el lenguaje, los rituales y símbolos o la construcción de identidades a lo material. En realidad, los reproches no siempre eran fundados porque historia social no había solo una sino varias, no todas igualmente reas de esas culpas, y tampoco fue estática sino a menudo abierta al cambio. De hecho, su renovación en general, y su apertura a la «cultura» en particular, surgieron desde muy pronto y en su propio seno, y esa renovación la enriqueció de forma muy notable. Sea como fuere, el acercamiento entre los enfoques social y cultural acabó creando algo con bastante más de lo segundo que de lo primero y la apertura de la historia social derivó en un cierto desdibujamiento. Cuando un autor británico hacía a principios de este siglo un balance de la historiografía de las cuatro décadas anteriores, encontraba que el rasgo más definidor era, «de manera destacada, el inmenso cambio tectónico desde la historia social hacia la historia cultural». Una historiadora española es más contundente: la historia cultural se ha convertido en «el eje rector en la disciplina histórica» occidental, en parte por «esa especie de mecanismo de fagocitación de lo social», obsesivamente imparable, que lleva implícito el giro cultural[28].
Dicho lo cual, no parece adecuado circunscribirlo todo al ámbito de la disciplina. Similares desplazamientos de intereses se encuentran en otras ciencias sociales. En mayor o menor medida alcanza a todas un interés por la cultura entendida en un sentido amplio como el conjunto de procesos sociales mediante los cuales los individuos producen y reproducen significados sobre sí mismos y el mundo. Claro que, al mismo tiempo, se reduce o contesta el peso explicativo dado a los contextos, relaciones y condicionamientos de tipo socioeconómico. Por debajo, aunque esto suponga reciclar metáforas clásicas, parece haber factores que irían más allá del ámbito erudito. Afirmar esto supone relativizar la autonomía de los campos académicos a la hora de producir actitudes, conceptos y marcos teóricos y sugerir que están influidos por lo que sucede en el mundo en el que operan. De modo que estaríamos dando cuenta del declive de la historia social echando mano del tipo de explicaciones que la crítica le ha reprochado. Además, determinar cómo y qué elementos socioeconómicos, políticos o culturales externos a la historiografía influyen en ella dista de estar claro e incluye un cierto grado de especulación. En el mejor de los casos caben explicaciones, por decirlo en los términos de la filosofía de las ciencias sociales, que cumplan la condición mínima de implicar de manera lógica los explananda. Es decir, que muestran el tipo de mecanismo que podría explicar un hecho[29].
Si hacemos algo así, nos encontramos con que la renovación y relativa dilución de la historia social han sido asociadas a una constelación de grandes transformaciones producidas durante el último tercio del siglo xx. La gestación y edad dorada de la historia social se producía en las décadas centrales del Novecientos en Occidente. Es decir, en un contexto de entrada e integración de las masas en la política de los Estados, centralidad del conflicto capital-trabajo, percepción del movimiento obrero como gran agente de cambio social y confianza entre la izquierda en el materialismo histórico y en las posibilidades de transformación a través de la política. Mientras tanto, los decenios finales del siglo crearían un mundo al que se supone que se adaptaba peor. Son varios los elementos que han sido destacados en ese sentido. La reestructuración global del capitalismo tardío, que incluía la transición a una economía posfordista y especulativa, procesos de reconversión industrial, diversificación, estetización del consumo y colonización de la cultura, habría contribuido a crear lógicas culturales e identidades marcadas por la diversidad, la fragmentación, la fluidez rizomática y el desarraigo. La caída del Muro de Berlín y el colapso de la URSS habrían precipitado algo que ya venía de la década anterior: la crisis de las tradiciones y utopías socialistas, la derrota política del materialismo histórico y el bloqueo de la imaginación utópica. De la mano de lo anterior vendrían la aparente disolución del papel económico, identidad y protagonismo político de la clase obrera, el actor colectivo por antonomasia de la historia social clásica. A cambio, era sustituida como sujeto de la historia reciente por la víctima —a la que se asocian no horizontes de transformación sociopolítica sino una subjetividad pasiva y búsqueda de reconocimiento conmemorativo—, cuando no por el descentramiento de todo sujeto. Algún autor sugiere que el periodo entre la década de 1970 y el 11-S de 2001 significó todo un «viraje histórico», una transición epocal cuyo resultado fue «un cambio radical de nuestros puntos de referencia generales y nuestro paisaje político e intelectual»[30]. Ese sería el marco político y epistémico con el que entraríamos en el siglo xxi. Un marco que se habría traducido en una crisis de la explicación social; en la «desconfianza ante los metarrelatos» que buscaran algún tipo de totalidad; en la sustitución de los ejes del poder unitario por una pluralidad de formaciones de poder/discurso, y en un nuevo modo de ver la historia que «relega a un segundo plano la noción de sociedad» que hasta la década de 1980 parecía ocupar la mesa de los historiadores[31].
Está claro que estos últimos no han reaccionado siempre del mismo modo a esas transformaciones que tanto nos han cambiado. En un extremo estarían quienes han tratado de seguir como si nada hubiera pasado y no se molestan en cuestionar categorías como «sociedad» y «lo social». En el otro se sitúan quienes proponen una historia postsocial que las supere en tanto que constructos y dispositivos totalizadores de la Modernidad e impugnan las pretensiones objetivistas y representacionales de la historia y las ciencias sociales[32]. Y en medio cabría encontrar una amplia panoplia de actitudes y respuestas, que irían desde aceptar la hibridación entre la historia social y cultural hasta la apuesta reflexiva por desreificar aquellas dos categorías y reensamblar lo social, en la línea de teóricos y científicos sociales, como Peter Wagner, Judith Butler y Bruno Latour, o como el historiador William Sewell[33]. Podrían parecer cuestiones ajenas al día a día de la investigación. Pero tal vez no lo sea tanto aceptar la historicidad de nuestras prácticas, también la tendencia a ese mestizaje entre diferentes enfoques (como el social y cultural). Podría ser que las distintas formas de concebir lo social tengan implicaciones en nuestras formas de dirigirnos al pasado. Una de esas implicaciones sería ver todo proyecto de cambio social sustantivo como mera imposición retórica y un potencial peligro totalitario[34]. Otra, como han sugerido estudiosos de la guerra civil de 1936, sería la gran diferencia que hay entre cómo se contemplaba la guerra hace unas décadas, con una mirada vinculada aún a horizontes futuros optimistas, y la descreída y a menudo fúnebre de nuestros días[35].
Preguntados sobre si lo social se había disuelto en la historia, varios representantes del contemporaneísmo español ofrecían balances sobre las posibilidades actuales de la historia social. Entre otros, para uno no hay disolución de lo social, sino su «dilatación» enriquecedora. Otro consideraba que el fruto del acercamiento de la historia social y cultural era que ambas perdían parte de su identidad y a cambio ganaban influencia en la historia en general. Mientras tanto, un tercero concluía que, dado que en última instancia todo es social, la historia con ese adjetivo no tiene otro sentido que el de una definición restrictiva en oposición a la historia política, o una etiqueta identificativa que nos sitúa en una reconfortante genealogía[36].
Ahora bien, la escritura del pasado participa de la historicidad de cualquier artefacto cultural y no está claro que la historia social haya perdido todo su sentido. Al contrario, cabría añadir que se están produciendo nuevos deslizamientos epistemológicos que, a su vez, están ligados a las nuevas coordenadas extraintelectuales que jalonan la crisis de 2008, la agudización de las diferencias económicas y sociales o la precarización de las condiciones laborales y vitales. Todo eso no quiere decir que se vayan a revertir las lógicas políticas y culturales que nos cambiaron ni que deba o pueda regresar la historia social a la manera clásica. Pero hay signos de apertura de otros caminos que pueden traducir una cierta reemergencia de la crítica social y material: por ejemplo, la aparente bajamar del giro lingüístico o la relativa recuperación de temas y enfoques más o menos orillados, entre ellos lo que ya se ha denominado «giro material»[37].
La literatura de la última década sobre la guerra civil también registra nuevas rutas en esa dirección. Quizá estamos demasiado cerca de lo que sucede y nos falta perspectiva para evaluar su recorrido. No obstante, algunos indicios sugieren un escenario no tan pesimista como el que pudiéramos apuntarse hace solo unos años. El principal de esos indicios es que, aunque hay una obvia continuidad con líneas de trabajo anteriores, parece darse un cierto cambio de tendencia, en paralelo a la crisis económica, a comienzos de la década de 2010.
En 2013 coincidía que eran publicados varios trabajos importantes. En una monografía, significativamente titulada Franquismo a ras de suelo, un autor ofrecía una panorámica de los apoyos sociales y actitudes de la población durante la dictadura, que arrancaba desde 1936 y subrayaba las heterogéneas y cambiantes respuestas de los españoles de a pie (colaboración, indiferencia, resignación…). Un volumen colectivo se ubicaba en igual ámbito temático, solo que sus contribuciones aumentaban la paleta de actitudes y prácticas alternativas: añadían el miedo y la victimización, los marcos geográficos, la gama de fuentes y el diálogo con otras áreas de conocimiento. Otra obra coral ofrecía una mirada sobre cómo historiar las experiencias y agencia de sujetos subalternos, como campesinos, mujeres y menores, que de nuevo se situaba en el periodo dictatorial, pero partiendo de la guerra. Por último, una monografía en inglés dirigía la investigación a los cientos de miles de soldados anónimos movilizados por conscripción en ambas retaguardias para explorar no solo sus vidas y penurias, sino también cómo percibieron la movilización[38].
En los cuatro libros se encuentran condensados buena parte de los rasgos que definen a esa nueva bibliografía. Un primer rasgo es que la mayor parte de quienes participan de ella pertenecen a una nueva generación de historiadores que, además, suelen provenir de la periferia peninsular. Una generación golpeada por la crisis y la precarización del medio laboral universitario, que pudo socializarse políticamente en el asociacionismo por la memoria, el 15-M o las movilizaciones feministas y que puede estar lo suficientemente alejada de la primera historia social de la guerra como para identificarse con otras sensibilidades. En segundo lugar, el interés ha basculado de una retaguardia a otra. Hasta el cambio de siglo, la historia social de la guerra tenía la zona republicana como escenario predilecto, probablemente por la búsqueda implícita de genealogías identitarias. Ahora las miradas se dirigen sobre todo a la zona franquista y a los orígenes sociales de la dictadura. En tercer lugar, el enfoque es el de una historia desde abajo que trata de acercarse a las y los españoles de a pie, a menudo a los de grupos subalternos. Pero ese enfoque no se contenta con mostrar las duras condiciones de vida y formas de violencia sufridas. Indaga, además, en la variedad de actitudes de las gentes, en cómo experimentaron e intervinieron en sus vivencias y, en definitiva, en su agencia. En cuarto lugar, los marcos temáticos son aquellos en los que se puede seguir el rastro de prácticas cotidianas que no habían sido objeto de atención antes y que permiten reconstruir la vida diaria, relaciones, actitudes, experiencias e imaginarios de la mayoría de la población.
Entre esos ámbitos temáticos estarían la conflictividad, la vida cotidiana, la movilización femenina o la violencia en la zona republicana[39]. Pero ya decíamos que la mayoría se refieren a la zona franquista y los inicios de la posguerra. Y esto último no es asunto baladí, porque remite a lo artificial que puede ser aislar guerra civil y dictadura, dado que la segunda nace y se constituye en la primera. Una sólida propuesta de análisis implica además que no solo no hay cesura, sino que la guerra duró hasta principios de los años cincuenta, aunque ya no como guerra convencional, sino como guerra irregular[40]. De este modo, guerra y posguerra se fundirían en muchos sentidos y esa idea arroja nueva luz a muchos de los ámbitos de trabajo que están creciendo con grandes resultados regados por la historia desde abajo.
Nos encontramos ahí la veta de estudio sobre las mujeres y sus violencias sexuadas, experiencias, formas de movilización y agencia específicas, que ahora ha ampliado los objetos de estudio y el diálogo con otras historiografías[41]. Hallaríamos también lúcidas miradas al control social en guerra y posguerra, entendido en relación dialéctica con las formas de violencia, ocupación y colaboración con el régimen de Franco[42]. Veríamos asimismo que uno de los temas estrella es el de la violencia de guerra y posguerra, sobre el que no parece exagerado decir que se está haciendo una auténtica historia en clave social y desde abajo. Es mucho lo que se está conociendo sobre sus rostros, ya no solo las víctimas, sino también sus victimarios. Destaca el interés por explorar las heterogéneas lógicas y dinámicas que estaban tras las prácticas violentas, desde las que las nutrían mediante la colaboración y la denuncia hasta los intentos de resistirse a ellas. Dos de las líneas de trabajo han consistido en entender la participación ciudadana como parte de una constante interacción con otros grupos y sobre todo con el Estado, y en subrayar el papel que tuvo la violencia en la quiebra y reconstrucción de las comunidades locales de posguerra[43].
Está igualmente la ya citada cuestión de los apoyos sociales al franquismo, de las diferentes actitudes hacia él y de las formas de resistencia al mismo régimen. La idea de partida era que el franquismo no se pudo constituir solo sobre el miedo, sino que una parte de la población colaboró en su construcción desde abajo. A partir de ahí, la investigación reciente ha perfilado mejor las experiencias, intereses y valores que podían llevar a fidelizarse con la Victoria. Se han identificado las muchas y cambiantes actitudes individuales y colectivas de quienes vivieron bajo la dictadura, que a su vez podían obedecer a múltiples factores[44]. A ello se añade la ya muy sólida investigación sobre las resistencias cotidianas y protestas anónimas, presentadas explícitamente como una historia «desde abajo» que persigue la agenda de los actores subalternos y reconstruye lo que esas prácticas tenían de estrategias conscientes para eludir la violencia, el hambre o la exclusión[45]. Y para acabar esta nómina, está asimismo la nueva historia militar del conflicto. Esa sólida línea de investigación, que supone adaptar al caso español los mejores desarrollos de los war studies, supone ir más allá de las dimensiones estrictamente militares y políticas del hecho bélico, entenderlo como un hecho social y cultural y descender a pie de trinchera para explorar la experiencia de los combatientes y sus relaciones con los civiles. Se trata de no verlos ya como meras máquinas de matar o seres atenazados por el terror. El énfasis se pone en cómo respondieron a las condiciones de guerra y se aseguró su movilización, en sus más o menos precarios espacios de agencia individual y colectiva y en los marcos culturales a través de los que daban significados al sinsentido de la guerra[46].
Y esto, como en la canción del grupo barcelonés Facto Delafé, no se para. Lo que llevamos de esta tercera década de siglo no ha dejado de generar publicaciones de ese tenor. Algunas cultivan con buenos frutos más de uno de esos ámbitos temáticos, como el militar, las vivencias y movilizaciones en retaguardia y el género, o la guerra y las estrategias de supervivencia[47]. Las hay que buscan una historia a ras de suelo a través de las terribles condiciones materiales, incluidos el trabajo forzado y la hambruna de los años de la inmediata posguerra, o perfilando historias concretas vinculadas a objetos[48]. Han aparecido apuestas por seguir el rastro de «los nadies», de los peatones de la guerra, para construir la historia a través de sus historias[49]. No falta la que, estudiando las prácticas denunciatorias y el control social en el Madrid de guerra y posguerra, acomete expresamente las complejidades de «una historia social de la violencia»[50]. Una no solo lleva la etiqueta historia social al título, sino que propone la «necesidad metodológica» de transitar los caminos de una historia social renovada que aúne lo material y cultural para conocer la guerra y la posguerra[51].
No todos los ejemplos apuntados son en puridad ejercicios de historia social, o no solo ni principalmente. Desde luego no lo son desde una noción del concepto que implique cuantificar los procesos estudiados. E incluso desde otras más laxas, es posible que sus autores y autoras no se reconozcan como historiadores sociales y en no pocos casos parecen acercarse más a la nueva historia política o a cierta historia cultural. Ahora bien, incluyen en mayor o medida los elementos de ese mínimo común denominador que hemos adjudicado a la historia social. Y en conjunto permiten sugerir que reconocerse en ella ya no es solo una etiqueta. Como permite pensarlo otro trabajo, este dedicado a indagar en primera persona en la práctica de las y los historiadores del periodo[52], tal vez haya además algo de respuesta ideológica y generacional. Una respuesta a una historia de la guerra en la que parecería difuminarse desde finales del siglo xx su rostro social, y que se inscribe en una línea discontinua que conecta con una de las grandes tradiciones historiográficas de ese siglo, que a su vez contribuye a redefinir.
La guerra, escribe Juan Eduardo Zúñiga en uno de sus relatos sobre el Madrid bélico, sacó a un sinfín de personas de su «historia anónima»; por ejemplo, poniendo un fusil en sus manos, y las llevó a «ser protagonistas de un episodio excepcionalmente grave en la crónica del país»[53]. En este texto, nos hemos acercado a cómo tratamos de explicarlo desde el futuro las y los historiadores, sobre todo cuando intentamos ir más allá de los grandes acontecimientos y personajes e indagar en el protagonismo de los peatones anónimos de la historia.
Este artículo ha argumentado que existe una historia social de esa guerra civil y que es una manera todavía útil de estudiar y relatar aquella contienda. El recorrido que hemos llevado a cabo en estas páginas puede condensarse en cuatro conclusiones. En primer lugar, la historia social de ese conflicto bélico ya no es lo que era o fue. Después de haber desempeñado un papel principal, ese modo de historiar la guerra entró en el siglo xxi en un proceso de transformación que lo enriqueció, pero al mismo tiempo lo desdibujó e hizo replegarse. En segundo lugar, si dejó de ser lo que había sido, no era porque quedara cautiva y desarmada. El cambio obedecía tanto a las costuras del propio enfoque como a una compleja urdimbre de mutaciones y desplazamientos que ocurrieron en el campo historiográfico y, en general, en el mundo del cambio de milenio. En tercer lugar, los últimos años presentan indicios de que una nueva generación dirige de nuevo los ojos, aunque sea con otras miradas, hacia algunos de los rasgos que suelen asociarse a la historia social o a la historia desde abajo para desde ahí estudiar la guerra y los orígenes del franquismo. Y, en cuarto lugar, eso permitiría sugerir que, con o sin esa etiqueta, la historia social no es ya historia, no es cosa pasada, sino que tiene presente y puede tener futuro. Eso no quiere decir que sea la perspectiva mayoritaria en la bibliografía actual sobre la guerra civil. Y aunque no se trata de erigir fronteras que compartimenten el conocimiento sobre ese periodo, tampoco hay que extender acríticamente el calificativo social a historias que no lo son o que lo son solo en parte. Basta con constatar que es un enfoque presente y fértil en esa producción. Este texto reivindica su necesidad, en constante renovación, pero sin perder su mínimo común denominador, para estudiar contextos como la guerra civil y su posguerra.
De alguna manera, se confirma una vez más aquello de que la historia no está nunca escrita de una vez por todas y que la producción de conocimiento histórico no es un mero proceso acumulativo de datos y erudición que camine en línea recta. Como intuyó John Berger en Modos de ver, «la historia constituye siempre la relación entre un presente y su pasado»[54]. Precisamente la rotunda crítica postmoderna a la historia social ha hecho que ya no lo podamos soslayar. En el ejercicio interminable de su escritura, entran en juego nuevas fuentes y evidencias. Pero lo hacen también las distintas preguntas, sensibilidades, tendencias y marcos conceptuales que va aportando cada generación y que de un modo u otro se vinculan a las coordenadas políticas, sociales y culturales del cambiante mundo que pisamos cada día camino de los archivos, bibliotecas, aulas y congresos[55]. Y como también es obvio, cada enfoque privilegia determinadas dimensiones y a cambio desatiende o reprime otras. En esa constante dinámica pendular, los temas emergen y se retiran sin solución de continuidad, nuestros modos de ver el pasado mutan y ninguna parte del puzle puede completarse definitivamente.
La historia de la guerra civil tiene ya poco de aquel viejo relato de grandes personajes. Si volvemos a los términos de Brecht y Alexiévich, en ella ocupan un papel indiscutible los pueblos y clases populares y las experiencias de las mujeres, y habría que añadir los mecanismos de construcción cultural y representación de esas categorías y experiencias. Pero la guerra así vista, a ras de suelo, es todavía menos conocida que la de los grandes dirigentes, organizaciones e hitos políticos, la de los mandos y ofensivas militares y las cancillerías internacionales. Esta afirmación no hace justicia al conjunto de monografías especializadas y artículos en revistas indexadas. Pero no chirría tanto referida a parte de los manuales y obras generales sobre el periodo. Es discutible hasta qué punto la guerra desde abajo ha conseguido colarse junto a la guerra desde arriba en la mayoría de los productos editoriales y audiovisuales de divulgación. Y qué decir sobre cómo se enseña en la educación primaria y secundaria, lastrada por inercias al cambio curricular y por las «impregnaciones del franquismo»[56]. De modo que existe ahí un margen de actuación que nos interpela. Parece aconsejable, entre otras cosas, para que lo que escribimos sobre aquel periodo pueda dialogar mejor con otros relatos: los que han legado la literatura, la pintura o la fotografía, los que pueblan los medios de comunicación y el ciberespacio, los que propone la bibliografía no académica y los que proceden de la transmisión del recuerdo en el espacio familiar. Otros relatos que a veces resultan más tangibles porque hablan del barro, privaciones y dolor, de pasiones, odios, «héroes de mala gana» y solidaridad[57].
Como balance, es exagerado afirmar que, con su renovación, diversidad de fórmulas y pluralismo metodológico, «hemos ganado la batalla de la historia social»[58]. Pero la situación está lejos de ser la peor. Que no haya una historia fuertemente centrada, como pudo serlo la historia social, puede estar generando nuevas oportunidades. La propia voluntad de combinar enfoques y despojarse de etiquetas refleja las coordenadas de nuestro tiempo. Es por tanto un producto histórico en sí misma, pero a su vez permite mirar a los márgenes, abrirse a mestizajes y explorar otros caminos y objetos de estudio. Quizá apostar por un cierto eclecticismo no sea una conclusión muy sofisticada. Pero, a la espera de que surja o armemos un enfoque mejor, no son más convincentes las alternativas: dar marcha atrás al reloj, como si nada hubiera cambiado; o correr más que los propios cambios y abandonar toda pretensión de poder historiar de manera significativa los grupos, relaciones y experiencias sociales del pasado. Aunque tampoco es decir gran cosa, mi subjetiva impresión es que los mejores resultados en el estudio de las décadas de 1930 y 1940 vienen todavía de ahí: de quienes retoman, complementan y problematizan, pero sin tirarlo por la borda, lo que un día se llamó historia desde abajo.
Concluimos así. Mi respuesta a la pregunta que da título al artículo es que sí. Siempre y cuando la renovación y el diálogo entre enfoques no impliquen contentarse con revoltijos banales, no son tan malos tiempos para esa vieja lírica: la del estudio con rostro social del pasado. Si además no perdemos de vista la historicidad de nuestras propias prácticas eruditas, empezando por los giros y búsquedas de nuevas rutas, entonces podremos incluir en nuestras indagaciones el modo en que esos relatos y quienes los elaboramos formamos parte de esa inextricable madeja sin cuenda de nudos y vínculos que es lo social (y hasta qué punto influimos a su vez en su producción). De modo que, lejos tanto de posturas fatalistas como de una ingenua celebración, tal vez no estemos en un mal escenario para seguir estudiando la guerra de 1936 y su tiempo desde esta forma de escribir historia. De hecho, es posible que la investigación sobre esa guerra y su posguerra sea parte importante, en este país, de la continua redefinición de ese enfoque que llamamos, con mayor o menor precisión, historia social.
[1] |
Bloch (1971: 57). |
[2] |
Brecht (1979: 88-89) y Aleksiévich (2015: 14). |
[3] |
Entre las primeras, véase Moradiellos (2003b); García (2006), y Casanova (2008a). El libro es Viñas y Blanco (2017). Entre las segundas, Casanova (1994) y (2008b); Rodríguez Barreira (2006, 2013b); Cenarro (2013), y Ealham (2016). |
[4] |
Ledesma (2017). |
[5] |
Casanova (1994). |
[6] |
Ugarte (1998: 44). |
[7] |
Seidman (2003: 16-19). |
[8] |
Ucelay-da Cal (2003: 143, 145, 154-155). |
[9] | |
[10] |
Prost y Winter (2004: 15-50). |
[11] |
Izquierdo Martín y Sánchez León (2000: 9, 46-47). Una parte de esa generación de historiadores sociales estudiaron precisamente la República y la guerra civil. |
[12] |
Delacroix (2010: 423). |
[13] |
Para los dos últimos párrafos, entre muchos otros, Dosse (1987: 95-160); Casanova (1991); Crossick (2000); Kocka (2002); Eley y Nield (2010); Delacroix et al. (2010), y Noiriel (2011). Lo de la «nueva historia social» en Davis (1991). |
[14] |
Ledesma (2017). |
[15] |
Por citar solo algunos, Prieto Borrego y Barranquero Texeira (2007); Sagués San José (2003); Godicheau (2004); Pozo González (2012); Sanz Hoya (2009); Cobo Romero (2004); Del Arco Blanco (2007); Font i Agulló (2001); Cenarro (2006); Gil Andrés (2006b, 2009); Ledesma (2003); Rodríguez López (2009, 2016); Sierra Blas (2009), y Prieto Borrego (2013). Un balance en Barranquero Texeira (2014). |
[16] | |
[17] |
Ealham (2005: 27) y Cruz (2006: 337). |
[18] |
Ealham y Richards (2010: 26) y Morcillo (2014). Véase también Núñez-Seixas (2006: 26), donde se indaga en «la dimensión social de los discursos y los imaginarios colectivos», sobre todo el de nación, y Viejo-Rose (2011). |
[19] |
Izquierdo Martín y Sánchez León (2006), reeditado y ampliado en Sánchez León e Izquierdo Martín (2017). |
[20] |
Íñiguez Campos (2014: 326), aunque no se describe esa renovación. |
[21] |
En un balance historiográfico de 2007, la historia social prácticamente no se menciona: Blanco (2007). |
[22] |
Véanse, por ejemplo, Ranzato (2006); Preston (2006); Casanova (2013), y Moradiellos (2016). En menor medida, Graham (2006) y Juliá (2006). |
[23] |
Moradiellos (2003a); García et al. (2006); González Calleja (2008), y Rodrigo (2009). La presencia de lo «social» se reduce notablemente en Viñas (2014). |
[24] |
Fraser (1979). |
[25] |
Una sólida revisión posterior en Casanova (1997). |
[26] |
Un balance y los entrecomillados, en Pallol Trigueros (2017), y ejemplos recientes de esa cronología en Otero Carvajal y Pallol Trigueros (2018); De Miguel Salanova y Valero Gómez (2021), y el magnífico Vorms (2022). Se adentran en la guerra Ealham (2005) y Oyón (2007). Para otro tema, Aresti (2001). |
[27] |
Ejemplos de ello son los dosieres sobre «Conflictividad rural» (2000); «Uso y disputa de los recursos comunales» (2000); «La construcción de las comunidades imaginarias» (2001); «La mercantilización del ocio» (2001); «Cultura y tradición en el País Vasco» (2002); «Orden, violencia y Estado» (2005); «Culturas políticas y feminismos» (2010); «Sindicalismo, territorio, oficio e industria» (2010); «El asociacionismo emigrante español, siglos xix-xx» (2011); «Asociacionismos, conflicto y representatividad» (2012); «Ciudades, salud y alimentación en España (siglos xix-xx)» (2014); «Espacios de acceso y difusión de la cultura para las mujeres (siglos xviii, xix y xx)» (2015); «El mundo rural español del siglo xx en tres claves» (2016); «Imágenes sobre el pueblo gitano» (2019); «Sociabilidades y espacios de construcción de la ciudadanía» (2019); «Campesinas. Mujeres en la historia contemporánea de España» (2021), y es muy fiel a su nombre «Después del 39» (2020). Se detienen en mayor o menor medida en la guerra los de «Historias individuales e historia social» (2004); «Género, religión y laicismo» (2005); «La definición social del espacio urbano» (2007); «Socialización política y educación» (2019); «Trabajo femenino y estrategias de subsistencia» (2019); «Años de anticomunismo» (2021); «Asociacionismo agrario y dictaduras» (2022), y «Comunidades en tensión, respuestas desde abajo» (2022). Y solo de forma central en «Represión política en la guerra y la posguerra española» (2002); «Cultura de guerra en la España del siglo xx» (2008); «Los apoyos sociales al franquismo en perspectiva comparada» (2011), y «Los niños de la guerra» (2013). |
[28] |
Ante una bibliografía desbordante, véanse en castellano, entre otros muchos, Casanova (1991); Eley (2008); Eley y Nield (2010); Pons y Serna (2013), y Erice (2020). Los entrecomillados en Eley (2008: 18) y Hernández Sandoica (2019: 52 y 55). |
[29] |
Elster (2010: 15). |
[30] |
Traverso (2019: 27). |
[31] |
Entrecomillados en Hebdige (1988: 181-182) y Traverso (2012: 19). Para el resto del párrafo, entre otros, Boltanski y Chiapello (2002); Harvey (1990); Jameson (1991); Bauman (2003); Cruz (2007), y Laval y Dardot (2015). |
[32] |
Cabrera y Santana Acuña (2006). |
[33] | |
[34] |
Traverso (2022). |
[35] |
Fernández Prieto et al. (2020). |
[36] |
Frías et al. (2020: 145-154, 169-176 y 187-198). |
[37] |
Incluso un autor que había sometido a crítica la historia social de E. P. Thompson y saludado con optimismo el giro cultural ha pasado a reconocer que se habían menospreciado las valencias sociales e incluso materiales que acompañaron a ese giro: Sewell (2011). |
[38] |
Por este orden, Hernández Burgos (2013); Del Arco Blanco et al. (2013); Rodríguez Barreira (2013a), y Matthews (2013). |
[39] |
Thomas (2014); Oviedo y Pérez-Olivares (2016); Valero Gómez y García Carrión (2018); Jiménez Herrera (2021), y Berger Mulattieri (2022). |
[40] |
Marco (2020). |
[41] |
Prada Rodríguez (2013); Langarita (2016); Mir y Cenarro (2021), y Prada Rodríguez (2017, 2022). |
[42] | |
[43] |
Entre otros, Anderson (2010); Gómez Bravo y Marco (2011); Casanova y Cenarro (2014); Gómez Bravo (2017); Payá López (2017), y Serém (2017), quien habla de «guerra de clases» y «apartheid social». |
[44] |
Cabana (2009); Cobo Romero y Del Arco (2011); Fernández Prieto y Artiaga (2014); Míguez Macho (2016); Anderson (2017), y Román Ruiz (2020). |
[45] |
Entre otros, Rodríguez Barreira (2008); Cabana (2013), y Murillo Aced (2013). |
[46] |
Por ejemplo, Matthews (2015); Alegre Lorenz et al. (2018); Alegre Lorenz (2018a) y (2108b); Alonso Ibarra (2019); Leira Castiñeira (2020); Muñoz Soro (2022), y desde la arqueología González Ruibal (2016). |
[47] |
Matthews (2019); Alcalde et al. (2021); Rodrigo (2022); Fernández Pasalodos (2022); Alegre Lorenz (2022), y Rodrigo (2023). |
[48] |
García Funes (2022); Del Arco Blanco (2020), y Cazorla Sánchez y Shubert (2022). |
[49] |
Leira Castiñeira (2022). |
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