RESUMEN

Este artículo aborda las relaciones, desde el final de la Guerra Civil española a la aprobación del Concordato y de los Pactos de Madrid, entre la Santa Sede y los católicos españoles que se habían manifestado previamente en favor del bando republicano. El estudio de la documentación del pontificado de Pío XII accesible en los archivos vaticanos y romanos, la consultada en archivos estadounidenses y la de algunos archivos de titularidad eclesiástica en España permite afrontar cuestiones como el funcionamiento, la dimensión y el alcance de la agencia diplomática desarrollada por la curia vaticana ante la España de Franco y la del exilio, la labor asistencial y espiritual entre los refugiados españoles o la actuación respecto los presos políticos y los sentenciados a muerte. La atención al gobierno multinivel de las diversas agencias pontificias que participaron en tales procesos permite constatar cómo la acción desarrollada por Montini mediante la Pontificia Commissione di Assistenza ai Profughi (PCA) y la sección de Secretaría de Estado encargada de velar por la agenda católica en los organismos internacionales se vio superada por el cariz de los informes presentados por los nuncios Cicognani y Roncalli o los subordinados de Domenico Tardini. Las medidas contra militantes y clérigos católicos opuestos al régimen de Franco contaron en la mayor parte de las ocasiones con la aceptación, más o menos entusiasta, de una Santa Sede más influida por los intereses de la Realpolitik que por los principios humanitarios o los postulados de su misión espiritual.

Palabras clave: Pío XII; República; católicos; refugiados; exiliados.

ABSTRACT

This article deals with the relations, from the end of the Spanish Civil War to the approval of the Concordat and the Madrid Pacts, between the Holy See and the Spanish Catholics who had previously manifested themselves in favour of the Republican side. The study of the documentation of the pontificate of Pius XII accessible in the Vatican and Roman archives, that consulted in American archives and that of some ecclesiastical archives in Spain, allows us to confront questions such as the functioning, dimension and scope of the diplomatic agency developed by the Vatican curia in the face of Franco’s Spain and the Spain of exile; its welfare and spiritual work among the Spanish refugees; or its actions regarding the situation of the political prisoners and the death sentences dictated by the regime. Attention to the multilevel government of the different pontifical agencies involved in the decision-making process shows how the action developed by Montini through the Pontificia Commissione di Assistenza ai Profughi (PCA) and the section of the Secretariat of State in charge of promoting Catholic agenda in international organizations, was surpassed by the nature of the reports presented by Nuncios Cicognani and Roncalli or the subordinates of Domenico Tardini. Most of the time, the measures taken against Catholic militants and clerics opposed to Franco were accepted, more or less enthusiastically, by a Holy See more influenced by the interests of Realpolitik than by the humanitarian principles or the postulates of its spiritual mission.

Keywords: Pius XII; Republic; Catholics; refugees; exiles.

Cómo citar este artículo / Citation: Rodríguez Lago, José Ramón (2024). En el nombre de Dios… y la República. Los católicos antifranquistas y la Santa Sede en la larga posguerra (1939-‍1953). Historia y Política, 51, 59-‍89. doi: https://doi.org/10.18042/hp.51.03

I. INTRODUCCIÓN. MÁS ALLÁ DE LA CRUZADA[Subir]

La paz no será durable ni verdadera si cada español, si todos los españoles no abrimos nuestros brazos de hermanos para estrechar contra nuestro pecho a todos nuestros hermanos. Y lo somos todos, amados diocesanos, los de uno y otro bando […]. Tenemos el deber de perdonar y de amar a los que han sido nuestros enemigos[2].

Las palabras firmadas por el cardenal primado Isidro Gomá en el verano de 1939 —inmediatamente censuradas por el régimen—[3] invocaban la necesidad de una reconciliación entre vencedores y vencidos. La victoria del bando sublevado tres años antes contra el Gobierno republicano inauguraba un nuevo tiempo plagado de incertidumbres. Sus defensores habían sido derrotados por las armas, pero el hacinamiento observable en las prisiones y en los campos de concentración improvisados por la Junta Militar y la presencia y la acción de un elevado e influyente contingente de exiliados en el extranjero se presentaban como acuciantes retos para garantizar un futuro en paz, también en el seno de la propia Iglesia.

Este artículo pretende abordar y dar respuesta a algunas cuestiones relevantes en torno a las relaciones establecidas entre la Iglesia católica y los republicanos españoles en una larga posguerra, condicionada primero por la evolución del frente bélico en la Segunda Guerra Mundial, luego por la incertidumbre inicial de la Europa posbélica y, finalmente, por la consolidación de las tesis de la Guerra Fría y la firma del Concordato[4]. Pese a la obsesiva propaganda de la «cruzada» que identificó la República con el comunismo ateo, ya en abril de 1931 el nuncio del Vaticano en Madrid, Federico Tedeschini, había informado a su amigo, el nuevo secretario de Estado, Eugenio Pacelli, que una parte del clero y de los católicos españoles se sentían más cercanos a la causa republicana que a las directrices de una jerarquía episcopal que consideraban distante de sus problemas diarios[5]. Guiado por la doctrina del accidentalismo y por su experiencia previa en la República de Weimar, Pacelli había sugerido un año antes un viraje progresivo que garantizase la acomodación eclesial ante un previsible régimen republicano[6]. Pese al ostentoso fracaso de aquel proyecto conciliador, las obras de Alfonso Botti[7]y la colectiva alentada hace algunos años por Feliciano Montero[8], entre otras[9], nos ofrecen muestras notables de esa otra iglesia que, más allá de la propaganda exhibida por los frentes del clericalismo y el anticlericalismo guerracivilista, luchó por establecer cauces de encuentro con la República.

El relato construido posteriormente por los vencedores marginó del discurso público tales cuestiones, aunque estos mostrasen en privado preocupación por su relevancia. El análisis de la documentación del pontificado de Pío XII, accesible ahora en los diversos archivos vaticanos y romanos[10], la consultada previamente en archivos estadounidenses[11] y la estudiada en algunos archivos de titularidad eclesiástica en España[12], permite afrontar algunas de esas cuestiones. ¿Hasta qué punto la existencia de aquellas posiciones conciliadoras mostradas previamente por una parte del clero y los católicos españoles perduraron tras la victoria franquista?, ¿de qué información dispuso y qué posición adoptó la Santa Sede frente a la hipótesis de una Tercera República?, ¿cuál fue su postura respecto a los clérigos que se habían significado en favor de las posiciones republicanas?, ¿cómo incidió en la España de Franco la agencia humanitaria extendida por la Santa Sede desde los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial?, ¿qué acciones desarrolló la Iglesia en favor de la reconciliación con la España de los vencidos?, ¿cuál fue su labor entre los presos y los sentenciados a muerte?, ¿qué iniciativas emprendió para el socorro humanitario y la asistencia espiritual de refugiados y exiliados españoles?

En aquella larga posguerra, el exilio republicano alimentó sus relaciones con la Santa Sede a través de las acciones lideradas por cinco acendrados católicos: los vascos José Antonio Aguirre, desde Nueva York, y Manuel Irujo y Alberto Onaindía, desde Londres; el catalán Ramón Sugranyes de Franch,[13] desde el cantón helvético de Friburgo, y el madrileño José María Semprún Gurrea, desde París o en la misma Roma. Todos ellos contaron con el apoyo de organizaciones encargadas de ofrecer auxilio a los refugiados y de algunos cardenales y obispos franceses. También con la mediación de los delegados apostólicos de cada uno de los países citados y con la del embajador de la IV República Francesa ante la Santa Sede, Jacques Maritain. Informes y demandas que llegaban a una Secretaría de Estado sometida desde agosto de 1944 a un delicado reparto de esferas de influencia entre Domenico Tardini, secretario de la Sagrada Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, y Giovanni Battista Montini, sustituto de la Secretaría de Estado.

Las demandas de los exiliados españoles emanaban de las diversas corrientes que cohabitaban —no siempre bien avenidas— en el seno del republicanismo, pero frente a una visión mítica y reduccionista de la dimensión jerárquica del gobierno de Pío XII[14] conviene también tener muy en cuenta la gobernanza multinivel de la curia vaticana en la recepción, producción y gestión de la información por las diversas agencias eclesiásticas influyentes en la toma de decisiones de la Secretaría de Estado o del sumo pontífice. En este sentido, al valor de los informes emitidos por el nuncio en Madrid, Gaetano Cicognani, o por los sucesivos embajadores de Franco ante la Santa Sede, se suma el de los presentados por personas de extrema confianza de Pío XII, como los cardenales Pizzardo y Tedeschini u otros agentes de la diplomacia pontificia, como el veneciano Sebastiano Baggio o el napolitano Felice Pirozzi, claves para interpretar las decisiones de la Secretaría de Estado respecto a la España de la posguerra.

La derrota de los fascismos en la Segunda Guerra Mundial permitiría asentar los cimientos de una democracia cristiana bendecida expresamente por el pontífice. Una fórmula de éxito que permitiría en las décadas siguientes garantizar la paz social y el desarrollo económico en Europa Occidental. La España de Franco se vería sin embargo privada del tal destino. En el verano de 1953, el Concordato con la Santa Sede y los Pactos con Estados Unidos asentarían la dictadura franquista en el ámbito internacional y quebrarían las esperanzas del sueño republicano. Más allá de los discursos públicos y de la propaganda de los vencedores, ¿qué relaciones habían existido hasta ese momento entre los derrotados y la Iglesia católica? ¿Qué posiciones había adoptado la corporación eclesial frente a sus inquietudes y demandas?

II. LOS CATÓLICOS ESPAÑOLES Y LA LUCHA CONTRA EL FASCISMO[Subir]

La historiografía más reciente ha constatado cómo la connivencia o la alianza establecida entre una parte de los católicos y los fascismos en la Europa de entreguerras[15] coexistió con un catolicismo antifascista que ostentó mayor o menor protagonismo en función de las circunstancias propias de cada tiempo y lugar[16]. La reciente obra de Giorgio Vecchio analiza la presencia de tales corrientes en la Francia de Vichy, la Italia del fascismo, la Alemania nazi o la Checoslovaquia y la Polonia ocupadas por el III Reich, pero excluye del estudio los casos de España y Portugal. ¿Significa esto que no existiesen tales posiciones en la península ibérica? Asumiendo íntegramente las tesis excepcionalistas que los regímenes de Franco y Salazar se encargaron de reproducir hasta la saciedad, ambas naciones constituirían un compartimento estanco que permitiría modelar un catolicismo ajeno a las impurezas generadas más allá de los Pirineos. El relato oficial del triunfo de ese aislacionismo profiláctico parece contar con mayores razones en el caso español: la persecución religiosa sufrida por el clero y la militancia católica en la retaguardia republicana, la victoria incondicional de un bando franquista acrisolado por la amalgama entre el tradicionalismo y el fascismo, o la conformación de un Estado de aspiración totalitaria, habrían hecho imposible la pervivencia de católicos o de clérigos partidarios de la democracia. Sin embargo, la atención depositada en otras claves permite contrarrestar las limitaciones de tal discurso canónico, mostrando sus flaquezas y evidenciado sus carencias.

Las redes de cooperación establecidas en la Europa de entreguerras por los católicos españoles con los de otras democracias europeas —y americanas— pueden constatarse a través de su participación en los principales órganos del internacionalismo amparado por la Sociedad de Naciones, como el Comité Internacional Cooperación Intelectual, su Instituto en París o las diversas conferencias de Altos Estudios Internacionales[17]. Un internacionalismo católico movilizado a través de organizaciones como Pax Romana[18], la Unión Católica de Estudios Internacionales[19], la Asociación de Derecho Internacional Francisco de Vitoria[20] o la Asociación Internacional Vitoria y Suarez[21]; y las redes privadas tejidas con el sacerdote e intelectual italiano exiliado en Londres, Luigi Sturzo, los franceses Jaques Maritain y Emmanuel Mounier, inspiradores de Esprit[22], o los norteamericanos William Montavon y Michael Ready, asesor jurídico y secretario general de la National Catholic Welfare Conference (en adelante NCWC). El interés mostrado por los católicos españoles —del exilio y del interior— por mantener tales vías de cooperación tras la Guerra Civil, conscientes, primero, de la amenaza que suponía la expansión de las claves paganas promocionadas por el nazismo, y, posteriormente, de la posición incierta y extremadamente débil en la que España quedaba en el nuevo orden internacional,[23]se compaginó con la imperiosa necesidad de norteamericanos y británicos por contar con los católicos españoles para contrarrestar el imparable ascenso del III Reich y, más tarde, la amenaza del comunismo[24].

Los informes de la Santa Sede sobre la situación de la Iglesia en España dedicaron siempre una especial atención a la evolución de aquellos católicos que, habiéndose identificado con el nacionalismo vasco y catalán, se sentían víctimas no solo de la derrota militar, sino de la represión cultural y eclesial ejercida por los vencedores. Las diócesis que reflejaban mayor desapego por las nuevas autoridades tenían una importancia sobresaliente desde el punto de vista eclesiástico: Vitoria —que englobaba entonces las tres provincias vascas— contaba con el mayor número de sacerdotes, religiosos y seminaristas de España; Barcelona era la diócesis más rica y la que contaba con mayor número de fieles. En octubre de 1936 la Junta Militar de Burgos había ordenado la expulsión de España del obispo de Vitoria, Mateo Múgica, quien acabó presentado su dimisión ante la Santa Sede tras la designación en septiembre de 1937 del nuevo vicario general, Francisco Javier Lauzurica. Dos meses antes, el gobierno de la archidiócesis de Tarragona había quedado en manos del vicario general del cardenal Vidal, Salvador Rial, quien tras la ocupación de Tarragona por los sublevados fue sometido a arresto domiciliario[25].

Finalizada la Guerra Civil, con la obstinada oposición de Franco al regreso de Vidal y de Múgica, y con Barcelona sujeta a gobiernos eclesiásticos forjados por recios lazos castrenses, como el del navarro Díaz Gómara o el del anterior vicario general de los ejércitos de Franco, Gregorio Modrego, el ciclo de acomodación eclesial al signo de los tiempos trató de cerrarse con la designación del cartagenero Carmelo Ballester Nieto como obispo de Vitoria y del navarro Manuel Arce Ochotorena como arzobispo de Tarragona. En diciembre de 1944, un extenso informe de Cicognani para la Secretaría de Estado constataba que la situación en Cataluña parecía haber mejorado notablemente, pero la mayor parte de los católicos vascos ansiaban la victoria de los aliados y seguían expresando su desafecto frente al régimen franquista. No eran los únicos. Un año antes, la Embajada norteamericana en Madrid había aconsejado absoluta reserva[26] sobre la actuación emergente de una organización fundada en mayo de 1943 y denominada Juventudes Nacionales Democráticas, que bajo el lema «Dios, patria, libertad, justicia y fraternidad» decía reunir a «jóvenes caballeros españoles» que «debiendo observar buena conducta social, moral y religiosa» eran partidarios de «un Estado Católico Democrático», organizado «en régimen de LIBERTAD y JUSTICIA, y en el que los poderes de todos sus órganos emanen del pueblo». Por entonces, Manuel Giménez Fernández se había reunido ya en Sevilla con el delegado del Partido Comunista, Jesús Monzón, tratando de fraguar un frente de resistencia antifascista que pronto haría público el Manifiesto de la Junta Suprema por la Unidad Nacional.

Como sabemos, el régimen franquista, calificado por teólogos e historiadores como nacionalcatólico desde los años setenta, terminó su existencia encarcelando a numerosos sacerdotes por sus ideas políticas[27]; en realidad, había hecho lo mismo desde el día de la victoria. Si el fusilamiento de catorce sacerdotes vascos por el ejército sublevado había generado preocupación durante la contienda, la persistencia de un notable número de sacerdotes condenados en prisión en los años posteriores supuso uno de los mayores quebraderos de cabeza para la Santa Sede, obligada a compaginar la deseable concordia con el nuevo régimen con la defensa del foro eclesiástico y el auxilio de su clero. En diciembre de 1939 Manuel de Irujo presentó en Londres un informe ante el influyente jesuita Pietro Tacchi Venturi[28], y en febrero de 1940 el canónigo Alberto Onaindía presentó un documento similar ante el nuncio en París, Valerio Valeri[29]. Ambos documentos tenían como destinatario al secretario de Estado, Luigi Maglione, y denunciaban la calamitosa situación de los sacerdotes presos en la España de Franco[30].

En el informe enviado a Secretaría de Estado por Cicognani en mayo, el nuncio confiaba en que la mayor parte de los sacerdotes presos fuesen puestos pronto en libertad, pero el Gobierno se oponía tajantemente a su regreso a sus respectivas diócesis. Las explicaciones trasladadas en noviembre de 1941 por el director general de Prisiones, Máximo Cuervo, respecto a la reciente aprobación de un nuevo régimen carcelario para los sacerdotes, constataban la existencia de un clero que seguía ejerciendo su labor profética en las prisiones[31]. El Gobierno consideraba que no era aconsejable que tales sacerdotes fuesen autorizados a vestir el hábito talar o celebrar misas, «generando confusión en el espíritu de los reclusos y creando también dificultades de orden disciplinar». Contar con sacerdotes que compartían las mismas penalidades que otros presos políticos les dotaba de un significado simbólico que enardecía las críticas contra el régimen. Algunos clérigos asumían, además, dotes de liderazgo, enfrentándose o ganándose el aprecio del personal de las prisiones, especialmente entre las religiosas, siempre atentas a cualquier sacerdote con el que celebrasen diariamente la misa. La escasez de capellanes en las prisiones, en unos años marcados por la drástica reducción del número de clérigos provocada por la persecución clerófoba desatada durante la guerra, erigía a tales sacerdotes como principal fuente de autoridad religiosa y moral en los respectivos penales. Por tal motivo, se había decidido separar a muchos de ellos de las prisiones comunes.

La atención prioritaria se centraba en los clérigos vascos, que por su número y su capacidad organizativa fueron instalados provisionalmente en una casa religiosa de Nanclares de Oca, posteriormente en el monasterio trapense de Dueñas y, finalmente, en el penal de Carmona, en la archidiócesis de Sevilla, gobernada por el cardenal Segura, donde los sacerdotes habían tratado de hacerse fotografiar junto al dirigente socialista Julián Besteiro. Otros clérigos permanecían repartidos entre las prisiones de toda España ocasionando diversos sinsabores. Los inspectores de prisiones consultados confirmaban que un sacerdote mezclado entre los presos y celebrando en el altar producía una dolorosa impresión y ocasionaba notables problemas disciplinarios. Persistía, además, la cuestión de aquellos sacerdotes sujetos a prisión preventiva, que no podían estar concentrados en un único lugar por estar a disposición del tribunal que debía juzgarles, debiendo permanecer en la jurisdicción del supuesto delito. En tales casos, el Gobierno se mostraba ahora dispuesto a ponerlos a disposición de la autoridad episcopal pertinente, siempre que se garantizase la imposibilidad de la evasión de los condenados.

III. UNA INMUNDA PRISIÓN. LA ACCIÓN ECLESIAL EN LAS CÁRCELES[Subir]

A las denuncias cursadas por los católicos vascos sobre las condiciones en las prisiones se sumaron pronto las de algunos obispos franceses, los nuncios en París y Berna, y los delegados apostólicos en Washington y Londres. La represión implacable dictaminada sobre el enemigo a través de la legislación aprobada durante la Guerra Civil había provocado un dramático hacinamiento en las prisiones y campos de concentración[32]. El informe cursado por Cicognani en mayo de 1940 elogiaba la labor de Máximo Cuervo y del ministro de Justicia, Esteban Bilbao, a quienes juzgaba excelentes católicos; pero confirmaba que «el problema de los presos estaba sin duda entre los más graves que se le presentaban al gobierno»[33] y un año después de la victoria continuaba desatando «serias preocupaciones». Las prisiones de España habían venido acogiendo habitualmente a unos 20 000 o 25 000 presos y la estadística oficial mostraba ahora una cifra de 272 387 reclusos. La aglomeración y las condiciones higiénico-sanitarias en los centros penitenciarios eran trágicas y habían provocado la expansión de graves epidemias, como la sarna y la tuberculosis. Las carencias alimentarias eran también graves. La carestía de los productos, la escasez de personal y los abusos y la corrupción observada por algunos funcionarios habían facilitado la cesión de la administración sanitaria y alimenticia a congregaciones religiosas, como las Hijas de la Caridad o la Institución Teresiana.

El nuncio, siguiendo siempre los informes oficiales, rechazaba tajantemente las denuncias que aludían a la aplicación generalizada de la tortura, pero reconocía las notables carencias de una personal escaso y deficientemente preparado, también entre el clero. Elogiaba la labor del Patronato Central de Redención de Penas mediante el trabajo fundado por el jesuita Pérez del Pulgar y tutorizado por el sacerdote tradicionalista vasco Ignacio de Zulueta; pero confesaba que, debido a sus numerosas exigencias jurídicas, solo un 2 % o 3 % de los presos podían beneficiarse de ello. Aludía también al grave problema de la cohabitación entre las mujeres condenadas por delitos políticos y las detenidas por prostitución. Si las primeras «contagiaban» con su propaganda a las segundas, estas últimas trasmitían enfermedades venéreas a todo el conjunto. «Inmensamente más grave» era el problema derivado de la lentitud observable en los procesos judiciales. Al ritmo existente se requerirían al menos cuatro años para que los que presos a la espera de juicio fuesen juzgados. No era extraño el caso de personas absueltas tras haber pasado muchos meses en prisión en unas condiciones penosas.

Los informes posteriores de Cicognani ofrecerían una imagen mucho más amable del mundo carcelario franquista. En abril de 1941 ya había elogiado el decreto que otorgaba la libertad condicional de unos 40 000 condenados a menos de doce años. Restaban todavía unos 230 000 presos y 100 000 estaban a la espera de sentencia[34]. En noviembre de 1944, cercana la victoria aliada, el embajador británico en Roma trasladó a la Secretaría de Estado del Vaticano su extrema preocupación sobre la situación de los 150 000 penados que todavía permanecían en prisión, pero Cicognani restó importancia a tales denuncias y afirmó que el número de condenados a muerte —en torno a los 700— se había reducido a la mitad en las últimas fechas, debido «a un cierto estado de agitación y revuelta bastante extendido». El número de presos se había reducido ya a unos 55 000, gracias a la «generosidad manifestada por el Jefe del Estado» y «la modernidad y el espíritu altamente cristiano que inspira e informa la legislación penal» que había servido para «atenuar la rigidez de las sentencias»[35].

Finalizada la Segunda Guerra Mundial y ante las denuncias cursadas en las instancias internacionales, en febrero de 1946 un nuevo informe de la Dirección General de Prisiones afirmaba que la cifra de presos se había reducido a 18 130 penados y que tal cifra se reduciría en los meses próximos a 14 000, permaneciendo en prisión exclusivamente aquellos que habían sido condenados por delitos como «homicidio, crueldades, violaciones, etc. o por hechos análogos que en ningún país, cualquiera que sea su ideología política y su forma de gobierno, se consideran delitos políticos, sino verdaderos delitos comunes». La Secretaría de Estado recopilaba en enero de 1948 las denuncias cursadas al respecto por la Federación Internacional Democrática de Mujeres; abogados británicos que denunciaban las características de un proceso judicial sometido a los militares; y el Movimiento de Abogados Argentinos, que se mostraba a favor de la supresión de los Tribunales de Excepción en España. Los informes cursados por el nuncio y por el obispo de Barcelona volvían a esquivar tales acusaciones y se mostraban entusiasmados con un Gobierno que «lleva a cabo una labor de honda significación cristiana, humana y patriótica»[36].

En julio de 1949, el nuncio informó sobre los 38 859 presos que permanecían todavía en las cárceles españolas. Cicognani reconocía que era un número elevado, pero asociaba tales condenas con «delitos comunes, aunque hubiesen sido cometidos por motivos políticos». Los informes confidenciales llegados al nuncio afirmaban que se habían ejecutado cuarenta penas de muerte en 1947 y cincuenta en 1948, aunque Cicognani reconocía que la delicadeza del asunto provocaba que ni siquiera él contase con cifras precisas. La acción de las congregaciones religiosas en las prisiones se había reducido notablemente, reemplazada por la administración directa del Estado. En su opinión, las denuncias sobre las torturas aplicadas a los presos no respondían en modo alguno a la verdad. En todo caso, los posibles excesos que se hubiesen cometido no serían mayores que los pertrechados por la policía de «una nación tan supuestamente civilizada como Francia»[37]. Los informes redactados por el nuncio para Tardini reflejan su extrema identificación con el relato oficial del régimen franquista. En esas mismas fechas, otras instancias vaticanas se mostraban algo más críticas o distantes y toparían con la incomprensión de las autoridades civiles y militares, cuando no con la resistencia más o menos solapada del propio nuncio.

IV. ¿SALVANDO COMUNISTAS? LA PETICIÓN DE INDULTOS Y LA CONMUTACIÓN DE PENAS[Subir]

Las iniciativas de la Santa Sede para intervenir en favor de algunos de los condenados a muerte habían resultado infructuosas durante la Guerra Civil y fueron muy escasas en los años de identificación del régimen con las potencias fascistas. La primera petición de clemencia para los presos republicanos condenados a muerte fue presentada en abril de 1939 por los dirigentes de las principales confesiones protestantes en Estados Unidos[38], y no se vio acompañada por algo semejante por parte de las autoridades católicas. Cicognani aludía en mayo de 1940 a 9000 condenados que aguardaban su ejecución frente a las incumplidas promesas de una hipotética amnistía. En opinión del nuncio, cada una de aquellas ejecuciones producía en los detenidos una profunda impresión y suscitaba nuevos ánimos de repulsa. Todos ellos se consideraban inocentes, pues aun reconociendo haber cometido algún crimen, creían haberlo hecho para cumplir con el deber de defender los nuevos principios sociales. El nuncio reconocía que tales circunstancias alimentaban las dañinas críticas contra una jerarquía eclesiástica a la que se tildaba de pasiva frente al gravísimo problema de los presos.[39]

La previsible victoria de los aliados inauguraría una nueva estructura de oportunidad. En abril de 1944, Pío XII dejó en manos de Montini una diplomacia pontificia más atenta a los «signos de los tiempos». En competencia con las acciones lideradas por la Cruz Roja u organizaciones del ámbito cuáquero, como el American Friends Service Committee (AFSC) o el Comité Oxford contra el Hambre, la Secretaría de Estado creó una agencia pontificia especializada en el socorro a los millones de refugiados y presos víctimas de la guerra. En aquellos días, la colaboración en la retaguardia y en los frentes abiertos contra el III Reich entre los católicos y las corrientes más a la izquierda —sin excluir a los comunistas[40]— animaba además a promover acciones de mediación para conmutar las penas de aquellos que militasen en la resistencia antifascista, también en España.

En diciembre de 1944, Montini comunicó a Cicognani la creación de la Pontificia Commissione di Assistenza ai Profughi (PCA), que se encargaría de gestionar las peticiones de clemencia cursadas por Pío XII en aras de la reconciliación del viejo continente. Entre las primeras acciones de mediación ante el régimen de Franco estuvo la tramitación de la petición cursada por la viuda de Manuel Azaña para la conmutación de la pena impuesta a su hermano, Cipriano Rivas Cherif. Pronto siguieron otras peticiones que alcanzaban a todo el espectro político, incluyendo a los más destacados dirigentes comunistas y anarquistas. A petición de Manuel Irujo, Montini medió personalmente en julio de 1945 para evitar la ejecución de Jesús Monzón[41]; y a petición del Comité Nacional de la Unión de Mujeres Españolas y del embajador Jacques Maritain, hizo lo mismo en septiembre en favor de Santiago Álvarez y Sebastián Zapirain[42]. En diciembre, el cardenal de París, Emmanuel Suchard, promovió la conmutación de penas en favor del ciudadano francés Christian Legrand y el español José Encalado Incógnito, condenados por su acción guerrillera en la frontera pirenaica. En enero de 1946, se solicitó la condonación de la pena impuesta a Joaquín Maurín y en febrero de ese mismo año[43], Irujo —a través del Delegado Apostólico en Londres— y Aguirre —a través del de Washington— solicitaron la mediación de la Santa Sede en favor de seis republicanos condenados a muerte. A excepción del ejecutado Emilio García López[44], las penas fueron conmutadas a treinta años.

A los intentos de mediación para rebajar las condenas de guerrilleros se sumó muy pronto la cursada en favor de dirigentes del sindicalismo clandestino encarcelados bajo la acusación de «gangsterismo». En enero de 1947 se solicitó una mediación en favor de catorce sindicalistas vascos y de tres mujeres comunistas, que se verían finalmente libres de la pena capital[45]. Tras una petición cursada por el cardenal e internuncio apostólico en Praga, Saverio Ritter, Montini actuó entre mayo y agosto de 1947 para solicitar de Cicognani una mediación que pudiese salvar de la condena a varios militantes comunistas liderados por Jerónimo Marchena Domínguez[47]. El Primero de Mayo de ese mismo año el sindicato de Solidaridad de Trabajadores Vascos había organizado una huelga que finalizó con la detención de ciento cincuenta trabajadores. Antonio de Irala denunció tal situación el 25 de octubre ante el jesuita Ángel Elorriaga y este trasladó tal información a la Secretaría de Estado. Las gestiones de Montini ante Cicognani finalizaron con un informe que aludía en diciembre de ese año a los 85 encausados que permanecían presos, 50 acusados de pertenecer al STV y 35 como socialistas o comunistas.

La ejecución de los dirigentes del Partido Comunista, Agustín Zoroa Sánchez y Lucca Nuño, motivó la redacción por Cicognani de un extenso informe de diecisiete folios. Veinticuatro militantes del Partido Comunista habían sido detenidos en diciembre de 1946, siendo procesados por un Tribunal Militar en el penal de Ocaña. Tras la condena a muerte de cinco de ellos, Pío XII había solicitado esa misma noche la conmutación de la pena y Cicognani había contactado inmediatamente con Martín-Artajo y con el capitán general para evitar una inminente ejecución. El ministro de Exteriores confesaba que el Gobierno había recibido demandas similares de algunos Gobiernos e, incluso, del general Perón, quien había enviado privadamente su solicitud de clemencia, pero veía difícil conceder tal gracia por los gravísimos delitos juzgados: «Los militares y la policía estaban decididos a acabar con cualquier relación con la actividad comunista; las familias de las víctimas exigían reparación; la sociedad, plena seguridad»[48]. Solo tres de los condenados obtendrían finalmente la conmutación de la pena.

En el contexto incipiente del relato de la Guerra Fría, el nuncio realizaba algunas observaciones de calado sobre la evolución de las denuncias vertidas respecto a aquellas ejecuciones sumarias: tras las enardecidas críticas y la notable preocupación mostrada en el extranjero un año antes, el interés mostrado por el destino de aquellos condenados se había reducido ahora significativamente. Ni la Embajada británica ni la norteamericana, que habían enviado sus delegados para asistir al proceso judicial, habían manifestado crítica u oposición alguna a las sentencias. Solo los Gobiernos de Francia, México, Cuba o Perú habían solicitado una muestra de clemencia similar a la expresada por el pontífice. Los comentarios de la prensa extranjera, a excepción de la comunista, habían sido sobrios y muy discretos, especialmente en la prensa británica y norteamericana: «Mientras el motivo de la intervención de la Santa Sede es siempre el mismo, la clemencia por la que se mueven las cancillerías es de índole política y, por tanto, como la política, mutable». Cicognani evidenciaba su extrañeza frente a una política excesivamente misericorde de Pío XII y Montini; también trasladaba el malestar del Gobierno español por dos trasmisiones de Radio Vaticana en las que se había calificado a aquellos condenados como «republicanos antifascistas» y no como «comunistas acusados de crímenes violentos y actos terroristas».

Desde la Embajada de Francia ante la Santa Sede, Jacques Maritain solicitó en marzo de 1948 la puesta en libertad de su antiguo colega, el profesor de Derecho de la Universidad Central de Madrid y miembro del PSOE, Fernando Arias Parga, que permanecía en la prisión de Sevilla tras haber sido condenado a treinta años[49]. Entre agosto y octubre de 1948, la PCA se movilizó de nuevo en favor de la conmutación de las penas de muerte impuestas al secretario general de la CNT, Enrique Marco Nadal, y al dirigente comunista José Satué[50]. El éxito de algunas mediaciones de la Santa Sede se reflejó en la prensa británica y en Radio Londres, pero el informe de Cicognani de julio de 1949 confirmaba que, en numerosas ocasiones, las solicitudes de gracia habían resultado vanas frente a la intransigencia de los tribunales militares. Cicognani volvía a restar importancia al número de ejecuciones y ponía en valor los números de la España de Franco frente a los ofrecidos por una Francia de la posguerra de la que la Agencia Reuter aludía a los 3586 ejecutados en la guillotina. El nuncio se hacía eco de los discursos de Franco, trasladados casi como materia de fe, pero afirmaba al tiempo que convenía restringir los tribunales militares a aquellos delitos que de manera clara y patente atentasen contra las bases fundamentales del Estado, y no —tal y como reconocía que se venía haciendo— contra cualquier posible crítica contra los poderes públicos.

Entre diciembre de 1949 y marzo de 1950, con la mediación de Ramón Sugranyes de Franch desde Friburgo y de Josep María Batista i Roca desde Cambridge, la PCA solicitó la conmutación de las penas impuestas a los militantes del Frent Nacional de Catalunya que permanecían presos junto con su secretario general, Jaume Martínez Vendrell[51]. La mediación en favor de los detenidos por su actividad guerrillera comenzó a verse superada entonces por la tramitada en favor de la acción sindical clandestina, con organizaciones católicas claramente enfrentadas al sindicalismo vertical, tal y como reflejó la suspensión en abril de 1951 de la revista [52], la polémica abierta entre Ecclesia[53] y Pueblo[54] y los informes de la Embajada norteamericana[55]. En marzo de 1952, Montini medió de nuevo en favor de los sindicalistas detenidos, pero la comunicación entre el delegado apostólico en los Estados Unidos y el nuncio en Madrid no pudo evitar que algunos de ellos fuesen ejecutados. Cicognani, reproduciendo el discurso oficial del régimen, afirmaba que ya no había en España presos políticos que no hubiesen cometido delitos de sangre, e informaba de un próximo indulto parcial que se concretaría en abril, con ocasión del Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Barcelona.

Pese a la propaganda del régimen bendecida por un nuncio que pronto regresaría a Roma, la Santa Sede seguía actuando en favor de unos ochenta ciudadanos franceses que, condenados a treinta años por sus actividades guerrilleras, permanecían en las cárceles franquistas[56]. Tras la Santa Misión realizada en Toulouse entre 80 000 españoles, el cardenal Saliège solicitó la anulación de la pena impuesta al concejal Raimond Biadieu, detenido por espionaje en la frontera y condenado a cinco años de prisión[57]. La PCA intervendría a su vez en favor de la conmutación de la pena impuesta al anarquista Blas Fuster Carreter y en agosto de 1953, a punto de firmarse el Concordato y a escasos días de la firma de los Pactos de Madrid, la Secretaría de Estado presentaría una nueva solicitud en favor de veinticuatro militantes de Solidaridad de Trabajadores Vascos que permanecían en prisión.

V. ¿POSIBILISMO O REALPOLITIK? LA SANTA SEDE ANTE LA HIPÓTESIS DE UNA TERCERA REPÚBLICA[Subir]

El discurso de la víspera de la Navidad de 1944 pronunciado por Pío XII en Radio Vaticano en torno al futuro de las democracias[58] no solo inspiró la forzosa adaptación a los signos de los tiempos de los católicos que depositaban su confianza en manos del dictador; también alimentó las esperanzas de aquellos católicos que habían sobrevivido en las prisiones o resistían en el exilio, exterior o interior. Guiada por los principios del posibilismo, la Secretaría de Estado de la Santa Sede había sostenido desde el final de la Guerra Civil diversas líneas estratégicas para fortalecer la posición de la Iglesia en España.

Entre abril y agosto de 1939, tratando de limitar la influencia nazi y contando con la colaboración del ministro de Exteriores y vicepresidente, el general Francisco Gómez-Jordana, se había venido alimentando una cooperación con los católicos británicos y norteamericanos que culminó con Alberto Martín Artajo y Joaquín Ruiz Giménez, presentes en Nueva York, para que el segundo se hiciese cargo de la presidencia mundial de Pax Romana. El inicio de la II Guerra Mundial y el imparable ascenso del III Reich en el continente alimentarían la conformación de un bloque ibérico —junto al Portugal de Salazar— o un eje latino —que sumaba a la Argentina de la «década infame» y a la Francia de Vichy— que sirviese para domesticar las propuestas nazis. Con las primeras derrotas de los ejércitos del Eje, se promocionaría un paulatino viraje hacia los aliados[59]. El regreso de Jordana al ministerio de Exteriores en septiembre de 1942, iniciaría un nuevo tiempo que cobraría nuevo impulso en abril de 1943, tras las entrevistas mantenidas en Roma con Montini y Pizzardo por Ruiz Giménez y Alfredo Sánchez Bella[60].

En un contexto europeo extraordinariamente voluble, los informes llegados o producidos por la Secretaría de Estado del Vaticano reflejaban sin embargo una única certeza. Pese a las permanentes tensiones surgidas con el régimen, la preocupación por algunas de sus derivas políticas y la evolución del contexto internacional, Franco y el ejército eran las claves de bóveda sobre las que el Vaticano aspiraba a lograr el orden y la restauración de la Iglesia en España. En julio de 1945, el desembarco en el nuevo Gobierno de Franco de los posibilistas católicos, tachados previamente de aliadófilos, fortaleció tal tesis. En el exilio, los nacionalistas vascos se mostrarían muy activos tejiendo redes con los aliados y presentarían una y otra vez sus demandas antes las instancias vaticanas[61]. Pese a sus denodados esfuerzos, tales tentativas resultarían infructuosas.

En febrero de 1946, el antiguo presidente de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, Ángel Herrera, regresó a la escena pública para advertir «con pena y con asombro cómo se ha extendido por el mundo una fiebre democrática, que ha alcanzado a muchos teólogos particulares». Su proyecto proponía avanzar «hacia un Estado de derecho. Sí... Pero no tengáis prisa en organizar instituciones representativas… Vivimos horas de embriaguez demagógica y temo que la atracción del polo democrático esté desviando en estos momentos todas las agujas constitucionales. Debéis haceros a la idea de que España es España»[62]. En esas mismas fechas, Giménez Fernández rechazó tajantemente la oferta presentada por Ruiz Giménez para constituir un Partido Demócrata Cristiano sujeto a los dictados del régimen. A su juicio, «no debía existir la menor duda» del «enorme y sangriento fracaso de los sistemas totalitarios basados en un solo partido»; juzgaba urgente establecer un régimen «basado en una pluralidad de partidos políticos» y no en la posibilidad de utilizar un partido demócrata cristiano como «nueva máscara de un régimen dictatorial»[63]. En noviembre, Aguirre, a través de la nunciatura de París, y Giménez Fernández, desde Sevilla, solicitaron mantener una audiencia privada con Pío XII. Los informes redactados por Sebastiano Baggio para Tardini no lo consideraron oportuno[64].

Las informaciones llegadas a la curia vaticana confirmaban una y otra vez la fortaleza del régimen franquista. Los obispos norteamericanos y el Departamento de Estado trasladaban impresiones similares y clérigos y dirigentes católicos que tuvieron oportunidad de visitar España con ocasión del Congreso Mundial de Pax Romana insistían en la misma tesis. El jesuita Ulpiano López, profesor de la Universidad Gregoriana que tutorizaba a los jóvenes de la democracia cristiana italiana[65], y el franciscano Rodrigo Álvarez Molina, profesor en Nueva York, trasladaron a su regreso a Roma y a Washington, respectivamente, que el régimen de Franco era más fuerte de lo que ellos hubiesen podido imaginar antes de su paso por España[66]. Amparada en la doctrina accidentalista, la Santa Sede evitó comprometerse con la monarquía —por la que muchos obispos españoles aspiraban— y eliminó entre sus alusiones a los opositores al régimen términos como «república» o «democracia», en favor del «comunismo y sus aliados». La inquietud generada por la incertidumbre política en el continente y las dificultades que comenzaban a observarse por la expansión del comunismo en la Europa central y oriental, convirtieron en prioridad mantener la estabilidad en el Mediterráneo occidental. Salazar y Franco se mostraban fuertes en ambos países. Si para los norteamericanos no resultaba conveniente afrontar nuevas aventuras en favor de posibles democracias fallidas, la Santa Sede seguiría apostando por dos dictadores que se autoproclamaban católicos y propiciaban la reconstrucción de la tradición eclesial en sus respectivos países.

Sin embargo, la apuesta por el statu quo en la península no desatendió del todo a la militancia católica en el exilio. La Universidad Católica de Friburgo (Suiza) ejerció una vez más como think tank del posibilismo, y en abril de 1947 un antiguo vicepresidente de la Federación Catalana de Estudiantes Católicos, que ejercía ahora como profesor en la Universidad helvética, fue designado secretario general del Movimiento Internacional de Intelectuales Católicos, de capital importancia en la Europa de la posguerra. Ramón Sugranyes de Franch coordinó durante más de dos décadas las redes transnacionales católicas entre Europa y América; también ejerció como interlocutor clave entre los católicos del interior y del exilio. Solo unos meses más tarde de su nombramiento, los informes redactados por Baggio para Tardini afirmaban que los republicanos españoles se caracterizaban por su extrema división y no parecía que tuviesen oportunidad alguna de modelar una alternativa[67]. En febrero de 1948, la Francia de la IV República reabrió sus fronteras a la España de Franco. La noticia parecía augurar que, al igual que Portugal[68], el régimen podría aspirar a formar parte de la OTAN y contar con las ayudas del Plan Marshall[69]. Pronto se demostró un espejismo y, tal y como confirmaría el embajador oficioso de Estados Unidos ante la Santa Sede, Myron Taylor, durante las tres entrevistas mantenidas el 1 de abril con el cardenal Pla y Daniel, Martín Artajo y el propio Franco, el presidente Truman impondría su veto sobre una propuesta de conciliación con el régimen franquista que parecía verse avalada por la mayoría del Congreso[70].

El posibilismo vaticano apostó entonces por promocionar dos vías divergentes para la defensa de los intereses católicos: la democracia cristiana y el catolicismo integral. Si la primera se presentaba como una estrategia de adaptación a una Europa occidental tutelada y financiada por el amigo americano, la segunda optaría por preservar el tarro de las esencias en el espacio ibérico e iberoamericano. En tales áreas, la democracia debería aguardar o, al menos, se vería sujeta por dictados más orgánicos. Sin embargo, ni siquiera la luna de miel entre la Santa Sede y el régimen autoritario tutelado por el posibilismo impediría la acción de unas redes confidenciales que traban de seguir la estela emergente del europeísmo y de la democracia cristiana. En septiembre de 1948, la celebración de las segundas Conversaciones Católicas de San Sebastián ofrecería una plataforma de encuentro con aquellos católicos que desde las democracias patrocinaban las tesis del humanismo cristiano[71].

En junio de 1949, Manuel Giménez Fernández había solicitado el reconocimiento del cardenal Tedeschini para aquellos católicos españoles que se veían forzados desde hacía una década a actuar desde las catacumbas: «Al ver reconocido por todos, incluso por antiguos adversarios, que un núcleo de católicos en la llamada zona nacionalista no se unió al totalitarismo triunfante, me compensa del ostracismo, los insultos y las persecuciones sufridas». Solo un mes más tarde, Cicognani redactaba para Montini un informe muy crítico sobre lo acontecido en las Conversaciones Católicas de San Sebastián, sometidas desde entonces al velo de la sospecha[72]. Los acuerdos alcanzados en los meses siguientes entre el régimen y la curia vaticana evidenciaban que esta se mostraba rápidamente proclive a plegarse a los designios del Gobierno de Madrid. Tratando de conjurar los riesgos de revitalización de un frente nacionalista vasco, y aprovechando la vacante en la diócesis de Vitoria tras el fallecimiento de Ballester Nieto, el 2 de noviembre de 1949 la bula Quo Commodius decretaba su división en tres nuevas diócesis que estarían bajo la supervisión apostólica del arzobispo de Burgos. El informe del Gobierno vasco en el exilio enviado a Montini y Tardini denunciaba una vez más la persecución a la que se veía sometida el clero vasco[73].

El futuro Pablo VI, encargado por entonces de velar por la acción de los católicos en los organismos internacionales, optaría por dejar abierta la vía experimental, posibilitando que el máximo promotor de las Conversaciones Católicas, Carlos Santamaría, actuase como delegado de España en la reunión celebrada en Luxemburgo para la constitución del Secretariado Católico para los Problemas Europeos, que pronto abriría su sede en Estrasburgo como think tank católico ante el Consejo de Europa[74]. En esas fechas, un nuevo informe enviado al presidente de la Azione Cattolica Italiana, Vitorino Veronese, y remitido a la Secretaría de Estado, aludía a la formación en España de un futuro partido democratacristiano liderado por Giménez Fernández[75]. Fracasada la posibilidad de una pacífica evolución liderada por Herrera y Artajo, se proponía crear un partido que contaría con el apoyo de sus colegas italianos. Los discípulos del antiguo ministro de la CEDA trabajaron desde entonces por constituir una plataforma política que agrupase las corrientes que promocionaban la unidad europea en el contexto de la Guerra Fría: «Llevamos ya unos cuantos meses actuando en estas tareas europeas y federalistas… neoliberales, socialistas (progresivamente apartados del marxismo, sosteniendo la posición prietista) y democristianos»[76]. En los meses siguientes, se dictaron nuevas acciones represivas contra el clero vasco por parte de las autoridades civiles y militares[77]. Desde Barcelona, Modrego comenzaba a diseñar la celebración de un Congreso Eucarístico Internacional que, financiado por la dictadura y arropado por el poderoso aval del cardenal Spellman y el episcopado norteamericano, debería servir para rehabilitar al régimen de Franco ante las instancias internacionales[78].

VI. MÁS ALLÁ DE LOS PIRINEOS. LA ATENCIÓN A LOS REFUGIADOS Y EXILIADOS[Subir]

Resulta sintomático comprobar cómo, hasta julio de 1947, ni la Iglesia española ni la Santa Sede habían promovido iniciativa alguna en favor del auxilio material o espiritual de los refugiados españoles. Los motivos humanitarios y la estrategia política habían promocionado acciones en favor de diversas víctimas de las guerras y en bandos enfrentados, incluyendo las encaminadas al socorro de los que huían del terror nazi; no existen evidencias de nada similar respecto a los refugiados españoles, que superaron aquel periplo ominoso contando con la solidaridad —más o menos benéfica— de los Estados receptores, la ayuda recibida por los sindicatos y partidos de la izquierda o las acciones desarrolladas por organizaciones humanitarias como Cruz Roja o el AFSC. Paradójicamente, sería una iniciativa amparada por los católicos en el exilio la que obligaría a mover ficha a las instituciones eclesiásticas.

En julio de 1947, José María Semprún, ministro sin cartera del Gobierno republicano presente en Roma para asistir a una reunión de la Unión Interparlamentaria Europea, solicitó mantener una audiencia con Pío XII para presentarle el proyecto de una Unión Católica de la España del Exilio bendecida por el arzobispo de Tolouse, el cardenal Jules-Géraud Saliège[79]. En esas mismas fechas, Montini envió al nuncio en Madrid el informe elaborado por la Comisión Episcopal de Extranjeros en Francia que analizaba la situación de los 350 000 españoles refugiados en el país vecino y aludía a la posible constitución de tal organismo. La oposición de la Embajada española a tal proyecto fue trasladada inmediatamente ante la Secretaría de Estado, y Cicognani puso numerosas objeciones por la dificultad para encontrar personal adecuado para ello y porque «con toda probabilidad, serían recibidos con desconfianza, incluso con oposición, porque se les consideraría como enviados del general Franco»[80]. Finalmente, Pío XII comunicó en una audiencia privada con Saliège que aquella iniciativa resultaba inconveniente y debía posponerse.

La tímida propuesta del Gobierno republicano para favorecer la expansión de servicios religiosos entre la comunidad exiliada, contando con la aquiescencia de la Santa Sede y de las congregaciones religiosas dispuestas a colaborar, alentó la necesidad de ofrecer una alternativa. Convenía, por tanto, contar con sacerdotes que residiesen ya en Francia, como los claretianos de París, que podrían extender su apostolado a otros lugares. También los salesianos de nacionalidad francesa o italiana podrían ser de utilidad. El Gobierno español mostraba, por otra parte, su plena oposición a un proyecto liderado por quienes habían desatado «la sangrienta persecución lanzada en España contra la Iglesia». El nuncio en París, Angelo Giuseppe Roncalli, tras un nuevo informe presentado por la Comisión para la Evangelización de los Extranjeros, se mostró favorable a emprender una acción apostólica más decidida y solicitó en julio de 1948 el apoyo del clero español. En agosto, el episcopado español envío a Francia al secretario general de la Junta Nacional de Acción Católica Española, Albert Bonet, antiguo fundador de la Federació de Jovens Cristians de Catalunya[81], para estudiar vías de colaboración entre ambos episcopados. Por entonces, entre los clérigos españoles que ejercían su misión entre los exiliados estaban doce claretianos encargados de la Misión de París, un jesuita que desarrollaba tal labor en Burdeos y los treinta sacerdotes vascos refugiados en Francia tras la guerra[82].

José María Semprún presentó de nuevo en enero de 1949, en París y ante Roncalli, un nuevo informe sobre la situación religiosa de los emigrados: «Todos esos refugiados españoles pueden ser considerados, salvo excepciones, como católicos, a lo menos de origen, es decir, por el Bautismo […]. Los Gobiernos en el exilio, los Jefes y dirigentes de las diversas facciones sindicales y políticas de la emigración no pondrían obstáculo a la acción religiosa que se emprendiese»[83]. Para contrarrestar tal iniciativa se encargó rápidamente al escolapio Fernando Ferris Sales[84], experimentado en obras sociales, que tras un viaje a Francia presentase un proyecto de renovación de la Misión Española en Francia[85]. Su diagnóstico aludía a una comunidad de exiliados mayoritariamente distante de las prácticas católicas: «Salvo los núcleos vascos y algunos catalanes, la situación religiosa de nuestros compatriotas es terriblemente desconsoladora. Más anticlericales que antirreligiosos, viven alejados de toda práctica piadosa y, en muchísimos casos, de todo principio moral». También constaba el abandono sufrido por parte de las autoridades eclesiásticas españolas: «Protestantes y cuáqueros trabajan intensamente con los nuestros y, por su parte, el Partido Comunista tiene montado, entre otros servicios, el de visitadores de enfermos que cierran el paso a los sacerdotes, sobornando la conciencia de los hospitalizados». Como honrosas excepciones del trabajo apostólico se aludía a la labor del jesuita vasco Vicente Garamendi en el Solar Español de Burdeos, la del capellán de origen español nacionalizado francés, Abbé Jiménez, en la diócesis de Montpellier, o la del joven sacerdote marista, Valentín García, en Lyon. El informe denunciaba la inacción pastoral o la corrupción practicada por los claretianos encargados de gestionar la Misión Española en Marsella y, especialmente, en París. Consciente de la delicadeza de la empresa, Ferris apostaba por una restauración de la Misión Española mediante la cooperación entre el episcopado francés y las congregaciones religiosas españolas más reconocidas por su labor social. En todo caso, la operación debía verse a salvo de todo intervencionismo del régimen franquista, pero también de cualquier identificación con los delegados del Gobierno republicano.

El futuro papa Juan XXIII trasladaría muy pronto a la Santa Sede su malestar ante las persistentes demandas cursadas por los republicanos españoles, perjudiciales para desarrollar la divergente acción apostólica prevista entonces para Francia y España: «No es bueno que las fuerzas católicas en Francia se presten, incluso con la mejor de las intenciones […], al juego que, si es juego es siempre con mala fe, que muchos de los refugiados españoles tienen la tendencia de ejercitar para su beneficio […] político […]. Vuestra Excelencia comprenderá que esto supone un abuso de la amabilidad prestada en el pasado a simple título de cortesía»[86].

VII. ¿UNOS DE LOS NUESTROS? EL OSTRACISMO DEL CLERO REPUBLICANO[Subir]

A la situación de los sacerdotes presos analizada previamente se suma la de dos importantes prelados que permanecerían en el exilio tras haber mostrado su rechazo a firmar la mal denominada «carta colectiva» del Episcopado publicada en el verano de 1937 por el cardenal Gomá. Los complejos procesos de negociación entre la Santa Sede y las autoridades del régimen para la rehabilitación y el retorno a España del obispo de Vitoria y el cardenal arzobispo de Tarragona aportan pistas de las actitudes, recursos y limitaciones de cada uno de los intereses en juego. Pese a los insistentes requerimientos de la Santa Sede, el cardenal Vidal nunca pudo regresar a España por la oposición personal de Franco, quien consideraba su posible retorno como una cesión inadmisible[87]. En febrero de 1943, una mejora notable de las relaciones con la Santa Sede animaría incluso a Pío XII a enviar a Franco una carta personal y confidencial, de su puño y letra, con el ánimo de conmover la indulgencia del dictador, que mantuvo —pese a su diplomática repuesta— su tajante negativa al regreso del cardenal. Las gestiones para lograrlo se vieron interrumpidas con la muerte del cardenal en septiembre de ese mismo año y su entierro en la cartuja de La Valsainte, en el cantón helvético de Friburgo[88].

La invitación al regreso de los refugiados españoles que permanecían en el extranjero hacía prever un rápido regreso a su tierra de origen del obispo dimisionario de Vitoria, Mateo Múgica, pero en enero de 1946 un informe de Cicognani a Tardini advirtió ya del malestar del Gobierno de Franco tras haberse publicado un escrito suyo firmado en abril de 1945 y titulado «Imperativos de mi conciencia. Carta abierta al presbítero D. José Miguel de Barandiarán». El informe redactado por Felice Pirozzi para la Secretaría de Estado afirmaba que se trataba de un alegato frente al documento del Gobierno «El clero y los católicos vasco-separatistas y el Movimiento Nacional» y el libro del clérigo aragonés Pedro Altabella Gracia El catolicismo de los nacionalistas vascos, ambos publicados en 1939. El antiguo obispo defendía la posición de los vascos frente a la insurrección y exoneraba a su clero y al Seminario de Vitoria de haberse dejado arrastrar por la política. Condenaba las atrocidades cometidas por ambos bandos, pero denunciaba la campaña de calumnias orquestada por los sublevados contra el clero vasco y recordaba los sacerdotes fusilados y los muchos encarcelados y exiliados. Elogiaba, además, la acción del clero vasco exiliado. En febrero de 1947 un nuevo informe de Cicognani trasladó que el Gobierno no se opondría a su regreso, siempre que se garantizase su absoluta reserva para evitar manifestaciones públicas o escisiones privadas en un ambiente tan apasionado. El nuevo obispo de Vitoria se prestó, además, a ejercer como cordial anfitrión de Múgica y le envió un escrito invitándole a regresar a su patria[89]. Múgica atravesó la frontera el 22 de mayo custodiado por la policía e inició un largo y silencioso retiro en la Villa Montemar, Zarauz, donde fallecería veintiún años más tarde.

Junto a lo sucedido con los prelados señalados, resultan también paradigmáticas las acciones desarrolladas en torno a dos prestigiosos canónigos asociados con la defensa de la legitimidad republicana que permanecerían por siempre en el exilio. El canónigo de la diócesis de Córdoba, José Manuel Gallegos Rocafull, presentó en octubre de 1945 una solicitud de absolución avalada por la súplica cursada por el arzobispo de México, Luis Martínez, y un informe previo del cardenal Verdier, quien en febrero de 1937 había solicitado ya desde París una reparación que consideraba de justicia[90]. Pese a su amistad con Ossorio y Gallardo, y su colaboración inicial con la campaña en favor de la República junto al sacerdote Leocadio Lobo[91], Gallegos Rocafull había abandonado entonces toda propaganda en favor de la República. Ahora, nueve años más tarde, la Sagrada Congregación del Concilio y la Secretaría de Estado aconsejaban a Cicognani promover su absolución, pero, pendiente la diócesis de Córdoba de la designación de un nuevo prelado, correspondía al cardenal Segura aprobar la medida y su respuesta resultó tajante: aquellos informes eran excesivamente benévolos y él mostraba su plena oposición a la concesión de tal gracia. La decisión quedó, pues, en manos del nuevo obispo de Córdoba, Albino González, quien coincidiría inicialmente con el criterio del cardenal. La Secretaría de Estado trasladó entonces a Gallegos Rocafull que la propuesta se revelaba prematura y era conveniente retirar la solicitud.

Debieron transcurrir tres años más para que el antiguo canónigo enviase una nueva carta solicitando el perdón. Esta vez, el obispo se mostró dispuesto a retirar la suspensión, siempre que el sacerdote se mantuviese en México y no regresase a la diócesis. En febrero de 1950, una última carta enviada a Pío XII por el canónigo presentaba como aval de su rehabilitación un informe del arzobispo de México, que calificaba de excelente su labor apostólica entre los intelectuales, elogiaba su actuación junto al jesuita José Antonio Romero, director de la Obra Nacional de la Buena Prensa, y lo consideraba uno de los eclesiásticos más queridos de todo México[92]. Pese a su probada religiosidad y su eficaz apostolado, su viejo pecado republicano había provocado que el sacerdote tuviera que aguardar trece años para lograr una rehabilitación canónica, a cambio de aceptar la prohibición de regresar a su diócesis.

El sacerdote vasco y canónigo de la archidiócesis de Valladolid, Alberto Onaindía, exiliado en Londres, presentó en agosto de 1947 ante la Sagrada Congregación Consistorial su intención de trasladar su residencia a Estados Unidos. La curia vaticana solicitó los informes oportunos del arzobispo, Antonio García García, el nuncio en España y el delegado apostólico en Estados Unidos. Todos insistían en la buena labor del sacerdote desde el punto de vista de su religiosidad y su acción pastoral, pero advertían sobre los riesgos de su actividad en el ámbito político: «No sería inverosímil, teniendo en cuenta sus antecedentes, que el comportamiento del Sr. Onaindía por tierras de América quizá suscitara dificultades o cuestiones enojosas»[93]. Finalmente, la Sagrada Congregación dictaminó el rechazo a la solicitud y el nuncio Cicognani comunicó a su hermano y delegado apostólico en Washington que solo las circunstancias políticas no lo habían hecho aconsejable[94].

VIII. CONCLUSIONES. CLEMENCIA SIN PERDÓN[Subir]

Las medidas tomadas en aquella larga posguerra contra militantes católicos, sacerdotes, religiosos, canónigos u obispos que se habían manifestado tibios con el régimen franquista o públicos partidarios de la legitimidad del régimen republicano constatan no solo el interés del régimen franquista por borrar de la memoria su existencia, sino la aceptación —más o menos entusiasta— de la Santa Sede de ese relato oficial. La llamada a una reconciliación nacional y evangélica que esquivase los odios y propiciase la restauración de la patria y la plena reconstrucción eclesial chocó desde el principio con la profunda herida abierta por la guerra, la propaganda maniquea de la cruzada y la realpolitik de una diplomacia vaticana más atenta a preservar sus intereses estratégicos que a las preocupaciones de índole religiosa o humanitaria. Las segundas siempre fueron a remolque de los primeros.

Posiciones políticas que se apreciaban como virtuosas —o pragmáticas— en el marco de una Europa occidental blindada por la democracia cristiana, eran tildadas como peligrosas y sujetas a condena —mortal o venial— en el contexto español. No parecía oportuno incomodar a un régimen que se mostraba fuerte y que tan buenos resultados propiciaba para la defensa de los intereses eclesiales. Pese a las iniciativas humanitarias desplegadas por Montini a través de la PCA, los informes del nuncio Cicognani desde Madrid, del nuncio Roncalli desde París, o los redactados por Sebastiano Baggio para Tardini en el seno de la Secretaría de Estado, resultaban coincidentes. Los republicanos españoles podían ser más o menos católicos o podían merecer la absolución penitencial, pero resultaban demasiado incómodos para un proyecto de reconstrucción eclesial que depositaba su confianza en los designios de Franco. Si la democracia debía aguardar, la mera mención de la República excitaba viejos fantasmas de un pasado que era conveniente olvidar. Sus partidarios podían aspirar a la clemencia de las autoridades pontificias, pero nunca contarían con su redención.

NOTAS[Subir]

[1]

Esta investigación ha contado con financiación de los proyectos «Las organizaciones religiosas y las víctimas del fascismo en España» (098-MD-2021) y «Sociedad internacional y europeísmo: las otras Europas» (PID2021-122750NB-C21).

[2]

«Lecciones de la guerra y deberes de la Paz», carta pastoral del cardenal-arzobispo de Toledo y primado de las Españas, agosto de 1939.

[3]

Álvarez Bolado (‍1995: 484) y Dionisio Vivas (‍2015).

[4]

Regoli y Sanfilippo (‍2022).

[5]

Tedeschini a Pacelli, 18-‍4-1931. AA.EE.SS. Spagna IV: Fascículo 116 (69-‍78).

[6]

Pacelli a Tedeschini, 4-‍3-1930. AAV-ANM: Caja 831. Fascículo 6: 539-‍540.

[7]

Botti (‍2020, ‍2012).

[8]

Montero García et al. (‍2013).

[9]

Arasa (‍2009); Marco Sola (‍2012), y Reina Delgado (‍2022).

[10]

A los fondos de la Nunciatura de Madrid (ANM) y de la Pontificia Commissione di Assistenza (PCA), depositados en el Archivo Apostolico Vaticano (AAV), deben sumarse los de la sección Affari Eclesiastici Straordinarii del Archivio Storico della Segretaria di Stato (AES) y los diversos fondos del Istituto per la Storia dell'Azione cattolica e del Movimento (ISACEM).

[11]

A los fondos del Departamento de Estado consultados en College Park, Maryland (NARA), se suman los de la National Catholic Welfare Conference, administrados por el American Catholic History Research Center en la Catholic University of America de Washington DC (CUA), y los Spanish Papers de Carlton Hayes, depositados en la Universidad de Columbia, Nueva York (ACU).

[12]

Al Archivo General de la Acción Católica Española depositado en la Universidad Pontificia de Salamanca (ACE), se suman los fondos privados del Archivo General de la Universidad de Navarra (AHUNAV).

[13]

González i Vilalta (‍2013).

[14]

Serrou (‍1997).

[15]

Kertzer (‍2015, ‍2022) y Stahl (‍2018).

[16]

Torresi y Bonini (‍2021); Vecchio (‍2022); Santagata (‍2021), y Ceci (‍2022).

[17]

El Comité Internacional de Cooperación Intelectual se constituyó en Ginebra en 1922 y el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París en 1926. La I Conferencia de Altos Estudios Internacionales tuvo lugar en Berlín en 1928 y la IX en Madrid en junio de 1936 (‍Pemberton, 2020: 45-‍57).

[18]

Fundada en julio de 1921 en Friburgo, Suiza, como Bureau international catholique d’information et de liaison. Fernando Martín-Sánchez Juliá ostentó una de las tres vicepresidencias y en agosto de 1928, durante la celebración del VIII Congreso en Cambridge, fue designado presidente para hacerse cargo del IX Congreso, celebrado un año más tarde en Sevilla (‍Weck, 1946: 144-‍150).

[19]

La Union Catholique d’Études Internationales, fundada en Friburgo en 1925, creó su filial española en 1933, bajo la presidencia de Pedro Sangro y Ros de Olano y con Alfredo Mendizábal en la Secretaría (‍Mendizábal Villalba, 1934; ‍Ruiz Manent, 1934; ‍Sangro y Ros de Olano, 1934; ‍Semprún Gurrea, 1934; ‍Torres, 1934).

[20]

Fundada en Madrid en noviembre de 1926. En junio de 1936 la junta directiva presidida por José Gascón Marín reunía a Román Riaza, Camilo Barcia Trelles, Antonio Royo Villanova, José Yanguas Messía, Luis Recaséns Siches, José María Trías de Bes, Leopoldo Palacios Morini y el dominico Luis Alonso Getino. «Vida académica. Junta de la Asociación Francisco de Vitoria», El Sol (18/0671936) p. 4.

[21]

La reunión mantenida en 1936 en Bruselas por esta asociación estuvo presidida por Nikolaos Sokrates Politis, pronto designado presidente del Instituto de Derecho Internacional (‍Association Internationale Vitoria-Suarez, 1939).

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Reina Delgado (‍2022: 235-‍240).

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Editada desde noviembre de 1946 por la Hermandad Obrera de Acción Católica, la revista fue suspendida temporalmente por orden gubernativa entre noviembre de 1949 y marzo de 1950. En abril, tras un editorial crítico con la política social del régimen en el contexto inmediatamente anterior a la huelga de transportes en Barcelona, la revista, que repartía entonces 43 000 ejemplares entre todas las diócesis de España, fue suspendida definitivamente (‍De Boni, 1996; ‍Montero García, 2015).

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«Sin precipitaciones, pero con tesón», Ecclesia, 18-8-1951; «Ni sindicato ni cofradía», Ecclesia, 25-08-1951.

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Raimond Biadieu, jefe de batallón del ejército francés, popularmente conocido como comandante Vira. Sus numerosas acciones en favor de los refugiados judíos fueron premiadas en 1985 con el título de justo entre las Naciones.

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[76]

Copia realizada por la Jefatura Provincial de FET-JONS de Sevilla de la carta enviada por Mariano Aguilar Navarro a José Miguel Azaola, Gregorio Marañón, Ramón Menéndez Pidal, Manuel Giménez Fernández, Ramón Otero Pedrayo, José Ortega y Gasset y Juan Estelrich, 7-‍6-1950. AHUNAV: 040/001/001-3.

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«Inaceptable», Ecclesia, 10 de junio de 1950. «Apparent Church-State Friction in San Sebastian Area», 20-‍6-1950. Informe enviado al Departamento de Estado por John Wesley Jones, consejero de la Embajada Norteamericana en Madrid. NARA: Department of State, box 6455.

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[83]

Semprún a Roncalli, 26-‍1-1949. AES: Spagna V, 1124, folios 183-‍187.

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Fernando Ferris Sales (1901-‍1974). Director del Instituto Social del Arzobispado de Valencia. Desde 1951, delegado nacional de Migración y corresponsal de España ante la Oficina de Refugiados de la ONU. Primer director de Obras Católicas Migratorias (1956).

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Carta reservada de Roncalli a Montini, 8/3/1950). AAV: Commisione Soccorsi 517, fasc. 7, p. 31

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[88]

Carta autógrafa de Pío XII a Franco, 30-‍12-1942; enviada a Cicognani, 6-‍2-1943. Carta de repuesta de Franco a Pío XII, 23-‍2-1943. AES: Spagna V, 949, folios 134-‍159.

[89]

Cicogani a Tardini, 23-‍2-1947. AES: Spagna V, 915, folio 43.

[90]

Baggio a Tardini, 27-‍3-1946. AES: Spagna V, 900, folios 4-‍8.

[91]

González Gullón (‍2010) y Orsi Portalo (‍2013).

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