RESUMEN
Esta investigación aborda el estudio comparado de la corrupción electoral en España y el Reino Unido durante el último cuarto del siglo xix, profundizando especialmente en sus aspectos culturales. Para ello se utiliza como fuente principal dos textos legales promulgados en ambos países contra el delito electoral: la ley electoral española de 1878 y la Corrupt and Illegal Practices Prevention Act británica de 1883. El análisis de los distintos tipos de delito electoral que debían ser sancionados y la tipología de las penas aplicadas hace posible determinar cuáles fueron los procedimientos más habituales para manipular el voto y qué gravedad se les atribuyó desde un punto de vista político y social. Del mismo modo, la bibliografía y las fuentes hemerográficas nos permiten reconstruir qué efectos tuvieron estas leyes en la erradicación de las prácticas corruptas y a qué ritmo se produjo esta en uno y otro país. Los datos obtenidos ponen en cuestión algunos tópicos frecuentemente formulados en relación con la supuesta pureza del sistema político británico y el carácter sistémico de la corrupción en el español. La reflexión realizada nos ayuda, finalmente, a comprender el fenómeno de la corrupción electoral de finales del siglo xix a través de la definición de los umbrales de tolerancia de cada sociedad y de la inclusión o no de la misma en el discurso intelectual sobre la prosperidad o la decadencia nacional.
Palabras clave: Corrupción política; delito electoral; legislación electoral; voto.
ABSTRACT
This research deals with the comparative study of electoral corruption in Spain and the United Kingdom during the last quarter of the nineteenth century, with special emphasis on its cultural aspects. For this purpose, two legal texts enacted in both countries against electoral crime are used as the main source: the Spanish electoral law of 1878 and the British Corrupt and Illegal Practices Prevention Act of 1883. The analysis of the different types of electoral crime to be sanctioned and the typology of the penalties applied makes it possible to determine which were the most common procedures to manipulate the vote and what seriousness was attributed to them from a political and social point of view. Similarly, the bibliography and newspaper sources allow us to reconstruct what effects these laws had on the eradication of corrupt practices and at what pace this occurred in both countries. The data obtained allow us to question some clichés frequently formulated in relation to the supposed purity of the British political system and the systemic nature of corruption in Spain. Finally, this reflection helps us to understand the phenomenon of electoral corruption at the end of the 19th century through the definition of the thresholds of tolerance of each society and its inclusion or not in the intellectual discourse on national prosperity or decadence.
Keywords: Political corruption; electoral crime; electoral legislation; vote.
Dice el Diccionario de la Real Academia Española que el concepto corrupción se define como la práctica, especialmente en las organizaciones públicas, consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores. Mucho costó que esta acepción genérica se incorporara explícitamente, pues durante muchos años la palabra corrupción mantuvo principalmente su sentido biológico de «pudrición» o «descomposición» y solo tangencialmente se la usó para hablar de los malos usos en el mundo de la justicia. En el Diccionario de autoridades de 1739 estos fueron los dos significados que se le reconocieron y hubo que esperar casi a finales del xviii para que términos como corromper o corruptela fueran claramente asociados a la esfera de las conductas morales, administrativas o políticas. Con todo, un siglo más hizo falta para que la palabra corrupción fuera aplicando abiertamente su etimología biológica a los fenómenos de fraude, soborno o cohecho también en la política. Los diccionarios de Vicente Salvá, en 1879, y de Elías Zerolo, en 1895, darían buena cuenta de ello[2].
En puridad, el recorrido semántico del concepto es inseparable del proceso cultural mediante el cual la ciudadanía fue haciéndolo suyo y utilizándolo cada vez más para envolver y narrar una situación social y política que, si bien antigua, no dejaba de ser irritante y escandalosa. El soborno, el tráfico de influencias, la evasión fiscal, la extorsión, el fraude, la manipulación o la subversión de la ley, entre otras conductas, no eran de nueva generación, pero es muy probable que a los ciudadanos europeos de finales del siglo xviii y del xix les parecieran realidades cada vez más difundidas, flagrantes e imparables y que por ellas modificaran su acción y posición política.
Durante los últimos años, a los estudios descriptivos sobre la corrupción política se han sumado nuevas miradas historiográficas que abordan su análisis desde una perspectiva cultural, aportando un análisis histórico y sociológico que encara, particularmente, su naturaleza y su capacidad de transformación de las sociedades liberales y democráticas, así como también el espacio de las percepciones, las interpretaciones y hasta las justificaciones del fenómeno. La corrupción así observada no solo se comporta como un revelador del estado moral de una sociedad, sino como un catalizador capaz de demoler determinados equilibrios políticos y de poner en cuestión las normas institucionales y jurídicas teóricamente admitidas por la ciudadanía. Así, más allá de sus aspectos peyorativos, la corrupción constituye en sí misma un factor de cambio insoslayable en el orden político y cultural de una sociedad. Dentro de este nuevo enfoque, cabe mencionar, a título de ejemplo, la investigación liderada por Frédéric Monier y Jens Ivo Engels para el espacio europeo, Bruce Buchan para Australia o Christoph Rosenmüller y Stephan Ruderer para el ámbito latinoamericano[3]. En España, esta nueva mirada está siendo aplicada también recientemente en los proyectos dirigidos por Borja de Riquer o Miguel Ángel del Arco[4].
Al analizar la protocorrupción de la segunda mitad del siglo xviii y su continuidad en los siglos xix y xx, Engels, Monier y Petiteau muestran cómo los hechos corruptos —tan actuales aún— son el producto de una larga tradición de corrupción del poder político dotada de profundas raíces culturales y alimentada en el tiempo a través de muy diversos mecanismos; pero señalan también que, sin embargo, el papel de la corrupción en la escena política no ha sido en absoluto inmutable. Tal y como estos autores afirman, a pesar de que las sociedades precedentes no dejaron de condenar este tipo de prácticas, la cuestión de la corrupción alcanzó durante la segunda mitad del setecientos un protagonismo desconocido hasta entonces y que tendería a crecer a lo largo del xix y del xx, convirtiéndose en un factor de primer orden en la dinamización y transformación de la vida política[5].
Mientras que durante el Antiguo Régimen la corrupción fue mayoritariamente entendida como una forma personalizada de abuso del poder y no comportó el cuestionamiento íntegro de los fundamentos del sistema político, la implantación de los principios del liberalismo y el surgimiento de una nueva esfera pública, participativa y cambiante, generó el redescubrimiento de la corrupción política bajo nuevos parámetros: la lucha contra ella se volvió mucho más incisiva e invadió el debate sobre las prácticas del Estado, el comportamiento de la clase política y la legitimidad del poder[6].
Es evidente, en este sentido, que las revoluciones liberales modificaron el imaginario sobre la corrupción y las respuestas hacia ella. En un nuevo contexto de pluralismo ideológico, la corrupción se introdujo en el combate político entre bandos y partidos, apareció como un atentado evidente contra esa nueva realidad que afloraba bajo el concepto de interés general y se escenificó en panfletos, caricaturas y libelos, adquiriendo una extraordinaria corporeidad. También se valoró si era un mal natural, una característica consustancial al ser humano, una metáfora de la sumisión de los débiles al poder o un precio a pagar a cambio de la libertad y la modernización[7].
Con posterioridad, el fenómeno de la corrupción política ha atravesado la historia contemporánea, de forma encubierta o explícita, en el marco de sistemas representativos o totalitarios, presentándose como una realidad extraordinariamente versátil, capaz de adaptarse y de mutar para resistir al paso del tiempo y a los azotes del cambio político y la legislación. Su complejidad nos impide, de hecho, avalar una concepción lineal del progreso político, según la cual la mera desaparición de la corrupción implicaría mayores cotas de madurez política o de democratización. O, por el contrario, sentenciar que la existencia de la corrupción es incompatible con otras formas de modernización política y progreso democrático. Lo que, sin duda, parece oportuno es indagar en sus raíces culturales, en las transferencias espaciales y temporales que sus prácticas han sufrido y en las formas singulares que ha adoptado, así como en las respuestas que la sociedad ha generado ante la misma, aplicando una mirada cultural y de larga duración que sustente sobre la comparación trasnacional conclusiones cabales capaces de superar el análisis territorial singularizado[8].
No siempre se ha hecho así. El convencimiento de que España ha sido un país especialmente corrupto ha tenido y tiene numerosos partidarios, pero quizás nadie mejor que Joaquín Costa, con su célebre opúsculo Oligarquía y caciquismo (1901), supo convertirlo casi en un dogma de fe. Su interpretación sobre la política española como producto de una pirámide jerárquica apuntalada por la corrupción política y electoral, parece, además, tener un acomodo casi perfecto con el juicio que muchos otros políticos, intelectuales, literatos y ciudadanos formularon durante el regeneracionismo sobre los males del país y su causalidad última. Y no era esta, desde luego, una convicción carente de sentido. Desde principios del xix se sabía que la corrupción, multiforme e impune, había campeado por todas las regiones españolas, condicionando severamente la vida política. Durante las últimas décadas, algunos historiadores también se han encargado de demostrarlo fehacientemente con estudios tanto en una escala nacional como provincial o local. Entre ellos se cuentan los pioneros de Tusell y Varela Ortega[9] y los posteriores, por ejemplo, de Cruz Artacho, Sierra, Peña o Moreno Luzón[10], que mantienen líneas de continuidad actuales con los de Inarejos o Sánchez, entre otros[11]. Sin embargo, un cierto ensimismamiento ha afectado a todas estas investigaciones que, en el fondo, partían de la premisa de estar estudiando un caso singular, dotado de escasas semejanzas con otros países europeos —salvo, quizás, los del ámbito mediterráneo—, como si España hubiera padecido, ella sola, una enfermedad de la que el norte o centro de Europa y buena parte del mundo occidental se hubieran librado.
Los datos, de hecho, parecen estar en contra de este planteamiento y lo señala Fabrice Lehoucq al subrayar la existencia de un ejercicio masivo del fraude electoral en Reino Unido e Irlanda, Alemania o Estados Unidos, entre otros países, a lo largo de todo el siglo xix. En concreto, basándose en las investigaciones de Kousser, Perman y Bensel, Lehoucq señala la persistencia de una extendida corrupción electoral en Estados Unidos al menos hasta principios del xx, resaltando en especial la intervención del voto en los estados sureños mediante la clientelización, la acción violenta, la compra de votos o el pago a cambio de la abstención. Sorprende —señala Lehoucq— que, con todos los indicios existentes y con la extensa documentación disponible, el estudio de la corrupción electoral no haya proliferado en la historiografía estadounidense. Igualmente, apoyándose en los estudios de Anderson, Lehoucq define para el caso alemán un período de corrupción explícita, comprendido al menos entre 1867 y 1912, en el que la Iglesia y los terratenientes ejercieron una enorme presión sobre las clases subalternas[12].
En lo que se refiere al Reino Unido e Irlanda, el balance no es muy distinto, si bien la preocupación de los historiadores británicos por el tema es más antigua y ha sido, sin duda, más productiva. Un buen ejemplo nos lo proporciona la obra de Seymour Electoral Reform in England and Wales: The Development and Operation of the Parliamentary Franchise, 1832-1885, publicada en 1915 y dedicada a explicar cómo el proceso de reforma de la legislación electoral británica fue erosionando el poder de la aristocracia terrateniente y de la plutocracia comercial sobre los votantes. Cabe encontrar cierta continuidad, sin duda, entre este texto y las investigaciones de Hanham (1959) y O’Leary (1962), aunque con ciertos matices. Así, Seymour y Hanham concluyen que el período posterior a 1865 fue en Gran Bretaña «extremely corrupt» y que el fraude no fue erradicado hasta las postrimerías del xix, principalmente como consecuencia de las reformas emprendidas entre 1883 y 1885[13], mientras que O’Leary prolonga esta consideración hasta al menos 1911, afirmando que, tras las últimas reformas mencionadas, se requirió de toda una generación para alcanzar una depuración efectiva de los comicios. La obra de O’Leary, The Elimination of Corrupt Practices in British Elections, 1868-1911, ha sido, de hecho, considerada durante años como el trabajo más importante sobre la corrupción electoral británica en el siglo xix, al analizar el fenómeno desde sus orígenes, pero centrado principalmente en aquellas reformas legislativas que trataron de atajar la compra de votos y el soborno, principal mecanismo de fraude en el país[14]. Este trabajo ha tenido continuidad en autores como O’Gorman y Rix, cuyo artículo «The Elimination of Corrupt Practices in British Elections? Reassessing the Impact of the 1883 Corrupt Practices Act» proporciona el primer estudio específico sobre la Corrupt Practices Act de 1883, ley considerada clave, como vemos, en el declive de la corrupción en el Reino Unido[15].
En línea con estas reflexiones, nos proponemos los siguientes objetivos: en primer lugar, realizar un estudio comparativo de la legislación que definió y sancionó la corrupción electoral en España y en el Reino Unido en el último cuarto del siglo xix; en segundo lugar, identificar las prácticas corruptas existentes y contrastar las respuestas punitivas que se plantearon frente a ellas y los mecanismos de control que se emplearon en uno y otro país; en tercer lugar, matizar la convicción mayoritariamente extendida entre los historiadores españoles —y aun europeos— de que España fue un territorio excepcionalmente abonado para el arraigo de la corrupción y, en cuarto lugar, determinar las posibles causas de las convergencias y divergencias de magnitud y ritmo detectadas entre el caso español y el británico.
Desde el punto de vista metodológico se abordará el análisis comparativo de la ley electoral española de 1878 (que estuvo en vigor hasta 1890) y la ley de delitos electorales británica de 1883, por ser estas normativas las que presentan una mayor proximidad temporal y un contexto interpretativo más semejante. Además de los textos legales concernidos, se tendrá como apoyo la literatura académica existente sobre el tema y algunos estudios de caso particulares, así como referencias a distintas sesiones parlamentarias y a diversas fuentes hemerográficas ilustrativas del contexto social y político en el que se elaboró este aparato legal y de sus efectos.
Entendemos que el análisis y la comparación de estos dos casos, que hasta el momento no ha sido nunca abordado, puede arrojar un balance muy positivo, permitiéndonos indagar en los rasgos comunes que la corrupción política ha presentado en el mundo occidental, desmontando tópicos y analizando las transferencias o divergencias de modelos, argumentaciones y respuestas que generó tanto en la clase política y judicial como en la ciudadanía.
Tal y como ya hemos comentado, el concepto de corrupción comenzó a adquirir un nuevo significado al calor de la progresiva adopción del pensamiento ilustrado y la aparición del liberalismo, cuando la separación de las esferas pública y privada se hizo más evidente y la ética liberal trató de construir un nuevo orden en el que ya no se permitieran ni el enriquecimiento personal ilícito ni el amiguismo. La corrupción política, de hecho, pasó a convertirse en un asunto de interés y debate público, proyectado hacia los medios de comunicación y capaz de generar numerosos escándalos políticos en gran parte del continente europeo. En consecuencia, los sistemas representativos, con desigual acierto, se aprestaron a legislar para tratar de frenar la corrupción, generando todo un cuerpo normativo destinado a controlar las incompatibilidades administrativas, la fiscalización del dinero público y el desarrollo de la vida electoral[16]. Es este el contexto en el que tanto en España como en el Reino Unido, durante las últimas décadas del xix, se desarrolló un intenso debate sobre la corrupción y se arbitraron diversos mecanismos para su eliminación.
En España, la denuncia y persecución de la corrupción política comenzó de forma muy temprana y, ya desde 1808, se empezó a vigilar la conducta de los empleados públicos y de los representantes políticos, si bien la eficacia de las medidas adoptadas dejó mucho que desear. El debate en torno a la corrupción y las irregularidades de la vida política creció en intensidad a partir de los años treinta y cuarenta, instalándose como marco de referencia una cultura en la que el ejercicio de la representación política se concebía no como un derecho, sino como una función desinteresada en pro de la comunidad y de la que, en teoría, no debía derivarse bien o provecho alguno. La cuestión es que se aprobaron algunas normas y leyes contra la corrupción, pero su aplicación se mostró por lo general ineficaz. En puridad, hasta 1864 no entró en vigor una ley penal para castigar los delitos electorales. Esta regulación fue presentada al Congreso por Cánovas del Castillo, a la sazón ministro de la Gobernación, dando forma a la ley de 22 de junio de 1864 para «poner un freno» y «luchar contra la corrupción electoral». Llegaba tarde a España, no obstante, en comparación con lo sucedido en otros países europeos y tuvo una fría acogida. Como señaló Mestre, el pueblo «recela de la política represiva del Gobierno. Por ello, la ley, que da categoría de delito a las principales maneras de corrupción histórica electoral, no encuentra el esperado respaldo popular»[17].
Que los efectos de esta primera regulación no estuvieron a la altura de las circunstancias parece una evidencia, pues la denuncia de la corrupción política y electoral no dejó de ser una constante en los debates parlamentarios, llegándose a poner en cuestión que existiera un auténtico «cuerpo electoral» en España y que, en consecuencia, el sistema político pudiera ser considerado, de forma efectiva, como un sistema de gobierno representativo. Ya en la Restauración, entre los numerosos testimonios aportados por políticos de distintas tendencias, destacan las palabras del diputado Núñez de Arce durante la discusión constitucional de 1876, al manifestar que la «docilidad del cuerpo electoral» no era más que la consecuencia del «profundo estado de corrupción a que han llegado, por culpa de los gobiernos, los elementos políticos de nuestra patria»; o las del diputado centrista Rico y García quien, durante la discusión de la ley electoral de 1877, manifestó que «no es la ley electoral la que puede influir y la que puede resolver en verdad las cuestiones electorales»[18]. De hecho, las elecciones de 1876, las primeras celebradas durante el sistema de la Restauración —y curiosamente con sufragio universal, el sistema de voto que había prevalecido durante el Sexenio democrático—, se caracterizarían por ser una de las más corruptas de la época, poniéndose de manifiesto el diseño gubernamental a cargo del ministro Romero Robledo[19].
En cuanto al caso británico, caracterizado por una mayor tradición parlamentaria, la actitud de los políticos ante la corrupción electoral no fue mucho más combativa que la mostrada en España. En general, se aprobaron leyes frente a los escándalos de compra de votos, tales como la Treating Act, de 1696, o la Bribery Act, de 1729; sin embargo, se aplicaron solo ocasionalmente[20]. Así las cosas, la compra de votos fue la tónica dominante en un sistema en el que, durante largo tiempo, las clases terratenientes mantuvieron su influencia sobre el sistema electoral, siendo capaces de dirigir el voto de la mayoría de los electores hacia la defensa de sus intereses particulares.
Es igualmente cierto que a lo largo del siglo xix se efectuaron importantes reformas legislativas que afectaron a la práctica electoral británica en muy diversos sentidos, incluyendo, lógicamente, la ampliación y redistribución del cuerpo de votantes y la persecución del delito electoral, pero sus efectos nunca fueron ni los esperados ni significativamente efectivos. Entre las reformas más representativas cabe señalar la Reform Act, de 1832, que aumentó el electorado de un 5 % al 7 % del total de la población adulta; la Second Reform Act, de 1867, por la que el número de electores alcanzó al 16 %; la Parliamentary Elections Act, de 1868, que transfirió a la Corte Suprema de Justicia la responsabilidad de juzgar las actas electorales, y la Ballot Act, de 1872, que instauró el voto secreto en las elecciones.
Gracias a estas reformas, se produjo una redistribución de los escaños que permitió que los burgos con menor población (los rotten boroughs y los pocket boroughs) perdieran su representación en beneficio de las emergentes ciudades industriales y de los condados más poblados, además de extender el sufragio a la pequeña burguesía de las ciudades y al arrendatario medio de los campos, si bien se mantuvo la exclusión de obreros y campesinos[21]. Pero la corrupción electoral no desapareció: tras la Gran Reforma de 1832, el soborno y el treating (dar bebida y comida a los votantes como incentivo) fueron muy frecuentes, lo que generó en 1854 la necesidad de promulgar una nueva ley que definiera y persiguiera las principales prácticas corruptas empleadas[22].
Será a raíz del escaso éxito en la contención de la corrupción electoral cuando la lucha contra aquella se vuelva más incisiva. De hecho, sabemos hoy por los estudios de Kam que, tras la promulgación de la Ballot Act, se generaron otros canales alternativos para la manipulación del sufragio que demuestran que el secreto del voto, por sí solo, suponía un avance, pero no un factor decisivo[23].
Las numerosas reclamaciones presentadas tras las escandalosas elecciones de 1880 levantaron una verdadera ola de indignación en todo el país que las diferenció, como afirma Orr, de las celebradas hasta finales de los sesenta, mucho menos competitivas y partidistas[24]. Rompiendo esta tónica, en 1880 se presentaron 39 peticiones de revisión electoral: 25 llegaron a juicio y 15 de ellas tuvieron éxito por motivos de corrupción, anulándose la elección de 18 diputados. Esta situación daba una preocupante continuidad a las prácticas corruptas detectadas en comicios anteriores; por ejemplo, en los de 1852, cuya flagrante manipulación motivó la elaboración de la primera Corrupt Practices Act, de 1854, y en los de 1868, cuando, tras entregar el control de las actas a la Corte Suprema de Justicia, se produjo un número excepcional de casos.
Era sentir general, además, que estos hechos solo representaban la punta visible de un iceberg. En 1880, The Times sugirió que «por cada circunscripción expuesta como corrupta, existía otra», mientras que el Daily Telegraph en 1881 afirmó que, «probablemente, solo una docena de circunscripciones eran totalmente puras». De hecho, las investigaciones de la Comisión Real revelaron en torno a 9000 personas culpables de prácticas corruptas, entre las que se encontraban magistrados, alcaldes, concejales o comerciantes[25]. Quedaba demostrado, de forma patente, que la legislación vigente era abiertamente insuficiente y que la mayoría de los casos de corrupción quedaban impunes, de ahí que se necesitara una regulación más contundente.
Inmersos en este contexto, en el intervalo comprendido entre 1878 y 1883, los Parlamentos de España y Reino Unido trataron de acometer cambios legislativos profundos para regular aspectos relacionados con los delitos y las falsedades electorales: en España, se presentará un proyecto de reforma que acabará siendo una nueva ley electoral en 1878, mientras que en Reino Unido, el fiscal general Henry James presentará en 1881 un proyecto de ley sobre prácticas corruptas e ilegales, la futura Corrupt and Illegal Practices Prevention Act.
La ley electoral española de 1878, nacida de un amplio consenso entre conservadores y fusionistas, retomó la figura del sufragio censitario propia del moderantismo doctrinario, pero también incluyó una serie de medidas tendentes a favorecer la presencia de minorías ideológicas, como la creación de circunscripciones electorales plurinominales en torno a las grandes ciudades, el sufragio acumulativo o el voto de menos candidatos que el número de puestos a cubrir. Cierta modernización cabía ver también en la reducción a un día de la emisión del voto y en la aparición de la figura del interventor, en cuanto representante de los candidatos encargado de vigilar el desarrollo de la votación. Por otro lado, «incluía un amplio catálogo de delitos, prohibiciones y penas que proscribían explícitamente todas las prácticas fraudulentas o corruptas exhibidas hasta entonces»[26].
La Corrupt and Illegal Practices Prevention Act, por su parte, obtuvo el consentimiento real tras muchos debates legislativos el 25 de agosto de 1883. Nacía con dos objetivos principales: reducir los gastos electorales y hacer que las sanciones por prácticas corruptas fueran mucho más severas. En relación con las elecciones de 1880, los datos oficiales habían mostrado que se había producido un gasto de 1 737 300 libras —750 000 más que en las anteriores elecciones de 1874—, si bien, extraoficialmente, se sospechaba que las cifras habían podido alcanzar, incluso, los tres millones de libras: «Just as petitions failed to reveal the true extent of corruption, “wilful omissions” and “account-cooking” meant that these returns did not include all expenditure. Estimates of the actual amount spent in 1880 ranged from £2m. to £3m.»[27]. La fórmula utilizada para limitar el gasto fue establecer un «maximum schedule» que fijaba un tope a las cantidades que los candidatos podían gastar en las elecciones, en función del tipo y tamaño del distrito electoral, pues era opinión generalizaba que, tras esos gastos desbordados, estaba la compra masiva de votos. Por otro lado, la nueva ley distinguía entre los delitos meramente «ilegales» y los que eran «corruptos», imponiendo penas superiores para estos últimos[28].
Las leyes española y británica tenían en común incorporar un extenso y detallado catálogo de los delitos electorales y procedimientos fraudulentos que debían ser perseguidos y penados y que, por sí mismos, constituían todo un tratado descriptivo de las prácticas corruptas a las que, con más frecuencia, se recurría. El título VI de la ley de 1878, denominado «De la sanción penal», en sus artículos 123 a 129 recogía estos delitos electorales y los dividía en tres categorías: «falsedades», es decir, aquellos delitos relacionados con la alteración de las actas, libros, registros, etc., por parte de funcionarios o particulares y que dificultaban el ejercicio de los derechos electorales; «coacciones», descritas como todo acto realizado por funcionarios o particulares que tuviera intención de cohibir o presionar a los electores, e «infracciones de la ley electoral», en cuanto faltas cometidas contra el ejercicio del derecho electoral[29]. Por su parte, la Corrupt and Illegal Practices Prevention Act distinguía entre las prácticas corruptas («corrupt practices»), es decir, la realización de acciones que corrompieran la legalidad de la elección, tales como soborno, usurpación de la personalidad o el mencionado treating; las «illegal practices» o prácticas ilegales, y las «illegal payment, employment and hiring», o sea, contrataciones y pagos ilegales que, a su vez, se dividían según hubieran implicado un delito económico derivado de la realización de pagos o una contratación de personal contraria a lo dispuesto por los marcos legales[30].
En materia de delitos electorales, la legislación española y la británica reconocían una gran variedad tipológica que analizaremos a continuación de forma comparada:
Alteración del censo
Este delito se encontraba dentro de las infracciones en materia electoral contempladas por la ley española, concretamente en el articulado referente a las «falsedades». Según su definición, son culpables de este delito, entre otros, «los funcionarios o particulares que, con el fin de dar o quitar el derecho electoral, alteren las listas, los asientos del libro del censo y sus modificaciones, o certifiquen inexactamente sobre bienes, títulos o cualidades en que se funde el derecho o la incapacidad electoral y los interesados o sus representantes que, con iguales fines, falten a sabiendas a la verdad en sus actos, peticiones y declaraciones» (art. 124.1.º). El precepto, además, se hacía extensible a cualquier persona que alterase el secreto del voto o manipulase las papeletas o el recuento, así como a los electores que emitiesen dos sufragios. Por su parte, la legislación británica recogía un apartado con «otros delitos» (other offences under the corrupt practices acts), en el que incluía sanciones para todo funcionario que cometiese cualquier infracción intencionada que contraviniera el desarrollo de la elección y el cumplimiento de la propia ley. La sanción incluía, además de las responsabilidades a las que pudiera estar sujeto, una compensación económica nunca superior a las 100 libras para las personas perjudicadas por dicha acción u omisión (sec. 61, pp. 109-110).
Soborno y compra de votos
Se cometía este delito cuando se intentaba adquirir el voto de un elector o se le inducía a la abstención a través de dinero o cualquier tipo de remuneración en especie. Estos usos debían de ser muy comunes en el caso de Gran Bretaña, pues, de hecho, Bogdanor se refiere a las elecciones británicas anteriores a 1883 como «orgías de soborno y cohecho»[31]. Este delito se encontraba regulado, en términos similares, en el capítulo II de la ley electoral de 1878 referente a «las coacciones», y en la Corrupt and Illegal Practices Prevention Act de 1883, que lo definía como práctica corrupta (sec. 3, p. 32). Ambas leyes incluían entre los culpables a sobornadores y sobornados.
Usurpación de la personalidad
Delito por el que una persona se hacía pasar por otra para votar en su nombre. Este delito se encuentra recogido en la legislación británica con la definición de «solicitar una papeleta electoral en nombre de otra persona, viva, muerta o ficticia, o votar tras haberlo hecho anteriormente», en la consideración de práctica corrupta (sec. 3, pp. 32-33). La ley electoral de 1878 lo incluye en el capítulo de las «falsedades» y lo define como un delito consistente en votar dos o más veces, «bien con nombre ajeno o bien por cualquier otro medio fraudulento» (art. 124.12.º).
Intimidaciones
Este tipo de delito lo cometen quienes por medio de violencia o amenazas presionan a los electores para que no hagan uso de su derecho al voto o lo ejerciten contra su voluntad. Se encuentra regulado en el capítulo II correspondiente a las «coacciones» de la ley española, en la que se alude a «los que, valiéndose de persona reputada como criminal, solicitaren por su conducto a algún elector para obtener su voto en favor o en contra de candidato determinado, y el que se prestase a hacer la intimación» (art. 127.4.º). Igualmente, aparece recogido en el acta de 1883, considerándolo como práctica corrupta y en referencia a «toda persona que, directa o indirectamente a través de otra en su nombre, provoque o amenace con provocar cualquier tipo de lesión, daño, pérdida temporal o ‘espiritual’ sobre cualquier elector, con el fin de inducir a esa persona a votar o abstenerse de votar, impidiendo así, el libre ejercicio del sufragio» (sec. 2, pp. 32).
Desórdenes y alborotos intencionados
Delito electoral solo incluido en la regulación española y alusivo a la realización de actos que perjudicaran el normal desarrollo del proceso electoral. En este sentido, se define la culpa de «los que turbaren el orden, profirieren gritos o impidieran la libre circulación con cualquier pretexto que sea, dentro de los colegios o a sus alrededores a una distancia de menos de 500 metros» (art. 127.8.º).
Treating
Por las reiteradas menciones que recibe, debía de ser una práctica muy común en el Reino Unido durante la celebración de las elecciones. En la ley de 1883 se la define como el delito cometido por cualquier persona que, por sí misma o a través de otra, antes, durante o después de una elección, proporciona comida, bebida o entretenimiento a los electores, con el propósito de influir en la votación, siendo culpables tanto el corruptor como el corrompido, es decir, el elector que se deje corromper (sec. 1, pp. 27-30). Este delito, aunque no se encuentra reflejado en la legislación española como una práctica diferenciada, sí que podemos asociarlo al soborno e, incluso, a algunas formas de compra de voto en especie. De hecho, en este apartado, la ley española inculpaba singularmente a los que «directa o indirectamente excitaren a la embriaguez a los electores en los días en que hayan de hacer uso de sus derechos» (art. 127.5.º).
Cambios intencionados en la ubicación de los colegios electorales
Este tipo de delito solo se encuentra regulado en la ley española, considerándolo como «falsedad», y recoge la acción de los alcaldes o de los individuos de la comisión inspectora del censo que, de manera premeditada o tras la no correcta publicación de los edificios designados para ejercer el voto, provocasen errores o confusiones sobre la ubicación de los colegios electorales (art. 124.3.º).
Gastos superiores al máximo permitido
Este delito lo encontramos regulado exclusivamente en la Corrupt Practices and Illegal Prevention Act, y definido como una práctica ilegal, pero no corrupta. Según su descripción, incurren en él los candidatos (o sus agentes electorales) que realicen gastos electorales en exceso antes, durante o después de una elección y que, por lo tanto, superen el límite presupuestario impuesto a cada candidatura. Según la legislación, ese límite estaba fijado en 100 libras como máximo para pagar los «gastos razonables de viajes y hoteles» relacionados con la campaña electoral. No obstante, este límite podía sobrepasarse siempre y cuando los restantes gastos fueran sufragados por un agente electoral. Por último, cualquier persona podía sufragar gastos menores (papelería, telegramas, etc.) cuando no sobrepasaran el límite máximo impuesto y fuesen autorizados por escrito por el agente electoral (sec. 8, pp. 37-38 y sec. 31, pp. 62-63). Evidentemente, un exceso de gasto en el proceso electoral inducía a pensar que se había incurrido en delitos de compra de votos, sobornos o treating.
Alteración del resultado del escrutinio
Se trata de un delito incluido solamente en la ley española dentro del capítulo «De las falsedades». Según su definición, eran culpables los presidentes, interventores o secretarios que, a la hora de extraer las papeletas de la urna y durante el posterior recuento, cometiesen inexactitudes con el objetivo de alterar o dificultar la comprobación de los procedimientos electorales (art. 124.11.º).
Votar cuando esté prohibido o inducir a otro a hacerlo, y publicar falso testimonio de la retirada de un candidato
Delito regulado en la legislación británica de 1883, pero ausente en la española. Eran culpables de esta práctica ilegal aquellos que votasen estando prohibido, ya fuera por esa o por cualquier otra ley, o indujeran a otro a hacerlo, y las personas que antes o durante una elección pública publicasen una falsa declaración, por ejemplo, sobre la retirada de un candidato, con el propósito de promover o procurar la elección de otro candidato (sec. 9, pp. 38-39).
Empleo de carros o de carruajes y caballos de alquiler
Se trata de una práctica exclusivamente incluida en la legislación británica y clasificada en la categoría de pagos y contrataciones ilegales. Cualquier persona que contratase un medio para el transporte de electores hacia el lugar de la votación sería culpable de contratación ilegal. No obstante, el transporte en vehículos privados sí estaba permitido (sec. 14, pp. 42-44).
Retirada corrupta de una candidatura
Este delito, que nos recuerda las coacciones que generó el artículo 29 de la ley electoral de Maura de 1907, lo encontramos recogido en el acta británica, dentro de la categoría de pagos y contrataciones ilegales. Según su definición, cualquier persona que induzca o procure corromper a otra con el objetivo de conseguir su retirada como candidato en una elección, a través de cualquier pago o promesa de pago, será culpable de pago ilegal. Por otro lado, también será culpable la persona que se retire (sec. 15, p. 44).
Como puede apreciarse, la propia definición legal de los delitos nos permite disponer de una descripción detallada de las distintas prácticas ilegales, fraudulentas y corruptas que se utilizaban en España y Reino Unido para falsear los comicios en el último cuarto del siglo xix. Las numerosas similitudes existentes entre los delitos consignados perfilan un marco cultural común en el que los modos y formas de la corrupción resultan prácticamente idénticos en ambos países, a pesar de las divergencias existentes entre sus regímenes políticos y sus también distintas legislaciones electorales. Las diferencias, por lo demás, nos permiten discernir cómo algunas de estas prácticas corruptas se adaptaron a determinadas condiciones legales, sociales o económicas específicas. En este sentido, la ley electoral española de 1878 incidió sobre todo en los delitos desarrollados en el proceso administrativo del voto (manipulación del censo, ubicación de colegios, alteración de actas, etc.), como es propio de un sistema en el que el censitarismo solo otorgaba el derecho político a unos pocos e iguales en status; mientras tanto, la ley británica de 1883 puso mayor énfasis en la dimensión económica del voto (compra de sufragios, sobornos, intercambio de prestaciones, gastos excesivos durante las campañas electorales, etc.), ya que estos se habían hecho mucho más relevantes en un sistema electoral cada vez más próximo a los formatos del sufragio universal masculino. De hecho, también en España, la entrada en vigor del sufragio universal en 1868 y en 1890 provocó en su momento una mutación significativa en los modos de la corrupción electoral, haciendo que se redujese el fraude administrativo y aumentase proporcionalmente el vinculado a la compra de votos, mecanismo mucho más apto para garantizar de forma efectiva votaciones favorables en un contexto en el que número de votantes había aumentado exponencialmente y había desbordado la lógica clientelar[32]. Por lo demás, delitos relacionados con la intimidación, coacción y violencia o con la suplantación de la personalidad y el voto múltiple encontraron buen acomodo tanto en la regulación española como en la británica, lo que permite determinar la semejanza entre ambos espacios y romper con algunos estereotipos galvanizados por la historiografía.
Cosa similar puede afirmarse con relación a las penas establecidas para cada tipo de delito. Como sanciones básicas, ambas leyes incluían penas basadas en la privación de libertad, pecuniarias o privativas de derechos, por separado o conjuntamente y con distinta magnitud. Desde luego, la suma de la privación de libertad con otras sanciones consistentes en una multa económica y/o la pérdida del derecho de representación o de sufragio, constituía la pena más dura y se aplicaba a los delitos electorales considerados de mayor gravedad.
La ley española castigaba, en este sentido, a todos aquellos que cometieran delito de falsedad en materia electoral —fueran funcionarios o particulares— con pena de prisión mayor (entre siete y doce años) y multa de 100 a 5000 pesetas (art. 123). Además, también castigaba a todas aquellas personas que ejercieran presión o realizasen coacciones sobre los electores con pena de prisión correccional (de uno a tres años) y multa de 100 a 5000 pesetas e inhabilitación temporal» (art. 125). Finalmente, a los responsables públicos que cometieran infracciones relacionadas con el procedimiento electoral se les sancionaba con pena de arresto y multa de 50 a 5000 pesetas (art. 128).
Por su parte, la Corrupt and Illegal Practices Prevention Act reservaba para la comisión de «prácticas corruptas» las penas más duras. Contrastado el delito judicialmente, el candidato quedaba inmediatamente inhabilitado o, de haber tomado ya posesión, perdía el escaño; pero, además, se exponía a distintas sanciones que, según la importancia de la infracción, podían suponer la pena de prisión de un año (con la opción de trabajos forzados), una multa de hasta 200 libras y la inhabilitación parlamentaria durante siete años en el distrito en el que se hubiera cometido el delito. En el caso de prácticas corruptas muy graves, los candidatos podían sufrir penas de prisión de hasta dos años (con o sin trabajos forzados) y quedaban incapacitados por siete años no solo para el ejercicio de la representación parlamentaria, sino también para la ocupación de cualquier empleo público. A efectos legales, la ley no distinguía en este caso si el candidato había actuado personalmente o a través de sus agentes (sec. 4-6, pp. 33-36). En este punto, es preciso reconocer que la legislación española era más laxa.
En el caso de las llamadas «prácticas ilegales», la ley británica eludía las penas de privación de libertad y establecía dos sanciones paralelas: una multa de 100 libras y la prohibición de inscribirse durante cinco años como elector o votante en cualquier elección (para cargo público o representación parlamentaria) en el distrito electoral en el que se había producido el delito. A diferencia del caso anterior, la norma distinguía si los hechos habían sido cometidos por el candidato o con su consentimiento, en cuyo caso quedaba inhabilitado para la vida parlamentaria por siete años, o realizado por sus agentes sin conocimiento de él, lo que suponía su inhabilitación solo mientras durase la legislatura parlamentaria y siempre en el mismo distrito (sec. 10-12, pp. 39-41). En un rango menor, para delitos relacionados con las contrataciones y pagos ilegales, se consignaba una multa de 100 libras; pero si la falta era cometida por el propio candidato, en persona o mediante un agente electoral, pasaba a ser considerada una «práctica ilegal» y se imponían también penas de inhabilitación idénticas a las descritas con anterioridad (sec. 21, pp. 49-50).
En último lugar, siendo uno de los objetivos principales del acta de 1883 la reducción y control de los gastos electorales, se establecía un maximun schedule en el que se recogían los gastos máximos permitidos a los candidatos electorales, distinguiendo entre los distritos y condados situados en Inglaterra, Gales y Escocia, por un lado, y los de Irlanda, por otro; y estableciendo distintas cuantías según el número de votantes y sus fracciones adicionales[33].
En líneas generales, de la comparativa de ambos textos regulatorios puede concluirse que las diferencias son escasas. Aunque la norma británica es más detallada en las tipologías del delito, salvo casos puntuales como el de las contrataciones o la limitación del gasto electoral, las infracciones descritas son muy similares y no hay tampoco excesiva diferenciación en cuanto a las penas. En España se recurre a la prisión con más facilidad y superior dureza, mientras que en Reino Unido se opta por la inhabilitación prolongada, pero afectando en la mayor parte de los casos solo a la representación en el mismo distrito en el que se ha cometido el delito y no en cualquier otro. Por lo demás, un somero análisis comparativo de las penas pecuniarias permite ver que estas se movieron en un rango muy similar: al cambio estándar de la época, la pena máxima para los británicos de 200 libras equivale, casi matemáticamente, a las 5000 pesetas que contemplaba la legislación española[34], si bien, atendiendo a los niveles de vida de cada país, puede que la multa máxima española fuese incluso más gravosa que la homóloga británica.
También fue similar la acogida de ambos textos en uno y otro país. En el caso español, la controversia sobre el censitarismo acaparó el debate parlamentario sobre la ley en su práctica totalidad y los artículos dedicados a la corrupción electoral se aprobaron en bloque sin discusión alguna. Consecuentemente, tampoco en la prensa se generó opinión alguna sobre la cuestión de faltas o delitos. De alguna forma, lo reconocía el diputado Polo de Bernabé al afirmar que «la ley electoral ha excitado muy poco interés en estos bancos y en el país», hecho que atribuía a que no se había garantizado plenamente el secreto del voto, como sí se había hecho en Inglaterra o en Bélgica[35].
Con todo, las novedades de la nueva ley electoral fueron, en general, bien recibidas. Esperanzado, El Imparcial destacó que «las novedades que introduce para asegurar la representación de las minorías, así en las mesas electorales como en el seno del Congreso, quitan todo pretexto a las oposiciones para acusar de falsedades en los comicios»[36]. En una línea similar, La Época señaló que «jamás amparó y ayudó sus derechos [de los electores] una ley más liberal y previsora»[37]. Los comentaristas de la Revista de España justificaron que el censitarismo se reinstalase, pues entendían que de esta forma se evitaba «la corruptela del censo, que tantas protestas ha levantado siempre, que tantas injusticias entraña»[38].
En cuanto a la Corrupt and Illegal Practices Prevention Act, a pesar del escepticismo de The Times, que expresó el temor de que las sanciones por «estrictas y draconianas» no obtuvieran la aprobación de la opinión pública, no hubo un fuerte rechazo hacia su promulgación. Los conservadores, de hecho, no se opusieron a ella, pues sabían que, aunque las restricciones en los gastos electorales podían perjudicar a muchos de sus partidarios plutócratas, acabar con las viejas prácticas parasitarias electorales beneficiaría a todos los candidatos y ayudaría a reducir las enormes sumas que se gastaban durante las campañas electorales[39]. Ambas leyes contaron, por lo tanto, con cierto visto bueno en sus respectivos países. Faltaba solo comprobar que su aplicación resultase eficaz.
Las primeras elecciones celebradas bajo la ley electoral de 1878 se produjeron el 20 de abril de 1879 y presentaron un aparente contrapunto con sus inmediatas predecesoras. Uno de los rasgos más destacados de las elecciones españolas era la intervención en el proceso electoral del partido gobernante con el objetivo de asegurarse una mayoría holgada en el hemiciclo; sin embargo, Francisco Silvela, ministro de la Gobernación, trató de demostrar cierta neutralidad enviando hasta tres circulares en las que solicitaba a los gobernadores civiles que mantuvieran una actitud imparcial y se abstuvieran de apoyar a los candidatos «oficiales». En su última circular, emitida el 29 de marzo, el ministro les recordó el deber de procurar que las elecciones se verificasen «sin género alguno de presión sobre la voluntad de los electores; todos, sin distinción alguna de opiniones, podrán ir con igual libertad y con idénticas garantías a las urnas [...]». También les ordenaba ser «absolutamente tolerantes» con la crítica al Gobierno y «consentir y proteger las reuniones de electores». No dejaban de ser lugares comunes que, perfectamente, podían coexistir con otras intervenciones asimiladas a la confección del encasillado, la elaboración de censos o la presión ambiental sobre las oposiciones. De hecho, así lo entendieron las fuerzas liberales, que en un manifiesto preelectoral aseguraron que acudirían a los comicios «sin más garantías que unas cuantas circulares que, como tantas otras de la misma índole, serán letra muerta en los momentos decisivos del combate»[40].
Los resultados de las urnas, en aquella ocasión, otorgaron una mayoría de 288 escaños al Partido Conservador, que ocupaba el poder ejecutivo, si bien se perdieron 45 distritos en relación con las elecciones de 1876. Además, en términos generales, se pudo percibir una mayor competitividad, tal y como parece demostrarlo el hecho de que en tres quintas partes de los distritos hubo lucha electoral, frente a solo un tercio escaso en los comicios anteriores. Por último, en cuanto al fenómeno del fraude y la corrupción electoral, aunque es evidente que existió, no alcanzó el carácter generalizado que había tenido en otras elecciones. Para un ufano Silvela, estos resultados eran fruto de su labor al frente del Ministerio de la Gobernación, llegando a afirmar que «dos elecciones más, hechas con el mismo espíritu, habrían bastado para devolver la confianza al cuerpo electoral»[41].
No obstante, las críticas tampoco faltaron, pues la oposición cargó contra el Gobierno asegurando que se habían cometido numerosas infracciones. En La Iberia, órgano liberal, fue probablemente el propio Pedro Calvo Asensio el que valoró positivamente los resultados de su partido, a pesar de que habían sido «combatidos violentamente con medios oficiales y coacciones sin cuento»[42]. Como la ley ya había tipificado claramente el delito electoral, hubo algún periódico que afirmaba que «todo se vendrá a tierra, si el Gobierno y los tribunales primero, y siempre el Congreso, no ponen correctivo enérgico a los abusos que hayan podido cometerse falseando el sufragio electoral»[43].
Durante la revisión de actas, Emilio Castelar denunció las irregularidades cometidas y cuestionó el funcionamiento de la comisión de actas del Congreso. Y es que uno de los fundamentos de la corrupción electoral en España era precisamente el mal funcionamiento de este ámbito jurisdiccional, en el que la potestad de aprobar o anular actas recaía sobre los mismos diputados. Esto marcaba una diferencia sustancial con el Reino Unido. Allí, desde 1868, la Parliamentary Elections Act y su posterior reforma, la Parliamentary Elections and Corrupt Practices Act, de 1879-1880, habían retirado el control de las actas electorales a la Cámara de los Comunes para depositarlo en una comisión especial de la Corte Suprema, en un intento de establecer una mayor independencia en la valoración de las reclamaciones presentadas. El hecho de que en España fuesen los propios parlamentarios los encargados de evaluarlas provocaría, entre otros factores, que los escándalos se perpetuasen en el tiempo, pues no existía un verdadero instrumento de control independiente que pudiese poner freno a la corrupción. Para Castelar, en efecto, el principal problema no se encontraba, así pues, en las leyes, sino en la falta de «legalidad» de los encargados de ejecutarlas: «Se necesitaba en el juicio de las actas mayor rigor, mayor seriedad, y acuso a este congreso, y acuso a la misma Comisión, aunque haya en ella amigos míos, no políticos, muy cercanos, de que no han correspondido en los juicios sobre las actas a la severidad, a la grandeza de la ley»[44]. Con todo, a partir de 1907 también se demostraría que en España, simplemente con derivar la valoración de las actas al Tribunal Supremo, no se conseguiría disminuir significativamente la manipulación electoral[45].
A la altura de 1879, la proclamación de los escaños por una comisión de actas que adolecía de parcialidad se aliaba con la injerencia gubernamental en una especie de simbiosis perfecta para falsear la voluntad ciudadana. Lo señaló así Venancio González durante un debate parlamentario de octubre de 1881, aludiendo al fraude electoral en las elecciones precedentes: era muy «fácil» para un Gobierno ser imparcial «cuando se tiene toda la máquina administrativa organizada con el fin político exclusivo de no perder nunca las elecciones», o cuando, «durante cinco años de preparación, se ha venido organizando el país para las elecciones»[46].
En el caso de las elecciones de agosto de 1881, la insistencia de los liberales en que sus elecciones habían sido «las más libres y ordenadas» de la historia colisionó con las denuncias que emitieron conservadores y demócratas, tanto en la prensa como en el Congreso, para evidenciar que se habían alterado los censos, bloqueado los nombramientos de numerosos interventores, detenido electores y comprado votos[47]. En general, siempre arreciaron las críticas contra la comisión de actas, a la que se acusaba de actuar por amiguismo, sin dar credibilidad a la documentación —incluso notarial— que se le presentaba y realizando sutiles distinciones entre los delitos que afectaban a la «forma» pero no al «fondo» de la elección[48]. Bajo la ley electoral de 1878 también se celebraron elecciones en 1884 y 1886 y, como cabía esperar, el partido en el Gobierno siempre tuvo una amplia mayoría, anticipando lo que habría de suceder a lo largo de toda la Restauración, incluso con el sufragio universal masculino.
La ley electoral, con sus virtudes y defectos, no era el principal problema de la situación política española: mostraba una serie de delitos electorales y sanciones penales que poco diferían de la Corrupt and Illegal Practices Prevention Act de 1883, y su definición jurídica no se diferenciaba en exceso de la de otros sistemas europeos coetáneos. Tampoco se tipificaban, como hemos visto, delitos que estuvieran ausentes en esos otros escenarios. Sin embargo, era la cultura política española —infiltrada por el caciquismo y el clientelismo— y, sobre todo, el mal funcionamiento de las instancias de control los que hacían que su aplicación no se produjese de forma estricta, generando un clima de impunidad que conducía a la persistencia de prácticas corruptas que venían de muy atrás. El análisis comparado de la ley electoral de 1878 con sus predecesoras permite comprobar que la gran mayoría de los delitos eran tipificados y descritos repitiendo, casi literalmente, sus definiciones legislativas previas, lo cual da idea de que este tipo de prácticas corruptas llevaban ya muchas décadas desarrollándose sin que ninguna medida adoptada para refrenarlas hubiera sido efectiva. Las variaciones mínimas que se pueden percibir están relacionadas exclusivamente con la caída en desuso de algunas prácticas y el surgimiento de otras que se adaptaban a los nuevos ordenamientos administrativos en la cultura material del voto, pero en ningún caso con la eficacia de los mecanismos de control[49].
Con todo, esta realidad tampoco se configura como una singularidad española. Un examen detallado del aparato de notas y comentarios de la Corrupt and Illegal Practices Prevention Act de 1883 nos confirma que esta también se apoyó, en gran medida, en la definición de delitos y en la tipología de las sanciones que habían recogido las reformas de 1852 y 1868, si bien extendiendo el ámbito de aplicación de estas o endureciendo de forma importante las penas imponibles (pp. 40-41). En ambos casos, tan importante era contar con el marco jurídico adecuado para perseguir la corrupción electoral como aplicarlo de forma contundente y eficaz y disponer de la necesaria flexibilidad para ir adaptándolo a las mutaciones del delito. En el caso del Reino Unido, las sucesivas leyes anticorrupción redactadas y su proximidad en el tiempo nos indican que esta adaptación se fue realizando quizás con mayor agilidad.
En España, por el contrario, el aumento de la compra de votos, por ejemplo, a raíz de la promulgación del sufragio universal masculino, nunca tuvo una respuesta inmediata y adecuada. Por el contrario, las sucesivas normas anticorrupción promulgadas se caracterizaron por una feble aplicación. Ni la propia ley electoral de 1890 ni la de 1907, que inspirándose en la Parliamentary Elections Act británica de 1868, otorgó la potestad de juzgar las actas de diputados al Tribunal Supremo, fueron capaces de acabar con el falseamiento electoral. Tanto la clase política como el resto de implicados en la manipulación de las elecciones contaron con una sensación de impunidad casi total en un sistema en el que la inexistencia de una auténtica división de poderes permitió que la corrupción dejase una profunda huella en la cultura política del país[50].
La debilidad de los poderes judiciales ante el delito electoral, piedra angular de su perduración, fue denunciada ocasionalmente por la prensa, pero nunca generó un debate público de mayor alcance. En la primavera de 1879, por ejemplo, una circular del fiscal del Tribunal Supremo en la que se instaba a los jueces a que no abrieran de oficio ninguna causa por este tipo de delitos sin contar con la autorización previa de sus órganos de gobierno provocó un cierto escándalo, pero no pasó de ahí. Del mismo modo, algunos periódicos antidinásticos denunciaron que los incursos en delitos electorales fueran indultados y, en general, se puso de relieve que algunas incompatibilidades entre las leyes electorales y las administrativas obstaculizaban su aplicación[51]. Por eso, cada vez que un tribunal mostró severidad contra los delitos electorales, la prensa se apresuró a aplaudirlo. A finales de 1880, así se expresaba El Imparcial después de comentar algunas de estas sentencias: «Al ver estas y otras parecidas resoluciones de los tribunales de justicia, en medio del diagnóstico grave que merece la actual situación del cuerpo electoral, no desconfiamos de su salvación, aunque en lejano período, si se tiene constancia en la aplicación de esta terapéutica que en algunas partes se ha ensayado»[52].
En cuanto al caso británico, los efectos de esta ley, que sumaba sus mecanismos de control a las anteriores, no se hicieron esperar. Las elecciones generales vieron reducido el número de «petitions» presentadas, especialmente en el ámbito local, lo que evidenciaba una sustantiva retracción de la corrupción: en los comicios celebrados entre 1865 y 1880 se presentaron 162 reclamaciones electorales en más del 14 % de las circunscripciones y solo prosperaron 61 (37,6 % del total), mientras que en las celebradas entre 1885 y 1895, la cifra bajó a 30 (en el 1,5 % de los distritos), y solo 9 (30 %) tuvieron éxito[53].
Ciertamente, la limitación de las cantidades que los candidatos podían gastar en las elecciones provocó una importante reducción de la compra de votos y la prohibición de que los candidatos contrataran servicios electorales o vehículos públicos para el transporte de los electores supuso un entorpecimiento para las conductas habituales. Así las cosas, los partidos tenían que «atenerse a una organización voluntaria», y contaban solo con un número limitado de empleados o mensajeros para realizar los trabajos electorales. Las cifras se redujeron considerablemente y los gastos declarados en las elecciones de 1885 supusieron 700 000 libras menos respecto de las anteriores. Tras las elecciones, The Times declaró que «la ley no ha sido una letra muerta, [...] hemos tenido pruebas claras de que las elecciones han sido en general puras»[54].
No obstante, la aplicación del acta de 1883 no acabó con todas las ilegalidades. Como explica Kathryn Rix, algunos candidatos falsificaron las cuentas para que pareciese que no habían sobrepasado los límites legales: John Skinner, un importante agente liberal, afirmó en 1907 que «todos los agentes han oído hablar de casos en los que ha sido necesario “falsificar” las cuentas para que parezca que no se han permitido gastos ilegales». En cuanto a la reducción del número de reclamaciones, esta variable no es necesariamente un indicativo seguro a la hora de cuantificar cuánto disminuyó la corrupción. Su elevado coste —en torno a las 5000 libras—, el hecho de que solamente tuvieran validez contra los candidatos vencedores o el resultado incierto de muchas de ellas hicieron que numerosos candidatos fuesen reacios a presentar alguna. En ocasiones, y ante las numerosas muestras de corrupción de ambos bandos, hubo lugares donde los dos candidatos, vencedor y contrincante, establecieron un acuerdo para no presentar peticiones. En Shrewsbury, por ejemplo, no se presentaron peticiones entre los años 1870 y 1902, a pesar de la evidencia de los hechos corruptos acaecidos[55].
Los estudios de Rix y Orr han demostrado fehacientemente que la Corrupt and Illegal Practices Act de 1883 redujo la corrupción electoral, pero no la erradicó, pues las cifras muestran indicios de la misma hasta bien entradas las primeras décadas del siglo xx. Además, hay que tener en cuenta la existencia de otros factores coadyuvantes, como el impacto de la votación secreta tras la ley de 1872, la ampliación del número de electores tras la Third Reform Act, de 1884-85, o los cambios de delimitación de las circunscripciones electorales, que dejaron fuera a barrios más pequeños y más difíciles de controlar, contribuyendo decisivamente a provocar severos cambios en el panorama electoral británico[56].
No obstante, la importancia del acta de 1883 no debe ser infravalorada, ya que algunas de las modificaciones introducidas en ella fueron claves en el devenir del sistema político de Gran Bretaña. Por un lado, a diferencia de la legislación anterior, estableció una definición clara y explícita de las prácticas corruptas e ilegales y de los castigos que cada una de ellas comportaba. La severidad de las penas provocaría, de hecho, que los candidatos y sus agentes fuesen mucho más cautos al realizar actos considerados punibles, de forma que la corrupción electoral pudo ir disminuyendo progresivamente. Por otro lado, debido a la limitación impuesta a los gastos electorales, los partidos tomaron conciencia de que no podían extralimitarse en sus pagos ni contar solamente con agentes remunerados, así que tuvieron que empezar a buscar colaboradores voluntarios, invertir en publicidad o ganarse el afecto de la prensa, iniciando su andadura en los caminos de la profesionalización política. Por último, a diferencia de anteriores ocasiones, los escándalos de las elecciones de 1880 despertaron unos sentimientos de vergüenza y humillación que serían claves para que la clase política de todas las tendencias se pusiese de acuerdo a la hora de tratar de acabar con las prácticas corruptas. La diferencia con España, en este caso, es abrumadora. La promulgación de la ley de 1883 será el intento más ambicioso hasta el momento de acabar con las prácticas corruptas en Reino Unido en todo el siglo xix, y se hará gracias al consenso interno alcanzado por la clase política británica.
En el caso español, el hecho de que numerosas investigaciones hayan abordado el estudio de la corrupción electoral española prescindiendo de una metodología comparada ha provocado la perpetuación de estereotipos que vinculaban este tipo de prácticas a una especie de carácter nacional español, inserto a su vez en el de los pueblos del arco mediterráneo, supuestamente menos civilizados en sus modos políticos que los del norte europeo. No obstante, la comparativa del caso español y el británico no solo revela importantes semejanzas en las estrategias corruptivas desarrolladas en el tiempo, sino que permite desmitificar esa asociación de la corrupción con un determinado contexto geográfico o político y nos remite a otros factores culturales. Como hemos visto, el análisis de la ley electoral española de 1878 incluye una numerosa muestra de delitos electorales, suplantación, intimidaciones o soborno, incorporados también en la Corrupt and Illegal Practices Act de 1883, y que vienen a demostrar cómo este tipo de fraudes electorales también tenían su equivalencia en el sistema político británico. De hecho, la promulgación del acta de 1883 evidencia en sí misma la incapacidad de las normas anteriores de poner freno a este tipo de prácticas corruptas. Las divergencias surgen cuando hablamos de magnitudes, de ritmos de erradicación y de umbrales de tolerancia.
Mientras que en el Reino Unido la entrada en vigor de la Corrupt and Illegal Practices Act inició la senda de una progresiva erradicación del fraude y la ilegalidad, la ley electoral española de 1878 no fue capaz de culminar ese proceso y, de alguna forma, hizo posible la perpetuación del fraude y la manipulación electoral. El factor diferenciador reside, en primera instancia, en que al establecimiento de una serie de modificaciones importantes (distinción entre prácticas corruptas e ilegales, endurecimiento de penas y persecución efectiva de los delitos) se sumó una especie de consenso indeterminado y difuso sobre la deshonra pública que comportaba el fraude, mientras que en España, la inexistencia de una auténtica división de poderes, las injerencias gubernamentales y la laxitud a la hora de aplicar las leyes generaron un ecosistema de impunidad que ralentizó la transformación del sistema. El principal problema de España, así pues, no fue la existencia de una corrupción electoral diferenciada o una falta de tipificación del delito electoral, sino la ineficacia en su persecución y penalización en un entorno social de altos umbrales ante la corrupción. En el trasfondo de esta inacción puede encontrarse también, sin duda, la falta de una profesionalización de la Administración, factor que ha sido sugerido por Teorell como decisivo a la hora de inducir el cambio en Suecia o en Reino Unido[57]. Mientras que la reforma del servicio civil británico se realizó en 1853, en España hubo que esperar a la entrada en vigor del Estatuto de Maura de 1918, que en sus casi cuarenta años de vigencia ni siquiera se implantó nunca totalmente.
En otro orden de cosas, la visión que nos ha llegado sobre la importancia y extensión de la corrupción electoral en la Restauración española es directamente tributaria de la reflexión intelectual desencadenada por el pensamiento regeneracionista, siendo este responsable en gran medida de que la corrupción fuera focalizada como un factor explicativo de la decadencia española. Sin duda, necesitaríamos profundizar documentalmente en esta hipótesis, pero los propios testimonios de la época apuntan a considerar que en el Reino Unido el ambiente de prosperidad económica, expansión colonial y desarrollo social no alcanzó a considerar la corrupción política como un elemento verdaderamente perturbador del esplendor imperial; mientras, en España, la crisis existencial desatada por la pérdida de las últimas colonias, el hundimiento económico y el ahondamiento de las desigualdades sociales generó una oleada de críticas al sistema que tomaron como uno de sus principales argumentos explicativos la persistencia de la corrupción. Con independencia de matices y magnitudes, es muy probable, así pues, que la corrupción tuviera mucha más posibilidad de pasar desapercibida en el contexto británico, mientras que en el español sus efectos se irradiaron al conjunto del funcionamiento de la vida política y se convirtieron en la explicación última de todos los males.
De alguna forma, el desastre de 1898 sirvió para evidenciar una realidad difícilmente soslayable, pero también para amplificar sus efectos y hacer descender los umbrales de tolerancia ante la corrupción de la ciudadanía española.
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Esta investigación se inscribe en el proyecto de I+D+i «Prácticas, escenarios y representaciones de la corrupción pública en España y América Latina, siglos xix y xx» (PID2020-119433RB-I00), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación de España. |
[2] |
Peña y Bonaudo (2019: 9-11). |
[3] |
Monier et al. (2014) y Monier (2011); Engels (2006); Buchan y Hill (2014), y Rosenmüller y Ruderer (2016). |
[4] |
De Riquer et al. (2018); Barciela y Del Arco (2018), y Peña y Feria (2020). |
[5] | |
[6] |
Cfr. Menissier (2007: 92-95). |
[7] |
Goutal-Arnal (2000). |
[8] | |
[9] | |
[10] |
Cruz (1994); Sierra (1996); Peña (1997), y Moreno (1998). |
[11] | |
[12] |
Kousser (1974); Perman (2001); Bensel (2004), y Anderson (2000); cit. en Lehoucq (2007: 6-7, 11). |
[13] |
Hanham (1959: 263-270). |
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O’Leary (1962: 175). |
[15] | |
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[17] |
Sierra et al. (2006); Fernández Domínguez (1992); De Riquer et al. (2018), y Mestre (1976: 179). |
[18] |
Dardé (2000: 24 y ss.) |
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Muñoz (2016: 16). |
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[27] |
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[28] |
O’Leary (1962: 160). |
[29] |
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[30] |
A todos los efectos de citas para la Corrupt and Illegal Practices Prevention Act (1883), 46 and 47 Vict. c. 51., seguiremos la edición de Jelf (1894). |
[31] |
Bogdanor (1999: 143). |
[32] |
Cfr. De la Fuente (2020: 89-90). |
[33] |
O’Leary (1962: 174-175). |
[34] |
Sabaté (2000: 59). |
[35] |
Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados (DSC), Legislatura 1878, 13-11-1878, n.º 125, pp. 3487-3489. El Globo, 14-11-1878, y La Iberia, 14-11-1878. |
[36] |
El Imparcial, 20-03-1879. |
[37] |
La Época, 13-03-1879. |
[38] |
Revista de España, 65, 1878, p. 128. |
[39] |
O’Leary (1962: 176-177). |
[40] |
Revista de España, 67, 1879, p. 276. |
[41] |
Dardé (2000) y Villa (2013: 125-126, 131). |
[42] |
La Iberia, 23-4-1879. |
[43] |
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