RESUMEN
Este artículo aborda la violencia y exclusión de los vencidos tras el final de la Guerra Civil española utilizando como universo de análisis la provincia de Alicante. Problematiza la implementación de la ocupación y la acción de la Auditoría de Guerra, prestando atención a la interacción entre el despliegue militar, policial y judicial y sus colaboradores locales. Pasa después a describir el papel jugado por los campos de concentración y el sistema penitenciario en la clasificación, control y exclusión de los vencidos, mediante una aproximación a las cifras y a las formas de violencia que acompañaron la gestión del perímetro de las prisiones por las fuerzas de ocupación. Termina indagando en las respuestas que las autoridades locales dieron a las políticas de excarcelación y su implicación en la marginación de los vencidos hasta límites que sobrepasaron lo normativo. Fueron estas las que, en última instancia, tuvieron en sus manos decidir quiénes debían y quienes no formar parte de la comunidad. Las fuentes utilizadas proceden de distintos archivos nacionales —AGHD, AGMA, AGMS, AGA, CDMA, AHN ACMJ—, además del Archivo Histórico Provincial de Alicante y distintos archivos municipales.
Palabras clave: Posguerra; ocupación; Auditoría de Guerra; colaboración; Alicante.
ABSTRACT
This article studies the violence and exclusion of the defeated after the Spanish Civil War, by using the province of Alicante as a universe of analysis. It problematizes about the implementation of the occupation and the activities of the War Audit, paying attention to the interaction between the military, police and judicial deployment and their local collaborators. On the other hand, it describes the role played by the concentration camps and the penitentiary system in the classification, control and exclusion of the defeated, by means of an analysis of the actors and the forms of violence that accompanied the management of the prison perimeter by the occupation forces. It ends by investigating the responses that the local authorities gave to the policies of release and their implication in the discrimination of the defeated, wich exceed the regularoty framework. These ones were responsible of the decisión about who must integrated in the community or, on the contrary, tobe marginalised. The sources used in this contribution come from different national archives —AGHD, AGMA, AGMS, AGA, CDMA, AHN ACMJ—, and the Provincial Historical Archive of Alicante and from several municipal archives of Alicante.
Keywords: Spanish Civil Postwar; occupation; War Audit; collaboration; Alicante.
El 29 de marzo de 1939 el diputado de Izquierda Republicana por Alicante y catedrático de Escuela Normal, Eliseo Gómez Serrano, dejó escritas en una de las últimas entradas de su diario dos preguntas con las que pretendía finalizarlo. En primer lugar, se preguntaba por la naturaleza de la guerra que concluía: «¿Civil? ¿Internacional? De todo un poco». Líneas después, se interrogaba en relación al tiempo que había de venir: «Empieza una nueva era. ¿De paz?»[2].
No eran preguntas retóricas, sino al contrario. La historiografía española ha sabido de la importancia de ponerlas sobre la mesa en los últimos años, dando lugar a dos de las líneas más fructíferas para el conocimiento de la Guerra Civil y la dictadura franquista. La primera, sobre la internacionalización de la Guerra Civil y la gran influencia que tuvo en la derrota de la República, ha dado cuenta del contexto internacional beneficioso que tuvieron los rebeldes para lograr sus objetivos sin que ninguna democracia del mundo occidental se opusiera[3] y de su carácter de primera fase de una guerra de agresión imperialista que terminó salpicando a todo el continente: la guerra fascista[4]. Además, ese carácter múltiple de la guerra y sus consecuentes narrativas —civil, internacional, de clases, de religión, de liberación contra el invasor—, no solo es uno de los factores explicativos de sus violencias de retaguardia[5], sino que ha sido también la clave de lectura para otras guerras civiles en Europa, tal y como puso de manifiesto Claudio Pavone para el caso italiano[6].
Precisamente y en cuanto al énfasis de la segunda pregunta en poner en cuestión si el tiempo de posguerra podría ser caracterizado como de paz, en los últimos años la historiografía internacional ha ido prestando cada vez mayor atención a los tiempos de posguerra, definidos como una zona intermedia entre la guerra y la paz[7]. Así ocurrió en los años noventa para el periodo de entreguerras, donde se constató una continuación de las prácticas violentas concretadas en el fenómeno del paramilitarismo en tiempo de paz, dando lugar a categorías de análisis y conceptos como brutalización o cultura de guerra[8], que enriquecieron el panorama historiográfico abriendo numerosas vías de interpretación y que, tras años de provecho académico, han seguido dando lugar a síntesis comparativas que lo han abordado como un fenómeno transnacional[9]. Sin embargo, solo recientemente estos postulados han comenzado a ser aplicados a la segunda posguerra mundial, problematizando las imágenes que predominaron hasta finales de los años noventa y que dieron lugar a una periodización marcada por la ruptura que venía a significar 1945[10]. Las posguerras, en este sentido, se han definido como periodos de inteligibilidad propia que presentan límites confusos y especificidades suficientes para ser considerados objeto de comparación[11]. Y entre estas destaca el hecho, ignorado por la historiografía hasta hace unos años, de que el final de las guerras suele no verse acompañado de un cese de las violencias, cuyas lógicas se anclan, de un modo u otro, en los conflictos mismos y suponen, en distintos aspectos, una continuación de estos[12]. Clave ha sido para ello comenzar a contemplar la Segunda Guerra Mundial desde el punto de vista intestino, destacando la lógica transnacional de los conflictos internos que la atravesaron, traducidos en distintas formas de Guerra Civil[13]. Y es este aspecto local el que mejor explica la continuación, las formas y la intensidad de las violencias en las posguerras[14].
La historiografía española no ha permanecido al margen de estos debates. Al contrario, al poner el foco en el estudio de la violencia como uno de los elementos definitorios del régimen resultado de la victoria, ha sido una de las primeras en percibir y destacar las continuidades entre el tiempo de guerra y el de posguerra, pues de la experiencia en aquella es de donde se extrajeron sus principales apoyos, discursos legitimadores e instrumentos jurídicos e institucionales sobre los que se sustentó su sistema[15]. Una posguerra que, como ha destacado la historiografía más reciente, estuvo gobernada por un régimen de ocupación que utilizó la violencia política como forma de control social, y sobre la que se edificó una cultura de la victoria que recompensó a los apoyos y estigmatizó de forma permanente a los vencidos[16]. Indagando en estos aspectos, este trabajo aborda la continuación de la violencia y la persecución del vencido tras el final de la Guerra Civil española utilizando como universo de análisis la provincia de Alicante. Como parte de este dossier, el estudio de caso elegido presenta algunas particularidades, aunque no exclusivas, que tienen su razón de ser en el hecho de que su ocupación fue paralela a la emisión del conocido último parte de guerra, lo que permitió que la violencia contra los vencidos se llevara a cabo de forma centralizada y en todo momento controlada por la Auditoria de Guerra del Ejército de Ocupación[17]. Se desplegó a partir de entonces una represión contra el enemigo que no puede ser reducida a herramienta para asegurar el territorio conquistado, sino que tuvo como objeto principal el castigo a la lealtad republicana y la purga de enemigos potenciales para el futuro del nuevo régimen. El artículo se sustenta sobre una amplia y diversificada base empírica, con la que se pretende problematizar algunas de las cuestiones apuntadas desde el análisis de cómo se implementó la ocupación de la provincia de Alicante, prestando atención a la interacción entre el despliegue militar, policial y judicial y sus colaboradores locales. Pasa después a describir el papel jugado por los campos de concentración y el sistema penitenciario en la clasificación, control y exclusión de los vencidos, mediante una aproximación a las cifras, necesaria para la provincia de Alicante, y a las formas de violencia que acompañaron la gestión del perímetro de las prisiones por las fuerzas de ocupación. Termina indagando en las respuestas que las autoridades locales dieron a las políticas de excarcelación, con prácticas de exclusión y marginación de los vencidos llevadas hasta límites que sobrepasaron lo normativo. Con este objetivo, además de documentación procedente de archivos estatales —Archivo General Histórico de Defensa (AGHD), Archivo General Militar de Ávila (AGMA), Archivo General Militar de Segovia (AGMS), Archivo General de la Administración (AGA), Centro Documental de la Memoria Histórica (CDMH), Archivo Histórico Nacional (AHN), Archivo Central del Ministerio de Justicia (ACMJ)—, se han consultado los fondos del Archivo Histórico Provincial de Alicante (AHPA) y de distintos archivos municipales.
El 29 de marzo de 1939 la ciudad de Alicante, como el resto de la provincia, estaba en manos de la Quinta Columna, tras el traspaso de poderes acordado con los representantes del Comité Nacional de Defensa, que procedieron a ordenar la liberación de los prisioneros del Reformatorio de Adultos de Alicante y del campo de trabajo de Albatera. El acuerdo, sin embargo, se había venido gestando en los últimos días con la liberación de sus miembros más significativos y consistía en sublevar la provincia y entregarla a la Quinta Columna, que debía tomar sus principales puntos a la espera del desembarco de tropas en el puerto[18]. Nada de ello se hizo necesario, la caída de Madrid lo precipitó todo. La División Littorio recibió orden de marchar hacia Albacete y Alicante ocupando los municipios entre la capital manchega y el Mediterráneo. Un día después, la tarde del 30 de marzo de 1939, las unidades de la Littorio, con el general Gambara a la cabeza, entraban y ocupaban militarmente la capital y algunos municipios de la provincia[19]. Es de sobra conocido que la mayoría de las fuerzas, dos batallones, se concentraron en el puerto, donde una masa de civiles y militares que se agolpaban desde la mañana del 29 a la espera de unos barcos que nunca llegaron quedó cercada[20]. Allí, según los partes del general Gambara, fueron hechos prisioneros entre 12 000 y 16 000 republicanos que, tras la fallida declaración de zona neutral por el cónsul de Francia y el intento de resistencia de algunos mandos, fueron rindiéndose conforme avanzaban las horas y ante la amenaza de que se cumpliera la orden del general Saliquet de que fueran reducidos por las armas[21]. El mismo 31 por la tarde, Gambara cedió el control del puerto y mando de la plaza a los batallones 122 y 123 del Cuerpo del Ejército de Levante, que desembarcaron en Alicante trasladados desde Castellón, donde todo estaba preparado desde el 1 de marzo por orden del jefe del Estado Mayor «en previsión rendición zona roja»[22]. En el puerto apenas quedaban unos 2000 individuos, que terminaron entregándose el 1 de abril para ser conducidos, junto al resto, al que posteriormente sería conocido como campo de Los Almendros[23]. La guerra había terminado, como se encargaría de certificar el conocido último parte esa misma noche, una vez «las tropas nacionales» habían alcanzado «sus últimos objetivos militares».
¿La guerra había terminado? La lectura literal del parte no dejaba dudas: se habían alcanzado los últimos objetivos militares. Cuestión distinta eran los objetivos políticos. Para conseguirlos y erradicar la cultura republicana, liberal y del movimiento obrero que caracterizaba a la provincia, no era suficiente conquistarla o liberarla. Había que ocuparla, ciudad por ciudad, barrio por barrio, para extender el control sobre la población siguiendo una lógica y una maquinaria que se había ido perfeccionando progresivamente desde 1936, y que dio lugar a un sistema represivo que encontró en lo militar, lo judicial y lo penitenciario sus tres ejes fundamentales[24]. Para ello serían necesarios más de dos batallones; de ahí la orden del mismo 1 de abril, dada a las 8:00 horas por el jefe del Estado Mayor de la 17 División, «para la ocupación de la provincia de Alicante», operación para la que debía trasladarse toda la infantería de la División, además de algunas unidades del resto de armas y servicios[25]. En ella, como puede observarse en la imagen, el plano de la provincia quedó dividido en tres sectores para ser controlados por otros tantos regimientos de infantería, que dividieron su zona de acción desde la costa y los límites de la provincia a ambos lados de las carreteras de San Juan-Jijona-Alcoy-Cocentaina y Alicante-Elche-Crevillente-Orihuela. El primer regimiento fijó su puesto de mando en Monóvar, donde quedaron instalados el Batallón de Argel y el Sexto Tabor de Regulares de Tetuán, con unidades asimismo en Elda (Tabor de Regulares), Novelda (Batallón 263) y Villena (Segunda Bandera de Falange de Castilla), desde donde se controló el sector entre las carreteras de Cocentaina y Orihuela. El segundo regimiento tuvo su mando en Alcoy, donde fueron fijados el Primer Batallón de América y el Séptimo Tabor de Regulares de Melilla, con unidades en Villajoyosa (Segundo Batallón de Tenerife) y Denia (Tercera Bandera de Falange de Las Palmas). El tercer regimiento tendría su sede en Alicante, con el Primer Batallón de San Quintín y la Novena Bandera de La Legión, con unidades en Elche (Batallón 71 de San Quintín) y Orihuela (Sexto Batallón de Arapiles).
La forma de ejecutar la ocupación implicaba la organización de cada regimiento en columnas de compañía que debían recorrer toda la zona de acción asignada, ocupar sus municipios y quedar acantonadas bajo el mando de un comandante militar[26]. En ellos debían identificar a los jefes, oficiales, clases, soldados y milicianos desmovilizados para internarlos en los campos de concentración, que debían organizarse rápidamente en las proximidades de los lugares de acantonamiento de las unidades y que pronto acabarían absorbiendo también a civiles detenidos en cada demarcación. Por último, ocupados los pueblos y ciudades se debían proponer las personas que se consideraran aptas para la constitución de las comisiones gestoras, y allí donde ya hubieran sido formadas, como había ocurrido desde el 28 de marzo en la mayoría de los municipios de la provincia, robustecer su autoridad[27]. La orden dispuso la salida inmediata en camiones del Primer Batallón de San Quintín hacia Alicante y del Primer Batallón de América hacia Alcoy, lugares donde la División estableció su Cuartel General y la Comandancia de Infantería Divisionaria respectivamente. Más tarde saldrían en ferrocarril el resto de unidades[28].
Como había ocurrido desde la toma de Málaga[29], el objetivo de la ocupación era, además de asegurar el territorio, depurar de «criminales» la provincia, de ahí que la llegada de la 17 División se viera acompañada de la inminente implantación de la Auditoría de Guerra de Levante. La diferencia es que, como en Madrid o Valencia, su actuación se llevaría a cabo una vez finalizada la Guerra Civil. No quiere decir esto que en las zonas que habían ido tomando los rebeldes en el transcurso de la guerra, como los ejemplos de Málaga, Bilbao o Santander, la represión del vencido no se hubiera llevado a cabo en circunstancias de absoluto dominio del territorio y una población sometida al poder y voluntad del vencedor[30], como antes se había dado en todas aquellas zonas donde la guerra fue en la práctica inexistente y su violencia se desarrolló lejos del frente[31]. En este sentido, si confusos son los límites para concretar cuándo acaba una guerra, asimismo los son para establecer cuándo comienza una posguerra en su dimensión regional y local para cada una de las zonas que ven modificada su posición en el conflicto por la evolución de los frentes[32]. Lo que ya no se daba, desde un punto de vista institucional, era el carácter propio de las guerras civiles como enfrentamiento entre grupos organizados de conciudadanos con ejércitos centralizados que luchan por la conquista del Estado desde el gobierno y control de una de sus partes[33]. Había una única soberanía, un poder centralizado y jerarquizado y un enemigo completamente vencido sin posibilidad ninguna de rearmarse, defenderse o contraatacar en condiciones. Ya no se podía invocar ningún estado de miedo ni la necesidad de limpiar las retaguardias de un peligro potencial, real o imaginario, decretado por los jefes militares ante posibles evoluciones de los frentes[34]. Seguía, sin embargo, el objetivo de moldear el cuerpo político y social de lo que ya era un Estado por medio de la violencia, y eliminar todo aquello que pudiera ser considerado dañino o peligroso para la estabilidad de su proyecto. Algo que, como se había comenzado a hacer desde 1937, debía llevarse a cabo bajo la ficción de una justicia de apariencia retributiva[35].
Sin embargo, había dos diferencias con respecto a la ocupación de Málaga o de las ciudades del norte, tras más de un año de planificación y perfeccionamiento de los planes de ocupación, que dieron lugar al estudio y división previa de los grandes núcleos urbanos en sectores proporcionales a su número de población, pensados para implementar su control[36]. Con el final de la guerra y la victoria, la limpieza política pasaba a ser el objetivo prioritario, pudiendo aplicar la represión de forma sostenida. Ya no había frente y zona de vanguardia. Toda España quedó definida por el control de una inmensa retaguardia[37]. En segundo lugar, y con este objetivo, tras ocupar militarmente la provincia debía hacer entrada la Columna de Orden y Policía de Ocupación, que, con la misión de restablecer la «normalidad y funcionamiento de los servicios públicos y de investigación y vigilancia», se distribuiría por los distintos sectores en los que quedaron divididos la capital y provincia de Alicante[38].
Tras la ocupación, la Auditoría de Guerra se puso en funcionamiento a partir del 5 de abril, aunque su implantación en toda la provincia no se hizo efectiva hasta el mes de junio, cuando ya estaban en funcionamiento cada uno de los veintidós juzgados militares con los que contó, ocho de ellos en la capital y el resto en las localidades cabezas de partido y ciudades importantes[39]. Desde enero de 1939, el Ejército de Levante tenía diseñado un plan de organización y funcionamiento de su Auditoría para cuando tomase las plazas. Los tipos y cantidad de juzgados y consejos de guerra permanentes necesarios estaban previstos, así como el número de personas que debían ocuparlos, en atención a sus cuerpos y categorías. Pero el plan únicamente ofrecía datos numéricos; faltaban los nombres de aquellos que serían titulares de los juzgados y miembros de los consejos de guerra[40]. Como ya se había puesto en práctica desde la ocupación misma de Málaga, consumada la ocupación la lógica que siguió la Auditoria fue, en la medida de lo posible, poner los juzgados de instrucción militar a cargo de personal conocedor de la zona en la que debían actuar, ya fueran oficiales del ejército o, en su mayoría, personal civil incorporado al Cuerpo Jurídico Miliar desde las carreras judicial y fiscal[41]. Y lo hicieron antes incluso de que se resolvieran sus respectivos expedientes de depuración, lo que da cuenta de la necesidad de personal ante la operación a gran escala que se estaba dando en todo el territorio nacional una vez finalizada la guerra[42]. No comenzaron a ser desmovilizados hasta 1941[43].
Algunos de esos jueces habían tenido una experiencia previa como víctimas de la represión republicana[44], como el teniente de infantería y juez militar de Elda y Petrer, Andrés Villarrubia Fernández, que cumplió condena en el Reformatorio de Adultos de Alicante[45], o el alférez de caballería y juez militar de Villena, Vicente Torró Maestre, que fue declarado desafecto y vio parte de sus propiedades incautadas[46]. Otros, sin embargo, habían permanecido en su cargo durante la guerra y precisaron de servicios a la causa nacional para aclarar su pasado, como, entre otros, los jueces de primera instancia e instrucción de Cocentaina y Novelda. Este último se presentó al servicio de la Auditoría de Guerra el mismo 5 de abril con los pertinentes avales, que lo puso a cargo del Juzgado Militar de Novelda-Monóvar y Elda a principios de mayo de 1939[47]. Cuando su expediente de depuración concluyó el 14 de noviembre de 1939 con la admisión al servicio activo sin imposición de sanción, llevaba siete meses como juez instructor militar al servicio de la Auditoría de Guerra, donde continuaría todavía durante más de un año, como mejor aval[48]. En cuanto al primero, admitido igualmente sin sanción el 13 de noviembre, no volvió a su plaza hasta julio de 1940, cuando dio por finalizados sus servicios a la Auditoría de Guerra en los juzgados militares de Alicante y Alcoy. Lo hizo como juez de ascenso[49].
También se reclutó personal que ni siquiera procedía de la carrera judicial, como abogados o estudiantes de derecho. Tal fue el caso del falangista Manuel Salvador Gironés. Secretario del Juzgado Militar Permanente Letra E de Alicante en agosto de 1939[50], pasó como juez al de Monóvar en octubre de 1939, donde permaneció hasta que renunció voluntariamente para enrolarse en la División Azul[51]. En cualquier caso, la presencia de falangistas en los juzgados militares fue una constante que respondió a otra de las estrategias con las que la Auditoría conectó su actuación con los agentes locales que colaboraron en la represión. Es lo que explica su nombramiento como secretarios de los juzgados y de los procedimientos incoados contra sus vecinos[52]. Y nada importaba que hubieran actuado antes como agentes honoríficos de policía al servicio de la Columna de Orden y Policía de Ocupación o del Servicio de Información e Investigación de FET-JONS, y sus nombres y firmas aparecieran también en las diligencias de detención e interrogatorios que dieron origen a la incoación de los sumarios[53].
Se trata de una línea, la del personal nombrado para ocupar los juzgados de Instrucción Militar en las localidades de las provincias ocupadas y su conexión previa con el territorio, en la que es preciso profundizar y a la que las investigaciones sobre la aplicación de la represión judicial militar no han solido prestar atención[54]. Sin embargo, es uno de los aspectos que conecta con mayor claridad las agencias institucional y local de la represión, describiéndola como una acción colectiva coordinada[55]. Por otra parte, el examen de sus carreras posteriores, sobre todo de aquellos que fueron asimilados desde la judicatura civil, muestra las recompensas de las que fueron objeto por parte de un régimen que premió unos servicios clave para el asentamiento de la dictadura sobre la eliminación de sus enemigos políticos. Con sus instrucciones sumariales, estos jueces dieron conscientemente apariencia de legalidad y legitimidad exterior[56] a una represión implacable contra el enemigo vencido, a los que caracterizaron como perversos criminales a partir de testimonios parciales, interesados e incluso consensuados con sus informantes locales[57]. Su actuación ha solido permanecer en segundo plano, al haberse dado tradicionalmente mayor peso a las sentencias de los consejos de guerra. Sin embargo, el examen atento de sus instrucciones permite ver sus formas de interrogar, la naturaleza de sus diligencias, el peso dado al rumor o la elaboración de sus autos resumen, auténticas guías para los consejos de guerra a tenor de cómo las sentencias reprodujeron lo contemplado en estos. Jueces que elevan el sumario a plenario indicando que los beneficios causados por el acusado a personas de derechas no pueden ser tenidos en consideración «debido a la calidad depravada y malos sentimientos del inculpado»[58]. Jueces que confunden escribir sobre una bandeja con hacerlo sobre una bandera, variando los hechos como prueba de la perversidad del acusado[59], o que trasladan acciones ocurridas en mayo de 1936 a agosto y las insertan en un día salpicado por la violencia[60]. Jueces que concluyen su auto resumen sin interrogar sobre los hechos de los que se acusa a un supuesto responsable de asesinatos[61], o que elevan a veinte las doce víctimas habidas en una localidad al sumar los testimonios de dos testigos porque uno de estos especificó que ocho de las doce víctimas lo habían sido por sentencia del tribunal popular[62]. No solo era la justicia de Franco, sino la de toda una milicia que, «fiel a las consignas de su Caudillo y de la Nueva España» cumplió con su misión de «desinfectar previamente el solar patrio»[63]. Un solar del que fueron la mejor garantía de juricidad y en el que, con el tiempo y sobre la depuración de los cuerpos a los que pertenecían, muchos vieron progresar sus carreras hasta los puestos más altos de la Administración de Justicia ocupando, entre otros cargos, las presidencias de las Audiencias Territoriales[64].
Jueces, finalmente, a los que tampoco importó utilizar la amenaza y la coacción para obligar a firmar declaraciones que no se ajustaban a lo dicho por los procesados, indefensos, asustados y desmoralizados. Es de sobra conocida la obtención de declaraciones y autoinculpaciones como consecuencia de torturas, palizas y malos tratos en general propinados en los centros de detención de Falange, Guardia Civil y Policía. Menos atención se ha prestado al clima en el que se producían las declaraciones indagatorias ante los jueces de instrucción. Es un aspecto que suele escapar a las fuentes oficiales, aunque en ocasiones el clima de amenaza se infiere del trazado de las firmas de los procesados. Desde luego, estas muestran, con carácter general, las diferencias existentes entre el ambiente en el que se producía el interrogatorio transcrito en las diligencias de detención, habitualmente acompañado de amenazas, palizas y torturas, y el que realizaba el juez de instrucción, cuyo nivel de amenaza y coacción era igualmente elevado, pero en el que adquiría mayor protagonismo el absoluto dominio de la situación por parte del juez, en detrimento de la violencia física.
En cualquier caso, y aunque las fuentes no permiten derivar generalizaciones, esta no estuvo exenta de aparecer en los juzgados militares, muchas veces situados en los mismos edificios de Inspección de Investigación y Vigilancia, en los ayuntamientos, o en aquellos lugares donde se improvisaron los primeros centros de detención locales tras la victoria. Así lo muestra la correspondencia que los detenidos conseguían pasar de incognito desde prisión, que ha dejado constancia de los métodos de algún juez, como el de Jijona, capitán de infantería Rafael Carbonell Reig, que extraía declaraciones o directamente obligaba a firmar confesiones no realizadas mediante la amenaza de la violencia física. Tal y como dejó escrito el vecino de Onil, Francisco Juan Gisbert, en carta oculta a su esposa:
Estando en Onil encerrado ya me pegaron una paliza y me sacaron a las dos de la mañana hacia el cementerio […]. Y luego en Jijona, cuando nos tomó declaración el juez, le pegaron a Cariño, solo después le pegaron a Ramón delante de mí, y como el juez me dijo que la porra todo lo remediaba, antes de que me volvieran a pegar, decidí, ya que no había otro remedio, que firmar, y firmé. Tampoco dije que disparé, pero el juez así lo puso y ante lo demás tuve que firmar[65].
Otro de los aspectos que nos han permitido conocer mejor el funcionamiento de la Auditoría en tiempo de guerra ha sido su relación con el SIPM y el Servicio de Recuperación de Documentos, claves en la formación de un «fichero de criminalidad» del que se sirvió la Auditoría y, en adelante, los organismos de represión y control de la dictadura[66]. En la provincia de Alicante, sin embargo, todo estaba por hacer. Si atendemos a la documentación conservada en el CDMH, las fichas con las que contaba la Auditoría de Guerra procedentes del SIPM y de sus propios servicios en el momento de la ocupación se referían únicamente a 208 personas, con una información muy escueta[67]. Algunos datos sobre comarcas ya estudiadas en profundidad confirman su escasa influencia y muestran, en cambio, la incidencia que tuvo la denuncia y sus variadas motivaciones en la incoación de sumarios[68]. El ejemplo más significativo fue la localidad de Monóvar, donde el 64,5 % de las 231 personas procesadas por uno de sus jueces habían sido denunciadas por particulares. Solo 2 de ellas lo fueron a partir del fichero de antecedentes y otras 17 de las fichas de clasificación de los campos de concentración. Del resto, un 22,1 % lo fueron como consecuencia de la acción de la Guardia Civil o la iniciativa parapolicial de FET-JONS[69].
Debemos tener en cuenta que la implantación de la red provincial del SIPM tras la ocupación fue escasa y tardía, con tan solo 16 miembros a finales de junio, que llegaron a 42 a finales de septiembre, coincidiendo con los momentos en los que se decretaba su desmovilización. Únicamente 20 desempeñaban funciones de agentes de policía y otros 15 de información, repartidos en puntos estratégicos de la capital (6 agentes y 13 informantes) y los subsectores de Alcoy, Denia, Elda, Novelda, Pinoso, Elche, Santa Pola, Orihuela, Callosa del Segura y Dolores (14 agentes y 2 informantes)[70]. Según informes internos, además, en esas fechas algunos de sus miembros apenas podían desarrollar su actividad por incompatibilidad con otras ocupaciones y plazas como Orihuela iban a quedar sin agentes al haberse previsto retirar los nombramientos de los dos que actuaban allí, «por su incapacidad»[71]. No quiere decir esto que, a la postre, las estructuras del SIPM no tuvieran un peso determinante en la provincia de Alicante. Como en el resto del Estado, su principal importancia radicó en el trasvase de parte de sus estructuras, personal, servicios, funciones y formas de actuación a la DGS, como eje vertebrador de un orden público y de control sobre el que se consolidó la victoria y la dictadura[72]. Así, a la altura de 1943 se había completado en la provincia una red de la denominada Policía Judicial, perteneciente a la Sección de Información de la DGS, compuesta por policías secretos e informadores locales que nutrían con sus confidencias informes decenales que son muestra de su amplio nivel de infiltración en centros oficiales, lugares de trabajo, cafés, casinos y principales lugares públicos[73].
Pero no jugaron el mismo papel en 1939. Los ficheros de criminalidad se fueron completando a partir de la colaboración de los agentes locales con la Columna de Orden y Policía de Ocupación, que se distribuyó por sectores tanto en la capital como en el resto de municipios de la provincia, y en la que los miembros de las FET-JONS locales jugaron un papel decisivo como agentes de policía honoríficos. En Elda, por ejemplo, la Columna contó con una Policía de Inspección de Investigación y Vigilancia formada por un funcionario como jefe de sector y nueve agentes honoríficos de Falange que recibían una gratificación de treinta pesetas semanales por sus servicios[74]. El papel de estos agentes y de las milicias locales del partido en general era tanto más necesario si tenemos en cuenta las sospechas de connivencia con el régimen republicano que generaron los cuerpos de seguridad, que fueron sometidos a una estrecha depuración como ocurrió con el resto de funcionarios del Estado[75]. De hecho, el Cuerpo de Seguridad y Asalto de Alicante no tenía ni un agente en activo a la altura del 4 de julio, sometido a investigación en su conjunto. Cuando esta se completó, vio reducida su plantilla de 290 miembros en julio de 1936 a 78 en octubre de 1939[76]. En cuanto al Cuerpo de Carabineros, fueron depurados y apartados definitivamente 60 de sus miembros, condenados por delito de rebelión[77]. Por su parte, la Comisaría de Inspección de Investigación y Vigilancia de Alicante funcionó desde el mismo mes de abril como parte de la Columna de Orden y Policía de Ocupación, auxiliada por falangistas de la centuria Ramón Laguna. A ello ayudó que pudiera ser puesta a cargo de quien había sido su comisario jefe el 18 de julio de 1936, Miguel Bonet Tase, que volvió a su puesto tras haber permanecido junto a los rebeldes desde que consiguió evadirse y presentarse a las órdenes del general Queipo de Llano en septiembre de 1936[78]. En cuanto a la Guardia Civil y contra lo que pudiera suponerse desde un apriorismo carente de fundamentación empírica, fue también objeto de una contundente depuración, sobre todo entre los guardias y cabos, castigados en un 65 % de los casos, a diferencia de los jefes y oficiales, cuya gran mayoría superaron sin sanción su proceso de depuración[79]. Esto explica que los puestos pudieran ponerse en funcionamiento desde abril, con sus comandantes y un mínimo de números auxiliados asimismo por falangistas[80].
Por último, la ordenación y clasificación de la documentación incautada por el Servicio de Recuperación de Documentos en las sedes de los partidos políticos, sindicatos, redacciones de prensa, comités y organismos públicos, además de lo recogido en el puerto de Alicante, no se dio por concluida hasta mayo de 1942[81]. Las fichas y archivos que se derivaron de su organización y clasificación servirían para el control de la población a medio y largo plazo, pero no para la represión inmediata que llevó a cabo una Auditoría amparada en la jurisdicción de guerra, que se tradujo en la incoación de 5991 sumarios en lo que restaba de 1939, que afectaron a 10 840 procesados[82]. Solo la implicación y colaboración de autoridades locales y vecinos hizo posible una operación de masas que tras el primer año y medio de la victoria había alcanzado la cifra de 9739 sumarios y 15 727 procesados[83].
Una de las formas de control del territorio y las personas que se dimanaba de la orden de ocupación fue la creación de campos de concentración en lugares estratégicos en los que internar a los mandos, comisarios, clases y tropa del ejército derrotado, y donde fueron igualmente conducidos muchos de los civiles detenidos en los pueblos limítrofes[84]. Eran campos ad hoc creados con la función de clasificar y redistribuir geográficamente a los prisioneros[85], por lo que fueron utilizadas instalaciones preexistentes como castillos, seminarios, fortalezas, plazas de toros, bodegas y fábricas[86], además de la reutilización del campo de trabajo de Albatera, lo cual no deja de responder a una práctica constante en los contextos de cambio de regímenes tras las guerras[87]. La labor de clasificación fue muy intensa y, como en el resto de campos de Levante, se llevó a cabo a gran velocidad[88]. De tal forma, de los 30 000 prisioneros que hizo la 17 División al finalizar la guerra, quedaban únicamente 5362 en el momento de la clausura de los campos de concentración que todavía permanecían abiertos, el 1 de diciembre de 1939[89].
Junto a los campos se crearon prisiones de tipo preventivo controladas por números militares y personal cedido por los ayuntamientos sin un régimen jurídico claro, donde se retenía a todos aquellos que presentaban suficientes indicios de peligrosidad para ser puestos a disposición de la Auditoría de Guerra. Hasta diciembre de 1939, estos centros se distinguieron por internar a un conglomerado no regulado de internos a disposición de distintas autoridades, municipales, gubernativas, militares y judiciales, entre los que se mezclaban detenidos preventivos con procesados y penados con distintos grados de condena, incluida la de muerte[90]. Meses, por lo tanto, en los que se estuvo muy lejos de cumplir con lo dispuesto por el Reglamento General de Prisiones, pese a que desde noviembre el gobernador civil, ya en calidad de Inspector Provincial de Prisiones, recibió instrucciones de la Dirección General de Prisiones encaminadas a regular la situación de la población reclusa[91]. No tardó en dar sus frutos y la normativa comenzó a aplicarse con alto grado de exactitud desde enero de 1940, tomando como primera medida la concentración de los condenados a última pena o incluso de los procesados con tal petición fiscal en el Reformatorio de Adultos[92].
Hasta entonces, la urgencia en aplicar la represión contra el enemigo vencido y la distribución de las tropas acantonadas en la provincia facilitó que durante esos meses se llevaran a cabo ejecuciones en distintas localidades de las zonas de acción en las que quedaron instalados los tres regimientos de la 17 División, como Albatera, Alcoy, Denia, Elche, Elda, Jijona, Novelda, Monóvar, Orihuela y Villena. La posibilidad de contar con campos de concentración y prisiones cerca de los juzgados militares, instalados como una red provincial, permitía implementar con mayor velocidad lo sumarísimo de los procesos, máxime cuando las mermadas fuerzas de la Guardia Civil y de Asalto se encontraban escasas de personal para las tareas de vigilancia al destinar a la mayoría de sus números a la obtención de informes político-sociales de los procesados y al traslado de presos a los juzgados de instrucción o a las salas donde se celebraban los consejos de guerra[93]. Sin embargo, pese a este carácter instrumental, no debemos despreciar el significado simbólico que implicaba el hecho de celebrar consejos de guerra y ejecuciones de sentencia en distintos puntos de la provincia, donde quedaba escenificada la aplicación de la esperada justicia para unos y la derivada paralización por el terror para otros.
Ese poder simbólico tuvo en ocasiones un carácter ritual, como sucedió la noche del 16 de noviembre de 1939 en tres localidades situadas en un radio de 10 km de la comarca del medio Vinalopó. A las 6:00, un piquete formado por números de la Guardia Civil fusiló en Monóvar, centro de ejecución de la comarca, a doce vecinos de esta y de las localidades de Elda, Petrer y Pinoso. Sin embargo, otros cuatro vecinos, uno de Petrer y tres de Elda, sacados igualmente de prisión en ese momento, hubieron de esperar su turno, para lo que fueron trasladados por el piquete de ejecución a sus localidades de origen[94]. Pese a que las fuentes sumariales indican que estaba formado por números de la Guardia Civil, los testimonios orales aseguran que el piquete fue completado por falangistas voluntarios en las dos localidades. En las actas de defunción que se adjuntaban a los sumarios se solía indicar de forma escueta la hora de fallecimiento, como consecuencia de «heridas por arma de fuego en la cabeza» o «heridas por arma de fuego». En este caso, la información fue algo más detallada, al especificarse que habían «dejado de existir efecto de diversas heridas por arma de fuego, radicantes en su mayoría en cabeza y cara»[95]. Sabemos por distintas fuentes que el tiro de gracia destrozaba la cabeza; lo que no conocemos, porque no se indica en el resto de actas, es si los piquetes de ejecución solían disparar a la cara de las víctimas. En este sentido, la información detallada podría deberse al celo del forense, pero también podría ser indicativa de una especial saña con la que se habría llevado a cabo la ejecución de aquellos vecinos que, demonizados, habían antes dejado de formar parte de la comunidad. Sea como fuere, lo que es indudable es que la noche del 16 de noviembre fue vivida por algunos como una especie de ritual de violencia purificadora[96]. Para otros, esta danza de muerte quedó grabada a sangre y fuego en la memoria, pese a que fueron —o precisamente porque fueron— las únicas ejecuciones que se llevaron a cabo en sus localidades. Ninguna de ellas se libró del terror del sonido de los disparos al amanecer.
El impulso dado por la Dirección General de Prisiones desde noviembre de 1939 para controlar y regular la situación de la población reclusa comenzó a dar sus frutos, como ha quedado apuntado, a partir de enero de 1940. En ese momento, la población de la provincia, ya sin prisioneros en los campos de concentración, ascendía a unos 8000 presos[97]. Una cifra absolutamente sin precedentes que, como en el resto del Estado (270 719), colapsó las auditorías y desbordó un sistema penitenciario que se vio obligado a consolidar las prisiones habilitadas, convertidas en mayoritarias hasta mediados de la década[98]. Pese a que no disponemos de cifras oficiales sobre la regulación y distribución de la población reclusa para 1940, sí contamos con las elaboradas por la dirección del Reformatorio de Adultos para febrero de 1941[99]. Estas vuelven a corroborar, con un año de antelación, la validez de las cifras oficiales publicadas por el Instituto Nacional de Estadística a partir de 1942, como ya demostrara Domingo Rodríguez Teijeiro[100].
En cualquier caso, las cifras muestran la permanente masificación del Reformatorio de Adultos, un centro diseñado en su origen para internar a 500 reclusos, cifra que siguió superando siete años después del final de la Guerra Civil, cuando ya se había aplicado el decreto de indulto general de octubre de 1945[101]. La razón es que el régimen siguió encerrando a sus enemigos políticos por delitos posteriores al 1 de abril de 1939, además de aquellos que lo eran por delitos comunes, que en todo momento constituyeron una minoría. Al mismo tiempo, aunque el campo de prisiones habilitadas fue más amplio, contando incluso con el carácter de prisión central dado al Seminario de San Miguel de Orihuela, pasados los primeros meses de 1940 su población siempre estuvo por debajo de la internada en el Reformatorio, si bien, y dadas las condiciones de masificación que este siempre presentó, no dejaron de constituir un porcentaje no inferior al 25 % de la población reclusa de la provincia hasta inicios de 1943. En los siguientes cuadros se detalla la evolución de esta atendiendo a los lugares de internamiento y su clasificación.
Año | Reformatorio | Provincia | Total | % Provincia |
---|---|---|---|---|
1940 | 4.000 | 4.000 | 8.000 | 50 |
1941 | 3.443 | 2.184 | 5.627 | 38,81 |
1942 | 2.860 | 1.164 | 4.024 | 28,92 |
1943 | 2.089 | 518 | 2.607 | 24,79 |
1944 | 1.118 | 74 | 1.152 | 6,61 |
1945 | 916 | 107 | 1.023 | 10,45 |
1946 | 793 | 36 | 829 | 4,34 |
Fuentes: AHPA-GC, 960, 1054 y 1055; Archivo Municipal de Alicante (AMA), Padrón de Habitantes de 1940; INE: Anuario de la Población Española. Elaboración propia.
Año | Penados H/M | Procesados H/M | Gubernativos H/M | Comunes H/M |
Total
H/M |
% Rebelión[*] |
---|---|---|---|---|---|---|
1940 | Sin datos | Sin datos | 94 | Sin datos | 8.000 | 98,83 |
1941 | 1870/113 (1.983) |
3.230/221 (3.451) |
168/25 (193) |
— | 5.268/359 (5.627) |
96,57 |
1942 | 1.993/104 (2.097) |
1.674/134 (1.808) |
92/27 (119) |
— | 3.759/265 (4.024) |
97,05 |
1943 | 1.748/80 (1.828) |
455/43 (488) |
60/6 (66) |
191/34 (225) |
2.444/163 (2.607) |
88,8 |
1944 | 539/23 (562) |
314/11 (325) |
5 | 260 | 1.118/34 (1.152) |
77 |
1945 | 549/16 (565) |
147/3 (150) |
— | 281/27 (308) |
977/46 (1.023) |
69,9 |
1946 | 445/14 (459) |
135 (135) |
1 | 216/18 | 797/32 (829) |
71,6 |
[*] |
Incluidos los delitos posteriores al 1 de abril de 1939. |
Fuentes: AHPA-GC, 960, 1054 y 1055; AMA, Padrón Municipal de 1940; INE: Anuario de la Población Española. Elaboración propia.
La proliferación de prisiones habilitadas consecuencia del desproporcionado aumento de reclusos debía redundar necesariamente en la falta de un personal de prisiones cualificado, cuya depuración precisó de un periodo que se extendió, al menos, hasta el verano de 1940. Una cualificación que, debemos tener en cuenta, era entendida desde un doble punto de vista, tanto técnico como prioritariamente ideológico, ya que las plazas convocadas a concurso de los distintos escalafones fueron reservadas para excombatientes del cuerpo de alféreces provisionales, cuya experiencia de guerra se derivaba de su carácter voluntario. Este hecho aseguraba un alto sentido de la disciplina y la máxima adhesión a los postulados del nuevo régimen, entre ellos la visión y comportamiento sobre un enemigo al que debían disciplinar, vigilar y castigar[102]. En ocasiones, la falta de personal de vigilancia era compensada con la colaboración de los propios reclusos. Así ocurrió en el Campo Penitenciario de Monóvar. El recinto quedó dividido en tres salas y en cada una de ellas los reclusos fueron organizados en distintos grupos, con un «jefe de sala» y varios «jefes de grupo», de acuerdo con el tamaño de estas. El director de la prisión estructuró un servicio de orden, disciplina, imaginaria, limpieza y vigilancia que recayó sobre los mismos reclusos, dictando una serie de normas para los jefes de grupo: eran los responsables de que se guardara la mayor disciplina y orden, en especial cuando recibieran visitas de los funcionarios de prisiones o autoridades, debiendo ponerse todos en pie saludando «con el debido respeto y silencio». Además, debían encargarse de mantener al grupo en formación todas las mañanas y al caer la tarde, y notificar al jefe de sala el número de reclusos que lo componían a fin de proceder a su recuento por parte del funcionario de turno. Por último, debían vigilar y controlar las conversaciones de sus compañeros de cautiverio, dando parte inmediatamente y bajo coacción, de aquellas que se produjeran en términos de «críticas o murmuraciones perniciosas»[103].
En otras ocasiones, la falta de personal fue compensada por la violencia ejemplarizante. Más allá del régimen disciplinario, del hacinamiento, el hambre, las enfermedades y las atenciones insuficientes que golpearon miles de historias particulares de una colectividad muy específica[104], uno de los mayores peligros para la vida de los presos estuvo con relación al hecho de que la vigilancia y seguridad de los recintos estuviera en manos de los comandantes militares de las unidades de ocupación. Las órdenes dadas a los centinelas eran taxativas: disparar a las ventanas si los reclusos —el enemigo— se acercaban a mirar al exterior[105]. Algunos de estos soldados, que hasta hacía meses se habían batido en los frentes contra un enemigo demonizado y privado de dignidad que, como ahora se evidenciaba, era culpable de execrables crímenes, demostraron tener un gatillo muy fácil. Entre el 15 de junio de 1939 y el 25 de agosto de 1941 resultaron muertos por disparos de centinela efectuados desde las garitas de guardia exterior hacia las ventanas de las celdas al menos siete reclusos de las prisiones Seminario de San Miguel de Orihuela y Prisión Fábrica n.º 2 de Elche, ambas destinadas al cumplimiento de penas[106]. En ocasiones, los disparos se produjeron incluso sobre las ventanas de las cocinas, cuando los reclusos destinados a estas trabajaban en la preparación del rancho. Así sucedió a las 10:30 de la mañana del 6 de mayo de 1941, cuando un centinela acabó con la vida de Rafael Vera Huertas de un disparo en la cabeza mientras se disponía a transportar unas habas para mondarlas. Los diez testigos que se encontraban trabajando junto al fallecido aseguraron que el centinela no hizo ningún aviso previo y que, al contrario, cada vez que por razones de sus labores pasaban cerca de las ventanas para coger utensilios y víveres para el rancho este les apuntaba haciendo amago de disparar. Varios compañeros del centinela propuestos como testigos por el comandante militar de la plaza, por el contrario, afirmaron escucharle dar gritos de aviso antes de ejecutar el disparo, aunque ninguno pudo precisar que alguien se asomara a la ventana. Tras la recogida de testimonios y la inspección ocular, las diligencias abiertas en aclaración de lo sucedido fueron archivadas sin declaración de responsabilidad, basándose en que el disparo se produjo en cumplimiento de la consigna de hacerlo previo aviso contra cualquier recluso que se asomara a las ventanas. Y ello pese a que estas se encontraban en perfecto estado, reforzadas con barrotes de hierro y situadas a una altura de 20 metros del suelo, a plena luz del día.[107] De igual modo, la versión oficial del comandante militar de la plaza de turno volvió a prevalecer cuando, tres meses después, un centinela disparó dando muerte por heridas en la cabeza al recluso de la Prisión Fábrica n.º 2 de Elche Bartolomé Amorós Lafuente. Y ello pese a que el director de la prisión aseguró que este se encontraba sentado en su petate sin mirar al exterior[108].
Como la mayoría de especialistas han destacado, pronto se hizo manifiesta la necesidad de descongestionar unas prisiones y centros de reclusión que habían alcanzado cifras tan desproporcionadas que hacían inviable y ponían en peligro incluso el propio sistema penitenciario. Fue esta la razón que impulsó la promulgación de las distintas leyes y decretos en materia de excarcelaciones desde 1940 hasta 1945, lo que, pese a la retórica del régimen, no dejaba de ser muestra del papel esencialmente punitivo de la política penitenciaria, pieza clave en el engranaje de la represión contra un enemigo que debía ahora purgar su culpa por haberse opuesto al golpe militar y a los postulados de la Nueva España y que, por su naturaleza esencialmente política, no podía sino ser masivo[109]. Es en este sentido que se ha destacado la relación que desde un principio hubo entre la especial dureza de las sentencias impuestas en los consejos de guerra, la promulgación del programa de reducción de penas por el trabajo, la creación de las comisiones de examen de penas, la legislación en materia de libertad condicional y la propaganda encaminada a presentar el perdón judicial como bandera de la reeducación y magnanimidad del Caudillo[110].
Sin embargo, si la realidad vivida en las prisiones chocó de frente contra esta política propagandística[111], por lo general las autoridades locales dificultaron asimismo los objetivos de la Dirección General de Prisiones, al mostrarse reacias a la vuelta y «reintegración» a la comunidad de algunos de sus vecinos, tratando de impedir que se pudieran acoger a los diferentes decretos de libertad condicional. Primero, ejerciendo el papel que la normativa les reservó desde el principio al hacer preceptivos sus informes favorables[112]. Después, conculcando sistemáticamente lo indicado en el apartado d) de la orden de 10 de junio de 1940 relativo al contenido de los informes[113], pues en lugar de atenerse a las «razones especiales» que impidieran la puesta en libertad del penado, solían reescribir los informes que ya antes habían remitido a las autoridades judiciales y por los que habían sido condenados, aunque en ocasiones llegaron incluso a ampliar el pliego de cargos. Esta postura llegó a exasperar a los distintos directores de los centros penitenciarios y autoridades del Patronato de Nuestra Señora de la Merced, significándoles que «de seguirse ese criterio, sería imposible la aplicación de las referidas disposiciones del poder público y las harían ilusorias»[114] y recordándoles «el interés de la superioridad porque se cumpla este servicio benéfico otorgado por el Caudillo»[115]. Pero todo dependía de la discrecionalidad de los informadores. Así, hubo vecinos que pudieron volver a sus localidades cumpliendo las mismas condenas que otros para los que se informaba en sentido desfavorable incluso si fijaban su residencia con destierro a 250 km de distancia de su localidad de origen[116]. En otras ocasiones, sin embargo, ante la imposibilidad de retrasar más la puesta en libertad condicional del penado, pidieron específicamente que si se le concediera debía fijar su residencia en la localidad, con el fin de controlar mejor sus movimientos[117].
Por último, si bien la creación del Servicio de Libertad Vigilada redujo sobre el papel el peso de sus informes al derivarlos hacia las Juntas Provinciales en aras de «obtener datos objetivos de la conducta del penado, exentos en un todo de posibles apasionamientos y resquemores»[118], el sistema estaba tan viciado de origen que, al menos en las localidades de provincia, apenas se dejaron sentir los cambios introducidos por la nueva legislación. Porque, para emitir sus dictámenes, la Junta Provincial siguió solicitando sistemáticamente informes a las juntas locales, compuestas en muchos casos por las mismas autoridades que antes los habían elaborado individualmente. De ahí que no sea de extrañar que siguieran perseverando en el contenido de sus informes o decidieran optar por el silencio cuando desde la Junta Provincial se les requirió que volvieran a emitirlos, insistiendo sobre su error de base y la resistencia que ello suponía «a la voluntad del Caudillo»[119]. Sorprende, no obstante, la actitud de la Junta Provincial, pues no era preceptivo contar con dichos informes. Fuera por una suerte de solidaridad institucional o por mera inercia de un sistema donde los informes sobre antecedentes habían pasado a formar parte de la cotidianidad institucional, reduciendo a un folio la vida y destino de millones de ciudadanos[120], lo cierto es que desde la Junta Provincial se siguió pidiendo en todo momento la opinión e informes de las juntas locales.
No obstante, y ante la pérdida de peso que sufrieron sus informes, las autoridades locales encontraron otras formas de impedir la vuelta o permanencia de algunos de sus vecinos, a los que vigilaron, persiguieron y detuvieron preventivamente en connivencia con el gobernador civil[121]. Para ello, se acogieron a lo previsto en el artículo octavo del decreto de libertad vigilada, que confería a las juntas locales un alto poder discrecional al permitirles elevar a las autoridades de orden público cuantas proposiciones creyeran convenientes para «evitar actuaciones contrarias a los intereses nacionales». Fueron, sobre todo, alcaldes y familiares de las víctimas en la retaguardia republicana hábilmente instrumentalizados, quienes se mostraron especialmente beligerantes con la posibilidad de que algunos de sus vecinos rehicieran mínimamente sus vidas. Hubo ocasiones, como en Monóvar, donde el alcalde volvió a presentar denuncia cuando tuvo constancia de que, pese a sus informes desfavorables, Narciso Berenguer Cerdá se encontraba en libertad vigilada con destierro en otra provincia, tratando de que prosperaran «nuevos cargos no tenidos en cuenta hasta la fecha»[122]. O, como en el caso de la que había sido maestra de la localidad, Magdalena Mallebrera, deteniéndola él mismo y denunciando a quienes la habían ayudado a volverse a instalar en la localidad «proporcionándole ayuda económica y víveres»[123]. El estigma de sus nombres les impedía aumentar la lista de los 86 liberados sometidos a tutela y estrecha vigilancia a la altura de diciembre de 1944[124]. En otras actuaron como agente transmisor de amenazas por parte de aquellos que no aceptaban que saliera en libertad «quien debiera en justicia haber sido ejecutado en unión de sus compañeros de asesinatos». Así se lo comunicaba en 1944 el alcalde de Rojales al gobernador civil para que tratara, pese a que excedía sus competencias, de revocar la puesta en libertad de Pedro Mata Serrano, pues «los familiares de sus víctimas se hallan dispuestos de trasladarse a Oviedo donde ha fijado su residencia, para darle muerte donde quiera que lo hallen»[125].
En otros casos, como en Benisa, fue la misma junta local la que solicitó al gobernador civil, de acuerdo con el artículo octavo del decreto del 22 de mayo de 1943, que procediera a elevar una solicitud de revocación de la libertad condicional para quien llevaba ya un tiempo viviendo en la localidad, pero se consideraba «un grave peligro para la seguridad del orden público, dada su ascendencia entre los indeseables». En realidad, lo que había detrás de estos informes contra Vicente Bou Vicent era un intento de «competencia desleal» hacia quien había reiniciado su vida y sobresalido en las relaciones comerciales. De ahí que, «por su activismo conspirador, situación distinguida entre los rojos y grandes conocimientos comerciales», no fuera suficiente con un cambio de residencia, sino que se hacía urgente «privarle de la libertad y recluirlo en prisión hasta que extinga completamente su condena»[126].
Son actitudes, prácticas y situaciones que se prolongaron en el tiempo, también sobre aquellos que se presentaron a las autoridades de sus localidades tras acogerse al indulto general de 9 de octubre de 1945. Así, el alcalde de Lorcha, en connivencia con el gobernador civil y apoyado en los familiares de las víctimas, utilizó la coacción para disuadir a José Sastre Vicens de que fijara su residencia en la localidad, pues de lo contrario «pudiera ocurrir algo desagradable sin poder evitarlo»[127]. Y una situación similar, pero a la altura de 1948, vivió José Amorós López, quien tras tres años en libertad condicional con destierro, decidió volver a Almoradí. Allí comprobaría que la libertad e incluso el indulto seguirían siendo condicionales hasta que fuera cumplida por completo su condena, lo que en absoluto extinguiría su estigma de rojo perverso[128]. En este caso fue el comandante del puesto de la Guardia Civil quien informó al gobernador civil de la situación creada tras su llegada, indicando la conveniencia de que se le prohibiera la residencia en Almoradí y zonas inmediatas por razones de orden público. Así lo decretó la primera autoridad provincial, prohibiéndole incluso visitar la ciudad[129].
Este es el nivel de pretendida normalidad a la que se hubieron de enfrentar muchos de los ciudadanos y ciudadanas que trataron de reconstruir sus vidas tras salir de prisión, adaptándose a los márgenes decretados por la generosidad del Caudillo y perfilados, en último término, por las autoridades locales. Si, más allá de la retórica, el verdadero aprendizaje al que fueron sometidos los enemigos de España en las prisiones de la dictadura fue el de la explotación, la humillación, el silencio y el miedo, su adaptación a la muerte civil que les reservaba una cultura de la victoria de la que formaban parte como imagen de la anti-España, supuso el del estigma, la vigilancia, la amenaza, la exclusión y la marginación. Ese, en última instancia, fue el significado de vivir en la derrota[130]. El odio es un barril sin fondo, escribió Charles Baudelaire en Las flores del mal, es «el tonel de las pálidas Danaides».
Uno de los aspectos que muestran las guerras civiles con mayor claridad es el legado y continuación de distintas formas de violencia tras su final oficial. Sin embargo, para delimitar las especificidades propias de un fenómeno cuya lógica transnacional es inherente, cada experiencia de posguerra debe ponerse en relación al menos con dos factores: delimitar cuándo comienzan las posguerras en aquellos conflictos definidos por la continua ocupación y control de las retaguardias, donde los tiempos de guerra y posguerra se encabalgan y conviven en su componente regional y local, y, en segundo lugar, el tipo de régimen resultado de la guerra y que llevará a cabo la reconstrucción nacional[131]. En este trabajo hemos abordado el estudio de la continuación de la violencia tras el final de la Guerra Civil española, lo que implicó la depuración y radicales formas de control y exclusión de un enemigo político considerado irreconciliable y funcional a la construcción de la nueva comunidad nacional. Se ha utilizado como universo de análisis la provincia de Alicante, última en ser ocupada y, por lo tanto, donde los tiempos de inicio de la posguerra se pueden fijar con precisión: desde el punto de vista de las operaciones militares y del control del territorio del Estado, la guerra había terminado. Sin embargo, fue en paralelo a ese momento cuando se ordenó su ocupación con vistas al control y purga de los vencidos, prolongando la violencia de forma sostenida más allá de la victoria.
Y aunque todo el proceso estuvo centralizado, controlado y dirigido por la acción de la Auditoría de Guerra, muestra privilegiada de la estrecha continuidad que se dio entre los periodos de guerra y posguerra, comprender su funcionamiento implica mirar de cerca las condiciones sociales en las que se hizo efectiva. Como demuestra este trabajo, la implantación de la Auditoría de Guerra que siguió a la ocupación no solo se sirvió de la colaboración de autoridades locales y vecinos, que con sus informes y denuncias permitieron que la represión sobre el enemigo cobrara apariencia de justicia. Su relación con las comunidades locales fue mucho más estrecha y se sustentó, en la medida de lo posible, en la selección del personal —jueces de instrucción y secretarios— que debía hacerse cargo de los juzgados militares y procesar a sus vecinos. Igualmente capital fue el papel auxiliar que jugaron las falanges locales en la acción de orden público desarrollada por la Columna de Orden y Policía de Ocupación, precisados por las sospechas que presentaban los cuerpos de seguridad, sometidos a estrecha depuración. La actuación de la Auditoría convirtió en criminales a los vencidos y determinó su exclusión en un sistema de prisiones desbordado, cuyos niveles de sobrepoblación continuaban siete años después de finalizada la guerra, pese a la proclamación del indulto general.
Por último, la acción represiva de la Auditoría de Guerra y el sistema penitenciario encontró un tercer nivel, siempre en paralelo, de vigilancia y control de los vencidos tras su salida de prisión, en el que volvieron a jugar un protagonismo de primer orden las autoridades locales y provinciales. Fueron estas las que, en última instancia, tuvieron en sus manos decidir durante años quienes podían y quienes no formar parte de la comunidad.
[1] |
El autor participa en el proyecto de investigación del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades «Posguerras civiles: violencia y (re)construcción nacional en España y Europa, 1939-1949» (PGC2018-097724-B-100). IP: Javier Rodrigo. |
[2] |
Gómez Serrano (2008): 696. |
[3] | |
[4] |
Rodrigo (2016). |
[5] | |
[6] |
Pavone (1991). |
[7] |
Dunnage (1999). |
[8] |
González Calleja (2008). |
[9] |
Gerwarth y Horne (2012). |
[10] |
Acciai et al. (2017). |
[11] |
Deak et al. (2000); Judt (2006); Biess y Moeller (2010); Suhrke y Berdal (2012); Lowe (2012), y Kissane (2015). |
[12] |
Alonso y Alegre (2018). |
[13] |
Rodrigo (2017). |
[14] |
Rodrigo y Alegre (2019). |
[15] |
Cobo Romero y Del Arco Blanco (2011); Rodrigo (2008); Prada Rodríguez (2010); Preston (2011), y Gómez Bravo (2017). |
[16] |
Pérez-Olivares (2020); Aróstegui (2012), y Hernández Burgos (2016). |
[17] |
No deja de sorprender que estudios recientes —de buen armazón teórico, por otra parte— sigan dando por válidas cifras del todo erróneas sobre supuestas víctimas extrajudiciales en la provincia de Alicante, que sin ningún tipo de base empírica que lo respalde se elevarían a entre 313 y 678 durante los dos primeros años de la dictadura (Tébar Rubio-Manzanares, 2017): 164. Las víctimas mortales por la represión en la provincia de Alicante hace tiempo que fueron estudiadas por Ors Montenegro (1995) y Gabarda Cebellán (2007), y se elevan a 724 fusilados como consecuencia de sentencia en consejo de guerra y 173 fallecidos en prisión. Sin embargo, Gabarda Cebellán suma a estos últimos otros 53, que lo fueron en el albergue para indigentes que se instaló en el Castillo de Santa Bárbara dependiente del Ayuntamiento de Alicante en 1941, al confundirlo con el campo de concentración que funcionó allí hasta diciembre de 1939 y, reconvertido en prisión, primeros meses de 1940. |
[18] |
AGMA, 1275/11, y AHN-FC-CG,1936/51. |
[19] |
AGMA, 2602/102; Albanese (1940): 202-203, y Beneito et al. (2017): 72. Sobre el tratamiento que la propaganda fascista dio a la presencia y actuación de las tropas del CTV en la toma de Alicante puede verse Aronica (2017). |
[20] |
Santacreu (2008). |
[21] |
AGMA, 2549/11. |
[22] |
AGMA, 2602/71 y 1275/11. |
[23] |
AGMA, 2602/103. Sin duda, junto al de Albatera, el campo que más memorialística concentracionaria ha dejado, dada la formación cultural de muchos de los que allí fueron internados. Paradójicamente, el que más internacionalizó el nombre de Los Almendros fue el impresionante fresco escrito desde la ficción por alguien que nunca estuvo allí: el escritor Max Aub, que supo reflejar muy bien el estado de aquellos «españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos.» (1998: 485). |
[24] | |
[25] |
De hecho, el 10 de abril fue ordenada la retirada de los Batallones 122 y 123, una vez trasladada la 17 División. AGMA-2544/64. |
[26] |
La Segunda Bandera de Catilla destacada en Villena, por ejemplo, se ramificó en centurias acantonadas en Villena, La Encina, Sax, Monóvar y Pinoso. AGMA, 5657/3. |
[27] |
AGMA 1617/28. |
[28] |
AGMA-1617/27. |
[29] |
Anderson (2017); Barranquero (1998), y Prieto Borrego (2013). |
[30] |
Alonso (2018). |
[31] |
Gil Andrés (2006). |
[32] |
Rodrigo y Alegre (2019): 210; Chianese (2014), y Richards (2012): 32. |
[33] |
Waldmann (1999); Kalivas (2010): 33-37, y González Calleja (2013). |
[34] |
Sevillano (2004). |
[35] |
Gil Vico (2010). |
[36] |
Pérez-Olivares (2015). |
[37] |
Rodrigo (2009). |
[38] |
Gómez Bravo (2017): 286. |
[39] |
Ors Montenegro (1995): 81-83. |
[40] |
AGMA, 11098/15. |
[41] |
En su estudio sobre la provincia de Málaga, Lucía Prieto ha constatado que prácticamente la mitad de los jueces que formaron parte de la maquinaria represiva tras la ocupación habían ejercido previamente en la capital y provincia. No solo eso, las cifras constatan que los pueblos cabeza de partido que arrojaron el mayor número de penas de muerte fueron aquellos en los que actuaron los jueces que mejor los conocían. Prieto (2021): 282-284 y 287. |
[42] |
Baste como ejemplo lo ocurrido en provincias como Badajoz o Málaga, donde pese a la magnitud de la depuración sufrida en el periodo de guerra civil, con más de 4600 víctimas cada una, reiniciaron las ejecuciones cuando los vencidos, cautivos y desarmados, fueron conducidos a sus localidades de origen. Hasta finales de 1942, ambas sumaron, respectivamente, 1001 y 710 nuevas víctimas. Espinosa (2003): 241; Eiroa (1995): 246-248, y Richards (2012): 38. |
[43] |
Lanero Taboas (1996): 362-370. |
[44] |
Experiencias similares de jueces que actuaron en otras provincias en Prieto (2021): 283-284 y Barragán (2015): 351. |
[45] |
Desafecto a la República, se acogió al decreto Azaña de 25 de abril de 1931 y solicitó su pase a la reserva con cuarenta y cinco años. Posteriormente ingresó en Falange. Fue detenido el 13 de agosto de 1936 y juzgado por desafección a la República por el Tribunal popular n.º 1 de Alicante, que lo condenó a 4 años 11 meses y 29 días de privación de libertad. En el Reformatorio de Adultos formó parte de la Quinta Columna hasta su liberación. AGMS-1b-2800, exp. 0; AHPA-IP-19608, y AHN-FC-CG,1936/51. |
[46] |
CDMH-PS-Madrid, 2497/3. |
[47] |
Payá López (2017); Sánchez Recio (2014), y García Gandía (2018). |
[48] |
ACMJ, expediente Joaquín de Lora y López. |
[49] |
Archivo Municipal de Alcoy (AMAL)-FJ, 11161/13; AGHD, 15864/17 y 16249/10. |
[50] |
AGHD, 15864/17 y 16159/2. |
[51] |
A su regreso sería nombrado agente inspector del Servicio de Carnes, Cueros y Derivados de Alicante y director de Educación y Descanso de Santa Faz. AHPA-GC, 1307. Dos de sus hermanos, también falangistas, habían sido condenados por el Tribunal popular n.º 1 a dos y tres años de internamiento. Uno de ellos tenía 17 años. AHPA-IP-19533 y 19578. |
[52] |
AGHD, 1533/1. |
[53] |
AGHD, 15291/5, 15339/5 y 15498/1. |
[54] |
No ha sido el caso de Prieto (2021); Barragán (2015), y Rodríguez Padilla (2007). |
[55] |
Tilly (2003). |
[56] |
Anderson (2014); Gil Vico (2010), y AGA, 82/03103 «Muy reservado. Normas para tener en cuenta en las gestiones del duque de Alba con el gobierno británico. Burgos, 25 de abril de 1938». |
[57] |
Payá López (2017): 122-124. |
[58] |
AGHD, 15797/13. |
[59] |
AGHD, 15827/3. |
[60] |
AGHD, 15471/6. |
[61] |
AGHD, 15633/1. |
[62] |
AGHD, 15325/4. |
[63] |
Los entrecomillados, palabras del ministro de justicia Eduardo Aunós, en Lanero Taboas (1996): 272, y del fiscal jefe del Ejército de Ocupación, Acedo Colunga, en Espinosa (2003): 260. |
[64] |
Aróstegui (2012): 34-37; Sánchez Recio (2020); Lanero Taboas (1996); Fernández-Crehuet (2011), y Barragán (2015): 356-358. |
[65] |
Agradezco a Jesús Francés la consulta de esta correspondencia. En el sumario se comprueba que Juan Gisbert cambió su testimonió autoinculpándose en la tercera de sus declaraciones, el 15 de noviembre de 1939. AGHD, 15338/1. |
[66] |
Gómez Bravo (2017). |
[67] |
CDMH-Auditoría de ocupación-Fichero Alicante. |
[68] |
Mir (2000); Anderson (2009); Fitzpatrick y Gellately (1996, 1997), y Cenarro (2002). |
[69] |
Archivo Municipal de Monòver (AMM), 10354/2, y Payá López (2017): 27. Porcentajes similares para otras provincias en Anderson (2009): 18-19 y (2017): 217. |
[70] |
AGMA, 2921/2. |
[71] |
AGMA, 2923/10. |
[72] |
Gómez Bravo (2017): 290-295. |
[73] |
AHPA-GC, 2572-2678, 2597, 3037, 3447, 3494 y 3545. |
[74] |
AHPA-GC, 937. |
[75] |
Cuesta (2009). |
[76] |
AHPA-GC, 1028. |
[77] |
AHPA-GC, 1054. |
[78] |
AGHD, 15629/4. |
[79] |
Cervera Gil (2015). |
[80] |
AGHD, 15498/1. |
[81] |
Gómez Bravo (2017): 83-85. |
[82] |
AGHD. Causas judiciales. |
[83] | |
[84] |
Sobre los campos de concentración durante la guerra civil y la inmediata posguerra sigue siendo de referencia ineludible Rodrigo (2001, 2005). Véase, asimismo, ampliado al universo penitenciario, Sobrequés et al. (2003) y, más recientemente, Hernández de Miguel (2019), trabajo que, sin aportar nada nuevo desde el punto de vista teórico, en su tratamiento empírico deja serias dudas al elevar el número de campos de concentración de 188 a 298 sin justificar los criterios taxonómicos en los que basa tal salto concentracionario y con una acusada imprecisión en el uso de conceptos y categorías. Para el caso que nos ocupa, por ejemplo, contabiliza como campos de concentración lo que desde el principio fueron cárceles o prisiones como el Palacio de Altamira en Elche o el Seminario de San Miguel de Orihuela, apoyado, además, en una muy poco rigurosa lectura de las fuentes. Del mismo modo, cuando indica que el campo de concentración de Monóvar «se instaló en la plaza de toros y en un edificio que desconocemos», elude la distinción que las mismas autoridades de ocupación hicieron entre el campo de concentración y la cárcel (situada en la antigua fábrica de Gilma, a escasos metros del campo y frente a la comandancia militar), ambas dependientes de su autoridad (pp. 341-343). CDMH-TC, 26/11 y 12; AHPA-GC, 824, y AMM-Sección Falange, E-11. |
[85] |
Rodrigo (2005): 184-186. |
[86] |
Martínez Leal y Ors Montenegro (1995). |
[87] |
De Vito et al. (2017). |
[88] |
Rodrigo (2005): 200-208. |
[89] |
CDMH-TC, 26. |
[90] |
AHPA-GC, 824, 1028 y 2999, y AMM, 1759. |
[91] |
AHPA-GC, 2999 y Rodríguez Teijeiro (2007). |
[92] |
AHPA-GC, 960, 1055 y 3455. |
[93] |
AHPA-GC, 2985. |
[94] |
AMM, 10354/1. |
[95] |
AGHD, 15818/12, 15656/1 y 15344/6. |
[96] |
Ginard (1982). |
[97] |
AHPA-GC, 3526. De ellos, únicamente 94 eran detenidos gubernativos. AHPA-GC, 1054. |
[98] |
Gómez Bravo (2012): 235. |
[99] |
AHPA-GC, 1054. |
[100] |
AHPA-GC, 3453 y Rodríguez Teijeiro (2011): 85-94. |
[101] |
BOE de 20 de octubre. |
[102] |
Rodríguez Teijeiro (2011): 48. |
[103] |
AMM, 10354/1. |
[104] |
Chaves Palacios (2005). |
[105] |
AGHD, 16120/4. |
[106] |
Registros Civiles de Orihuela y Elche; AHPA-IP, 12538, 12580 y 12588; Cerdán Tato (1975): 68; Sorribas (1988): 72, y Corachán (2005): 90-91, 121, 140-141. |
[107] |
AGHD, 16120/4 y AHPA-IP, 12574. |
[108] |
AHPA-GC, 2568. |
[109] |
Schmitt (1991). |
[110] | |
[111] | |
[112] |
Ley de 4 de junio de 1940 (BOE de 6 de junio) y Gómez Bravo y Jorge (2011): 293-313. |
[113] |
BOE de 11 de junio. |
[114] |
AHPA-GC, 788; Archivo Municipal de Pinoso, 862, 863 y 866; AMM, 361, 362 y 363, y AMAL, 1460 y 1465. |
[115] |
AMAL, 1465. |
[116] |
Ley de 1 de abril de 1941 (BOE de 1 abril). |
[117] |
AMM, 362. |
[118] |
Decreto de 22 de mayo de 1943 (BOE de 10 de junio) y Orden de 31 de julio de 1943 (BOE de 5 de agosto). |
[119] |
AMM, 363. |
[120] |
Parejo Fernández (2011). |
[121] |
Sanz Alberola (1999). |
[122] |
AHPA-GC, 780. |
[123] |
AHPA, 775, 778 y 2728. En unos años, conviene puntualizar, dominados por una hambruna que disparó las muertes por inanición y las enfermedades derivadas de esta. Del Arco Blanco (2020). |
[124] |
AMM, 361. |
[125] |
AHPA-GC, 788. |
[126] |
AHPA-GC, 781. |
[127] |
AHPA-GC, 794. |
[128] |
Sevillano (2007). |
[129] |
AHPA-GC, 795. |
[130] | |
[131] |
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