RESUMEN

Desde el comienzo de la Guerra Civil, la depuración emprendida por los sublevados contra los intelectuales republicanos o renovadores puso fin a la edad de plata de la cultura española. La dictadura, sin embargo, no pudo erradicar del todo la tradición intelectual precedente, que subsistió en algunos discípulos de los intelectuales represaliados, oculta tras la adhesión de muchos de ellos al nuevo Estado. Este trabajo analiza las relaciones entre los intelectuales y la dictadura, a partir de las trayectorias de Enrique Gómez Arboleya y Nicolás Ramiro Rico, discípulos de Fernando de los Ríos. Ambos asumieron posiciones complacientes con la dictadura, se integraron en las redes académicas creadas en la guerra o en la posguerra, participaron en la construcción de la cultura jurídica de los vencedores y se desvincularon de su maestro, aunque no se desprendieron del todo de su herencia intelectual y científica, que los llevó a cultivar una teoría jurídica y política de vocación sociológica y a distanciarse del franquismo en los cincuenta. El estudio se basa en el análisis de sus producciones y sus ejercicios de oposiciones a cátedras de Filosofía del Derecho, Derecho Político y Sociología entre 1940 y 1953.

Palabras clave: Historia de los intelectuales; dictadura franquista; Universidad; Ciencias Sociales; redes académicas.

ABSTRACT

Since the beginning of Spanish Civil War, rebels undertake the depuration of numerous republican or innovative intellectuals, interrupting the Silver Age of Spanish culture. Nevertheless, Francoist dictatorship cannot eradicate the previous intellectual tradition. It survived in most of reprisal intellectuals’ disciples, hidden under their adherence to Francoist State. The article analyses the relationship between intellectuals and the dictatorship, from the trajectories of Enrique Gómez Arboleya and Nicolás Ramiro Rico, Fernando de los Ríos’ disciples. They take helpful positions to the dictatorship, involved in academic nets created in the War or the Post-war, contributed to build the Francoist legal culture and unlink to their master, though kept a part of De los Ríos’ intellectual and scientific heritage and his sociological vocation and distanced from the dictatorship in 1950s. The study is based on the analysis of their works and access exams as professors of Legal Philosophy, Political Law and Sociology since 1940 to 1953.

Keywords: History of intellectuals; Francoist Dictatorship; University; Social Sciences; academic networks.

Cómo citar este artículo / Citation: San Andrés Corral, J. (2022). De la escuela de Granada al Clan Mudéjar: supervivencia académica y viraje intelectual de los discípulos de Fernando de los Ríos en el primer franquismo (1936-‍1953). Historia y Política, 47, 255-‍285. doi: https://doi.org/10.18042/hp.47.09

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. «UN PEQUEÑO PARÍS»
  5. III. ENRIQUE GÓMEZ ARBOLEYA: ECLECTICISMO INTELECTUAL Y REPRODUCCIÓN ACADÉMICA
  6. IV. NICOLÁS RAMIRO RICO: LA DISTORSIÓN DE LA MEMORIA
  7. V. CONCLUSIONES
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[1][Subir]

Una de las primeras ofensivas lanzadas por los sublevados en la Guerra Civil se dirigió contra los intelectuales. La hostilidad de los rebeldes hacia la intelligentsia, revestida de reacción defensiva contra la República de los profesores, los escritores y los artistas, se remontaba a dos tradiciones emparentadas. Por un lado, estaba la vieja reacción contrailustrada, que aspiraba a restaurar la hegemonía católica, y por otro, el antiintelectualismo de raíz vitalista e inspiración antidreyfusista, que se extendió por toda Europa a lo largo del primer tercio del siglo xx, en oposición al moderno intelectual, politizado y en acción, que irrumpió en el espacio público a finales del siglo xix[2]. El antiintelectualismo, irracionalista o reaccionario[3], fue canalizado en España lo mismo por el efímero proyecto protofascista de La Conquista del Estado que por el altavoz de la derecha contrarrevolucionaria Acción Española[4], e influyó en destacados miembros de la intelectualidad republicana, incapaces de armonizar su independencia intelectual con su papel en el nuevo régimen, o decepcionados ante el avance de un republicanismo que pretendía desbordar el sistema para ensanchar su base popular[5]. Las condenas de unos y la indiferencia de otros dieron pie a una masiva caza de brujas, orquestada desde la Comisión de Cultura y Enseñanza a través de las comisiones depuradoras del personal docente, académico e investigador, que purgaron a algunas de las figuras más relevantes de la literatura, la ciencia y el arte de la edad de plata, empobreciendo la vida intelectual del país[6].

Las condenas más feroces se dirigieron contra los intelectuales republicanos, pero también contra los que habían impulsado la renovación científica y pedagógica de las décadas precedentes, a los que se acusó de introducir en España novedades extranjerizantes. A la cabeza de todos ellos se encontraban los seguidores de la Institución Libre de Enseñanza, representantes paradigmáticos de la moderna intelectualidad, antagonistas de los iusnaturalistas católicos e inspiradores de un proyecto pedagógico y científico que conectó a los investigadores españoles con el exterior a través de la Junta para Ampliación de Estudios[7]. Los herederos del krausoinstitucionismo se convirtieron, así, en el principal objetivo a batir por quienes pretendían restaurar un modelo precientífico, enraizado en el providencialismo y el dogmatismo del catolicismo tradicionalista. Un elocuente ejemplo de las diatribas contra ellos es el libelo firmado por el vicepresidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza, Enrique Suñer, que, si bien elogiaba el espíritu de Francisco Giner de los Ríos, arremetía contra sus discípulos, a los que calificaba de «agentes revolucionarios»[8]. En otro panfleto de prosa algo menos violenta, pero esclarecedor título, varias figuras de la elite intelectual franquista descargaron su resentimiento contra la Institución. El presidente de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas responsabilizó a los institucionistas de encabezar «la tarea descristianizadora de España»[9], y el vocal de la comisión depuradora del profesorado universitario, Antonio de Gregorio, les acusó de «nutrir todos los escalafones de Instrucción pública mediante oposiciones vergonzosas»[10]. Más explícito era el catedrático de Filosofía del Derecho, Miguel Sancho Izquierdo, al señalar directamente a uno de los discípulos de Giner, Fernando de los Ríos, por beneficiarse de una oposición convenida para lograr una cátedra en Madrid, en 1930[11].

La denuncia era innecesaria, porque De los Ríos ya había sido separado de su cátedra mediante una orden ministerial que, prescindiendo de las formalidades procesales creadas por la propia dictadura para legitimar la depuración, también afectó a Luis Jiménez de Asúa, Felipe Sánchez-Román, José Castillejo, Blas Cabrera, Juan Negrín, José Giral, Julián Besteiro, José Gaos o Wenceslao Roces, entre otros. Su expulsión de la Universidad era un intento de deslegitimar a toda la intelectualidad republicana, pero también una advertencia a los supervivientes de la depuración de los dos únicos caminos posibles que se abrían tras la victoria: el silencio, que generalmente comportaba la marginalidad intelectual, aunque facilitaba la supervivencia académica, y la colaboración con la dictadura, que no necesariamente conllevaba la reproducción académica, pero era un instrumento decisivo para lograrlo. Mediante ese «atroz desmoche», como lo calificó Pedro Laín Entralgo (‍1976: 283), la dictadura se aseguró la complicidad y la colaboración de una porción de científicos que esperaban su oportunidad para hacer carrera en la Universidad, ofreciendo su inteligencia al servicio del nuevo Estado.

Entre ellos se encontraban dos de los principales discípulos de De los Ríos, Enrique Gómez Arboleya y Nicolás Ramiro Rico, que no solo lograron sobrevivir en el ecosistema intelectual y científico de la posguerra, sino que alcanzaron posiciones de poder dentro de él, ya que ambos consiguieron ser catedráticos de Filosofía del Derecho y Derecho Político, respectivamente. El primero lo hizo en 1940, el segundo tuvo que esperar hasta 1952, tras integrarse en las redes de poder académico creadas tras la victoria. Para lograr la cátedra, ambos evitaron ser identificados con su maestro, escenificaron su ruptura con la tradición de estirpe institucionista en la que se habían formado, hicieron suyas las orientaciones intelectuales, científicas e ideológicas dominantes en la posguerra y establecieron un contacto fluido con los intelectuales que controlaban las revistas científicas, los centros de investigación y el acceso a las cátedras. A mediados de la década de 1940, Arboleya —que regresó a Granada en 1941 tras su paso por Sevilla, donde había ganado la cátedra— se rodeó de varios jóvenes juristas de la Universidad granadina, como su discípulo Francisco Murillo Ferrol o su compañero Luis Sánchez Agesta. El grupo empezó a ser conocido en el ambiente académico como el Clan Mudéjar, un apelativo que uno de sus integrantes, José Cazorla (‍2002: 40), atribuye a la ironía de su colega Carlos Ollero, «porque suponía que eran moriscos infiltrados en terreno cristiano»[12]. La expresión evoca vagamente la genealogía del grupo y la heterodoxia —no exenta de eclecticismo— de sus miembros, y sugiere la sustitución de un modelo de relaciones académicas articuladas por escuelas científicas por otro basado en el funcionamiento de redes académicas.

Este trabajo aborda las conductas de los intelectuales en la posguerra y sus relaciones con la dictadura, a partir de los casos de Arboleya y Ramiro. Para ello, se analizan sus estrategias de reproducción académica, a través de los expedientes de oposiciones a cátedras a las que concurrieron, sus posicionamientos políticos, científicos e intelectuales, contenidos en sus producciones y publicaciones, y el papel de las redes de sociabilidad intelectual y académica en las que se integraron. Con ello, se pretende, en un primer nivel, calibrar el papel de las fuentes de capital cultural, social y simbólico en la obtención de poder académico[13], y a una escala más amplia, valorar si en ese entorno intelectual y políticamente hostil se diluyó el acervo cultural de la edad de plata o si, por el contrario, la academia y los intelectuales actuaron de forma autónoma respecto al poder. Esta línea interpretativa, explorada por otros autores[14], requiere partir de una caracterización compleja de los intelectuales[15], una categoría cuya definición ha estado condicionada por la clásica disyuntiva entre el nominalismo de la historia intelectual y el contextualismo de la historia de los intelectuales[16], así como por las recurrentes exigencias de responsabilidades a las que habitualmente son sometidos desde que Julien Benda lanzara su conocida acusación de traición contra ellos[17].

En el caso español, el estudio del papel de los intelectuales bajo la dictadura todavía encuentra una limitación adicional, derivada de la tendencia a dirigir el foco principalmente hacia los discursos de legitimación de la dictadura, más que hacia las prácticas, el lenguaje y los discursos científicos. Ello ha dado lugar a interpretaciones que, en algunos casos, son deudoras de los relatos de algunos intelectuales de la victoria arrepentidos, más preocupados por reivindicar la veta moderna del proyecto intelectual falangista o por justificar sus propias trayectorias, que por comprender el pasado[18]. Ramiro y Arboleya no participaron en ese acto de contrición colectivo, pero sus trayectorias son indicativas de una actitud común a muchos intelectuales académicos —y entre ellos, numerosos juristas— que, por convicción o para lograr su supervivencia, colaboraron con el nuevo Estado en la guerra y la posguerra, pero terminaron alejándose de la dictadura para recuperar parte del legado de sus maestros[19].

II. «UN PEQUEÑO PARÍS»[Subir]

En febrero de 1911, Fernando de los Ríos ganó por oposición la cátedra de Derecho Político de la Universidad de Granada. El nuevo catedrático dejaba en Madrid una intensa actividad intelectual y científica, y Granada le causó una impresión decepcionante, según relató a Giner. En aquel «bellísimo agujero», solo merecieron su aprecio intelectual «cuatro o cinco muchachos de primerísima» y su compañero de claustro y de escuela, Jerónimo Vida, «el único hombre que estudia y piensa [...] y hace pensar a su vez a sus alumnos»[20]. La intención inicial de De los Ríos era regresar a Madrid, donde conservó el contacto con el Ateneo, el Centro de Estudios Históricos[21] y la Liga de Educación Política, en cuya fundación colaboró con Ortega y otros intelectuales vinculados al Partido Reformista. Persuadido por su maestro decidió instalarse en la ciudad, y permaneció en ella casi dos décadas.

En ese tiempo, De los Ríos desarrolló la parte fundamental de su obra científica, que había tenido un prometedor comienzo en su tesis doctoral sobre la filosofía política de Platón y alcanzó su cima en la traducción y el prólogo de una de las obras de referencia de la moderna teoría del Estado, Allgemeine Staatslehre, de Georg Jellinek[22]. Con la recepción de la obra del jurista alemán, De los Ríos contribuyó a renovar la filosofía del derecho y el derecho político españoles, todavía encerrados en las polémicas entre los herederos del krausopositivismo y los iusnaturalistas neocatólicos, que hegemonizaban la mayor parte de las disciplinas jurídicas[23]. Desde una postura antiformalista —aunque no desde un antipositivismo estricto—, De los Ríos se apartó de la concepción estrictamente jurídica del derecho, en favor de un enfoque enraizado en la sociología y la ciencia política, que le llevó a interesarse por temas tan dispares como la pervivencia de la organización feudal en las instituciones andorranas, la democratización del Estado liberal y su derecho electoral o la relación entre religión y Estado en el siglo xvi[24].

Paralelamente, De los Ríos desplegó una intensa actividad intelectual, en la que contó con la complicidad de Federico García Lorca y Manuel de Falla. Desde la tertulia de «el Rinconcillo», que se reunía en el café Alameda, y desde el Centro Artístico, juntos sacudieron la vida intelectual de la ciudad, que el compositor terminó caracterizando como un «pequeño París»[25]. En 1922, una de las iniciativas del grupo, el Concurso del Cante Jondo, dio pie a un conflicto entre Falla y la junta directiva de la sociedad, lo que precipitó la salida del compositor que, acompañado de Lorca y De los Ríos, fundó el Ateneo. Allí crearon un «ambiente político mezcla de liberalismo y socialismo utópico»[26], que atrajo a pintores como Hermenegildo Lanz y Manuel Ángeles, poetas como Joaquín Amigo y profesores como Antonio Mesa Moles, Agustín Viñuales, José Álvarez Cienfuegos, José Palanco y José Fernández Montesinos[27].

La labor de agitación intelectual de De los Ríos no se limitó a los círculos intelectuales de la capital. Comprometido con el programa de la Liga, recorrió la provincia para dar conferencias en los centros y ateneos obreros, poniendo en práctica la máxima de su maestro: «Ser hombre no es ser un científico; la vida es mucho más varia»[28]. En junio de 1919, De los Ríos fue elegido diputado de la conjunción republicano-socialista tras un primer intento fallido, en 1918, al frente de una candidatura anticaciquil, auspiciada por socialistas, republicanos y algunos liberales desencantados[29]. Poco más de un año duró la primera experiencia parlamentaria de De los Ríos, que fracasó en su intento de renovar el acta en diciembre de 1920, aunque volvió a ser elegido, esta vez por Madrid, en abril de 1923. De esos años son sus ensayos más conocidos, en los que plasmó la experiencia de su viaje a la URSS y las bases de su pensamiento político, que trataba de armonizar el humanismo heredado de Giner con el socialismo democrático.

Durante la dictadura de Primo de Rivera, De los Ríos se refugió en la enseñanza, tras rechazar la colaboración que el régimen le ofreció[30], y se rodeó de un grupo de estudiantes que compaginaban su vocación jurídica con su afición literaria. Entre ellos se encontraban Joaquín García Labella —también discípulo del administrativista Mesa Moles—, Francisco García Lorca y sus discípulos más jóvenes, Enrique Gómez Arboleya y Nicolás Ramiro Rico, ambos nacidos en 1910. Bajo la influencia del catedrático se situaban también el civilista Alfonso García Valdecasas y el iusfilósofo Antonio Luna García, que obtuvieron la cátedra, así como García Labella, en los años finales de la dictadura. Entonces, la cohesión personal, académica e intelectual del grupo alcanzó su plenitud, reforzada por su movilización contra la dictadura, que ya había desterrado a Unamuno y preparaba una reforma educativa ampliamente contestada desde la Universidad. En 1929, tras el confinamiento del procesalista Gabriel Bonilla en Jaén y la detención de García Labella en Santiago, De los Ríos renunció a su cátedra por «el encarcelamiento tan violento como inmotivado» de su discípulo[31]. No fue el único, pues en 1927 había dimitido Jiménez de Asúa, al que siguieron otros catedráticos como Ortega y Valdecasas. El plante de los profesores fue secundado por los estudiantes de la Federación Universitaria Escolar, en la que militaban Ramiro y Arboleya, detenidos en alguna ocasión por su participación en la agitación estudiantil[32]. Tras la caída de la dictadura, De los Ríos se reincorporó a su cátedra y recibió sendos homenajes de sus compañeros[33] y de la FUE[34].

Arboleya, Ramiro y Francisco García Lorca realizaban entonces sus primeras incursiones en el campo literario, patrocinadas por Federico a través de ese proyecto efímero y vanguardista que fue la revista Gallo, en la que participaron José Bergamín, Salvador Dalí y Francisco Ayala. En el primer número de la revista, el hermano del poeta publicó un fragmento de su primera novela, y Arboleya un relato de tono surrealista e introspectivo, por el que Lorca lo aclamó en una breve reseña[35]. Ramiro colaboró en la organización editorial de la revista, pero no publicó en ella[36]. Su carrera literaria se desarrolló principalmente en El Defensor de Granada, donde publicó varios artículos de crítica cultural en los que desdeñaba a los «cervantófilos», elogiaba a Galdós y los poetas de vanguardia y criticaba el «topicismo» de Ortega y el casticismo de Azorín[37].

A partir de 1930, la cohesión del grupo empezó a debilitarse. De los Ríos se trasladó a Madrid, para ocupar la cátedra de Estudios Superiores de Derecho Político y Ciencia Política, y en abril de 1931 se hizo cargo del Ministerio de Justicia en el Gobierno provisional republicano. Luna y Valdecasas le acompañaron en la Comisión Jurídica Asesora que redactó el borrador de la Constitución, y Valdecasas, además, en la candidatura granadina de la Conjunción para las elecciones a Cortes constituyentes, en la que también figuraba Jiménez de Asúa. Nombrado director general del Timbre, Valdecasas se incorporó a la Agrupación al Servicio de la República, aunque pronto se situó en la órbita de Falange, a la que prestó su voz en el acto del Teatro de la Comedia, en 1933. Tras abandonar la actividad parlamentaria, regresó a Granada para desempeñar su cátedra de Derecho Civil. También había vuelto a la ciudad García Labella para ocupar efímeramente la cátedra que había dejado vacante De los Ríos. Vinculado a Acción Republicana, a partir de 1931 asumió los gobiernos civiles de Cádiz y Sevilla y la Dirección General de Administración Local, y en 1932 fue elegido presidente del Ateneo granadino. Ese año, Luna obtuvo por oposición la cátedra de Derecho Internacional público de Madrid tras una breve escala en Granada, y se aproximó a la derecha católica[38].

Francisco García Lorca, que en 1925 había disfrutado una pensión de la JAE en Burdeos y Toulouse para estudiar la ciencia política francesa y británica, terminó decantándose por la crítica literaria[39]. Arboleya y Ramiro, por su parte, iniciaron sus carreras como profesores auxiliares y ampliaron su formación en Alemania, centro de los principales debates jurídicos de la Europa de entreguerras, animados por Luna y Valdecasas y por el poeta Joaquín Amigo, que los instruyó en la lectura de Los seis grandes temas de la metafísica occidental, de Heimsoeth[40]. En Berlín, Ramiro siguió cursos de Nicolai Hartmann, Hermann Heller y Heinrich Triepel, y Arboleya de Eduard Spranger, mientras asistían sobrecogidos al fin de la República de Weimar y el ascenso del nacionalsocialismo[41].

A su regreso, los dos juristas iniciaron sus investigaciones doctorales. Arboleya se interesó por Heller, al que dedicó su tesis. Parece que el tema le fue sugerido por De los Ríos, aunque algunos de sus colegas atribuyen la propuesta a Luna, que se encargó de la dirección[42], mientras preparaba la acogida del iusfilósofo alemán en España, donde se exilió y murió en 1933. Independientemente de la influencia de De los Ríos y Luna, la opción de Arboleya por un iusfilósofo antikantiano, socialdemócrata, no marxista y judío, es muy reveladora de su talante intelectual, de su preferencia por los temas complejos y de su opción por una teoría del Estado atenta a los debates dominantes en el panorama jurídico alemán, que entonces enfrentaba a los seguidores de la teoría pura de Hans Kelsen con sus críticos. Entre estos últimos se encontraba Arboleya, que vio en Heller la más acabada crítica al iuspositivismo y a su «logicismo improductivo», al «historicismo que relativiza todo al curso natural de la historia» y al «culto irracional por la fuerza, con tendencias ya revolucionarias, ya reaccionarias»[43]. La tesis fue leída en 1935, ante un tribunal presidido por De los Ríos, del que formaron parte Luna, Luis Recaséns y Francisco Ayala[44].

Ramiro desarrolló una trayectoria académica más discreta, acorde con su personalidad retraída y su tendencia ágrafa, síntomas de una autoexigencia rayana en lo obsesivo. En 1930 partió para Alemania, donde preparó una memoria sobre Bodino que comenzaba con dedicatorias a De los Ríos, Mesa Moles y Viñuales y exergos de Goethe, Ortega y Jellinek. La elección revelaba su temprano interés por la naturaleza de la soberanía y por la teoría política del siglo xvi, aunque sintomáticamente no se ocupaba de los autores castellanos de la escolástica, sino de un teórico del absolutismo laico. En su contextualización del pensamiento de Bodino, Ramiro no ocultaba su admiración por el humanismo jurídico renacentista, «cuya fundamentación se ha de hacer con independencia de toda influencia religiosa»[45] y consideraba que el dogmatismo contrarreformista había frustrado toda posibilidad de transformación del catolicismo, propiciando la identificación entre «nacionalidad y confesionalidad» y relegando a los disidentes a la conversión forzada o el extrañamiento. Ello lo alejaba de una filosofía jurídica sustentada en el «mero derecho positivo», pero también del iusnaturalismo[46].

La guerra y la depuración provocaron la fractura de la escuela. De los Ríos se hizo cargo de la Embajada en París, el Rectorado de la Universidad de Madrid y la Embajada en Washington, y ya no regresó[47]. García Labella fue asesinado en Granada, como otros profesores de la Universidad, a pesar de retractarse de su pasado republicano[48]. Valdecasas y Luna se sumaron a la sublevación. El primero fue consejero de Falange y subsecretario del Ministerio de Educación Nacional, aunque tuvo que enfrentarse a una depuración que llegó a proponer su sanción, revocada tras la intervención de José María Pemán[49]. En 1941 fue nombrado director del Instituto de Estudios Políticos, braintrust de la dictadura y una de las principales canteras de iuspublicistas en la posguerra[50]. Luna trabajó a las órdenes del Servicio de Información y Policía Militar de Falange, encabezando una red clandestina de universitarios en la retaguardia de Madrid, y organizó quemas de libros tras la caída de la capital. Al concluir la contienda, fue nombrado vocal del Tribunal para la represión de la masonería y el comunismo[51]. En ese contexto, Arboleya y Ramiro optaron por colaborar con los sublevados, escenificando su renuncia a su herencia intelectual y académica.

III. ENRIQUE GÓMEZ ARBOLEYA: ECLECTICISMO INTELECTUAL Y REPRODUCCIÓN ACADÉMICA[Subir]

Desde su vuelta de Alemania, en 1935, Arboleya compaginó la auxiliaría con su trabajo como secretario personal de Falla[52]. Al estallar la guerra «se sumó inmediatamente al Movimiento Nacional» e ingresó en Falange, según reconoció en el cuestionario que remitió a la comisión depuradora. Desde el principio de la contienda, colaboró con los juzgados militares y trabajó como editorialista en el periódico local del partido único, Patria[53]. Según su compañero de estudios, Luis Jiménez Pérez (‍1988: 141), su militancia se explica «más por instinto de conservación que por convicción», y de ello podría ser sintomático que no firmara sus artículos en el periódico, salvo en contadas ocasiones, como el que dedicó a Isabel la Católica el 12 de octubre de 1937. En él compuso un retrato impresionista de la reina, «castellana y europea, antigua y moderna», y destacó su lucha contra los privilegios feudales, pero también contra el «desenfreno del Renacimiento», en el que «la racionalización de la vida política vino a significar la destrucción dentro de ella de todo criterio ético y su sustitución por una “razón de Estado” justificadora de toda injusticia y despotismo». En el artículo, Arboleya incluyó una reflexión que puede entenderse en clave autojustificativa, al señalar que «todo personaje histórico se encuentra condicionado por su época, subordinado a ella. Su genialidad consiste en hacer confluir hacia el futuro toda la savia dispersa y crear, sobre bases dadas, un mundo nuevo»[54].

Su militancia falangista no alejó de Arboleya la sombra de la sospecha, motivo por el que, según su discípulo José Muñoz Pérez (‍1988: 167), la Universidad no renovó su contrato de auxiliar una vez concluido el período de cuatro años para el que había sido nombrado en 1933. Arboleya solicitó entonces la renovación y, al no obtener seguridades, se dirigió a Javier de Salas, vocal de la Comisión de Cultura y Enseñanza «por encargo del Sr. García Valdecasas»[55], mientras Falla intercedía a su favor ante su paisano José María Pemán, presidente de la Comisión, señalando que Arboleya «es un ferviente católico, dotado de raros méritos morales e intelectuales, y único sostén de su familia [que] desde los comienzos del movimiento nacional ha sacrificado generosamente su descanso y tranquilidad a sus deberes patrióticos, sirviendo como voluntario en una milicia nacional, y ahora ha sido elegido en Granada, por Falange, presidente de la Junta técnica de Educación nacional»[56].

La protección de Falla fue fundamental para la supervivencia de Arboleya, pues aquél se movía con cierta libertad gracias a sus relaciones y a su fama de católico. Pero las gestiones del compositor para que la Universidad renovara su contrato no fructificaron —Falla se exilió en septiembre de 1939—, y Arboleya tuvo que esperar hasta septiembre de 1940 para verse repuesto en la auxiliaría, por intercesión del rector, Antonio Marín Ocete[57]. En su proceso de depuración, Arboleya hizo uso del capital social adquirido en la retaguardia y nombró como testigos para avalar su pliego de descargo a su amigo Manuel de la Higuera, inspector provincial de Falange —y más tarde, catedrático de Derecho Romano—, a Francisco Santaolalla, juez de Responsabilidades Políticas, y a Manuel Sola, secretario provincial del partido, que declaró que Arboleya era «hombre de sólida preparación intelectual, que le llevó, con bastante anterioridad a nuestro Movimiento, a enfrentarse con las corrientes intelectuales entonces en boga, actitud que mantuvo con entereza en los Círculos que frecuentaba». Otro de los avales llevaba la firma del catedrático de Filosofía del Derecho, José Corts Grau, que pasó la guerra en Valencia, movilizado por la República, pero aseguraba que Arboleya, encargado de su cátedra durante los primeros meses de la contienda, se adhirió a los sublevados «con todo entusiasmo desde el primer momento»[58].

El apoyo de Corts, que superó la depuración gracias a su condición de católico propagandista y a sus relaciones con la elite falangista[59], fue decisivo para que Arboleya ganara la cátedra de Filosofía del Derecho en una oposición celebrada a finales de 1940, en la que Corts era vocal del tribunal. Arboleya se presentó a los ejercicios con el capital cultural acumulado antes de la guerra, aunque con un bagaje político y académico desfavorables. En eso no se diferenciaba de dos de sus contrincantes, Francisco Elías de Tejada y José Luis Santaló. Ambos eran discípulos de Nicolás Pérez Serrano, cabeza de la escuela de derecho político de Madrid y discípulo de Adolfo Posada que, a su vez, fue discípulo de Giner. Pérez Serrano había conservado la cátedra, pero había sido apartado de su asignatura por su pasado liberal, a pesar de retractarse[60]. A diferencia de Arboleya, Elías y Santaló tenían a su favor su catolicismo tradicionalista, que en aquella coyuntura y en una disciplina como la filosofía del derecho, dominada por admiradores de la escolástica, constituía una importante baza. Mejor posicionado estaba Ramón Pérez Blesa, otro joven universitario sin pasado político formado en Zaragoza junto a Luis Mendizábal, un tomista moderado del que partía una nutrida nómina de discípulos, como Miguel Sancho Izquierdo, Luis Legaz Lacambra, Enrique Luño y su hijo, Alfredo Mendizábal, apartado de la Universidad en 1939. El tribunal estaba monopolizado por rigurosos iusnaturalistas, empezando por el presidente, el exministro Eduardo Callejo, responsable de la reforma educativa de la dictadura de Primo de Rivera, y continuando por Corts y otros dos vocales, el carlista Mariano Puigdollers Oliver, director general de Asuntos Eclesiásticos, y el jesuita Manuel Marina. Solo Legaz rompía la uniformidad doctrinal desde el nacionalsindicalismo, que había abrazado ad hoc para compensar su condición de especialista en Kelsen, el jurista maldito en la España de la posguerra[61].

Desde el comienzo de los ejercicios, varios miembros del tribunal mostraron serias reservas hacia Arboleya. Marina consideró su primer ejercicio, sobre su labor personal, «sumamente nebuloso» y Puigdollers advirtió «contradicciones y oscuridad en su pensamiento fundamental» en el segundo, dedicado a la defensa de la memoria, que no se conserva en el expediente de la oposición. Tampoco parecían satisfacerle sus trabajos, pues en ellos, «hasta tal punto sobresale la influencia de lo alemán que, de no haber demostrado [...] de una manera egregia un igualmente profundo y extenso conocimiento de las fuentes clásicas españolas, hubiera podido argüírsele de (sic) una viciosa unilateralidad en su formación filosófica». Marina criticó esa «unilateralidad en favor de la información alemana contemporánea, de donde proviene tal vez oscuridad y conceptismo», aunque valoró el «antiformalismo en el que comulga el autor»[62]. Tales juicios revelan que Arboleya había adoptado una postura ambigua, que corrigió en los últimos ejercicios, en los que hizo una profesión de fe en el derecho natural católico. En el quinto, un comentario a un fragmento de las Instituciones de Gayo, aprovechó para reivindicar la impronta del derecho romano y el «genio tomista» en la especulación española del Siglo de Oro, y en el sexto, consistente en el desarrollo de un tema sobre la naturaleza del derecho, aseguró que «lo que enlaza todos los derechos es el destino común humano que marca la ley natural»[63].

Entre sus escasos trabajos, dedicados a Heller y Dilthey, sobresalía su tesis doctoral, para cuya publicación, en 1940, Arboleya introdujo oportunas modificaciones respecto a la versión original[64]. La más destacada era la referencia a Carl Schmitt, el jurista alemán encumbrado por los nazis en 1933 y defenestrado en 1936 por oportunista, cuyo decisionismo, inspirado en Donoso Cortés y su teoría del caudillaje, empezaban a ser objeto de culto por los iuspublicistas de la España franquista[65]. Arboleya, que apenas lo mencionaba en 1935, lo situaba ahora en la constelación de autores que combatieron el dominio neokantiano de Kelsen y Stammler, junto con Smend y el propio Heller. Arboleya, sin embargo, seguía considerando al último de ellos el más más original, por trascender «los límites —y limitaciones— del liberalismo» de Smend y el decisionismo contrarrevolucionario de Schmitt, en un «intento de comprender el Estado dialécticamente, tanto en su base humana, como en su raíz totalitaria; como unidad de voluntad y como suprema instancia de decisión». Por otro lado, Arboleya atribuía a Heller la «restauración del Derecho natural»[66], una afirmación reduccionista, que le permitió conectar con el iusnaturalismo hegemónico en la filosofía jurídica de la posguerra[67]. La calculada ambigüedad de Arboleya terminó jugando a su favor, porque sirvió para doblegar la resistencia de algunos jueces, que terminaron votándolo para el primer puesto por unanimidad. El segundo lugar fue para Pérez Blesa, cuya «concepción clásica católica» compensó la escasez de sus trabajos y su falta de apoyos en el tribunal. El triunfo de Arboleya se debió principalmente a que reunía un capital cultural mayor que el de sus contrincantes y un capital social y simbólico, obtenidos durante la guerra, todavía modestos, pero suficientes para abrirse camino en aquella Universidad en la que la necesidad de recomponer los claustros apremiaba.

En 1941, Arboleya se trasladó a Granada para ocupar la vacante dejada por Corts al trasladarse a Valencia, y se reintegró en la vida intelectual de la ciudad, que había recuperado como centro neurálgico el Centro Artístico. Allí frecuentó la «tertulia Oxford», de la que eran asiduos Luis Sánchez Agesta y Antonio Mesa-Moles Segura, hijo del primer Mesa Moles, y ambos catedráticos desde 1942. En las facultades de Derecho y Filosofía y Letras impartió sendos cursos de Derecho Natural y Filosofía, y continuó escribiendo en Patria, hasta que la colaboración se suspendió, con la consiguiente denuncia de la vieja militancia de Arboleya en la FUE por parte del director del periódico[68]. En esos años, el iusfilósofo mantuvo una estrecha relación con la intelectualidad falangista, con la que colaboró, como Corts Grau, en dos de sus principales proyectos editoriales, Escorial y la Revista de Estudios Políticos[69]. Fue entonces cuando empezó a interesarse por Francisco Suárez, principal referencia de la Escuela de Salamanca. Su voluminosa monografía sobre el jurista y teólogo jesuita[70] proporcionó a Arboleya visibilidad en esa «corte de la Escolástica» que fue la filosofía del derecho en el primer franquismo[71], a la que ya había contribuido con una historia intelectual de tono propagandístico sobre los juristas del Siglo de Oro, publicada por Escorial. En ella defendía que «España transforma el caos del mundo moderno en cosmos de pensamiento y vida», frente al «ciego sensualismo» y la «visión panteísta y niveladora» del Renacimiento italiano, el «logicismo infecundo» del nominalismo francés, el alejamiento de la «vida terrena de su meta y ordenación divina» propugnado por Lutero y la ruptura de la «marcha unitaria de la historia en innumerables centros arbitrarios de poder, sin ley ni sentido trascendente»[72].

A finales de los cuarenta, Arboleya empezó a colaborar con el Seminario de Filosofía de Xavier Zubiri, del que llegó a ser secretario. Allí coincidió con Laín Entralgo, Aranguren y Francisco Javier Conde, catedrático de Derecho Político gracias al apoyo que le había brindado Arboleya, que actuó como vocal en su tribunal de oposiciones[73]. Conde era un antiguo izquierdista reciclado en la Falange unificada, que tradujo al castellano parte de la obra de Carl Schmitt. Director del Instituto de Estudios Políticos desde 1948, fichó a Arboleya como colaborador del organismo, razón por la que el jurista granadino se trasladó a Madrid, donde también ejerció como director de la Revista de Filosofía del Derecho[74]. La influencia de Zubiri y el contacto con la intelectualidad madrileña propiciaron la apertura de Arboleya hacia nuevos caminos disciplinares e intelectuales que le llevaron a reconciliarse algo con su pasado. Entre 1949 y 1952, en una coyuntura especialmente prolífica, publicó varios trabajos sobre la idea del hombre, un tema recurrente para De los Ríos, al que, sin embargo, no citaba. En ellos, Arboleya trazaba una panorámica sobre el humanismo clásico hasta el Renacimiento[75] y matizaba la influencia tomista en el pensamiento medieval, llegando a afirmar que «la Edad Media se basa intelectualmente, en gran parte, sobre San Agustín»[76] y cuestionaba, con Zubiri, la noción providencialista de la escolástica, al concebir al hombre como autor, y no como actor[77]. En 1950, en un artículo sobre su idea de Europa, Arboleya abogaba por una mayor unidad política del continente, cuyo nervio debía ser «no solo la ortodoxia, sino también la forma heterodoxa del cristianismo», y al propio tiempo, afirmaba que «el eje de Europa es, desde el Renacimiento, la razón»[78].

Los últimos trabajos de Arboleya sobre filosofía del derecho[79] señalaban su transición hacia la Sociología, disciplina a la que se dedicó tras obtener una cátedra de esa asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas, en 1953. A las dos cátedras ofertadas en la oposición aspiraban también varios catedráticos de Derecho Político, como José Antonio Maravall, Manuel Fraga, Enrique Tierno Galván o Carlos Ollero, que finalmente no se presentaron, y otro iusfilósofo falangista, Salvador Lissarrague Novoa. El tribunal estaba presidido por Javier Conde, un hecho que motivó una protesta de uno de los aspirantes, Eustaquio Galán, fundada en la amistad que unía al presidente y el opositor Arboleya. Conde estaba acompañado por Sancho Izquierdo, Legaz Lacambra, Torcuato Fernández-Miranda y Felipe González Vicén, que en 1947 había sido rehabilitado en la cátedra, tras su expulsión en 1939[80]. Ante un tribunal tan heterogéneo, Arboleya recurrió, más que nunca, al eclecticismo doctrinal que tanto le favoreció en 1940, y se presentó como un producto fatal de su tiempo, «disfuminando (sic) su persona dentro de su generación», como señaló Sancho, que, sin embargo, quedó cautivado por sus trabajos sobre Suárez. En los últimos ejercicios, Arboleya adoptó un enfoque lógico y empirista, en contraste con el tono especulativo del orteguiano Lissarrague, que además de contar con menos trabajos se había distanciado de la dictadura[81]. El apoyo de Conde a su protegido y la hostilidad del tribunal hacia Lissarrague brindaron a Arboleya el triunfo absoluto, y la segunda cátedra quedó desierta.

Desde entonces, Arboleya lideró la refundación de una disciplina cuyo desarrollo científico había quedado interrumpido por la guerra y la depuración, y cultivaban en el exilio Mendizábal, Recaséns y Ayala. Arboleya fue el primer catedrático de Sociología de la Universidad española desde la jubilación de Severino Aznar, un convencido antidarwinista vinculado al catolicismo social. Frente a la filosofía social fundada en el pensamiento escolástico, Arboleya reivindicó una ciencia social empírica, de base filosófica e histórica, con la que aspiraba a superar el antipositivismo tradicional de la disciplina en España[82]. El Arboleya sociólogo fue más un epistemólogo que un científico de campo, que en sus últimos trabajos reconoció la labor de sus colegas del exilio, confirmando el cambio de actitud operado desde finales de los cuarenta, al señalar que «la guerra civil española representa, entre otras muchas cosas que aquí no es necesario exponer, un fenómeno análogo a la revocación del Edicto de Nantes, en Francia. Una importante minoría intelectual emigra. Esta emigración le pone en contacto con otras culturas [...]. Todas las posibilidades internas a este grupo se van a desenvolver de modo brillante»[83].

A pesar de sus esfuerzos por rectificar el camino emprendido en 1936, Arboleya no tuvo tiempo de reconciliarse del todo con su pasado. En diciembre de 1959 se suicidó, siguiendo el mismo camino que su hermano[84] y, al parecer, su padre[85]. Sus amigos y colegas han especulado sobre las causas, lo que incluye una variada gama de conjeturas, que van desde su supuesta decepción por la continuidad del franquismo[86] a la frustración intelectual derivada de su incapacidad para aprehender los modelos matemáticos de la Sociología cuantitativa[87]. Ninguna de ellas arroja suficiente luz sobre la enigmática personalidad que se escondía tras el Homo academicus.

IV. NICOLÁS RAMIRO RICO: LA DISTORSIÓN DE LA MEMORIA[Subir]

A diferencia de Arboleya, Ramiro tuvo que esperar una década para lograr la cátedra, tras una larga travesía por dos de los centros creados por la dictadura para controlar la investigación y la enseñanza superior, el CSIC y el Instituto de Estudios Políticos[88]. En abril de 1936 se trasladó a Madrid, donde pasó la guerra. En la capital trabajó en el Instituto de Estudios Internacionales y Económicos, donde se reencontró con Luna, su director, y mantuvo un estrecho contacto con un catedrático de poderoso influjo en la posguerra, el propagandista católico e internacionalista Fernando María Castiella, al que prestó auxilio durante la contienda. Tras la victoria franquista, Luna y Castiella intercedieron para acomodar a su protegido, logrando que el Instituto de España lo nombrara juez depurador de todos los organismos que se integraron en él, antes dependientes de la extinta JAE[89]. Simultáneamente, Ramiro trabajó como profesor adjunto en el Instituto de Estudios Internacionales del CSIC, dirigido por Castiella, y por iniciativa de Valdecasas como profesor ayudante en su cátedra en la Universidad de Madrid y colaborador del Instituto de Estudios Políticos. Desde su atalaya, Ramiro trató de acumular los apoyos académicos que le faltaban para tratar de ganar la cátedra. La oportunidad se presentó a finales de 1941, en la primera oposición de Derecho Político tras la guerra. La expectación era máxima, porque el inicio de los ejercicios se había demorado más de un año, y porque a ella concurrieron opositores con perfiles políticos muy marcados, lo que auguraba una lucha entre los representantes de distintas sensibilidades franquistas por definir, desde la Universidad, el signo del nuevo Estado.

Entre los opositores se encontraban Eugenio Vegas Latapie, fundador de Acción Española, Francisco Javier Conde, Francisco Elías de Tejada —que al fin había logrado la cátedra de Filosofía del Derecho mediante una oposición celebrada ese año[90]—, su condiscípulo Ignacio María de Lojendio y otro aspirante granadino, Sánchez Agesta, que era discípulo de Mesa Moles y García Labella. La composición del tribunal representaba de forma elocuente la discrecionalidad del ministro en su afán por controlar el acceso a las cátedras. Entre sus miembros, todos ellos estrechamente vinculados a la sublevación, figuraban dos catedráticos ajenos a la asignatura, el civilista Valdecasas y el administrativista Recaredo Fernández de Velasco, e incluso un vocal que no era catedrático, Alfonso de Hoyos, letrado del Consejo de Estado y consejero permanente de la institución. El presidente, Carlos Ruiz del Castillo, acababa de ser aupado a la cátedra que Fernando de los Ríos había ocupado en la Universidad de Madrid por un concurso de traslados que valoraba los servicios prestados a la causa nacionalista y era director del Instituto de Estudios Locales del CSIC. El otro catedrático de la asignatura, Gonzalo del Castillo, había sido gobernador civil en la dictadura de Primo de Rivera.

La presencia de Ruiz del Castillo en el tribunal podía anticipar el éxito de Conde y Vegas, pues si el primero era auxiliar de su cátedra, el segundo había sido su superior en Acción Española, de la que Ruiz del Castillo había sido vicepresidente[91]. Ramiro contaba con un aliado en Valdecasas —que firmaba el certificado de firme adhesión de su «camarada» y paisano— y con el capital social y simbólico obtenido en la guerra. Tampoco era escaso su capital cultural en aquel contexto, frente al de otros opositores. La lista de trabajos incluía su tesis doctoral y dos trabajos inéditos, Lengua y política, que se ocupaba de las connotaciones ideológicas del «léxico de un pueblo» y revelaba su vocación juvenil de filólogo, y El fundamento antropológico de la política, donde denunciaba el relativismo y cuestionaba las bases éticas del «amor a la paz». El título de la tesis, La verdad política y la idea de tradición, el caso de estudio del que partía, Baltasar de Ayala, y la fecha de su lectura, 1941, inducen a pensar que se trataba de una apología del tradicionalismo. Pero el trabajo era más bien un intento de integrar la tradición política griega y renacentista con la cristiana. En su argumentación, de aire hegeliano, concebía la tradición desde su oposición dialéctica a la revolución, y en sus acotaciones aprovechaba cualquier ocasión para alinearse con los principios ideológicos del nacionalcatolicismo[92]. Era, en efecto, una tesis instrumental sumamente condicionada por la coyuntura, que, a pesar de ello, revelaba la afinidad de Ramiro por el pensamiento clásico, heredado de su maestro.

Las contradicciones de Ramiro se acentuaban en la memoria de cátedra, en la que abundaban las referencias a los clásicos, fundamentalmente a Platón, el Heimsoeth de sus lecturas juveniles, Carl Schmitt y dos de los filósofos de cabecera del nacionalsocialismo, Hartmann y Spranger, de los que valoraba su afán por desmarcarse del «letal imperio del positivismo, relativismo y neokantianismo». A Kelsen se refería como un adalid de «ese formalismo que Scheler llamó «el cáncer de la ciencia alemana», [que] había degenerado en la grotesca afirmación de que el derecho es una construcción del jurista», y añadía que «la doctrina católica no ha aceptado jamás [...] la supuesta vigencia de una norma formal, sin autor ni destinatario». Ramiro consideraba que «la concepción individualista del contrato social [...] arruinó la vieja idea del derecho de resistencia para dar paso al espíritu de revolución» y cuestionaba «el concepto protestante de libertad», fundamento de «ese monstruo mongólico como le llamaba Burkhardt [...] que es el Estado absoluto». Como sus contrincantes y, en general, como los juristas que aspiraban a la cátedra, Ramiro aprovechaba la memoria para retratarse políticamente, en su caso, a favor de la monarquía, a la que atribuía «la unificación del pueblo en nación», mientras defendía que «público es un concepto [...] determinante pero no constitutivo por sí solo de lo político», para afirmar la distinción entre los dominios político y estatal.

La parte metodológica de la memoria partía de una crítica al racionalismo y el empirismo, que consideraba evidencias de una «metodolatría (sic)» resultante de la «confianza extremada y fanática en la infalibilidad de la razón discursiva». Ya en el apartado pedagógico, Ramiro defendía que «las Facultades de Derecho tienen como primordial misión la formación de juristas prácticos al servicio de la Patria». En su programa, centrado más en la historia de las ideas que en los aspectos jurídicos de la disciplina, se observaban tendenciosas ausencias en los contenidos relativos al constitucionalismo decimonónico, que quedaba reducido al análisis de los textos de 1812 y 1845, o a los movimientos sociales, la democracia y el socialismo, agrupados en un solo tema, mientras dedicaba cuatro a los Estados fascistas bajo una sección específica que rotulaba «Del Estado neutral al Estado total»[93].

Desde el primer ejercicio, los candidatos polemizaron agriamente y compitieron en su adhesión a los sublevados. La mayoría de los opositores provenían, como Ramiro, de escuelas malditas que remontaban su origen a Giner, por lo que ocultaron deliberadamente cualquier pista que los vinculara al pasado. Fue el caso de Lojendio, que reivindicó su formación extranjera, pero evitó referirse a su maestro, Pérez Serrano, al igual que Elías de Tejada, que no negó la amistad y admiración por él, aunque rechazó su adscripción al krausismo. Tampoco Conde mencionó a Manuel Martínez Pedroso y se presentó como discípulo de Schmitt, con el que había trabajado en Alemania. Ramiro fue todavía más lejos al reconocer que fue «alumno, pero no discípulo», de Fernando de los Ríos, y en su lugar reivindicó su colaboración con Mesa Moles. Al propio tiempo, justificó su trayectoria intelectual a partir de las «reacciones que ha venido experimentando como consecuencia de los acontecimientos que han ocurrido en el mundo, especialmente el de la Guerra Nacional Española» y la caída de la monarquía, que, según aseguraba, había motivado su viaje de estudios a Alemania, pues «nunca ha creído que había que marcharse al extranjero para buscar cosas nuevas, ya que realmente más allá de los Pirineos únicamente podía obtenerse el instrumental preciso [...] para dar vida al pensamiento español». En sus objeciones a Vegas escenificó su rechazo al liberalismo, afirmando, con Maurice Hauriou, que «la libertad forma parte del sistema de creencias y es fundamento antropológico, que nada tiene que ver con la libertad liberal», ganándose la estima de Ruiz del Castillo, especialista en Hauriou. A pesar de sus esfuerzos, Conde le objetó «el peligro que encierra para el orden religioso alguno de los conceptos expuestos» y lo acusó de neokantiano, y Sánchez Agesta le reprochó su estatalismo. El tribunal —incluido Valdecasas— confirmó tales juicios sobre Ramiro que, al constatar que carecía de apoyos, se retiró, aprovechando o pretextando una enfermedad[94].

La derrota de Ramiro evidencia el rechazo de la academia a la escuela de De los Ríos, sobredimensionada simbólicamente por la victoria de Sánchez Agesta, otro jurista granadino emparentado con ella que, a pesar de su escaso capital cultural, logró el segundo puesto. Sánchez Agesta, cuatro años más joven que Ramiro, había colaborado con los rebeldes en calidad de combatiente y se presentaba a los ejercicios con una poco sofisticada síntesis de nacionalismo e iusnaturalismo católico inspirada en Hauriou —por convicción o para complacer a Ruiz del Castillo—, lo que auguraba su adaptación al ecosistema intelectual de la posguerra y su preferencia por el derecho político metajurídico y enciclopédico dominante tras la victoria[95]. En 1983 reivindicó vagamente su vinculación a la escuela de Granada al recordar que su vocación se debió, en parte, al «brillante curso» de García Labella, «prematuramente muerto en circunstancias trágicas», y elogió a De los Ríos como ejemplo del «espíritu tolerante y abierto que existía en la Universidad en aquellos primeros años del siglo xx»[96].

El momento de Ramiro llegó en 1952, en una oposición en la que Ruiz del Castillo volvió a presidir el tribunal. Le acompañaban Sánchez Agesta, Conde —que había conseguido la cátedra en 1943—, Ollero y Enrique Tierno Galván, catedráticos desde 1945 y 1948. Esta vez Ramiro logró el primer puesto, a pesar del voto desfavorable del presidente, por delante de Francisco Murillo Ferrol, que obtuvo el segundo lugar, y de otros juristas que iniciaban sus carreras, como Pablo Lucas Verdú y Diego Sevilla Andrés, que no concluyeron los ejercicios[97]. Ramiro acumulaba ya entonces un sólido capital social, cultural y simbólico, obtenido merced a su colaboración con el Instituto de Estudios Políticos, en cuya revista había publicado una serie de artículos de fondo sociológico, más algunos sobre el derecho de la guerra, y a su relación con Rafael Calvo Serer y el grupo Arbor[98]. Ese vínculo situó a Ramiro en la órbita del Opus Dei, y aunque Chueca descarta la militancia en la organización, aquel pudo estar condicionado a su triunfo en las oposiciones, como sugiere Ynfante (‍1970), pues se extinguió tras obtener la cátedra.

En sus intervenciones, Ramiro no varió significativamente la estrategia adoptada en 1941, al reivindicar «el medio en que se realizó su formación y los hechos que la orientaron» (Sánchez Agesta), lo que le llevó a trazar «una elegía a Madrid —el de la guerra— y una teoría de Granada» (Ruiz del Castillo). Su memoria de cátedra revelaba su inclinación hacia la teoría política, que asimilaba ahora a la noción de poder, al afirmar que «lo político no existe sino donde hay organización». Entre sus referentes seguían figurando Dilthey, Heimsoeth y Ortega, mientras que Marx era calificado de «mezquino y monótono», y despreciado como un ejemplo de que «tanto más radical, simplista y unilateral es una doctrina, tanto más fácilmente recluta adhesiones»[99]. Ramiro obtuvo la cátedra a pesar de la hostilidad del presidente, que parecía empecinado en arrasar de la academia todo vestigio de la escuela formada por quien le había precedido en su cátedra de Madrid, aunque para ello tuviera que votar a Murillo, un miembro de la segunda generación de la escuela.

Ya como catedrático, Ramiro acentuó su agrafía y se centró en la enseñanza, la dirección colegial y la traducción[100]. Sus últimos trabajos contienen algunas claves sobre sus propias posiciones intelectuales. En un ensayo sobre la enseñanza del derecho político lamentaba la tendencia de los juristas de su generación a eludir el análisis del «cataclismo geológico» de la Guerra Civil, aunque justificaba su silencio por su necesidad de supervivencia académica[101]. El trabajo fue incluido en una selección de artículos que reunieron póstumamente Ollero y Luis Díez del Corral bajo el título de uno de ellos, «El animal ladino», que contenía una apología del pragmatismo[102]. En esa misma línea, en una carta al director publicada poco antes de su muerte, Ramiro justificaba las posiciones políticas de Luis Araquistáin, cuyo marxismo había sido cuestionado días atrás por Javier Alfaya. Ramiro señalaba que la postura del dirigente socialista en la República «depende menos de premisas teóricas marxistas que de experiencias históricas muy concretas», y añadía que Araquistáin, embajador en Berlín, «pudo asistir (como yo mismo) a la ruina de la democracia parlamentaria alemana». Sobre la posterior evolución de Araquistáin, recordaba que su trayectoria era similar a la de otros marxistas desencantados como André Gide o George Orwell[103]. Esa creencia en una teoría subordinada a la acción nos permite comprender por qué, en la propia trayectoria de Ramiro, la tensión entre la supervivencia académica y la conciencia se resolvió casi siempre a favor de la primera.

La muerte de Arboleya y el silencio de Ramiro convirtieron a Murillo en el albacea de la escuela. Su perfil intelectual y científico pone de manifiesto las contradicciones y la heterodoxia del ambiente en que se formó. Sus trabajos juveniles revelan la influencia de la especulación metajurídica y legitimadora de la posguerra, patente en el tema elegido para su tesis doctoral, dedicada a Suárez, y en sus trabajos sobre Saavedra Fajardo. Pero, poco a poco, se fue imponiendo su inclinación hacia el derecho constitucional y la sociología empírica. En uno de sus primeros artículos, sobre la Constitución italiana de 1947, reconocía la impronta de «nuestra constitución de 1931» y alertaba del crecimiento del Estado y su intervencionismo en la Europa posbélica como reacción al «imperio desmedido de las masas»[104]. En su memoria para la oposición de 1952 se posicionaba contra el «vacío formalismo» y el «liberalismo puro» e individualista de Kant, al que con Rousseau y la Revolución francesa responsabilizaba de la «profunda quiebra para la concepción yusnaturalista (sic) y cósmica [...] del orden político». Murillo, a pesar de reconocer que «Dios es el principio de todas las cosas y también su fin», se posicionaba a favor de una sociología y una ciencia política fundamentadas en un derecho natural secularizado, y apoyadas en una concepción de la sociedad no como «una trama de procesos psíquicos ni una interacción de vivencias, sino [como] un dato ontológico de la existencia humana»[105]. Con él al frente, la escuela de Granada tendió puentes hacia el pasado, no solo por su vocación sociológica y politológica, sino porque reivindicó la herencia intelectual tanto de su maestro, Arboleya, como de Ramiro, con el que no medió una relación académica formal, sino una estrecha relación intelectual. De él llegó a decir que «después de mi padre, nunca he echado tanto de menos a una persona; para saber su opinión no solo de Hobbes, Locke o Montesquieu, sino sobre los acontecimientos aun mínimos de cada día»[106].

V. CONCLUSIONES[Subir]

La experiencia intelectual, científica, académica y política de los juristas de la escuela de Granada ofrece un paradigmático ejemplo del modo en que la Guerra Civil y la depuración interrumpieron el vuelo de la cultura de la edad de plata y de la desnaturalización producida en toda una generación de intelectuales académicos que aspiraban a sobrevivir en la posguerra. La dictadura, en su afán por erradicar la modernidad científica y cultural, desplegó un férreo control sobre la intelectualidad y, aunque logró la complicidad de muchos de ellos, no consiguió arrancar del todo las raíces de la tradición cultural de resabios ilustrados, que subsistió, silenciada y oculta, en la conciencia, en la actitud intelectual y en las orientaciones metodológicas o doctrinales de muchos universitarios formados en ella. Los casos de Enrique Gómez Arboleya y Nicolás Ramiro Rico reflejan la continuidad de esa tradición intelectual, aunque fuera resignificada. Ambos renunciaron a su herencia académica y se adaptaron al ecosistema intelectual creado por los vencedores, aunque mantuvieron parte del legado de su maestro, Fernando de los Ríos, en la orientación sociológica de su trabajo científico, en el empleo de una prosa alejada del lenguaje hiperbólico de los vencedores y en su alineamiento con algunos de los referentes intelectuales y científicos de su juventud. Los dos optaron por una síntesis doctrinal ecléctica, que les permitió adaptarse a diferentes coyunturas en la posguerra, conjugando el capital cultural adquirido antes de la guerra y el capital social y simbólico obtenido durante y después de la contienda.

Numerosos indicios sugieren que la adhesión de Ramiro y Arboleya a la dictadura fue esencialmente el resultado de un cálculo oportunista. Sin embargo, sus testimonios y los de algunos de sus compañeros y discípulos, unidos al eclecticismo y la ambigüedad intelectual en que se movieron, invitan a pensar que su experiencia en la Alemania de principios de los años treinta, donde asistieron al desmoronamiento de la democracia, y la influencia de Alfonso García Valdecasas y Antonio Luna, que orientaron su formación tras el traslado de De los Ríos a Madrid, allanaron el camino hacia su posterior acercamiento a los rebeldes. Este hecho, sintomático de la complejidad de factores que explican los procesos de socialización política, evidencia la necesidad de abordar el estudio de los intelectuales desde una perspectiva generacional y de reconstruir y estudiar sus redes de sociabilidad intelectual. La formada en la Universidad de Granada en los años veinte probó su fuerza hasta el inicio de la posguerra, cuando Valdecasas y Luna rescataron a Ramiro para que continuara con su actividad científica, si bien como pieza clave en el proceso depurador y en la construcción del entramado académico diseñado para controlar la enseñanza.

Fue en ese nuevo contexto creado por el «atroz desmoche» cuando la escuela terminó dispersándose académicamente. A ello contribuyeron la ausencia del maestro y la aparición de nuevas redes académicas, articuladas por afinidades políticas o religiosas, y por las solidaridades establecidas durante la contienda, más que por las relaciones científicas e intelectuales establecidas antes de ella. Una de esas redes fue la formada por varios intelectuales falangistas reunidos en torno a Escorial, a la que se sumaron católicos como José Corts Grau, que facilitó el camino hacia la cátedra de Arboleya. Ramiro, por su parte, tuvo que esperar una década para ingresar en el escalafón, ya que ni sus compañeros de guerra, Luna y Castiella, disponían de influencia en el ámbito del derecho político, ni Valdecasas, algo desacreditado por su depuración, tuvo fuerza suficiente para promover su triunfo en la oposición de 1942. En los cincuenta, la escuela se reconstruyó en parte. El reconocimiento por Francisco Murillo Ferrol de la influencia de Ramiro es revelador de la supervivencia de una tradición intelectual forjada en la Universidad y el Ateneo de aquella Granada de aire parisino de la década de 1920.

NOTAS[Subir]

[1]

Este texto ha sido posible gracias al proyecto de investigación HUM2007-64847/HIST, cuyo investigador principal fue Luis Enrique Otero Carvajal, y se ha beneficiado de las discusiones desarrolladas en el marco de las actividades del Grupo de Investigación Espacio, sociedad y cultura en la Edad Contemporánea.

[2]

Ory y Sirinelli (‍2007) y Fuentes y Archilés (‍2018).

[3]

Muñoz Soro (‍2016): 17-‍19.

[4]

Mainer (‍1981).

[5]

Aubert (‍2016).

[6]

Otero (‍2006); Claret (‍2006), y Rodríguez López (‍2002).

[7]

Moreno (‍2012).

[8]

Suñer (‍1938): 11.

[9]

Martín Sánchez-Juliá (‍1940): 31.

[10]

De Gregorio (‍1940): 126.

[11]

Sancho (‍1940): 138-‍139.

[12]

Rodríguez (‍2002): 128.

[13]

Bourdieu (‍2008).

[14]

Mainer (‍2013); Gracia (‍2004); Pallol (‍2016), y Pallol et al. (‍2019).

[15]

Schorske (‍2011); Charle (‍2000); Ory y Sirinelli (‍2007), y Dosse (‍2018).

[16]

Dosse (‍2007): 19.

[17]

Benda (‍2008).

[18]

Laín (‍1976) y Ridruejo (‍1973).

[19]

Muñoz Soro (‍2012).

[20]

Zapatero (‍1999): 63-‍71. Entre los alumnos a los que se refería se encontraba Nicolás Pérez Serrano, que terminó convirtiéndose en catedrático de Derecho Político.

[21]

López Sánchez (‍2006).

[22]

Jellinek y De los Ríos (‍2000).

[23]

Martín (‍2011): 166.

[24]

Cámara (‍2012).

[25]

Antonio (‍2012): 170.

[26]

Sobre la vida intelectual granadina del período de entreguerras: García Lorca (‍1998) [1976]; Antonio (‍2012), y Soria (‍2018).

[27]

Cazorla (‍1988): 41.

[28]

De los Ríos (‍1916).

[29]

Zapatero (‍1999): 83-‍100.

[30]

Hernando (‍2015).

[31]

Zapatero (‍1999): 240.

[32]

Cazorla (‍1988): 41.

[33]

Zapatero (‍1999): 239-‍254.

[34]

El Estudiante, 1-10-1930.

[35]

Gómez Arboleya (‍1928). El poeta destacó su «magnífica imaginación [...]. Su sensibilidad tiene un temblor de infancia y nuevo día, de lo más sugestivo que puede hallarse». García Lorca (‍1928): 22.

[36]

Antonio (‍2012): 136.

[37]

El Defensor de Granada, 2-12-1925; 26-‍2-1926; 20-‍3-1926; 7-‍8-1926 y 12-‍8-1926.

[38]

San Andrés (‍2014).

[39]

Ya en el exilio, se casó con la hija de su maestro, enseñó en Columbia y se dedicó a la historia intelectual, dedicando su principal trabajo a Ganivet. Véase: García Lorca (‍1998).

[40]

Ramiro reconoció a su discípulo Ricardo Chueca (‍2014: 272) que Valdecasas y Luna «revolucionaron la facultad granadina». Respecto a Arboleya, fue su condiscípulo Manuel López Banús (‍1988: 156) quien destacó la influencia que tuvieron ambos juristas para él.

[41]

Jiménez (‍1988): 141, y Chueca (‍2014): 267.

[42]

Jiménez (‍1988): 141.

[43]

La cita está tomada de la tesis de Arboleya, cit. en Mesas (‍2003): 313.

[44]

Mesas (‍2003).

[45]

Ramiro (‍1930): 40.

[46]

Ibid.: 251. De su maestro no solo citaba su trabajo académico sobre la religión y el Estado moderno, sino El sentido humanista del socialismo.

[47]

Ruiz-Manjón (‍2007): 420.

[48]

Molina (‍1983): 58.

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Cazorla (‍1988): 41.

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AGA, Educación, 31/892.

[54]

Patria, 12-10-1937.

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AGA, Educación, 31/892.

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Muñoz (‍1988): 195.

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Cazorla (‍1988): 43.

[58]

AGA, Educación, 31/892.

[59]

AGA, Educación, 21/20.503. El único aval recibido en su proceso de depuración llevaba la firma de Pedro Laín Entralgo.

[60]

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Cazorla (‍1988): 42.

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