RESUMEN
En este artículo se examinan las principales discusiones en torno al espíritu europeo en los debates intelectuales auspiciados por la Sociedad de Naciones. Utilizando como referencia los congresos de cooperación intelectual celebrados en varias capitales europeas entre 1933 y 1936, se analizan las perspectivas y los límites de las reflexiones sobre el europeísmo de los intelectuales en los años treinta. A través de la documentación del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual se pueden reconstruir algunas de las líneas maestras de esta reflexión desarrollada en el seno de las élites intelectuales de la época. El estudio arroja luz sobre las contradicciones intelectuales que suscitaban el binomio universalidad y nacionalismo, o la paradoja de un internacionalismo liberal que, a pesar de la novedad de sus propuestas, conservaba una noción eurocéntrica del mundo.
Palabras clave: Europeísmo; nacionalismo; Sociedad de Naciones; Instituto Internacional de Cooperación Intelectual.
ABSTRACT
This article examines the main discussions about the European spirit in the intellectual debates sponsored by the League of Nations. Using as a reference the congresses on intellectual cooperation held in various European capitals between 1933 and 1936, we will analyse the perspectives and limits of the reflections on the Europeanism of the intellectuals in the 1930s. Through the documentation of the International Institute of Intellectual Cooperation, you can reconstruct some of the main lines of this reflection developed within the intellectual elites of the time. The study sheds light on the intellectual contradictions raised by the binomial universality and nationalism, or the paradox of a liberal internationalism which, despite the novelty of its proposals, preserved a Eurocentric notion of the world.
Keywords: Europeanism; nationalism; League of Nations; International Committee on Intellectual Cooperation.
Se suele decir que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Este es un proverbio que, aplicado a la historia de la Sociedad de Naciones (1919-1946), podría resumir sus casi tres décadas de actividad internacional. Fue un ambicioso proyecto de paz, reconocido y admirado por todos sus contemporáneos, pero su incapacidad para actuar en las crisis diplomáticas de los años treinta es probablemente el aspecto más conocido en nuestros días.
La narrativa tradicional de la Sociedad de Naciones (SDN) ha descrito su ciclo histórico como una secuencia de ascenso y caída[1]. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, se instituye para evitar la repetición de una tragedia similar. Pero, tras un periodo de relativo éxito en los años veinte, las sucesivas crisis de los años treinta —desde la anexión japonesa de Manchuria, la invasión italiana de Abisinia y la expansión de Alemania, hasta la guerra civil española— redujeron poco a poco el papel de la institución en el panorama internacional. Su autoridad política y moral se fue haciendo más y más irrelevante. Su incapacidad para movilizar a sus miembros para sancionar las agresiones de Italia, Japón y Alemania hizo que prácticamente desapareciera después del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Poco después de su clausura, la Organización de las Naciones Unidas tomó el relevo como organismo de gobierno internacional[2].
Sin embargo, la historia del organismo —vista de forma retrospectiva— es mucho más rica que el ciclo anteriormente descrito. No en vano varios historiadores han reivindicado recientemente el papel de la SDN en la creación de un nuevo sistema de relaciones internacionales[3]. La SDN puede ser analizada como una realidad compuesta por alianzas cambiantes, redes e instituciones, en la que se dieron cita grandes potencias de la época, con la flagrante excepción de Estados Unidos. Recientemente, la SDN se ha estudiado como el inicio de lo que Iriye ha denominado la «comunidad global», es decir, un vasto entramado de empresas multinacionales, organizaciones religiosas, comunidades regionales, asociaciones privadas transnacionales y organizaciones ambientales[4]. El binomio éxito-fracaso no refleja la complejidad del organismo, que inició una nueva etapa en la diplomacia internacional y marcó la aparición de nuevas realidades geopolíticas[5].
En esencia, se trató del primer intento de internacionalizar un orden liberal a escala global y sustituir el clásico «equilibrio de poder» por una «comunidad de poder». Woodrow Wilson, el gran inspirador del llamado internacionalismo liberal, defendió que el interés común de las naciones era la paz, por lo que había que inspirar un «consenso moral» a través de un «sistema de seguridad colectiva». Así lo expresó Wilson en un discurso ante el Senado en 1917: «If it be only a struggle for a new balance of power, who will guarantee, who can guarantee, the stable equilibrium of the new arrangement? Only a tranquil Europe can be a stable Europe. There must be, not a balance of power, but a community of power; not organized rivalries, but an organized, common peace»[6].
El Pacto de la SDN estaba basado en el principio de que el poder cedería ante la moral de la opinión pública, y la fuerza de las armas ante los dictados de la ciudadanía. De esta forma, la SDN actuaría como «fideicomiso de paz», agrupando a todas las naciones democráticas en torno a un mecanismo de vigilancia[7].
Pero el desarrollo de la SDN fue muy distinto a lo que Wilson había proyectado. Para unos, la SDN era una versión actualizada del concierto europeo en el que se establecía un «equilibrio de poder» o una «coexistencia pacífica» entre las naciones; otros pensaban que instauraría una suerte de gobierno mundial. Un ejemplo de esta diferencia de percepciones era la visión de los americanos y franceses, que consideraban que se trataba de una institución de arbitraje internacional, mientras que, para los británicos, la Sociedad podía llegar a considerarse una extensión del Imperio británico, una forma de generar un orden internacional dominado por la alianza angloamericana[8].
Tras la Gran Guerra y las revoluciones de 1914-1918 había que reinventar el sistema de relaciones internacionales, pues como escribe Renouvin, «no sólo porque las hostilidades se habían extendido al Extremo Oriente, al Levante Mediterráneo y a gran parte del África Central, sino también porque esas hostilidades determinaron cambios profundos en las instituciones políticas, en la vida económica y social, en la mentalidad de los pueblos, modificando el equilibrio de fuerzas que existía entre los continentes»[9]. En Europa, factores como la desaparición del Imperio austrohúngaro, la inestabilidad de las fronteras tras los tratados de paz, el auge de los regímenes autoritarios y el nacionalismo, llevaron a muchos a considerar con pesimismo el futuro del continente.
De hecho, buena parte del trabajo de la SDN fue dominado por las potencias europeas y sus preocupaciones. Conflictos como la invasión italiana de Abisinia en 1935 pusieron de manifiesto este carácter de «club europeo» de la SDN: las grandes naciones integrantes no estaban dispuestas a defender los estándares internacionalistas para evitar una escalada de tensión contra el Gobierno de Mussolini. La paz mundial dependía, en buena medida, de la estabilidad política europea. Merecen una especial mención los intentos por lograr la estabilidad de Aristide Briand, el ministro de Exteriores francés y futuro presidente, que a finales de los años veinte propuso la normalización de las relaciones con Alemania junto con su homólogo el canciller Gustav Stresemann. En 1928, firmó el Pacto Kellogg-Briand —por el que sesenta naciones acordaron prohibir la guerra como un instrumento de política nacional—, y el 1 de mayo de 1930 abogó públicamente por una unión federal de Europa en su famoso Memorándum[10].
No obstante, aquella época se caracterizó por la crisis de las democracias liberales, el ascenso de los fascismos y los regímenes autoritarios por un lado, y el auge de los movimientos obreros de inspiración socialista y comunista inspirados por la revolución bolchevique por otro. Esta situación propició la aparición de tesis decadentistas —ejemplificadas por el conocido ensayo de Oswald Spengler (2004), La decadencia de Occidente— que adquirieron gran popularidad. Este decadentismo estuvo presente en proyectos como el Movimiento Paneuropeo del conde Richard Coudenhove-Kalergi, que en su manifiesto Pan-Europa (1923) proponía la unidad europea con un fundamento liberal, social y cristiano. Para Coudenhove-Kalergi, la SDN había fracasado en su propósito de extender el orden liberal a todo el mundo por «su estructura abstracta», que «carece de existencia real» y «no tiene repercusión en los sentimientos de la humanidad que, a partir de la familia, se elevan a través de la idea de las naciones y las agrupaciones de pueblos hasta el vasto ideal de humanidad»[11].
No obstante, en la SDN también hubo propuestas concretas para elevar a las naciones hacia «el vasto ideal de humanidad», especialmente a través de la cooperación intelectual. En palabras de su pacto fundacional, la SDN buscaba «promover la cooperación internacional y lograr la paz y la seguridad internacionales»[12]. Parte de esta cooperación fue, necesariamente, cultural e intelectual, sirviendo como plataforma de cooperación en las relaciones culturales e intelectuales de la intelligentsia europea, y planteó algunos debates sobre la identidad europea.
En este artículo analizaré estos debates sobre el futuro europeo a través del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual (IICI), un organismo de cooperación de élites intelectuales europeas en el que se planteó esta cuestión en varias ocasiones. La crisis de entreguerras suscitó, en cierto sentido, la pregunta sobre la posibilidad de unificar a las naciones europeas bajo el mando de la SDN. En un mundo repentinamente desequilibrado por la emergencia de grandes potencias no europeas —especialmente Estados Unidos y la Unión Soviética— y la desaparición del tradicional equilibrio en las relaciones internacionales, Europa empezaba a perder preeminencia en la escena internacional.
En 1920, la Asamblea de la SDN dio luz verde a la fundación de una organización técnica de carácter cultural: la Organización de Cooperación Intelectual[13]. En agosto de 1922 se estableció formalmente el Comité Internacional de Cooperación Intelectual, que se dividía a su vez en tres cuerpos de trabajo. El primero era la Sección de Cooperación Intelectual, que tenía por objetivo fomentar la cooperación intelectual en los ámbitos más diversos, como por ejemplo la protección de la propiedad científica, los asuntos universitarios y escolares, el futuro de la cultura, la colaboración internacional en las artes y la literatura, la protección de monumentos históricos, la cooperación entre museos y entre bibliotecas, y los derechos de autor. El segundo era el Instituto Cinematográfico Internacional de la Educación, dedicado a incentivar la producción, distribución e intercambio de películas educativas. El tercero, y más importante, era el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual (IICI), establecido en París en 1926 con el apoyo del Gobierno francés.
El IICI tenía por objetivo conseguir un «desarme moral», es decir, fomentar la cooperación y el entendimiento internacional para asegurar que la guerra entre las naciones fuera imposible. Se trabajaba bajo la premisa de que la paz universal no se lograría «si la educación nacional de cada pueblo no se esforzara por lograr una comprensión cada vez más profunda de todos los demás pueblos»[14]. Formado tardíamente dentro de la SDN, el IICI tuvo un recorrido más breve que el resto de las secciones. Entre sus logros más destacables se encuentra la organización de una serie de encuentros con prominentes intelectuales y científicos —conocidos como Entretiens— entre 1933 y 1936. Estas trataron sobre cuestiones como la relación entre los continentes europeo y americano, la renovación del humanismo o el «porvenir del espíritu europeo». Utilizando la publicación de las actas de los Entretiens, recogidos en el archivo de la SDN de la sede de la Organización de las Naciones Unidas en Ginebra, se pueden reconstruir las líneas maestras del pensamiento europeísta reunidos por el IICI.
Según sus fundadores, el objetivo del IICI era formar una «general republic of minds» o, en palabras de uno de los líderes del Instituto, Paul Valéry, una «société des esprits». El poeta francés consideraba que los logros europeos desde finales del siglo xviii —especialmente la creación de Estados-nación— debían ser valorados en el contexto de un nuevo paradigma de relaciones internacionales en el que Europa lideraba la política mundial. La institución tenía como objetivo inspirar un espíritu universal, cosmopolita, a todas las naciones. Asumiendo el legado cultural de los maestros del Renacimiento, los fundadores del pensamiento clásico y los philosophes del siglo xviii, pretendía la continuidad de aquel proyecto de la República de las Letras en la Europa de comienzos del siglo xx[15].
La cuestión del espíritu europeo en estos congresos fue recurrente. En las discusiones a las que nos referiremos en adelante, se tomó como referencia el término espíritu europeo tal y como lo utilizó Valéry en las primeras reuniones. Para el francés, este espíritu europeo abarcaba una forma de ser intelectual muy amplia. No se trataba solo de «conocimientos, documentos, técnicas y hábitos», sino de «una cierta forma de transformar todo lo que se nos presenta, y adaptarlo u oponerlo a un sistema de vida»[16].
En este sentido, el espíritu europeo se confundía con la noción de civilización. El término, aparecido originalmente en Francia como sinónimo de buen gobierno en el sentido de educado, pronto adquirió un significado más específico: no solo se trataba de una forma de gobierno, sino del conjunto de costumbres, instituciones y avances técnicos que elevaban al ser humano por encima del hombre primitivo. Así, ya desde la Revolución francesa se consideraba que la civilización europea era superior y se identificaba al espíritu europeo con la cultura universal.
Sin embargo, desde comienzos del siglo xx existía un acalorado debate sobre sus implicaciones, puesto que el concepto podía interpretarse según la noción francesa de civilisation o de acuerdo con la alemana de Kultur. En todo caso, la civilización europea a la que se refirieron los intelectuales del IICI tenía los rasgos propios del proyecto universalista heredado de la Ilustración que, políticamente, se había reformulado a partir de los principios wilsonianos de la SDN de Naciones.
En el periodo de entreguerras, el europeísmo tomó forma en proyectos muy diversos[17]. Desde el ámbito cultural, asociaciones culturales como el Europäischer Kulturbund de Karl Anton Rohan; desde el económico la Unión Aduanera Europea; desde el político, la Asociación para el Entendimiento Europeo de Wilhelm Heile y la Unión Paneuropea de Richard Coudenhove-Kalergi[18]. Todos ellos siguieron, a grandes rasgos, tres grandes definiciones del espíritu europeo. La primera hacía referencia al pasado cristiano, el humanismo renacentista y la cristiandad medieval como identidad común europea. En este grupo se encontrarían la Unión Paneuropea de Richard Coudenhove-Kalergi o el Kulturbund de Karl Anton Rohan, partidarios de la búsqueda de raíces culturales en el pasado. La segunda sería la opuesta: quienes defendieron la «unidad en la diversidad» de los Estados nación que Europa, como baluarte de la libertad, debía preservar. En este grupo se encontraban, por ejemplo, los impulsores del proyecto del IICI, dirigido en los años que nos ocupan por el diplomático francés Henri Bonnet. Una tercera corriente, tal vez la más minoritaria, pretendía una federación europea a expensas de los Estados nación individuales, centrándose en soluciones que evitaran toda referencia al proyecto de las naciones europeas. Las propuestas en el seno del IICI se situaron fundamentalmente en la línea de la segunda: la «unidad en la diversidad» europea a través de Estados nación[19].
El europeísmo de entreguerras fue un movimiento intelectual complejo no exento de contradicciones. Richard Coudenhove-Kalerghi, promotor de la Unión Paneuropea, podría inscribirse tanto en la primera corriente como en la tercera, como impulsor de un enfoque cristiano y, al mismo tiempo, de un federalismo análogo al de los Estados Unidos de América. Lo cierto es que tanto los pensadores políticos, como Coudenhove-Kalergi, como los líderes políticos —Aristide Briand, Gustav Stresemann— compartían una fe común en el futuro de Europa, pero fracasaron al articular sus proyectos. ¿Cómo conciliar el sentimiento nacional, tan condicionado por el desarrollo de las teorías ultranacionalistas y fascistas de la época, con un espíritu europeo? Este fue el dilema al que, de una forma u otra, se enfrentaron los intelectuales de la época.
De los ocho Entretiens anuales organizados por el IICI, cuatro trataron directa o indirectamente la cuestión del europeísmo: Madrid (3-7 de mayo de 1933), París, (16-18 de octubre de 1933), Niza (1-3 de abril de 1935) y Budapest (8-11 de junio de 1936)[20]. Los participantes eran intelectuales de muy diversas tendencias políticas: desde liberales, católicos y socialistas hasta fascistas y corporativistas. Entre los más asiduos nos encontramos con Paul Valéry, Johan Huizinga, Hermann Keyserling, Thomas Mann, Jules Romains, Julien Benda, Salvador de Madariaga, Georges Duhamel, Henri Focillon y Júlio Dantas.
Los dos primeros sentaron las bases de la reflexión sobre L’avenir de la culture (en Madrid) y L’avenir de l’esprit européen (en París). Paul Valéry, que dirigió ambos coloquios, resumió la tendencia generalizada en las dos conferencias a buscar un bien común europeo entendido como libertad de las naciones más que como afinidad u homogeneidad nacional. En su discurso inaugural de la conferencia de París sobre el espíritu europeo, planteó las jornadas como una reflexión ex novo sobre los principios europeos. Teniendo en cuenta la desaparición de criterios sólidos en los últimos años y la aparición de nacionalismos excluyentes —«cada nación es una isla»— se preguntaba sobre el futuro de las naciones europeas: ¿caminaban hacia un archipiélago de naciones o hacia un mayor intercambio entre culturas? Para Valéry, coexistían en Europa dos tradiciones antagónicas: una de ellas era el sentimiento de universalidad; la otra era la «enfermedad» de las «tradiciones nacionales». El objetivo sería encontrar un punto intermedio entre ambas corrientes[21].
Si bien prácticamente todos los presentes reconocían la existencia de un espíritu europeo, en cuanto se iniciaron las discusiones sobre la forma concreta de articular el «bien común» en Europa, empezaron a surgir las dificultades. ¿Cómo hacer compatible lo que varios autores llamaron un «nacionalismo europeo» con las aspiraciones nacionalistas de países como Alemania e Italia? Apenas unos meses antes de la conferencia de Madrid, Hitler había ascendido al Gobierno con plenos poderes, lo que planteaba dudas sobre la posible cooperación entre los Estados europeos.
Pero la discusión versó sobre cuestiones filosóficas y culturales, salvo referencias muy ocasionales al auge del nacionalsocialismo en Alemania. Un buen ejemplo de estas reflexiones filosóficas era el planteamiento de Hermann Keyserling. Este consideraba que el espíritu europeo era «universal» o «planetario», pero el desarrollo social en los últimos años inclinaba a la nueva sociedad de masas hacia el materialismo. Los intelectuales debían ser líderes («meneurs») de las naciones hacia una vida más espiritual, creadores de un «hombre ecuménico» que permitiera resolver e incluso anular todos los conflictos. Como el fermento en la masa, los intelectuales elevarían la vida de las naciones hacia una «vida superior». Este enfoque sobre el papel de los intelectuales en la construcción de un orden europeo fue característico de la época.
Esta visión elitista de la cultura era ampliamente compartida por el resto de los ponentes. El IICI publicó algunos epistolarios —bautizados como Correspondance— en los que recogían testimonios y cartas de intelectuales famosos de la época. El más conocido fue el ¿Por qué la guerra? de Albert Einstein y Sigmund Freud, además de las cartas de Henri Focillon, Gilbert Murray, Miguel Ozorio de Almeida, Alfonso Reyes y Tsai Yuan Pei[22]. El epistolario más interesante para analizar la reflexión sobre Europa es el de Paul Valéry y Salvador de Madariaga, en el que discutían sobre las posibilidades de la cooperación intelectual y la comprensión mutua entre las culturas. Para estos, el intelectual debía «imponer orden a la naturaleza», pues la ciencia parecía haber llegado a los «límites de lo conocible» al declararse «impotente para explicar los caprichos del alma del átomo». Igualmente preocupante era que la ciencia parecía estar fragmentada en una serie de ciencias menores, cada una siguiendo su propio camino, ofreciendo solo «verdades parciales» en lugar de una descripción verdadera del todo[23].
Para Madariaga, esta confusión intelectual y científica había derivado en un individualismo caprichoso y un confuso «sueño de soberanía». La tarea del IICI debía ser la reorganización de ese conocimiento y el esbozo, de manera clara y precisa, de una jerarquía de valores que pudiera servir de guía para el comportamiento tanto individual como nacional. La cooperación intelectual era «el alma misma del Pacto de la Sociedad de Naciones», ya que reuniría los saberes más diversos bajo un proyecto común, universal. En este sentido, concluía su carta afirmando que la cooperación intelectual ofrecía un esfuerzo de síntesis colectiva de los saberes:
I like to think of the organization for Intellectual Cooperation as the mother cell of a whole field of fermentation of minds drawn towards unity, order, and hierarchy (…) As a result of its continuous and methodical action, we might gradually see a powerful architecture of ideas rise before our eyes, a solid framework of freely accepted duties, of obligations about which there would be no divergence, binding individuals to nations and nations to organized mankind. And parallel with this, as the effort towards a synthesis would have bearing on the world of positive knowledge and of speculation, so it would tend towards a closer organization of techniques and sciences, towards a concentration of philosophies[24].
Valéry también defendió la «síntesis de conocimiento» de carácter universal, fundando un código moral secular en sus intervenciones. En Madrid defendió que la cultura, como idea y síntesis orgánica, presupone la existencia de un «núcleo interno de unidad», que ha de buscarse más allá del ámbito nacional, en la cultura universal: «Une société des nations présupposait une société des esprits, et qu’il était vain d’accumuler les pactes, les conventions, les accords plus ou moins fragiles, plus ou moins éphémères, si les hommes qui devait en somme soit exécuter ces accords, soit en supporter les conséquences, n’était pas eux-mêmes animés d’un esprit profond de pacte»[25].
Estas ideas estaban en consonancia con las de otros internacionalistas como Alfred Zimmern o Gilbert Murray, que vieron en la cooperación intelectual la oportunidad de establecer el orden global como un diálogo entre «civilizaciones»[26]. Estos consideraban que la cooperación intelectual debía servir para fomentar un diálogo entre culturas que permitiera formar una auténtica «civilización universal». En la conferencia de París sobre el espíritu europeo, Júlio Dantas —escritor y diplomático portugués— suscribía esta visión señalando que, sin una definición precisa del «ser europeo», era difícil alcanzar una convergencia de pareceres: «Notre «nationalité» est une réalité stable, permanente et profonde; notre «européennité» est une réalité instable, flottante et superficielle»[27]. Sería necesario formar una verdadera conciencia europea basada en la «unidad moral» del continente antes de pensar en fomentar una nacionalidad europea.
Buena parte de estos intelectuales partían de una concepción pesimista del futuro europeo, cuya civilización creían en declive. No pocos pensadores presentaron la idea de una posible «unión europea» como el remedio a la «crisis espiritual» de la civilización europea. El hecho es que, al utilizar expresiones como «civilización europea» o «espíritu europeo», remitían siempre a una misma realidad: la idea de que existía algo propio y distintivo de Europa, con diferentes formas y con diferentes naturalezas, ya se entendiera como idea política o mística[28].
La mayoría se interesó por la educación en «valores europeos» como método para superar las diferencias nacionales. Fomentando un «nacionalismo europeo» en lo que a primera vista podría parecer un oxímoron, se podría superar la «crisis espiritual» del presente. Sin embargo, todos los ponentes utilizaron arbitrariamente la denominación de «nación europea» y «patria europea» para referirse al proyecto. Como explica Cattani, el uso de estos términos pretendía desacreditar las connotaciones negativas relativas a las ideas de «nación» en el discurso contemporáneo, creando una representación conceptual nueva[29].
Aunque formulado muy vagamente, el espíritu europeo al que se referían los intelectuales en el congreso tenía como referente la tradición liberal heredera de la Ilustración. No en vano, varios intelectuales se pronunciaron abiertamente en contra del internacionalismo socialista, incluso más que en la expansión de los regímenes totalitarios fascistas. La discusión podía reducirse a esta dicotomía: si el futuro político de Europa debía partir de una tradición socialista —cuyo modelo era el bolchevismo— o del internacionalismo liberal —con la referencia obligada a los principios wilsonianos—. Mientras que algunos, como Jules Romains o William Martin, aceptaban la idea de que Europa sería internacionalista en un sentido socialista, otros, como Salvador de Madariaga, definieron el nacionalismo europeo como una unidad transnacional alternativa a la Internacional Socialista. De esta forma, para los primeros la unidad europea debía ser esencialmente solidaria y socialista; para el segundo, la base del nacionalismo europeo sería la defensa de la libertad individual. En el fondo, se trataba de una síntesis política y cultural europea que, planteada a grandes rasgos en el IICI, podía llegar al extremo de cuestionar la legitimidad de la soberanía nacional y la naturaleza del Estado nación. Para Madariaga, la síntesis europea cuestionaría la soberanía nacional, reduciendo el papel de los Estados-nación[30].
Podría decirse que, enfrentados al concepto de nacionalismo esencialista y al internacionalismo socialista, la idea de un nacionalismo europeo en los círculos de la IICI partía de premisas esencialmente ilustradas. La nación, tal y como se definió en estas conferencias, se basaba en la premisa de un contrato social por el que los ciudadanos renuncian a su individualidad para encontrar un bien común con el resto de la sociedad. Este bien común se interpretaba como una libertad de las personas más que como la afinidad cultural y la homogeneidad de un pueblo. En este punto, precisamente, se contraponían con los pensadores de corte autoritario. La mayoría de los participantes se encontraban en la búsqueda de un equilibrio entre el sentido de pertenencia a una comunidad con la búsqueda del bien común.
El espíritu europeo, tal y como lo analizaron ponentes como el historiador y filósofo neerlandés Johan Huizinga, se había perdido por culpa de las heridas sin cerrar de la Primera Guerra Mundial y las consecuencias de la crisis de 1929. Huizinga creía que la «pax europea» se había mantenido durante siglos gracias a varios hitos culturales: desde el reconocimiento de la unidad del género humano por los estoicos, pasando por la pax romana, hasta el código de honor de la caballería, que habían alentado un espíritu de civilización común. En una clara alusión al nazismo, apuntaba a la falta de moralidad para dar preeminencia al elemento económico y político, además de la «pureza de la raza» como uno de los grandes males de la época[31]. Estas fueron las mismas ideas que expresó en su conferencia de París, en la que concluía que el único «realismo» posible en una situación decadente como la actual era una actuación «moral»: «Réalisme, dira-t-on, au lieu d’illusions et de fictions. Le fait reste que ces vieux concepts avaient une valeur éthique manifeste générale. C’est la pratique de la morale, après tout, par les communautés comme par les individus, qui, seule, pourra guérir notre pauvre monde si riche et si infirme»[32].
Esta era una visión ampliamente compartida por los presentes. Julien Benda, que intervino a continuación[33], hizo un alegato a favor de esta idea del europeísmo como una forma de reconciliar las diferencias nacionales de acuerdo con una interpretación particular del modelo cristiano de san Pablo en su carta a los gálatas: «Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer […]»[34]. Así, la idea de Europa regularía un tipo de pertenencia en el que ni el individuo debía supeditarse a la nación, ni esta al individuo. Una medida adecuada, democrática, debía ordenar las relaciones entre el Estado y las personas. Esta sería una Europa unificada por la «unidad en la diversidad»: liberal siguiendo el concepto de Estado-nación, pero opuesta a la homogeneización cultural del nacionalismo esencialista. En este sentido, el espíritu europeo propuesto en el IICI se identificaba con los principios del internacionalismo liberal, que se resumían en el proyecto wilsoniano de «a world made safe for democracy», en el que el mundo se gobernaría por «la fuerza moral de la opinión pública»[35].
En las otras dos conferencias —en Niza (1935) bajo el título de La Formation de l’Homme moderne y en Budapest (1936), Vers un nouvel humanisme— se debatió sobre cuestiones relacionadas con el humanismo moderno y el espíritu europeo. En ellas participaron, entre otros, Paul Valéry, Thomas Mann, Jules Romains, Salvador de Madariaga, Alfred Zimmern y Johan Huizinga. El objetivo de las conferencias, coordinadas por Paul Valéry, era discutir sobre las distintas perspectivas del humanismo en la «République des Lettres» que la SDN pretendía impulsar con su autoridad internacional. Como argumentaba Salvador de Madariaga en la presentación de la conferencia de Budapest, se trataba de crear «un hombre nuevo» en un esfuerzo «heroico» por superar las diferencias nacionales[36].
Aunque las conferencias no trataron específicamente sobre el futuro de Europa, uno de los temas principales fue la educación y la cultura política de la SDN. En concreto, se discutió sobre la educación humanística y la formación de la cultura: ¿cuál debía ser la relación entre el intelectual y las masas? ¿Debe participar el ciudadano medio en la cultura de élite o unirse a los proyectos de la SDN en la creación de una cultura unificada? ¿Cómo articular una cultura unitaria sin caer en las teorías esencialistas nazis? Estas preguntas remitían, en el fondo, al gran tema del IICI: la formación de una cultura internacional para alcanzar una paz duradera.
Un ejemplo de estas inquietudes es la comunicación enviada por Thomas Mann —que no pudo estar presente— a la conferencia de Niza de 1935. El escritor alemán había sido acosado por los nazis por ser considerado un enemigo del Estado: su casa y sus bienes habían sido confiscados y había tenido que huir del país. Su mayor preocupación era la fuerza que habían adquirido los medios de comunicación, por los que grandes propagandistas como Goebbels habían conseguido dominar a las masas a través de un ideario, una mitología nacional. La fuerza de estos mitos, de la irracionalidad, era un peligro creciente al que los intelectuales debían enfrentarse. Al fin y al cabo, argumentaba Mann, si los «líderes del mundo moderno» tienen la posibilidad de usar medios irracionales como mitos y símbolos para seducir a las masas, podríamos llegar a considerar los mitos nacionales como una amenaza para la civilización[37].
Esta postura entraba en directa contradicción con los principios —formulados de forma más o menos ambigua por varios ponentes— de un nacionalismo europeo. El principal defensor de este sentimiento nacionalista europeo era Salvador de Madariaga, que contestó a la comunicación de Thomas Mann con vehemencia. El escritor español reconocía una cierta fascinación por la forma en que los comunistas y fascistas utilizaban los mitos para manipular a las masas. Al contrario que Mann, creía que formaban parte constitutiva del ser humano y que, por tanto, los gobernantes debían utilizarlos en un sentido positivo para la paz: «Les mythes et les symboles à caractère positif élargissent l’humanité, élargissent le concept de l’homme, élargissent le mythe de l’homme, tandis que les mythes et les symboles négatifs le rétrécissent, détruisent l’unité et dressent l’homme contre l’homme. Cela, c’est une conséquence fatale»[38].
Para Madariaga, Europa debía crear esos mitos nacionales, pero en un sentido positivo, humanístico. Los integrantes del IICI debían formar parte de la élite difusora de mitos que alimentaran el espíritu europeo. El fracaso de la SDN se debía, en parte, a la ausencia de símbolos y mitos —sin excluir escudos, banderas, himnos y fuegos artificiales— que llamaran la atención de las masas. Recluida en las esferas políticas y las élites intelectuales, la mayoría de la humanidad había sido excluida del proyecto universal de la SDN. Esta era la posición del escritor francés Jules Romains, que ya había criticado la falta de pasión y entusiasmo que suscitaba la SDN en la conferencia de París:
Je reproche à la Société des Nations d’être une œuvre trop purement administrative, raisonnable et tranquille, d’être trop exclusivement une œuvre de sagesse bureaucratique. Je voudrais que l’on fît pour elle des manifestations populaires et passionnantes qui remuent les foules, que l’on fît pour elle des cortèges avec des costumes et de la musique, je voudrais que l’on remplît pour elle le ciel d’éclats de bombes et de feux d’artifice[39].
Al igual que Romains, Madariaga había contestado que el nacionalismo podía ser un factor importante en el desarrollo de la vida comunitaria europea. El nacionalismo en sí mismo no era perverso: solo el exceso de nacionalismo era deplorable. El sentimiento nacional podía tener una connotación positiva a la hora de crear un espíritu europeo abierto al resto de identidades nacionales. En todo caso, el nacionalismo europeo y el patriotismo deberían definirse por el respeto al individuo. Para utilizar una fórmula conciliadora, respetuosa con las libertades individuales y comunales, explicaba: «L’homme, en tant qu’individu, est encadré dans l’Etat; en tant que personne, il dépasse l’Etat. L’homme a droit à la liberté de son expérience et à porter de façon autonome le poids de sa propre responsabilité»[40].
Por tanto, ¿cuál debía ser el papel del Estado? Mann había sido el único en criticar la irracionalidad de los mitos y la manipulación de la propaganda estatal. También Madariaga, Gonzague de Reynold y Paul Valéry expresaron su malestar por el creciente poder del Estado. Para el primero, el objetivo del Estado debía crear, organizar y administrar «une culture qui servira à la formation, à l’encadrement, à la finalité de l’individu et que c’est dans l’individu qu’est la finalité»[41].
De Reynold, coincidiendo con la preocupación de Madariaga, añadía la importancia del factor religioso como contrapunto al poder del Estado, ya que los seres humanos no son solo «individuos» sino también «personas», es decir, seres espirituales. Valéry, más pesimista, concluía la reflexión de Niza animando a la difusión de la «société des esprits» para contrarrestar la «voluntad de la mayoría», tantas veces manipulada por el control de la propaganda en la prensa, la radio y el cine[42].
El coloquio de Budapest, celebrado un año después, continuó ahondando en el papel del humanismo en la vida moderna. Una de las intervenciones más destacadas fue la de Johan Huizinga. El historiador holandés argumentó que los intelectuales tenían una gran responsabilidad social como guardianes de los ideales cristianos, el humanismo universal, la paz y la reconciliación[43]. La mayoría de los intelectuales de la conferencia coincidieron con esta visión, aunque con matices. Para el propósito de este artículo no es necesario extenderse sobre las distintas versiones del humanismo planteadas en la conferencia. Sin embargo, me gustaría señalar que, aunque al final de ella los participantes aún no habían logrado una definición consensuada sobre el humanismo moderno, sí estuvieron mayoritariamente de acuerdo en la necesidad de educar a las masas. La vocación de todo intelectual, concluía el moderador Valéry, era prioritariamente instruir a las masas para evitar la manipulación política[44].
En efecto, la educación se había convertido en una de las prioridades dentro de la SDN y muchos intelectuales vieron una oportunidad de crear un proyecto de paz a través de este organismo. El objetivo era la creación de una República de las Letras basada en los principios de la SDN: paz, reconciliación, arbitraje internacional. Los medios para alcanzarlo eran la promoción de la educación humanística, los intercambios culturales y, más en concreto, la difusión de la labor del IICI.
Sin embargo, como explica Daniel Laqua, los proyectos intelectuales de educación fracasaron por su difícil inserción con el esquema de comunidad internacional promocionado por la SDN. Los planes educativos propuestos estaban intrínsecamente conectados al orden social y político, por lo que no se pudo desarrollar una labor transnacional. En consecuencia, los esfuerzos de cooperación intelectual se vieron obstaculizados por la política de poder de los Gobiernos, el apego a conceptos como la civilización, cierto regionalismo y, en última instancia, una excesiva confianza en los marcos institucionales de la SDN[45].
En este artículo hemos analizado los puntos fundamentales de la discusión en torno al espíritu europeo en el seno del IICI. El tono general de las ponencias, como se ha comprobado, partía de un ambiente de preocupación por la decadencia política y económica de Europa, que según Valéry había creado en la sociedad «une inquiétude, image d’une situation confuse»[46]. La preocupación por el espíritu europeo respondía tanto a los problemas internacionales —los retos del nuevo orden mundial dividido entre los principios del internacionalismo socialista y el liberal— como a los nuevos problemas europeos —el desequilibrio producido por la desaparición del Imperio austrohúngaro y el conflicto francoalemán—. En la retórica de los intelectuales de esta época había una preocupación clara por encontrar soluciones a lo que se percibía como una crisis de civilización. En sus Cuatro cuartetos, T. S. Eliot plasmaba esta sensación de angustia en un mundo caótico, guiado por un lenguaje vago e impreciso: «Twenty years largely wasted, the years of l’entre deux guerres / Trying to learn to use words, and every attempt / Is a wholly new start, and a different kind of failure […]. In the general mess of imprecision of feeling, / Undisciplined squads of emotion»[47].
Las reflexiones sobre el espíritu europeo estaban lejos de ser unívocas. En primer lugar, existía divergencia de opiniones sobre un nacionalismo europeo y la «unidad en la diversidad» en Europa. En esta encrucijada cultural, con el auge de nacionalismos extremos como el nazismo, apegados al esencialismo cultural, étnico y moral, eran inviables las propuestas humanistas que se formularon en los Entretiens. Era virtualmente imposible defender un «sentimiento nacional europeo» al tiempo que se producía el auge ultranacionalista en gran parte del continente.
La formación de un nacionalismo europeo debía hacerse compatible con los sentimientos nacionales de cada país. Preocupados por la manipulación de los medios de comunicación, los intelectuales reunidos en torno a los Entretiens coincidieron en la necesidad de educar a la sociedad en valores humanísticos para hacer frente a la amenaza fascista. Pero no solo rechazaban el fascismo, pues los miembros de la SDN, antibolcheviques por naturaleza, rechazaban el internacionalismo socialista.
Un segundo problema surgía a la hora de definir esos valores comunes: ¿en qué consistía el nuevo humanismo? ¿Cuáles eran las bases políticas e intelectuales del IICI? Para la mayoría, el proyecto ilustrado del liberalismo internacional inspirado por Wilson era la solución a los conflictos europeos. Otros, como Johan Huizinga, se referían al pasado cristiano de Europa, a la cristiandad medieval como objetivo último de la política cultural. En este sentido, Denis de Rougemont comentaba que la idea de Europa estaba dividida en dos escuelas durante la era de entreguerras: la primera, programáticamente optimista, continuaba la tradición de la Ilustración, de la ciencia y la tecnología prometeicas, y consideraba a Europa como una creación del Renacimiento. La otra, más pesimista, consideraba los grandes siglos de la Edad Media católica como los únicos dignos de Europa. En este sentido, se trataba de una polémica entre dos partes interesadas en salvar la Europa actual, una Europa amenazada desde fuera por el surgimiento de «imperios cuantitativos», es decir, el soviético y americano[48].
Una discusión sobre las distintas escuelas de pensamiento europeísta excede el propósito de este artículo. Basta con señalar que, como hemos visto anteriormente, en el IICI hubo representantes de las dos grandes tendencias, pero también defensores de una Europa nueva, federal, siguiendo la inspiración de Richard Coudenhove-Kalergi y Aristide Briand. Tal vez una característica que todos compartieron, en la fundamentación del orden europeo, fue el rechazo del bolcheviquismo y la revolución. En este sentido, la mayoría de ellos compartieron en mayor o menor medida una convicción en el orden liberal internacional. La unidad, si es que hubo alguna, tuvo probablemente más en común por sus rechazos que por sus valores en común.
Podrían señalarse dos conclusiones sobre la naturaleza del europeísmo entre los intelectuales del IICI. Una primera conclusión invita a considerar que el optimismo intelectual de los defensores del espíritu europeo frustró la posibilidad de llevar a cabo un proyecto sólido, como pretendía Valéry. Se trató de una aproximación un tanto ingenua a la cooperación intelectual, en una época en que el intercambio cultural todavía tenía poco desarrollo. En el fondo, una comprensión inadecuada de las realidades internacionales desmontaba todo intento de hacer la paz a través de una civilización internacional. Este mismo fracaso podría verse, de forma análoga, en el naufragio político de la SDN. Aunque debía ser el organismo creador de la nueva diplomacia, la Sociedad se convirtió en un club europeo donde dirimir conflictos internacionales. Los principios que defendía, contradictorios y, en opinión de muchos contemporáneos, utópicos e irrealizables, no se pudieron llevar a cabo por la falta de apoyo de las grandes potencias y la indecisión de sus miembros.
Por otra parte, los intelectuales reunidos por el IICI mostraron un entendimiento muy similar de los problemas que acuciaban al panorama europeo. Su infructuosa búsqueda de un denominador común para el espíritu europeo reflejaba, no obstante, las contradicciones, prejuicios, esperanzas y temores de su generación. El obstáculo más grave de todos, si cabe, fue la contradicción entre la idea de civilización impulsada la SDN y su expresión material. Aunque la SDN se pretendía universal, era por naturaleza y composición mayoritariamente eurocéntrica. De los miembros del Consejo de la SDN, todos los países eran europeos menos Japón. También lo eran, por extensión, sus fundamentos políticos e institucionales. En realidad, el corazón de la nueva civilización internacional no era muy distinto de la diplomacia tradicional, como organización de pueblos libres que podían entrar o salir de ella de grado. La SDN se regía por el principio de unanimidad de votos, lo que defendía en última instancia la soberanía política de los Estados nacionales. Ningún Estado podía ser obligado a realizar una acción determinada en contra de sus deseos, contradiciendo de hecho el fundamento de aquella «société des esprits» de Valéry. Al romperse el sistema de alianzas forjado tras la Paz de Versalles, las buenas intenciones de los miembros de la SDN quedaron en papel mojado.
Las paradojas del orden internacional de la SDN no tardarían en hacerse evidentes. En junio de 1936, el emperador de Abisinia Haile Selassie pronunció un encendido discurso ante la Asamblea de la SDN denunciando las atrocidades cometidas por los italianos en la invasión de su país. Advertía a los europeos de la hipocresía con que se conducían en asuntos internacionales, fomentando la autodeterminación de las naciones y consintiendo el imperialismo de dictadores como Mussolini. Al final, advertía a los europeos de que sus crímenes se volverían contra ellos. Sus palabras resultarían proféticas:
The very refinement of barbarism consisted in carrying ravage and terror into the most densely populated parts of the territory, the points farthest removed from the scene of hostilities. […] The appeals of my delegates addressed to the League of Nations had remained without any answer; my delegates had not been witnesses. That is why I decided to come myself to bear witness against the crime perpetrated against my people and give Europe a warning of the doom that awaits it, if it should bow before the accomplished fact[49].
La «refinada barbarie» de Europa a la que se refería Haile Selassie llegaría a su culmen en la Segunda Guerra Mundial. La SDN, incapaz de defender los mismos cimientos de la civilización que promovía, quedaría para la posteridad como un gran fracaso en la historia de la diplomacia.
La preocupación por el espíritu europeo en el IICI nos muestra dos caras de la misma moneda. Por una parte, la creciente preocupación de políticos e intelectuales por el futuro de Europa en el nuevo orden internacional. Los cambios del panorama político global impulsaron la discusión sobre los fundamentos de la unidad europea. Entre otras ideas, la reflexión sobre un nacionalismo europeo contenía la semilla de un proyecto político todavía inexplorado: el federalismo. Por otra parte, esta misma preocupación partía del miedo a una segunda guerra europea y el avance de la hegemonía soviética y americana en el mundo. En este sentido, los intelectuales del IICI definieron el espíritu europeo por su rechazo a ciertos proyectos políticos, como el orden internacional socialista o el nacionalismo de los Estados autoritarios.
Por otra parte, el elitismo del que hacían gala los intelectuales del IICI nos invita a reflexionar sobre el cambio sustancial que sufrió el europeísmo tras la Segunda Guerra Mundial. El éxito del europeísmo de posguerra se explica en parte por la implicación de la sociedad en conjunto en el proyecto y el enfoque más funcionalista que meramente intelectual. La República de las Letras siguió siendo una entelequia, una ficción que muestra el primitivo desarrollo de la diplomacia cultural en el periodo de entreguerras. Las narrativas europeístas coincidían en la descripción del espíritu europeo como una suerte de mística que se implantaría a través de la educación de las masas. El intelectual adquiría así un papel mediador, sacerdotal, como intermediario entre el Gobierno y la ciudadanía.
A pesar de los esfuerzos, el proyecto del IICI fue un camino empedrado de buenas intenciones. Las ambigüedades terminológicas, la falta de conexión con el ambiente político y la falta de arraigo social de los proyectos de la SDN explican el fracaso. A través de estos congresos se pueden entrever ciertas ideas sobre el futuro europeo, como el cuestionamiento de la soberanía nacional, el federalismo o la superación de las diferencias nacionales a través del intercambio intelectual y educativo. A pesar de que la confusión reinó a la hora de definir un proyecto en una época en que Occidente se debatía entre la civilización y la barbarie, los Entretiens nos muestran el esfuerzo por alcanzar un bien común que ya entonces se empezaba a relacionar con la «unidad en la diversidad» europea.
[1] |
Clásicos como Scott (1973) o Walters (1952) son un ejemplo de esta corriente historiográfica. |
[2] |
La continuidad entre los organismos, aunque oscurecida deliberadamente por la ONU, ha sido objeto de varios estudios muy reveladores sobre la naturaleza del internacionalismo liberal. Mazower (2004, 2009 y 2012). |
[3] |
Véase Mazower (2009, 2012); Gorman (2012); Clavin (2013) y Pedersen (2015). |
[4] |
Iriye (2002): 11-19. |
[5] |
Cottrell (2017): 1-2. |
[6] |
Wilson, «We need a peace without a victory», discurso ante el Senado de los Estados Unidos el 22 de enero de 1917 (disponible en: https://bit.ly/3BbQocR. Última vez consultado el 23/09/2020). |
[7] |
Kissinger (1996): 46-48. |
[8] |
Mazower (2012): 116-153. Salvador de Madariaga recoge en sus memorias una anécdota ilustradora de esta situación: mientras que los franceses bautizaron a la institución como Societé des Nations —es decir, sociedad como gobierno mundial—, los ingleses la nombraron League of Nations —entendida como asociación o liga de países, pero sin capacidad efectiva de gobierno (Madariaga, 1974: 22). |
[9] |
Renouvin (1982): 747. |
[10] |
Briand (1930). |
[11] |
Coudenhove-Kalergi (2010): 75. Sobre el desarrollo de la propuesta de Paneuropa puede consultarse Saint-Gille (2003). |
[12] |
El Pacto de la SDN puede consultarse a través del Avalon Project de la Universidad de Yale (disponible en: https://bit.ly/3rHbooF. Última vez consultado el 21/05/20). |
[13] |
Los archivos de esta organización se encuentran en la sede de París de la UNESCO, sucesora del organismo desde 1946. Los estudios más recientes pueden encontrarse en Grandjean (2016, 2018). Existe una bibliografía relativamente amplia sobre el IICI: Renoliet (1999); Laqua (2011); Pemberton (2012); Van Heerikhuizen (2015) y Grandjean (2018). |
[14] |
Hewitson y D’Auria (2012): 230. |
[15] |
IICI (1933b): 16-17. |
[16] |
Ibid.: 9. |
[17] |
El término europeísmo fue usado por primera vez por Jules Romains en 1915, en una serie de artículos en los que proponía la creación de un auténtico «partido político europeo». El término se popularizó tras la Gran Guerra, cuando se produjo un aumento en el número de escritos sobre el futuro del continente europeo (Saint-Gille, 2020: 9). |
[18] |
Saint-Gille (2020): 11-13. |
[19] |
Una introducción a estas corrientes puede encontrarse en Hewitson y D’Auria (2012). |
[20] | |
[21] |
Valéry, «Exposés Généraux», en IICI (1933b): 9-14. |
[22] |
IICI (1933a). A League of Minds: letters of Henri Focillon, Salvador de Madariaga, Gilbert Murray, Miguel Ozorio de Almeida, Alfonso Reyes, Tsai Yuan Pei, Paul Valéry. Esta correspondencia se ha reeditado recientemente como Madariaga y Valéry (2016). |
[23] |
IICI (1933a): 101-104. |
[24] |
Ibid.: 106. |
[25] |
IICI (1933b): 284. |
[26] |
Laqua (2011): 229. |
[27] |
IICI (1934): 42. |
[28] |
Chabot (2005): 227-229. |
[29] |
Cattani (2017): 4. |
[30] |
IICI (1934): 149. |
[31] |
Huizinga recogió su visión de la crisis europea de entreguerras en sus memorias Entre las sombras del mañana. Diagnóstico de la enfermedad cultural de nuestro tiempo (1936), en las que analizaba la crisis de valores y la degradación de la cultura. La traducción reciente en español puede encontrarse en Huizinga (2007). |
[32] |
IICI (1934): 56-64. |
[33] |
Benda es conocido por su denuncia del escritor político que ha abandonado la búsqueda de la verdad en La Trahison des clercs (París, 1927). Seis años después publicó su famoso Discours à la nation européenne (París, 1933), y más tarde destacó como uno de los grandes promotores del europeísmo en la posguerra. |
[34] |
IICI (1934): 65. |
[35] |
Kissinger (1996): 39-51. |
[36] |
«Ni l’homme universel ni la Société Universelle n’existent encore. Nous sommes engagés ici dans un effort héroïque: polariser l’homme avec cette société est précisément le sujet de notre nouvel humanisme» (IICI, 1936: 87). |
[37] |
«Communication de M. Thomas Mann» (IICI, 1936: 12-21). |
[38] |
IICI (1936): 163. |
[39] |
IICI (1933b): 41. |
[40] |
IICI (1936): 110. |
[41] |
Ibid.: 76. |
[42] |
Ibid.: 220-221. |
[43] |
Ibid.: 200-203. |
[44] |
Van Heerikhuizen (2015): 38. |
[45] |
Laqua (2011): 246. |
[46] |
Valéry, «Exposés Généraux», en IICI (1933b): 10. |
[47] |
Eliot (1943): 11. |
[48] |
Rougemont (1966): 380-381. |
[49] |
«Discurso de su majestad, Haile Selassie I, emperador de Etiopía, en la Asamblea de la Sociedad de Naciones, durante la sesión de junio-julio de 1936». Puede encontrarse en: https://bit.ly/3uIjKOv (consultado por última vez el 25/05/20). |
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