Durante la reciente crisis independentista en Cataluña, y especialmente en 2014, cuando se llevó a cabo un referéndum potencialmente secesionista en Escocia, pero se denegó tal posibilidad a los ciudadanos de Cataluña, los casos paralelos de Cataluña y Escocia invitaron a muchas comparaciones, sobre todo respecto a las importantes diferencias de cultura constitucional entre el Reino Unido y el Estado español. A este respecto, el libro del historiador de la época moderna John H. Elliott, regius professor emérito de la Universidad de Oxford, tiene mucho de políticamente oportuno. Sin embargo, sería un error leerlo exclusivamente desde el prisma de la reciente crisis independentista, pues el enorme y más duradero valor de este estudio es su carácter sistemático a lo largo de cinco siglos. Scots and Catalans debe ser entendido en primer lugar como un excepcional ejercicio de historia comparada en la longue durée. Como ya es práctica habitual de Elliott, Scots and Catalans no se limita a trazar historias paralelas en capítulos separados para posteriormente encontrar diferencias y elementos en común, sino que busca poner la comparación en el centro de cada capítulo. De este modo, a medida que el lector avanza a través de los siglos se hace necesario prestar atención a los dos casos y reflexionar sobre las diferencias y las similitudes de manera continuada. Las conclusiones a las cuales se llega no son por lo tanto arbitrarias o superficiales.
Una historia comparada es sobre todo una historia reflexiva, que permite enfocar la atención del historiador sobre aquellos elementos diferenciadores que se revelan más decisivos. Desde luego no tiene mucho sentido estudiar casos tan disimiles que todo aquello que tiene importancia resulta ser distinto. Lo que comparten Cataluña y Escocia no es solamente su condición de antiguos reinos o principados que durante la época moderna formaron parte de una monarquía compuesta, sino que además su deseo de autogobierno se manifestó con fuerza durante la transición al Estado nación moderno, de modo que han condicionado objetivamente la historia política de los respectivos países hasta épocas recientes —como no lo han hecho, por ejemplo, otras regiones con personalidad histórica potencialmente equivalente como Aragón o el País de Gales—. En los casos de Cataluña y Escocia las analogías son lo suficientemente amplias y sostenidas como para que las diferencias que encontramos adquieran especial profundidad.
Probablemente para el lector español ya conocedor de la historia de Cataluña, la parte más novedosa del libro será la relacionada con el caso de Escocia. Sin embargo, la gran especialidad de Elliott es precisamente la monarquía hispánica. Su primera gran monografía, The Revolt of the Catalans (Cambridge, 1963), sigue siendo una obra de referencia más de medio siglo después de su publicación. La razón de ello no es solamente su estudio riguroso de las fuentes documentales, sino la extraordinaria capacidad para capturar la interacción entre los puntos de vista de las élites catalanas y los de la corte de Felipe IV en Madrid durante la catastrófica privanza del Conde Duque de Olivares. Esta equidistancia en las perspectivas (aunque no necesariamente en los juicios finales) dota al análisis de Elliott de una riqueza interpretativa a menudo ausente de muchos estudios dedicados a este conflicto. Es una virtud que ha sabido trasladar al libro Scots and Catalans, aunque quizás con menor éxito en las páginas finales.
Respecto a la trayectoria intelectual de Elliott, la gran novedad de este estudio es su decisión de avanzar más allá de la época moderna para adentrarse en los siglos xix y xx e incluso llegar hasta a nuestros días. Ello implica, sin duda, cierto riesgo, explicable sin embargo por la coherencia del tema. La existencia misma de dos movimientos independentistas de principios del siglo xxi en Cataluña y en Escocia no se puede explicar simplemente a partir de un análisis de las tensiones políticas de las últimas décadas, sino que también debe tenerse en cuenta como estas beben de los problemas de diferenciación regional e integración territorial manifestados durante los siglos xix y xx; estos, a su vez, encontraron inspiración ideológica en la memoria histórica (a menudo idealizada) de la instituciones de autogobierno y de los conflictos políticos anteriores a la unión de soberanías que cristaliza, de modo paralelo pero muy diferenciado, a principios del siglo xviii. En este sentido, el pívot sobre el cual gira el análisis comparativo en su conjunto es precisamente este momento de unión institucional, marcado en el caso británico por la integración (aunque desigual) de dos sistemas parlamentarios, y en el caso español por el trágico desenlace de la guerra de sucesión en Cataluña. En aquel momento, en el largo proceso de integración de Cataluña en España se perdió el principio del consentimiento formal, y todos los esfuerzos para recuperarlo —en 1812, 1868, 1931 o 1977— resultarían parciales, frágiles o de corta duración, excepto el último. Merece destacarse aquí una frase del libro: el relato nacional británico, en claro contraste con el español, tendría la libertad y no la unidad como su tema dominante.
El primer capítulo entra en uno de los temas que han caracterizado la aportación historiográfica de Elliott: el carácter compuesto de los Estados monárquicos de la primera modernidad. Aunque no todos los casos son idénticos, tanto en España como en el Reino Unido se configuró el principio de que el monarca lo era separadamente en cada uno de sus reinos. Este tipo de unión dinástica sin embargo suscitaba un problema fundamental: ¿dónde residía la soberanía en cada reino particular, y cómo se aseguraba que la práctica del poder cortesano no marginase a las instituciones representativas provinciales? Elliott destaca ya una primera diferencia importante en el poder relativo de Escocia tras la sucesión de Jacobo VI al trono de Inglaterra (como Jacobo I), frente a la relativa debilidad de Cataluña, que al fin y al cabo era solo una parte diferenciada de una Corona de Aragón muy dividida y con escasa capacidad operativa. Por ello, Jacobo no trasladó su Consejo Privado escocés a Inglaterra, sino que éste se quedó en Edimburgo, mientras que el Consejo de Aragón siempre acompañó al monarca e inevitablemente, tras la radicación de la corte en Madrid, su perspectiva se castellanizó.
El capítulo dedicado a las crisis y rebeliones del siglo xvii y principios del xviii permite valorar los paralelismos en Escocia y Cataluña tanto en lo que respecta a las tensiones fiscales como al temor de las élites provinciales a perder el control político en sus territorios, aunque en el caso escocés sin duda el factor religioso tuvo mayor peso. La gran diferencia de las trayectorias se encuentra, sin embargo, en el carácter revolucionario del Parlamento inglés, en contraste con la docilidad de las Cortes de Castilla. Por ello, el desenlace del conflicto eventualmente condujo, mediante dos crisis dinásticas casualmente contemporáneas, a una unión de Parlamentos en el Reino Unido y a su obliteración efectiva en España, proceso este último que cristaliza con el triunfo militar del candidato borbónico a la sucesión de la Monarquía Católica. Así, las divergencias en las culturas políticas se acentúan durante el siglo xviii, divergencias analizadas de manera magistral en el excelente tercer capítulo del libro, dedicado al periodo 1707-1789. Lo que demuestran estos capítulos centrales es que la comparación de los casos de Escocia y Cataluña no puede realizarse sin una comparación en paralelo de Inglaterra y Castilla, los reinos dominantes en la configuración de los respectivos Estados.
Adentrándonos ya en el análisis del siglo xix, Elliott toma como punto de partida la observación de que en los orígenes románticos del catalanismo no encontramos una simple oposición entre las ideas nacionales española y catalana, sino la formulación de un doble patriotismo como contrapunto provincial a una idea centralizadora y uniformizadora del proyecto de un Estado liberal. En este contexto la memoria de las libertades perdidas en 1714 se convirtió en un proyecto de mayor libertad para toda España en el nuevo idioma de la soberanía popular y del nacionalismo, pero reivindicando un mayor reconocimiento del pluralismo cultural peninsular. Según Elliott, la gran diferencia entre Cataluña y Escocia en esta encrucijada fue que solo en el primer caso el renacimiento cultural de carácter localista eventualmente se transformó en una reclamación de mayor autogobierno de carácter nacionalista. No era esta, por tanto, en aquel momento una mutación inevitable, y la emergencia del catalanismo político se explica por la frustración política de las élites regionales, económicamente florecientes, respecto a su participación en el proyecto estatal español.
A las consecuencias de esta mutación se dedica el capítulo posterior que analiza la reclamación del autogobierno entre 1860 y 1975, una cronología muy amplia que permite agrupar las dos experiencias republicanas españolas y desembocar en los inicios de la transición. Aunque el relato resultante tiene cierto sentido en el caso de la historia del catalanismo político, y permite convertir en mero interludio las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco, en el caso escocés el punto de partida era muy distinto, tal como destaca Elliott, pues «en la práctica los escoceses ya llevaban la mayor parte sus propios asuntos a todos los niveles de la Administración excepto los más altos, al contrario que los catalanes». Mientras que en la Cataluña del siglo xx el proyecto de las izquierdas terminó asumiendo la conexión entre democracia, causas sociales, reconocimiento nacional y autogobierno, para el laborismo escocés la defensa de los derechos laborales y el desarrollo del estado del bienestar no exigían necesariamente tener una asamblea legislativa propia, pues hasta la llegada de Thatcher estas aspiraciones se podían articular desde Westminster. Fue el dominio tory en Inglaterra, pero no en Escocia, durante los años ochenta lo que hizo cambiar las cosas.
El último capítulo del libro es quizás el menos satisfactorio, sin duda por la dificultad de mantener una perspectiva igualmente equilibrada para sucesos muy recientes. En este sentido, y por lo que respecta a la historia de España, es posible que la decisión de agrupar el periodo de 1975 hasta 2017 en un solo capítulo no haya ayudado al autor, pues como corrientes de fondo cabe distinguir dos mitades muy distintas: la primera, marcada por el espíritu de la transición democrática, momento verdaderamente excepcional precisamente por la capacidad de los españoles de negociar un compromiso duradero con las aspiraciones catalanas de autogobierno, y otra caracterizada por la gradual erosión de este compromiso a partir de la mayoría absoluta de José María Aznar en 2000 y del subsiguiente intento fallido para acordar un nuevo Estatuto para Cataluña, un fracaso colectivo al que podemos responsabilizar en gran parte del significativo aumento del independentismo en esta comunidad. Retomando la dicotomía de Elliott entre los principios de libertad y unidad, los debates constitucionales y estatutarios del periodo 1977-1979 en España no solo pusieron el énfasis en un objetivo democrático común, sino que incluso se adelantaron al Reino Unido en el reconocimiento formal de una especificidad política con capacidad legislativa propia para nacionalidades históricas como Cataluña y el País Vasco.
Aun tratándose de un excelente ejercicio de historia comparada, Scots and Catalans no ofrece un análisis del todo satisfactorio sobre el procés en perspectiva histórica. La descripción de la evolución del sistema autonómico es apresurada; el análisis del impacto de las políticas educativas y lingüísticas autonómicas cae en estereotipos poco fundamentados empíricamente, y el relato de los acontecimientos políticos más recientes parece haber sido influido excesivamente por relatos de prensa muy inmediatos, y en este sentido adolece de la necesidad de consultar un abanico más amplio de fuentes y de perspectivas. Por ejemplo, Elliott centra gran parte de su análisis de los hechos de octubre en las decisiones más cuestionables del presidente de la Generalitat Carles Puigdemont, pero no parece tener muy en cuenta su propio testimonio.
¿Qué conclusiones podemos extraer de la lectura de la obra en su conjunto? Una frase de Elliott dedicada a reflexionar sobre la llegada al poder del general Primo de Rivera, cuando prohibió el uso oficial de la lengua catalana y la senyera y abolió la Mancomunidad, resume perfectamente uno de los temas recurrentes del libro: «En comparación, los escoceses tuvieron suerte». En general, la historia del conflicto territorial británico-escocés ha sido menos represivo y violento que la del conflicto español-catalán, aunque también ha tenido sus episodios trágicos, como el desplazamiento forzado de los habitantes de las highlands en el siglo xviii. Por otro lado, lo que une a los dos casos por encima de todo es la estrecha imbricación de los acontecimientos políticos con la mitificación del pasado en el proceso de construcción de unos Estados modernos siempre más complejos de lo que parecen. En este sentido, el ejercicio comparativo ayuda a demostrar que las naciones se inventan, pero no de un modo completamente arbitrario. La narrativa de los acontecimientos políticos y de las transformaciones sociales son solo una parte de la historia: la otra parte, como destaca Elliott de manera continuada, lo configuran los relatos colectivos que se van construyendo, adaptando materiales tradicionales —con no pocos elementos ficticios— a nuevas finalidades. Tanto en Escocia como en Cataluña sería imposible entender la capacidad de resiliencia de un sentimiento diferenciado de nacionalidad en épocas muy distintas sin la existencia de esta acumulación de relatos (no exentos de contradicciones) que cada generación se ha encargado de reinterpretar y que, sorprendentemente, han sobrevivido no pocas épocas de transformación económica, de masivos cambios demográficos y culturales, incluso lingüísticos, o de abierta represión. Tal como concluye el mismo Elliott, los déficits del diálogo político son a menudo los déficits de la imaginación, es decir, de la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Scots and Catalans es sobre todo una apuesta para racionalizar los relatos que puedan sustentar tal diálogo.