Uno de los datos más contradictorios del grado de desarrollo económico y social de España es la persistencia del bajo nivel de I+D+i respecto al promedio del de los países de la OCDE. Con una renta por habitante en la franja media-alta del planeta, seguimos sin ser capaces de impulsar un modelo de economía productiva de base científica y tecnológica innovadora en los inicios de la tercera década del siglo xxi. La paradoja se completa porque el sistema español de ciencia ha acortado distancias internacionalmente. El diagnóstico está hecho desde hace tiempo, más allá del castizo «que inventen ellos». La inversión pública y privada sigue muy lejos de lo que correspondería a la cuarta economía de la Unión Europea. La Gran Recesión de 2008 sacó a la luz estas debilidades y la crisis de la pandemia de 2020 nos sitúa de nuevo desnudos ante el espejo.
En este contexto, el volumen que editan Lorenzo Delgado y Santiago López en torno a la modernización de la ciencia en España en la segunda mitad del siglo xx cobra mayor valor. Estos dos historiadores proponen algunas piezas para avanzar en un debate en el que nos jugamos el futuro. Se reúne una parte de los materiales que se discutieron en el encuentro «Ciencia en Transición. De la CAYCIT a la Ley de la Ciencia», celebrado en 2018. El libro ofrece el trabajo de nueve historiadores (de la economía, la tecnología, las relaciones internacionales y la educación), un filósofo de la ciencia y seis ingenieros y científicos duros. Un elenco heterogéneo en ciencias sociales y en ciencias básicas, algo esencial para el debate. El conjunto merecía haber sido mejor ordenado. Los capítulos carecen de numeración, por lo que me atrevo a proponer cuatro bloques diferenciados.
Un primer conjunto son los capítulos de apertura y cierre del libro y el titulado «El juego de las divisas en el diseño de las políticas de ciencia, tecnología e innovación» (Delgado y López, López y Quintanilla, Cebrián y López). Los tres sintetizan las claves explicativas de lo que dio de sí la modernización de la ciencia en España en tiempos de desarrollo económico y sus condicionantes políticos. Un segundo bloque comprende las ponencias que estudian la historia de la política científica a través del CSIC y de los sucesivos organismos gubernamentales creados para impulsar la modernidad científica desde el franquismo a la democracia (Canales, Criado, Muñoz, Durán). Un tercer apartado se centra en el análisis de caso a través de las historias de los grandes centros de investigación agraria, atómica y aeroespacial (INIA, JEN, INTA) (Fernández Prieto, Romero de Pablos, Sáez de Adana y Escot), nacidos en la autarquía y con una profunda transformación entre el desarrollismo y la andadura democrática. Finalmente, un cuarto grupo se articula alrededor de la dimensión internacional en la formación de expertos españoles en los centros de excelencia investigadora y empresarial de Estados Unidos, Francia y la Alemana Federal, las economías industriales clave en el hipercrecimiento de la España de 1960-1974 (Delgado y Pardo, Sánchez, Sanz), con continuidades en la Transición.
Es mérito de los editores haber conseguido trenzar los hilos de un volumen tan coral en un argumento explícito desde su arranque: la ciencia y la tecnología de la España de hoy siguen entorpecidas por el lastre del modelo modernizador engendrado por la dictadura franquista.
Delgado y López analizan cómo las características del desarrollismo económico condicionaron las expectativas sobre una política científica que continuaba pegada a su instrumentación como legitimadora de la dictadura, sin objetivos y actividades que la hiciesen merecedora de tal apelativo. En esa senda, Cebrián y López descifran la tesis de cómo el desarrollismo favoreció una importación masiva de tecnología exterior (vía inversión directa y contratos de transferencia) para acelerar la industrialización del país, y sacrificó, en consecuencia, la I+D nacional. La política industrial estranguló la política de ciencia e innovación. Las empresas dedicaban muchos más recursos a comprar tecnología extranjera que a invertir en actividades de investigación propia.
Además, una carrera profesional supeditada a la funcionarización y poco ligada a las empresas frenó los avances. Para López y Quintanilla este factor configura una de las claves más determinantes del rumbo de la ciencia española a partir de la Transición. El primero es director del Instituto de Estudios de la Ciencia y la Tecnología (Universidad de Salamanca) y el segundo ha ocupado posiciones muy relevantes en materia de universidades e investigación. Consideran que hasta el presente «la rémora principal está en que las instituciones de ciencia básica no se terminan de modernizar», conectándose con el tejido industrial e intercambiando conocimientos y personal, porque persiste el obstáculo engendrado bajo la dictadura de un régimen laboral funcionarial que inoculó «una dosis de endogamia muy alta» (pp. 361, 368 y 370) que persiste hasta hoy. Cuarenta años después de esa transición inconclusa, López y Quintanilla ven la luz en el punto de ruptura que ha supuesto para la captación de talento de dentro y fuera del país las experiencias del ICREA catalán, el Ikerbasque del País Vasco o el IMDEA madrileño.
El origen del problema está en la propia historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el CSIC, un proyecto ideológico de ciencia nacionalcatólica y que tuvo muy mal encaje en las premisas del modelo científico occidental de después de 1945 (A. F. Canales). El Consejo, además de sancionar las posiciones de poder científico y académico de las universidades, extendió su acción a través de 125 institutos de investigación, ajustados a los requisitos de la autarquía. El rumbo trató de ser subsanado a partir de 1958, con la creación de la CAYCIT, y en los primeros años sesenta, en coincidencia con el giro de política económica del Plan de Estabilización. La tecnocracia jugó a favor de un CSIC centrado ahora en la ciencia y más abierto y permeable a la influencia de los sistemas científicos internacionales. No obstante, la institución entró en una fase crítica que se agudizaría con el inicio de la Transición política.
Mientras tanto, la cooperación científico-técnica había dado notables frutos en la dotación de un capital humano para las empresas tecnológicas más avanzadas desplegadas con la industrialización acelerada. Ese fue el caso de la adaptación de la Junta de Energía Nuclear (A. Romero de Pablos), los logros del INTA (F. Sáez y D. Escot), el fiasco del INIA (L. Fernández Prieto) y, sobre todo, las alianzas de algunos centros y laboratorios punteros con multinacionales de Estados Unidos (L. Delgado y R. Pardo), Francia (E. Sánchez) y Alemania Federal (C. Sanz). Estos ejemplos muestran que el sistema pudo mejorar el capital humano para grandes proyectos industriales que sin la acción exterior no se hubiesen alcanzado tan rápidamente.
En todo caso, resta por dirimir por qué la España democrática de la I+D no ha conseguido librarse de todo el lastre previo. Los tres capítulos a cargo de E. Criado, E. Muñoz y A. Durán, testigos de parte, configuran un relato directo de cómo se gestionó el proceso hacia un modelo científico propio de una economía avanzada en una sociedad democrática y cómo tambaleó las estructuras del CSIC en un contexto general muy complejo. La joven democracia tardó una década en aprobar la Ley de la Ciencia (1986). No obstante, hubo una línea de continuidad entre la propuesta de nueva política científica de los gobiernos de UCD y los primeros del PSOE. La debilidad política de los primeros y la gravedad de la crisis económica frenaron la mejora presupuestaria, pero no impidió que se sentarán las bases legislativas para un nuevo marco institucional del desarrollo científico (incluida la descentralización de las competencias en investigación inherente a la España autonómica). El partido socialista perfeccionaría esa senda hacia la normalización y homologación con las estructuras de ciencia e innovación inspiradas en el esquema anglosajón. Mientras tanto, las universidades públicas eclosionaban como pieza esencial de la investigación y se rompía con la penuria presupuestaria lanzando los planes de I+D dignos de tal nombre. Durán apunta, sin embargo, a un grave déficit: el de la precarización de la carrera profesional, agravado en las crisis económicas. Esta es una anomalía española: jibarizar la inversión científica de innovación en las fases críticas del ciclo económico.
Volvemos así al epílogo del libro y a una de sus principales conclusiones: casi medio siglo después nuestra democracia ha sido incapaz de contrarrestar las rémoras del franquismo para una modernización científica y tecnológica. Los datos apuntan que se ha avanzado mucho en la internacionalización del sistema de ciencia y menos en la tecnológica. A título de hipótesis, esto debe de estar relacionado con la deriva que tomó desde la Transición la política industrial (o más bien la ausencia de la misma). Observado en el contexto global de la historiografía de la Transición, la transición de la ciencia no fue disímil de otras transiciones que tuvo que acometer la sociedad española a la muerte de Franco. En particular, la evolución hacia una economía plenamente de mercado e integrada en Europa y el mundo. Al fin y al cabo, el sistema de ciencia e innovación es reflejo de la historia económica, política y social del país en que se produce (Sánchez Ron). Las debilidades de nuestra I+D+i son reflejo de un modelo productivo que arranca del desarrollismo de 1960-1974, en el que la industria perdió posiciones con las crisis del petróleo y reforzábamos una dependencia energética y tecnológica que continúa hasta el presente. Los Gobiernos lo intentaron, pero no rompieron lo suficiente con las inercias del pasado ni acertaron en el impulso de una cultura científica acorde con nuestro nivel de renta per cápita.