RESUMEN
El presente artículo trata de reconstruir y esclarecer algunas de las causas y consecuencias del clima de efervescencia emancipatoria que, como en otros ámbitos de la sociedad española, se apoderó de los discursos y las prácticas psiquiátricas en los años finales de la dictadura franquista. De este modo, la cristalización de una nueva sensibilidad hacia la situación de las personas afectadas por trastornos mentales, las crecientes exigencias de participación de los profesionales en la gestión de las instituciones y los esfuerzos por implementar un trato más horizontal con los pacientes se interpretan en el marco de la irrupción de una conciencia ciudadana más activa, asertiva e inclusiva. Teniendo en cuenta la severa restricción de derechos políticos y las medidas represivas con las que el régimen se enfrentó finalmente a la disidencia psiquiátrica, se concluye con una breve reflexión sobre el difícil encaje de la cultura de la salud mental comunitaria con entornos sociopolíticos autoritarios y el inevitable desencanto que hubo de provocar posteriormente la implementación efectiva de los procesos de desinstitucionalización y reforma psiquiátrica.
Palabras clave: Salud mental; ciudadanía; reforma psiquiátrica; España; tardofranquismo.
ABSTRACT
This article tries to reconstruct and clarify some of the causes and consequences of the climate of emancipation that, as it happened in other areas of Spanish society, seized psychiatric discourses and practices in the final years of General Franco’s dictatorship. In this way, the crystallization of a new sensibility towards the situation of people affected by mental disorders, the increasing professional demands of participation and involvement in the management of institutions and the efforts to implement more horizontal therapeutic interventions are interpreted in the framework of the emergence of a more active, assertive and inclusive civic consciousness. Taking into account the severe restriction of political rights and the repressive measures with which the regime finally faced all this wave of psychiatric dissent, the paper offers a brief final reflection on the scarce compatibility of the culture of community mental health with authoritarian sociopolitical environments and on the inevitable disenchantment caused later by the effective implementation of the processes of deinstitutionalization and psychiatric reform.
Keywords: Mental health; citizenship; psychiatric reform;; Spain; late Francoism.
Los fantasmas que hoy recorren Europa no son las revoluciones del futuro,
sino las revoluciones derrotadas del pasado
Enzo Traverso, Melancolía de izquierda (2016)
A finales de la década de 1960, la conciencia de la precariedad y la profunda inadecuación de las instituciones psiquiátricas españolas estaba muy extendida incluso entre las más altas esferas del régimen franquista. El 24 de abril de 1968, por ejemplo, el almirante Luis Carrero Blanco, vicepresidente y hombre fuerte del Gobierno, aseguraba compartir la «preocupación que la opinión pública siente ante el estado en que se encuentra la asistencia de los enfermos mentales» y, aunque anunciaba «próximas soluciones» basadas en «las conclusiones a que lleguen los estudios en curso», expresaba su impotencia en unos términos realmente poco comunes para los parámetros de la dictadura: «Con sinceridad ha de reconocerse que la complejidad [del problema] y las dificultades con que se tropieza, tanto en el aspecto técnico, en el que las opiniones no siempre coinciden, cuanto en el financiero, condicionado por circunstancias a veces acuciantes […], no han permitido llegar a las metas a las que se aspira»[2].
Esta (sorprendente) declaración se produjo después de que el entonces presidente de la Diputación de Barcelona, José María de Muller y de Abadal, y otros dos procuradores en Cortes (Fernando Ybarra y López-Dóriga, presidente de la Diputación de Vizcaya, y Rogelio Mir Martí, representante sindical de Actividades Sanitarias) formularan una pregunta-ruego en la que, con el fin de solicitar un aumento en la dotación presupuestaria de las diputaciones y, sobre todo, la implicación de la Seguridad Social en la financiación y la prestación de servicios psiquiátricos, se describía de un modo absolutamente catastrófico la situación asistencial en el país:
La necesidad de acometer una reforma integral de la asistencia psiquiátrica viene impuesta por el hecho de que el régimen hoy imperante constituye un profundo anacronismo. […] Las instituciones psiquiátricas […] poseen casi todas un carácter profundamente manicomial. Esto significa que no solo son arcaicos los edificios, sino el espíritu que los informa. […] Son instituciones que producen angustia a los enfermos y a sus deudos. Tienen el carácter de «depósitos» en los cuales los enfermos viven apretujados en condiciones lamentables higiénicas, estéticas y, sobre todo, éticas. Los derechos de la persona humana [sic] no pueden ser dignamente tenidos en cuenta. Los pacientes van perdiendo su individualidad[3].
Unos días después terciaba en el debate Adolfo Serigó Segarra, a la sazón secretario general del Patronato Nacional de Asistencia Psiquiátrica (PANAP), el organismo oficial que, desde 1955 hasta su disolución efectiva en 1974, trató de establecer las directrices de la política de salud mental del régimen y de coordinar la (muy limitada) acción estatal en la materia[4]. En un artículo publicado en Tribuna Médica, Serigó —muy comprometido con la difusión del ideario psicosocial y el enfoque rehabilitador propugnado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y otros organismos internacionales— definía la asistencia psiquiátrica como «la cenicienta de la asistencia sanitaria española, sin paralelismo con el resto de los servicios asistenciales y el nivel socioeconómico del país». Pero, significativamente, todavía concebía el problema en unos términos exclusivamente técnicos o administrativos: así, confiaba en que las inversiones previstas en el Segundo Plan de Desarrollo (1968-1971) dispondrían el volumen apropiado de camas y profesionales; pensaba que las corporaciones locales, «debidamente asesoradas por un organismo oficial encargado de la planificación, normas, control y ayuda económica», eran las «entidades idóneas para estructurar servicios comprensivos de salud mental», y destacaba los frutos que se estaban obteniendo gracias a las numerosas actividades divulgativas y de «preparación de personal» de la Dirección General de Sanidad (DGS) y el PANAP[5]. Al menos en apariencia, pues, Serigó no era consciente de que el país se encaminaba a un escenario político y social que pronto iba a condenar a la inanidad sus tímidas iniciativas reformistas como consecuencia de la rápida inserción de los discursos y las prácticas psiquiátricas en el contexto de los conflictos laborales, las demandas emancipatorias y las luchas políticas del final de la dictadura.
A principios de la década de 1970, de hecho, empezaron a publicarse numerosos artículos, fotografías y reportajes periodísticos de gran impacto sobre las míseras condiciones materiales y humanas imperantes en los hospitales psiquiátricos del país, generándose un estado de opinión cercano al escándalo frente a unas muestras tan ostensibles de abandono y exclusión[6]. Asimismo, aquellos años asistieron a la eclosión de un movimiento abiertamente rupturista entre los (jóvenes) profesionales de la salud mental, que a partir del XI Congreso Nacional de Neuropsiquiatría celebrado en Málaga en septiembre de 1971 se agruparon en torno a una Coordinadora Psiquiátrica y hasta el final de la dictadura protagonizaron diversos conflictos (huelgas, protestas, encierros, etc.) en instituciones como el Hospital Psiquiátrico de Oviedo, las clínicas psiquiátricas de la Ciudad Sanitaria Provincial Francisco Franco de Madrid, el Instituto Mental de la Santa Cruz de Barcelona, el Sanatorio Psiquiátrico de Conxo en Santiago de Compostela o el recién inaugurado Hospital Psiquiátrico de Bétera en Valencia[7]. Con unos referentes intelectuales que empezaban a desplazarse desde la psiquiatría social y comunitaria anglosajona a la antipsiquiatría y, sobre todo, a la «psiquiatría democrática» italiana[8], es importante destacar que en estos conflictos no solo se reivindicaron mejores condiciones laborales, sino también una gestión participativa de las instituciones frente al frenesí tecnocrático del reformismo autoritario y la introducción de una nueva cultura terapéutica basada en una relación más horizontal, simétrica y respetuosa con la dignidad personal de los pacientes[9].
Como era de esperar, y teniendo en cuenta la peculiar situación del país —que desde la década de 1960 asistía a una creciente disociación entre la cerrada superestructura del poder y una ciudadanía cada vez más empoderada que, sobre todo en las grandes ciudades, se encontraba en pleno «aprendizaje de la modernidad»[10]—, toda esta efervescencia acabó chocando frontalmente con el déficit democrático consustancial al franquismo. Desbordadas por el vigor de la contestación, pero muy preocupadas por la esperable instrumentación de las luchas psiquiátricas por parte de la (ya muy activa) oposición política, las autoridades del régimen optaron por ceder ante algunas de las exigencias planteadas por los profesionales, pero —como veremos— también reprimieron y sometieron a una estrecha vigilancia a aquellos que consideraron más subversivos. Como en muchos otros ámbitos, pues, los años finales de la dictadura propiciaron la puesta en marcha de numerosas experiencias renovadoras[11], pero también supusieron una coyuntura muy poco favorable para la implementación efectiva de las reformas que exigían los estándares internacionales y —como decía Serigó— el «nivel socioeconómico» del país. Obviamente, un proceso amplio, profundo y consistente de transformación asistencial se enfrentaba entonces a importantes obstáculos debido a la rigidez administrativa, la fragmentación de competencias, la falta de planificación, la inercia manicomial y, por supuesto, el clima de crisis política y degradación que afectaba al Estado[12]. Pero, en buena lógica, cabe suponer también que un proyecto de cambio social con un componente tan acusado de inclusión y profundización democrática como la reforma psiquiátrica (o, dicho en otros términos, el tránsito del asilo a la comunidad) difícilmente podía prosperar en un contexto esencialmente autocrático y marcado por una restricción tan severa de los derechos y la participación política.
Con el objeto de sustanciar esta tesis, el presente artículo trata de reconstruir y esclarecer algunas de las causas y consecuencias del clima de movilización y efervescencia emancipatoria que se apoderó de los discursos y las prácticas psiquiátricas en los últimos años de la dictadura franquista. En primer lugar, se analiza la cristalización de una nueva sensibilidad pública hacia la situación de las instituciones psiquiátricas y las personas afectadas por trastornos mentales. Posteriormente, se describe la irrupción de una nueva cultura de la participación en el campo de la salud mental con la reivindicación por parte de los profesionales de una implicación más directa en la gestión de las instituciones y la introducción de intervenciones y prácticas terapéuticas centradas en la promoción de la autonomía de los pacientes. Y, finalmente, se examinan las medidas represivas con las que el régimen se enfrentó finalmente a la disidencia psiquiátrica a la luz de una serie inédita de documentos de archivo. De acuerdo con el marco de análisis desarrollado en trabajos previos[13], el artículo se cierra constatando la escasa compatibilidad de los entornos sociopolíticos autoritarios con la cultura de la salud mental comunitaria y, en sintonía con algunos estudios recientes[14], apuntando al inevitable desencanto que —como ocurrió con la propia transición política— hubo de provocar en algunos sectores la implementación y la gestión administrativa de los procesos de desinstitucionalización y reforma psiquiátrica a partir de la década de 1980.
El 13 de febrero de 1971, la revista progresista Triunfo publicó la primera de dos entregas de un demoledor «informe» sobre la asistencia psiquiátrica en España elaborado por el escritor catalán Guillermo Díaz-Plaja. Acompañado de algunas (pocas) imágenes ilustrativas del clima de «ociosidad y falta de horizontes» que imperaba en los manicomios del país, el texto no escatimaba calificativos para describir la «impresionante y deprimente» experiencia que suponía «penetrar en este tipo de instituciones»: «la pura visión […] de las condiciones […] sugiere automáticamente la idea de miseria»[15]. Por su parte, el 10 de septiembre de ese mismo año, el semanario Tribuna Médica, editado con fines promocionales por la empresa Antibióticos S. A., pero de amplia difusión en círculos profesionales, inició la publicación de una serie de veinte artículos en los que el escritor Ángel María de Lera daba cuenta de su «viaje a lo desconocido» por unos hospitales y sanatorios psiquiátricos que no vacilaba en definir como «un mundo sin remedio ni esperanza»[16]. Dado el notorio impacto que generaron ambas publicaciones, el mismo semanario bautizó retrospectivamente 1971 como el «año de la asistencia psiquiátrica», que se había convertido en «una cuestión palpitante […] no solo por haber llegado [finalmente] a la opinión pública, sino también, y sobre todo, porque requiere con urgencia que se hagan realidad nuevos y mejores hospitales, la extensión de la asistencia ambulatoria y la introducción de nuevas técnicas terapéuticas y de rehabilitación»[17].
Tal como ha mostrado Óscar Martínez Azumendi en una reciente y completísima revisión, los reportajes de Triunfo y Tribuna Médica constituyeron el primer episodio significativo de la continuada presencia de la «miseria psiquiátrica» a lo largo de la década de 1970 entre los contenidos no solo de la prensa médica especializada y las publicaciones progresistas, sino también de revistas de actualidad e interés general dirigidas al gran público como Sábado Gráfico o Interviú. Sin duda, todas estas piezas periodísticas, no siempre exentas de cierto sensacionalismo[18], desempeñaron un importantísimo papel como «catalizadores del cambio psiquiátrico» en la medida en que contribuyeron de forma decisiva al «desprestigio social del manicomio clásico y de la psiquiatría más tradicional y represiva» y concienciaron «a un sector cada vez más amplio de la población […] acerca de la necesidad imperiosa de reformas asistenciales»[19]. Pero, por otro lado, también resulta obvio que este inusitado interés de los medios escritos y gráficos reflejaba la emergencia de una nueva percepción y sensibilidad pública hacia la situación de las instituciones psiquiátricas y las personas afectadas por trastornos mentales que, a su vez, solo puede entenderse en el marco de las profundas transformaciones sociales y culturales que se estaban produciendo entonces en el país; unas transformaciones que, entre otras cosas, estaban propiciando la irrupción de nuevos valores y el creciente arraigo de los principios democráticos y de una conciencia cívica más activa, asertiva e inclusiva entre los sectores más dinámicos de la clase obrera y de las nuevas clases medias[20].
En este sentido, es llamativo que uno de los aspectos más señalados en los artículos de prensa de aquellos años, y muy especialmente en las series de Díaz-Plaja y De Lera, fuera la inexorable pérdida de la intimidad y —como ya había denunciado ante las Cortes el presidente de la Diputación de Barcelona— hasta de la misma individualidad que provocaban los internamientos psiquiátricos prolongados. Así, por ejemplo, y emulando los análisis clásicos del sociólogo canadiense Erving Goffman sobre las «instituciones totales»[21], Díaz-Plaja atribuía el carácter particularmente opresivo de la atmósfera custodial a la promiscuidad espacial y a la enajenación del tiempo personal: «Largas hileras de camas de barrotes blancos a las que separa una espartana mesilla de noche componen la suma de individuos y de sus bagajes de intimidad reducidos a la mínima expresión. Desde que ingresan, su espacio como su tiempo, reglamentado, dejan de pertenecerles para ser el común que la institución les impone»[22]. De Lera, por su parte, aún era más explícito a la hora de describir —por boca del psiquiatra español afincado en Estados Unidos Leonardo García Buñuel— los catastróficos efectos de la maquinaria institucional sobre la identidad de los pacientes:
En un sitio donde todo el mundo te manda, donde tú no tienes opinión y no eres agente, sino paciente, y donde, además, te hacinan en horrendos dormitorios despersonalizados, en un edificio uniforme, con alimentación y vestidos uniformes y te someten a un horario y a una disciplina también uniformes […], no queda posibilidad alguna para la recuperación de la conciencia y la responsabilidad individual. El sistema es como una trituradora capaz de destruir hasta los últimos vestigios de la personalidad[23].
Asimismo, otro argumento relativamente común y novedoso en estos reportajes era que las condiciones de las instituciones psiquiátricas se habían vuelto tan abiertamente escandalosas porque concernían al conjunto de una ciudadanía que en cualquier momento (y, de hecho, cada vez con mayor frecuencia) podía requerir sus servicios. Así lo expresaba, por ejemplo, Díaz-Plaja en el mismo encabezamiento de su informe para Triunfo al señalar que «todos somos en un grado u otro alienados que vivimos con nuestras pequeñas neurosis a cuestas. Pequeñas o grandes, las adaptamos y conseguimos sobrevivir con apariencias de normalidad. Pero, en ocasiones de modo gradual, o en otras repentinamente, nos quedamos sin defensas y se presentan de forma ingrata los síntomas de la enfermedad mental»; precisamente ese y no otro había sido el motivo —decía— por el que había decidido «investigar las respuestas que nuestra sociedad tiene preparadas para […] los ciudadanos afectados por la enfermedad mental»[24]. Y teniendo en cuenta que en el fondo era la misma sociedad la que «rebosando neurosis, frustraciones e insatisfacciones» debía calificarse como «alienada» («por el trabajo, por el sistema de relaciones, por el tipo de civilización urbana, por la incapacidad para comunicar, por sus regresiones atávicas, por su inmadurez sentimental y sexual, por la agresividad palpable, por el desarrollo elefantiásico de una clases y las anemias flagrantes de otras»)[25], los resultados de su encuesta no podían ser más desoladores. «¿Quién de nosotros, de los que nos consideramos cuerdos —se preguntaba, por su parte, De Lera en el sombrío “Estado de la cuestión” que añadió al libro en el que reunió sus crónicas para Tribuna Médica—, está libre de caer en el caos mental?». Justo por ello, la situación resultaba tan preocupante, pues librada a semejantes «ambientes maléficos» y «desintegradores de la conciencia y la personalidad», cualquier «persona cuerda internada de repente […] enloquecería en poco tiempo» y se convertiría en uno de «esos últimos proscritos de nuestra sociedad que [vegetan] en los manicomios»[26].
Por último, estos textos periodísticos denunciaban abiertamente la pasividad de la Administración y vaticinaban que, de forma inevitable, las nuevas generaciones de profesionales (formadas ya en un nuevo entorno social y portadoras, por tanto, de nuevos valores) se alzarían más pronto que tarde contra el abandono, la exclusión y el viejo orden manicomial en su conjunto. En este sentido, y tras constatar que «a niveles oficiales no hay indicios que permitan atisbar una gran inquietud renovadora», Díaz-Plaja señalaba que «los jóvenes psiquiatras que con las ideas nuevas y al uso en otros países aterrizan en este mundo asistencial van a chocar, sin duda, y mucho, con la estructura y la concepción de la psiquiatría implícita»[27]. Y, por su parte, De Lera se congratulaba de que «los psiquiatras jóvenes, poseídos de un entusiasmo conmovedor y alentados por una vocación infatigable, están aportando a la psiquiatría española la savia y la ilusión nuevas que tanto necesitaba»[28]. Solo tres meses después, el propio Díaz-Plaja vería confirmado su pronóstico y se desplazaría como «enviado especial» de Triunfo a Oviedo, donde la huelga iniciada por un grupo de residentes del Hospital Psiquiátrico reivindicando mejores condiciones de trabajo y formación desencadenó una crisis de alcance nacional (el mayo asturiano) al concitar la adhesión solidaria de más de veinticinco hospitales y 2000 profesionales en todo el país. Significativamente, una de las cosas que más llamó la atención del escritor fue el espíritu asambleario que reinaba entre los protagonistas, que se habían «puesto de acuerdo —para cada decisión, desde las trascendentales hasta las nimias— por votación democrática»[29].
Desde mediados de la década de 1960, el Hospital Psiquiátrico de Oviedo (antiguamente conocido como la Cadellada) se había convertido, en efecto, en el escenario de uno de los (escasos) ensayos reformistas inspirados en la recomendaciones de la OMS y el modelo de la psiquiatría comunitaria anglosajona que se acometieron con el apoyo de algunos sectores del régimen (especialmente, del Ministerio de la Gobernación, todavía dirigido por el teniente general Camilo Alonso Vega, y de organismos dependientes del mismo como la DGS y el propio PANAP). Por iniciativa del entonces presidente de la Diputación Provincial José López-Muñiz, abogado del Estado, gran cruz de la Orden Civil de Sanidad y miembro del Consejo Rector del PANAP, se contrató a un equipo de (jóvenes) profesionales (varios de ellos, como el nuevo director médico, José Luis Montoya Rico, formados en el extranjero), se incrementó notablemente el presupuesto y la plantilla, se reorganizaron las secciones y el organigrama del hospital, se introdujeron mejoras en la confortabilidad de las instalaciones, se redujo la estancia media, se puso en marcha una incipiente política de sectorización por medio de una pequeña red de dispensarios y se elevaron considerablemente los estándares clínicos y administrativos[30].
Como es lógico, todas estas medidas, impulsadas con mano firme por el presidente de la Diputación con el aval del propio Alonso Vega, hubieron de salvar desde un principio numerosos obstáculos y se toparon con la resistencia y la hostilidad de algunos sectores (como los médicos de mayor edad o el personal auxiliar menos cualificado) que se sintieron desplazados y/o vieron lesionados sus intereses. Pero, al cabo de poco tiempo, además, el carácter autoritario y esencialmente tecnocrático del proceso empezó a colisionar con la misma ideología asistencial que lo animaba. Tal como advirtió en su momento José García González, uno de sus protagonistas, «la nueva práctica asistencial que se desarrollaba creaba y exigía una dinámica en la que la toma de decisiones ya no podía ser un acto individual o aislado del médico, sino el resultado de la discusión y del trabajo del equipo terapéutico», de manera que «empezaron a aparecer contradicciones entre el modelo que se propuso, la nueva práctica que se creó y la estructura rígida que la enmarcaba»[31]. Un buen ejemplo de ello puede apreciarse en el proyecto de reestructuración como «comunidad terapéutica» de una de las unidades del hospital promovido en aquellos años por el psiquiatra Ignacio Bellido Vicente. La iniciativa, que se proponía fomentar la «actitud democrática» y «hacer desaparecer de la mente del enfermo la actitud pasivo-dependiente y la idea de autocracia terapéutica», consistía básicamente en la celebración de reuniones conjuntas de internos y personal en las que «todos los temas eran discutidos y decididos por mayoría», pero enseguida fue «vista con recelo» e interpretada como una muestra de «rebeldía y desorden a las normas trazadas»[32]. De este modo, al (tener que) prescindir de la «participación creativa de los equipos asistenciales», las reformas promovidas desde el poder (tanto en Oviedo como, poco tiempo después, en otros lugares) se vieron pronto confrontadas con sus «insuficiencias democráticas»[33].
En estas coordenadas, pues, es lógico que la participación emergiera como el valor central y la principal aspiración de un movimiento progresista de transformación asistencial que, aparte de reivindicar de manera creciente la implicación activa de los profesionales en la gestión de las instituciones, se proponía (nada menos que) implantar una nueva cultura terapéutica. Así, según García González, «cuando la Administración permitió formas de organización participativa o, más frecuentemente, cuando los trabajadores las impusieron, se evidenciaron cambios sobresalientes en la calidad asistencial y se apuntaron vías de superación de la caduca estructura institucional»[34]. De acuerdo con los presupuestos de la psiquiatría comunitaria y la «psicoterapia institucional» francesa[35], pero con una presencia cada vez mayor de las tesis del psiquiatra italiano Franco Basaglia y los antipsiquiatras británicos[36], dichas vías de superación participativa del viejo orden manicomial se concentraron en dos grandes ámbitos: por un lado, en el restablecimiento de los vínculos familiares y sociales por medio de medidas de apertura, desinstitucionalización y apoyo en la comunidad y, por el otro, en la introducción de nuevas formas de relación, diálogo y cooperación basadas en la horizontalidad y el reconocimiento de la autonomía como elemento nuclear de la dignidad personal.
Como consecuencia del matiz emancipador que asumió entonces la práctica de las comunidades terapéuticas[37], y como refieren buena parte de los testimonios de la época, la cultura asamblearia se adueñó del funcionamiento de buena parte de las instituciones o unidades en las que desarrollaron su labor los profesionales más comprometidos con la reforma. Así, por ejemplo, y al igual que previamente en Oviedo[38], en el Sanatorio de Conxo «se introdujo una dinámica de trabajo y debate colectivo; se fomentaron las reuniones y los lugares de encuentro, tanto entre el personal asistencial como entre los internados. Se pretendía que todos los hechos de la vida cotidiana fueran tamizados por ese debate»[39]. Del mismo modo, y tras la resolución del conflicto generado en el verano de 1971 por el empeño de la dirección en trasladar buena parte de sus recursos al nuevo Hospital Psiquiátrico Alonso Vega (inaugurado en 1969 en el extrarradio de la capital), en las clínicas psiquiátricas de la Ciudad Sanitaria Provincial de Madrid (las llamadas Clínicas de Ibiza) se pusieron en marcha actividades colectivas, reuniones con familias, salidas libres de los enfermos a la calle y, sobre todo, «asambleas diarias» con el objeto de convertir la institución en «un instrumento socializador de la enfermedad mental y reinstaurador de la libertad y los derechos de los individuos internados»[40]. Y lo mismo puede decirse del Instituto Mental de la Santa Cruz de Barcelona, donde la práctica asamblearia, muy intensa entre los profesionales desde principios de los años setenta debido a las continuas disputas que mantuvieron con los administradores, también acabó trasladándose al trabajo clínico cotidiano en distintas secciones de la institución[41].
Dentro del clima de efervescencia cívica que se vivía por aquel entonces en amplios sectores de la sociedad española (que no solo condujo a una creciente presencia e implantación de las fuerzas políticas de oposición, sino también a la emergencia de diversos movimientos sociales centrados en la esfera del trabajo, los derechos de las mujeres, la defensa del medio ambiente o el activismo estudiantil y vecinal[42]), no es casual, pues, que un fuerte espíritu inclusivo se apoderara de los discursos y las prácticas psiquiátricas y que, a los ojos de los profesionales más comprometidos, la reforma de la asistencia psiquiátrica adquiriera un acusado carácter ideológico. Así se ponía de manifiesto, por ejemplo, en un informe redactado en julio de 1976 por un equipo del Sanatorio de Conxo en el que se sostenía que la «apertura» y la «participación» eran las verdaderas «bases para el cambio» de las instituciones, pero que este era «imposible de realizar» si no se lograba «una democratización de los centros, si no se va sustituyendo mediante la práctica de cada día la estructura piramidal por otra horizontal»[43]. Ello implicaba, por un lado, que, para «protagonizar su propia liberación», la cultura democrática y asamblearia debía extenderse antes que nada a los pacientes:
Cualquier transformación pasa por […] la necesidad de democratización de todas las estructuras del hospital que, en el caso de los pacientes, conlleva la participación de estos en la marcha y gestión del propio hospital. El paciente internado debe encontrar canales para poder expresarse y debe tener la posibilidad de discutir y colaborar en la marcha del hospital con otros pacientes, con el estamento terapéutico y con la Administración. No nos cabe duda de que el instrumento más adecuado para conseguir esto es la creación y posibilitación del proceso asambleario como órgano fundamental en la vida del hospital[44].
Pero, por otro lado, de ello también se derivaba que la práctica de la psiquiatría comunitaria había de verse como un elemento integral del nuevo compromiso ciudadano que empezaba a articularse a través de una serie de movimientos sociales de filiación progresista:
Los trabajadores de la salud mental que hemos participado en las distintas experiencias de psiquiatría comunitaria que desde hace años vienen desarrollándose en el Estado español abrimos brecha en lo que entendemos que debe ser hoy una lucha colectiva por una alternativa popular a la psiquiatría directamente ligada a los movimientos de masas: asociaciones de vecinos, amas de casa, APAS, movimiento feminista, partidos políticos, sindicatos, movimientos ecologistas, etc.[45].
Tal como señaló en su momento Josep Maria Comelles, y en la medida en que aspiraba a «la restitución del individuo a la sociedad, convirtiéndolo en un ciudadano de pleno derecho», el reformismo psiquiátrico de los primeros setenta adoptó así un cariz abiertamente militante (y utópico) al ensayar «en el espacio del loco, en el manicomio, [la construcción] de una sociedad perfecta, democrática, horizontal, regulada mediante los procedimientos de la democracia directa»[46]. Es importante recordar que, bajo el impulso de la contracultura, la protesta generacional y las crecientes demandas de reconocimiento y emancipación de grupos sociales previamente excluidos o marginalizados (como las minorías étnicas, las mujeres, los pueblos colonizados, los homosexuales y, ciertamente, los locos), un desarrollo similar se estaba produciendo desde mediados de la década de 1960 en otros países del entorno europeo como Italia, el Reino Unido, Francia o Alemania[47]. Pero en el caso español no cabe duda de que la singularidad del marco político dotó a las aspiraciones de apertura y participación del activismo psiquiátrico de unas connotaciones adicionales de lucha colectiva, y de que era cuestión de (poco) tiempo que dichas aspiraciones entraran abiertamente en contradicción y conflicto con el déficit democrático de un régimen que, por lo demás, todavía conservaba los resortes suficientes para contener su desbordamiento con diversas medidas represivas.
Como ya se ha señalado, los acontecimientos se precipitaron en la primavera de 1971. Inicialmente, el mayo asturiano se saldó con la readmisión de todos los profesionales que habían sido despedidos en el curso de la huelga y la cesión por parte de la Administración en todas las demandas planteadas por los médicos residentes[48]. De mismo modo, y pocos meses después, el encierro del personal de las Clínicas de Ibiza en Madrid (al que, en un primer momento, la dirección respondió con el desalojo policial y la suspensión de empleo y sueldo de los implicados) también concluyó con su readmisión y la retirada de los planes de traslado que habían motivado las protestas[49]. Pero, significativamente, en el momento en el que el foco de las reivindicaciones de los profesionales progresistas (agrupados a partir de septiembre de ese mismo año en la Coordinadora Psiquiátrica) pasó de limitarse a «problemas laborales y docentes» a centrarse en «aspectos de participación y gestión democrática»[50], la reacción de las autoridades franquistas —en sintonía con el endurecimiento represivo de los años finales de la dictadura— cambió sustancialmente de signo.
Así, por ejemplo, cuando a finales de diciembre de 1971 estalló un nuevo conflicto en Oviedo con motivo de la selección de los aspirantes a nuevas plazas de médicos residentes y veintiséis médicos volvieron a encerrarse y, al cabo de unas semanas, a presentar su dimisión en un acto de inmolación democrática, a la Diputación no le tembló el pulso y el 11 de febrero de 1972 estimó «unilateralmente rescindido» su contrato y el de otros sesenta miembros del personal que se solidarizaron con ellos[51]. Al día siguiente, el hombre fuerte de la corporación, el vicepresidente (y entonces presidente en funciones) José Manuel Menéndez-Manjón, hizo suscribir una declaración en la que «[repudiaba] las posturas y situaciones de fuerza y de presión que imposibilitan el diálogo existiendo, como existen, cauces reglados y constituidos para la solución de cuantos problemas afecten al personal», a la vez que sostenía que «el Consejo de Administración no [había] despedido a ningún médico» y que «quienes [habían] abandonado el hospital lo [habían] hecho voluntariamente y bajo su personal responsabilidad»[52]. Pero el hecho es que, como prueba un informe del 3 de febrero de 1972 (esto es, una semana antes de la resolución adoptada por la Diputación) conservado en el Archivo General del Ministerio del Interior, desde el mismo inicio de la protesta el Gobierno Civil había tomado los mandos de la operación y había encargado a la Brigada Político-Social que examinara el «problema suscitado por los médicos del Hospital Psiquiátrico» y siguiera atentamente el curso de los acontecimientos. Tras una relación sumaria del disenso entre la Comisión de Docencia y el Consejo de Administración que había motivado el conflicto, el informe (firmado por el jefe superior de Policía de Oviedo) pasa a referir detalladamente la abundante información recopilada sobre los miembros de la Comisión y otros profesionales implicados en el «encierro propagandístico»:
Comisión: Figura en ella […]. Ingreso el 10-8-1970. Con antecedentes familiares comunistas. […] Relacionado con otros residentes, influye en las planificaciones conflictivas. ENTREVISTA: […] Hay quien indica que las preguntas tenían más intención política que científica, y según contestaran en línea de simpatía o rechazo a la teoría y acción marxista, aumentaba o disminuía el coeficiente adjudicado. […] Otros médicos con antecedentes: […] Ideología: COMUNISTA. En Salamanca en 1966 y 1967 tomó parte en algaradas. Entre otras un acto en el Palacio de Anaya pro-paz en Vietnam (programada en general por el Partido Comunista de España). […] En 1965 fue detenido en Salamanca por ser uno de los principales agitadores de la Universidad. En febrero de 1966, nuevamente detenido por pertenecer a la FUDE. Le fue incautada propaganda y literatura marxista. […] Con motivo de la visita a Asturias de S.E. el Jefe del Estado para inaugurar el Aeropuerto de Ranón intenta conectar con estudiantes de la zona de Avilés para acudir a silbar al Jefe del Estado. […] Estuvo confinado en el domicilio de sus padres por determinación del Excmo. Sr. Gobernador Civil de Salamanca durante el Estado de Excepción. […] Frecuentó la compañía de significados activistas estudiantiles de filiación comunista. […] Fue incluido en la relación de estudiantes de la Dirección General de Seguridad de 10 de marzo de 1970 denegatoria del certificado de buena conducta. […] En Salamanca fue activista destacado en todos los actos subversivos […]. Escribió artículos en el periódico ‘Fonseca’ incitando siempre a la alteración del orden. […] En febrero de 1966, detenido, pasó a disposición judicial en la Prisión de Salamanca y fue procesado por actividades comunistas. […] Resultó ser autor de letreros subversivos y promotor de huelgas académicas. […] Según Salamanca, en cuya Universidad cursó sus estudios, se destacó tomando parte en algaradas, manifestaciones, huelgas etc., y, en general, por la actividad subversiva, mostrándose siempre de la oposición al Régimen.
Así pues, a la vista del «currículum político y la vinculación subversiva» de algunos de sus protagonistas, el informe no vacila en definir el conflicto como «un hecho práctico de acción comunista, desarrollada —como siempre— por una minoría que siembra el descontento y, explotando razones discutibles y “rebuscadas” imperfecciones como plataforma, moviliza a la masa (en este caso médicos) conduciéndola sutilmente bajo la estrategia del PCE». Y, a continuación, describe del siguiente modo algunos de los «fundamentos» de dicha conclusión, entre los que no olvida mencionar las diversas adhesiones recibidas desde otros centros asistenciales del país y, muy especialmente, el «apoyo» de la clandestina Radio España Independiente:
Los encierros (sea en una Iglesia, una mina, una Facultad, un centro asistencial) son táctica de «comunistas» basada en que ello produce escándalo […], sirve de método coactivo y aglutina […]. El tiempo de encierro sirve para conversaciones donde «se critica» y «se descubre» que todo es malo en el Régimen y ello prepara para afianzar la postura rebelde […]. Para mantener la situación, la actividad de elementos del Partido monta la orquesta de la solidaridad y cursa […] cartas, escritos, con firmas de apoyo, a la prensa, autoridades, etc. […] La extensión del problema a otros centros regionales y en el ámbito nacional forma parte de la escalada subversiva. […] La característica general de estas adhesiones solidarias es una manifiesta protesta contra la Administración para desprestigiarla[53].
En relación con el mismo episodio, otro documento inédito que muestra con claridad el abandono por parte de la Administración de cualquier voluntad de conciliación es la dura «contestación» de Menéndez-Manjón al «Informe sobre la situación en el Hospital Psiquiátrico de Oviedo» elaborado por los psiquiatras Manuel Cabaleiro Goás y Sergio García Reyes en nombre de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN), que fue hecho público a los pocos días del desenlace del conflicto. Tras elogiar las reformas impulsadas por López-Muñiz (que había cesado como presidente de la Diputación en 1970) y recordar que la propia AEN había aprobado en su XI Congreso una resolución de apoyo al «principio de participación del personal médico-sanitario en la gestión hospitalaria», el informe de Cabaleiro y García Reyes apoyaba la «razonada disconformidad» de los médicos frente a la «intransigencia» del Consejo de Administración y lamentaba la cínica pasividad de las autoridades provinciales a la hora de resolver un conflicto que «amenaza con hacer desaparecer el mejor hospital psiquiátrico de España». Para evitar la «catástrofe asistencial» que se produciría si se consumaban los despidos, el informe exhortaba a iniciar «negociaciones por ambas partes» (eventualmente, con el arbitraje de la DGS o el PANAP) y definía el conflicto de Oviedo como una «expresión sintomática del estado crítico en que se halla la estructura y la organización de la asistencia psiquiátrica hospitalaria en España»[54]. Furioso, Menéndez-Manjón replicó en un largo escrito dirigido a la DGS, la Dirección General de Administración Local, la Dirección General de Política Interior (DGPI) y el Gobierno Civil que el informe era «tendencioso», que atacaba «con acritud y notoria injusticia a la Diputación» y que no ofrecía «ninguna fórmula basada en criterios ecuánimes, objetivos y técnicos ni ayuda alguna para paliar las consecuencias de un problema» cuya «responsabilidad exclusiva» había que atribuir a la «desaforada y violenta postura de los médicos dimisionarios». Tras unas consideraciones previas en las que censuraba duramente a Cabaleiro (que, por lo visto, había invocado su condición de «miembro» del PANAP) por haber filtrado el informe a la prensa, Menéndez-Manjón calificaba su contenido («que debiera ser eminentemente técnico») como «manifiestamente político» en la medida en que apoyaba las «imposiciones» de un grupo de profesionales cuyo verdadero propósito no era «participar», sino «asumir el gobierno total del hospital»[55].
En el caso de la reforma del Sanatorio de Conxo, iniciada en 1972 con la contratación por parte del entonces presidente de la Diputación de A Coruña de Montoya Rico (como gerente) y de otros médicos que habían participado en el mayo asturiano, el Gobierno Civil de la provincia también trató de mantener al corriente a la DGPI (entonces ocupada por José Luis Taboada García) en cuanto la dinámica transformadora desató una cierta conflictividad[56]. Así ocurrió, por ejemplo, cuando el 22 de febrero de 1974 el periódico local El Correo Gallego publicó el primero de una serie de artículos difamatorios contra la «terapéutica de la libertad» supuestamente practicada en el centro, a la que se acusaba de promover «el uso de la píldora» y las relaciones sexuales entre los enfermos, de violar impunemente «los preceptos morales que avalan y protegen las leyes vigentes» y de favorecer el abandono y los desórdenes públicos en salidas y permisos improcedentes[57]. Y, del mismo modo, los Servicios de Información de la Jefatura Superior de Policía de A Coruña mantuvieron informado al Gobierno Civil sobre las actividades de algunos de los profesionales más comprometidos con unas reformas que, por diversos motivos, serían definitivamente abortadas en el verano de 1975:
Noticias confidenciales dignas de crédito señalan que el Jefe Clínico del Hospital Psiquiátrico de Conjo (Santiago de Compostela) […] ha sido captado para integrarse en la «Junta Democrática» que patrocinan el dirigente comunista Santiago Carrillo y el abogado Calvo Serer, y que dicha captación se realizó con motivo de la reciente estancia en esta capital del Sr. García Trevijano. En opinión de algunos de los que mantuvieron contacto con el citado anteriormente García Trevijano, el médico aludido es uno de los máximos responsables del Partido Comunista en Galicia. En los archivos consta que en el año 1971 tomó parte en el conflicto provocado en el Hospital Psiquiátrico de Oviedo. Desde su llegada a Galicia viene participando activamente en todos los procesos conflictivos del Manicomio de Conjo[58].
Como en otros ámbitos potencialmente contestatarios, el régimen terminó por estrechar el cerco administrativo y policial de la disidencia psiquiátrica y trató de mantener bajo control y en sordina las experiencias más innovadoras y a los profesionales más inquietos. Con todo, los incidentes se sucedían en muchas instituciones del país, en las que cualquier iniciativa más o menos progresista generaba de inmediato recelos y tensiones. En diciembre de 1975, ya muerto Franco y apenas un año después de su apertura, ese fue el caso también del Hospital Psiquiátrico de Bétera, donde la Diputación Provincial de Valencia, decidió —a propuesta de Manuel Delmonte, diputado-director y, según el testimonio de Cándido Polo, «auténtico virrey» del establecimiento— no renovar los contratos de cuatro médicos interinos (incluyendo un jefe de servicio) con el objeto de «mostrar a los trabajadores el principio de autoridad y, de paso, los límites de la comunidad terapéutica, en cuyo ensayo habían destacado [los despedidos]»[59]. Cuando trasladó su propuesta a la Presidencia de la Diputación, el propio Delmonte explicaba, en efecto, que la actividad de dichos profesionales había conducido a que una suerte de peligroso «morbo democrático» se apoderara de la institución:
A partir del momento en que determinados Dres. se hicieron cargo de los puestos de trabajo que […] les confirió la Excma. Diputación, la vida hospitalaria sufrió un cambio radical como consecuencia de la puesta en marcha de métodos terapéuticos comunitarios, ejecutados, en mi opinión, a destiempo y de una forma en exceso radical. A pesar de las llamadas a la moderación que tanto la Gerencia como la Dirección han reiterado a dichos Dres. el comportamiento de los mismos no ha variado o por el contrario se ha radicalizado más. La situación actual es de extrema violencia entre grupos facultativos que ven la asistencia desde ángulos totalmente diferentes. Esto, unido a la excesiva libertad que impera en los enfermos tratados por este grupo de facultativos […], así como la negativa a aceptar cualquier tipo de jerarquización de funciones, hace necesario a mi entender prescindir de [sus] servicios[60].
Y los términos fueron muy similares cuando el presidente de la Diputación solicitó a Delmonte y al gerente un informe más detallado de lo ocurrido:
La candidatura presentada por el Doctor […] nos pareció la más apropiada […], pues su currículum vitae lo hacía aparecer como un hombre moderadamente somaticista. Se esperaba de él, y así se le hizo saber en numerosas ocasiones, que siguiera la línea asistencial ya en marcha, caracterizada por una progresiva apertura asistencial no radicalizando en ningún momento técnicas que, aplicadas a una población enferma encronizada […] pudieran resultar conflictivas y contraproducentes. […] Al poco tiempo de que dicho equipo comenzara sus actividades empezó a reinar un clima de libertad, apertura y repulsa hacia la jerarquización de funciones y responsabilidades[61].
Finalmente, y con la mediación del Sindicato de Actividades Sanitarias, la Diputación revocó la medida después de que una parte del personal iniciara un encierro de protesta, mientras, muy preocupada por la repercusión pública del conflicto en un contexto político tan delicado como el que se vivía en aquellos momentos, la DGPI monitorizaba a diario la situación a través del Gobierno Civil de la provincia[62]. Una vez apaciguada la revuelta, el director general Taboada García no olvidó agradecer los servicios al entonces gobernador civil de Valencia, Enrique Oltra Moltó, al que, no obstante, advirtió expresamente de «la necesidad de que la Corporación Provincial […] continúe el adecuado control de esta institución y en particular de las actividades del nuevo equipo con el fin de evitar que la situación del mismo se deteriore por la generalización de terapias, en cierta medida idóneas, pero no susceptibles de aplicación a todos los enfermos»[63]. Y, como colofón del episodio —y, en cierto modo, del conjunto de las luchas psiquiátricas del tardofranquismo—, José Manuel Otero Novas, nuevo responsable de la DGPI y futuro ministro de la Presidencia y de Educación en los Gobiernos de Adolfo Suárez, remitió a los pocos días un escrito muy revelador al director general de Sanidad en el que solicitaba su asesoramiento a la hora de enfrentarse de un modo más técnico y cauteloso a este tipo de incidentes:
Este conflicto [de Bétera], que ha sido resuelto recientemente, ha tenido un fundamento equivalente aunque con menor intensidad y amplitud que los producidos con anterioridad en los sanatorios de Conjo y de Oviedo. En este caso como en los anteriores el conflicto ha tenido repercusión en la actividad del Gobierno Civil de esta Dirección General por su incidencia en el mantenimiento del orden. Por la información de que disponemos en esta Dirección General parece que estos conflictos se producen como consecuencia de la «nueva psiquiatría» que pretende instaurarse por médicos jóvenes estableciendo criterios nuevos como las comunidades terapéuticas, la apertura de los centros, la sustitución de la medicación por la primacía de la psicoterapia de grupo, etc. […]. Con el fin de disponer en el futuro de criterios orientadores de la acción que debamos seguir en situaciones de conflicto equivalentes a las aludidas que sin duda volverán a plantearse, te agradeceré que […] dispongas lo conveniente para que por los Servicios dependientes de esa Dirección General se realice un estudio sobre la verdadera eficacia de esta nueva metodología[64].
En una carta dirigida al psiquiatra gallego David Simón en 1997, Adolfo Serigó Segarra todavía defendía su legado al frente del PANAP en unos términos muy reveladores de su visión esencialmente tecnocrática de los procesos de desinstitucionalización y reforma psiquiátrica: «España, desde el PANAP, encauzó la asistencia psiquiátrica en una evolución razonable, sin caer en radicalismos (como el de Basaglia) ni dejar hipotecado el país»[65]. A sus ojos, pues, cabe suponer que el clima de movilización social que se apoderó de los discursos y las prácticas psiquiátricas en los años finales de la dictadura debió representar no solo una lamentable radicalización de lo que, en esencia, no era más que un problema de gestión, sino también una soberana pérdida de tiempo y energía en un camino que necesariamente había de conducir de vuelta a la casilla de salida. Ciertamente, y como ya se ha señalado, la excepcionalidad de un régimen que conservaba todo su nervio autoritario dotó a las aspiraciones emancipadoras del progresismo psiquiátrico español de unas connotaciones políticas adicionales y convirtió a algunos de sus protagonistas en el blanco de unas medidas represivas impensables en otros países con procesos similares en curso. Pero, como tempranamente advirtieron algunos de los profesionales implicados en las experiencias más innovadoras (y Serigó no fue capaz de reconocer), resulta difícil imaginar cómo la aplicación consecuente de una ideología asistencial como la promovida por la cultura de la salud mental comunitaria —con su énfasis en la participación, la autonomía y la inserción de la locura y el sufrimiento psíquico dentro de los márgenes (y atributos) de la ciudadanía democrática[66]— habría podido desarrollarse en un entorno sociopolítico marcado por una restricción tan extemporánea de los derechos civiles.
El estrecho vínculo existente entre el despliegue inicial del reformismo psiquiátrico y la exigencia democrática de incluir y empoderar a un grupo social escandalosamente excluido y desfavorecido hasta entonces permite entender, por lo demás, el desencanto que se extendió en algunos sectores cuando, una vez muerto Franco y encarrilada la transición política, se acometió la implementación del nuevo modelo comunitario de atención a la salud mental. Desde este punto de vista, la mutación de las «prácticas anti-institucionales» en una «rudimentaria psiquiatría de sector» y el abandono del «activismo crítico» de las asambleas en favor de la «razón burocrática» de los despachos hicieron aparecer dicho proceso no tanto como la ansiada superación del viejo «orden manicomial», sino como una amarga «ruptura» con la «esperanza» y los ideales de un pasado todavía muy reciente[67]. Posteriormente, las nuevas coordenadas sociales y económicas de los años ochenta y noventa marcaron decisivamente la configuración y la actividad de unos dispositivos asistenciales crecientemente sometidos a la «razón del mercado» y a una lógica biomédica, intervencionista y tutelar que no estimula precisamente el empoderamiento, la participación y el reconocimiento efectivo de las personas con trastornos mentales (graves) como «ciudadanos de pleno derecho»[68]. Pero, en cualquier caso, no cabe duda de que, teniendo en cuenta la intensidad de la efervescencia ciudadana de los años finales de la dictadura y la fuerte carga ideológica que adquirió entonces la transformación de los discursos y las prácticas psiquiátricas, el desencanto tenía que llegar más pronto que tarde en cuanto los nuevos responsables de administrar la reforma (la mayoría de ellos curtidos en las luchas del tardofranquismo) iniciaron lo que el líder estudiantil alemán Rudi Dutschke llamó la «larga marcha a través de las instituciones»[69].
«En los silencios y elipsis del mito de la Transición —ha escrito Germán Labrador— habitan los sueños de la ciudadanía democrática»[70]. En el fondo, no deja de ser una triste paradoja de la historia que, merced a los importantes cambios sociales que propició para mantener una mínima legitimidad de ejercicio, la dictadura de Franco asistiera a la emergencia de una nueva comprensión (extensiva) de la ciudadanía y de una larga serie de proyectos de transformación y profundización democrática, y que el régimen político que la sucedió, dotado ya de todos los requisitos formales de una «democracia plena»[71], relegara al olvido buena parte de esos sueños y alejara de nuevo del foco de la atención pública el destino de aquellos que un día fueron uno de los blancos preferentes de los más entusiastas anhelos de emancipación.
[1] |
Trabajo realizado en el marco del proyecto HAR2015-64150-C2-1-P financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad. Agradezco a Enrique Perdiguero y a Josep Maria Comelles sus comentarios a una primera versión de este artículo. |
[2] |
«La asistencia psiquiátrica hoy en España. Respuesta de la Presidencia del Gobierno», Tribuna Médica, 17-5-1968. |
[3] |
«La asistencia psiquiátrica hoy en España. Pregunta-ruego», Tribuna Médica, 17-5-1968. |
[4] |
Sobre la actividad del PANAP y la figura de Serigó pueden consultarse los recientes trabajos de Simón Lorda (2017) y Novella (2019). |
[5] |
Serigó Segarra (1968): 5-6. No en vano, Serigó había participado como vocal en la Comisión Sectorial de Seguridad Social, Sanidad y Asistencia Social del Plan, que propuso «conceder especial atención a la asistencia psiquiátrica debido a la insuficiencia del número de camas y a la evolución previsible de la demanda» (Anexo al II Plan de Desarrollo Económico y Social. Estudios Sectoriales, Boletín Oficial de las Cortes Españolas, 1968/S1024: 357). Pocos años después, la Comisión Interministerial para la Reforma Sanitaria nombrada por el Gobierno de Carlos Arias Navarro se expresaría en unos términos muy similares al definir la asistencia psiquiátrica como el «sector más rezagado, deprimido y marginado de la sanidad española» (Comisión Interministerial para la Reforma Sanitaria, 1975: 44). |
[6] |
Martínez Azumendi (2017). |
[7] |
Una crónica preliminar de dichos conflictos se ofrece en Sáez Buenaventura (1978). Sobre la Coordinadora pueden verse las aproximaciones (divergentes) de Rendueles (1997); González de Chávez (2003), y desde una perspectiva ya más desapasionada, Huertas (2017). |
[8] |
Irisarri Vázquez (2017): 101-118 y Alegre-Agís et al. (2018). |
[9] |
Tal como se consigna repetidamente en García González (1979): vol. 1, 188-190, 316-323. Véase igualmente Comelles (1988): 202-205. |
[10] |
Excelentes análisis de la (excepcional) coyuntura social y política del tardofranquismo se ofrecen en Moradiellos (2003): 137-200; Tusell (2007); Molinero e Ysàs (2008): 141-227; Townson (2009), y Juliá (2010). |
[11] |
El recuento más amplio y detallado de todas ellas se ofrece en el volumen coordinado por González de Chávez (1980): 391-689. |
[12] |
Sobre los problemas estructurales de la asistencia psiquiátrica al final de la dictadura pueden verse Muñoz (1970); González Duro (1975) [trabajo previamente publicado como suplemento de la revista Cuadernos para el Diálogo]; Casco (1975); Montoya Rico (1978); Desviat (1994): 127-147, o García González y Espino Granado (1998). |
[13] |
Novella (2010a). |
[14] |
De la Mata Ruiz (2018). |
[15] |
Díaz-Plaja (1971a): 13, 14. |
[16] |
De Lera (1971a): 7. |
[17] |
«1971. Año de la asistencia psiquiátrica», Tribuna Médica, 7-1-1972. |
[18] |
En este sentido, el reportaje de mayor impacto fue sin duda «El terrible caso del psiquiátrico de Valencia», publicado por Sábado Gráfico el 18 de noviembre de 1972, con texto de Tomás Martín Arnoriaga y unas escalofriantes imágenes que documentaban las condiciones «infrahumanas» (sic) del establecimiento. |
[19] |
Martínez Azumendi (2017): 125. |
[20] |
Como es lógico, las retóricas y los actores que encarnaron dichos valores fueron muy diversos. Véanse, en este sentido, Gracia y Ruiz Carnicer (1999): 314-318; Juliá (2000); Bernecker (2009), y Hernández Sánchez (2011): 11-68. |
[21] |
«Imponer una rutina diaria que [se] considera ajena [fuerza] a asumir un papel que desidentifica. […] La atmósfera es promiscua en extremo. No hay posibilidad de intimidad alguna» (Goffman, 1970: 35, 41). |
[22] |
Díaz-Plaja (1971a): 14. |
[23] |
De Lera (1971c): 26. |
[24] |
Díaz-Plaja (1971a): 11. |
[25] |
Díaz-Plaja (1971b): 37. |
[26] |
De Lera (1972): 205, 206, 208, 214. |
[27] |
Díaz-Plaja (1971a): 11. |
[28] |
De Lera (1971b): 13. Frente a ese nuevo espíritu transformador, De Lera lamentaba el «impulso faraónico y la megalomanía» que estaban inspirando las iniciativas de la «administración manicomial» en algunas provincias españolas (De Lera, 1972: 211-212). El caso más emblemático en este sentido fue, sin duda, la construcción y puesta en marcha del Hospital Psiquiátrico de Bétera por la Diputación de Valencia (1966-1973), críticamente examinada en Polo (1999): 21-61. |
[29] |
Díaz-Plaja (1971c): 11. |
[30] |
Para una exposición de los antecedentes y el desarrollo inicial de este proceso pueden consultarse Montoya Rico (1967); García González (1979): vol. 1, 174-232, y García González (1980b). |
[31] |
García González (1979): vol. 1, 372. |
[32] |
Bellido Vicente (1972): 313. La noción de comunidad terapéutica fue desarrollada por los psiquiatras de origen sudafricano Thomas Main y Maxwell Jones en la Inglaterra de postguerra y se convirtió en uno de los planteamientos más difundidos de la psiquiatría comunitaria anglosajona. Véase Millard (1996). |
[33] |
García González (1979): vol. 1, 376. |
[34] |
García González (1980a): 397. |
[35] |
La llamada psicoterapia institucional se desarrolló en Francia en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial promovida por los psiquiatras Lucien Bonnafé, Jean Oury, Roger Gentis y, sobre todo, el catalán Francesc Tosquelles, que a finales de la década de 1960 empezó a asesorar la práctica asistencial del Institut Pere Mata de Reus. Véanse al respecto Lamarche-Vadel y Preli (1978); Labad-Alquézar (2005) y Robcis (2021). |
[36] |
La experiencia italiana se dio a conocer tempranamente en España con la rápida difusión de las obras de Basaglia y, muy especialmente, del libro colectivo La institución negada (1968), cuya versión castellana fue editada en Barcelona por Carlos Barral en 1972 con un prólogo de Ramón García, Ana Serós y Luis Torrent. Sobre los contactos de este grupo con Basaglia véase García (1995): 44-46. Pocos años después, Manuel González de Chávez calificaba la «psiquiatría democrática» italiana como «el movimiento colectivo más importante que se ha producido en el campo de la psiquiatría desde la aparición del psicoanálisis» (González de Chávez, 1978: 125). Por lo que respecta a la antipsiquiatría inglesa, una de las primeras publicaciones españolas que se interesó por sus planteamientos fue nuevamente Triunfo, que llegó a dedicarle una portada y un extenso reportaje en los números del 6 y el 13 de enero de 1973. Posteriormente, la antipsiquiatría se convirtió en un tema recurrente en revistas con un perfil más contracultural como Ajoblanco, El Viejo Topo u Ozono. Ver Martínez Azumendi (2017): 145-146, y, sobre todo, Irisarri Vázquez (2017): 119-210. |
[37] |
Véase al respecto Fussinger (2011). |
[38] |
En una entrevista mantenida con Fabiola Irisarri el 27 de noviembre de 2014, Guillermo Rendueles, otro de los psiquiatras implicados en la experiencia ovetense, insistió en el papel central de la práctica asamblearia en las dinámicas transformadoras y en la génesis de una nueva conciencia por parte de los profesionales: «Lo que pasa es que poner en marcha las asambleas de enfermos, por ejemplo, es dinamita, es dinamita porque ese movimiento asambleario nos transforma a todos» (Irisarri Vázquez, 2017: 354). |
[39] |
García González (1980b): 444. |
[40] |
Rivas Padilla (1980): 461, 463. |
[41] |
Véanse al respecto García (1979): 153-187 o Linares (1980). En su brillante análisis de la singular experiencia de autogestión asamblearia en la que se desenvolvió entre 1972 y 1973 el funcionamiento interno del Instituto, Josep Maria Comelles no olvidó señalar algunas de sus «contrapartidas» operativas: «Un número muy elevado de horas dedicadas al ajuste interno de cada equipo y la necesidad de complejos procesos de toma de decisiones, en los cuales debía quedar muy clara la ausencia de estamentalismo, pero también la verbalización de la ideología antiautoritaria y antirrepresiva emanada de la asamblea y de una retórica compuesta por trozos irregulares de “psiquiatría social”, de “comunidad terapéutica”, de ideología “scout” y de “antipsiquiatría” […]. Evidentemente este tipo de postura redundaba en una bajísima productividad» (Comelles, 1986: 627). Del mismo autor puede consultarse también Comelles (2003): 239-327. |
[42] |
Véanse, en este sentido, Radcliff (2009) o Reig Cruañes (2007): 262-271. |
[43] |
García et al. (1978): 53. |
[44] |
Irriguible Celorrio (1980): 719. |
[45] |
Rojo (1980): 734. |
[46] |
Comelles (1988): 203. |
[47] |
Sobre estos procesos pueden consultarse, respectivamente, Donnelly (1992); Wall (2017); Coffin (2015), y Kersting (2003). |
[48] |
Para una cronología detallada de los hechos véase nuevamente García González (1979): vol. 1, 233-291. |
[49] |
Una crónica detallada de este episodio y su repercusión mediática se ofrece en Irisarri Vázquez (2017): 211-279. |
[50] |
García González (1980a): 398. |
[51] |
En esta ocasión, la protesta se inició después de que el Consejo de Administración modificara la selección realizada por la Comisión de Docencia, una medida que fue inmediatamente interpretada como una «rotunda negativa a la participación» (García González, 1979: vol. 1, pp. 324-348). |
[52] |
Menéndez-Manjón y Sancho-Miñano, J. M. «Informe sobre las situaciones conflictivas de nuestros establecimientos hospitalarios», 12-2-1972, Archivo General del Ministerio del Interior (AGMI), Expediente 2705/26. Un extracto de este documento se reproduce en García González (1979): vol. 2, 217-218. |
[53] |
Jefatura Superior de Policía (Brigada Social), «Médicos Hospital Psiquiátrico de Oviedo» [Informe al gobernador civil], 3-2-1972, AGMI, Expediente 2705/26 (entrecomillados en el original). Los manifiestos de buena parte de estas «adhesiones solidarias» se recogen también en García González (1979): Vol. 2, 206-212. |
[54] |
Cabaleiro Goás, M. y García Reyes, S., «Informe sobre la situación en el Hospital Psiquiátrico de Oviedo», AGMI, Expediente 2705/26. |
[55] |
Menéndez-Manjón y Sancho-Miñano, J. M. «Contestación de la Diputación al “Informe sobre la situación en el Hospital Psiquiátrico de Oviedo” hecho público los días 16 y 17 del mes en curso», 18-2-1972, AGMI, Expediente 2705/26. |
[56] |
García González (1980b): 438-456. Sobre la experiencia de Conxo, que también concluyó con el despido de varios de los profesionales implicados, puede verse González (1977) y el documental Fóra (2012), dirigido por Pablo Cayuela y Xan Gómez Viñas. |
[57] |
Varela (1974). El propio presidente de la Diputación, todavía a los mandos del proceso, salió al paso de las acusaciones y el periódico fue obligado por la Delegación Provincial del Ministerio de Información y Turismo a publicar una «rectificación» al cabo de unos días (Porto Anido, 1974). Vaquer Salort, M. [gobernador civil de A Coruña], Cartas a la Dirección General de Política Interior, 23 y 28-2-1974, AGMI, Expediente 3374/50. |
[58] |
Jefatura Superior de Policía (Información), «Información política» [Informe al gobernador civil], 17-10-1974, AGMI, Expediente 3374/50. |
[59] |
Polo (1999): 108. |
[60] |
Delmonte, M., Carta al presidente de la Diputación Provincial de Valencia, 6-12-1975, AGMI, Expediente 12975/917. |
[61] |
Delmonte Hurtado, M. y Molina Ferrández, F., Informe al presidente de la Diputación Provincial de Valencia, 15-12-1975, AGMI, Expediente 12975/917 (las cursivas son mías). |
[62] |
Oltra Moltó, E. [gobernador civil de Valencia], Carta a la Dirección General de Política Interior, 15-12-1975, AGMI, Expediente 12975/917. |
[63] |
Taboada García, J.L. [director general de Política Interior], Carta al Gobernador Civil de Valencia, 18-12-1975, AGMI, Expediente 12975/917. |
[64] |
Otero Novas, J.M. [director general de Política Interior], Carta a Federico Bravo Morate [director general de Sanidad], 31 de diciembre de 1975, AGMI, Expediente 12975/917. |
[65] |
Simón Lorda (2017): 39. |
[66] |
Véanse, en este sentido, Dowbiggin (2011): 132-182; Agüero de Trenqualye y Correa Moreira (2018): 40-46, y, sobre todo, Oosterhuis (2018): 534-535. |
[67] |
Todas las expresiones entrecomilladas proceden de los trabajos de dos de los portavoces más conspicuos del «desencanto psiquiátrico», entre ellas, García (1995); Rendueles (1997), y Rendueles (1999). En el otoño de 1978, García ya se declaraba convencido de que «el asentamiento “democrático” de las instituciones represivas […] tapona el camino y cierra, posiblemente de un modo definitivo, un capítulo de la lucha contra la psiquiatría en España […]. Habrá que ir descubriendo nuevos caminos para destruir lo mismo en la nueva situación» (García, 1979: 6). |
[68] |
Véanse aquí nuevamente Dowbiggin (2011): 183-200 y Oosterhuis (2018): 536-542, así como Novella (2010b) y el espléndido análisis de De la Mata Ruiz (2018): 96-104. |
[69] |
Cornils (1998). Desde el punto de vista del activismo profesional, es común datar el inicio de dicha marcha en octubre de 1977 con la entrada en la Junta Directiva de la AEN de un grupo de jóvenes progresistas anteriormente vinculados a la Coordinadora Psiquiátrica, que dejó a la sazón de operar. Véanse al respecto, nuevamente, Rendueles (1997); González de Chávez (2003), y Huertas (2017). |
[70] |
Labrador Méndez (2017): 16. Una tesis similar se sostiene en el conocido ensayo de Vilarós (2018). |
[71] |
Así consta, al menos, en una de las publicaciones estándar a nivel internacional sobre la materia (The Economist, 2019: 14). |
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