SUMARIO
«¿Quién teme a Javier Pradera?» se habrá preguntado más de uno a la vista de la hasta ahora no muy nutrida bibliografía dedicada a una figura de la talla humana, intelectual y política como la suya, de presencia pública discreta, pero bien conocida y hasta reconocida con distinciones, como el premio de periodismo Francisco Cerecedo o la Medalla al Mérito Constitucional (a título póstumo). No lo han hecho, por supuesto, sus numerosos adversarios de la prensa a los que silenció con su pluma afilada y su acerada inteligencia, pero tampoco sus amigos, quizá anonadados ante su figura, «el largo», más de 1,90 de estatura, o bien temerosos todavía de las frecuentes erupciones de su carácter efectivamente volcánico, proclive al estallido en improperios o, lo que era peor, en sarcasmos hirientes.
No es el caso de Jordi Gracia, profesor de Literatura Española en la Universidad de Barcelona y de larga experiencia investigadora, acreditada con numerosos ensayos, biografías (Ridruejo, Ortega, Cervantes) y estudios monográficos. Ahora ofrece un Pradera total, se diría, un amplio volumen después de haberle dedicado con anterioridad diferentes artículos y un documentado libro sobre su faceta profesional por excelencia (Javier Pradera. Itinerario de un editor, Madrid, Trama, 2017). En esta ocasión emprende un verdadero reto intelectual, pues el mal llamado ágrafo Pradera escribió mucho, pero firmó poco con su nombre y publicó menos, lo que ha obligado al biógrafo a apoyarse en las más diversas fuentes para dar con la voz propia de su biografiado, desde los anónimos por definición editoriales de prensa, los numerosos informes y la correspondencia copiosa, hasta llegar al ámbito testimonial de la familia en su sentido más amplio y generoso, y las fratrías, en términos ferlosianos los muchos y cambiantes grupos de amigos y compañeros que rodearon a Pradera en etapas sucesivas. Hay un precedente que sin duda habrá ayudado a Gracia, el Camarada Javier Pradera (Barcelona, Galaxia de Gutenberg, 2017), firmado por quien fue su amigo, Santos Juliá, historiador y maestro de historiadores hace unos meses desaparecido, un amplio estudio completado con un destacado contingente documental.
Gracia reconstruye toda la vida de Pradera desde los orígenes. Y digo bien, reconstruye, porque la suya es una obra de restauración y montaje de las infinitas piezas del mundo de Pradera. Difícil propósito —y logrado, quiero subrayarlo desde el principio— porque lo hace preferentemente con las palabras y los dichos del propio biografiado, a veces como si fueran los propios del autor, lo que dota de gran verosimilitud y veracidad al relato, si bien el no uso de notas y referencias —marca habitual de la casa— algunas veces hace difícil distinguir nítidamente el mensaje de Pradera.
La de Pradera fue una vida marcada desde sus comienzos por la política, en su caso de forma trágica. Su abuelo y su padre fueron asesinados en San Sebastián en 1936, al comienzo de la Guerra Civil. «Hijo y nieto de mártires de la Cruzada», su destino voluntario, a contracorriente de los lazos familiares, sería promover vías políticas para que sucesos como los que ensombrecieron su infancia nunca más tuvieran cabida en España. En sus años universitarios descubriría que su caso no había sido el único.
Pradera fue un estudiante brillante, primero en el colegio El Pilar de Madrid y después en la Facultad de Derecho, en el caserón de la calle San Bernardo de la misma ciudad. Fue en los últimos cursos cuando empezó el distanciamiento teórico y práctico de su pasado familiar, tomando pie en una sólida formación jurídico-política que le llevaría a rechazar el sistema franquista y al mismo tiempo, apoyado en el trato con los no muchos, pero sí muy activos estudiantes antifranquistas, de los cuales uno, su paisano Enrique Múgica, le acercaría a un pequeño núcleo comunista recientemente constituido. Ya licenciado, Pradera materializaría su adhesión al PCE en el verano de 1955, Jorge Semprún mediante, quien llevaba ya un par de años como enviado de la dirección comunista en el exilio para la agitación y organización de los estudiantes e intelectuales contra la dictadura. La integración de Pradera en el comunismo, refiere Gracia, tuvo rasgos específicos. No formaba parte de ninguna célula. De hecho, bajo supervisión directa de Semprún, su actividad se desarrollaba en el sector universitario a pesar de que ya no era estudiante y su colaboración, como profesor ayudante, sería breve. No obstante, fue una incorporación plena al universo de verdades y creencias del comunismo en el que Pradera se mantendría por unos diez años. Lo que, en mi opinión, tiene menos sentido es proponer que, a su marcha, Pradera no debió «desestalinizarse» porque «entró desestalinizado», (p. 95). Es sabido que Stalin había muerto en 1953, que su sucesor N. Jhrushchov había iniciado un nuevo rumbo y en febrero de 1956 desencadenaría el proceso de desestalinización. Oficialmente no existía ya el estalinismo a esas alturas. Había, y ya es bastante, comunistas, concretamente leninistas, o sea, enemigos tanto del fascismo como de la democracia burguesa. Acaso en Pradera estas huellas no resultarían tan marcadas como en los que ingresaron en el comunismo en los años de la II República, caso de Claudín, o en el exilio, caso de Semprún, por señalar dos referencias muy cercanas a Pradera.
El flamante licenciado en Derecho decidió preparar oposiciones al Cuerpo Jurídico del Ejército del Aire. No obstante, su trabajo político le mantenía vinculado a la universidad, atravesada en el curso de 1955-1956 por agitación y protestas no conocidas hasta esos momentos. La contribución de Pradera fue muy destacada. Sin embargo, a mi entender, el relato de Jordi Gracia sobre estos acontecimientos resulta un tanto confuso; por ejemplo, en la cuestión de los manifiestos universitarios. Se hicieron públicos tres, redactados colectivamente, con presencia a veces de los mismos autores, el primero en 1947, los dos siguientes en febrero y abril de 1956, ambos reducidos a uno en los comentarios de Gracia. El último fue redactado por los miembros de la ASU (Agrupación Socialista Universitaria), Víctor Pradera en la escritura y Francisco Bustelo en la coordinación, y el PCE, representado por Semprún con la colaboración de Javier Pradera. Considero este escrito el más transcendental porque, tomando como base la fecha del 1 de abril, el día de la victoria en la Guerra Civil para el franquismo, los firmantes, como «hijos de los vencedores y de los vencidos», hacen patente por primera vez, veinte años después del comienzo de esa guerra, el rechazo a ese régimen que no es capaz de «reconciliación» alguna y piden que se atienda a todas las demandas que los universitarios vienen planteando en sus movilizaciones a lo largo del curso. Unos meses después, el PCE haría pública su Declaración por la reconciliación nacional de los españoles, sin duda una de sus apuestas políticas de mayor alcance. Los acontecimientos de la Universidad de Madrid no dejaron de tener su influencia.[1]
Pradera continuó en la actividad política clandestina. Por ello se ganó tres detenciones, seguidas de estancias en prisión, dos en establecimientos militares y una tercera, más breve, en la madrileña cárcel de Carabanchel. Entre otras consecuencias funestas, supusieron la ruptura de los proyectos profesionales del joven licenciado: primero, la expulsión del Cuerpo Jurídico del Ejército, y segundo, la imposible continuidad en la actividad docente universitaria. Su matrimonio de aquellos años con Gabriela Sánchez Ferlosio le asentó más en la fratría de los escritores, de la que formaban parte algunos de los creadores más importantes de mediados de siglo. Cerradas otras vías, esto le llevaría al mundo editorial, a la profesión que finalmente haría suya, «el mejor oficio del mundo», como acostumbraba a decir.
Se iría consagrando más al oficio a medida que avanzaba la erosión de la actividad militante. Pradera participó en las llamadas «jornadas» convocadas por el PCE. El fracaso de la segunda, la llamada a una huelga general en junio de 1959, decidió a Pradera a lanzar una impugnación política muy fundamentada en una carta enviada a la dirección del partido, y no como escribe Gracia a Federico Sánchez, quien, eso sí, fue obligado a responder en nombre del Comité Ejecutivo del partido. Esta respuesta, muy insatisfactoria, dio pie a una réplica más extensa, quizá no tan certera como la primera, dirigida, esta vez sí, a «Querido F.». Las valientes y fundamentadas opiniones críticas de Pradera fueron rechazadas por la dirección comunista en pleno. El número dos, Fernando Claudín, calificó el segundo escrito de Pradera como el «más inverosímil embrollo dialéctico y metafísico, lógico y sofístico» hasta entonces visto. En consecuencia, el partido respondió con duras medidas disciplinarias contra el disidente. Todavía faltaba tiempo para que Claudín y Semprún emprendieran su larga marcha contra la estrategia del partido que terminaría en su exclusión y en el abandono definitivo de Pradera.
El pasado comunista volvió de forma aparatosa cuando Semprún publicó su Autobiografía de Federico Sánchez en 1977, libro dedicado a Javier Pradera y a Domingo G. Lucas (Dominguín). Pese a la amistad con el autor y al detalle de la dedicatoria, Pradera manifestó su disconformidad con algunas partes del libro. El «parti pris» de Gracia por su biografiado me resulta cuestionable en algunos de sus extremos. Considero que las críticas de Pradera eran sobre cuestiones menores para un libro necesario que, a cincuenta años de su publicación, no ha perdido vigencia. Es la primera crítica al comunismo, hecha por alguien que lo ha conocido desde dentro, que denuncia su inviabilidad política como fuerza liberadora. No está escrito desde el «rencor», como apunta Gracia, sino desde la conciencia de alguien que, habiendo sido miembro del partido y expulsado con no buenas artes, no quiere ser también excluido de su memoria. Algo así viene a reconocer el mismo Javier Pradera en la extensa retrospectiva que dedicó a Semprún poco después de su muerte («La extraterritorialidad de Jorge Semprún», Claves de razón práctica (2011), pp. 60-71). Menos afortunada me resulta la apreciación de Gracia de un Semprún hablando mal de sus excamaradas en su libro. Sin duda, habla mal de algunos dirigentes. Pero resulta innegable la obsesión reiterada de Semprún por defender el sacrificio y la entrega de muchos militantes, empezando por Simón Sánchez Montero, que tanto le ayudaron y protegieron en la clandestinidad. Semprún nunca olvidó la «fraternidad comunista» que experimentó por primera vez en los años lejanos de Buchenwald.
La carrera de editor de Pradera discurrió inicialmente por Tecnos, se fraguó como representante en España del Fondo de Cultura Económica, se prolongó hacia Siglo XXI y tuvo su etapa más duradera en Alianza Editorial, como responsable de no ficción, junto a Ortega Spottorno y Jaime Salinas. Todas fueron extraordinarias empresas culturales que difundieron lo más importante de la cultura española, la que se hacía en España y la que venía del exilio.
En la parte sustancial del libro, Gracia se adentra en lo fundamental de la travesía política de Pradera. Tras unos años inciertos se produce su alejamiento definitivo del comunismo, con Cuba, la Praga de 1968 y el golpe militar chileno como eslabones del descontento. Pradera se aproxima al socialismo, concretamente al reformismo socialdemócrata dentro del marco de la democracia parlamentaria. De tal manera fue esto así que a la muerte de Franco y al comienzo del incierto periodo que será la Transición, Pradera era uno de los hombres más preparados para avizorar el futuro inmediato, mostrar por dónde no se debía ir, el continuismo franquista, y orientar a los despistados marinos errantes provenientes de todos los naufragios por la ruta que ya había descubierto, la democracia sin adjetivos.
El buque piloto sería el diario El País, el periódico fletado en 1976 en el que Pradera estuvo desde el principio en la zona de Opinión, en puestos decisivos, más bien invisibles, como era y sería su costumbre, en la «caja negra», como precisa Gracia. En seguir las huellas de esa actividad de Pradera de forma tan escrupulosa como certera, desde las palabras hasta los asuntos y los hombres que los ejecutan, reside el valor máximo del extraordinario esfuerzo de Jordi Gracia.
El meollo de esta historia lo constituye la reflexión de Pradera en tiempo real sobre la España del momento, de tal manera que podemos asistir al cómo se va configurando el nuevo sistema político español —fase analítica—, hasta cómo debería hacerse y qué debería evitarse —fase crítica—, con lo que se nos muestra la evolución política de España seguida día a día desde los días del comienzo de la Transición hasta los años de Gobiernos socialistas bajo Felipe González.
El análisis de Pradera se diría que es por naturaleza crítico, nunca complaciente. Exigió la apertura del proceso constituyente con las máximas garantías, pero defendió antes que muchos otros la conveniencia de la monarquía parlamentaria. De ahí su rechazo a una solución republicana que consideraba divisiva en esos momentos. Habría que evitar repetir en lo posible los errores de la época de la II República. Por sus planteamientos equilibrados merecería el oficioso título de «disco duro de la Transición» que le adjudicó Felipe González.
Con esta tónica siguió actuando durante la larga época socialista. Su apoyo al cambio socialista no frenó la crítica frecuente a los Gobiernos ni a su presidente (y amigo), unas veces por la timidez reformista, otras por la confusión de poderes, otras aún por las guerras intestinas en el partido, muchas veces por la acomodación al poder y siempre por la elección de personas inadecuadas para puestos de gobierno, entre otros asuntos de relieve. Como se ha visto, Pradera no acostumbraba a casarse con nadie, de ahí que sea especialmente duro con asuntos como la corrupción política de Gobiernos y partidos (el libro que entonces empezó se ha publicado póstumamente), y señaladamente con la lucha antiterrorista mediante procedimientos alegales al menos, como los GAL, asunto con el que fue inclemente y le valió el distanciamiento por una temporada del presidente del Gobierno. No obstante, la peor parte de su arsenal crítico en esos años se la llevó el llamado sector guerrista del partido socialista, el que acaudillaba con firmeza el vicesecretario general del Partido Socialista y vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra.
En el medio del camino, de forma inesperada, saltó la crisis del referéndum de la OTAN, crisis para El País y para Pradera. Ambos exigían al Gobierno la celebración de la prometida consulta sin más demoras. Pradera se implicó a fondo, promovió un manifiesto a favor de la permanencia de España en la Alianza que fue publicado en el periódico, con la firma de numerosas personalidades relevantes, a las que Pradera sumó la suya, acuciado sin duda por el temor a un triunfo del «no» que había empezado a promover la derecha acaudillada por Fraga. Arte y parte en la operación, la posición de Pradera quedó en evidencia, entre otras razones por dejar al pairo la enseña de la independencia del periódico. Reconocido el error, Pradera no tuvo más remedio que dimitir. Pasados unos años, volvería al periódico y a Prisa, ya no al núcleo duro editorial, sino como colaborador con firma y para promover otras empresas en el grupo editorial, como la revista Claves de Razón Práctica, codirigida con Fernando Savater.
Pradera ha ejercido durante muchos años el poder desde El País, un poder sobrio, desnudo, señala Gracia, que tendría, creo entender, varios ingredientes inseparables. Es el ejercicio del poder en el periódico para establecer la línea editorial, con voluntad de orientar, cuando no dirigir, al poder político real mediante sugerencias y consejos a veces muy exigentes. Pradera sería el consejero político del poder sin dejar de reflexionar sobre el sentido y alcance de ese poder. Todo ello ejercido desde la sombra o desde pequeños círculos, evitando el protagonismo. Para todo ello, expone Gracia, Pradera se ha apoyado en sus sólidos principios jurídico-políticos —el Estado de derecho— y en sus firmes convicciones éticas de raíz kantiana. Supo buscarse amigos, colaboradores y consejeros en casi todas las áreas en las que se veía obligado a intervenir. En opinión de Gracia, sus referentes intelectuales, políticos y éticos fueron Dionisio Ridruejo, Jorge Semprún y Felipe González.
Como escritor de prosa fría, analítica, más cercana al bisturí que al florete, buscó llegar siempre al núcleo duro de los asuntos que le interesaron con la capacidad de distinguir lo accesorio de lo esencial. Polemista temido, hizo uso frecuente del recurso a la acumulación de adjetivos, de los que poseía amplias reservas, para paralizar, inmovilizar e inutilizar dialécticamente al adversario. Sus invectivas más directas en su última época se centraron en políticos como Anguita o en periodistas como los Ramírez, Campmany, Jiménez Losantos y otros a los que agrupó en el «sindicato del crimen».
El riguroso estudio de Jordi Gracia abre múltiples vías a una reflexión sosegada sobre el ejercicio del poder y sus diferentes corolarios. Entre otras se podría mencionar la vieja cuestión de las relaciones del intelectual y el político, pues aconsejar e intervenir desde las sombras, con la salvaguarda de valores y principios firmes, no equivale a la toma de decisiones inaplazables, a menudo no exacta traducción de criterios éticos, cuando no desviación de los mismos. Es doctrina aceptada comúnmente que el rigor de los principios se compadece problemáticamente con la acción política inmediata. ¿En qué modo alcanzaría Javier Pradera a vivir una contradicción semejante en su dilatado ejercicio del poder en la sombra?