Con Transterradas nos encontramos ante un libro insólito, completamente innovador, inclasificable. No solo es una obra escrita a tres manos, sino que esas manos corresponden a tres investigadoras de muy distintas disciplinas: la historia, la filosofía y la lingüística. No es una autobiografía ni un ensayo académico ni una novela, pero tiene algo de las tres. Tiene una función didáctica muy importante, pero a la vez su lectura produce un deleite que escapa a todo utilitarismo por la maestría con la que está escrito. Por ello que resulta imposible circunscribir este libro a un género concreto y tampoco es fácil encontrar publicaciones similares que hayan aparecido en los últimos años en nuestro país. Sin duda, sí se enmarca en un interés cada vez mayor en el campo académico de estudiar el fenómeno migratorio desde muy distintas ópticas, que se ha materializado en publicaciones recientes como Las migraciones de jóvenes y adolescentes no acompañados: una mirada internacional, coordinado por Ainhoa Rodríguez García de Cortázar y Chabier Gimeno Monterde (2019). No deja de ser este, no obstante, un campo de estudio necesariamente en construcción.
Esta visión poliédrica de la experiencia infantil y juvenil del exilio, esta visión, también, muy intimista y cercana y desde la mirada de las niñas que Marisa, Carolina y Carola fueron, tiene, como se ha dicho, una función didáctica muy importante porque permite entender a todos aquellos que no han tenido que exiliarse ni emigrar la dificultad que supone renunciar a la propia patria y a la identidad propia para salvar la vida. El niño en un sentido amplio es ese sujeto que nos fuerza a bajar las barreras y despojarnos de todas las corazas que la vida adulta va construyendo y nos permite volver a experimentar la fragilidad, la incomprensión, la incapacidad de decir, el miedo… Todas esas experiencias que nos hacen sentirnos indefensos y que son tan propias de la ternura infantil. Volvemos a ser niñas leyendo las palabras de las niñas que fueron Marisa, Carolina y Carola, volvemos a ser niñas hace tan solo treinta años, cuando aún se mataba y se desaparecía con impunidad y sin temor al castigo en Latinoamérica. No obstante, como un pasado elástico que se extiende hasta nuestros días, la impunidad, la muerte y la injusticia no dejan de campar por sus respetos por todo el mundo hoy en día y la respuesta de la vieja Europa ante esos exilios y migraciones forzosas, ante esos niños, algunos de los cuales no llegarán nunca a ser adultos, es de sobra conocida por todos: silencio mediático, refuerzo de las fronteras, criminalización del inmigrante… Cabe recordar que entre 2014 y 2018 más de 17 900 personas han perdido la vida o han desaparecido en el Mediterráneo. Por desgracia, no todas las niñas están dotadas de voz y por eso la voz de Transterradas es tan importante.
Pero claro, en este ejercicio coral la voz de cada una de ellas tiene una tonalidad diferente. Todas están llenas de colores, de olores, de sensualidad, de aquello que perciben los sentidos, disparadores indiscutibles de memoria, pues la labor de estas tres autoras es tomarnos de la mano y llevarnos de viaje hacia ese espacio abandonado que es la infancia. Así, en los textos de Marisa González imperan las imágenes de la casa, de la naturaleza, y entre los sentidos el olfato y el tacto, mientras que en los de Carolina Meloni sobresalen la figura de la madre, la familia, la vista, el oído y en las de Carola Saigh reinan la escuela, las palabras y el gusto. Otras nociones comunes y recurrentes serán la memoria y la dualidad, los lazos perdidos y las nuevas raíces que se echan en el nuevo lugar.
Uno de los conceptos vertebradores de toda la obra es la idea de la casa. Bachelard, citado por Ana Gallego Cuiñas, habla de la «maternidad de la casa» porque es el espacio que «sostiene la infancia inmóvil en sus brazos». La casa está inextirpablemente unida a la idea de niñez y de amparo, pero el transterrado es precisamente aquel que pierde la casa en un sentido amplio, o bien el que se lleva la casa consigo, como en esos cuentos populares rusos en los que la bruja vivía en una casa dotada de patas de gallina que avanzaba y se abría y cerraba cuando su dueña se lo pedía. Las autoras recuperan para su obra esta idea del transterrado que instauró José Gaos (1900-1969) y la definen como sigue: «Los desterrados nos convertimos en transterrados cuando somos capaces de construir con los restos del naufragio un lugar donde vivir» (p. 40). Recoge en tan precisa definición los conceptos de dualidad y adaptación que salpican toda la obra. Y también la idea de supervivencia. Es el superviviente, por tanto, el que lleva sobre sus hombros el peso de la responsabilidad de dar testimonio de los hechos. El que puede narrar porque vive, porque sabe hacerlo, como es el caso estas tres autoras, se ve impelido a contar. Esto nos retrotrae a otras mujeres narradoras y nos recuerda las palabras de Anna Ajmátova en el prólogo de su poema Requiem, cuando haciendo cola a las puertas de la cárcel otra mujer la reconoce y le pregunta: «¿Puede usted dar cuenta de esto?» Y ella responde: «Puedo». Hay también en Transterradas colas a las puertas de la cárcel, sirenas de policía, fosas, cuerpos torturados, pues la ternura infantil no despoja al testimonio de la verdad de lo vivido.
Finalmente, reseñar el valor de las fotografías que incluye la obra, realizadas por Hernando Gómez Gómez. Retratos de personas o de lugares, objetos de memoria como cartas o juguetes, que favorecen aún más si cabe el ejercicio de la historiografía poética que las autoras reivindican.