Comunismo y memoria constituyen hoy hasta tal punto conceptos afines que se puede decir que el primero ha acabado siendo una forma particular de recordar el pasado, en la creencia de que la capacidad para dar sentido a esos recuerdos determinará la supervivencia de su proyecto histórico. Podría parecer que esa exaltación de la memoria, que tiene mucho de mistificación, surge con la caída del Muro de Berlín en 1989 y el derrumbe de los regímenes comunistas del centro y el este de Europa, clausurando el ciclo histórico iniciado con la Revolución bolchevique de 1917. En definitiva, que a falta de un futuro por conquistar el comunismo se convirtió en una gran fábrica de recuerdos sobre lo que pudo ser y no fue. Es dudoso, sin embargo, que la sacralización de la memoria, haciendo que ocupe el lugar de la historia y que usurpe su función, sirva para algo más que para legitimar o deslegitimar una causa o crear una ilusión de triunfo moral, por reconfortante que sea esta sensación.
En realidad, la obsesión por el control del pasado forma parte de la naturaleza y de la trayectoria del comunismo desde sus orígenes. Hay una diferencia importante, sin embargo, entre aquella política conmemorativa que se inauguró con el régimen bolchevique en Rusia, asociada a la agitprop y a una concepción cíclica del tiempo histórico, y el culto que se empezó a rendir a la memoria en los años ochenta y noventa, y es que antes de esas fechas se solía hablar estrictamente de historia. El cambio se produjo probablemente a raíz del giro lingüístico iniciado en los años sesenta, de la moda estructuralista de la década siguiente, de la crisis del marxismo clásico y del apogeo de los llamados estudios culturales, cuatro fenómenos estrechamente relacionados. Si a ello añadimos la necesidad de ajustar cuentas con el pasado provocada por la caída del Muro en 1989, es fácil concluir que a partir de esa fecha se daban todas las condiciones para que la dialéctica memoria/contramemoria reemplazara las viejas categorías en torno a las cuales habían girado los grandes debates históricos.
Así pues, esa «inflación identitaria», como la ha llamado Nanci Adler, muy ligada a la memoria y a la cultura comunista, cobró especial fuerza a finales del siglo xx y favoreció la sustitución de una visión hiperracionalista de la historia por una concepción neorromática del pasado. En el caso español, el excelente libro que José Carlos Rueda Laffond acaba de dedicar al tema pone de manifiesto hasta qué punto la obsesión rememorativa recorre la historia del PCE en toda su extensión, aunque su trabajo se centre en su etapa más dilatada y significativa (1931-1977). La labor arqueológica de recuperación de una memoria enterrada y estratificada solo ha sido posible gracias a una extraordinaria movilización de fuentes muy heterogéneas que permiten abordar el fenómeno desde sus ángulos más relevantes y también más insospechados. Rueda hace un uso masivo de documentación original procedente de distintos archivos europeos —por supuesto el del PCE, pero también el de la Fundación Pablo Iglesias, el Archivo Estatal de la Federación Rusa, el Archivo Militar de la Federación Rusa o el Archivo Central de Bulgaria—, de prensa nacional e internacional, comunista y no comunista; de material iconográfico diverso, de literatura oficial del partido y de filmaciones de carácter documental y propagandístico, en algunos casos bajo una apariencia ficcional. Este material fílmico, que el autor utiliza con particular maestría, resulta de enorme importancia para la reconstrucción de la memoria visual del comunismo y de la evolución, por lo general lenta, de su discurso sobre sí mismo y sobre su pasado.
En efecto, en esta versión española de la «memoria roja» la continuidad histórica y cultural prevalece sobre la discontinuidad y la ruptura, aunque Rueda señala dos grandes encrucijadas históricas que, por distintas razones, llevarán a una reformulación significativa de la memoria oficial del PCE: 1936 y 1956. La primera supuso el giro hacia un discurso político más pragmático y moderado, centrado en lo más acuciante —ganar la guerra—, y al mismo tiempo una concepción de la historia de España que entronca con la vieja narrativa decimonónica y con un fuerte nacionalismo de tipo liberal —en realidad, lo uno va de la mano de lo otro—, bien patente en la aplicación a 1936 de los grandes mitos de la Guerra de la Independencia —el invasor extranjero, Agustina de Aragón, el pueblo en armas, etc.—. El cambio de paradigma a partir de 1956 tuvo que ver también con la Guerra Civil, pero en un sentido opuesto: de ser escenario de una gran epopeya nacional-popular pasaría a constituir una suerte de contramodelo histórico del pacto que el PCE propone al pueblo español, basado en la reconciliación nacional como negación y superación de la guerra. Las razones de ese giro de la epopeya a la reconciliación se advierten fácilmente en el momento en que el partido adapta su política de memoria a las nuevas circunstancias, marcadas, por un lado, por el cambio generacional que se está produciendo en España, como se puso de manifiesto en los disturbios universitarios de aquel año, y, por otro, por la puesta en marcha de la desestalinización por parte de las nuevas autoridades soviéticas, que obligó a los partidos comunistas a reformular radicalmente su visión del pasado y, en el caso español, a realizar, en palabras del autor, «un progresivo borrado de la memoria de Stalin en el relato público del PCE».
Uno de los grandes retos que afronta el libro radica justamente en el carácter al mismo tiempo singular y global de la memoria comunista en España, tributaria de los grandes acontecimientos de la historia nacional, pero también del marco general del movimiento comunista en el que se incardina la trayectoria del PCE. La otra dualidad, más compleja si cabe, radica en la doble dimensión, individual y colectiva, de esa «memoria roja», que fluye no solo por el discurso oficial del PCE a través de su propaganda o de su producción historiográfica, sino por los relatos autobiográficos de sus militantes y dirigentes. Como dice el autor, «entre los años cuarenta y sesenta la historia del partido se interpretó, muchas veces, en términos de biografía colectiva de la comunidad militante». Sorprende hasta qué punto el PCE, lo mismo que sus partidos hermanos, potenció ese relato de la vida en primera persona del singular como rito de iniciación, ruptura con el pasado personal y sacramento de confesión en la liturgia comunista. El fenómeno se trata principalmente en el capítulo III, «El sujeto comunista», e inspira algunas de las páginas más brillantes del libro, en las que Rueda despliega sus mejores cualidades, entre ellas una formidable capacidad para encontrar fuentes originales y el rigor y la perspicacia para analizar su contenido.
Esa facilidad para descubrir materiales inéditos o poco conocidos y formular interpretaciones novedosas se ve a veces lastrada por la tendencia a plantear de forma exhaustiva el estado de la cuestión de los temas que van apareciendo a lo largo de la obra. Así como las partes más personales, aquellas en las que el autor dialoga a solas con sus fuentes, constituyen lo mejor de su trabajo, los apartados más propiamente teóricos o historiográficos resultan a veces excesivamente prolijos y tienen un efecto anticlímax en la historia que se nos cuenta. Es posible además que esa presencia recurrente del marco teórico y metodológico, sobre todo al principio, obligue al autor a aligerar el ritmo de su relato en la última parte, referida a los años sesenta y setenta y merecedora tal vez de una mayor extensión. Se echan de menos también unas conclusiones a la altura de la obra y de la importancia del tema tratado, aunque se puede pensar que el largo epílogo que la cierra —casi la décima parte del texto— desempeña ya esa función. Y en parte así es. La última frase de la cita de Dolores ibárruri que sirve de colofón compendia en gran medida el sentido final del libro: la fusión entre la experiencia individual y la historia del partido, en la que debía disolverse la vida del militante, del dirigente e incluso del mito. No hay caso que lo refleje mejor que el de Pasionaria, que era en sí misma, dice Rueda siguiendo a Pierre Nora, una «mujer-memoria». Su figura y su experiencia vital enlazan permanentemente el presente del partido con los grandes hitos de su pasado, el «yo» individual y el «nosotros» comunista, como hace significativamente la propia Pasionaria en un testimonio tardío citado al principio del libro: «En general, yo, nosotros, no podemos decir nada de los problemas interiores de la Unión Soviética». Los prejuicios antiindividualistas de la cultura comunista no fueron óbice para que el PCE generara, en el cumplimiento de ese rito autobiográfico, una egohistoria que tiende por definición al solipsismo y que, en apariencia, casa mal con la cultura colectivista del partido, salvo que consideremos que la autobiografía sirve para romper con el pasado personal del militante e iniciarle, haciendo tabla rasa de la etapa anterior, en la gran biografía colectiva de la organización. En todo caso, se trata de un fondo documental de una riqueza extraordinaria, que permite a un historiador riguroso y sagaz como Rueda ofrecer una visión ampliamente renovada del papel del PCE en las décadas centrales del siglo xx español y de su propia idiosincrasia como partido, constituido en muchos sentidos como una comunidad de creyentes que se articulaba en torno a una liturgia y una memoria compartidas.
Memoria roja se va a convertir en una obra imprescindible para el conocimiento del movimiento comunista en España y para la comprensión de fenómenos muy complejos situados en el ámbito de la historia social y cultural, como la función discursiva de la memoria y la conformación cultural de los sujetos colectivos que protagonizan las grandes luchas sociales y políticas. También para avanzar en el terreno de la egohistoria, un campo de estudio que en España arrastra un cierto déficit historiográfico debido a la vieja creencia de que nuestro país ha generado una pobre literatura autobiográfica. El libro de Rueda lo desmiente en un terreno que parecía poco propicio a la expresión del «yo» como sujeto narrativo colocado en un marco histórico e ideológico. Pero junto a las aportaciones sobre los fenómenos expresamente interpelados por el autor, cabría señalar otras menos evidentes, y sin embargo no menos importantes, por referirse a aspectos colaterales del tema central de la obra. Así, por ejemplo, la historia de las emociones, que está muy presente en algunos de los testimonios personales utilizados a lo largo de estas páginas, como la carta que una oyente de Radio España Independiente dirigió a la emisora en 1963: «Odio a muerte, pese de mi juventud, al franquismo y a la oligarquía. Los odio tanto que me estremezco cada vez que oigo la palabra reconciliación», dirá esta mujer anónima para justificar su rechazo a la política de reconciliación nacional preconizada por el PCE, que le resultaba inasumible e incomprensible.
La obra contiene, por último, claves esenciales para entender lo que podríamos llamar el «giro lingüístico» del comunismo español, y probablemente de la izquierda en general, a partir de finales del siglo xx. Este es el otro epílogo del libro, aunque en este caso no se enuncie como tal: lo que nos enseña sobre el tránsito, por un lado, de una izquierda historicista a una izquierda identitaria y, por otro, de la historia a la memoria como fuente de legitimidad y plataforma para las luchas políticas y sociales del tiempo presente.