«Estoy sentado en la Literaturhaus, uno de mis cafés favoritos de Berlín y espero a Laura. He quedado con ella por correo electrónico, estoy nervioso e intranquilo. No la conozco en persona y, sin embargo, siento que me es muy cercana». De esta manera, tan subjetiva, inusitada y sugerente, arranca el último libro de José María Faraldo, Las redes del terror. Las policías secretas comunistas y su legado. El autor describe con pericia literaria su entrevista con una mujer, cuyo dosier había descubierto en un archivo de la Stasi, dejando traslucir las dudas y los remordimientos que le embargaban; «el caso es delicado y no quiero herirla: invado su privacidad con una sensación que me hace pensar en la maldad de los servicios secretos que conozco tan bien». Faraldo introduce así algo que, de algún modo, constituye el leitmotiv de la obra: una profunda empatía con el sufrimiento de las víctimas del aparato represivo soviético.
Con este magnífico trabajo, el historiador acrecienta su extensa obra dedicada a la Unión Soviética, en la que despuntan títulos como La revolución rusa: historia y memoria o La Europa clandestina. Resistencia a las ocupaciones nazi y soviética (1938-1948). El valor de este trabajo es doble. De un lado, supone una contribución más de la historiografía española a la sovietología, que se suma a las de Francisco Veiga, Carlos Taibo, Julián Casanova, Ricardo Martín de la Guardia, Guillermo Pérez Sánchez, Juan Avilés y Antonio Fernández. De otro, demuestra la valentía de determinados historiadores que han desarrollado parte de su carrera en el extranjero y que han elegido otros países como objeto de estudio sin perder de vista el nuestro como contrapunto comparativo. Igualmente, este libro supone un aldabonazo para la historia de las fuerzas policiales, entre cuyos exponentes se encuentran Diego López Garrido, Gerald Blaney, Eduardo González Calleja, Martín Turrado Vidal, Manel Risques o Diego Palacios, que sobresale también por haberse especializado en un caso foráneo —el portugués—.
El perfil internacional de Faraldo salta a la vista en las fuentes que sustentan su investigación. El aparato bibliográfico tiene la cualidad de contener literatura científica en diversos idiomas, incluyendo las lenguas de los protagonistas de esta historia: ruso, polaco, alemán, rumano, etc. El autor maneja además una abundante documentación primaria, algo poco frecuente en estudios cuyos autores analizan contextos geográficos distintos al propio. Tres fueron los archivos consultados: el del Comisionado Federal para los Archivos de la Stasi, en Berlín; el del Instituto de la Memoria Nacional, en Varsovia; y el del Consejo Nacional para el Estudio de los Archivos de la Securitate, en Bucarest. Asimismo, Faraldo visitó la Hoover Institution en la Universidad de Stanford, que conserva digitalizada y microfilmada documentación de numerosos archivos soviéticos.
Este trabajo es una investigación de nuevo cuño sobre un componente esencial del régimen totalitario comunista: las policías políticas. El objetivo consiste en analizar la evolución de estas agencias en ciertos países de la Europa soviética y su devenir tras el derrumbamiento del Muro de Berlín. El libro arranca con un apartado dedicado al «Estado de vigilancia», desde sus orígenes en la Inquisición y la Revolución francesa hasta el siglo xx, cuando se convirtió en un fenómeno característico de la modernidad. A continuación, Faraldo proporciona una certera definición del concepto de policía política como un cuerpo que persigue «desviaciones ideológicas o activismos políticos» considerados peligrosos para el Gobierno o el Estado, que utiliza recursos y prácticas de lo más variado, desde confidencias y vigilancias hasta torturas y asesinatos, en función lógicamente del carácter democrático o autoritario del régimen político.
Los siguientes cuatro capítulos están dedicados al desarrollo de la policía secreta en la Unión Soviética. Faraldo argumenta que la organización nació tras la Revolución de Octubre, como una de las herramientas que empleó la minoría que concentraba el poder desde el partido para implementar su proyecto de ingeniería social. En concreto, los organismos creados para reprimir a los «enemigos contrarrevolucionarios» fueron el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD) y la Comisión Panrusa Extraordinaria para Combatir el Sabotaje y la Contrarrevolución (VchK): la Cheká. Estos organismos se expandieron durante la guerra civil y el «terror rojo», que el autor contrasta con el «terror blanco», mucho menos sistemático, haciendo un interesante paralelismo con la guerra civil española. El siguiente capítulo aborda la sustitución de la Cheká por el Departamento Político del Estado (GPU) y la fundación del Departamento Político Unificado del Estado (OGPU), en cuyo seno nació la Administración Principal de Campos de Trabajo Correccional, el terrible «Gulag», que alcanzaría los 5,5 millones de presos durante el último año del estalinismo.
El libro se adentra luego en la Segunda Guerra Mundial, resaltando el papel del NKVD en la «sovietización» de los territorios ocupados y la creación del Comisariado Popular de Seguridad del Estado (NKGB). Siguiendo a Faraldo, tras el conflicto la maquinaria represora dejó de ser un agente transformador de la sociedad y adquirió un carácter conservador, que se materializó en la persecución de «titoístas», «sionistas» y «desviaciones nacionalistas». La muerte del dictador en 1953 dio paso a la ruptura con el estalinismo y la denuncia de sus crímenes por parte de Jrushchov mediante la lectura del famoso informe. Empezó así una etapa de profesionalización del sistema de orden público que consagró el rol del KGB como «burocracia de la represión». Aunque algunos viejos estalinistas fueron depurados, la mayoría continuaron controlando la agencia con el beneplácito de Brézhnev y Andrópov. Precisamente, como reacción a la Perestroika, algunos de ellos orquestaron un golpe de Estado en 1991. Su fracaso certificó la defunción del KGB, que fue dividido en numerosas agencias que, finalmente, fueron abolidas, aunque algunas se utilizaron para constituir el actual Servicio Federal de Seguridad.
Faraldo explica posteriormente cómo, tras la expulsión de la Wehrmacht, la NKVD extendió sus tentáculos por toda Europa Oriental reprimiendo a los disidentes derechistas e izquierdistas y enviando consejeros para construir las diferentes policías nacionales. En Rumanía los servicios secretos fueron integrados en el aparato soviético hasta la creación en 1948 de la Dirección General de Seguridad del Pueblo —la Securitate—, que quedó subordinada al Ministerio del Interior, aunque en realidad sería controlada por el partido hasta su abolición en 1989. En la RDA se organizó una policía bajo el fuerte influjo de los instructores soviéticos, dependiente del Ministerio para la Seguridad del Estado —la Stasi—, si bien durante la Perestroika se convirtió en la Oficina de Seguridad Nacional. En Polonia los organismos de vigilancia asumieron distintos nombres hasta la constitución del Servicio de Seguridad (SB), que en 1990 fue sustituido también por la Oficina de Protección del Estado. Con la caída del Muro, estas agencias fueron desactivadas lentamente en Polonia o radicalmente en la RDA, Checoslovaquia y los países bálticos, y mantuvieron un formidable poder político en Rumanía y Bulgaria.
En el capítulo octavo se analizan las relaciones entre las policías comunistas y España. Faraldo comienza defendiendo que Stalin intervino en la guerra civil no para expandir su dominio por la península, sino para contener el trotskismo —lo que explica la organización del asesinato de Andreu Nin—. Además, puntualiza que las «chekas» españolas fueron un fenómeno muy distinto al original, tal y como ha demostrado Fernando Jiménez Herrera. A continuación, examina las actividades de espionaje y contraespionaje desarrolladas por los servicios españoles y soviéticos durante la Guerra Fría. Estos últimos monitorizaron la evolución del PCE, neutralizaron la propaganda emitida por los exiliados soviéticos en nuestro país y vigilaron las embajadas y a los exiliados españoles en su territorio, destacando la Securitate, que patrocinó un atentado en el que participaron terroristas de ETA-pm, dirigido por el mismísimo Carlos El Chacal.
Otra peculiaridad del libro de Faraldo es que integra en su análisis del sistema policial soviético el estudio de la experiencia de sus víctimas, centrándose en tres casos especialmente representativos. El primero es el escritor Aleksandr Solzhenitsyn, del que relata su paso por diferentes cárceles y campos, la publicación de Archipiélago GULAG, la concesión del Premio Nobel en 1970 y su envenenamiento y destierro final. El segundo es el caso de «Laura», una española que se trasladó a la RDA para formar una familia que terminó siendo vigilada en su propio hogar para la Stasi, que incluso intentó captarla como «colaboradora no oficial». El tercero es el de Lech Walesa, fundador del sindicato Solidaridad, Nobel de la Paz y primer presidente de la Polonia democrática, desde su papel protagonista en las protestas de los astilleros de Gdansk hasta su declive político a raíz de los rumores que le identificaban como un antiguo informante del SB.
Particularmente novedoso resulta el décimo capítulo por su temática: el destino de los archivos policiales y su comprometida documentación en los regímenes postsoviéticos. El autor comienza relatando la movilización ciudadana que se organizó para impedir que fueran destruidos, destacando la ocupación de la sede central de la Stasi en Berlín. Seguidamente, explica la fundación de los «centros de memoria» y el papel que desempeñaron conservando los documentos y poniéndolos al servicio de ciudadanos, historiadores y profesionales del derecho, resaltando la labor del Comisionado Federal para los Archivos de la Stasi de la antigua RDA (BStU) y la del Instituto de la Memoria Nacional (IPN) de Polonia. Asimismo, aprovechando su experiencia como historiador, Faraldo proporciona algunas claves para investigar en estos archivos, explicando los tipos de dosieres, sus códigos, el significado de ciertas leyendas, etc. Con posterioridad, da información sobre los confidentes cooptados (beneficios, reclutamiento, formas de colaboración), los delitos perseguidos, las estrategias de coacción y el espionaje familiar, relatando algunos casos verdaderamente sorprendentes. El apartado termina con unos apuntes sobre los valores profesionales del chekista y la imagen que tenía de sí mismo, cuyo modelo seguía siendo su temible héroe fundador: Feliks Dzierzynsky.
La construcción de la memoria histórica se aborda en el último capítulo, la cual se asentó en dos relatos alternativos: uno que criminalizaba la dictadura comunista y otro que recordaba con nostalgia la vida cotidiana del periodo —la Ostalgie—. Según Faraldo, la generalización del primero impulsó los estudios sobre la represión soviética y las guerrillas anticomunistas, algo que resultó vital en la invención de las identidades nacionales postsoviéticas. Esta cuestión le lleva a reflexionar sobre los últimos avances historiográficos del periodo, entre los que destaca una sugerente historia sociocultural del comunismo que se está desarrollando en el Centro de Investigación de Historia Contemporánea de Potsdam. Como conclusión, Faraldo realiza una sugestiva reflexión acerca de lo paradójico que resulta que, a pesar del triunfo de la democracia, con la omnipresencia de las redes sociales y la eclosión del big data la sociedad nunca había estado tan próxima a ese ideal panóptico, teorizado por Michel Foucault, consistente en un sistema de vigilancia absoluta. El autor finaliza denunciando los intentos de ciertos dirigentes políticos de construir «monopolios de significado no menores que los del comunismo» contra él y su recuerdo, advirtiendo que la libertad «es algo por lo que hay que luchar cada día» y que la modernidad «no produce inevitablemente democracia».
Pocos elementos se echan en falta en este trabajo, exceptuando tal vez el estudio de un mayor número de acciones policiales, lo que permitiría concretar un poco mejor cuáles eran sus diferentes repertorios de actuación. Ciertamente, sería interesante poseer más información respecto a las policías soviéticas como grupo social (extracción, edad, reclutamiento) y profesional (formación, manuales, reglamentos, escalafones) y acerca de su cultura corporativa (discursos, valores, imágenes, identidades, rituales). También sería conveniente conocer si hubo agentes que se opusieron al sistema político y cuál fue el rol que jugaron en su descomposición. Sin embargo, estos comentarios no deben tomarse como una crítica a este trabajo, sino más bien como apuntes para una agenda de investigación sobre la materia que los especialistas podrían desarrollar en el futuro si consiguieran los recursos económicos y documentales necesarios. Por su rigurosidad analítica, su fundamentación empírica y su magnífica prosa, esta monografía debe considerarse como una de las mejores historias de la policía escritas en nuestro país y una obra imprescindible para comprender la naturaleza del totalitarismo comunista.