Desde que José-Carlos Mainer advirtiera en su fundamental La Edad de Plata, en 1975, que no disponíamos de una «crítica conveniente» sobre «los significados de la actitud vanguardista en España, sus razones sociológicas, su receptividad y sus vías de difusión», la labor de investigadores españoles y extranjeros ha ido enmendando esa carencia que se extendía más allá de los marcos sociológicos a los que él apuntaba. No solo estábamos horros de un estudio riguroso de las condiciones sociopolíticas y estéticas del surgimiento, desarrollo, difusión, recepción y disolución del vanguardismo en España, sino, lo que era más grave, también de estudios sobre sus protagonistas y de ediciones solventes de los textos más relevantes. Las tareas de desescombro habían comenzado un poco antes, a mediados de los sesenta, y se han prolongado hasta nuestro siglo, casi hasta hoy mismo, sacando a la luz autores, obras, examinando los vínculos poco secretos con el acervo cultural heredado, la ósmosis de lenguajes entre disciplinas artísticas (la literatura, el arte, la música, el cine, la arquitectura…), la conexión con la revolución científica coetánea y con la filosofía nietzscheana, bergsoniana, con la fenomenología, con los esfuerzos por superar la brecha entre razón pura y existencia de Heidegger y Ortega. Se ha revisado la red de enlaces entre los vanguardismos peninsulares, señaladamente del gallego grupo Nós y del muy fértil de una Cataluña cuya vecindad con Francia operó como estímulo y puerta de entrada. De igual modo se ha estudiado en fechas muy próximas la constitución de una red europea que facilitó tanto la recepción de las novedades venidas de Francia, Italia, Inglaterra o Alemania (pero también de Polonia o la Unión Soviética) cuanto la proyección externa de la producción de los españoles. La relación de los aspectos que han merecido la atención de los estudiosos (historiadores de la cultura, del arte o la literatura, comparatistas, etc.) ocuparía el corto espacio de esta reseña, de modo que lo dicho basta para concluir que, por un lado, la investigación sobre la vanguardia en España ha gozado de buena salud y que, por otro, cualquier nueva aportación debe hacerse sobre la base sólida de todo ese bagaje científico previo.
Madrid’s Forgotten Avant-Garde confirma ambos extremos, el del feliz auge de los asedios al fenómeno transnacional de la vanguardia en su manifestación española y también la necesidad de abordarlos con los pertrechos y desde los avances que proporcionan los investigadores precedentes, lo que acaso aquí no se cumple del todo. El trabajo de Silvina Schammah Gesser puede inscribirse en la historia cultural, e incluso en la historia de las ideas, y está inspirado por la teoría de las modernidades múltiples del profesor Smuel N. Eisentadt, de la Universidad de Jerusalén y, en un entorno metodológico más amplio, por la teoría de los polisistemas de Itamar Even-Zohar, de la Universidad de Tel Aviv. Tanto la articulación del libro como los temas que nuclean cada uno de los capítulos revelan un interés prioritario por el debate de las ideas políticas, con la consabida pugna entre regeneracionismo europeísta y tradicionalismo nacionalista, entre los repertorios importados y los heredados, entre internacionalismo y casticismo, entre, en suma, esencialismo y modernidad, que son los sustentos conceptuales de la estudiosa.
Este libro se suma a la diversificación y globalización que, en los últimos veinte años —y muy a menudo desde la óptica de los estudios poscoloniales— ha experimentado la noción de modernidad y que ha permitido una profunda reconsideración de la experiencia de lo moderno en la periferia geográfica de Europa (por ejemplo España o Portugal) y en los territorios de las antiguas colonias (por ejemplo, América Latina), poniendo de manifiesto la existencia de modernidades disímiles de la que fijó la visión eurocéntrica (e incluso anglocéntrica) en los años cuarenta y cincuenta. Estas modernidades excéntricas asimilaron la revolución epistemológica moderna, como por ejemplo el principio de incertidumbre o la autorreferencialidad, así como los cambios estructurales en el campo cultural (su progresiva autonomía, la profesionalización de sus agentes, el incremento de la reflexividad crítica, la interferencia política) de acuerdo con las circunstancias específicas y condicionantes de sus sociedades, de acuerdo con las determinaciones de su pasado histórico y de su tradición. En los repertorios historiográficos y críticos sobre la modernidad internacional (o sobre su expresión artístico-literaria: el Modernism) España ha tendido a estar ausente. La rutinaria alusión a Ortega y La deshumanización del arte ni siquiera disimula este clamoroso vacío que ha sido reiteradamente señalado. Así lo advertía, por ejemplo, Gayle Rogers en el Oxford Handbook of Global Modernisms (2012), editado por Mark Wollaeger y Matt Eatough. Afortunadamente, la profesora Schammah no solo detecta esta omisión y el hecho de que las menciones a España suelan padecer el lastre del exotismo y la rareza, sino que contribuye a reparar esa incompletitud examinando la peculiar forma de modernidad literaria que se dio en España, que, a su juicio, estriba en la irreductible acción de las concepciones esencialistas de lo español que subsistieron a la crisis del 98 y permearon el suelo en el que arraigaron las semillas de la innovación vanguardista.
Dado que el libro aspira a proponer una interpretación de la vanguardia española, puede resultar chocante que su título restrinja el espacio de análisis a Madrid. Hay que decir que el título no hace honor al contenido. Ciertamente, Madrid fue el centro de operaciones de gran parte del vanguardismo literario, pero no fue en absoluto el único ni, por momentos, el más activo, como puede comprobarse en la Sevilla de 1919-1920, en la Barcelona de 1916 en adelante con las Galerías Dalmau, la obra e iniciativas de Salvat-Papasseit (en contacto con los sevillanos y madrileños del Ultra) o con los artistas y teóricos uruguayos Rafael Barradas y Joaquín Torres García o, en fin, el vanguardismo gallego aliado con el nacionalismo del grupo Nós y más adelante la vanguardia canaria. La profesora Schammah Gesser lo sabe, pero en lugar de estudiar esas expresiones de la vanguardia periférica y sus contactos con la central (o madrileña), ha escogido, en el segundo capítulo, examinar dos movimientos de savia nacionalista, uno vasco, el de la revista Hermes, y otro catalán, el Noucentisme liderado por Eugeni d’Ors, que distan de poder ser considerados frutos del esprit nouveau, si bien permiten dibujar el trasfondo ideológico que configurará el escenario del segundo lustro de los años diez y la década de los veinte. En este sentido, puede ser pertinente detenerse, como hace, en Ramón de Basterra y su peregrina Escuela Romana del Pirineo, e incluso en su condición de precedente del fascismo histriónico de Giménez Caballero, pero sin olvidar, toda vez que el libro tiene su foco puesto en el vanguardismo, el papel del bilbaíno Juan Larrea como belicoso paladín, junto a Diego, del creacionismo de Huidobro. Y lo mismo cabría decir respecto a algunos autores catalanes que, como el citado Salvat-Papasseit, ofrecen una mezcla de nacionalismo de izquierdas (frente al burgués conservador de Ors) y audacia experimental en su praxis literaria. Y, por no soslayar la vanguardia gallega, hubiera sido más que oportuno observar un caso como el de Eugenio Montes, autor en gallego y castellano, original teórico del ultraísmo (junto a Guillermo de Torre y Jorge Luis Borges) y devenido pronto en abogado de la tradición y nacionalista gallego y más tarde en nacionalista español y militante conspicuo de Falange.
Se echa de menos que para estudiar la vanguardia olvidada no se preste mayor atención a los escritores y artistas propiamente vanguardistas, aquellos que asumieron esa condición de forma expresa y beligerante. Sobre todo porque se dedica un capítulo, el primero, a revisar las tesis contrapuestas de Unamuno y Ortega, el relato nacional identitario del vasco y la requisitoria europeísta del madrileño, y otro, el segundo, a examinar la dialéctica (y las tensiones) entre el centro y la periferia, si bien esta se limita, como he señalado, a cierto nacionalismo vasco y a la empresa catalana de construcción de una cultura nacional, pero sin que se repare en los escritores más comprometidos con los modos antipasatistas y los objetivos destructivo-constructivos de la vanguardia. El escaso espacio que merecen Ramón Gómez de la Serna o Guillermo de Torre, nombres paradigmáticos de las vicisitudes del vanguardismo español en el decenio de su auge y declive (1917-1927), parece indicar que la noción de vanguardia que maneja la autora es muy vaga, hasta confundirse con la idea más amplia de modernismo (o modernism) que se emplea en el contexto anglosajón. Si formulamos las mismas preguntas a un autor moderno (o modernista) como Ramón Pérez de Ayala o Jorge Guillén y a otro vanguardista como Antonio Espina o Isaac del Vando-Villar, las respuestas que obtendremos serán bien distintas.
Pero si por un lado el ámbito en que se mueve el libro es demasiado angosto, por otro reduce el conflicto analizado a la dinámica agónica entre una modernidad anhelada y la rémora del esencialismo que viene a ser el residuo tóxico del imperialismo español, una lucha de la que se deriva el peculiar modo de ser de la modernidad en España. Es bien cierto que la coexistencia entre la cultura católica y tradicionalista y las nuevas ideas venidas de Europa originó formas de hibridación sumamente extrañas, a algunas de las cuales se atiende en el libro, aunque se dejan sin mencionar muchas otras que quizá serían más significativas (la narrativa de Benjamín Jarnés e incluso la de Gómez de la Serna). El casticismo identitario, el culto a lo esencialmente español, el delirio etnicista (sobre todo en la periferia) e incluso neoimperialista (en la relación con América Latina o en la deplorable gestión militar de los jirones coloniales en África), «los toros, las castañuelas y la virgen», por decirlo con la fórmula de Giménez Caballero, formaron parte de las constricciones ideológicas que operaron en el teatro cultural donde brotó el arte de vanguardia, pero no debe olvidarse que hubo jóvenes creadores que se opusieron violenta e incluso programáticamente a esas determinaciones de la herencia: fue el caso de Guillermo de Torre entre 1918 y 1925. Bien distinto sería el de Gerardo Diego, al que se trae a colación a propósito del centenario de Góngora en 1927, pero que hubiera ilustrado la compleja dialéctica entre un catolicismo tradicional, activo y desprejuiciado —que tiñó los fastos gongorinos— y las formas externas, esto es formales, del vanguardismo poético, desde su colaboración en revistas ultraístas y su conversión al creacionismo huidobriano, hasta la práctica esquizofrénica de dos registros líricos o la militancia en un purismo poético recalcitrante (frente a los meros literatos, excluidos del «nosotros»).
La penetración de la política en la esfera intelectual se analiza a través del comunismo (o visión proletaria) de Rafael Alberti y del fascismo (o estetización de la política) de Giménez Caballero, con calas en varios escritores de izquierdas como José Díaz Fernández, César M. Arconada o Joaquín Arderius. Pero tanto para Alberti como para Gecé el lapso temporal que se delimita es posterior a los años de actividad vanguardista y coincide con las vísperas de la Segunda República (desde 1929) y los años del nuevo régimen, lo que de nuevo ensancha el arco temporal del análisis e impide que las conclusiones sean valederas solo para el vanguardismo, a menos que se entienda por tal —en una maniobra de retorno a concepciones historiográficas obsoletas— el periodo comprendido entre 1909 (la revista Prometeo) y la Guerra Civil, es decir la etapa del modernismo en el sentido internacional. De ahí que estos casos y tantos otros (el de Antonio de Obregón, por ejemplo, que se desplazó en poco tiempo desde posiciones de izquierda a las filas de Falange) deban examinarse a una luz no exclusivamente local o española, sino dentro de un proceso supranacional de politización —y radicalización— de la práctica intelectual que arrastra a gran parte de los escritores europeos, convocados por las utopías totalitarias de signo antagónico. El llamado «modernismo reaccionario» tiene en España un desarrollo específico, pero no por ello escapa a la siniestra genealogía secreta que lo emparenta con el radical llamamiento a la utopía (hacer de la vida, individual y colectiva, una obra de arte) de las vanguardias.
Más arriba me refería a que cualquier esfuerzo de reinterpretación de esta etapa crucial de la historia cultural española debe partir de la ingente investigación ya realizada y del río de nueva documentación a la que hemos tenido acceso en los últimos lustros. La autora ha realizado un esfuerzo meritorio, pero a menudo nos obliga a entender que cuando habla de vanguardismo madrileño se está refiriendo, por sinécdoque, a la Edad de Plata (o, salvando la homonimia con el modernismo rubeniano, al modernismo español). Sin embargo, causa una cierta extrañeza que algunos de los libros que han incidido en el mismo terreno (soslayo los artículos, las ediciones o las colectáneas) no sean citados ni aprovechados, títulos publicados entre 2000 y 2015, —cuando vio la luz la monografía que reseño—, entre los que cabe citar los de Andrew A. Anderson, Renée Silverman, Gayle Rogers, Christopher Soufas, Juan Herrero-Senés, Andrés Soria Olmedo, Aránzazu Ascunce o, entre otros, José-Carlos Mainer, cuyo Modernidad y nacionalismo, 1900-1939, sexto tomo de la Historia de la literatura española dirigida por él mismo, encara el tema central de la monografía de la profesora Gesser.