Hace varias décadas, el abogado e historiador Guillermo Gortázar Echeverría apuntaba, en Cómo estudiar la Historia. Guía para estudiantes (2ª ed., Vicens-Vives, Barcelona, 1986), que el ejercicio de la disciplina histórica —por la propia condición dinámica y abierta de esta— supone tener en cuenta la evolución de la mentalidad y de los métodos y puntos de vista de los historiadores. Lo decía en el sentido de que el hombre concibe la historia que está en condiciones objetivas de escribir en cada momento, en función de los valores, ideas, posición social y política, etc., en que desarrolla su trabajo. Casi puede afirmarse que Gortázar se ha visto obligado a volver sobre tal cuestión bastantes años después. En otra obra suya editada en 2016, El salón de los encuentros, alude a que el siempre sano debate profesional entre los historiadores ha comenzado a desvirtuarse debido al adoctrinarismo de muchos de ellos, lo que ha conducido a una utilización oportunista y tergiversada del franquismo por parte de la izquierda, proceso que ha ido adquiriendo relevancia política desde 2015. De esta manera, «asistimos», afirma en la página 27 de este último estudio, «a una época en la que domina una versión de “memoria histórica” sesgada cuando no absurda, y respecto a la que muchos políticos de centro derecha, acomplejados, se parapetan en la tecnocracia y son incapaces de argumentar o defender posiciones mucho más dignas y defensoras de la libertad». El remedio a tal perspectiva es que los políticos conozcan la experiencia histórica, objetiva y generalizable surgida desde finales del siglo xviii, a fin de no caer en errores similares a los del pasado.
Bajo el Dios Augusto. El oficio de historiador ante los guardianes parciales de la Historia es un volumen colectivo en el que se aprecian enfoques y objetivos diversos por parte de los autores que participan en el mismo, aunque resulta común el hilo conductor en todas las aportaciones. Partiendo del estoico Lucio A. Séneca y su obra De beneficios, en la que aludía a la presión del poder político sobre los que se atrevían a historiar el pasado con rigor y libertad de pensamiento, el profesor Gortázar expone al comienzo del libro cómo en los años noventa del pasado siglo se inició un proceso de reinvención de la historia política y narrativa en España, consistente en una nueva producción historiográfica que se ha adaptado al nuevo paradigma político con la idea de dominar un estado de opinión, el cual busca influir como proyecto progresista sobre la base de una supuesta superioridad moral de la izquierda política contra los historiadores no partidarios de su parcialidad interpretativa. Y es una reinvención porque, como el autor se cuida de aclarar, durante el siglo xix la forma de hacer historia se caracterizó por la narración de una serie de virtudes ejemplares y heroicas, con la finalidad en muchas ocasiones de confirmar valores patrióticos y de libertad política.
Fue a partir del año 1993 cuando el presidente del Gobierno Felipe González Márquez decidió intentar neutralizar el ascenso del Partido Popular, alternativa de gobierno más que posible según los sondeos electorales de aquel momento. La fórmula elegida pasaba por atacar a esta formación política como partido heredero del franquismo y construir un relato político e histórico basado en oponer a una idealizada II República los dramáticos errores de la dictadura posterior. Perspectiva que no solo se debió —como sería de desear— a una evolución del oficio natural del historiador, sino al impulso de una izquierda política carente, por lo demás, de proyecto político para el siglo xxi. A partir de 2004, los que Gortázar denomina «guardianes parciales de la historia» ampliaron el enfoque del debate hacia la memoria histórica y la excavación de las tumbas de una parte de los fusilados en la Guerra Civil, articulando un «amplísimo frente de periodistas, políticos e historiadores que constituyen una singularidad carpetovetónica de militancia histórica retrospectiva en el contexto europeo del siglo xxi y de la nueva economía global». Así las cosas, el régimen de 1978 se encuentra en fase de derribo con una amplia y amenazante solicitud de ruptura, de un nuevo periodo constituyente, bajo la peregrina tesis de que la Constitución vigente es una continuación adaptada o disimulada del régimen de Franco. Por su parte, los historiadores de izquierda han visto la oportunidad de esgrimir una suerte de justificación de su producción historiográfica anterior en la que se condenaban el parlamentarismo y los periodos de libertad constitucional de los siglos xix y xx hasta 1923.
El profesor Antonio Manuel Moral Roncal, uno de los autores de la obra editada por Gortázar, se ha interesado por la relación entre los intelectuales y la política en la España del siglo xx en un volumen que ha coordinado recientemente junto a Antonio Cañellas Más. Recorriendo las tendencias historiográficas acaecidas durante la segunda mitad del novecientos menciona algunas polémicas intelectuales entre historiadores presentistas —aquellos cuyo relato de la historia no se basa tanto en la comprensión del pensamiento y motivaciones de los hombres que la vivieron como en aquellas conductas y comportamientos cuyos resultados han perdurado con posterioridad— y los historiadores considerados como renovadores, precisamente porque han pretendido estudiar las diferencias contextuales de los procesos históricos. Relata el profesor Moral que ya en la década de los ochenta del siglo pasado la universidad española se abrió a una nueva etapa caracterizada por el apego a las corrientes nacionalistas y la endogamia a la hora de acceder a los puestos docentes, lo que posibilitó la constitución de redes historiográficas cuyo objetivo era imponer ciertas tesis ideológicas con menoscabo de la autonomía intelectual. Por otro lado, los estudios de historia social evolucionaron. Con la crisis de los análisis sobre el movimiento obrero se intentó ofrecer explicaciones más globales sobre un mundo mucho más complejo y diverso de lo que se había hecho creer hasta entonces. El concepto de conciencia de clase resultó entonces inadecuado, se revalorizó el género biográfico y se prestó atención a las costumbres y las creencias religiosas. Asimismo, la renovación de la historia política trajo también consigo la relativización del concepto de bloque de poder de las élites políticas, sociales, culturales y por ende económicas. Apuntando la aparición del pensamiento posmoderno y la potenciación de la historia cultural, Moral Roncal concluye su texto afirmando que la transición historiográfica se encuentra todavía inacabada en España.
Por su parte, el profesor José Manuel Cuenca Toribio ofrece en La dorada pátina de la historiografía marxista, otra de las aportaciones de Bajo el Dios Augusto, una apretada síntesis del reciente libro que ha dedicado a la influencia cultural del marxismo en el conjunto de la universidad española, proceso histórico desenvuelto a lo largo del siglo xx junto a la más que notable ausencia en los círculos intelectuales y culturales del liberal conservadurismo en general y de los medios católicos en particular. Este último asunto el autor ya lo desgranó en otra obra anterior, Iglesia y Cultura en la España del siglo xx, la cual ha supuesto, a nuestro juicio, su fastigio publicístico. En dicho estudio reiteraba su compromiso vital y crítico con la profesión de Clío —superado ya su quincuagésimo aniversario como amanuense de la misma—, y volvía a alertar del peligro de amateurismos y nuevas modas, apoyándose en un demoledor aparato bibliográfico que, por lo demás, ha venido trabando ab initio los trabajos y los días del catedrático sevillano. Sin duda, el lector de ambos tomos podrá familiarizarse con la sucesiva conformación del modelo cultural predominante en la contemporaneidad española, atisbando sin esfuerzo toda una «cofradía de los ausentes» en que han terminado de convertirse las élites católicas en España, otrora roborantes y ahora divorciadas en extremo del pensamiento secular. Ello sin que el profesor Cuenca Toribio atribuya un carácter ingenuo o idílico a nuestro pasado reciente, pues la historia no trata, a su parecer, sino de la vida de hombres y de mujeres; de existencias de claroscuro y contradicción, de anhelos, fracasos y realizaciones; esto es, en esencia similar a la de quienes en cualquier otro tiempo habitaron la piel de toro.
Tampoco al profesor Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera le resulta particularmente ajena la arbitrariedad intelectual y académica que se esconde tras la construcción teleológica del relato histórico. Aludió ya a esta cuestión en los cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid del año 1992 y en un volumen aparecido al año siguiente que recogió algunas de las intervenciones de aquellas jornadas con el título de Las Guerras Carlistas. En la introducción de este tomo el profesor Bullón de Mendoza alertó de que usualmente nos encontramos, más que ante una auténtica historia social, ante una burda caricatura de la misma, realizada en base a esquemas predeterminados e inamovibles, la cual da la sensación de no intentar la comprensión de la sociedad estudiada, por más que para ello sea necesario alterar y desvirtuar las fuentes. Estas ideas las expuso años después de forma muy argumentada en un prólogo que escribió para la Introducción a la Historia para gente inteligente, de John Vincent, sobre el cual ha construido ahora su contribución al libro editado por Gortázar. Con una notable salvedad: en Bajo el Dios Augusto, el profesor Bullón de Mendoza alude al Diccionario Akal de Historiadores españoles contemporáneos, de Ignacio Peiró y Gonzalo Pasamar, como un sintomático ejemplo de un estudio de carácter académico concebido a partir de un patente sesgo ideológico. Aparte de cuestionar la inclusión en esta obra de algunos biografiados no profesionales de una marcada tendencia política concreta y la omisión de otros historiadores que tenían una ideología contrapuesta, el autor desmonta la idea esencial en el Diccionario de que la roborante actividad universitaria anterior a la Guerra Civil padeció sin solución de continuidad de una larga travesía del desierto durante el franquismo. En primer lugar, Bullón de Mendoza aclara que algunos de los escasos doce catedráticos que se exiliaron tras la contienda, o habían sido privados de sus cátedras por el Gobierno de la República o se habían jubilado al comenzar aquella. Después, cita los nombres de hasta setenta historiadores y profesores universitarios que el citado Diccionario recoge en sus páginas y que continuaron en sus cátedras después de 1939, asombrándose de que, si según los datos proporcionados por el Diccionario —doce historiadores se exiliaron y setenta se quedaron— se pueda afirmar que el franquismo significó un páramo cultural.
Por último, también el profesor Pedro Carlos González Cuevas ha dedicado varios trabajos anteriores a exponer la hegemonía —y actual obsolescencia— de la perspectiva historiográfica marxista a lo largo del siglo pasado en España (véase, entre otros, «La historia de las derechas a la luz del revisionismo histórico», en Memoria y Civilización 13 (2010), pp. 77-98; o «En torno a la falsificación de la Historia de las derechas por parte de la izquierda: los fascismos y las derechas españolas», La Razón histórica 13 (2010), pp. 3-18. Sobre todo, lo ha hecho al abordar aquella postura intelectual que identifica sin solución de continuidad el conservadurismo hispano con el fascismo, contraponiéndola al pluralismo conceptual de la perspectiva europea «revisionista» de autores como Mosse, De Felice, Gentile, Linz o Payne, que viene a oponerse a quienes sustituyen el razonamiento histórico-político por el “moralismo sublime” al servicio de una ideología. En Bajo el Dios Augusto, González Cuevas ofrece una interpretación crítica sobre la formación del panorama historiográfico español a partir de los años sesenta del pasado siglo. Alude al surgimiento de la izquierda moral y al fenómeno de la memoria histórica, así como al libro de Paul Preston sobre el holocausto franquista y a la obra de Ángel Viñas, al que califica de último guardián parcial de la historia por el momento. Después se pregunta «qué hacer frente al panóptico historiográfico». Su respuesta bien puede servir para cerrar el pórtico que se abría al comenzar a leer Bajo el Dios Augusto: la forma de preservarse frente a la amenaza de los guardianes parciales de la historia estriba en el mantenimiento de la independencia intelectual, el rechazo de toda posición militante o presentista y la negación de cualesquiera miradas teleológicas al pasado.