RESUMEN
Los rituales relacionados con la religiosidad popular fueron mecanismos simbólicos de legitimación de un régimen que se construyó sobre las bases de una unción sagrada y folclórica. Estas celebraciones permitieron representar en espacios ideales de socialización las narrativas palingenésicas del franquismo. Al mismo tiempo, la potencialidad de estos rituales, profundamente arraigados en la sociedad española, los convirtió en escenarios de conflicto de especial interés para la historiografía contemporánea, que ha incidido en las poliédricas dimensiones ideológicas de la dictadura. Las múltiples caras de la contrarrevolución: fascistas, integristas, católicos y militares pugnaron por resignificar los rituales como medio para representarse en el Nuevo Estado.
Palabras clave: Religiosidad popular; franquismo; fascismo; rituales.
ABSTRACT
The rituals related to the popular religion were symbolic mechanisms of legitimation of a regime that was built on the foundations of a folk and sacred anointing. These celebrations allowed to represent palingenetic narratives of the Franco regime in ideal spaces for socialization. At the same time, the potential of these rituals, deeply rooted in the Spanish society, developed them in scenarios of conflict of special interest to the contemporary historiography, which has impacted on the polyhedral ideological dimensions of the dictatorship. The multiple faces of the counterrevolution: fascists and fundamentalists, Catholics, and military members pushed to portray rituals as a means to represent the new State.
Keywords: Popular religiosity; franquism; fascism; rituals.
SUMARIO
Los rituales relacionados con la religiosidad popular fueron utilizados y mistificados a lo largo de la contemporaneidad como mecanismos generadores de lealtades políticas hacia los poderes públicos y religiosos, que vincularon su legitimidad a los imaginarios sagrados compartidos por las comunidades locales. Durante la Guerra Civil y la posguerra, desfiles militares, himnos, homenajes a los mártires y caídos, conmemoración de efemérides, saludos fascistas y narrativas palingenésicas confluyeron en Franco, asimilado a la figura de Cristo, a la nación española con la Virgen María y al Nuevo Estado con la resurrección de la patria y la restauración de los principios católicos[1]. Sin embargo, la conjunción de estos elementos no estuvo exenta de conflictos en la construcción de una cultura política franquista, que ligó la modernidad intrínseca del fascismo y la movilización de las masas con la apelación a la tradición y la religión. En esta resignificación de las celebraciones jugó un papel espacial la Iglesia católica, sobre todo a partir de las pastorales y discursos de sus prelados[2]. De esta forma, la Semana Santa especialmente, aunque también romerías y procesiones patronales, se convirtieron en celebraciones de afirmación fascista y nacionalcatólica, dos elementos que comenzarían a distanciarse una vez terminada la contienda y celebrada la Victoria. El espacio urbano, sacralizado, purificado y fascistizado, fue el escenario del combate ideológico y de la representación del consenso del Nuevo Estado franquista.
Si los dioses, cada uno a su hora, salen del templo y se hacen profanos, en cambio vemos que lo relativo a la propia sociedad humana —la patria, la propiedad, el trabajo, la persona humana…— entran en el templo progresivamente [3].
Antes de comenzar nuestro análisis sobre los usos, apropiaciones y resignificaciones de los rituales relacionados con la religiosidad popular durante los primeros compases de la dictadura, consideramos oportuno delimitar este término en el horizonte de los debates historiográficos contemporáneos. En primer lugar, por religiosidad popular entendemos el conjunto de rituales —bendecidos o no por las instituciones eclesiales— que interpretan, de forma colectiva y no estrictamente normativa, elementos trascendentales como la muerte o el caos y que, a su vez, suponen oportunidades de descanso, fiesta o libertad de comunidades que articulan su sentir religioso y su memoria en torno a una celebración paralela a los principios dogmáticos y al margen del control institucional. No cabe duda que estas celebraciones no están exentas de la influencia eclesiástica y política y de intentos constantes de apropiación de su fuerza simbólica y comunitaria, pero su nivel de significación las sitúa en parámetros más relacionados con las identidades locales y los ritos propiciatorios, tal y como las definiera Manuel Chaves Nogales: «Liturgia de los apetitos populares»[4].
De una forma un tanto dicotómica, y sin obviar el sinfín de fórmulas y vivencias de sus participantes, podemos caracterizar estos rituales por la participación horizontal y colectiva; la importancia de las memorias y las tensiones como agentes delimitadores de la celebración; la prevalencia de manifestaciones intuitivas, sensuales y dionisiacas en oposición al silencio de los templos, y su vinculación con prácticas ancestrales propiciatorias de la naturaleza o la fertilidad[5]. A través de los modelos icónicos, elementos aglutinantes de la celebración, las comunidades se acercan y construyen una noción particular de lo sobrenatural en un contexto festivo[6]. En el seno de los rituales vinculados a la religiosidad popular se produce desde sus orígenes el choque de dos fuerzas: las instituciones religiosas y las élites locales. Las primeras, interesadas en purificar el rito y mistificarlo como celebraciones piadosas y ortodoxas. Las segundas, utilizando el potencial simbólico de procesiones y romerías para representar su autoridad pública. La dialéctica y tensión entre ambas fuerzas condicionan la utilización de los rituales y nos permiten acercarnos al interés del fascismo y del nacionalcatolicismo en la apropiación de estas celebraciones[7].
Los estudios sobre la religiosidad popular en las últimas décadas han abierto nuevos horizontes explicativos al matizar dos de sus nociones paradigmáticas: su estricta vinculación con las autoridades católicas, que las convertía en una rama pública de evangelización de sociedades poco cultas, y su genealogía, que las relacionaba con períodos antehistóricos o con prácticas barrocas y, por tanto, anteriores a la modernidad e incluso antimodernas. El paradigma de la secularización ha condicionado nuestra forma de interpretar lo religioso y lo sagrado desde la alteridad: la modernidad conllevaría el triunfo de la razón frente a las creencias. Sin embargo, esta interpretación limita la capacidad de la Iglesia católica para crear modelos y rituales modernos y establece un axioma dicotómico poco flexible de cara a la comprensión de los procesos de secularización y de la transferencia de sacralidad[8]. Lo cierto es que las instituciones eclesiásticas y las creencias religiosas populares han mantenido una vitalidad excepcional en las sociedades contemporáneas, hasta el punto de poder hablar historiográficamente de una modernidad religiosa en la que lejos de oponerse la razón y las creencias, se intrincaban para construir respuestas y modelos alternativos a la secularización en el marco cronológico y sistémico de la modernidad[9]. Por ello debemos hacer hincapié en la capacidad de las iglesias en la construcción de mecanismos de legitimación modernos y en la contemporaneidad de ritos que, si bien se articulaban sobre remotas mitologías, sus significados y praxis cabe situarlos en horizontes estrictamente contemporáneos[10]. Así mismo, no podemos entender la formación de los Estados nación a partir de vínculos contractuales sin comprender la emulación de los modelos de simbolización religiosos y la articulación de narrativas confesionales que vendrían a sancionar la existencia del ser colectivo nacional[11]. También se ha puesto en duda la validez categorial del concepto de «modernidad», entendido como un proceso monolítico centrífugo de origen ilustrado y occidental, lo cual abre nuevas perspectivas de análisis de los rituales sagrados en el marco de los imaginarios políticos[12].
Por su parte, el fascismo fue una de las respuestas modernas y contrarrevolucionarias a las crisis del primer tercio del siglo xx en Europa, articulado en un movimiento movilizador de masas, violento, con unos patrones ideológicos, historicistas-teleológicos y culturales determinados, canalizados en un partido único, un modelo de estado totalitario y el culto a un líder carismático[13]. Un agente histórico propiciador de un horizonte de expectativas que, a su vez, abogaba por la regeneración y la recuperación de un pasado idealizado. En la línea historicista del fascismo, la historia nacional era la expresión de la permanencia y la eternidad. Es decir, el futuro se constituía como la manifestación de la conclusión teleológica de la patria a partir del culto ritual al pasado. En este sentido, debemos tener presente el discurso imperial de Falange o la memoria del Imperio romano del fascismo italiano[14]. Lejos de suponer esferas contradictorias, en el seno del fascismo, modernidad —horizonte de expectativas— y corporativismo organicista —campo de experiencias—, siguiendo la terminología de Koselleck, conformarían un juego dialéctico fundamental para comprender sus mecanismos de consolidación teórica[15]. La historiografía europea ha matizado en los últimos decenios el laicismo de los fascismos —y de otros movimientos modernos— para recalcar el papel fundamental de los imaginarios religiosos en la consolidación de sus modelos de Estado en base a dos líneas diferenciadas: las alianzas con las instituciones católicas y la mistificación de una serie de símbolos y rituales propios de una religión política, donde entraría el objeto de nuestro análisis: el control y resignificación de procesiones y romerías[16].
El debate sobre la aplicación del término «fascista» al régimen de Franco no está cerrado, principalmente entre aquellos que recalcan el fascismo del franquismo, como Ferrán Gallego, o aquellos como Ismael Saz, Joan María Thomàs o Enrique Moradiellos, que insisten en los procesos de fascistización de la dictadura[17]. En relación con nuestro trabajo, nos decantamos por la conceptualización del franquismo de la Guerra Civil y la posguerra encaminado hacia un proceso de fascistización que condujo a las derechas —reaccionaria, conservadora, radical o liberal— ante el desafío de la democracia a adaptar un conjunto de elementos propios de los fascismos europeos en un proceso de politización del catolicismo y no de construcción de una religión política[18]. El franquismo, por tanto, no sería el producto estricto de una cultura política fascista, sino el resultado de una alianza de las derechas contrarrevolucionarias unidas en el acontecimiento fundacional del Nuevo Estado: la Guerra Civil. Hay consenso en la comunidad historiográfica a la hora de señalar que a partir de 1943 se vislumbra una estrategia de desfascistización de la dictadura en el contexto de las derrotas del Eje, que se manifestó en una pérdida progresiva de simbología y prácticas fascistas y la teorización del régimen como un proyecto nacionalcatólico, conservador y autoritario, pero no fascista en stricto sensu, en el que los ingredientes neocatólico, conservador y castrense arrinconaron a las expectativas revolucionarias del falangismo fascista[19]. La Iglesia, una vez celebrada la Victoria en 1939, comenzó a distanciarse de las prácticas y los significados seculares, reclamando un papel central en la dictadura en el que lo político se supeditara a lo religioso.
Las prácticas y las creencias religiosas fueron relevantes en la configuración del modelo de estado nacionalcatólico fascistizado a partir de la utilización y apropiación de símbolos y elementos sagrados. Y, sobre todo, durante la Guerra Civil, acontecimiento simbólico que marcaba la línea palingenésica y teleológica de la nación, que moría y resucitaba tras un prolongado calvario. Esta narrativa se escenificó anualmente en las calles durante las celebraciones de la Semana Santa, identificando al Cristo con el Caudillo, enviado de Dios y redentor de la patria —«Al Caudillo heroico de la España Cristiana, Generalísimo Franco, llamado por la Providencia a fundar sobre el Evangelio la justicia y la paz que ansían los españoles y a forjar con ellos la grandeza de la Patria»[20]—, y a la Virgen como dolorosa española —«La Virgen de las Angustias / que es Patrona de Granada, / libra a sus hijos queridos / de las traicioneras balas. / Con su manto tan abierto / que a toda español cobija / libró a España del marxismo / que quería destruirla»[21]. A la dictadura franquista le interesó la celebración de la Semana Santa por su capacidad para integrar, encuadrar y movilizar a la población en un rito y un espacio simbólico donde manifestar las fuentes de legitimidad del Nuevo Estado y representar la palingenesia nacional. La Guerra Civil y la concentración en torno a Franco de las diferentes tradiciones políticas que se sublevaron en 1936 aceleraron los acercamientos, simbiosis y transferencias ideológicas entre carlistas, fascistas, católicos, militares o conservadores[22]. El objetivo de nuestro trabajo ha sido analizar el proceso de fascistización que sufrieron los rituales relacionados con la Semana Santa y otras conmemoraciones cíclicas durante la Guerra Civil y la posguerra, la apropiación llevada a cabo por los imaginarios falangistas y nacionalcatólicos y las tensiones de los participantes en los ritos con las autoridades políticas y católicas, provocadas por las pugnas por el control del espacio y los significados de las celebraciones.
Religión y Patria son en España dos términos consustanciales, inseparables, formativos de su unidad, de su Libertad y de su Grandeza. A más fe, mayor patriotismo [23].
La representación pública de la Semana Santa sufrió a partir del 18 de julio un progresivo proceso de militarización y fascistización, favorecida por una nueva legislación más restrictiva con la participación ciudadana en las celebraciones y por la narración que presentaba a las autoridades golpistas como las perpetuadoras de las tradiciones populares de los españoles. El Nuevo Estado venía a restaurar el rito y proyectarlo hacia una dimensión más católica y castrense, alejada del horizonte casticista que había predominado en la estética celebrativa. En las ciudades nacionales, procesiones y romerías se confundieron con juras de bandera, desfiles militares y homenajes a los mártires y caídos bajo monumentales cruces construidas exprofeso para conmemorar la muerte por la patria. La simbiosis de iconos religiosos y nacionales transformó los espacios públicos y privados, contribuyendo en la identificación de la pasión y muerte de Cristo con el sufrimiento y entrega de los caídos en la resurrección de España[24].
La resignificación de los rituales relacionados con la religiosidad popular alcanzaron una especial relevancia en momentos clave de la guerra: el 15 de agosto de 1936, con la reposición de la bandera rojigualda y la celebración de la Virgen de la Asunción y otras patronas locales; la primera Semana Santa en el bando nacional, en 1937, en la que se representaron los imaginarios del Nuevo Estado recubiertos de unción sagrada y popular; la purificación del espacio a través de los iconos más representativos de las comunidades en aquellas ciudades conquistadas por las tropas franquistas; la Semana Santa de 1939, coincidente con la caída de Madrid, donde se reprodujo el relato de la palingenesia nacional vinculando la pasión, muerte y resurrección de Cristo representada en las calles con el martirio de España y la acción mesiánica del Caudillo; y, en último lugar, las celebraciones de la victoria, que combinaron el culto a los caídos y a los héroes del levantamiento con las procesiones en acción de gracias de las imágenes más señeras de la religiosidad popular[25].
Desde los primeros compases de la Guerra Civil las tropas sublevadas y las autoridades eclesiásticas habían exteriorizado su comunión de intereses en aras de restaurar el orden católico. Esta concordancia ideológica se escenificó públicamente en la participación conjunta en actos conmemorativos y en rituales populares que manifestaran simbólicamente la bendición religiosa de la Cruzada. El 15 de agosto de 1936, en los ayuntamientos sublevados, se celebraron solemnes actos que compaginaron el izado de bandera con celebraciones marianas en unos rituales representativos del horizonte nacionalcatólico del Nuevo Estado. En Sevilla, la fiesta coincidió con el culto a la Virgen de los Reyes, patrona de la ciudad, que a su vez representaba elementos susceptibles de ser utilizados por la dictadura, como su vinculación con la monarquía o su dirección eclesiástica, que la alejaba del sustrato humilde y obrero de otras vírgenes sevillanas[26]. La celebración combinó desfiles y arengas militares con la procesión en honor a la Virgen de los Reyes. Estuvo presidida por el general Franco, con la presencia de Queipo de Llano y Millán Astray. La bandera fue presentada como la «enseña sagrada», el emblema tautológico de la historia de España, el símbolo identificativo de las experiencias imperiales y de las expectativas de regeneración patriótica. Queipo de Llano, en el discurso pronunciado, repasó la historia de la bandera «gloriosa que veneraron generaciones de antepasados» y analizó los orígenes del color morado de la tricolor, incompatible «con la rectitud y el ímpetu patriótico»[27]. El acto concluyó con unas palabras de Franco en las que vinculaba la enseña con el finalismo de la patria y la construcción del nuevo Estado: «Esta es […] la insignia de una raza, de unos ideales, de una dignidad, de una Religión, de todo lo que estaba en peligro de desaparecer por el avance de las hordas marxistas […], es el oro de Castilla, y la sangre de Aragón, y nuestra gesta gloriosa en América»[28]. Pero a nivel simbólico, la relevancia del ritual radicó en la asimilación de significados, celebraciones e iconos en el seno de una religiosidad popular en proceso de militarización y purificación.
Esta simbiosis de imaginarios fascistas, castrenses y católicos se reprodujo en la Semana Santa de 1937, la primera organizada por el Nuevo Estado en la zona nacional. Estas celebraciones dirigieron el temor a la violencia anticlerical vinculada al régimen republicano y facilitaron la unción religiosa y popular de unas autoridades que se autorrepresentaban como las salvadoras y perpetuadoras del rito frente a las «hordas iconoclastas». «El odio a Jesucristo y a la Virgen —señalaba la Carta colectiva de los obispos españoles de 1937— ha llegado al paroxismo. […] Ha sido espantosa la profanación»[29]. Las procesiones representaron unos nuevos ideales políticos y religiosos y relacionaron la Guerra Civil con el martirio y el dolor de España y a la devoción popular con el ideal de cruzada. De esta forma, los rituales presentaron nuevas fórmulas y elementos más cercanos a la estética castrense y fascista. Los cristos salieron en procesión para conmemorar a aquellos mártires que la muerte estaba subiendo a los altares en nombre del catolicismo. En la participación comunitaria junto a las instituciones del Nuevo Estado en procesiones y romerías se medía el apoyo de las ciudades sublevadas a la causa del general Franco. De esta forma, las diferentes corrientes que constituyeron la cultura política nacionalcatólica aspiraron a convertir la Semana Santa en un icono de su política de recristianización y de salvaguarda de las tradiciones nacionales. «Se ha operado el milagro […], la España liberada ha retornado a su tradición, que es su fe. Su fe en Dios y su fe en la patria, fe en la grandeza de su destino y en la continuidad de su historia»[30]. Supuso el primer ensayo general de apropiación y resignificación de los ritos colectivos como mecanismos legitimadores y constructores del consenso de la dictadura. En la ciudad de Sevilla, ejemplo paradigmático de resignificación de lo popular, ABC dirigió el recuerdo a través de artículos, fotografías y poemas a la memoria de la «obra vandálica de los rojos», estableciendo una narrativa dicotómica entre la destrucción de templos y la solemnidad y vistosidad de las procesiones de ese año[31].
En la primavera de 1937, el Consistorio de la ciudad de Cáceres recuperó la procesión de su patrona, la Virgen de la Montaña, que no se había celebrado el año anterior por la prohibición del Gobierno Civil. Los asistentes a la procesión conjugaron el fervor mariano con proclamas de apoyo a Franco, realizando el saludo fascista al paso de la Virgen. En la plaza del General Mola se celebró una misa castrense y, posteriormente, la procesión trasladó a la patrona a la iglesia de Santa María, donde presidió el altar mayor hasta la finalización de la guerra con una gran bandera nacional desplegada a sus espaldas. En el imaginario de la religiosidad popular, se confiaba en que la presencia intramuros protegiera a sus habitantes de las bombas republicanas, a la vez que permitía a las élites del Nuevo Estado la utilización de la imagen como aglutinante sociopolítico y síntesis de las culturas políticas que confluyeron en la dictadura[32].
Otro momento destacable en el análisis de la militarización y fascistización de la religiosidad popular durante la guerra fue la utilización de imágenes para purificar el espacio «ultrajado» y resignificarlo en aquellas ciudades que paulatinamente iban cayendo en manos de las tropas nacionales. «¿No habremos de hacerle llegar (al trono de Dios) el incienso de nuestra penitencia?»[33]. Encontramos un caso paradigmático en la toma de Málaga, el 7 de febrero de 1937, por el ejército del comandante Queipo de Llano y del duque de Sevilla[34]. Aquella Semana Santa se caracterizó por la purificación del espacio urbano a partir de la vinculación de las autoridades con los principales iconos de veneración de la religiosidad popular. Las procesiones festivas y coloridas fueron sustituidas por un acto central, más penitencial y efectista, protagonizado por un Vía Crucis el Viernes Santo de purificación que vinculara la muerte de Cristo con la de los combatientes por la Cruzada. La procesión se convirtió en un acto de acción de gracias por la salvación de la ciudad, una vindicación de la protección providencial del espacio sagrado de la nación y una manifestación totalizadora de la simbiosis entre las imágenes y las narrativas del Nuevo Estado. El espacio recuperaba su significación sagrada y patriótica y la comunidad se confesaba con el acto colectivo del Vía Crucis. La purificación simbólica también llegó al barrio obrero de El Perchel, donde las imágenes religiosas recuperaron la centralidad del espacio público purgando los pecados de sus habitantes.
La Semana Santa de 1939 coincidió con la toma de Madrid, facilitando la asimilación de la pasión y resurrección con el relato palingenésico de la nación española. Como señalara Michael Richards o Ismael Saz, durante las celebraciones de la Victoria todas las esferas de la sociedad española se vieron teñidas de un profundo y radical nacionalismo y catolicismo[35]. Aquella Semana de Pasión las principales autoridades del Nuevo Estado se trasladaron a Sevilla para escenificar el nuevo orden de representatividad y la comunión entre el régimen y su raigambre religiosa[36].
Ha terminado la Pasión de España, casi al mismo comienzo de los días cargados de dramatismo simbólico que la cristiandad dedica a la Pasión del Redentor. España, como Cristo, sufrió todos los dolores y todos los escarnios. Toda ella fue llaga de martirio y sus carnes quedaron rotas y en su costado, indemne, el comunismo dio la brutal lanzada por donde han manado ríos de sangre caliente, joven, rica[37].
En último lugar, cabe destacar la presencia de la religiosidad popular en las celebraciones de la Victoria. El Caudillo, junto a su mujer, hija y las principales autoridades del nuevo Estado: el ministro de Gobernación, Ramón Serrano Súñer; el Secretario General de FET y de las JONS, Raimundo Fernández Cuesta y los generales Queipo de Llano y Dávila, acudió a Sevilla la semana del 15 al 24 de abril para presidir los actos junto al lugar central que ocupó la Virgen de los Reyes. Franco entró y salió de la catedral bajo palio y fue presentado como el redentor que había propiciado la resurrección de la patria. El 16 de abril se celebró una procesión conmemorativa de la victoria con la Virgen de los Reyes. El acontecimiento representó el orden simbólico de legitimidad del Nuevo Estado. Serrano Suñer encabezaba el paso de la Virgen portando la espada de San Fernando, presentándose como el brazo ejecutor de la voluntad nacional que emanaba del Caudillo, que presidía la procesión. La Virgen estaba ataviada de atributos militares con medallas y fajín de general. Durante la procesión se pronunciaron discursos que completaron las narrativas visuales con alusiones a la comunión entre los principios católicos, castrenses y fascistas. El ritual culminó con un nutrido desfile militar del Ejército del Sur ante la tribuna de autoridades, que incidió en la simbiosis de elementos religiosos y militares, síntesis de los principios constitutivos de la dictadura. La crónica del ABC de Sevilla destacaba los días históricos que estaba viviendo «la gran ciudad de la Historia, como con admirable justeza expresó el Caudillo en su oración dominical, vuelve a sentir en Imperio, y el optimismo, santo y patriótico optimismo, vuelve a reír en ella, como los mejores días del siglo xvi»[38].
Las conmemoraciones de la Victoria culminaron en Sevilla con la salida en procesión extraordinaria de su devoción más popular, el Cristo del Gran Poder, el 3 de mayo de 1939, rodeado de una estética militar y fascista iconológica del entusiasmo nacionalcatólico de la Victoria. El paso iba presidido por Queipo de Llano —figura fundamental para comprender la apropiación y mistificación de la religiosidad popular sevillana— y los coroneles Francisco Bohórquez—que Queipo había impuesto como hermano mayor de la popular hermandad de la Macarena para purificarla y controlarla— y José Cuesta Moreno[39]. Los tres fueron aclamados como los perpetuadores del rito y las tradiciones de la ciudad. La imagen del Gran Poder recorrió las calles entre el saludo fascista del público. El acto en acción de gracias representó la purificación del espacio, recristianizado bajo el símbolo de la cruz, los cirios, el incienso y el ejército.
Las celebraciones de la Victoria estimularon la proliferación de nuevas hermandades por toda la geografía española con las recurrentes advocaciones de Paz y Victoria, como sucedió en la hermandad sevillana del barrio de El Porvenir, fundada por excombatientes, o la hermandad granadina de la Cena, cuya Virgen procesionaba con un palio bordado con los veintiocho escudos de las capitales de provincia que habían apoyado la sublevación militar. Fruto de esta vinculación religioso-castrense se fundó en febrero de 1939, en Málaga, la Cofradía Nacional de Mutilados del Cristo de los Milagros, en torno a la imagen de un crucificado que había sido mutilado durante los ataques anticlericales de 1936 a la iglesia del Sagrario. Dicha hermandad estaba integrada por veteranos y lisiados de la guerra que conjugaban en la procesión su dolor y problemas físicos con los del Cristo Mutilado, en un claro paralelismo entre los soldados de la Cruzada y la propia representación de Dios. La estación de penitencia se convirtió en un desfile de lisiados, de condecoraciones y de mártires entregados a Cristo y a la patria. Sus hermanos no vestían túnica ni capuchón, sino una capa encima del uniforme militar o falangista. La imagen del crucificado mutilado purificaba el espacio, militarizaba el rito y, sobre todo, mantenía vivo en el recuerdo la Guerra Civil y la memoria de aquellos que habían combatido por la ciudad de Dios. En Cáceres, por su parte, la Virgen de la Montaña protagonizó las celebraciones de la Victoria con una misa de campaña en la plaza del General Mola, donde la imagen fue recibida con el saludo fascista, y con una procesión hacia la zona moderna de la ciudad, donde se había levantado una monumental Cruz de los Caídos, centro neurálgico de la iconografía del Nuevo Estado. Las instituciones políticas, falangistas, militares y religiosas procesionaron con la imagen, presentándose como las salvadoras del rito y de la patria[40].
Vi que para un buen cofrade sevillano no importa nada que vengan o no vengan turistas en los días de la Semana Santa, porque él sale a hacer estación de penitencia, mortificándose por sus propios pecados. […] Recordad que la Jerarquía bendice y orienta y estimula a las Cofradías. Recordad que ella ordena y encauza y preside la Semana Santa[41].
La Iglesia católica salió reforzada de la victoria franquista, pese a las tensiones dialécticas que mantenía con el falangismo por el control de la educación, el espacio y la memoria de la nación. La «inflación» de religiosidad se concretó en una mayor asistencia a los cultos en los templos, el aumento de vocaciones religiosas, la construcción de seminarios e iglesias o el impulso de Acción Católica. Del mismo modo, cabe destacar la condena de ciertas manifestaciones recreativas como el carnaval —prohibidos en la zona nacional por una orden circular publicada en el BOE (núm. 108, 5-02-1937)— y los espectáculos de variedades[42]. Esta coyuntura fue aprovechada por la instituciones católicas para purificar en los límites de la ortodoxia las celebraciones de la religiosidad popular, anhelo doctrinal que se remontaba a los orígenes de la fiesta. Desde el púlpito y los boletines parroquiales se invitaba a no aplaudir en Semana Santa las procesiones, que debían circunscribirse al silencio, ascetismo y penitencia de los acontecimientos históricos que se estaban conmemorando. Todos aquellos comportamientos que escaparan a los límites de la doctrina fueron arrinconados como expresiones de devoción desviada.
Ante la simbiosis ritual entre la tradición católica y la simbología y praxis fascistas, fueron numerosas las voces que criticaron la confusión de celebraciones patrióticas, militares y devocionales, en un intento de purificar las manifestaciones de elementos políticos o laicos. Una de ellas fue la del marqués De la Cadena, que reprobó la utilización por parte de la dictadura y, sobre todo, de Falange, de la religiosidad popular. Esta apropiación exigía, según el autor, «un límite, un cauce», que acotara la confusión de la Iglesia con las fórmulas patrióticas y fascistas. Y señalaba que «ante Dios, en la calle o en el templo, que es su casa, se descubre uno o se postra de rodillas […], sin esperar lecciones de los que ahora se creen más católicos que nadie, más patriotas que nadie…»[43].
La prensa católica centró el discurso de sus editoriales y artículos de opinión en purificar de elementos populares, sensuales, fascistas y castrenses las manifestaciones de religiosidad popular. Esto mismo mantenía el periodista Manuel Sánchez del Arco, que publicó un breve ensayo donde defendía la fiesta como una liturgia de culto a Dios, verdadera, y no como un espectáculo de atracción turística o pintoresca[44]. Era también la línea del noticiero Extremadura. Diario Católico, perteneciente al obispado de Coria. En la Semana Santa de 1940, criticó la rivalidad entre ciudades y cofradías por el esplendor y vistosidad de las procesiones, lo cual iba en detrimento del ascetismo y solemnidad de la celebración. «Y esto encierra el peligro de que el pueblo cristiano venga a formarse la idea errónea de que las procesiones son los únicos cultos»[45]. Según el diario, la purificación de los ritos pasaba por la asistencia a la misa dominical y a los sagrados oficios en los templos, único medio para comprender el patetismo de las imágenes. Las procesiones públicas no eran el lugar ideal del rezo, porque el silencio era interrumpido por «ruidos de la calle, cantos desacordes, voces desafinadas, murmullos que no saben a preces, gritos que no nacen de la angustia y hasta risas estrepitosas y aplausos estridentes, que nadie diría que son de cristianos»[46]. El objetivo de las autoridades católicas era el de convertir el espacio público y urbano en un templo abierto donde los comportamientos festivos fueran sustituidos por la solemnidad y el recato religioso. Para ello, contaron con el apoyo de las autoridades políticas, que intentaron legislar en clave purificadora la estancia de las cofradías en la calle.
El Ayuntamiento hispalense, en la Semana Santa de 1937, pidió a las hermandades que ante «las excepcionales circunstancias» de la guerra, se incrementara el «espíritu de sacrificio» y la devoción mística y respetuosa en un acto colectivo de oración en el que la ciudad pidiese la intercesión divina en una pronta culminación de la Guerra Civil[47]. En esta línea, el gobernador civil de Sevilla, Pedro Parias, remitió una misiva a la alcaldía en la que insistía en el momento excepcional de «resurgir» que vivía la patria y en el respeto por los mártires nacionales y sus familiares, y ordenó una serie de restricciones para salvaguardar el orden público, como respetar los horarios, acudir a la catedral por el recorrido más corto, evitar desórdenes y la ingesta de alcohol entre los costaleros y la censura de las composiciones musicales menos acordes con las procesiones ascéticas[48].
Por Dios y por la patria [afirmaba el delegado de fiestas del Ayuntamiento de Sevilla] nos hallamos entregados en estos momentos en cruenta lucha. La preciada sangre de nuestros hermanos riega el solar sobre el que va edificándose la nueva España. En el horizonte aparecen ya dibujados los contornos de nuestra ejemplar victoria […]. Y así debería ser la Semana Santa de este año, una oración colectiva en un ambiente de religiosa austeridad y militarizada disciplina[49].
En la misma línea, Eduardo Luca de Tena, alcalde de Sevilla, publicó en 1940 unas Disposiciones con motivo de las procesiones de la Semana Santa, en las que insistía en la división entre simbología fascista y religiosa, y marcaba la conducta piadosa y castrense de los rituales:
Estimándose que el saludo nacional debe ser reservado para aquellos casos que la Ley señala, entre los que no figura la presencia ante los devotos de las Sagradas Imágenes, a las que procede dirigir oraciones y plegarias, más bien que el saludo oficial, se aconseja al público que al paso de las imágenes e insignias religiosas, adopte una actitud de respeto y recogimiento […][50].
La segunda disposición del alcalde prohibía «proferir durante el desfile […] voces altas o realizar cualquier acto que moleste, perturbe o impida el libre ejercicio del culto». La tercera prohibía contratar a cantaores de saetas, práctica habitual de las cofradías en determinados lugares del recorrido, así como el anuncio de estas actuaciones. Además, las saetas debían ser «acogidas por los oyentes con recogimiento y fervor, sin prorrumpir al final en exclamaciones y aplausos», que resultaban «irrespetuosos» con la veneración católica. El punto cuarto afectaba al cierre de todo establecimiento desde el Jueves al Sábado Santo y se prohibía «producir toda clase de ruidos y manifestaciones que molesten y distraigan la atención de las personas que se hallen dedicadas a prácticas religiosas». La quinta afectaba a los bares, carnicerías y restaurantes, muy concurridos en la Semana Santa romántica y regionalista: «Queda terminantemente prohibida la venta, exhibición y ofrecimiento al público de carnes y embutidos». Y concluía la serie de disposiciones alertando que «los que intenten mofarse del sentimiento religioso del pueblo de Sevilla […] serán rigurosamente sancionados»[51].
Concluidas las celebraciones de la victoria, el cardenal Gomá publicó el 1 de septiembre de 1939 la carta pastoral: Lecciones de la guerra y deberes de la paz, donde cuestionaba los orígenes cristianos de las prácticas conmemorativas falangistas. «Una llama que arde continuamente en un sitio público, ante la tumba convencional del soldado desconocido, nos parece una cosa bella, pero pagana»[52]. Muchos obispos comenzaron a articular un discurso contrario a la fascistización de los rituales, debiendo restringirse estos a los márgenes del comportamiento espiritual. El obispo de Málaga en 1939, Balbino Santos y Olivera, publicó la Carta pastoral sobre la santificación de las fiestas, un nuevo intento de reconducir, resignificar y purificar las celebraciones vinculadas a la religiosidad popular. Dicha carta consideraba que el saludo fascista suponía una desviación de la doctrina cristiana hacia posicionamientos políticos falangistas que, una vez alcanzada la victoria, confundían a los cristianos. El empeño general de estos documentos diocesanos era el de minimizar la influencia de las procesiones para centralizar las celebraciones en los templos. Es por ello que Balbino Santos insistía en el valor supremo de la misa frente a otras manifestaciones no eclesiales o dogmáticas de un «simbolismo exagerado», y en la infalibilidad y «soberana autoridad» de la Iglesia como vínculo imprescindible de acercamiento a la divinidad[53]. En esta línea, el cardenal de Granada, Agustín Parrado García, publicó una serie de recomendaciones de comportamiento para las procesiones de Semana Santa en las páginas del diario Ideal, donde incidía en que había que evitar «el espectáculo irreverente […] de los que alzan el brazo ante las sagradas imágenes dando muestra de su ignorancia»[54]. También el cardenal Segura de Sevilla en sucesivas cartas pastorales —Las Cofradías y la vida cristiana de 1938, Ordenanza para las Cofradías de la Archidiócesis de Sevilla que hagan Estación de penitencia en Semana Santa de 1943 y Las fiestas de Semana Santa de Sevilla de 1944— denunció «la pobreza de los cultos dentro de las iglesias» frente al esplendor y la confluencia masiva a las procesiones. Segura reivindicaba una limpieza espiritual de la religiosidad popular a partir del orden, el silencio, la oración y la piedad, evitando los rasgos costumbristas del ritual, como la retirada del antifaz de los nazarenos, la entrada en bares, la participación de mujeres en las procesiones o las composiciones musicales estridentes. Finalmente, prohibía que «en las procesiones introduzcan nuevos usos, completamente ajenos a la tradición de la Iglesia, tales como el de dar vivas, aplausos, el de levantar la mano al paso de las sagradas imágenes, a su entrada y salida de los templos, y el toque del himno nacional»[55].
Los rituales populares se enmarcaron en una misión expurgadora de los pecados, de purificación espiritual del solar sagrado de la patria. En las fórmulas resiginificadas de la religiosidad popular tuvieron un papel destacado advocaciones como San José Obrero, la Virgen de Fátima, la Inmaculada o el Sagrado Corazón, este último con una amplia tradición devocional que había llevado a Alfonso XIII a nombrarlo patrón de la Hispanidad. Del mismo modo, el culto al Sagrado Corazón facilitaba el recuerdo dirigido del fusilamiento a la estatua en el Cerro de los Ángeles —«todo ello [afirmaba Enrique Plá y Deniel] no era una simple venganza o represalia cruel contra enemigos políticos; era el odio satánico de los sin Dios contra la ciudad de Dios en la tierra»[56]— y presentaba su devoción como una prueba inequívoca del consenso de las culturas políticas del franquismo en torno a la narrativa nacionalcatólica.
También cabe destacar las resistencias de los usos y costumbres de la idiosincrasia «cofradiera» a los intentos de purificación, militarización o fascistización del rito. El general Millán Astray, en la Semana Santa de Sevilla del año 1939, presidió como hermano honorario el paso del Cristo de la Buena Muerte de la Hermandad de los Estudiantes, caracterizada por el silencio y recogimiento de su estación de penitencia. Ese año, de forma excepcional y en contra de las tradiciones y reglas no escritas del ritual, la escuadra de gastadores y banda de cornetas y tambores de la Legión interpretó al paso del Crucificado por la plaza de San Francisco el himno militar «El novio de la muerte», lo que provocó el enfado del público y los cofrades. La Hermandad rogó que la banda de música de la Legión no volviera a procesionar por tratarse de una hermandad de silencio y Millán Astray no regresó a Sevilla para presidir un paso de Semana Santa.
Así mismo, debemos señalar la utilización de la religiosidad popular como mecanismo de resistencia política al franquismo. Encontramos un ejemplo en la poesía del exilio de Alfonso Carmín. En 1946, publicó unos versos en Mi Revista. Ilustración Latino-Americana, en la que identificaba a Cristo y a la Virgen con la España republicana, mistificada y secuestrada en los cultos mortuorios y de la victoria de las autoridades nacionalcatólicas: «La Madre de Dios, Madre de España, / hace diez años que también camina / de cuneta en cuneta / de ciudad en ciudad, de campo en campo». Carmín relacionaba las imágenes más señeras de la Semana Santa sevillana, el Cachorro y la Macarena, con la muerte y pena del pueblo español: «El Cristo del Cachorro / es el Pueblo Español; La Macarena / es la Nación que escarnecéis a diario». El poema concluía con una dura condena de la represión franquista que había convertido al país en un calvario de muerte:
Cristo es prisionero de Mahoma,
se escarnece a la Virgen Nazarena;
Barrabás es el jefe
de los de cara al sol, triunfa y arenga,
se llama rey de reyes,
se burlan de Jesús, Dimas y Gestas;
corta el pelo a las mozas,
manda cortar cabezas
y aún le pregunta al Cristo por qué sangra
y llora de dolor la Macarena.
¡Llora por el Cachorro,
por el Pueblo español, llora por Ella;
llora por esos Cristos andaluces
por el que abre los brazos en Palencia,
por los Cristos del Norte marinero,
por la raza dispersa
que siendo grande cuando Dios quería,
hoy se va hacia los mares, se destierra
y se queda sin brazos,
sin voz y sin hogar y sin bandera! (…)
hoy toda España es espolón de Burgos,
un cura, una beata, una alcahueta,
un Escorial de pompas en ceniza
y un Pardo de hemofílicas gangrenas[57].
En definitiva, las tradiciones políticas conservadoras, fascistas y católicas escenificaron en el escenario de la religiosidad popular durante la Guerra Civil una comunión de intereses que permitió consolidar la dictadura a partir de una serie de modelos de legitimación. Principalmente, la unción sagrada y popular de la sublevación representada en las procesiones, la vestimenta de los iconos religiosos y la participación eclesiástica, pero también la asimilación con imágenes y tradiciones que enraizaban la dictadura con los imaginarios locales e identificaba la acción del Nuevo Estado con la restauración de los valores nacionales y metafísicos de cada comunidad. Esta comunión de intereses dejó su huella en unas representaciones en proceso paulatino de fascistización política y simbólica, a la que contribuyó el ímpetu de las autoridades franquistas y la confusión entre celebraciones religiosas, paradas militares y conmemoraciones fascistas. Constatamos dicha fascistización en la participación de las masas, en la vinculación palingenésica de la pasión de Cristo con la historia de España, en múltiples escudos y representaciones con una clara estética fascista y en la articulación de una narrativa de la Victoria en clave dicotómica: del caos republicano a la regeneración patriótica. En este sentido, fue esencial la identificación de las imágenes cristológicas con el Caudillo u otros héroes, personajes providenciales que garantizaban la continuidad nacional y la perpetuación del rito. Es por esto que las celebraciones de la Semana Santa constituyeron auténticas celebraciones del régimen y representaron el corpus de lealtades del Nuevo Estado. La consecuencia directa de la fascitización de los ritos fue la pérdida creciente de horizontalidad y cromatismo en las fiestas hasta bien entrada la década de los sesenta. Procesiones y romerías compartieron espacio y significados con actos falangistas y castrenses, viéndose alterada radicalmente la estética regionalista y romántica de las celebraciones.
Una vez concluida la guerra, la Iglesia católica, que hasta entonces había participado de la simbiosis en los horizontes de lo popular, comenzó a marcar límites con las prácticas fascistas y a reivindicar un régimen de corte teocrático en el que el poder terrenal estuviese al servicio del orden eclesiástico, enfrentado al modelo fascista cesaropapista, en el que lo religioso estaría supeditado al proyecto de construcción de una religión política nacional. Estas disputas se concretaron en el escenario cultural de la religiosidad popular en debates sobre el significado de los rituales. El proceso de purificación de las fiestas llevado a cabo por la Iglesia restó costumbrismo y mistificó creencias locales y prácticas identitarias, alcanzado así un anhelo histórico del clero de catolizar ritos de tradición pagana o de espiritualidad laxa. Las manifestaciones de piedad popular perdieron su espontaneidad y se alejaron de amplios sectores de la población, que pasaron a percibirlas como actos de recatolización, de síntesis del pacto nacionalcatólico o de representación del poder y de la legitimidad de las jerarquías políticas del Nuevo Estado. Romerías y procesiones fueron jerarquizadas, controladas por las instituciones y reglamentadas, perdiendo sus significaciones identitarias con las comunidades que las perpetuaban.
La construcción de la memoria franquista distó de ser un proceso unidireccional o estático; más bien, se articuló a partir de las tensiones y luchas por el control simbólico del espacio, el tiempo y la noción de sacralidad de las diferentes familias políticas del régimen. Por tanto, podemos concluir que el consenso y asentamiento de la dictadura fue el fruto de múltiples variables ideológicas, memorias y narrativas que confluyeron en la cosmovisión nacionalcatólica. La Iglesia pudo salir victoriosa en la construcción de la memoria del franquismo, pero los procesos de fascistización dejaron una amplia huella en los rituales y en el modelo de Estado.
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