RESUMEN
El influjo y la aplicación de algunos de los postulados de lo que se dio en llamar el giro lingüístico supuso, a partir de la década de los años setenta, una honda renovación en el campo de estudio de la historia intelectual. Entre las corrientes que vinieron a romper con la tradicional historia de las ideas destacan el contextualismo histórico (historia de los lenguajes y los discursos políticos) de la denominada escuela de Cambridge y la historia de los conceptos políticos y sociales (Begriffsgeschichte) del historiador alemán Reinhart Koselleck. Entre convergencias y controversias, ambas escuelas han devuelto ideas y textos a su historicidad en forma de lenguaje. La historia conceptual alemana concretamente, en sus investigaciones sobre el cambio político-conceptual operado en la modernidad, su relación con la historia social y su dimensión teórica en el estudio de las temporalidades históricas, conoce en España, desde finales del siglo xx, un fructífero arraigo, habiéndose consolidado tanto en el ámbito de la filosofía como en el de la historiografía como la corriente principal de la historia de las ideas políticas y sociales. El empuje de la historiografía hispana ha alcanzado incluso una dimensión trasnacional, cristalizando en diversos proyectos, diccionarios y publicaciones de carácter iberoamericano. Tras veinticinco años de resultados, las posibilidades que ofrecen la teoría y metodología de la historia conceptual están lejos aún de agotarse.
Palabras clave: Historia conceptual; historia de las ideas políticas y sociales; historiografía; España; Iberoamérica.
ABSTRACT
The influence and application of some of the main postulates of what is known as the linguistic turn led, beginning in the 1970s, to a deep renewal in the field of intellectual history. Among the currents that broke with the traditional history of ideas are the historical contextualism (history of languages and political discourses) of the so-called Cambridge School and the history of political and social concepts (Begriffsgeschichte) of the German historian Reinhart Koselleck. Throughout convergences and controversies, both schools have returned ideas and texts to their historicity in the form of language. German conceptual history, with its research on political-conceptual change in modernity, its relationship with social history and its theoretical dimension in the study of historical temporalities, has had fruitful roots in Spain since the late twentieth century, up to the point of becoming, both in the field of philosophy and historiography, the main current in the history of political and social ideas. The thrust of Hispanic historiography has even reached a transnational dimension, crystallizing in various Ibero-American projects, dictionaries and publications. After twenty-five years of results, the possibilities offered by the theory and methodology of conceptual history are far from being exhausted.
Keywords: Conceptual history; History of Political Thought; Historiography; Spain; Latin America.
Las ideas políticas no son pelotas que los autores se vayan pasando de siglo en siglo. Cuando en 1969 un joven Quentin Skinner publicó «Meaning and understanding in the History of Ideas»[1], un texto convertido hoy ya en clásico, sentó los fundamentos para la renovación de la historia intelectual tal y como había sido estudiada hasta el momento. En él cargaba, no sin ironía, contra el enfoque tradicional de la historia de las ideas como un canon de autores y textos clásicos (practicado por Lovejoy para el mundo anglosajón o por Meinecke y su Ideengeschichte en el ámbito germano[2], y aún presente en la mayoría de los manuales académicos[3]), entendidos como un depósito de conocimiento atemporal con el que los contemporáneos podrían dialogar en torno a cuestiones inmutables al margen de las condiciones sociales o los contextos intelectuales de su producción; o, por el contrario, excesivamente determinados por esas estructuras socioeconómicas de la que no serían más que epifenómenos. En contra de la aplicación ahistórica de nuestras propias expectativas o prejuicios acerca de su significación, Skinner denunció las «mitologías» presentes en ese tipo de aproximaciones que alejaban la disciplina de la historia de las ideas del conocimiento propiamente histórico.
Aquellas mitologías no constituían otra cosa que formas anacrónicas[4] de aproximarse al texto histórico: la mitología de las doctrinas que, tratando las ideas como unidades de sentido de desarrollo lineal y atribuyéndolas a ideologías contemporáneas que de algún modo habrían estado siempre presentes, reifica las ideas y etiqueta a sus autores, de acuerdo con un paradigma previo, como antecesores de algo que ellos no pudieron conocer ni tener en perspectiva; la mitología de la coherencia, que atribuye al exegeta la tarea de presentar de forma sistemática y coherente el pensamiento de un autor, resolviendo sus posibles antinomias, por mucho que este haya escrito a lo largo de décadas de los más variados temas, pudiendo haber mudado de opinión o, sencillamente, caído en contradicciones; o la mitología de la prolepsis, al mostrarse el historiador más interesado en dotar de un significado retrospectivo al texto, de acuerdo con formas teleológicas de explicación (como si la obra tuviese que esperar al futuro para dotarse de una verdadera significación), en vez de preguntarse por lo que su autor quería decir en aquel tiempo. Una cuarta mitología[5] que podría desprenderse del artículo de Skinner es aquella del provincialismo, que no es otra cosa que el riesgo de creer percibir algo aparentemente familiar en el estudio de lo desconocido: volveríamos así a caer en las influencias y las anticipaciones carentes de significado histórico porque, tal y como apunta el historiador británico, «la historia se convierte entonces en un montón de ardides con que nos aprovechamos de los muertos»[6].
Quentin Skinner señalaba así la gran diferencia entre el significado de un texto y la verdadera comprensión de este, de forma análoga a como se concibió en la tradición alemana del siglo xix, de Marx Weber a Dilthey y frente al positivismo, la distinta metodología aplicable a las ciencias de la naturaleza (Erklären, explicación de fenómenos causales) y a las «ciencias del espíritu», guiadas por la comprensión (Verstehen) del significado de la acción desde el punto de vista del agente[7]. El historiador no debería limitarse, por lo tanto, a dar mera cuenta de lo dicho en un texto (porque «el significado de los términos que utilizamos para expresar conceptos contemporáneos a veces cambia con el tiempo»[8]), sino que debería indagar en lo que su autor «quiso decir» −es decir, preguntarnos por sus intenciones.
La Escuela de Cambridge, de la que Quentin Skinner es un máximo exponente junto a otros preeminentes autores como J. G. A. Pocock, John Dunn, James Tully, David Armitage o Anthony Pagden, pretende así devolver los textos históricos a su historicidad (al significado que pudieron albergar en su momento histórico), de acuerdo a los siguientes presupuestos: a) considerar los textos y obras políticas e intelectuales del pasado como un «speech act», un acto del lenguaje que, en la línea con la pragmática de Wittgenstein y la teoría de las «expresiones performativas» de Austin (afirmaciones que, en vez de limitarse a describir una realidad dada, buscan cambiar la realidad sobre la que versan), son equiparables a toda acción histórica; b) para comprender dichos actos del lenguaje es necesario asomarse a su contexto, las condiciones de posibilidad para que algo semejante pudiera ser dicho, especialmente en lo que respecta al utillaje lingüístico (conceptual, retórico y discursivo) disponible en su momento, y c) el historiador debe preguntarse igualmente por el sentido de ese discurso en tanto que acto performativo, es decir, por la intencionalidad del autor: a quién responde, a quién se dirige, qué efecto buscaba causar en su público.
No existe, por tanto, tal y como pretendía Lovejoy, una historia de «ideas-unitarias» con un «significado esencial»[9] despojado de los agentes que las producen o se sirven de ellas porque esas ideas, expresadas en conceptos utilizados a lo largo del tiempo, pueden haber sido manipuladas, con diferentes y a veces opuestas intenciones; porque las propias conceptualizaciones varían en el tiempo, tal y como ya supo ver tempranamente Benjamin Constant en su famoso discurso de 1819, La libertad de los modernos comparada con la de los antiguos[10]. Porque las ideas no pueden, en fin, desvincularse de su agente y las intenciones de este ni, estudiadas como «islas», nos dicen nada acerca del papel desempeñado por las mismas en el discurso, si ocupaban un lugar central o periférico en el clima intelectual de un periodo dado ni a qué cuestiones de su época pretendían responder.
De manera paralela al surgimiento y expansión de la nueva metodología de la escuela de Cambridge en el mundo anglosajón, surgió en el ámbito germano una segunda tradición centrada igualmente en la semántica histórica: la historia de los conceptos (Begriffsgeschichte), liderada por el historiador Reinhart Koselleck. Ambas corrientes insistían en el carácter performativo del lenguaje, capaz no solo de describir realidades dadas, sino de (aspirar a) transformarlas. La obra de Koselleck pretendía así, tanto en su vertiente teórica como metodológica, vincular la filosofía del lenguaje con la teoría política y la historia social[11], a través del análisis de las transformaciones semánticas operadas en los conceptos políticos y sociales que articulan todavía hoy nuestro vocabulario (y nuestra manera de entender) el mundo moderno de lo político-social.
A pesar de las concomitancias entre ambas formas de aproximación lingüístico-histórica a la teoría política, muchas son también sus diferencias, particularmente en los aspectos que han resultado más débiles o criticados para cada una de las escuelas[12], y las propias reticencias que tanto Skinner como Koselleck mostraron en cuanto a la posibilidad de combinar ambos enfoques[13]. La primera disparidad la constituye su objeto de estudio o unidad de análisis: los discursos y lenguajes políticos en el caso de la escuela de Cambridge (cuyos trabajos han privilegiado la tradición republicana) frente a los conceptos de Reinhart Koselleck, que escapan así de un marco discursivo prefijado, puesto que el mismo concepto puede ser utilizado por unos y otros (republicanos y liberales) con distintos significados. La segunda distinción tiene que ver con el aspecto del lenguaje enfatizado: mientras que los anglosajones privilegian el sentido de la pragmática (factores situacionales) promovido por la filosofía analítica, la historia conceptual alemana bebería preferentemente de la hermenéutica de Gadamer, maestro del propio Koselleck. Otro tercer aspecto polémico entre ambas escuelas descansa precisamente en esa noción de contexto: si las «ideas en contexto» de Cambridge indagan en el ambiente intelectual, lingüístico y retórico de la época, el contexto privilegiado por la historiografía alemana sería la propia historia social y sus transformaciones, que retroalimentan a su vez el cambio conceptual y viceversa. Los agentes del discurso, así, ya no serían tanto los grandes autores, sino los movimientos políticos y sociales y aquellos conceptos fundamentales con los que entretejen sus discursos.
Por último, la discrepancia probablemente más sustancial entre ambas aproximaciones residiría en el arco temporal estudiado y, especialmente, en la propia concepción de la temporalidad histórica[14]; así, la escuela de Cambridge habría centrado sus estudios preferentemente en la época moderna y en lo que Pocock llamó «el momento maquiavélico»[15], mientras que la escuela alemana se habría decantado por la etapa umbral de nuestra contemporaneidad (1750-1850), época en la que habrían tenido lugar las grandes transformaciones políticas, sociales y semánticas de acuerdo a una compleja articulación de temporalidades. Porque si en los autores anglosajones primaba la perspectiva de una temporalidad discursiva entendida a la manera de los paradigmas científicos de Kuhn o las constelaciones de Collingwood[16] (en tanto que cosmovisiones prefijadas) y cifraban toda posibilidad de cambio a los juegos de la retórica en estudios de carácter sincrónico, en la obra de Koselleck, tal y como veremos, se apuesta por la estratificación temporal, la sedimentación semántica y la tensión de significados contenidos entre la experiencia y la expectativa, génesis del cambio conceptual, lo que conlleva la necesidad de un análisis diacrónico.
A pesar de estas discrepancias, muchos son los investigadores que apuestan hoy por una posible convergencia o enriquecimiento mutuo entre ambos enfoques[17], ya que «los discursos se articulan necesariamente sobre un entramado de conceptos y, recíprocamente, los conceptos únicamente se hacen operativos a través de discursos, debates, argumentos e ideologías». Y esos argumentos, discursos y conceptos que interactúan entre sí interfieren necesariamente con el plano factual de los procesos históricos[18].
No existirían, en fin, ideas determinadas a las que diversos autores contribuyeron a lo largo de la historia y con las que el filósofo político de hoy pueda discutir ajeno a los «ataques del perspectivismo»; algo similar ocurriría con los conceptos normativos que la historiografía política e intelectual tradicional han venido proyectando «desde fuera» a los propios agentes[19]. Ante los textos del pasado, el historiador solo puede constatar, por el contrario, la existencia de una variedad de afirmaciones hechas por una diversidad de agentes con intenciones diferentes: una historia de sus usos, porque «la persistencia de expresiones particulares no es un indicador fiable de la perennidad de las cuestiones»[20].
El tránsito de la antigua historia de «ideas» a la llamada «nueva historia intelectual», y las transformaciones teórico-metodológicas con ello aparejadas, han supuesto, en fin, una reconfiguración fundamental del objeto de estudio[21]. Porque la historización de los usos, concebidos como actos de una pluralidad de agentes en liza, señala hacia la discontinuidad de las ideas, y el vocabulario político general de una época se presenta entonces como un límite intelectual infranqueable. El «giro hacia la lingüisticidad»[22] de las ciencias sociales y las humanidades acaecido en las últimas décadas, en su estudio sistemático de los textos políticos del pasado y a través de la conjunción entre diferentes escuelas y culturas historiográficas[23], no constituye un mero salto de la historicidad de los fenómenos sociales a la historicidad del lenguaje, porque este ocupa un papel constitutivo fundamental en la configuración de los procesos históricos. La historia de los discursos y los conceptos políticos sería así también una historia social —o, como algunos otros han dado en llamarla, postsocial—[24].
«El concepto de perro no puede ladrar» es una máxima spinozista de la que Althusser se sirvió para desvincular los conceptos de la realidad empírica, cuyo conocimiento no pasaría por el contacto inmediato con lo «concreto», sino por la producción de un concepto de conocimiento como condición de posibilidad teórica; los conceptos, por lo tanto, carecerían de historia[25]. Contra el historicismo, el estructuralista marxista francés reivindicaba aquella aspiración que hacía de las categorías científicas voces unívocas y ahistóricas y que, en su caso, reclamaba la propia ahistoricidad del materialismo histórico, no como «expresión» de su tiempo, sino como herramienta científica de conocimiento de todo tiempo histórico.
El lenguaje, por lo demás, habría sido tratado como mero epifenómeno de realidades no-lingüísticas desde el enfoque materialista, mientras que, en el otro extremo, desde el idealismo se le habría atribuido la capacidad de determinar la realidad en tanto que expresión del espíritu humano. Pero ninguna de estas dos aproximaciones resolvía satisfactoriamente para el historiador alemán Reinhardt Koselleck la cuestión de la diferencia entre la realidad histórica y su forma lingüística, y la compleja relación entre los sucesos y el lenguaje que conceptualiza aquello que sucedió, pudo haber sucedido o podría suceder en el futuro. No hay experiencia sin lenguaje: la hace inteligible, comunicable, la interpreta y puede incluso transformarla. Todas las vidas se constituyen a partir de experiencias particulares que necesitan de conceptos para ser integradas: «El ser humano, por su propia naturaleza, necesita el lenguaje para moverse, para mirar, para escuchar, para recordar o para desear o esperar algo y, por tanto, para actuar y para pensar»[26]. Por eso, para Koselleck, la historia conceptual tenía que ser también una historia social y viceversa, porque tanto la sociedad como el lenguaje son condiciones metahistóricas, interdependientes, sin ser tampoco reducibles la una a la otra[27].
Entre las circunstancias históricas y su registro lingüístico existe siempre una tensión; el cambio conceptual mantiene una relación compleja con las transformaciones que tienen lugar en el plano factual[28], y este sería el núcleo de la historia de los conceptos políticos y sociales tal y como la concibió Koselleck, ya que, al contrario de lo que defendía Althusser, los conceptos sí tienen una historia, una multiplicidad de significados concurrentes que se van adaptando a la realidad mudable, que no se deja atrapar bajo un mismo concepto todo el tiempo: el cambio social y conceptual no suele transcurrir en paralelo y de forma simultánea porque las palabras no solo van a remolque de la realidad descrita, sino que también tienen la capacidad de anticiparse y nombrar realidades aún no existentes. Los conceptos son «índices y factores»[29] de la historia social, con la que se relacionan, las más de las veces, mediante asincronías.
De eso y no otra cosa trata la semántica histórica, de inquirir en los significados vividos por los actores políticos del pasado, renunciando a toda semántica trascendente de los conceptos entendidos como esencias intemporales. Gadamer defendía, frente al estudio de los textos del pasado en su alteridad histórica, la pertinencia de una interpretación filosófica y hermenéutica a la luz de las inquietudes del presente, y algo semejante sostenía Ricoeur cuando afirmaba que «lo que el texto nos dice ahora importa más que lo que su autor quiso decir»[30]. Más recientemente, otros autores como Lucien Jaume han defendido, en sintonía con aquellos postulados althusserianos, la diferenciación entre los «conceptos políticos» (que él llama «ideopraxis», presentes en los textos de intervención política que invitan a la acción), sujetos a controversia y modificaciones, y los «conceptos filosóficos», supuestamente de significado teórico más estable[31]. Pero, aunque pueda ser cierto que el sensus historicus de un documento no agota todas sus capacidades semánticas, no se puede eludir el hecho de que las reflexiones teóricas tampoco escapan a sus circunstancias de producción[32]. Por tanto, también sus categorías están sujetas a la contingencia y la contestabilidad, porque todo conocimiento tiene una naturaleza histórica, y eso incluye a nuestros propios conceptos historiográficos. La historia, así, se somete a una reescritura perpetua en la medida en que sus conceptos son desafiados a la luz de las cambiantes experiencias históricas. No se trata, en todo caso, de relativismo, porque las interpretaciones siempre estarán limitadas por las barreras metodológicas y el poder de veto de las fuentes[33]. La historia conceptual nos enseña así que no existen conceptos atemporales, sino una variedad de significados en sociedades variadas, y esa es la lección que podemos extraer no solo del pasado, sino también para nuestra reflexión política actual, tal y como defendía Skinner[34].
El nombre de Begriffsgeschichte («historia conceptual») proviene de Hegel[35], y su fruto principal fue la publicación, por parte de Koselleck y en colaboración con Otto Brunner y Werner Conze, del magno diccionario Historia de los conceptos fundamentales: lexicón histórico del lenguaje político-social en Alemania (Geschichliche Grundbegriffe, en adelante GG), dividido en nueve volúmenes (1972-1997). En él se daba cuenta del cambio semántico acaecido en los principales conceptos políticos y sociales (Estado, revolución, cultura, nación, o el propio concepto de historia, entre otros muchos) en los albores de la edad contemporánea, de la mano de las propias transformaciones sociopolíticas del periodo y haciéndolas, al mismo tiempo, posibles.
El análisis conceptual investiga así acerca del uso de los conceptos ligados a una situación y a unos hablantes con una carga de intenciones determinada, a través de los cuales y en cuyo debate los actores políticos de una sociedad dada se piensan y constituyen, forjando nuevos argumentarios, horizontes programáticos e identidades políticas. Ya hemos apuntado al hecho de que, lejos de presentar un único y determinado significado, los conceptos han sido históricamente formados como un campo de batalla en el que se despliegan diferentes definiciones concurrentes, diferentes formas de entender la realidad y sus posibilidades de transformación (puesto que son nociones que incluyen, más allá de una estricta referencia a lo ya existente, la capacidad performativa de crear nuevas realidades de acuerdo a una determinada voluntad de futuro, por lo que discurso y acción resultan indisociables). Polivalentes, difusos y polisémicos, cargados de historicidad y controversia, y al servicio de argumentaciones y finalidades múltiples, tal y como señalaba Melvin Richter, «en los conceptos «contestables» las discrepancias forman parte indispensable de su significado»[36] y son claves en la batalla política.
Así, frente a la claridad y coherencia semántica objeto del análisis filológico por parte de los lexicógrafos, la historia de los conceptos políticos fundamentales se centraría en su concentración de significados, capaces de evocar realidades a menudo contradictorias y otras aún no existentes, prestando especial atención a los contextos lingüísticos y sociopolíticos (condiciones epistémicas y de estrategias discursivas) en una aproximación sincrónica[37]. Al mismo tiempo, la historia de los conceptos es capaz de exceder ese espacio interpretativo, liberándose del contexto concreto de un momento dado porque, en la perspectiva de Koselleck, los conceptos no son «actos de habla» únicos e irrepetibles, sino que también están sujetos a la recepción, traducción y resemantización por parte de sujetos históricos posteriores en nuevos contextos políticos. El estudio de las pervivencias o sedimentaciones semánticas, así como de las grandes transformaciones operadas en esos conceptos políticos es lo que permite sumar, al análisis sincrónico, una aproximación diacrónica capaz de dar cuenta de la evolución en el tiempo, aspecto que marca la peculiaridad de la historia conceptual al ayudarnos a comprender las controversias y cambios conceptuales en términos más amplios que aquellos del significado.
En el marco de ese hincapié en el cambio conceptual ocurrido en el arco temporal en el que arranca nuestra contemporaneidad, momento de transformaciones aceleradas y explosión de neologismos, la teoría de Koselleck destacó una serie de características clave de las metamorfosis operadas en el vocabulario político: la primera, una tendencia a la abstracción plasmada en el surgimiento de los nuevos singulares colectivos, que habría hecho, por ejemplo, de los estados/estamentos, en tanto que posición social propia de la sociedad jurídicamente heterogénea y desigual del Antiguo Régimen (status), el Estado contemporáneo, unidad política racional-burocrática con soberanía sobre su territorio y población[38].
A la concentración y acumulación de significados en un nombre singular y genérico le habrían acompañado, además, otros cuatro grandes rasgos destacables: a) la democratización de su uso (los conceptos pasan de ser monopolio de algunos pocos hombres, filósofos y miembros de la república de las letras, a abrirse a un abanico más amplio de hablantes a través del debate en la esfera pública, difundidos en periódicos y tertulias, y llegando incluso a calar en las capas más populares de la población); b) la ideologización (el mismo concepto es objeto de usos y significados contrapuestos, de acuerdo a las diferentes tradiciones de la filosofía política y al lenguaje en el que se enmarque); c) la politización (en el debate cotidiano de las luchas partidistas tiene lugar un pulso por monopolizar el uso del concepto y manipular la fijación de su significado específico), y d) por último, la temporalización, aspecto clave en la teoría de Koselleck porque, tal y como veremos, la resemantización implica también connotaciones temporales y una particular relación de tensión entre el pasado, el presente y el futuro que queda plasmada en el propio significado de la palabra, alejándola de toda idea de una evolución progresiva y constante, tal y como se había considerado desde la tradicional historia de las ideas[39]. Y es que «la historización de los usos apunta a una discontinuidad de las ideas, concebidas como actos de los agentes. La singularización politiza el cambio intelectual y conceptual en la medida en que, en toda circunstancia política, una pluralidad de agentes compite entre sí, rivalizando por específicos repartos de poder»[40].
La ordenación alfabética y la primacía de los conceptos como objeto de análisis de aquel gran GG, modelo para proyectos ulteriores, fue objeto de crítica por parte de los principales autores de la escuela de Cambridge: si Pocock acusaba a esa disposición de no mostrar la interrelación insoslayable entre diversas narrativas interactuantes, Skinner, desde su interpretación de los conceptos como actos de lenguaje irrepetibles, criticó duramente la asunción implícita en la teoría de Koselleck de que los conceptos tendrían un sentido capaz de trascender el margen de las situaciones comunicativas[41]. Frente a ellos, el historiador alemán siguió creyendo que «solo la neutralidad del alfabeto ofrece la oportunidad de proceder con toda la elasticidad y adecuación necesarias al devenir histórico»[42].
Voces más recientes han defendido la necesidad de una nueva orientación dirigida a la exploración de campos conceptuales y argumentaciones[43], algo que, más allá del GG, siempre ha estado presente, no obstante, en la obra de Koselleck: así, el estudio de antinomias o «contraconceptos», los «conceptos asimétricos» (dualismo desigual de lógicas identitarias de inclusión y exclusión)[44], o las relaciones privilegiadas entre términos pertenecientes al mismo campo semántico estuvieron desde un primer momento incorporados al análisis, consciente como fue siempre el historiador alemán de que los conceptos «siempre están integrados en redes conceptuales»[45].
El diccionario GG, en sus más de siete mil páginas, recogía el análisis de esos conceptos fundamentales desde su origen en la Antigüedad, pero asumiendo como tesis fundamental la existencia de un periodo de profundo cambio conceptual, en el que se dieron todas esas grandes transformaciones antes mencionadas, y que se situaría en el arco temporal comprendido entre 1750 y 1850, momento en que la propia vida política y social fue objeto, de la crisis del Antiguo Régimen y la Ilustración a las revoluciones industrial y francesa o la Restauración, de hondas mutaciones que forjaron nuestro mundo (y vocabulario) político contemporáneo. A aquel gran «momento conceptual», entendido en el sentido de tipo ideal weberiano[46], Koselleck le puso el nombre de Sattelzeit: un tiempo bisagra entre el viejo y el nuevo orden, el tiempo umbral de la modernidad (literalmente, «tiempo silla de montar»: es decir, un tiempo a horcajadas).
La aplicación de ese «tiempo a horcajadas» como herramienta heurística, justificada por la identificación de esas grandes metamorfosis de los conceptos fundamentales anteriormente referida, hacía especial énfasis en la temporalización de estos: el tiempo histórico, que por entonces se volvía autorreflexivo y consciente, entraba de lleno a formar parte de la semántica de esos conceptos, dotados ahora de una estructura temporal interna. El propio concepto de «modernidad» (Neuzeit en alemán, literalmente «tiempo nuevo», porque así fue específicamente percibido por sus protagonistas, como algo inédito en la historia), o incluso el de «historia» (Geschichte), convertido en un singular colectivo que puso fin a la tradicional distinción en lengua alemana entre las historias de los acontecimientos y la narración de los mismos (historie), apuntaban a una nueva relación entre el pasado, el presente y el futuro como característica clave de la nueva época[47].
Y es que la semántica de esos conceptos políticos fundamentales de la modernidad (algunos neologismos, otros, rescates del pasado resignificados) estaba atravesada por una tensión temporal inherente a sus nuevos significados: la tensión entre el «campo de experiencia» (estratos de significado acumulados a través de las experiencias personales y colectivas del pasado) y un nuevo «horizonte de expectativas» (conceptos cuyo sentido se proyecta hacia el futuro, nombrando realidades aún no existentes) que cada vez cobraba más peso en la carga semántica. La condensación de significados de los conceptos fundamentales sumaba así al contenido experiencial el potencial dinámico y de transformación, temporalmente generado dentro del lenguaje[48], y simultáneamente convertido en descriptivo y prescriptivo. El tiempo radicalmente nuevo de la modernidad había roto con aquella idea de la historia magistra vitae y el recurso a modelos y experiencias del pasado como solución a los problemas del presente, y se abría, por el contrario, desde la conciencia de la sorprendente novedad del tiempo presente, a un futuro desconocido e infinito de posibilidades, percibido como más o menos inminente por la propia experiencia de la aceleración de los tiempos[49].
En torno a las revoluciones atlánticas un gran número de conceptos políticos perdieron así parte de su contenido experiencial para adoptar un cariz fuertemente performativo y un potencial de pronóstico derivado de su capacidad para diseñar y construir el futuro. Si el filósofo Bergson había propuesto una filosofía del tiempo en tanto que apertura hacia lo nuevo de carácter ontológico[50], la cuestión del tiempo en opinión de Koselleck era meramente histórica, y radicaba en el núcleo del principio de modernidad: una aceleración de los tiempos que traía el futuro al presente, un futuro pasado[51]. En línea con la idea de los «regímenes de historicidad» de François Hartog, podríamos afirmar que la centuria a caballo entre los siglos xviii y xix fue un régimen de «futurismo» (en contraposición al absoluto presente o «presentismo» de nuestra época, que recrea en el presente el pasado en forma de memoria, y el futuro, a través de modelos de predicción computacionales y simulaciones en tiempo real)[52]. Surgieron así, en la primera mitad del siglo xix, los −ismos, sufijo que denota movimiento. En el momento de su acuñación, estos no poseían un contenido propiamente experiencial, sino que se trataba de conceptos de anticipación que denotaban una serie de programas que habrían de ser realizados en el transcurso de las luchas políticas, incitando a la acción y la movilización[53]. De las libertades del Antiguo Régimen surgió así el concepto de libertad moderno, que no refería ya tanto a un contenido experiencial, sino a unas determinadas expectativas que realizar en la vida política, esto es, una dimensión normativa y a la vez pragmática. Porque de esa libertad surgió primero liberal como identidad, y pronto liberalismo como movimiento y programa político para orientar la acción colectiva.
Pero del concepto de tradición también surgió el tradicionalismo, cuya expectativas y programa de futuro perseguían precisamente un regreso al pasado. Y es que el Sattelzeit nunca marcó una cesura total entre el viejo y el nuevo orden al modo de las revoluciones científicas y los paradigmas kuhnianos. Se produce así lo que Koselleck llama la «simultaneidad de lo no-simultáneo», la pervivencia de lo no-contemporáneo en el significado presente a través de conceptos que contienen diversos estratos procedentes de significados pasados. Y no podemos hablar del tiempo si no es a través de metáforas espaciales: las experiencias no forman una línea recta, sino que se convierten en sedimentaciones, unos «estratos de tiempo» que «remiten a planos temporales de distinta duración y origen, y que existen y actúan simultáneamente»[54].
Discípulo de Gadamer o Carl Schmitt, e influido, frente a la filosofía analítica anglosajona, por otros filósofos como Heidegger y el historicismo alemán, sus orígenes intelectuales no han estado exentos de críticas, empezando por los recelos de Habermas[55]: así, se le han achacado su combinación reflexiva de la historia y la filosofía, su silencio ambiguo sobre algunos hechos del pasado alemán o su talante negativo ante la Ilustración y el liberalismo, crítica de su trabajo inaugural Crítica y crisis del mundo burgués, que habría seguido de algún modo presente en el macrodiccionario GG, cuyo telón de fondo ideológico habría sido el de que somos producto de aquel proceso histórico caracterizado por el conflicto político y los procesos revolucionarios, y una hermenéutica filosófica cuyo diagnóstico apuntaría a los déficits de la modernidad[56]. Tales acusaciones, no obstante, adolecerían de la aplicación de la propia noción koselleckiana de temporalización al conjunto de su obra, que no dejó de conocer una evolución teórica e ideológica.
«Intruso para dos gremios»[57], la obra de Koselleck ha conocido, pese a todo, distinto grado de enmiendas o renuencias, tanto desde la filosofía como desde la historiografía. Empezando por la propia categoría heurística de Sattelzeit, que el propio Koselleck también puso en duda debido a su ambigüedad y debilidad teórica[58]. Así, su noción de modernidad presentaría ciertas incoherencias o confusiones entre nociones dieciochescas y decimonónicas[59], y muchos han señalado la inadecuación de semejante temporalización para distintas variantes regionales y/o lingüísticas (en las no occidentales o periféricas), o reivindicado la posibilidad de aplicar la metodología a otros periodos (especialmente los más recientes), que ha llevado a la puesta en marcha de un proyecto para un nuevo diccionario en lengua alemana centrado en el siglo xx[60]. Críticas que solo vienen a reafirmar, en todo caso, la premisa fundamental de la teoría de Koselleck: la radical historicidad, el carácter procesual y coyuntural también de las propias categorías heurísticas del historiador.
Consciente de estas y otras debilidades, a lo largo de su obra Koselleck no dudó en reiterar que la cientificidad de la historia necesitaba ser teóricamente fundamentada para poder trascender las trampas del historicismo. Del mismo modo que Althusser, que reivindicaba la «necesidad absoluta de liberar a la teoría de la historia de todo compromiso con la temporalidad “empírica”[61], también Koselleck buscó unas coordenadas metahistóricas, «una especie de categorías trascendentales», que vinieran a dar cuenta de las «condiciones de posibilidad de la historia», y que él llamó «histórica»[62].
Con la modernidad, la propia idea de la historia se había convertido en un concepto metaempírico y en su propio sujeto, capaz de dar cuenta de los hechos ocurridos y de la misma naturaleza de su investigación a partir de presupuestos tanto lingüísticos como extralingüísticos. El esbozo de una histórica, en un historiador con una impronta teórica tan acentuada, quedó trazada a lo largo de toda la obra de Koselleck, con la preocupación por la naturaleza del tiempo histórico y su relación con la modernidad como guía. Empezando por la acuñación de categorías metahistóricas como «espacios de experiencia» y «horizontes de expectativa», para saltar después a una teoría de los tiempos históricos plasmada en la estratificación temporal fruto de la diversidad de planos temporales y distintas velocidades de cambio, hasta llegar a la reflexión sobre la propia ciencia histórica: su para qué, su cómo, sus condiciones y sus límites o la posibilidad de su representación, tensionada entre la narración de acontecimientos y la descripción de estructuras.
Convencido de que «todo espacio histórico se constituye en virtud de la fuerza del tiempo»[63] y, en diálogo con la noción de «estructura» de la escuela de los Annales, la hermenéutica de Gadamer o la historiología del discípulo de Dilthey Gustav Droysen, con el que contrajo una enorme deuda, Koselleck indagó en el carácter prelingüístico o extralingüístico de una histórica diferenciada de la historia empírica, y se preguntó por los presupuestos naturales que posibilitan nuestra experiencia antropológica del tiempo. La propia biología y su finitud, tamizada por patrones culturales, remite a una estructura de repetición, que es la forma en que Koselleck interpreta la longue durée de Braudel. No se trata, pues, de un tiempo de la naturaleza, sino de una repetición ejecutada en la actualidad que permite la experiencia individual a través de esos estratos de tiempo que se repiten enfrentándose a líneas de ruptura: sin la repetibilidad (inclusión de experiencias preexistentes) no cabría tampoco la posibilidad de innovación, y esto es aplicable también para el propio lenguaje. El enfoque metodológico de los Annales queda así reconducido a un modelo antropológico común, que contiene en su seno distintos estratos de tiempo, una sincronía de pluralidad de estructuras, una pluridimensionalidad de los tiempos históricos, entre la reiterabilidad y la variabilidad a distintos ritmos, sin la cual se perdería toda capacidad de prognosis. La histórica de Koselleck muta así hacia una «antropología histórica», a partir de la cual amplía las categorías formales (y formalizadoras) mediante las cuales abordar esas condiciones de posibilidad de la historia: de la «experiencia», la «expectativa» y los «estratos», a condiciones metahistóricas representadas dicotómicamente y que el historiador establece como determinaciones de las diferencias antropológicas: «antes/después», «pronto/tarde», «dentro/fuera» o «arriba/abajo». Toda perspectiva historiográfica necesita de unas premisas acerca de la teoría del tiempo, sin las cuales no puede ser comprendida la historia real, y esas premisas requieren de categorías formales para representar las historias concretas, reconoce[64].
La histórica de Koselleck ha sido objeto de gran interés y debate académico en los últimos tiempos, empezando por la cuestión de la propia necesidad de una «teoría de los tiempos históricos» a la hora de abordar el análisis conceptual. Pero Koselleck ya puso como meta de la historia de los conceptos la histórica, resaltando su prioridad teórica[65]. Porque su teoría de la historia de los conceptos no hace sino plasmarse en el eje de la sincronía y la diacronía, necesitada de hallar una referencia que justifique una articulación capaz de identificar nodos de transformación conceptual que, desde una perspectiva sincrónica, se integren en una amplia línea temporal. Y el cambio conceptual solo es aprehensible desde unos patrones de repetición (mismas condiciones en circunstancias distintas) y su variación, que afectan tanto a las estructuras sociales como a las lingüísticas y a la relación que se teje entre ambas.
Jörn Leonhard, uno de los máximos especialistas en historia conceptual de nuestros días, apuntaba a la necesidad de aunar en el análisis a las dicotomías básicas de la histórica, el estudio de los campos semánticos, las metáforas, transferencias y traducciones, para así ser capaces de estructurar la complejidad del mundo social[66]. En nuestro país, Luis Fernández Torres ha señalado el hecho de que privilegiar la exposición de pares dicotómicos que expresan conflictos eclipsa la capacidad, también anclada antropológicamente, de solucionarlos, vinculándolo al pesimismo de Koselleck sobre la deriva de la modernidad y apostando, en cambio, por estructuras interpretativas más flexibles que permitiesen, por ejemplo, agrupar conceptos cambiantes en torno a un tema virtualmente invariable[67]. José Luis Villacañas también ha achacado la distancia teórica que existe entre la historia conceptual y la histórica, hasta hacerla incompatible con la teoría del Sattelzeit. Si la teoría de Koselleck había pasado del giro lingüístico al giro antropológico, Villacañas propone un giro sociológico: si toda realización histórica y todo relato es grupal y social (es decir, historia social), siempre se dará una pluralidad de historias. Solo la historia política, en su dimensión pública, puede contenerlas a todas: «Sin un poder público, no puede haber ninguna claridad en la definición de amigo y enemigo, en la diferencia entre dentro y fuera o en la separación entre lo público y lo privado»[68]. Esas categorías dicotómicas, herederas del sentido de lo político de Schmitt, también se complementan con la de arriba/abajo, los que mandan y los que obedecen, y ahí entraría en juego la teoría de Max Weber sobre la legitimidad, aspecto ausente en la obra de Koselleck y que, sin embargo, hace posible finalmente la historia de los conceptos políticos, en opinión de Villacañas, porque solo a partir de la noción de legitimidad (de una sociedad definida por la autoridad) se despliega conceptualmente la forma en que esa sociedad se comprende a sí misma, define sus valores e instituciones fundamentales, genera sus administraciones, se expresan las órdenes de los que mandan, las expectativas de los que obedecen, su distancia con respecto a quienes ejercen el poder, la crítica o la resistencia[69].
Las dos últimas ocasiones en las que coincidí con Koselleck, el historiador alemán ya no era el historiador de los conceptos que todos reclamaban. Dedicó sus últimos años al estudio de una nueva línea de investigación, centrada esta vez en la iconografía monumental y sus relaciones con el culto a la muerte y la memoria nacional[70]. Fotografiando y haciendo agudos comentarios sobre las estatuas que se encontraba en sus paseos, Koselleck nunca dejó de ser ese «historiador pensante»[71] y curioso.
El teórico literario de la Universidad de Stanford Hans Ulrich Gumbrecht, colaborador en el proyecto enciclopédico del GG, hablaba hace ahora una década de una «súbita elefantiasis histórico-conceptual en castellano» con la acelerada y profusa producción de diccionarios o, lo que él llamaba, «pirámides espirituales»[72]. Si no elefantiásico o desmesurado, de lo que no cabe duda es del éxito de la recepción, asimilación y producción de la historia conceptual alemana en España e Iberoamérica en lo que llevamos de siglo, que difícilmente encuentra parangón en ningún otro ámbito lingüístico.
La recepción en España de la obra de Koselleck —aún con el obstáculo idiomático que por la naturaleza del objeto de estudio resulta tan fundamental— es, sin embargo, una historia de altibajos que solo a finales de siglo pareció cuajar con solvencia. A pesar de la temprana traducción al castellano de su primer libro fruto de su trabajo doctoral, Crítica y crisis. Un estudio sobre la partogénesis del mundo burgués (1965)[73], la obra del historiador alemán no volvió a asomar en la academia española hasta la última década del siglo xx con Futuros pasados. Para una semántica de los tiempos históricos (1993), tras casi treinta años de silencio. La publicación de este segundo trabajo se vio acompañada, esta vez sí, de los primeros estudios sobre su obra de madurez, como fueron los de Joaquín Abellán (1991), Pedro Ruiz Torres (1994) o Lucien Hölscher (1996). Fueron estos unos trabajos inaugurales de carácter introductorio que pretendían difundir entre el público castellanoparlante, desde la confrontación crítica y la aplicación práctica, los fundamentos de pensamiento histórico koselleckiano: la naturaleza de la relación entre palabra y objeto o la propia naturaleza del tiempo histórico, puesto que el grueso de la obra de Koselleck, especialmente en lo que respecta a su obra magna, el citado GG, seguía resultando difícilmente accesible en nuestro país. Por lo que respecta a los colegas hispanohablantes del otro lado del Atlántico, cabe destacar las tempranas aportaciones de los argentinos Noemí Goldman (1987) o Elías Palti (1998), aunque abiertos ambos a una aproximación más genérica sobre la relación entre la historia y el giro lingüístico.
Sin practicar necesariamente la teoría y el método de la historia de los conceptos propuesta por Koselleck, la sensibilidad lingüística ya había hecho acto de presencia en la historiografía hispana, así como en otras disciplinas afines, en fechas similares o incluso anteriores. Trabajos precursores fueron, en ese sentido, el de la historiadora del periodismo español María Cruz Seoane, quien ya centró muy tempranamente el objeto de análisis de su tesis de doctorado en el vocabulario político e ideológico de las Cortes de Cádiz (1965), hasta los del lingüista Pedro Álvarez de Miranda (1992). Más recientemente, y vinculándolo al estudio de la historia de las culturas políticas, podemos destacar a Manuel Pérez Ledesma (2012), por citar solo a unos pocos. Y es que, incluso en el propio José Antonio Maravall, fundador en España de la tradición de la historia de las ideas (junto con su homólogo Luis Díez del Corral, con quien compartía esa misma sensibilidad), se aprecia un profundo interés por las formas del lenguaje político, presente ya desde sus primeros trabajos sobre el concepto medieval de España (1954).
En cuanto a las traducciones de las obras de Koselleck, estas no han hecho sino aumentar desde aquel Futuro pasado (1993), al que siguió Historia y hermenéutica (1997), coescrito con Gadamer, y ya en el siglo xxi se han multiplicado. De entre ellas caben destacar Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia (2001) o la más reciente Historia/Historia (2016), originalmente publicado como entrada en GG[74]. Pese a todo, aún persiste alguna ausencia notable[75].
La eclosión de nuevas obras del historiador alemán en el mercado español ha venido acompañada (o incluso se podría decir que ha sido propiciada) por el surgimiento y consolidación de dos núcleos diferenciados de estudio hoy ya bien asentados, responsables en buena medida de que la historia conceptual alzase el vuelo en España de esa manera tan elefantiásica. Tanto la recepción teórica como la aplicación metodológica de la historia de los conceptos (aspectos ambos indisociables en el pensamiento de Koselleck) han desembocado en nuestro país en dos líneas de investigación paralelas, pero complementarias y en ocasiones entrecruzadas, aunque a menudo sometidas a los condicionamientos prácticos de sus respectivas disciplinas. Estamos hablando del desarrollo teórico, por un lado, privilegiado desde el campo de la filosofía, y el trabajo metodológico y empírico aplicado en el ámbito de la historiografía.
La vertiente filosófica comenzó articulándose en torno a las universidades de Murcia y Valencia, con José Luis Villacañas y Faustino Oncina a la cabeza (ambos autores, por ejemplo, del estudio introductorio a la obra de Koselleck y Gadamer, Historia y hermenéutica, 1997). La dimensión teórica de la obra koselleckiana a la hora de tratar la modernidad, sus procesos y pluralidades, así como la naturaleza del tiempo histórico, con sus estratificaciones y simultaneidades de lo no-contemporáneo, ha sido objeto de reelaboración y confrontación crítica por parte de este grupo de académicos, combinándolo a menudo con otras aproximaciones teóricas que comprenden desde la lingüística y la semiótica a la metaforología de Hans Blumenberg o el estudio de los lenguajes y discursos promovido desde la escuela de Cambridge[76]. Podemos fechar el despegue de este núcleo de investigación en el I Seminario Internacional de Historia de los Conceptos y Filosofía Política, celebrado en la sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Valencia en 1997, y la creación, como resultado de este, de la publicación periódica Res Publica: Revista de la Historia y del Presente de los Conceptos Políticos (1998)[77]. Desde entonces, las publicaciones de este núcleo filosófico no han hecho sino multiplicarse, interesándose por aspectos de la teoría de la historia koselleckiana, como los pliegues temporales de la modernidad o su histórica[78].
Fue también a mediados de la década de los noventa cuando arrancó el grupo historiográfico que ha venido desde entonces trabajando en la historia conceptual, y del que nos ocuparemos especialmente aquí. Esta producción historiográfica ha concentrado sus esfuerzos en la vertiente metodológica y práctica de la obra de Koselleck, con énfasis en el método, las herramientas heurísticas disponibles y las posibilidades de una aplicación empírica al mundo hispánico a caballo entre la historia y la lingüística, pero sin olvidarse tampoco de su dimensión teórica. Liderado por el profesor de la Universidad del País Vasco Javier Fernández Sebastián, y en colaboración con Juan Francisco Fuentes, de la Universidad Complutense, la concesión de un proyecto de investigación que ambicionaba trasladar la experiencia del diccionario alemán al contexto español fue el punto de partida de una serie de encuentros anuales en la Universidad del País Vasco (1996-1999) que tuvieron por objeto la difusión y discusión de la nueva propuesta conceptual entre los historiadores, y que dieron como ulterior resultado la publicación del primer diccionario, Diccionario político y social del siglo xix español (2002), al que siguió otro proyecto de investigación centrado en el concepto de opinión pública, diversos trabajos sobre el concepto de liberalismo, así como nuevos y ambiciosos lexicones, que abrieron su ámbito de estudio a nuevas temporalidades y espacios geográficos[79].
Aquel primer diccionario, compuesto por más de un centenar de vocablos, asumía los presupuestos básicos de la Begriffsgeschichte, pero con una aproximación crítica que lo complementaba con elementos de otras escuelas (escuela de Cambridge, lexicografía francesa) o cuestionaba la restricción de fuentes utilizadas para el gran diccionario alemán, centrada en los grandes textos y autores de la filosofía y la teoría política. Frente a ello, el mundo lingüístico-político del xix español presentaba una «ventaja paradójica»[80]: en ausencia de autores definidos canónicamente como grandes pensadores y sin empresas intelectuales sistemáticas, el debate centrado en los avatares políticos de la época se expresaba en los más espontáneos y plurales folletos y libelos, manifiestos y periódicos firmados con frecuencia por intelectuales y periodistas que ejercían de forma simultánea la actividad política. Aquellos textos de batalla, que se ocupaban de cuestiones de actualidad, no por ello rehuían dudas y reflexiones, dotadas de cierta hondura y complejidad, en torno al vocabulario político que ante ellos se estaba desplegando y del que se servían, y a cuya nueva prescripción semántica, en la arena de definiciones y significados concurrentes que proliferaban, pretendían contribuir, forjando un lenguaje febrilmente moderno en lo que ha sido definido como un verdadero «laboratorio político-conceptual» o «revolución conceptual»[81].
La labor de aquel primer lexicón continuó en un segundo diccionario seis años después, encuadrado en el mismo marco espacial, pero desplazando el eje temporal al siglo xx. Con más de un centenar de voces ordenadas alfabéticamente también en este caso, y limitando de forma drástica el espacio dedicado a cada concepto, este segundo diccionario contó, sin embargo, con apenas una veintena de acuñaciones hispánicas originales, mientras que el resto de nuevas voces fueron calificadas por los directores del proyecto de «europeísmos»[82], es decir, transferencias lingüísticas de carácter transnacional. En su introducción, los autores Fernández Sebastián y Fuentes identificaron además ciertos vectores que venían a modificar sustancialmente el paisaje lingüístico con respecto al del siglo anterior: el desarrollo tecnológico, las cuestiones medioambientales, la biotecnología o la revolución en el mundo de las comunicaciones transformaron y aceleraron en el último cuarto de siglo el cambio conceptual. Así, este nuevo diccionario no dejaba de hacerse eco de las referencias cruzadas entre el lenguaje decimonónico y el propio del siglo xx, señalando estancamientos de significado, fenómenos de continuidad o, por el contrario, rupturas, deslizamientos y modificaciones de sentido de cierto calado. Y aunque no faltan los historiadores que reivindican la potencialidad de la historia de los conceptos también para la elaboración de una historia del presente o incluso del porvenir[83], el rebasamiento de un nuevo umbral epocal más allá del Sattelzeit vendría a sugerir que el siglo xx estuvo dotado de una autonomía que lo distinguiría críticamente del siglo precedente y, por ende, de la modernidad tal y como fue caracterizada por Koselleck. La naturaleza específica de este nuevo marco cronológico y su diagnóstico, la forma en que afecta a la metodología clásica de la historia conceptual o a los propios conceptos y a las modalidades de cambio semántico operado habría necesitado, no obstante y tal y como ha sido señalado por algunos de sus críticos, de una reflexión teórica más profunda[84].
Una de las concomitancias cruciales que destacar para el caso de ambos núcleos de investigación (tanto el filosófico como el historiográfico), es que en ninguno de los dos casos se trató, en aquel primer momento, de una recepción directa de la tradición alemana (el problema de la traba idiomática anteriormente referido). Así, si los contactos con el grupo de la Universidad de Padua, abanderado por Sandro Chignola y Giuseppe Duso, fue clave para el despegue del interés en torno a la historia conceptual en el grupo de filosofía de las universidades del Levante[85], en el caso del grupo historiográfico del País Vasco Historia Intelectual de la Política Moderna, el acercamiento tuvo lugar en un primer momento a través de la tradición de la lexicografía francesa, para abrirse pronto a foros de carácter internacional.
La experiencia del gran diccionario de conceptos fundamentales germanos había contado de hecho, antes incluso que con su modelo en español, con una primera traslación al ámbito francés (aunque eso sí, publicado todavía únicamente en alemán), mientras que de manera simultánea se publicaba otra gran obra colectiva, el Dictionnaire des usages socio-politiques du français (1770-1815), fruto de los trabajos de reflexión seminales llevados a cabo ya en la década de los ochenta por Jacques Guilhaumou o Pierre Rosanvallon[86].
Pero lo que sin duda abrió las puertas a la historia de los conceptos para el grupo de historiadores españoles fue su participación en el History of Political and Social Concepts Group (HPSCG, simplificado ahora como HCG), fundado en Londres en 1998 por un grupo de investigadores internacionales (actualmente comprende más de un centenar y medio de integrantes de hasta catorce nacionalidades distintas) con el objetivo de esclarecer, a caballo entre la Begriffsgeschichte alemana y la historia de los discursos de Cambridge (de hecho, tanto Koselleck como Skinner participaron en su gestación), los lenguajes de la política, sus procesos de gestación y la evolución del léxico sociopolítico moderno europeo[87]. El grupo inicial, promovido por Melvin Richter desde Estados Unidos y Kari Palonen desde Finlandia, buscaba la coordinación internacional de una serie de proyectos ya en marcha en distintos países, así como la creación de foros de discusión sobre las posibilidades de convergencia de ambas tradiciones alemana y anglosajona, y la difusión de la historia conceptual a través de la celebración anual de un gran congreso internacional: así, al encuentro fundacional en Londres siguieron otros en París (1999), Copenhague (2000), Tampere (2001)… hasta abrirse a nuevos ámbitos extraeuropeos, con congresos cada vez mayores, como Río de Janeiro (2004), Estambul (2007), Seúl (2008), Moscú (2010), Buenos Aires (2011) o Ciudad de México (2019). El último de ellos, vigesimotercero, tuvo lugar el pasado mes de abril de 2022 en Berlín, y España ha tenido ocasión de acoger su celebración hasta en tres ocasiones: Bilbao y Vitoria (2003), Bilbao (2013) y Málaga (2018). El HCG cuenta, además, con la publicación de una revista académica de carácter periódico, Contributions to the History of Concepts (desde 2005), y con un grupo internacional de jóvenes investigadores, Concepta: International Research School in Conceptual History and Political Thought (desde 2006), encargado de organizar distintos seminarios formativos para doctorandos en torno a temas específicos, además de una escuela de verano anual radicada en Helsinki[88]. El HCG tiene actualmente su sede en la Universidad de Helskini y, presidido por Martin J. Burke (City University of New York), forman parte de su comité ejecutivo, por parte española, el profesor de Filosofía Política de la Universidad de Málaga, José María Rosales, y el profesor de Historia de las Ideas Políticas Javier Fernández Sebastián, además de Gabriel Entin (CONICET, Buenos Aires), del lado iberoamericano. Rosario López, de la Universidad de Málaga, actúa en calidad de secretaria del grupo, y quien firma el presente artículo se cuenta entre las fundadoras del grupo Concepta, que organizó en Madrid (Universidad Complutense, 2008), su segundo International Research Training Seminar.
No cabe duda de que la recepción a través de estos y otros canales internacionales, así como la proyección en los mismos de trabajos provenientes del ámbito español y latinoamericano, han contribuido al crecimiento que esta corriente de la historia intelectual conoce en nuestros días. Así quedó plasmado, ya desde la primera década de nuestro siglo, en los dosieres monográficos que algunas de las más importantes de nuestras revistas científicas consagraron a la historia de los conceptos: abrió la estela Historia Contemporánea con un número doble especial (2003, 27; 2004, 28), y ese mismo año Ayer dedicó a la historia conceptual un número monográfico coordinado por Javier Fernández Sebastián y Juan Francisco Fuentes (2004, 53), al que siguió otro especial en la Revista de Estudios Políticos (2006, 134). Todas ellas contaron con contribuciones tanto nacionales como internacionales, con nombres de la talla de Melvin Richter, Sandro Chignola, Guillermo Zermeño, Pierre Rosanvallon o los propios Quentin Skinner y Reinhart Koselleck, entre otros. Tras el fallecimiento del historiador alemán, revistas del ámbito de la filosofía o las humanidades se sumaron a esta lista con números especiales de homenaje: así lo hicieron Isegoría (2007, 37), o Anthropos (2009, 223), coordinado esta vez desde la Universidad de Navarra por Sánchez Prieto y Capistegui Gorasurreta. Por último, la revista Ariadna Histórica: Lenguajes, Conceptos, Metáforas, radicada en la Universidad del País Vasco, y cuyo primer número vio la luz en el año 2012, completó el trabajo de difusión de la historia conceptual en el ámbito de las publicaciones científicas de nuestro país.
Más allá de todos estos encuentros y colaboraciones internacionales, y en consonancia con una creciente globalización de la historiografía (desde la historia comparada a la historia transnacional), surgieron propuestas que ambicionaban superar los tradicionales límites de los marcos nacionales a la hora de estudiar la formación de un vocabulario político moderno que, las más veces, tenía mucho de común. Aquella internacionalización que caracterizaba a los conceptos políticos de la modernidad, a los que paradójicamente acompañó un proceso de nacionalización de los discursos políticos, sugería ahondar en la línea de trabajos comparativos y cruzados que arrojasen nueva luz a la formulación, distintos usos y circulación de los nuevos vocablos político-sociales, más aún cuando el periodo que analizar (1750-1850) no respondía exactamente, ni con idéntico arraigo, a las fronteras de los Estados nacionales que buena parte de la historiografía ha venido aplicando de forma retrospectiva hasta fechas recientes.
La ambiciosa propuesta de un gran diccionario europeo de conceptos políticos y sociales, no obstante, lanzada precisamente desde España y que se habría servido de la red del HPSCG como plataforma[89], no llegó a fructificar: distintas tradiciones académicas, diferentes idiomas e incluso periodizaciones nacionales divergentes que cuestionarían el arco temporal del Sattelzeit (es el caso finlandés, por ejemplo, país en el que la historia conceptual cuenta, sin embargo, con un gran arraigo académico) suponían un obstáculo probablemente difícil de superar. Sí lo hizo, en cambio, un segundo proyecto entre ambas orillas del Atlántico, Iberconceptos, con el mundo hispanoluso y sus excolonias americanas como nuevo ámbito espacial de estudio que, aun compartiendo dos lenguas comunes, iba mucho más allá del marco nacional.
La Red Iberoamericana de Historia Político-Conceptual e Intelectual, conocida más tarde con el nombre de Iberconceptos, surgió a partir del congreso que el HPSCG celebró en Río de Janeiro en 2004. Su primer paso fue la creación de un foro virtual que acogió los nacientes debates transnacionales en historia intelectual y, al calor de experiencias y culturas políticas más o menos compartidas, puso en marcha los primeros proyectos conjuntos entre América Latina y la península ibérica. Coordinado desde la Universidad del País Vasco por Fernández Sebastián, y con la participación de más de setenta investigadores integrados en nueve equipos de trabajo nacionales (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Perú, Portugal y Venezuela), el proyecto se puso como objetivo dar el salto desde la experiencia del diccionario español a un lexicón que, con una aproximación comparativa, pudiera recoger las distintas experiencias del ámbito iberoamericano y sus formulaciones político-lingüísticas durante el transcurso de la crisis de las monarquías ibéricas y la era de las revoluciones. Partiendo así de un vocabulario en buena medida compartido, pero mediado por circunstancias políticas y sociales particulares de cada espacio geográfico, se empezó a trabajar en torno a una decena de conceptos políticos fundamentales (ciudadanía, constitución, liberalismo, nación, pueblo, república…) que evidenciaron las distintas modalidades, a veces fuertemente contrastadas (diferencias de significación, o de cronología), de entender las prácticas, categorías e instituciones de la nueva vida política en esa fase crítica de la historia, marcada por cambios acelerados y un nuevo universo conceptual surgido en la tensión entre nuevas experiencias, hasta entonces inéditas en la mayoría de los casos, y un abanico de expectativas que se desplegaba sin fin[90].
Aquel primer diccionario iberoamericano[91] partía de tres niveles de análisis (lexicográfico, semántico y retórico) para, relacionando textos y contextos, desentrañar los complejos vínculos de doble dirección entre los conceptos y las realidades extralingüísticas. Así, al análisis sincrónico, enfocado en las controversias por el significado, se unía también un análisis diacrónico que recababa los cambios y evoluciones a lo largo de un siglo crítico (de los imperios a las independencias), así como las transferencias culturales y semánticas operadas en un espacio geográfico de tal amplitud y diversidad. Las convivencias y readaptaciones resultantes entre el viejo orden y las nuevas sociedades posrevolucionarias venían a poner en evidencia aquella contemporaneidad de lo no-contemporáneo, capaz de echar por tierra toda ruptura radical entre un imaginario político antiguo y otro moderno, así como los clásicos enfoques, tan habituales en la tradicional historia de las ideas, que clasificaban en términos de modelos y la dicotómica relación entre centro-periferia. En un periodo en que la propia historia se erigió como concepto-guía de la modernidad, las cuatro grandes transformaciones atribuidas por Koselleck a los conceptos político-sociales durante el Sattelzeit también se cumplían sobradamente para el ámbito iberoamericano, así como la propia abstracción de los colectivos singulares, que afectó incluso a «las Españas» que, desde entonces, pasó a ser solo «España». La balanza de la carga semántica de los conceptos se inclinó del lado de las expectativas, un horizonte de futuro para trazar que quedó fijado en los nacientes -ismos (como el liberalismo, el nacionalismo o el republicanismo), percibidos ahora como identidades ideológicas, unidades de acción colectiva e incluso partidos. A aquellas cuatro transformaciones clave identificadas por Koselleck, Fernández Sebastián ha insistido en añadir dos características no menos importantes: la «internacionalización» de los conceptos políticos, y su «emocionalización»[92]. Una «internacionalización» que apuntaría a la progresiva estandarización del vocabulario político en lo que el autor ha dado en llamar «euroamericanismos», acompañado, sin embargo, de un movimiento inverso de repliegue «nacionalizador» que, en el seno de un vocabulario común, apunta a la creciente diversificación de los usos y significados sociales, mostrando la compleja relación existente entre un substrato de cultura común y las diversas tradiciones locales, y que conoció un crecimiento exponencial a medida que los nuevos Estados y repúblicas se iban consolidando, en lo que ha sido definido como un repertorio de «múltiples modernidades»[93]. En cuanto a la «emocionalización», que nadie negaría hoy en día, se trata de un fenómeno que liga la historia de los conceptos a otro campo de estudio cada vez más extendido, como es el de la historia de las emociones, y que alude a la capacidad movilizadora, al componente no solo político, sino afectivo y moral de los mismos, que relaciona conceptos o bien los separa, los jerarquiza, y los tiñe de esperanzas o de nostalgia.
A aquel primer diccionario iberoamericano de 2009 le siguió un segundo diccionario (2014) que, modificando levemente su marco temporal (1770-1870), volvió a reunir el estudio comparado de otros diez conceptos fundamentales, de la civilización a la soberanía, divididos ahora en diez pequeños volúmenes. Desde entonces, una tercera fase del proyecto (Iberconceptos III) ha optado por la descentralización (a través de la formación de nuevos grupos internacionales en torno a áreas temáticas como el estudio de las traducciones, la temporalidad histórica o los vínculos entre política y religión) y el abandono del formato de lexicón que no ha estado exento de críticas metodológicas o limitaciones prácticas. Así, entre las más recientes monografías publicadas a uno y otro lado del Atlántico vinculadas al estudio de la historia conceptual por parte de los miembros integrantes de esta red podemos destacar obras como Linguagens da identidade e da diferença no mundo ibero-americano (1750-1890), publicado en Brasil; Tiempos críticos: historia, revolución y temporalidad en el mundo iberoamericano (siglos xviii y xix), con colaboradores de ambas orillas; Horizontes de la historia conceptual en Iberoamérica: trayectorias e incursiones, volumen igualmente colectivo en el que se recogen la líneas maestras de esta tercera fase del proyecto, con énfasis en la ampliación y reconsideración de los horizontes teóricos y metodológicos; o la última gran monografía de Fernández Sebastián, Historia conceptual en el Atlántico ibérico. Lenguajes, tiempos, revoluciones, en la que el autor, tras un cuarto de siglo dedicado al estudio de la historia conceptual, ofrece un personal repaso y reflexión acabada en torno a aquella revolución conceptual en el mundo iberoamericano[94].
Y es que, la dificultad general para conectar las dos vertientes de la obra koselleckiana, teoría y práctica, y la separación a la que ha abocado su recepción en España en distintas áreas pese a la tan reivindicada interdisciplinariedad, y aun sin llegar a constituirse en barrera infranqueable, ha evidenciado a menudo los límites de la aproximación estrictamente histórica y metodológica, especialmente en lo que respecta al formato de diccionario (historia descriptiva de los usos de un término) y las decisiones prácticas que ello conlleva. Así, desde la propia selección (qué conceptos se recogen y cuáles se descartan) al hecho de presentar los conceptos desvinculados de sus contextos discursivos, ordenados alfabéticamente (esto es, no relacionados entre sí de acuerdo a familias léxicas y sin confrontar con sus respectivos contraconceptos o «conceptos asimétricos»), los problemas que presenta una herramienta lexicográfica de este estilo (para algunos, de mero carácter instrumental) se multiplicaron a la hora de cubrir todo el espectro del mundo iberoamericano o euroatlántico, evidenciando la tensión entre sus presupuestos teórico-metodológicos (que apuntaban a la transnacionalidad como marco de referencia) y la práctica del trabajo organizado en equipos de carácter nacional.
El trabajo de los historiadores conceptuales, tanto del lado peninsular como del lado americano, no ha obviado, sin embargo, estos inconvenientes ni ha desechado la inmersión teórica desde un enfoque crítico, lo que vendría a justificar, en buena medida, el cariz de esta última fase de Iberconceptos. Así, por ejemplo, sin negar lo fecundo del análisis combinado con algunos de los postulados de la escuela de Cambridge, Fernández Sebastián, director del proyecto, ya reivindicó en el primer diccionario del mundo ibérico la pertinencia de volcar el producto de la investigación en el formato de un diccionario centrado en conceptos desacoplados del esquematismo de los lenguajes políticos (liberal o republicano), puesto que «los conceptos no pertenecen a un modelo de discurso, sino que transitan entre ellos»[95].
La necesidad de un diálogo permanente entre ambas dimensiones teórica y práctica, que no son coto exclusivo ni de los estudios filosóficos ni del análisis histórico, avanza así hacia una historiografía cada día más abierta a las cuestiones metahistóricas, como la propia temporalidad, objeto de la historia y que moldea inexorablemente la semántica de los conceptos. Trabajos como los de Elías Palti desde Argentina y, desde este lado, los de Luis Fernández Torres o, en su vertiente práctica, el análisis de los conceptos sociotemporales de decadencia y regeneración de Pablo Sánchez León[96] (por citar solo algunos de los más recientes y sin olvidarnos de la citada monografía de Fernández Sebastián) dan sobrada cuenta de la práctica de este ensamblaje teórico-práctico que ayuda a comprender procesos de mayor alcance. Otros trabajos, como la Enciclopedia del pauperismo, en cinco volúmenes, de Gonzalo Capellán de Miguel, o el más reciente libro colectivo Beyond “Hellenes” and “Barbarians”, que explora la noción koselleckiana de conceptos asimétricos a través de casos prácticos en la historia de los discursos europeos, y en el que participan, junto a una decena de investigadores internacionales, media docena de académicos españoles[97], han venido igualmente a enriquecer las posibilidades de aplicación de la teoría koselleckiana, superando el clásico formato del lexicón y el estudio de conceptos aislados por entramados conceptuales más complejos. Porque el estudio de la historia de los conceptos políticos y sociales resulta impracticable sin un cierto grado de interdisciplinariedad, y aun sin llegar a identificarse totalmente, ambas aproximaciones (filosófica e histórica) «se han afanado en lograr cauces de colaboración y en aumentar el respectivo caudal teórico-práctico»[98].
Todo apunta a que la consolidación de la historia de los conceptos, tanto en el mundo español y latinoamericano como en el resto del mundo, no sea una moda pasajera. Su capacidad sobradamente probada para integrar la historia intelectual y lingüística con la historia política y social hace de ella un campo de estudio particularmente fecundo donde la última palabra aún no está dicha. Superadas las objeciones frente al formato de diccionario, y aunque este sea un campo de trabajo que tampoco está agotado, a falta de un gran diccionario europeo, de variantes regionales en lenguas minoritarias que se apartan del modelo del Sattelzeit o pudiendo abrirse también a otras lenguas no-occidentales[99], se abren nuevas vías de investigación donde aún queda mucho terreno por explorar. No en balde, el propio entendimiento de cuáles sean los conceptos fundamentales no ha dejado de ensancharse en los últimos años, abordando una miríada de nuevos conceptos del campo de la ciencia y la tecnología, las emociones o el terreno de lo estrictamente social. También el periodo de estudio, centrado en ese umbral de la contemporaneidad ampliamente discutido, parece ensancharse hacia el presente (y, por qué no, tal vez lo haga hacia el pasado premoderno).
Ampliado el campo lexicológico, el espacio temporal, y abierto a la creciente globalización de los saberes académicos que cada día hacen más asequibles los estudios comparativos o transnacionales capaces de ofrecernos una visión más completa y variada, proliferan del mismo modo los trabajos que abordan redes conceptuales y campos semánticos, ya sea desde el ejemplo de las antinomias asimétricas o, como propone Fernández Torres, la posibilidad de una historia diacrónica de conceptos que gire en torno a un único problema teóricamente fundamentado[100]. A la combinación de perspectivas semasiológicas y onomasiológicas han venido así a unirse en los últimos tiempos ricas mixturas con otros campos de estudio, desde la metaforología de Blumenberg, con pródigos resultados fuera y dentro de nuestro país[101], a las culturas políticas, que permiten enlazar conceptos y lenguajes con prácticas sociales y políticas de orden no lingüístico[102]. Y es que, como concluye Faustino Oncina, «la trashumancia de los conceptos entre épocas, saberes, esferas prácticas, iconologías, con repetidos viajes a y desde las metáforas, se integra, así, en la exigencia de ampliación de foco»[103].
Aquella visión platónica, que acostumbraba a atribuir a los conceptos (o ideas) una suerte de atemporalidad, estabilidad y asepsia filosófica, ha quedado en todo caso superada frente a la evidencia de su historicidad, maleabilidad y controversia. La posición del propio historiador ha sido, a través de esta revisión, sometida a una historización, haciendo de sus preguntas, sus categorías e interpretaciones algo transitorio, ya que, tal y como afirmaba Gadamer, no existe el «presente», tan solo horizontes cambiantes de futuro y pasado[104].
La conciencia de la historicidad de la que todos somos cautivos, no obstante, no debe hacernos caer en el relativismo de todo conocimiento histórico. A aquel «veto de las fuentes» reivindicado como límite, Koselleck añadió el esbozo de una histórica entendida como una teoría de la historia capaz de dotarla de condiciones trascendentes de posibilidad. Sus límites ya señalados abren ahora una fecunda brecha por la que avanzar en el conocimiento teórico. Y es que la historia de los lenguajes y conceptos sociopolíticos sigue ayudándonos a comprender aquel mundo sobre el que se fundaron los cimientos de nuestro presente.
[1] |
Skinner (2002: 57-89). Publicado inicialmente en History and Theory, 8, 1969. Ed. rev. |
[2] | |
[3] |
Sabine (2009) [1937]; Touchard (2006) [1959], o el más reciente de Ryan (2012). |
[4] |
Syrjämäky (2011: 93-117). |
[5] |
Aunque Syrjämäki (2011: 94) distingue hasta diecinueve «mitologías» en la obra de Skinner. |
[6] |
Skinner (2002: 65). |
[7] |
Droysen (1977: 22, 150 y ss.) [1858]. |
[8] |
Skinner (2002: 79). |
[9] |
Lovejoy (1960: 15-17). |
[10] |
Constant (1997) [1819]. |
[11] |
Koselleck (1993: 105-126) [1979]. |
[12] |
Conf. Bevir (1992: 1-25). |
[13] |
Conf. Pocock (1996: 47-58). |
[14] |
Palonen (1999: 41-59); Fernández Sebastián (2002: 348), y Fernández Torres (2019: 235). |
[15] |
Pocock (2002) [1975], aunque sus estudios abarcan, en lo que él define como «la tradición republicana atlántica», hasta la Ilustración británica y la independencia norteamericana del siglo xviii (1985). |
[16] |
Pocock (1989: X, 13-15) y Skinner (2002: 59, nota 15). |
[17] |
Melvin Richter, de la Universidad de Harvard, máximo difusor y adalid de la historia de los conceptos en el mundo anglosajón, fue uno de los principales defensores de este acercamiento (1987: 247-263; 1990: 38-70; 1995). Siguiendo su estela, conf. Bödeker (1998: 51-64); Chignola (1998: 7-33), y Palonen (1999: 41-59). En el ámbito iberoamericano, conf., en España, Fernández Sebastián (2021: 76; 2004: 131-151), y en Latinoamérica, Palti (1998; 2005: 63-82). |
[18] |
Fernández Sebastián (2002: 347, 332). |
[19] |
Fernández Sebastián (2004: 135; 2007: 175). |
[20] |
Skinner (2002: 85). |
[21] |
Palti (2005: 63). |
[22] |
Fernández Sebastián (2002: 334 y ss.). |
[23] |
Conf., por ejemplo, el trabajo de Sánchez-Prieto (2009: 106-118), en el que combina el análisis conceptual con el estudio de las culturas políticas. |
[24] |
Sobre la Begriffsgeschichte como historia social, conf. Koselleck (1998: 23-36); sobre el giro lingüístico de la historia «postsocial», conf. Cabrera Acosta (2003: 201-224). |
[25] |
Althusser (2001: 116) [1967]. |
[26] |
Koselleck (2004: 29). |
[27] |
Koselleck (1998: 25). Conf. Koselleck (1993: 105-126, cap. «Historia conceptual e historia social»; 1998: 23-35, cap. «Social History and Begriffsgeschichte»). |
[28] |
Koselleck (2004: 27 y 40). |
[29] |
Villacañas (2003: 74 y ss.). |
[30] |
Ricoeur (1971: 534). |
[31] |
Jaume (2004: 109-130). |
[32] |
Fernández Sebastián (2004: 139-140). |
[33] |
Koselleck (2004: 40 y 45). |
[34] |
Skinner (2002: 89). |
[35] |
Koselleck (1998: 24). |
[36] |
Richter (2000: 138). |
[37] |
Bödeker (1998: 63). |
[38] |
Koselleck (2004: 33-36). |
[39] |
Koselleck, en la introducción («Einleitung» ) al GG de Brunner et al. (1972: xvi-xviii). |
[40] |
Palonen (2003: 36). |
[41] |
Pocock (1996: 51), y cita de Skinner en Fernández Torres (2019: 251-252). |
[42] |
Koselleck (2009: 104). |
[43] |
Oncina Coves (2003: 176). |
[44] |
Koselleck (1993: 205-250). |
[45] |
Koselleck (2012: 47). |
[46] |
Capellán de Miguel (2011: 122). |
[47] |
Conf. Koselleck (2016) (2004: 43-45); (1993: 287-332, cap. «Modernidad»). |
[48] |
Koselleck (2004: 389). |
[49] |
Koselleck (1993: 339-357, cap. «“Espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa”, dos categorías históricas»). |
[50] |
Bergson (2018: 40 y ss.). El filósofo francés ya había apuntado, a principios del siglo xx, hacia el vínculo nodal entre tiempo y lenguaje (consignando el elemento de permanencia en el sustantivo y apostando la disposición al cambio y la innovación en el adjetivo); y aunque podrían reconocerse algunas concomitancias entre su concepción del tiempo y la de Koselleck, un abismo insalvable les separa. |
[51] |
Koselleck (1993: 23). |
[52] |
Hartog (2003). |
[53] |
Koselleck (1993: 324-327). |
[54] |
Koselleck (2021: 119). |
[55] |
Fernández Torres (2019: 243). |
[56] |
Oncina Coves (2007: 35-61; 2003: 161). |
[57] |
Oncina Coves (2007: 36). |
[58] |
Fernández Torres (2019: 261). |
[59] |
Palti (2004: 63-74). |
[60] |
Hoffmann et al. (2012: 78-128). Conf. https://www.zfl-berlin.org/project/the-20th-century-in-basic-concepts.html |
[61] |
Althusser (2001: 116). |
[62] |
Koselleck y Gadamer (1997: 76); «hacer inteligible por qué acontecen historias, cómo pueden cumplimentarse y asimismo cómo y por qué se las debe estudiar, representar o narrar» (ibid.: 70). |
[63] |
Koselleck (2021: 119). |
[64] |
Ibid.: 121-123. |
[65] |
Koselleck (1993: 334). |
[66] |
Leonhard (2013: 383-384). |
[67] |
Fernández Torres (2019: 254-255 y 268; 2018: 527-551). |
[68] |
Villacañas (2003: 82, 85). |
[69] |
Ibid.: 92. |
[70] |
Koselleck (2011). |
[71] |
Así lo llamaba Gadamer. Conf. Oncina Coves (2007: 36). |
[72] |
Cit. en Oncina Coves (2013: 14-15). |
[73] |
El original alemán fue publicado en 1959. La traducción española, que se anticipa a la de otras lenguas europeas, fue publicada por la editorial Rialp (1965) bajo el título de Crítica y crisis del mundo burgués. El siglo xxi ha visto una nueva edición actualizada (Koselleck, 2007), con prólogo de Julio Pardos. |
[74] |
Capistegui Gorasurreta (2009: 81-92). |
[75] |
Fernández Torres (2019: 241-242). |
[76] |
Martín Gómez (2011: 257-276). |
[77] |
El subtítulo del nombre de esta revista (1998) ha ido transitando de los conceptos políticos a la filosofía política, y actualmente a «Revista de Historia de las Ideas Políticas», al mismo tiempo que mudaba su lugar de edición de la Universidad de Murcia a la Universidad Complutense. |
[78] |
Conf. Villacañas (2003: 69-94); Oncina (2009), y Rivera (2020: 183-208), entre otros. |
[79] |
Conf. Fernández Sebastián y Fuentes Aragonés (2002; 2008); Fernández Sebastián y Chassin (2004); Fernández Sebastián (2006: 125-176; 2009; 2014). |
[80] |
Fernández Torres (2019: 256). |
[81] |
Fernández Sebastián (2006: 134; 2008: 1-7; 2021: 246-251). |
[82] |
Fernández Sebastián y Fuentes (2008: 16). |
[83] |
Oncina Coves (2013: 37). |
[84] |
Fernández Torres (2019: 265). Para una historia de los conceptos aplicada al siglo xx, conf. Geulen en Hoffmann et al. (2012: 78-128). |
[85] |
Chignola y Duso (2009), con prólogo de Villacañas. Para más detalles, conf. Martín Gómez (2011: 257-263). |
[86] |
Reichardt y Schmitt (1985-2000), para el diccionario en alemán, y Guilhaumou et al. (1985-2004), de más de una decena de volúmenes cada uno. Conf. Guilhaumou y Lüsebrink (1981: 191-203) y Rosanvallon (1986: 93-105). |
[87] |
Fernández Sebastián (2002: 331). |
[88] |
Conf. su web: https://www.historyofconcepts.net/ |
[89] |
Fernández Sebastián (2002: 362). |
[90] |
Fernández Sebastián (2007: 167). |
[91] |
Fernández Sebastián (2009). |
[92] |
Fernández Sebastián (2007: 170; 2009: 30; 2021: 73-76). |
[93] |
Eisenstadt (2013: 129-152). |
[94] |
Bastos Pereira das Neves et al. (2018); Wasserman (2020); Ortega et al. (2021), y Fernández Sebastián (2021). |
[95] |
Fernández Sebastián (2009: 38). |
[96] |
Palti (2021: 113-118); Fernández Torres (2018: 527-551); Sánchez León (2013: 271-302). |
[97] | |
[98] |
Oncina Coves (2013: 26). |
[99] |
Ámbitos en los que ya han comenzado las investigaciones, de Corea a Turquía, y entre las que destaca el trabajo de Fleisch y Stephens (2016) aplicado al caso africano, por ejemplo. |
[100] |
Fernández Torres (2019: 266). |
[101] |
Conf. Godicheau y Sánchez León (2015), o Fernández Sebastián y Oncina Coves (2021). |
[102] |
Sánchez Prieto (2009: 106-107). |
[103] |
Oncina Coves (2013: 12). |
[104] |
Gadamer (1977: 331 y ss.). |
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