Vivimos historiográficamente en tiempos de decolonización. Sin entrar en los orígenes del concepto ni en su adecuada o inadecuada grafía en la lengua castellana, podemos quedarnos con su significado de revisión crítica no solo de los procesos coloniales, sino de los fundamentos de la modernidad occidental que los hizo posibles. Aunque el concepto surge enfocado hacia la América que en otro tiempo fue hispana, se utiliza también para cuestionar, sobre todo, las contradicciones entre los principios liberales de libertad e igualdad que regían en las metrópolis, y la realidad de las políticas coloniales, opresivas, racistas y desiguales.
Esta revisión tiene como diana principal a los filósofos y teóricos políticos que expresaron sus opiniones sobre los territorios que veían esta expansión, sobre sus habitantes, sus sociedades y su interacción con los afanes de dominio de los nuevos colonizadores. En el siglo xix, son dos las figuras que atraen una mayor atención por parte de los historiadores de la decolonización: John Stuart Mill y sus opiniones sobre la India, y Alexis de Tocqueville y su apoyo decidido a la colonización de Argelia.
El título del libro que ahora comentamos, Tocqueville y el lado oscuro del liberalismo, parece indicar que la obra va a inscribirse decididamente en esa corriente decolonizadora, que salta alegremente siglos y épocas, y corta cabezas con la afilada espada de sus gafas del siglo xxi. Del lado oscuro del liberalismo no ha de salir, evidentemente, nada bueno.
Sin embargo, el título tiene más de demagogia publicitaria para los tiempos que corren que de expresión cabal de su contenido. Desde sus primeras páginas, su autora señala que «no se puede juzgar a un autor desde nuestra perspectiva del siglo xxi ni desde nuestros valores actuales», y, efectivamente, trata en todo momento de situar a Tocqueville en su época, «a la luz de los valores, los problemas y la soluciones que comparte (o no) con sus coetáneos», si bien se señala igualmente que el objetivo del libro es entender «el lado oscuro» de Tocqueville, que se resume, según la autora, en «la flagrante contradicción que señalan tantos estudiosos entre sus escritos democráticos… y sus textos sobre Irlanda, la India, pero en particular sobre Argelia» porque a la faceta liberal se sumaría la del colonialista e incluso imperialista, y a la del teórico, la del político arrastrado por la realidad.
Estas afirmaciones aseguran, desde el principio, que estamos ante una investigación hecha con rigor, con ese rigor que exige la historia, que trata, aunque sea una tarea imposible, de analizar y explicar y no de juzgar y repartir condenas y, a veces, absoluciones.
Esto convierte la obra de María José Villaverde en una publicación importante y necesaria en la historiografía española. Desde los años ochenta y noventa del siglo xx, y durante mucho tiempo, antes del impulso decolonizador, solo la historia de raíz anglosajona se interesaba por las andanzas imperiales de los autores liberales, que fue abordando con tesón, con mucha investigación detrás y con moderada repercusión. La incorporación a las Universidades norteamericanas, principalmente, de profesores de origen asiático, como Sankar Muthu o Uday Singh Metha, fue trazando un camino novedoso en los estudios sobre el Imperio británico y, en general, sobre la expansión europea en el siglo xix. Mucho más tiempo se tomaron los historiadores franceses para abordar la cuestión en toda su amplitud, y aun en los inicios del siglo xxi era más fácil encontrar fuentes anglosajonas para estudiar al Tocqueville colonialista que fuentes francesas, todavía ancladas en limitar su obra a los trabajos sobre la democracia.
En el caso español, siempre sumido en sus propias preocupaciones críticas sobre el Imperio americano, ha costado más. Algunas incursiones sobre la historia de España en Marruecos o, menos aún, en Guinea, fueron toda la cosecha de las décadas finales del siglo xx y de los inicios del xxi. Y casi nada sobre el Imperio británico o sobre el colonialismo francés. Para facilitar el acceso a las fuentes, yo misma publiqué en 2009 una edición con la traducción de los escritos de Tocqueville, tanto sobre la abolición de la esclavitud como sobre la conquista y colonización de Argelia[1], así como varios artículos en varias revistas especializadas, que algún eco encontraron entre los investigadores.
Tocqueville y el lado oscuro del liberalismo muestra que los historiadores españoles se están ya incorporando a lo que, en términos generales, podríamos llamar los estudios sobre los imperios contemporáneos, sea con enfoques decoloniales, postcoloniales, o simplemente coloniales, dentro del marco de una historia global de la que ya no debemos prescindir.
Tocqueville labró su fama de teórico político con una sola obra, La democracia en América, pero dejó además otra obra notable sin terminar, El Antiguo Régimen y la Revolución, y una larga correspondencia con personalidades de la época, un interesante conjunto de discursos ante la Asamblea y algunos artículos en la prensa, además de notas y ensayos inéditos. En todos estos textos va afilando su análisis y desgranando su opinión sobre su época y sobre su mundo, y, además, sobre el mundo de los otros, de los no occidentales, de quienes están fuera de los valores y de los relatos euro-norteamericanos.
Todas estas fuentes, que no están dispersas porque las recoge una antigua y no digitalizada edición de sus Œuvres complètes, pero que son a veces difíciles de consultar, le han servido a María José Villaverde para reconstruir ese perfil menos conocido del autor. Y han sido utilizadas de manera exhaustiva, reflejando en los capítulos de su libro cada frase, cada crítica, cada idea, y esta incursión a fondo en las opiniones de Tocqueville, diseminadas por todos sus textos, es una de las primeras y de las grandes aportaciones de la obra.
La experiencia de Tocqueville en América no fue solo con el sistema democrático, sus instituciones, sus ventajas y sus peligros. Él fue buscando también un contacto directo con los amerindios, un pueblo que su imaginación veía como irreductible, que despreciaba la civilización viciosa de los conquistadores. Encontró fundamentalmente un pueblo semidestruido ya por el alcoholismo, malviviendo de pequeñas subvenciones y obligado a continuos desplazamientos desde sus asentamientos originales a nuevas tierras que se les prometían para siempre y que apenas podían disfrutar unos pocos años antes del siguiente traslado y las nuevas promesas. Adentrándose en territorios todavía salvajes, Tocqueville persiguió, y alguna vez encontró, esos indígenas altivos, dedicados solo a la caza y a la pesca, que desprecian a tenderos y negociantes, y que, aun en su miseria, «alimentan las mismas ideas, las mismas opiniones que el noble de la Edad Media en su castillo fortificado»[2]. Y, en una ensoñación nostálgica con el mito de la libertad al fondo, cree incluso que si hubiera sido Francia quien hubiera ocupado las tierras americanas, el indio hubiera reconocido en sus invasores la intrepidez, el orgullo y el afán de gloria que les asemejaba a ellos mismos. Un lamento que expresó también alguna vez al referirse a la India, cuyos habitantes imaginaba tratados con mayor respeto si hubieran sido franceses y no británicos sus ocupantes.
Nada podía hacer Francia por los amerindios, pero si debía enfrentarse al problema de la esclavitud en sus propias colonias. Villaverde dedica un amplio capítulo a la reflexión y a la actuación de Tocqueville en esta coyuntura. Diputado en la Asamblea desde 1839, fue ponente de la Comisión encargada de estudiar la abolición de la esclavitud en las colonias francesas y de evaluar sus costes y consecuencias. Aquí aparece ya el Tocqueville político, que, más allá de su filosofía, debe comportarse como un servidor público en busca del bien común y de la concordia nacional.
Y hay un capítulo incluso dedicado casi exclusivamente a la correspondencia entre Tocqueville y Gobineau, el teórico de la superioridad de la raza blanca, que había sido su secretario hacía unos años y con quien conservó una amistad hasta el final. Correspondencia de gran interés, pues permite ver la contraposición, muy fuerte a veces, entre dos maneras diferentes de ver el mundo: la más acorde con los tiempos, de Tocqueville, y la más radicalmente conservadora, de Gobineau. Y nos lleva además a la discusión sobre las razas y el racismo en la primera mitad del siglo xix, que Gobineau colocó en un primer plano, y que fue luego tan transitada por muchos autores.
Lamento por la situación de los amerindios, defensor de la abolición de la esclavitud, crítico del racismo: un perfil que se acomoda bien al de un liberal. Pero el lado oscuro está en otro sitio, el lado oscuro está en Argelia, un territorio que la monarquía de Luís Felipe había heredado con poco entusiasmo de la Restauración borbónica en sus últimos momentos, y que muchas voces aconsejaron después mantener, extender y colonizar. En 1847, Tocqueville presentó en la Cámara un informe relativo a la administración de la antigua Regencia de Argel, y estuvo dos veces sobre el terreno y siempre se manifestó como un defensor de la continuación de la guerra y del establecimiento de colonos franceses para asegurar la conquista. Y aunque expresó con frecuencia sus críticas a la manera en que era gobernado y administrado el territorio, apoyó al ejército y al general Bugeaud y su manera, a menudo cruel, de conducir la guerra. Las razzias sobre los asentamientos indígenas y las terribles enfumades, que consistían en prender fuego en la entrada de las cuevas donde se refugiaban los rebeldes, fueron criticadas por Tocqueville, pero asociadas con los sufrimientos propios de toda guerra moderna, en la que los civiles ya no podían permanecer al margen de las calamidades.
Sobre esta defensa a ultranza de la colonización es sobre la que apuntan y disparan todas las críticas a Tocqueville. Los capítulos que María José Villaverde dedica al largo debate sobre su controvertida actitud se despliegan con la minuciosidad y la profundidad de la que hace gala en todo el libro. Todos los autores que han tenido algo que decir en los últimos treinta años al menos están citados y comentados, y el lector puede encontrar todas las referencias que critican, comprenden o defienden la posición del autor de La democracia en América. Se aprecia un esfuerzo considerable en la recopilación y tratamiento de las fuentes secundarias. Sus más de 2600 notas y citas convierten el libro en una obra imprescindible sobre la cuestión.
¿Y qué se concluye de todo esto? Después de analizar los estandartes de la mission civilizatrice y de la teoría del progreso, en las que se envolvió con frecuencia el colonialismo europeo, la autora elige transitar el camino de la historia y de la política. Efectivamente, Tocqueville, con independencia de que fuera más o menos liberal o más o menos demócrata, era un francés en los orígenes del auge de la gran ideología del siglo: el nacionalismo. Político activo en la Asamblea y observador atento de cuanto sucedía, veía el desmoronamiento del Imperio otomano y la rápida expansión de Gran Bretaña como el inicio de una nueva época: Francia necesitaba poner, al menos, un pie en el sur del Mediterráneo si no quería convertirse en una potencia de segunda fila en el concierto europeo. Como decía Luís Díez del Corral, con uno cuyos textos se cierra el libro «el pensar filosófico del siglo xix ha perdido en muy buena parte el carácter puramente especulativo que tuviera en los siglos anteriores; el pensador es ahora un ser conmovido por las urgencias de la realidad, con frecuencia transido de pasión»[3]. Y las urgencias de la realidad llevaban inexorablemente a la pasión de la expansión colonial.
A pesar de todo, la autora explica que hay una evolución en el pensamiento de Tocqueville, desde el optimismo inicial que le hace pensar que en Argelia puede producirse una «fusión de razas», pasando por la esperanza de llevar al norte de África los mejores frutos de la civilización europea, hasta un pesimismo final, acorde con el carácter melancólico del personaje, que le descubre «el lado oscuro» de la empresa colonial y quizás la inutilidad de obtener de ella algún provecho moral.
En el último capítulo de su obra, al estudiar autores como Tocqueville o John Stuart Mill, María José Villaverde plantea el debate sobre si estamos ante un liberalismo imperialista o un imperialismo liberal. Si el liberalismo conducía necesariamente al imperialismo o si fue el imperialismo el que, en esa primera mitad del siglo xix, se valió del liberalismo para sus propios fines. Supongo que el debate durará todavía bastante tiempo. En mi opinión, quizá sería más fructífero distinguir entre la ideología liberal, la que inspiró, y sigue inspirando, los ideales de libertad y de igualdad, y la política liberal, cuando la ideología se convirtió, además, en la primera fuerza política tras la Revolución y se vio asociada inexorablemente con el nacionalismo, la otra ideología que venía a sustituir al sistema nobiliario del Antiguo Régimen.
En cualquier caso, es un debate que permite, como hace la autora, contextualizar las alternativas de Tocqueville; contemplarle en su coyuntura histórica, y comprobar que, a pesar de su lucidez sobre la democracia, Tocqueville, como dice Lucien Jaume, no es nuestro contemporáneo[4] y solo podemos aspirar a tratar de entender el medio intelectual y político en el que desarrolló su actividad y ofreció sus reflexiones.
[1] |
Escritos sobre la esclavitud y el colonialismo. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009. |
[2] |
La democracia en América, ed. de E. Noya, Madrid, Aguilar, 1989, p. 317. |
[3] |
Díez del Corral, L. El liberalismo doctrinario. Madrid, Centros de Estudios Políticos, 1945. |
[4] |
Jaume, L. Tocqueville. Les sources aristocratiques de la liberté. Fayard, Paris, 2008. |