Waterloo, una batalla que ha quedado como epítome de fracaso o de derrota. Una capitulación histórica, pero también personal. Lo que sucedió pocos kilómetros al sur de Bruselas en junio de 1815 se percibe como un punto de inflexión en la historia europea, el cierre definitivo de un ciclo de guerras que duró cerca de un cuarto de siglo. La disputa por la memoria pública y política de una de las batallas más populares de todos los tiempos es el origen del libro que ha publicado el joven investigador de la Universidad de Connecticut Luke Reynolds. La obra se enmarca en este largo bicentenario de las guerras napoleónicas que comenzó en la década de los 2000, especialmente desde 2004 en Europa (coronación en Notre-Dame) y 2008-2012 en España (Dos de Mayo, Bailén, Constitución de Cádiz), que aún llegó hasta 2021 con la conmemoración de la muerte del emperador y cuyos ecos continúan resonando. Para el caso español, autores como Ainhoa Gilarranz, Rafael Zurita o el veterano Carlos Reyero, entre otros, han trabajado acerca de la importancia del monumentalismo y la memoria pública en el siglo xix desde varios puntos de vista, enriqueciendo así una disciplina en ocasiones olvidada.
Es en esta tendencia en la que se inserta Reynolds en su primera obra monográfica, sobre la memoria y el mito que tuvo la batalla de Waterloo en la historia británica, recientemente publicada por Oxford University Press. El autor deja clara la imposición definitiva del Reino Unido como vencedor casi exclusivo del combate a ojos de la historia y de la política del momento, por encima de sus aliados (incluyendo el nombre con el que aquella jornada pasó a la historia). Ello a pesar de desafíos como la colina del León impulsada por el monarca neerlandés, vista como un sacrilegio desde las islas (pp. 69-71). Esta lucha por la «propiedad» de la victoria, que conectaba directamente con el fomento y consolidación de la identidad nacional del país (p. 8), comenzó tan solo doce días después de la batalla, cuando la «Waterloomanía» comenzó a desplegarse a través de mapas y planos de la batalla en formatos publicitados en la prensa (pp. 13-14). Posteriormente, el libro pasa a centrarse en las decenas de encarnaciones de la rememoración de Waterloo, ya se materializasen a través de monumentos, banquetes, obras de arte o recorridos turísticos por el campo de batalla.
La referencia recurrente del libro es el duque de Wellington, «influencia transversal de todos los aspectos de la sociedad británica» (p. 213), además de centro y casi modelo para todas las conmemoraciones. Además de su presencia repetida en el libro, sirve de eje del cierre, con el dilatado epílogo centrado en su funeral (pp. 212-230). Mención especial merecen los banquetes en su residencia, Apsley House, o incluso en el 10 de Downing Street durante su etapa como primer ministro (pp. 102-106). El libro incluye hasta el menú servido en uno de ellos. Reynolds también usa a Wellington para llevar al lector al museo de cera Madame Tussaud’s en Londres (pp. 131-133), donde, junto a una abundante colección de reliquias de las guerras de 1799-1815, se instaló una réplica yacente de Napoleón fallecido, que el propio duque visitó. Existe incluso un cuadro de dicha presencia de Wellington en el museo, conformando así una suerte de «memoria de la memoria», como sucede con las representaciones pictóricas de los mencionados banquetes (p. 171).
Directamente relacionado con esta figura y en un sentido similar a lo sucedido en otros países, los intentos de apropiación partidista de la batalla fueron recurrentes. El más fuerte (y exitoso) fue el realizado por los tories. Por si fuera poco, había un componente eminentemente religioso-nacional: el anglicanismo había vencido a un enemigo católico en 1815 (p. 78), lo cual reforzaba el carácter místico del combate. Y no solo: el rol de la monarquía (pp. 183-184) en dicha jornada fue también resaltado. Obras de teatro (pp. 150-151), los cuadros bélicos de William Turner o Thomas Lawrence (pp. 162-167) o la construcción de panoramas, tan propios de la época, (pp. 134-137) en torno a batallas y personajes relacionados tanto con Waterloo como con otros episodios de las guerras napoleónicas, contribuyen a completar el crisol de representaciones desplegado por Luke Reynolds.
Dejando en parte de lado al héroe de la «Peninsular War», «the last great Englishman» y sus funerales, que cierran de una forma amplia el libro (pp. 212-231), resulta llamativo el turismo que pronto surgió en torno al campo de batalla y la industria que se desarrolló en directa relación con el mismo en un contexto de «presión social y patriótica» (p. 45) en Reino Unido para visitar el lugar. Este fenómeno constituyó un antecedente de lo que sucedió posteriormente en otros lugares, como España y los escenarios del frente del norte de la Primera Guerra Carlista desde 1839, cuando la burguesía, especialmente la madrileña, se acercó a dichas zonas buscando «contemplar la historia» con sus propios ojos, además de poder contar que habían estado allí. Al mismo tiempo, vio la luz un pujante comercio de reliquias, auténticas y falsificadas: una vez que los remanentes de la batalla se agotaron, e incluso antes, imitaciones de armas, botones, dentaduras y otros huesos eran colocados a propósito para que los turistas británicos los encontrasen «casualmente» en Waterloo (pp. 65-68) durante excursiones de búsqueda de dichos tesoros.
La otra gran cuestión son las disputas sobre la erección de monumentos conmemorativos en territorio británico. Tanto su formato (estatuas, de Wellington o no, columnas, obeliscos u opciones más innovadoras) como el objeto específico de los homenajes de los mismos fueron objeto de debate en Reino Unido. Llama la atención, por ejemplo, el Pimlico/Wellington Arch en Londres, un monumento «doble», diseñado en un primer momento como conmemoración de las victorias napoleónicas de Gran Bretaña, pero culminado posteriormente con una estatua ecuestre de Wellington (pp. 179-181).
En suma, Luke Reynolds ha completado una obra de relevancia que, a pesar de tratar la mayor referencia memorial napoleónica de una batalla existente, supone un título muy importante al adentrarse en las diversas representaciones que profundizaron en el recuerdo histórico del símbolo que fue Waterloo. Este autor ha elaborado una contribución de calado en el ámbito de los estudios de historia de la memoria pública, un campo menos desarrollado en la historiografía decimonónica.