En noviembre de 1874, Roque Barcia, desde Londres, pedía ayuda a Juan Eugenio Hartzenbuch para publicar alguna de sus obras. Lo hacía como exiliado, luego del fracaso del Cantón de Cartagena en que tanto protagonismo reuniera y, más en extenso, de la primera experiencia republicana de la historia de España. Cabría aguardar, como mínimo, una cierta contención verbal en la petición pero, fiel a su estilo, no duda en respaldarla con una nada modesta indicación de que, con su auxilio, podría dar a la imprenta una obra llamada a convertirse en una «modesta gloria nacional». Tanto su autorrepresentación como su misma realidad vital pasaron por considerarse, ante todo, como un escritor, un literato que con su pluma desarrolla una misión destinada a señalar el camino del progreso político, material y moral a la sociedad, y ni siquiera la hondura de la decepción por el final desastroso de la república, a la que tantas veces apelara, lo aparta del sendero.
Ester García Moscardó aborda la biografía de uno de los sospechosos habituales cuando se trata de buscar responsables del fallido intento republicano de 1873. Dentro, más en general, de la etapa del Sexenio Democrático de 1868-1874, Barcia pasa por ser uno de esos demagogos irresponsables que inflama las masas y las impele a la lucha por una idea, la república federal, que de aspiración casi imposible pasó, sin quererlo, a forma institucional necesitada de concreción y de implementación. Convertir sueños en realidad es el deseo de cualquiera, pero en el camino pueden tornarse pesadillas de las que uno despierta envuelto en sudores fríos. La FEDERAL, con mayúsculas, y enunciada con veneración como si de un Dios se tratase, era la aspiración de Barcia Martí, pero su concreción cartagenera resultó un fiasco y demostró el largo trecho que hay entre la predicación y el dar trigo, entre las aspiraciones y los resultados. Lo hace con la dificultad añadida de no contar con un archivo personal que le permita acceder a la intimidad de la correspondencia y a la network de contactos que, en el siglo xix, solo aparecen recogidos en las cartas intercambiadas.
De esta forma, el acceso al sujeto se realiza desde sus obras, desde su desbordante producción literaria, y a partir de aquí la historiadora valenciana firma un trabajo sobresaliente asentado en una prosa ágil y dinámica que se lee con placer, que no solo desvela en sus trazos vitales al revolucionario Barcia, sino que contribuye a la comprensión de la cultura política republicana en que se inserta y de la que es al tiempo constructor, así como a la explicación historiográfica de los años tan agitados como ilusionantes abiertos con la Gloriosa.
El excelente dominio de los contextos históricos permite a la autora manejarse con soltura entre las diferentes situaciones en que se mueve su personaje, y su conocimiento de las cuestiones y las temáticas que a día de hoy más preocupan a la historiografía centrada en el siglo xix le posibilita presentar una investigación que sobrepasa la individualidad para, integrándola en un discurso más global que en ningún momento la desvanece ni la hace desaparecer (algo imposible con un perfil personal tan marcado como el de Barcia), realizar una aportación de calado a las interrogantes que todavía suscita hoy la muy considerable extensión social conseguida por la cultura política republicana en el xix español, tanto en lo referido a los medios de propaganda como a la gramática y al discurso manejados para conseguir empapar a las masas de entusiasmo federal.
Y es que entusiasmo, casi rayano en delirio, era lo que despertaban los escritos de Roque Barcia. Profeta, mesías, apóstol, elegido, redentor, cristo, predicador, maestro, guía … Los términos se suceden, ayer y hoy, para definir a un tipo revolucionario en el que lo absoluto marca sus pasos. La suya es una verdad, la verdad, irrebatible en el ámbito del discurso, un dogma de fe que más que comprender hay que sentir. No se trata de razón, o no únicamente de razón, sino de sentimiento, de más corazón que cerebro. En la definición de una cultura política republicana y federal, Roque Barcia aporta ideas, pero, sobre todo, una forma de transmitir, de llegar a las masas, que llena de contenido la definición de demagogia: hay razones, pero sobre todo hay pasión y sentimiento, hay búsqueda de empatía con la exhibición impúdica de la propia experiencia, de los fracasos, las frustraciones, las ilusiones, las incomprensiones y hasta de los pecados cometidos.
Más que convencer al cerebro con argumentos, se aspira a llegar al alma por el camino de la metáfora y del éxtasis. El incomprendido, el maltratado, el mártir por la causa siempre faltoso de reconocimiento, gana a su auditorio porque habla desde la verdad revelada a partir de sus lecturas y de sus reflexiones. La suya es una religión cívica preñada de metáforas y de formas de decir que se alimentan de un fondo religioso para la predicación de la nueva idea que conforman la democracia y la federal. Y como todos los que hablan desde un púlpito erguido sobre principios absolutos y transcendentes, incontestables, tiene dificultades para manejarse en el pluralismo propio de las sociedades modernas y ya no digamos en las negociaciones que exige la política real. Transaccionar no es un verbo presente en su diccionario porque supondría una traición a su absolutismo.
El retrato de Barcia que ofrece García Moscardó no es amable. Aquí no hay ni asomo de síndrome de Estocolmo. Las contradicciones y las incongruencias del personaje se repasan y analizan en toda su complejidad y lo hacen fieramente humano. No se esconden su arrogancia ni su elitismo intelectual, su búsqueda de padrinos protectores y sus actitudes y decisiones a veces manchadas por el oportunismo y la no asunción de responsabilidades, que el contraste con la pureza de la idea y la superioridad moral que asientan su discurso obviamente magnifican. Hasta bien entrado el Bienio Progresista su vocación política no ocupa el primer plano, y cuando lo hace, por lo menos en parte, es como reacción a su fracaso como escritor, como guía intelectual de un pueblo que, en el fondo, no lo merece. Pero sus jeremiadas, al tiempo que dibujan el perfil humano del personaje, explican buena parte de su éxito como predicador de la federal: soy uno de vosotros, tengo vuestras mismas debilidades, pero mi cuerpo pecador es solo el frágil envoltorio que esconde la verdad. «Yo soy el camino, la verdad y la vida», podría haber dicho parafraseando al Jesús bíblico. El hombre y el mito ahora desvelados en una biografía de lectura obligada para conseguir una comprensión cabal de la fuerza que en la España contemporánea y actual tuvo y tiene la idea republicana.