El último tercio del siglo xix en Europa comenzó con sacudimientos que cimbraron la estabilidad y relativa tranquilidad que parecía haberse impuesto a partir de la guerra de Crimea (1853-1856). Ejemplos de ello fueron el ascenso de Prusia, bajo la ambiciosa política expansiva de Otto von Bismarck de unificar los estados alemanes en una gran potencia, y el colapso del reinado de Isabel II en España y la búsqueda de cómo enfrentar la crisis del Estado. Ambos sucesos dieron un brusco e inesperado giro al aparente equilibrio europeo.
En estas páginas examinaré someramente los efectos de ambos sacudimientos, centrándome en el trienio que va desde el inicio de la guerra franco-prusiana (julio de 1870), la Comuna de París (marzo-mayo de 1871) y algunas de sus repercusiones en la vecina España, hasta el final de los once meses de vida de la democrática Primera República, entre el 11 de febrero de 1873 hasta el 3 de enero de 1874. El carácter transnacional de la Comuna y sus influencias en otros países se han comenzado a explorar solo recientemente[2], aunque desde el comienzo su impacto fuera notable mucho más allá de sus fronteras y de la propia Europa. Con cuánta más razón lo fue del otro lado de los Pirineos, en la vecina España.
Recordemos muy brevemente los hitos centrales de una historia hoy bien conocida. En la península ibérica, en septiembre de 1868, una revolución cívico-militar destronó a Isabel II y el Gobierno provisional convocó a elecciones a Cortes constituyentes por sufragio universal masculino, en enero de 1869. Los monárquicos resultaron electos por mayoría, pero por vez primera hubo una novedosa representación republicana de tendencias varias y otra del carlismo, facción dinástica de origen absolutista. El resultado fue la Constitución de 1869 que, por primera vez desde la de Cádiz (1812), garantizó las libertades y derechos ciudadanos y estableció que la forma de gobierno fuera una monarquía constitucional. Esto significó buscar un candidato al trono entre las varias dinastías reales europeas y, finalmente, designar a Amadeo de Saboya, hijo del Rey de Italia, quien en enero de 1871 ascendió al trono de España. Como era de esperar, esto no satisfizo a Francia ni a Prusia, que ambicionaban el nombramiento para sus propios candidatos dinásticos, ni a los sectores españoles derrotados. Los carlistas se levantarían en armas en 1872 y en febrero de 1873 los republicanos se harían con el poder de una efímera república federal. Casi a la par de la revolución en España, en Cuba dio inicio una primera guerra de independencia, que duraría diez años.
La Revolución de 1868 también abrió las puertas a nuevas ideas y organizaciones sociales. Así hizo su aparición en la península la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), fundada en Londres cuatro años antes, encabezada por un Consejo General, del cual formaba parte el teórico y revolucionario alemán Carlos Marx, y que contaba con la participación de organizaciones de tendencia socialista de diversos países. Simultáneamente, emisarios del revolucionario ruso, Miguel Bakunin, también afiliado a la AIT, difundieron los principios de la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, fundada poco antes por él.
El contraste entre ambos proyectos revolucionarios resultó a partir de entonces una larga fuente de conflictos. En síntesis, la Asociación Internacional pugnaba por la organización de los trabajadores en partidos obreros que, por medio de la lucha política y de clases, lograran la destrucción de la burguesía, consolidaran un Estado proletario, abolieran la propiedad privada e instituyeran un sistema comunista que asegurara la apropiación social de los medios de producción y del producto. Por su parte, el bakuninismo abogaba por una organización revolucionaria obrera y campesina, proponía la colectivización de los instrumentos de trabajo, de la tierra y de su producto entre los propios trabajadores, así como la abolición de los partidos políticos y la sustitución del Estado por una libre federación de asociaciones libres.
Esta doble difusión de la Internacional y de la Alianza hizo de España un caso sui generis en el desarrollo del internacionalismo obrero y, eventualmente, se convirtió en la manzana de la discordia entre los partidarios de Carlos Marx y de Miguel Bakunin. Lo importante aquí es señalar que fueron los segundos, en 1870, quienes fundaron la Federación Regional Española (FRE), afiliada a la llamada Primera Internacional, pero con un Consejo Federal de orientación colectivista, más tarde llamada anarquista.
No debe sorprender que en España, desde 1870, se siguieran con atención los dramáticos acontecimientos de la vecina Francia. La elección de un candidato a ocupar el vacante trono español había enfrentado diplomáticamente a dos potencias con sus respectivos favoritos, gota que derramó el vaso de las tensiones entre dos Estados expansionistas como Prusia y Francia. Brevemente, repasemos los hitos. En el verano de 1870, Napoleón III declaró la guerra a la Confederación de Estados Germánicos, encabezada por Prusia, pero en el otoño fue derrotado y tomado prisionero y gran parte del territorio francés ocupado. En una Francia acéfala, en París se proclamó la República y se nombró un Gobierno de Defensa Nacional, lo cual dio paso a que la ciudad fuera sitiada durante cuatro meses por las tropas vencedoras y bombardeada a finales de enero de 1871[3]. Además de la destrucción material, ello dejó 60 000 muertos y un éxodo de más de 10 000 personas, mayoritariamente miembros de las clases acomodadas de la capital. Ante la superioridad bélica de un imperio alemán ahora unificado con Prusia a la cabeza, el Gobierno provisional francés capituló y se instaló en Versalles.
Las clases populares parisinas, apoyadas en la Guardia Nacional, una especie de milicia cívica, y sustentadas en la fuerte tradición de solidaridades y sociabilidades barriales y comunitarias, se sintieron traicionadas por el Gobierno encabezado por Louis-Adolphe Thiers. Ello reforzó el ánimo de resistir y reorganizar la defensa de la capital, ahora no solo contra Alemania, sino también contra una República considerada desleal y cobarde[4].
Semanas después, al mediar marzo, el Gobierno en Versalles envió al ejército para desmontar los cañones que protegían París, desarmar a la Guardia Nacional y tomar la capital. Pero, inesperadamente, el día 18 de marzo la Guardia Nacional, apoyada por una multitud de hombres y de mujeres, venció al ejército profesional, ocupó el Ayuntamiento y convocó elecciones para elegir un gobierno municipal autónomo. Diez días después, el 28 de marzo, se proclamaría la Comuna de París. Recordemos, sin embargo, que a partir de la derrota francesa en septiembre de 1870, en diversas capitales de provincia, como Lyon, Burdeos y Toulouse, había habido intentos más o menos efímeros y rápidamente reprimidos de proclamar comunas revolucionarias, en algunas de las cuales participaron internacionalistas destacados, como Bakunin en Lyon. Estos intentos de municipalismo radical, que se extendieron hasta marzo de 1871, marcaron precedentes notables de la experiencia parisina[5].
En París, el Consejo de la Comuna quedó conformado por una mayoría de obreros y artesanos, e incluyó a pequeños propietarios y comerciantes, a empleados de cuello blanco, a miembros de diversas profesiones liberales, a periodistas, escritores y artistas[6]. Este fue un cuerpo federado heterogéneo de tendencias varias, desde jacobinos y republicanos, hasta internacionalistas de diversos signos: blanquistas, proudhonianos, bakuninistas y marxistas, aunque en sentido estricto, solo los dos últimos creían en la socialización de la propiedad.
El Consejo de la Comuna desató una catarata de decretos y propuestas hasta entonces inéditos que renovaban el imaginario político y social, así como cultural y simbólico de la época. Esto abarcaba desde las libertades y derechos ciudadanos, los derechos de los trabajadores y la protección del trabajo, hasta la separación de la Iglesia del Estado, la educación laica y la enajenación de los bienes religiosos; también la libertad de asociación y de prensa, entre muchos otros. Si bien la participación femenina fue notable y la discusión sobre la igualdad de derechos de la mujer fue constante y se introdujeron algunos derechos laborales y sociales, el Consejo no promulgó la igualdad ciudadana para ambos sexos. Sin embargo, la movilización femenina fue innegable y por su propia acción se creó una Unión de Mujeres, con representación en cada arrondissement, que contribuyó a visibilizar un importante segmento de las trabajadoras de París y a forjar el imaginario de las mujeres como citoyennes[7]. Por otra parte, la euforia popular se manifestó contra los símbolos monárquicos y autoritarios del Estado, derrumbando o incendiando varios monumentos y edificios públicos, y también contra los de la República burguesa y traidora de Versalles, remplazando la bandera tricolor por el pendón rojo, emblema de la revolución. Además, por decreto, este sería el «símbolo de una República universal» e incluyente, que otorgaría la ciudadanía a todos los extranjeros que la quisieran, lo cual evocaba el discurso jacobino revolucionario, muy presente en Francia desde la llamada república del género humano, de Anacharsis Cloots, en 1792, hasta la república democrática y social de 1848[8]. Sin embargo, hay que subrayar que respecto de la propiedad, el Consejo de la Comuna, que era minoritariamente socialista, se mantuvo, en general, respetuoso del capital, de la banca y del dinero, y si no le fue posible contener los saqueos y otros actos contra la propiedad, sí los condenó públicamente[9].
Mientras tanto, a comienzos de abril, el ejército de la República, ahora con el apoyo tácito de Alemania, dio inicio a un segundo sitio de París. Las fuerzas de Versalles bombardearon implacables la ciudad con proyectiles incendiarios, que una vez más sembraron destrucción y muerte, hasta que el 21 de mayo se logró romper la defensa de la ciudad, avanzar en la ocupación de París y derrotar a la Comuna el 28 de mayo de 1871.
El saldo fue terrible, como terribles fueron los excesos a lo largo de diez semanas[10]. Cálculos recientes muestran que las fuerzas versallescas y sus partidarios sufrieron poco menos de 1000 bajas[11]. En cambio, entre los comunalistas las cifras más confiables fueron abrumadoras: hubo al menos entre 10 000 a 15 000 comunalistas muertos[12], incluyendo hombres, mujeres y niños, y cerca de 40 000 presos fueron trasladados a pie a Versalles. Por su parte, los consejos de guerra pronunciaron unas 300 condenas a muerte, ordenaron que unas 12 000 personas fueran condenadas a presidios de ultramar o a trabajos forzados en Francia, y más de 3500 comunalistas fueron condenados in absentia, ya que miles huyeron al exilio[13]. ¡Ni qué decir de la enorme devastación urbana, causada, sobre todo, por las indiscriminadas bombas incendiarias contra un París que tardó casi dos décadas en ser reconstruido![14]
Por su parte, la prensa de Versalles nutrió la imaginación anticomunalista más allá de Europa con los epítetos estigmatizadores que, en muchos casos, han pervivido durante quince décadas aquí y allá, en los lenguajes antirrevolucionarios en diversos países y lenguas[15]. Esta prensa, convertida en un verdadero cuarto poder al servicio del Estado centralista y moderado, cuando no conservador, difundió la idea de un París destruido por la muchedumbre enardecida y creó una imagen de la Comuna de «bárbaro desenfreno»[16]. En ella se tildó a los republicanos radicales de traidores y enemigos de la nación y a las mujeres de «infernales petroleras» e «incendiarias», entre otras lindezas[17]. Pero los ataques más encarnizados se dirigieron contra la Asociación Internacional de los Trabajadores, como si todos los comunalistas hubieran pertenecido a ella. Estos fueron calificados de «nihilistas», «ateos», «súcubos del infierno», «demonios rojos», «atilas revolucionarios» y «apátridas», o simplemente como asaltantes y ladrones[18].
Poco después de la caída de París, el Gobierno francés encabezó una amplia ofensiva diplomática de Moscú a Madrid, de Lisboa hasta Roma, y logró que en muchos países se prohibieran las organizaciones internacionalistas. Solo la cantonalista República suiza y una Inglaterra temerosa de una nueva Santa Alianza continental se abstuvieron de pactar con Francia, mientras el resto del continente se volcaba hacia la represión.
En España fue notorio el miedo al contagio desde Francia. La prensa reprodujo y adoptó el imaginario y el discurso de los periódicos franceses, y las clases acomodadas y el gobierno de Amadeo temieron, horrorizados, que el comunalismo transpirenaico se extendiera por la península. Para el Gobierno, el espectro de la Comuna republicana radical y el auge de la Federación Regional, que para entonces contaba ya con unos veinte mil asociados, mayoritariamente anarquistas, resultaban amenazadores. Sin embargo, la Federación Regional estaba entonces lejos de pensar en emular a la Comuna y se dedicaba de lleno a expandir el asociacionismo obrero en las ciudades y pueblos de España. Los republicanos, sumidos en pugnas entre centralistas y federalistas, tampoco pensaban entonces en un alzamiento. Así, la Comuna parisina moriría sin despertar entonces el municipalismo radical en España[19]. Sin embargo, cuando a poco de pactar con Francia las autoridades españolas ordenaron medidas contra la Federación Regional, esta se reorganizó precavidamente para seguir actuando y expandiéndose semiclandestinamente, mientras el Consejo Federal se autoexiliaba a Lisboa en junio de 1871[20].
Año y medio después, el 11 de febrero de 1873, Amadeo abdicó inesperadamente al trono y, con la premura del caso, las Cortes proclamaron una República de carácter parlamentario, pero que al mediar el año se encontraba irreparablemente dividida entre unitarios, federalistas y radicales, cuyas desavenencias desataron la chispa insurreccional en julio. En diversas ciudades estallaron levantamientos que proclamaban cantones autónomos que evocaban el comunalismo francés, mientras recuperaban una larga tradición municipalista española. A su vez, en la alicantina ciudad fabril de Alcoy, sede entonces de la Federación Regional Española (FRE) —ya escindida entre marxistas y bakuninistas—, una huelga obrera devino en una insurrección urbana en la que perecieron el alcalde y varias personas más, y que unos días después fue reprimida por el ejército. La dureza contra los internacionalistas españoles evocaba directamente la ejercida contra la Comuna de París[21].
En la mayoría de estas explosiones estaban, sobre todo, los republicanos intransigentes, y solo en unos pocos casos las encabezaron los internacionalistas. Sin embargo, la prensa denostó las insurrecciones en términos semejantes a los empleados en Francia y, sobre todo, acusó a los anarquistas de haber instrumentado la violencia. Los anarquistas resultaban ahora los nuevos petroleros e incendiarios.
No me propongo presentar aquí la historia del cantonalismo y el anarquismo españoles durante la Primera República, sobre los que ya he escrito en otras páginas, sino señalar someramente los ecos de un imaginario anticomunalista francés en España, que sembró el miedo entre las clases acomodadas y llevó a largas proscripciones políticas de los sectores más militantes, especialmente los obreros y los antimonárquicos. Las movilizaciones de distintos signos, pero especialmente las internacionalistas, fueron percibidas con temor por las clases acomodadas y bien pensantes de la península, incitadas también por el discurso del miedo alimentado de modo abrumador por la prensa diaria.
Sin embargo, entender el cantonalismo español de 1873 y su represión como mero reflejo de la Comuna francesa de 1871 sería un error, pues, ante todo, hay que tener en cuenta en cada caso las realidades históricas. En este sentido, recordemos la larga tradición municipalista de las ciudades españolas, ahogadas una y otra vez por el centralismo y el control caciquil de los ayuntamientos. No menos importante es recordar el auge del obrerismo internacionalista y la maltrecha situación de las clases jornaleras en las ciudades y el campo, así como no perder de vista una Primera República española desbordada por los enfrentamientos entre sus propios partidarios, amenazada militarmente por los carlistas en armas y desangrada por una guerra colonial en Cuba.
Un golpe militar en España, en enero de 1874, puso fin a la República democrática, disolvió las Cortes y, meses después, contribuyó a restaurar la monarquía borbónica. Si la Comuna parisina y el cantonalismo español marcaron hitos en el revolucionarismo europeo, su fracaso puso fin a la idea de la transformación del Estado por medio la insurrección popular y abrió paso a la idea de la revolución organizada. En este sentido, la mayor persecución fue contra la Primera Internacional, ahora declarada fuera de la ley.
Satanizar a la Asociación Internacional de los Trabajadores era políticamente expedito, pues esta se había colocado en el debate público, visibilizando y dando protagonismo a las clases asalariadas urbanas y agrarias organizadas. En consecuencia, desde el punto de vista social, la saña con la cual se persiguió al movimiento internacionalista —desde París a Berlín, desde Moscú hasta Madrid, desde Lisboa hasta Roma— se explica más por el temor a la creciente organización de obreros y campesinos partidarios de la lucha de clases que por los juegos y rejuegos políticos. Sin embargo, si examináramos el resurgimiento y desarrollo de los movimientos obreros —marxistas y anarquistas— en las décadas siguientes, después de años en la clandestinidad, tendríamos que reconocer su capacidad de supervivencia, tesón para asociarse y vitalidad para representar los anhelos de las clases menos favorecidas. En adelante, los Gobiernos y las burguesías ya no temerían un insurreccionalismo municipalista, sino la lucha de clases; ya no la Comuna o el cantonalismo, sino la revolución social.
Bibliografía
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Con motivo del 150.º aniversario de la I República española, Historia y Política publica este breve ensayo de una de las principales especialistas en el período, Clara E. Lida. |
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Deluermoz (2020). También, por ejemplo, Lida e Illades (2001) y para Buenos Aires, Albornoz y Roman (2021). En estas páginas retomo algunos aspectos tratados más ampliamente en Lida (2014). |
[3] |
Wawro (2003). |
[4] |
Shafer (2005). |
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[6] |
Sobre el apoyo de pintores y escultores, véase Clayson (2002). |
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Recordemos, en cambio, que la AIT en 1869 había incorporado la nacionalización de los bancos centrales a su programa, lo cual la Comuna nunca hizo y Marx se lo reprochó. Sobre la Comuna y la banca véanse Godin (2021); Toussaint (2021), y Cavaterra (2001). |
[10] |
Las cifras existentes contrastan radicalmente; Duclert (2010), pp. 77-78, menciona casi dos mil, pero Gould (1995), p. 164, con base en una sólida investigación en los archivos militares, solo contabiliza unos cien. Sobre las derechas católicas y la Iglesia durante y después de la Comuna, véase Harvey (2003). Una minuciosa reconstrucción de las últimas semanas de la Comuna, se encuentra en Merriman (2014). |
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Íd. |
[13] |
Joughin (1955). |
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[15] |
Matsuda (1996). |
[16] |
Gullickson (1996). |
[17] | |
[18] |
Tombs (1981: cap. 7; 1999) y Matsuda (1996: 23 y ss.) |
[19] |
Hennessy (1962); Álvarez Junco (1971), y García Balañà (2016). |
[20] |
Para una síntesis de las discusiones en Cortes sobre este tema, véase Vergés Mundó (1964: 39-44). |
[21] |
En Espigado Tocino (2002) se hace un recorrido por los diversos alzamientos. Sobre Alcoy, véanse de Lida (1972: cap. 6; 2003). Fernández Vilaplana presenta una extensa bibliografía actualizada en su trabajo de fin de master, en la UNED, 2016, titulado «Alcoi, julio de 1873». Véase también Fernández Vilaplana (2019). |
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